jueves, 5 de diciembre de 2019

[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 5 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 4 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Ya no basta contar la verdad...



Foto de Josefina Blanco (Europa Press)


“Ya no basta con contar la verdad, también hay que destruir las mentiras", afirma en el A vuelapluma de hoy el escritor Javier Cercas, tras recibir el premio Francisco Cerecedo de Periodismo de manos del rey Felipe VI el pasado 28 de  viembre.

"En primer lugar -comienza su discurso Javier Cercas-, me gustaría contarles una anécdota que he contado alguna otra vez y que, estando en presencia del rey Felipe VI, me siento obligado a repetir.

En una ocasión, el rey Alfonso XIII, su bisabuelo, condecoró a Miguel de Unamuno. Y cuentan que, durante la ceremonia, una vez que el Rey le hubo impuesto la condecoración, Unamuno le espetó: “¡Gracias, señor, me la merezco!”. Como es natural, Alfonso XIII se sorprendió un poco —no mucho, creo yo, al fin y al cabo conocía al personaje: de hecho, no mucho después lo mandó al destierro—; el caso es que el Rey se sorprendió o fingió sorprenderse, y dijo: “Caramba, don Miguel, es el primer galardonado que me dice eso; todos los demás me habían dicho exactamente lo contrario: ‘Gracias, señor, es un honor que no merezco…’” Y en ese momento Unamuno interrumpió al Rey: “Y tenían razón”.

Bueno, pues a mí me encantaría hacer gala hoy de la misma magnífica soberbia de don Miguel. Por desgracia, cualquiera que eche un vistazo a la lista de galardonados que me han precedido en el Premio Francisco Cerecedo comprenderá que no es posible, y que no tengo más remedio que decir la verdad; o sea: que este premio significa un grandísimo honor para mí, y que, al contrario que don Miguel de Unamuno, yo sí sé que no lo merezco.

Lo digo con absoluta sinceridad.

Siento demasiado respeto por el periodismo para considerarme un periodista. No estudié periodismo. Nunca he trabajado en la redacción de un periódico, ni en una radio o una televisión. Nunca he sido corresponsal de ningún medio, ni tampoco reportero. Ni siquiera me he ganado la vida escribiendo en los periódicos, y desde luego mi velocidad de escritura es salvajemente antiperiodística, porque es más o menos la de Oscar Wilde, que en una ocasión declaró: “Hoy me he pasado el día escribiendo: por la mañana, quité una coma; por la tarde, la volví a poner”. ¿Cómo es posible, entonces, que me hayan concedido un premio de periodismo, y para colmo tan importante como este? ¿Hay que culpar únicamente del desaguisado a la generosidad insensata del jurado? ¿O acaso soy yo como Monsieur Jourdain, aquel personaje de Molière que llevaba toda su vida hablando en prosa sin saberlo? ¿Seré yo también, sin saberlo, un periodista?

Es posible. Al fin y al cabo, desde hace veinte años escribo de manera regular en el diario El País, lo cual significa, supongo, que, aunque no sea un periodista, quizá sí puedo considerarme, más modestamente, un escritor de periódicos. Más modestamente, pero con no menos orgullo: no en vano, esa categoría de escritor es, en nuestra tradición, una categoría ilustre. Se ha dicho tan a menudo que ya es casi un cliché: gran parte de la mejor prosa escrita en España durante los dos últimos siglos se ha publicado en los periódicos. Ahora bien, las ideas no se convierten en clichés porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad. Es sin duda el caso de esta: baste recordar que quien es, para mi gusto, el mejor prosista de nuestro siglo XIX fue, sobre todo, un escritor de periódicos, si no un periodista a secas: Mariano José de Larra; baste recordar que Azorín, Ortega o Josep Pla fueron, quizá esencialmente, periodistas.

Lo cierto es que yo, a los periódicos, llegué tarde, como a casi todo. También es cierto que, aunque sea en lo esencial un novelista, la escritura en los periódicos cambió mi forma de escribir novelas, o simplemente mi forma de escribir. Quiero decir que, en un determinado momento de mi vida, escribir en los periódicos me obligó a dejar de ser un escritor de gabinete, libresco y hasta un poquito autista, y me obligó a salir a la intemperie y a contrastar la escritura con la realidad, me forzó a escribir una prosa más nítida, más viva y más rápida, me empujó a intentar decir las cosas más complejas de la forma más transparente y directa posible, y me ayudó, en definitiva, a tratar de escribir los libros que siempre he soñado con escribir: libros fáciles de leer y difíciles de entender; libros que, como los mejores que conozco, cualquier lector de buena fe puede disfrutar a fondo y sin tropiezos, pero que, al mismo tiempo, ni el lector más concienzudo o exigente puede agotar del todo, sencillamente porque son inagotables, porque nunca acaban de decir aquello que tienen que decir, como escribió Italo Calvino de los clásicos. En resumen, los periódicos me han dado a mí mucho más de lo que yo les he dado a ellos. Así que no debería ser el periodismo quien me premiase hoy a mí, sino yo quien premiase al periodismo.

Hay una cosa, sin embargo, que sí me hace sentirme periodista, y que me hermana con los periodistas auténticos. Me refiero al respeto, incluso al amor por la verdad. Sobre todo hoy, cuando parece que se cuentan más mentiras que nunca, cuando nos asedia por momentos la sospecha asfixiante de que vivimos en la era de la mentira.

No es una sospecha injustificada. Igual que la crisis económica de 1929 dio lugar en gran parte del mundo al surgimiento o la consolidación del fascismo, la crisis de 2008 ha propiciado el surgimiento, también en gran parte del mundo, de eso que solemos denominar nacionalpopulismo; este no es una repetición del fascismo, porque en la historia nada se repite exactamente, pero sí es, en muchos sentidos (como ha mostrado Federico Finchelstein en un libro importante), una transformación de determinados rasgos del fascismo, porque en la historia, como en la naturaleza, nada se crea ni se destruye —solo se transforma—, lo cual significa que todo se repite con máscaras diversas. Sea como sea, la extensión venenosa de ese nacionalpopulismo ha ido acompañada de verdaderas invasiones de mentiras: lo hemos visto en los Estados Unidos de Donald Trump, en el Reino Unido del Brexit o en la Cataluña del llamado procés, todos ellos avatares diversos del mismo fenómeno (por distintos que sean), todos ellos causantes de crisis profundas y profundas divisiones en nuestras sociedades.

Vaya por delante, Señor, que soy un votante fiel de partidos de izquierdas, aunque —no sé si me explico— no siempre soy su simpatizante. Vaya por delante, también, que, a mi modo de ver, la Monarquía que usted encarna es una Monarquía republicana; o dicho de otro modo: que es una Monarquía democrática precisamente porque está basada en valores republicanos —la libertad, la igualdad, la fraternidad— y que por lo tanto es, se diga o no, implícita o explícitamente, heredera del último y frustrado experimento democrático español, la II República. Así que, como cualquier ciudadano español con dos dedos de frente, yo sé que nuestro verdadero dilema político no es Monarquía o República, sino mejor o peor democracia: la prueba es que todos preferimos un millón de veces una Monarquía como, pongamos, la noruega, que una República como, pongamos, la siria. Sentado lo anterior, quisiera decirle una cosa que, me temo, los catalanes no le hemos dicho con la claridad con que hubiéramos debido decírselo. Quisiera darle las gracias porque el día 3 de octubre de 2017, mientras un grupo de políticos felones intentaba imponernos a la mayoría de nosotros, por las bravas, un proyecto minoritario, inequívocamente antidemocrático y profundamente reaccionario —es decir, mientras esos políticos arremetían contra nuestras libertades e intentaban derogar el Estatut y violar la Constitución, aboliendo el Estado de derecho—, usted nos dijo a quienes nos hallábamos del lado de la legalidad democrática que no estábamos solos. Porque éramos, repito, la mayoría, centenares de miles, millones de catalanes, pero nos sentíamos solos. Y teníamos miedo. Mucho más miedo del que ahora queremos recordar, mucho más del que nos gustaría confesar, mucho más del que ustedes se imaginan. Y aquel día usted, señor, nos dijo que no estábamos solos, y —esto es lo más importante— al decírnoslo usted nos lo dijo el Estado democrático que usted representa. Que no estábamos solos, nos dijo. Que no nos iban a abandonar. Y que, esta vez, por lo menos esta vez, no pasarían. Y no pasaron.

Así que muchas gracias.

Pero me he desviado del tema. Para volver a él, y aunque no sea periodista, quisiera darles una gran exclusiva, una noticia bomba: Jorge Manrique nunca dijo que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los grandes poetas jamás dicen tonterías, y Manrique, vive Dios, es uno de los más grandes. Lo que Manrique dijo en realidad es que “a nuestro parescer” cualquier tiempo pasado fue mejor; es decir: que el pasado casi nunca es mejor, pero casi siempre nos lo parece.

La observación, por supuesto, es exactísima. No: en nuestro tiempo probablemente no se cuentan más mentiras que nunca, aunque a menudo nos lo parezca; mentiras, en la política y fuera de la política, se han contado siempre, porque el hombre es el animal que miente. Lo que sí ocurre hoy, me parece, es que la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca. Y ocurre porque uno de los hechos fundamentales de nuestro tiempo es el poder creciente, imparable, casi omnímodo de los medios de comunicación, hasta el punto de que no hay hipérbole alguna en decir que los medios no solo reflejan el mundo, sino que lo configuran, en cierto modo lo crean. Esto significa que los medios poseen una responsabilidad extraordinaria; también los periodistas, que son quienes hacen los medios y pueden usarlos para mal, difundiendo mentiras, o para bien, difundiendo verdades. No revelo ningún secreto si añado que hay periodistas que no los usan para bien. El por qué es evidente. Sabemos que el poder y el dinero son fuerzas por definición ciegas, insaciables, cuya esencia consiste en la pura repetición de sí mismas, en la búsqueda de su pura perduración: el poder quiere por definición más poder; el dinero, más dinero. Y sabemos que, para perpetuarse, el dinero y el poder no necesitan hombres y mujeres libres —que los humanicen y pongan límites racionales a su expansión voraz e incontrolada—, sino que necesitan ciudadanos sumisos, con lo que poder y dinero intentan controlar los medios para controlar la realidad que configuran. ¿Cómo? Difundiendo mentiras, puesto que también sabemos todos, al menos desde el Evangelio, que la verdad fabrica hombres y mujeres libres, mientras que la mentira solo fabrica esclavos.

Es así: la mentira constituye el instrumento principal de dominación de los hombres, y por eso el primer deber de un mal periodista consiste en difundirla, mientras que el de un buen periodista consiste en combatirla, aunque el poder y el dinero la prefieran, o precisamente porque la prefieren. Es cierto que, a menos que se resigne a convertirse en un esclavo, cualquier ciudadano está obligado a pelear contra la mentira; pero los periodistas auténticos son quienes pelean en primera línea del frente, y quienes más riesgos corren. Se trata, a veces, de un combate heroico, que no suele terminar en los salones de un hotel tan bonito como este, en una ceremonia tan maravillosa como esta, junto a un Rey y una Reina, como si estuviéramos en un cuento de hadas. No. Algunos periodistas se juegan la vida en esa batalla. Algunos la pierden. Ellos son los periodistas auténticos. Y lo son porque demuestran que la verdad sigue importando, sigue siendo relevante: por eso el poder y el dinero la temen. Esos periodistas demuestran que la verdad es hoy, de hecho, más revolucionaria que nunca, precisamente porque por momentos nos abruma la impresión deprimente de que la mentira ha vencido. Ellos demuestran que, como la mentira tiene hoy mayor capacidad de difusión que nunca y los periodistas más responsabilidad que nunca, el periodismo honesto —el que pelea con la verdad en la mano contra la tiranía de las mentiras que el poder y el dinero tratan de imponer— es más que nunca necesario. También, claro está, más difícil. Porque hoy ya no basta con contar la verdad; además, hay que destruir las mentiras, empezando por esas grandes mentiras que se fabrican con pequeñas verdades y que son las peores mentiras, porque tienen el sabor de la verdad. Esos periodistas valientes demuestran, en definitiva, lo que demuestra todo periodista auténtico: que el combate por la verdad es un combate contra la esclavitud".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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[PENSAMIENTO] Capital e ideología: aciertos y errores de Piketty



El profesor Thomas Piketty


"El nuevo libro del economista francés es una investigación meticulosa y admirable. Las soluciones que propone son menos convincentes", señala el economista Jean Pisani-Ferry, profesor en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. 

"Hay mucho que elogiar en Capital e ideología, de Thomas Piketty -comienza diciendo Pisani-Ferry-: desde su extraordinaria riqueza de material empírico hasta la amplitud de su alcance cultural, y desde la extraña alianza entre la precisión estadística y las referencias literarias hasta el nivel de su ambición intelectual y política.

Pero desde el punto de vista de las políticas públicas, la última parte, donde el autor propone una agenda de justicia social, es profundamente cuestionable. Es un capítulo mucho más corto, pero igual de ambicioso que los más analíticos.

El objetivo de Piketty es ofrecer un nuevo paradigma que sustituya el proyecto socialdemócrata, en buena medida obsoleto. Parece una ambición excesiva. Es fundamentalmente acertada. En el contexto actual de indignación social, los catálogos de políticas “sensatas” no convencen a los votantes ni proporcionan a los legisladores una guía para tomar decisiones en tiempo real en un entorno impredecible. Las democracias hoy necesitan direcciones tan ambiciosas como el keynesianismo bienestarista de los años sesenta o el proyecto de gobierno pequeño y mercados libres de los ochenta.

Las agendas supuestamente realistas, además, a menudo fracasan a la hora de enfrentarse a retos urgentes. La desigualdad de riqueza, la desigualdad de renta, la desigualdad en el acceso a bienes esenciales como la educación y la sanidad han alcanzado niveles tan altos que no pueden solucionarse mediante pequeños ajustes en el margen, como se suele defender en los debates políticos.

La audaz agenda de Piketty se basa en tres pilares principales. El primero es el empoderamiento de los empleados a través de una reforma radical de la gobernanza corporativa; el segundo es una masiva redistribución de la riqueza y la renta a través de una reparación del sistema fiscal; el tercero, que solo se aplica a Europa, es moverse hacia un federalismo transnacional. Hay buenas razones para tenerlos en cuenta, pero también son muy problemáticos.

En primer lugar, la gobernanza corporativa. Un tema recurrente en el libro es la crítica al absolutismo de los derechos de propiedad (lo que denomina proprietarisme). Piketty desprecia el comunismo, pero cree que una extensión gradual de la esfera de la propiedad privada (desde la tierra a la manufactura, el capital intangible y los datos) y el aumento paralelo del poder de los accionistas son los principales problemas del capitalismo actual y una causa fundamental que explica el aumento de la desigualdad. Basándose en las experiencias alemana y sueca, aspira a recuperar el equilibrio entre los propietarios de capital y los empleados.

Sus propuestas, sin embargo, van más allá del modelo alemán de codeterminación, en el cual los representantes de los empleados obtienen la mitad de los puestos en el consejo de administración mientras que los accionistas generalmente eligen al comité ejecutivo, lo que en la práctica garantiza a estos últimos controlar las decisiones, pero permite también a los representantes de los trabajadores un buen acceso a la información y tener voz en las decisiones estratégicas generales.

Piketty va más allá en dos frentes: reivindica dar a los empleados la mitad de los puestos en los consejos de grandes empresas y limitar los derechos de voto de los accionistas reteniendo más del 10% del capital de la empresa.

No hay razones para no contemplar reformas de gobernanza corporativa que favorezcan a los trabajadores, especialmente en una economía en la que el capital humano importa cada vez más. Lo que resulta sorprendente de las propuestas de Piketty, sin embargo, es que ve el problema exclusivamente desde un punto de vista distributivo. Si sus reformas pueden conducir a una mayor eficiencia social, fomentar la innovación o reducir la obsesión con el corto plazo de las empresas es algo que está fuera de su enfoque. Piketty ve el capitalismo principalmente como una maquinaria de acumulación de riqueza, no como un impulsor de transformaciones económicas.

El segundo instrumento con el que Piketty pretende contener la concentración de riqueza y propiedad es los impuestos. Sus propuestas al respecto son precisas y radicales. Propone indicadores numéricos, pero su objetivo es inequívoco: transformar la naturaleza de la propiedad para hacerla temporal en vez de permanente. La utopía social de Piketty se parece mucho a un régimen de titularidad de la tierra en el que la propiedad se redistribuye regularmente de los propietarios a los campesinos.

Para ello hace falta movilizar tres tipos de impuestos progresivos: un impuesto al patrimonio, un impuesto de sucesiones y un impuesto sobre la renta. Los dos primeros, que representan más o menos un 5% del pib, financiarían una asignación universal de capital por la cual al cumplir veinticinco años cada ciudadano tendría derecho a un 60% de la riqueza media (o alrededor de 130.000 dólares [117.000 euros] en los países avanzados). El tercero podría suponer alrededor de un 40% del PIB y financiar bienes públicos, seguridad social y una renta básica para los pobres.

Estas cifras quizá no parezcan tan radicales. El gasto público medio en la Unión Europea es de un 45% del PIB, así que en general la carga fiscal podría permanecer casi constante. Sin embargo, los parámetros que sugiere Piketty apuntan a una transformación fundamental del régimen de propiedad. Según la tabla 17.1 del libro, el tipo impositivo anual sobre el patrimonio podría alcanzar un 5% para los individuos con activos netos que tengan un valor diez veces superior al patrimonio medio. Teniendo en cuenta que Piketty impondría impuestos (con razón) a todas las formas de riqueza por igual y que la riqueza media de los hogares en Francia es de 250.000 dólares, el impuesto a un patrimonio de 2,5 millones sería de 125.000 anualmente. En comparación, en Estados Unidos la senadora Elizabeth Warren propone solo un impuesto del 2% para los patrimonios superiores a los 50 millones (en lugar del tipo efectivo del 10% en el caso de Piketty), que aumentaría a un 3% por encima de los 1.000 millones (en vez de más del 60%).

Además, a los mismos activos se les podría aplicar un impuesto de sucesiones de un 60%, y el tipo efectivo sobre la renta podría alcanzar un 60% para las personas que ganen diez veces más que el salario medio. Estos niveles erradicarían la propiedad por encima de un umbral relativamente bajo, excepto en el caso de los emprendedores capaces de obtener unos beneficios estelares de su capital. Las simulaciones de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman (2019) sobre los cuatrocientos individuos estadounidenses más ricos indican que un impuesto al patrimonio del 10% marginal en activos por encima de 1.000 millones de dólares podría haber evitado la deformación en la distribución de la riqueza que hemos observado desde los años ochenta.

La combinación que propone Piketty de un impuesto al patrimonio confiscatorio, un impuesto de sucesiones muy progresivo y un impuesto sobre la renta también muy progresivo va mucho más allá. Lo que implica es el fin de la propiedad del capital tal y como la conocemos.

De nuevo, no hay nada malo en romper tabúes y en proponer reformas fundamentales de la propiedad de capital. Pero con la condición de que se tengan en cuenta las repercusiones. El desdén aparente de Piketty por las repercusiones de sus propuestas es asombroso. No tiene en cuenta las consecuencias en las tasas de ahorro, el comportamiento de los inversores o la innovación. En la cuestión de la gobernanza corporativa, solo le interesa la distribución. Mientras que el uso repetido del concepto “capital” en el título de sus libros es una referencia innegable a Karl Marx, a Piketty no le interesa casi nada el lado de la producción. El capital, para él, no significa más que la riqueza.

El tercer pilar, el federalismo europeo, lo plantea para superar las limitaciones políticas que aparecen como consecuencia de las distorsiones creadas por la competición fiscal en la Unión Europea y la regla de unanimidad en impuestos (y, de manera oblicua, por la estricta infraestructura fiscal de la eurozona). Para resolver la parálisis que hay en el Consejo Europeo (donde cada país está representado por su ministro) por culpa de los poderes de veto, Piketty propone democratizar la Unión Europea y transferir los poderes tributarios a una nueva cámara que combine parlamentarios nacionales y europeos.

El diagnóstico es correcto, pero es poco probable que la solución vea la luz. El problema en Europa no es, como Piketty cree, la composición del parlamento. Surge del hecho mucho más básico de que los países que han coincidido en compartir soberanía económica en muchos aspectos no están dispuestos a otorgarle competencias a la Unión Europea en cuestiones tributarias o de redistribución de la riqueza. Esta ha sido su postura desde el principio y el actual clima político les hace ser aún menos favorables a un cambio.

Aparte del hecho de que una cámara que combine a parlamentarios nacionales y europeos no se comportaría como Piketty desea, ¿por qué tendrían que estar de acuerdo de pronto los Estados en cambiar la distribución de competencias? En Alemania, esto se ha convertido en una cuestión constitucional. En una serie de sentencias, el Tribunal Constitucional Federal ha levantado barreras a la transferencia de nuevos poderes a la Unión Europea. Irónicamente, su argumento es de la misma naturaleza que el de Piketty, pero sus consecuencias son las opuestas: para el tribunal de Karlsruhe, la Unión Europea no es suficientemente democrática como para otorgarle nuevas competencias, porque los ciudadanos del país cuyo peso demográfico es mayor –Alemania– están infrarrepresentados en su sistema institucional.

En las tres cuestiones –gobernanza corporativa, impuestos y gobernanza europea–, las propuestas de Piketty, por lo tanto, plantean muchas preguntas que no es capaz de responder. De hecho, ni siquiera lo intenta.

En ausencia de una discusión sistemática de las implicaciones y posibles objeciones a sus ideas, no pueden considerarse propuestas de políticas públicas serias. Al final, lo que resulta profundamente inquietante en este libro no es el radicalismo de sus planes. Es el contraste entre la meticulosidad de su análisis empírico y su descuido a la hora de plantear políticas públicas".



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512), Museos Vaticanos



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es miércoles, 4 de diciembre





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martes, 3 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] El arte de recordar



Mujeres charlando en un restaurante


"Hice un alto para comer en una mesa arrinconada del Primero Primera, ese hotel que destila buen gusto barcelonés y donde, a modo de señora del castillo, sigue viviendo la propietaria del edificio -comienza diciendo en el A vuelapluma de hoy, la escritora Joana Bonet-. Sentadas al lado, cinco mujeres perfumadas y peinadas de peluquería charlaban con brío. De vez en cuando me llegaba la cola de alguna frase soberbia. Aún se afanaban con los postres cuando, al marcharme, no me reprimí de felicitarlas por la escena. Le habían dado al comedor una pátina cosmopolita, e irradiaban el calor que procura la conversación lenta. Una de ellas me preguntó si adivinaría la media de edad de la mesa, a lo que añadió: “Mira, esta es la benjamina”. Tenía 79 años. La mayor superaba los 90. Con una sonrisa franca, me instruyó: “¿Sabes qué estamos haciendo? Recordar. Nos juntamos para recordar. Sólo eso”. Me proyecté en el tiempo. Quedar un día con las amigas para acordarnos de quiénes fuimos y celebrar lo vivido; una remembranza compartida, jugando a las cajas de la memoria con las neuronas bailando entre contenedores de pasado.

Según la ciencia, la buena memoria no es sino una conversación multidimensional abierta entre muchísimas células, en la que se salvaguarda tanto un prefijo telefónico como determinada calle de Viena o el olor del jabón que utilizaba nuestra madre. Porque los recuerdos están diseminados por distintas partes del cerebro: la infancia, con sus descubrimientos, se aloja en ciertas regiones del córtex temporal; el significado de las palabras, en la región central del hemisferio derecho; los automatismos de nuestra cotidianidad, en el cerebelo; las percepciones y los pensamientos derivados, en los lóbulos frontales... Pero ¿qué recordar y qué olvidar? ¿Se trata de una capacidad consciente? ¿Podemos seleccionar lo que salvamos? Nuestro cerebro tiene un billón de neuronas y cada una de ellas establece un millar de interconexiones. Por ejemplo, si suena una vieja canción inesperada es capaz de poner a trabajar a una tropa para transportarnos a una emoción intensa.

Meik Wiking, director del Instituto para la Búsqueda de la Felicidad de Copenhague, acaba de publicar El arte de crear recuerdos (Cúpula), donde reflexiona: “Recuerdo cada primer beso, pero me cuesta recordar cualquier cosa que ocurriera en marzo del 2007. Recuerdo el olor de la hierba del campo en el que jugaba de pequeño con otros niños, pero me cuesta recordar sus nombres”. Recuperar y crear recuerdos, a eso anima Wiking. Sin ellos seríamos forasteros de nosotros mismos. Incapaces de sentirnos la misma persona en nuestro viaje por el tiempo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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