lunes, 15 de enero de 2024

De adonde no llega la ficción

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz lunes. Todo relato de un superviviente tiene algo de falsedad o de impostura, dice en El País el escritor Antonio Muñoz Molina, porque nadie que conociera el extremo del horror pudo volver vivo, por eso hay cosas que las palabras no pueden hacer y no saben decir. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com











Donde no llega la ficción
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
13 ENE 2024 - ​El País - harendt.blogspot.com

Hay secretos que se resisten a ser revelados, dice Poe. Yo creo que hay historias que se resisten a ser convertidas en ficción. Me refiero sobre todo a las ficciones visuales, no a las literarias, porque la literatura trabaja con palabras, que son siempre más abstractas que las imágenes, y corren menos peligro de ser confundidas con la realidad. Hay historias que por su propia naturaleza demasiado íntima o demasiado atroz parece que están en el límite mismo del silencio, de lo que no puede ser contado sin profanación o deslealtad, o riesgo de mentira. Incluso hay cosas, momentos de la vida, entre amantes, entre padres e hijos, entre amigos, que nos parece que no tienen un nombre que esté a la altura de su intensidad y de su belleza, y es mejor que queden en silencio, secretos que es mejor que no sean revelados. Hay una escena en Los muertos, de James Joyce, que no puedo leer sin estremecerme. Gabriel Conroy, hombre inseguro y sentimental, mira a su esposa, Gretta, a la que ama con locura, casi con miedo de no ser correspondido, y dice Joyce: “Momentos de su secreta vida juntos estallaban como estrellas sobre su memoria”. Hay cosas supremas que no pueden ser contadas, que no deben ser contadas. Quizás a algo de eso alude Cervantes en Don Quijote, a través su fiel narrador fantasma Cide Hamete Benengeli: “Y pide que se le alabe no por lo que dijo sino por lo que dejó de decir”.
Claude Lanzmann sostenía que no son lícitas las ficciones sobre la Shoah en el cine, y ni siquiera las imágenes documentales, porque también estas tergiversan lo que está más allá de toda reconstrucción. En las más de 12 horas del documental solo hay testigos que hablan delante de una cámara, o imágenes tomadas al cabo de muchos años de los lugares en los que sucedió el exterminio. A Primo Levi lo atormentó siempre la necesidad de contar lo vivido en Auschwitz y la conciencia de que era imposible conocerlo o imaginarlo para quien no hubiera estado allí. Todo relato de un superviviente tiene algo de falsedad o de impostura, porque nadie que conociera el extremo del horror pudo volver vivo. Quien se dedica al oficio de contar siente ese límite como una capitulación; también como una saludable invitación a la humildad: hay cosas que las palabras no pueden hacer, no saben decir. Hay historias que se han perdido sin rastro, muertos para lo que nunca habrá ni una tumba ni un nombre, crímenes que no se pagarán, víctimas que no serán honradas nunca. Hay ficciones consoladoras o embusteras que quieren suplantar un conocimiento imposible, que seducen y mienten ofreciendo un simulacro de realidad.
No niego que también puede haber limitaciones personales. A mí me resulta imposible ver películas o series de ficción sobre el terrorismo etarra, porque cualquier complacencia estética se me hace intolerable, cualquier sospecha de esa épica inevitable con la que el cine tiende a representar la violencia y el crimen. Conocí hace muchos años a un corresponsal en Italia que había informado regularmente sobre los crímenes de las mafias del sur del país y que se indignaba por el romanticismo con que el cine representaba a aquella gente zafia y cruel, enfangada en sangre, en brutalidad y en codicia. Y también conozco a colombianos decentes a los que saca de quicio el cínico embellecimiento de un personaje tan inmundo como Pablo Escobar en las películas y en las series que no paran de prodigarse sobre su figura.
Igual que hay cosas que las palabras no pueden transmitir —y ahí se encuentran en la frontera donde empieza la música, o la pintura—, también hay otras que las ficciones visuales no pueden recrear, por mucha tecnología de efectos virtuales que pongan en juego. La pobreza, la miseria, el cine no sabe representarlas de verdad. Es mucho más fácil fingir la riqueza. Cuando los lectores de Frank McCourt veíamos la película meritoria de Alan Parker sobre Las cenizas de Angela, lo primero que saltaba a la vista era que aquellos niños actores, por muy bien maquillados que estuvieran, también estaban muy bien alimentados. Los efectos verdaderos del hambre no pueden simularse: ni siquiera es decente intentarlo. Es una barrera que me vuelve inverosímil cualquier película de ficción sobre el Holocausto.
Puede que no solo sea inverosímil, o irrespetuoso. Peor aún, puede que sea superfluo. Vi Argentina, 1985, la película dirigida por Santiago Mitre y protagonizada por Ricardo Darín sobre el proceso a las juntas militares que devastaron el país entre 1976 y 1983, y a continuación vi un documental mucho menos publicitado, El juicio, de Ulises de la Orden. Argentina, 1985 tiene todos los méritos y todas las convenciones de una película de juicios, de una película en la que un equipo de gente joven, inexperta, entusiasta, alcanza un triunfo inesperado gracias a la inspiración de un líder que además resulta ser Ricardo Darín. No hay lugar común que no nos sea familiar gracias a décadas de cine: las oficinas llenas de gente fervorosa y caótica, el fiscal resuelto a cumplir su deber a pesar de todos los pesares, el que regresa muy tarde a casa y apenas puede prestar una atención fatigada a la esposa y a los hijos, la tensión de la espera, el triunfo final, el plano fraternal del equipo caminando enérgicamente por un corredor del palacio de Justicia, la fotografía brumosa de esos lugares llenos de humo de tabaco de los años setenta y ochenta. Los militares malvados tienen las adecuadas caras, el pelo engominado, la sonrisa jactanciosa de los culpables.
En el documental sobre ese mismo asunto, El juicio, no hay ninguna distracción. El fiscal no es Ricardo Darín esforzándose por parecer el fiscal Julio César Strassera en una interpretación convincente. El fiscal, el representante digno y extenuado de la legalidad democrática, es, sin maquillaje ni caracterización alguna, Julio César Strassera, con sus ojeras terminales, su palidez insalubre de fumador, su pelo negro pegado, su coraje de hombre frágil, señalando con palabras firmes y sobrias a una hilera de individuos uniformados que no necesitan hacer ningún esfuerzo para representar lo que son, verdugos y asesinos sin remordimiento, hinchados de solemne brutalidad masculina. No hay primores estéticos, movimientos creativos de cámara: son imágenes crudas de televisión, con el color confuso de aquellos años, con el barullo de una sala demasiado estrecha en la que todo el mundo está muy cerca, los jueces y los acusados, los criminales y las víctimas. A ese grado de verdad no puede llegar la ficción.
Y tampoco hace falta. Hemos visto en los mismos días una película lujosamente producida y sin duda muy bien imaginada y dirigida por Juan Antonio Bayona, La sociedad de la nieve, y un documental de Randy Martin que trata del mismo asunto, la aventura sobrecogedora de los supervivientes de aquel avión estrellado en los Andes, en octubre de 1972. La película de Bayona es eficiente y meticulosa, y provoca una reacción primaria de vértigo y de terror cuando se ve en una sala de cine. En el documental está la austera realidad de las cosas y de las voces que recuerdan, las caras todavía hechizadas medio siglo después. En el margen de una foto imperfecta se distingue un costillar humano pelado. Un hombre tranquilo de setenta y tantos años, Fernando Parrado, habla sin énfasis, en calma, la mirada perdida, de la facilidad con la que el ser humano se acostumbra al horror. No hay mucho más que podamos saber. Lo que ven todavía los ojos de ese hombre, lo que está guardado en su memoria, nadie más que él puede verlo.​ Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la Lengua.


























[ARCHIVO DEL BLOG] El escritor y su yo. [Publicada el 15/12/2018]














Michel de Montaigne, comienza diciendo el escritor Fernando Aramburu en un reciente artículo, previene al lector en el célebre prefacio que antepuso a sus Ensayos: "Yo mismo soy la materia de mi libro: no hay razón para que ocupes tu ocio en tema tan frívolo y vano". Algún recelo debía de abrigar Montaigne para responder por anticipado al reproche de sus innombrados detractores. ¿Creyó plausible que alguien suspendiera en aquel punto la lectura de su libro? Se ve que no carecen de predecesores quienes en la actualidad afean al escritor la osadía de hacer de sí mismo el objeto principal de su escritura, ya sea para hilar reflexiones, componer ficción o redactar lo que buenamente le dicte su santa libertad.
Está por ver que exista un escritor capaz de hacer algo valioso con palabras tras someterse a un hipotético vaciado de su personalidad, aunque la literatura haya permitido de costumbre fingimientos similares e incluso mayores. La literatura permite, entre otras cosas, imaginar que una mujer un tanto exaltada muera porque no muere, un gris oficinista se despierte transformado en un bicho repulsivo al amanecer o la ingesta de una poción lleve a un científico londinense a convertirse en un criminal despiadado. La santa de Ávila anhelaba deshacerse de su envoltorio corporal, Gregor Samsa se encuentra de golpe suplantado por un animal con caparazón y patas, el doctor Jekyll es alternativamente dos hombres y el segundo acabará con ambos.
Más difícil lo tiene el escritor para perderse de vista cuando ejerce su oficio. Tampoco el lector está libre de ser quien es mientras permanece engolfado en la lectura de una obra. A nadie le es dado escribir ni leer al margen de un condicionante personal. No hay mirada que no esté rigurosamente determinada por la experiencia, los conocimientos, los gustos, las preferencias o las convicciones del observador. En una palabra, no hay mirada objetiva.
De Goethe se ha dicho que dedicó cantidades ingentes de escritura al único tema del cual era en rigor experto: él mismo, aunque de vez en cuando pusiera en práctica la astucia de proyectarse en figuras de ficción. No le queda a la zaga, en el mismo empeño, Thomas Mann, cuyos diarios en la edición de Fischer Verlag abarcan diez tomos, algunos de los cuales rebasan las mil páginas. Me sumo a la no corta lista de quienes disfrutaron de los tres títulos autobiográficos que dedicó Elias Canetti a contarnos con copia de pormenores las vicisitudes que contribuyeron a formar el prodigioso intelectual que hoy asociamos a su nombre. Y, ya puestos, me sumo asimismo a la lista, ignoro si larga o corta, de los que fracasaron en el intento de entusiasmarse con las minucias confidenciales de Karl Ove Knausgård.
Esto de estrujar el yo como a un limón para extraerle sustancia literaria es una actividad más vieja que la nana. Tan vieja por lo menos como la literatura y como la circunstancia de que, salvo excepciones cuyo estudio compete a la psiquiatría, un ser humano sabe con un margen de error bastante pequeño que es este ser humano y no aquel otro que pasa por allí.
Gabriel Celaya gustaba de afirmar que estamos "enfermos del yo". Determinados escritores de su época, cuya obra acaso esté ofreciendo mayor resistencia al paso del tiempo que la suya, eran los destinatarios de dicho diagnóstico. Aquel era un modo bastante poco sutil de acusarlos de desentenderse de las cuestiones de naturaleza social. Celaya cometía a un tiempo dos actos ingenuos. El primero consistía en dictaminar que el uso del pronombre en primera persona remite forzosamente los significados de un texto al mismo que lo ha escrito. El segundo, complementario del anterior, lo llevaba a pensar que un individuo es capaz de expresarse colectivamente; de ahí que él y otros como él prefiriesen destinar los frutos de la escritura, no a un receptor aislado, con sus rasgos de identidad intransferibles, sino a un público, una masa, una muchedumbre. Decir yo ante toda esa gente sin rostro (la inmensa mayoría) implicaba un gesto imperdonable de egoísmo. Decir nosotros parecía más solidario. En realidad, adoptar tal perspectiva equivale a una tutela no solicitada. El escritor incurre entonces en la impostura del que habla por los demás y sustituye la comunicación horizontal entre hombre y hombre por la alocución, la prédica o la propaganda.
En un apunte datado en 1857, Arthur Schopenhauer afirma que "el poeta es el ser humano general". El lector interesado encontrará el pasaje íntegro, traducido por Adela Muñoz Fernández, en El arte de envejecer (páginas 169-170, Alianza Editorial). La idea de Schopenhauer se me figura harto más compleja que aquella tan simple de reducir al poeta a portavoz en verso de una clase social o de una comunidad de creyentes. El poeta no tiene por qué impersonalizarse para difundir un discurso de significación única. La pretensión de hablar por los demás encierra un gesto de egolatría de mayor calibre que el achacable a quien, en la soledad de su mesa de trabajo, se limita a consignar por escrito sus peripecias particulares.
Es privilegio o tarea privativa de los lectores calzarse por así decir los enunciados del escritor y sólo cuando este ejercicio se consuma en grado pleno podemos hablar de lectura de calidad. Abierto el libro, quien descifra, saca conclusiones, aprende, goza, sufre, se indigna y, por tanto, quien se expresa es el lector, por más que las palabras leídas procedan de mano ajena. A uno lo atrae comprender bajo esta luz el célebre epigrama de Jorge Luis Borges: "Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído". Palabras de intérprete sabio, consciente de que la lectura entraña un esfuerzo creativo de reconstrucción a partir de un orden determinado de símbolos. Un lector torpe jamás hará del Quijote una obra grande.
¿Qué es en definitiva el yo sino una construcción del texto? En el caso del poema, el yo es, según Schopenhauer, el "espejo de la humanidad". No hay posibilidad ninguna de activar la experiencia poética si no es asumiendo el poema como palabra propia y, con ella, la perspectiva adoptada en el momento de la escritura por quienquiera que la consumó. Nada de esto cambia cuando el poeta, como solían hacer Luis Cernuda y otros, se interpela a sí mismo en segunda persona.
Este recurso es similar al empleado por Coetzee en los varios tomos de su autobiografía novelada, redactados en tercera persona como quien se finge distinto de sí mismo. Yo es, pues, quien lee, se guste o se abomine en el papel en que por propia voluntad se encarna. No es menos autoficcional el autor que se presenta en primera persona como protagonista de su escritura que el que se transmuta en sus personajes. Madame Bovary puede ser cualquiera que se adentre en la novela de Flaubert. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












domingo, 14 de enero de 2024

De la palabra anarcocapitalismo

 









Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz domingo. La palabra anarcocapitalismo, dice en El País el escritor Martín Caparros, no solo es fea, es una contradicción flagrante, una de las mayores falacias de esta época de identidades falaces. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com








La palabra anarcocapitalismo
MARTÍN CAPARRÓS
13 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Es fea. Para empezar es fea, horrible: cocapí y todas esas cosas, anar, talista. Para seguir, es el engaño más cochino. Hay, a veces, palabras que aparecen y se imponen a la lógica y se difunden aunque lo que dicen sea imposible y, entonces, cada vez, se ríen del que las pronuncia. Se divierten: palabras que se miran y se guiñan un ojo y dicen uy qué bruto, ya me dijo otra vez. Pensemos en microgigantes, barbilampiños, polipieles: palabras que contienen su propia negación. O palabras inverosímiles, como si yo me definiera calvopitt: un Brad Pitt con la cara de torta, los ojos pardos arrugados, ni un pelo en el cráneo pero sí, algo en los lóbulos que se parece a las orejas del americano. Las personas, es obvio, se reirían de mí. Por eso esas palabras-chasco suelen tener una carrera corta. Pero ahora hay una que demasiada gente acepta y lanza y reproduce sin reírse: anarcocapitalismo, dicen, como si dijeran algo. Calvopitt.
La palabra anarcocapitalismo es un invento que se mantuvo décadas en merecidas sombras. La acuñó Murray Rothbard, un troglodita norteamericano. Nació en el Bronx en 1926, hijo de inmigrantes judíos europeos; aplicado, hacendoso, se volvió economista, matemático, politólogo, y empezó a dar clases y escribir libros. En uno de ellos, hacia 1955, intentó definir el “anarco-capitalismo”: un sistema donde “anarco” significaba que el Estado debía desaparecer para que “el Mercado” pudiera actuar sin regulación, porque el único derecho inalienable, decía, además de la vida, es la propiedad privada, y el Estado la viola recaudando impuestos, apoderándose de los bienes de todos. “El Estado es una banda de ladrones, compuesta por los individuos más inmorales, codiciosos y sin escrúpulos de cada sociedad”, escribió. Y se apropió de la palabra anarquismo y la despojó de todos sus sentidos y se guardó uno solo: el de rechazar el Estado.
Sin Estado, decía, solo “el Mercado” puede definir y validar las relaciones entre las personas: todos tienen derecho a vender su trabajo y sus propiedades —incluido su cuerpo o partes de su cuerpo— si se les canta o antoja, y nadie tiene la opción de impedirlo: es su libertad. Aquellos que lo sepan hacer bien vivirán bien; los que no, mala suerte muchachos. Comerán los que puedan vender o venderse; los otros, vaya usted a saber, que pedaleen o roben o se mueran. Es la definición de una sociedad hiper-individualista, donde solo vale el triunfo personal y toda forma de solidaridad es una afrenta. Nada podría estar más lejos de la idea de anarquismo, tanto más compleja que el borrón de Rothbard. El anarquismo tuvo su gran momento en el siglo XIX, impulsado por pensadores/militantes como Proudhon, Bakunin, Malatesta, Kropotkin y tantos otros: en esos días era, junto al socialismo, la forma más habitual de rebelarse contra las instituciones y su base económica, el capitalismo.
El anarquismo no se definía contra el Estado: se definía contra el poder. Los sindicatos y grupos anarquistas rechazaban todas sus formas: el dinero, los patrones, los sacerdotes, las armas. El anarquismo no se opone al Estado porque sí ni porque cobra impuestos o impide hacer negocios: lo combate porque es la herramienta de dominio que permite ejercer todos los demás poderes.
El anarquismo nunca se pensó como un sálvese quien pueda: al contrario, se definía como “el orden menos el poder”, sociedades autorreguladas por la solidaridad y colaboración de todos sus miembros para instaurar un orden colectivo igualitario y acabar, precisamente, con el imperio del dinero. Cuya forma más eficaz y difundida es, en nuestras sociedades, el capitalismo. Por eso “anarco-capitalismo” es una contradicción flagrante, una de las mayores falacias de esta época de identidades falaces. Es obvio que no se puede ser anarquista y capitalista al mismo tiempo. Pero tantos lo repiten, lo aceptan como si fuera siquiera pensable. Habría que evitar la vergüenza de decirlo como, por ejemplo, convendría evitar la de decir catolicateo o pacibelicista. O la de hablar de “libertad” cuando uno solo quiere tomarse una cerveza —o que lo exploten. O llamar “cambio” a lo que hicieron los ricos neoliberales de los 90, cuando recuperaron viejos privilegios. No por nada: solo para mantener cierto respeto por uno mismo, para no ser hablado por el lenguaje de los medios baratos, por el idioma de los amos. Para saber —o disimular que uno no sabe— qué dice cuando habla.
Y me disculpo por los exabruptos: pocas cosas me ponen más nervioso que escuchar cómo millones dicen lo que unos pocos quieren que repitan. Eso, exactamente eso, es lo que esa forma de educación llamada anarquismo siempre quiso evitar. Martín Caparrós es escritor.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Un profesor catalán. [Publicada el 03/02/2018]













Ensayista y traductor, insensible al nacionalismo, Jordi Llovet pudo haber sido el primer crítico literario de Cataluña. La hostilidad de la Universidad y la confusión entre lengua e ideología han convertido al profesor Jordi Llovet en ciudadano de un país inexistente, comenta en El País el editor y crítico literario Andreu Jaume .
Hay momentos, comienza diciendo Andreu Jaume, en la formación de uno que suponen una especie de conversión, cuando la materia que está estudiando deja de ser una cuestión ajena y se convierte de pronto en una nueva forma de estar en el mundo. Aunque todavía no es del todo consciente de ello, el estudiante se ha transformado para siempre. Iris Murdoch solía recordar cómo le había cambiado la vida un comentario del helenista alemán Eduard Fraenkel, en el Oxford de los años treinta, sobre el Agamenón de Esquilo. Toda su obra novelística y filosófica, decía, podía leerse como un homenaje a ese instante de revelación. Todo aquel para quien el conocimiento, sea de la índole que sea, anima sus días, tiene su anécdota al respecto. En mi caso tuvo lugar durante una clase de Jordi Llovet, en teoría de la literatura, una asignatura de primero, común a todas las filologías de la Universidad de Barcelona en los años noventa. Llovet comentó aquel día un poema de Hölderlin titulado Wie wenn am Feiertage (Tal como en los días de fiesta) y después de leerlo se detuvo en un solo verso: Und was ich sah, das Heilige sei mein Wort (“Y lo que vi, lo sagrado me sea palabra”). A partir de ahí, Llovet hizo una larga digresión sobre el problema de la naturaleza durante el romanticismo temprano, sobre el silencio de los dioses y la espera del poeta. Virtualmente nunca he salido de esa aula.
Sus clases estaban siempre abarrotadas porque eran, antes que nada, tremendamente divertidas. Como docente, tenía la rara capacidad de enseñar a la vez con autoridad y espectáculo, gracias a ese invencible sentido del humor que siempre le acompaña y que es otra de las tantas rarezas de su idiosincrasia. Más tarde supimos que aquel profesor extravagante tenía una peculiar trayectoria académica que explicaba la excepcionalidad de sus clases. Aunque pertenecía al departamento de catalán, había estudiado hispánicas pero sobre todo se había formado en el extranjero, estudiando filosofía en Frankfurt —donde atendió un seminario de Alfred Schmidt sobre la Fenomenología de Hegel—, luego teoría literaria en París, con Julia Kristeva, y semiótica en Bolonia y Urbino. Como traductor había traído al catalán algunas de las mejores obras de la literatura europea, principalmente las de los autores que más ha estudiado a lo largo de su vida: Hölderlin, Baudelaire, Flaubert, Rilke, Kafka —de quien ha editado en castellano, magníficamente, la obra completa—, Paul Valéry, Thomas Mann o Walter Benjamin. A finales de los setenta, había fundado con Eugenio Trías, Xavier Rubert de Ventós y Antoni Vicens el Colegio de Filosofía, embrión de lo que acabaría siendo, ya en los ochenta, el Institut d’Humanitats, una de las instituciones más nobles de Barcelona, todavía activa y llena de público y por cuyas aulas, bajo el auspicio de Llovet, han pasado los mejores de todo el país, desde Agustín García Calvo y Joan Ferraté hasta Félix de Azúa o Fernando Savater.
Son cosas que él mismo ha contado en Adiós a la universidad (2011), su particular elegía sobre la enseñanza de las humanidades. El libro fue tan celebrado como denostado y sigue siendo discutible porque constituye un acicate para pensar el lugar de las humanidades en nuestros días, más allá de la universidad. Hay en esa autobiografía, de todos modos, una historia subterránea que es la verdaderamente significativa. Incómodo en la tradición política y filológica de su país, Llovet salió muy temprano a completar sus estudios en otras escuelas, adquiriendo unos conocimientos de vanguardia crítica y docente que luego quiso implementar con su lengua y en su propia facultad. Su primera idea fue crear un área de literatura comparada en el departamento de filología catalana, pero se encontró ahí con los recelos de los custodios de las esencias patrias, a quienes todo amago de heterodoxia les sonaba a fascismo. Finalmente se vio obligado a acudir al departamento de medieval, más cercano tradicionalmente al comparatismo y donde pudo fundar la licenciatura de teoría de la literatura que hoy en día es el grado de estudios literarios, el que más demanda tiene entre los estudiantes. Las aulas de filología catalana, a pesar del creciente fervor patriótico de los últimos años, están en cambio prácticamente vacías. Su actitud intelectual, sin embargo, nunca fue bien recibida en la universidad y al final incluso tuvo que dejar la dirección de su departamento por desavenencias con su propio equipo. Y con eso culminó el exilio interior en el que nunca había dejado de vivir.
Ensayista y traductor en catalán, dueño de una prosa de largos periodos —tan bien modulada y llena de incisos como su conversación— pero al mismo tiempo insensible al nacionalismo, fiel discípulo tanto del catedrático de catalanística Antoni Comas como del hispanista José Manuel Blecua, políglota, melómano, bibliófilo y animador cultural en diversos ámbitos, Llovet pudo haber sido el primer crítico literario de Cataluña. Por el contrario, la hostilidad de la universidad, el descrédito creciente de las humanidades en los nuevos planes de estudio, el general deterioro del país y de sus instituciones y la confusión entre lengua e ideología, lo han obligado a refugiarse en el papel, tan sintomático como impropio, del humanista, regresando, por desencanto, a un concepto de autoridad que él mismo había desafiado al principio de su trayecto intelectual.
Poco a poco, Jordi Llovet se ha ido convirtiendo en ciudadano de un país inexistente, acompañado de unos pocos e incondicionales amigos, cada vez más ceremonioso y protocolario en una sociedad sin maneras, dedicado a la lectura y al cara a cara de la palabra viva como principal herramienta hermenéutica. Es ahora un buen momento para agradecerle su labor cívica, tantos años, sobre todo, de enseñanza y atención a los más jóvenes, una entrega resumida en la leyenda evangélica que no deja de repetir: illum oportet crescere me autem minui (“que él crezca y que yo disminuya”).
En la metamorfosis del conocimiento a la que me refería al principio hay un momento en que profesor y alumno se funden en lo que estudian. Hace poco leía una anécdota del gran Leornard Bernstein sobre su maestro, el director ruso Serge Koussevitzky. Koussevitky se ofreció a estrenar The Age of Anxiety, la maravillosa segunda sinfonía de Bernstein, basada en el poema de Auden. En los ensayos, sin embargo, el maestro no acertaba a entender la música y Bernstein tuvo que enseñarle a dirigirla, devolviéndole todo lo que había aprendido de él para hacer juntos otra cosa. Bernstein, al final de su vida, cerraba la evocación con las mejores palabras que se pueden dedicar a un maestro: “Hasta el día de hoy, él sigue estando en mi sangre”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













sábado, 13 de enero de 2024

Del árbol de los deseos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz sábado. La conversión de buenos deseos en derechos puede generar monstruos afirma en El País la escritora Ana Iris Simón, refiriéndose al eslogan de la puesta en escena de Sumar detrás del cual anidan dos de los grandes males de nuestro momento: la infantilización y el narcisismo. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












Sumar y el arbolito de los deseos
ANA IRIS SIMÓN
06 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Antes de vacaciones, en la escuela infantil de mis hijos nos dieron dos tarjetas con un lazo. En ellas teníamos que anotar un deseo para después colgarlo en el árbol del recibidor. El pequeño aún no sabe hablar, pero el mayor, que recientemente ha incorporado la capa como elemento de su fondo de armario, sí que nos transmitió su deseo: que fuéramos superhéroes.
No me sorprendería que en la sede de Sumar tuvieran un árbol similar. No porque aquello sea una guardería ni por las maneras de profesora de infantil que a veces saca a pasear Yolanda Díaz, no me malinterpreten. Me refiero a que para ellos los deseos son muy importantes. Tanto que creen, incluso, que hay que convertirlos en derechos. Así lo manifestaban en su felicitación tuitera de año nuevo: ”Que todos vuestros buenos deseos se conviertan en derechos”.
Un eslogan tierno, blanquito y esponjoso, muy en la línea de la puesta en escena de Sumar, pero detrás del cual anidan dos de los grandes males de nuestro momento: la infantilización y el narcisismo. Un lema biensonante pero que da lugar a una confusión peligrosa, pues los deseos, por excelsos que sean, ni son ni tienen por qué ser derechos.
La consigna encierra grandes dilemas. El primero de ellos, discernir qué es un buen deseo. Aplicado, por ejemplo, a nuestra política territorial, en la que Yolanda Díaz anda tan interesada que su andandillo la llevó incluso a reunirse con el malversador Puigdemont: ¿cuál sería el buen deseo, el de un extremeño que reclama solidaridad y justicia, o el de un catalán que quiere romper la caja común en nombre de su identidad? La respuesta no gustará a los sumaritas, que no parecen haber contemplado que uno de los problemas de su paradigma es que el deseo de uno, en tanto que individual, puede chocar con el del otro.
Tampoco parecen haber contemplado que no solo sus votantes desean. ¿O accederían acaso a convertir en derecho el que, para miles de personas en nuestro país, es un buen deseo: que los fetos que, si les dejan, se convertirán en niños, no sean aspirados o expulsados químicamente del vientre de sus madres?
La conversión de buenos deseos en derechos puede generar monstruos. Es el caso de quienes piensan que uno de los deseos más bellos, el de paternidad, es un derecho, y por ello recurren a la compra de niños por vientre de alquiler. O de quienes se creen con derecho al sexo y, por ello, a echar mano del alquiler no ya de vientres sino de cuerpos enteros —normalmente de mujeres, normalmente pobres— por la vía de la prostitución.
“Son muchos los caminos por los que la libido neoliberal nos hace confundir nuestro deseo con un derecho. Por eso conviene recordar que nuestra apetencia clientelar no siempre tiene razón”, escribió con tino hace unos años García Montero, ya preocupado por esta deriva deseante de la izquierda. Mucho antes, Chesterton ya nos avisaba de que, “para corromper a un individuo, basta con enseñarle a llamar derechos a sus anhelos personales”.
En cualquier caso, en casa les vamos a decir a los de Sumar que aquí lo que queremos es ser superhéroes. Nadie nos puede negar que sea un buen deseo. A no ser que elijamos al Capitán Trueno, en cuyo caso nos responderán que no nos lo conceden, que ese es un facha. Ana Iris Simón es escritora.