miércoles, 10 de enero de 2024

De los juegos de guerra

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz miércoles. Los asaltantes al Capitolio no pensaban que habían venido a destruir la democracia, afirma en El País la escritora Marta Peirano. Por el contrario, habían venido a salvarla en un juego de realidad mixta llamado ‘Make America Great Again’. Por esa razón, cuando la policía días más tardes fueron a detenerlos a las puertas de sus casas, se quedaron tan sorprendidos como el que venía a "puto defender España". Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com













Juegos de guerra
MARTA PEIRANO
08 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Un aspecto del asalto al Capitolio que siempre me ha interesado es el hecho de que fue documentado por los propios asaltantes en las redes sociales en tiempo real. No es exactamente habitual que los propios criminales faciliten la documentación. El ecosistema de tecnologías que utilizaron para prepararse, movilizarse, y comunicarse durante los días que siguieron a las elecciones habría ofrecido un retrato tridimensional del movimiento antes y durante el asalto sin requerir su consentimiento o colaboración. Sus mensajes en foros, sus datos de geoposicionamiento, tarjetas de puntos en tiendas y gasolineras. Sus fotos compartidas y sus cameos bajo cámaras de vigilancia conectadas a sistemas de reconocimiento facial. Operando involuntariamente en la intersección entre una industria tecnológica fundamentalmente extractiva y un contexto sensible a la seguridad nacional, dejaron un enorme rastro de miguitas que facilitó enormemente la rápida identificación de los asaltantes. Pero los actos verdaderamente criminales son los que quedan recogidos en su propia documentación.
La multitud armada que entró en el Capitolio hace tres años con la intención de revertir por la violencia un resultado electoral dedicó buena parte del asalto a grabar vídeos, imágenes y mensajes y subirlos a la red social. Muchos transmitieron en vivo o se grabaron a sí mismos participando en actos de vandalismo, allanamiento y violencia. Lo hicieron, no porque pensaban que el asalto tendría tanto éxito que nunca serían condenados por su actuación. Se aseguraron de dejar la prueba irrefutable de su participación en la gresca porque, en su cabeza, no eran parte de una conspiración sediciosa para derrocar al Gobierno. Horas antes el entonces todavía presidente les había dicho “si no lucháis como el demonio, ya no tendréis un país”. Después les dijo: “Os queremos. Sois muy especiales”. Cuando, días más tardes, vinieron a buscarlos a la puerta de su casa, se quedaron tan sorprendidos como el que venía a putodefender España. En su cabeza no habían venido a destruir la democracia. Habían venido a salvarla en un juego de realidad mixta llamado Make America Great Again. Hasta entonces, nada parecía del todo real.
“Las personas adoptan estas identidades digitales porque son una versión más perfeccionada de sí mismas y pueden hacer cosas que no pueden hacer en el mundo real”, le dice Steve Bannon a Errol Morris en su documental American Dharma, estrenado en 2018. Es algo que había aprendido especulando en el mercado negro virtual de la industria de los videojuegos masivos online. Después habla de Pasión de los fuertes, la película de John Ford sobre el duelo de O.K. Corral y le dice “es una versión idealizada del Oeste estadounidense. Eso es lo que ofrecen estas comunidades digitales”. Por comunidades quiere decir el sistema de comentarios de su página Breitbart y la red social de la ultraderecha americana donde tres años más tarde se gestó la insurrección. Y la versión idealizada del salvaje Oeste es el juego de realidad mixta donde el racismo es patriotismo, el asesinato es justicia y la insurrección es una batalla heroica por proteger la Constitución y la libertad. Como decía J. G. Ballard, antes o después todos los juegos se vuelven serios. La pregunta es durante cuanto tiempo vamos a seguir participando en su juego, respondiendo con la misma desesperante falta de imaginación. Marta Peirano es escritora.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Propósitos de cambio para un año nuevo. [Publicada el 27/12/2018]










Las sociedades no dejan de cambiar, pero apenas como consecuencia de nuestra intención de hacerlo. Hoy, el cambio de paradigma tiene poco que ver con iniciativas de nuestra voluntad. Interpretar bien el mundo es una buena manera de cambiarlo, comenta en El País el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.
Los deseos de que con el año nuevo las cosas vayan a cambiar es un rito y no tanto una determinación de la que se siguen las consecuencias deseadas. Responden más a la resignación que a la esperanza y nos recuerdan dos hechos inexorables de la existencia humana: lo difícil que es cambiar y lo inexorable que es el cambio que acontece sin nuestra intención o permiso. Apenas podemos cambiar casi nada mientras casi todo cambia. Probablemente todo esto se deba a que interpretamos la agitación como el origen de los mayores cambios y no tenemos ningún órgano que, en periodos de calma, nos haga percibir las modificaciones latentes o de fondo. El otro gran momento ritual de cambio son las elecciones políticas. “Por el cambio” se convirtió hace tiempo en un eslogan banal tras el cual los votantes no identificamos una voluntad radicalmente transformadora sino el deseo de invertir la relación entre quienes están actualmente en el Gobierno y la oposición, una mera alternancia (que a veces no viene nada mal). Que vayan a cambiar las agendas, las prioridades, el estilo de gobierno o la cultura política es algo que depende en parte de la voluntad de los nuevos gobernantes y de que los actuales contextos permitan hacer cosas distintas, o sea, es bastante improbable.
Los deseos de cambio contrastan con nuestra experiencia, personal y colectiva, de la dificultad de cambiarse y cambiar. En el ámbito social, hay una inercia colectiva que se manifiesta como resistencia al cambio, aceleración improductiva, desorden persistente o dinámica ingobernable, que no deberíamos minusvalorar y que solo se puede modificar indirectamente, con incentivos de diverso tipo. El estancamiento es compatible con el hecho de que el sistema político sea un lugar de gran agitación y de discursos enfáticos para ponerlo todo patas arriba. Uno se ha movido mucho, ha elevado el tono, le ha llamado al orden la presidenta del Congreso, ha provocado un estancamiento más que una transformación y al final sigue gobernando la derecha… El gran problema de nuestros sistemas políticos es la inestabilidad debida a que no se realizan los cambios necesarios. ¿Alguien ha tomado nota de cuántas veces hemos exigido cambiar de modelo productivo, un pacto educativo o la reforma de la Constitución? Más que palancas, iniciativas o puntos de Arquímedes, la física social está llena de vetos, bloqueos, inflexibilidad, impedimentos y rigideces.
Al mismo tiempo, las sociedades no dejan de cambiar, pero apenas como consecuencia de nuestra intención de hacerlo. ¿Quién cambia el mundo cuando el mundo cambia? El discurso voluntarista habla de transformación pero, de hecho, lo que se produce son cambios de paradigma que tienen muy poco que ver con iniciativas de nuestra voluntad. Se trata de modificaciones de las cosas, a veces de una gran profundidad, pero que no son planificadas, dirigidas o declaradas. La imagen de un autor soberano que planifica, lidera o revoluciona, parece incompatible con el hecho de que donde actuamos también actúan otros y que aquello que deseábamos cambiar lo hace en un sentido diferente del que habíamos pretendido. No está claro qué parte del cambio del mundo es debido a nuestra voluntad y qué ha cambiado por sí mismo.
De hecho, la mayor parte de los cambios políticos han tenido su origen en un movimiento social o en una iniciativa fuera de la vida institucional de los Gobiernos y los parlamentos, dedicados a legislar sobre el pasado o a reaccionar a las crisis, casi nunca a anticiparse y gobernar para el futuro. Los partidos, esos supuestos agentes de la configuración de la voluntad política, subcontratan la elección de sus candidatos en los movimientos sociales, que condicionan sus decisiones y su agenda.
De manera discreta, imperceptible a veces, las líneas de conflicto se desplazan, nuestras interpretaciones de la realidad se desgastan, algunas convenciones dejan de tener sentido para una mayoría considerable. Ciertas maneras de actuar se transforman, de la noche a la mañana, en ridículas (basta con oír algunos discursos políticos, la representación del poder, la composición abrumadoramente masculina de los Gobiernos y parlamentos de, pongamos, treinta o cuarenta años). Las oleadas de indignación en medio de la crisis económica o las recientes denuncias contra el acoso sexual son ejemplos de que, sin saber muy bien cómo (habrá alguna explicación retrospectiva, pero no será el resultado de una iniciativa política previa), algo más o menos consentido pasa un día a ser considerado como intolerable.
El terrorismo había sido combatido desde muchas instancias, pero su final se produce cuando coinciden circunstancias que hacían que algo que ya era desde su origen una monstruosidad aparezca también como una estupidez inútil. Yo vivía en Alemania cuando cayó el muro de Berlín y recuerdo lo incapaces que éramos de explicar su hundimiento por una sola causa o quién lo había provocado; sabíamos la arbitrariedad que simbolizaba, pero tuvieron que producirse un conjunto de circunstancias que no tenían nada de intencional para que de un día para otro ese Muro resultara además un sinsentido.
¿Hemos de renunciar entonces a formular cualquier propósito de cambio? De entrada hay que saber reconocer cuándo y en qué medida son necesarios los cambios, del mismo modo que los sistemas políticos no deben desconocer que todo proyecto de transformación social tiene límites, efectos no deseados, inercias y resistencias, que las sociedades no se pueden cambiar a golpe de decreto, por voluntarismo o sin contar con amplias complicidades sociales.
Pese a todo, podemos plantearnos algunos objetivos que sólo son modestos en apariencia. Comencemos por reconocer que a veces interpretar bien el mundo es una buena manera de cambiarlo o, en cualquier caso, la condición para poder hacerlo. Y sigamos con el propósito de mejorar nuestra atención: en el espacio (examinando las capas profundas de la sociedad) y en el tiempo (mirando un poco más lejos). Lo latente y lo lejano tienen que ganar peso político frente a lo visible e inmediato.
Aunque no podamos cambiar todo lo que quisiéramos, ni en la medida en que nos parece deseable, sí está en nuestras manos trabajar para que en el futuro suceda eso improbable que no está a nuestro alcance como sujetos aislados. Quién sabe si, al describir un día la cadena causal de un cambio social, ese acto aislado (como la inmolación de Mohamed Bouazizi, aquel joven tunecino que desató la primavera árabe o la denuncia de la actriz Ashley Judd contra el acoso sexual en Hollywood), pueda ser identificado como el que desató la reacción colectiva, el que fue imitado y terminó por formar una gran cascada. Por eso estamos obligados a hacer bien aquello que nos toca. Como nunca sabemos del todo si nos quedaremos solos o seremos el comienzo de un cambio, hagamos bien lo que tenemos que hacer por si acaso alguien culmina lo que empezamos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













martes, 9 de enero de 2024

Del secreto de la normalidad





 


Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz martes. Cada época ha tenido sus proveedores de normalidad, en función de los excesos que fuera preciso normalizar, comenta en El País el escritor Juan José Millás; hoy lo hacen las pantallas en general, que cuando enciendes la tele o escribes un tuit, normalizan el caos, la desigualdad o la salvajada que sea preciso en ese instante. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com










El secreto
JUAN JOSÉ MILLÁS
05 ENE 2024 - ​El País - harendt.blogspot.com

Están los hospitales llenos, pero la vida, en las calles, discurre tranquila. El carnicero perdió a su madre el lunes, pero el jueves volvía a despachar, como si no le hubiera sucedido nada. Mi vecino se divorció el año pasado, perdió la custodia del niño y sufrió mucho, pero se ha repuesto del golpe y espera un hijo de otra novia. El tanatorio que queda cerca de mi barrio tiene estos días una ocupación del 100%, pero sales de allí y las aceras están llenas de gente con bolsas de la compra y de jóvenes que se besan al tiempo que caminan. Los polos se derriten; los palestinos son fumigados como moscas (o como palestinos, me temo: se deja uno arrastrar por las palabras); uno de cada tres niños, en España, está en riesgo de pobreza, etc., pero lo llevamos con naturalidad, sin aspavientos, con la soltura con la que un gran país como Rusia invade una pequeña nación como Ucrania. Hay, pese al frío, gente durmiendo en las calles o rebuscando huesos de pollo en los contenedores, en los de restos orgánicos, se entiende, no en los de vidrio, pues nos preocupa el orden, de ahí que seamos capaces de salir de un sueño atroz y disfrutar, tras pasar por la ducha, de un desayuno rico en cereales.
Un amigo me explica que los seres humanos poseemos el secreto de la vida, que no es otro que el de la normalidad. Cada época, desde el principio de los tiempos, ha tenido sus proveedores de normalidad, en función de los excesos que fuera preciso normalizar. Las normalizadoras más eficaces del momento son las pantallas en general, que normalizan 24 horas al día, siete días a la semana, los 365 días del año, como los altos hornos. Cuando enciendes la tele o escribes un tuit, se normaliza el caos, se normaliza la desigualdad o la salvajada que sea preciso normalizar en ese instante. Todo en orden.​ Juan José Millás es escritor.

































 





[ARCHIVO DEL BLOG] Un año menos para el fin del mundo. [Publicada el 09/01/2018]











Sí, el planeta se está calentando, señala en El País el profesor Javier Sampedro, científico y periodista español, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid. Y sí, pese a que hay algunos científicos discrepantes, la mayoría de ellos coincide en que una de las causas es la actividad humana, que ya ha provocado un aumento de 1˚C en la temperatura media desde la década de 1870, cuando la actividad industrial empezó a emitir cantidades sustanciales de CO2 y otros gases de efecto invernadero a la atmósfera. Un grado puede parecer una minucia, pero no lo es en absoluto: un grado más causaría, según la mayoría de los climatólogos, una elevación catastrófica del nivel del mar y un aumento del número y la intensidad de supertormentas, inundaciones e incendios como los que ya estamos empezando a ver. El año que acaba significa que tenemos un año menos para prevenir el desastre. Ha empezado la cuenta atrás.
Las noticias que nos deja 2017, sigue diciendo, son pésimas. Tras unos años en los que las emisiones se habían estabilizado, 2017 acabará probablemente con un incremento neto del 2%. Si ya la estabilización era un resultado insuficiente por cualquier criterio que se considere —el CO2 que ya hemos emitido persistirá miles de años en la atmósfera—, un aumento del 2% puede considerarse un fracaso de la política internacional y un mal augurio para las imprescindibles acciones nacionales y locales que deben adoptarse ya mismo. Las cifras son un desastre.
El Acuerdo de París de hace dos años comprometía a casi todos los países del mundo a tomar las medidas necesarias para mantener la temperatura media del planeta “muy por debajo” de 2˚C más que en tiempos preindustriales (recordemos que ya hemos consumido la mitad de ese margen). El cuidadosamente laxo “muy por debajo” se suele interpretar como 1,5˚C, lo que nos dejaría un margen de solo medio grado. La ONU publicó en octubre su informe anual de “desfase de emisiones” (emissions gap), que calcula la diferencia entre el recorte de emisiones deseado (para cumplir los objetivos de París) y el logrado en la realidad. Según los informes presentados por 64 de los 160 países firmantes, esos recortes de emisiones son solo de un tercio de lo necesario.
Con esos números, las proyecciones predicen para 2100 un incremento de 3˚C sobre la temperatura preindustrial. Si ya dos grados supondrían un desastre, tres grados auguran un Armagedón. Mantener las tendencias actuales no es una opción, salvo que la especie humana haya enloquecido y decidido un suicidio colectivo. ¿Qué perspectivas tenemos de recuperar la cordura en el nuevo año que empieza mañana?
En materia de climatología, la noticia política del año ha sido sin duda la retirada del Acuerdo de París decidida en junio por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Estados Unidos es el segundo emisor global, después de China, y el desaliento generalizado que ha producido esa noticia no puede estar más justificado. Sin embargo, las cosas no son tan simples como parecen y hay margen para la esperanza.
Resulta paradójico, por ejemplo, que Estados Unidos no solo mantuviera su delegación oficial en la conferencia de las partes (COP, en sus siglas inglesas) celebrada en Bonn el mes pasado, sino que además enviara una segunda delegación oficiosa de notorio activismo ambientalista. Esta segunda delegación instaló su propia carpa y organizó conferencias de notables ambientalistas norteamericanos, como el gobernador de California Jerry Brown (demócrata), el antiguo candidato presidencial Al Gore (también demócrata) y Michael Bloomberg, exalcalde republicano de Nueva York.
También juegan a favor del planeta los dilatados plazos de la retirada estadounidense de los pactos. Pese a la decisión de Trump, el país sigue legalmente comprometido por los acuerdos firmados por su predecesor, Barak Obama, y lo seguirá estando hasta los próximos comicios presidenciales. Es posible, por tanto, que Trump pierda esas elecciones y que su sucesor revierta su decisión justo a tiempo. Incluso si la Administración de Trump incumple el próximo año su compromiso de informar a la ONU sobre sus emisiones, como desea Trump, la ONU aceptará los informes que le presenten los citados Brown y Bloomberg, según The Economist. Problemas para Trump, alivios para el mundo.
Pese a todo, el inquilino de la Casa Blanca puede hacer mucho daño a los acuerdos internacionales, y seguramente lo hará. Solo con incumplir su aportación financiera al Fondo Verde del Clima (GCF, en sus siglas inglesas), de la ONU, desestabilizará una pieza fundamental del panorama internacional. Ese fondo de Naciones Unidas nació con la intención de transferir 100.000 millones de dólares anuales a los países en desarrollo a partir de 2020, para apoyar su transición a las energías limpias, incluidas unas prácticas agrícolas más sostenibles que las actuales. Este plan es fundamental, porque esos países han condicionado su apuesta por la transición verde a la recepción de las ayudas. Los 100.000 millones parecen ahora inalcanzables, en parte por el impago de Washington.
Las actitudes frente al cambio climático se han convertido ya en un laboratorio político, social y psicológico de primer orden. Un primer aspecto es el geoestratégico: ahora que Estados Unidos se ha retirado de la racionalidad científica, ¿quién puede servir como locomotora del cambio? Lo ideal sería que fuera China, el primer emisor global. Y, exactamente al contrario que en Estados Unidos, los pronunciamientos políticos son allí muy alentadores. En el Congreso del Partido Comunista de octubre, Xi Jinping se llenó la boca de proclamas ambientalistas, como que China iba a “tomar la antorcha” en la lucha contra el calentamiento global y otros epítomes discursivos.
Pero los datos no se avienen. Aunque Pekín, en efecto, ha desmantelado algunas plantas de carbón —tal vez las más contaminantes de las existentes—, parece haberlo hecho más por razones de imagen que por una planificación sostenible, pues en muchos lugares aún no las han sustituido por las alternativas de gas o electricidad que prometió. En los meses más fríos del año, este tipo de estrategias roza lo inmoral. En cualquier caso, la adopción del gas y la electricidad, si llega, no resuelve el problema de fondo: el gas emite, y la electricidad también si se obtiene quemando carbón u otros combustibles fósiles. Las energías tienen que ser limpias desde su misma producción, no sólo durante su consumo.
Este es el mismo problema, por cierto, que se da con los coches eléctricos, de los que China promete ser el mayor consumidor del mundo en los próximos años, y Alemania, su mayor exportador. También en Occidente, cada vez más gente se rasca los bolsillos para adquirir un coche híbrido (eléctrico en ciudad, más bien de gasolina en trayectos largos) o puramente eléctrico. La firma Tesla, fundada por el entusiasta magnate sudafricano Elon Musk para diseñar nuevos coches eléctricos más eficaces, ya cotiza en Bolsa más que General Motors, pese a que sus ventas son todavía muy inferiores a las del gigante americano. Eso quiere decir que los grandes inversores están apostando fuerte por el coche eléctrico.
Pero de nuevo, y aunque es cierto que los coches eléctricos mejorarán mucho la calidad del aire en las grandes ciudades, su beneficio para el clima global dependerá de la fuente de energía primaria que alimenta los enchufes donde se recargan. Si la electricidad que llega a esos enchufes proviene de quemar carbón u otro combustible fósil, como suele ser el caso, solo estaremos exportando las emisiones de las ciudades al campo. Y al mundo, en último término.
El impulso político a las energías renovables es insuficiente, cuando no ausente o hasta contraproducente. En España, por ejemplo, hemos oído muchas veces las razones macroeconómicas para abandonar las iniciativas en pro de la instalación de placas fotovoltaicas en los tejados privados. Pero el caso es que la gente que apostó por esa instalación limpia y renovable se quedó con cara de tonta cuando eso ocurrió y tiene ahora un comprensible cabreo. Los científicos dicen que el poder político infravaloró el potencial de la energía solar. Pero el caso es que nadie parece dispuesto a reparar esa anomalía.
Otro ángulo interesante del cambio climático es la frontera psicológica entre la ética y la pragmática, entre lo importante y lo urgente. Si mandas a los encuestadores a la calle, sabrás pronto que la mayoría de la población está a favor del medio ambiente y en contra de la contaminación. Si en vez de eso te fías de los datos, verás que muchos de esos mismos encuestados conducen sus todoterrenos por el centro de la ciudad y ponen el termostato de casa a 27˚C para poder estar en camiseta de tirantes de canalé en pleno enero. Un dato vale más que mil sondeos de opinión.
Todo esto no hace más que enfatizar la importancia de la ciencia y la innovación tecnológica. Más allá de las cumbres internacionales y las prohibiciones chinas, de las encuestas engañosas y las políticas energéticas, el mundo necesita perentoriamente mejorar su conocimiento de las fuentes de energía y su capacidad para aprovechar la que nos llega del Sol, ya sea en forma de radiación electromagnética, de viento (pues las masas de aire caliente y frío que lo causan se deben al Sol) o de saltos de agua (pues es el Sol quien evapora el agua del mar y la lleva a los nacimientos de los ríos).
También van a ser relevantes las actitudes hacia la energía nuclear. Los accidentes nucleares tienen un enorme impacto informativo, y las actuales centrales de fisión (que rompen átomos muy grandes, como el plutonio y el uranio) generan unos residuos radiactivos de larguísima duración que suponen una hipoteca para las generaciones futuras. Pero si nos creemos de verdad que el cambio climático es un problema no solo importante, sino también urgente, habrá que reflexionar seriamente sobre si nos interesa ahora mismo su desmantelamiento. Porque la energía nuclear no emite gases de efecto invernadero. Un buen dilema para los ambientalistas.
Hay otro tipo de energía nuclear que resultará ideal si los científicos logran domesticarla. Es la energía de fusión, donde dos átomos de hidrógeno (los más pequeños de la tabla periódica) se reúnen para formar uno de helio (el segundo más pequeño). El proyecto europeo ITER está muy avanzado en sus investigaciones sobre esta fuente energética ideal —ni emite CO2 ni genera residuos radiactivos de larga duración— que es exactamente el proceso físico que hace brillar al Sol. Tiene gracia que nuestro futuro energético tenga solo dos salidas: o aprovechar la luz del Sol, o crear un pequeño sol en este planeta humilde.
Hay muchas esperanzas puestas en el presidente francés, Emmanuel Macron, que es todo lo contrario de un climaescéptico y ha creado un Ministerio de Transición Ecológica e Inclusiva, en una cima de grandeur prosopopéyica difícil de superar en estos tiempos convulsos. También las ha habido en Angela Merkel, pero sus nuevos socios de Gobierno pueden ser tan impredecibles como Donald Trump. La colaboración entre Europa y China parece más necesaria que nunca. Entretanto, el termómetro sigue subiendo. Como dijo el clásico: es el tiempo de los héroes, miremos a las estrellas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt