domingo, 14 de enero de 2024

De la palabra anarcocapitalismo

 









Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz domingo. La palabra anarcocapitalismo, dice en El País el escritor Martín Caparros, no solo es fea, es una contradicción flagrante, una de las mayores falacias de esta época de identidades falaces. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com








La palabra anarcocapitalismo
MARTÍN CAPARRÓS
13 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Es fea. Para empezar es fea, horrible: cocapí y todas esas cosas, anar, talista. Para seguir, es el engaño más cochino. Hay, a veces, palabras que aparecen y se imponen a la lógica y se difunden aunque lo que dicen sea imposible y, entonces, cada vez, se ríen del que las pronuncia. Se divierten: palabras que se miran y se guiñan un ojo y dicen uy qué bruto, ya me dijo otra vez. Pensemos en microgigantes, barbilampiños, polipieles: palabras que contienen su propia negación. O palabras inverosímiles, como si yo me definiera calvopitt: un Brad Pitt con la cara de torta, los ojos pardos arrugados, ni un pelo en el cráneo pero sí, algo en los lóbulos que se parece a las orejas del americano. Las personas, es obvio, se reirían de mí. Por eso esas palabras-chasco suelen tener una carrera corta. Pero ahora hay una que demasiada gente acepta y lanza y reproduce sin reírse: anarcocapitalismo, dicen, como si dijeran algo. Calvopitt.
La palabra anarcocapitalismo es un invento que se mantuvo décadas en merecidas sombras. La acuñó Murray Rothbard, un troglodita norteamericano. Nació en el Bronx en 1926, hijo de inmigrantes judíos europeos; aplicado, hacendoso, se volvió economista, matemático, politólogo, y empezó a dar clases y escribir libros. En uno de ellos, hacia 1955, intentó definir el “anarco-capitalismo”: un sistema donde “anarco” significaba que el Estado debía desaparecer para que “el Mercado” pudiera actuar sin regulación, porque el único derecho inalienable, decía, además de la vida, es la propiedad privada, y el Estado la viola recaudando impuestos, apoderándose de los bienes de todos. “El Estado es una banda de ladrones, compuesta por los individuos más inmorales, codiciosos y sin escrúpulos de cada sociedad”, escribió. Y se apropió de la palabra anarquismo y la despojó de todos sus sentidos y se guardó uno solo: el de rechazar el Estado.
Sin Estado, decía, solo “el Mercado” puede definir y validar las relaciones entre las personas: todos tienen derecho a vender su trabajo y sus propiedades —incluido su cuerpo o partes de su cuerpo— si se les canta o antoja, y nadie tiene la opción de impedirlo: es su libertad. Aquellos que lo sepan hacer bien vivirán bien; los que no, mala suerte muchachos. Comerán los que puedan vender o venderse; los otros, vaya usted a saber, que pedaleen o roben o se mueran. Es la definición de una sociedad hiper-individualista, donde solo vale el triunfo personal y toda forma de solidaridad es una afrenta. Nada podría estar más lejos de la idea de anarquismo, tanto más compleja que el borrón de Rothbard. El anarquismo tuvo su gran momento en el siglo XIX, impulsado por pensadores/militantes como Proudhon, Bakunin, Malatesta, Kropotkin y tantos otros: en esos días era, junto al socialismo, la forma más habitual de rebelarse contra las instituciones y su base económica, el capitalismo.
El anarquismo no se definía contra el Estado: se definía contra el poder. Los sindicatos y grupos anarquistas rechazaban todas sus formas: el dinero, los patrones, los sacerdotes, las armas. El anarquismo no se opone al Estado porque sí ni porque cobra impuestos o impide hacer negocios: lo combate porque es la herramienta de dominio que permite ejercer todos los demás poderes.
El anarquismo nunca se pensó como un sálvese quien pueda: al contrario, se definía como “el orden menos el poder”, sociedades autorreguladas por la solidaridad y colaboración de todos sus miembros para instaurar un orden colectivo igualitario y acabar, precisamente, con el imperio del dinero. Cuya forma más eficaz y difundida es, en nuestras sociedades, el capitalismo. Por eso “anarco-capitalismo” es una contradicción flagrante, una de las mayores falacias de esta época de identidades falaces. Es obvio que no se puede ser anarquista y capitalista al mismo tiempo. Pero tantos lo repiten, lo aceptan como si fuera siquiera pensable. Habría que evitar la vergüenza de decirlo como, por ejemplo, convendría evitar la de decir catolicateo o pacibelicista. O la de hablar de “libertad” cuando uno solo quiere tomarse una cerveza —o que lo exploten. O llamar “cambio” a lo que hicieron los ricos neoliberales de los 90, cuando recuperaron viejos privilegios. No por nada: solo para mantener cierto respeto por uno mismo, para no ser hablado por el lenguaje de los medios baratos, por el idioma de los amos. Para saber —o disimular que uno no sabe— qué dice cuando habla.
Y me disculpo por los exabruptos: pocas cosas me ponen más nervioso que escuchar cómo millones dicen lo que unos pocos quieren que repitan. Eso, exactamente eso, es lo que esa forma de educación llamada anarquismo siempre quiso evitar. Martín Caparrós es escritor.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Un profesor catalán. [Publicada el 03/02/2018]













Ensayista y traductor, insensible al nacionalismo, Jordi Llovet pudo haber sido el primer crítico literario de Cataluña. La hostilidad de la Universidad y la confusión entre lengua e ideología han convertido al profesor Jordi Llovet en ciudadano de un país inexistente, comenta en El País el editor y crítico literario Andreu Jaume .
Hay momentos, comienza diciendo Andreu Jaume, en la formación de uno que suponen una especie de conversión, cuando la materia que está estudiando deja de ser una cuestión ajena y se convierte de pronto en una nueva forma de estar en el mundo. Aunque todavía no es del todo consciente de ello, el estudiante se ha transformado para siempre. Iris Murdoch solía recordar cómo le había cambiado la vida un comentario del helenista alemán Eduard Fraenkel, en el Oxford de los años treinta, sobre el Agamenón de Esquilo. Toda su obra novelística y filosófica, decía, podía leerse como un homenaje a ese instante de revelación. Todo aquel para quien el conocimiento, sea de la índole que sea, anima sus días, tiene su anécdota al respecto. En mi caso tuvo lugar durante una clase de Jordi Llovet, en teoría de la literatura, una asignatura de primero, común a todas las filologías de la Universidad de Barcelona en los años noventa. Llovet comentó aquel día un poema de Hölderlin titulado Wie wenn am Feiertage (Tal como en los días de fiesta) y después de leerlo se detuvo en un solo verso: Und was ich sah, das Heilige sei mein Wort (“Y lo que vi, lo sagrado me sea palabra”). A partir de ahí, Llovet hizo una larga digresión sobre el problema de la naturaleza durante el romanticismo temprano, sobre el silencio de los dioses y la espera del poeta. Virtualmente nunca he salido de esa aula.
Sus clases estaban siempre abarrotadas porque eran, antes que nada, tremendamente divertidas. Como docente, tenía la rara capacidad de enseñar a la vez con autoridad y espectáculo, gracias a ese invencible sentido del humor que siempre le acompaña y que es otra de las tantas rarezas de su idiosincrasia. Más tarde supimos que aquel profesor extravagante tenía una peculiar trayectoria académica que explicaba la excepcionalidad de sus clases. Aunque pertenecía al departamento de catalán, había estudiado hispánicas pero sobre todo se había formado en el extranjero, estudiando filosofía en Frankfurt —donde atendió un seminario de Alfred Schmidt sobre la Fenomenología de Hegel—, luego teoría literaria en París, con Julia Kristeva, y semiótica en Bolonia y Urbino. Como traductor había traído al catalán algunas de las mejores obras de la literatura europea, principalmente las de los autores que más ha estudiado a lo largo de su vida: Hölderlin, Baudelaire, Flaubert, Rilke, Kafka —de quien ha editado en castellano, magníficamente, la obra completa—, Paul Valéry, Thomas Mann o Walter Benjamin. A finales de los setenta, había fundado con Eugenio Trías, Xavier Rubert de Ventós y Antoni Vicens el Colegio de Filosofía, embrión de lo que acabaría siendo, ya en los ochenta, el Institut d’Humanitats, una de las instituciones más nobles de Barcelona, todavía activa y llena de público y por cuyas aulas, bajo el auspicio de Llovet, han pasado los mejores de todo el país, desde Agustín García Calvo y Joan Ferraté hasta Félix de Azúa o Fernando Savater.
Son cosas que él mismo ha contado en Adiós a la universidad (2011), su particular elegía sobre la enseñanza de las humanidades. El libro fue tan celebrado como denostado y sigue siendo discutible porque constituye un acicate para pensar el lugar de las humanidades en nuestros días, más allá de la universidad. Hay en esa autobiografía, de todos modos, una historia subterránea que es la verdaderamente significativa. Incómodo en la tradición política y filológica de su país, Llovet salió muy temprano a completar sus estudios en otras escuelas, adquiriendo unos conocimientos de vanguardia crítica y docente que luego quiso implementar con su lengua y en su propia facultad. Su primera idea fue crear un área de literatura comparada en el departamento de filología catalana, pero se encontró ahí con los recelos de los custodios de las esencias patrias, a quienes todo amago de heterodoxia les sonaba a fascismo. Finalmente se vio obligado a acudir al departamento de medieval, más cercano tradicionalmente al comparatismo y donde pudo fundar la licenciatura de teoría de la literatura que hoy en día es el grado de estudios literarios, el que más demanda tiene entre los estudiantes. Las aulas de filología catalana, a pesar del creciente fervor patriótico de los últimos años, están en cambio prácticamente vacías. Su actitud intelectual, sin embargo, nunca fue bien recibida en la universidad y al final incluso tuvo que dejar la dirección de su departamento por desavenencias con su propio equipo. Y con eso culminó el exilio interior en el que nunca había dejado de vivir.
Ensayista y traductor en catalán, dueño de una prosa de largos periodos —tan bien modulada y llena de incisos como su conversación— pero al mismo tiempo insensible al nacionalismo, fiel discípulo tanto del catedrático de catalanística Antoni Comas como del hispanista José Manuel Blecua, políglota, melómano, bibliófilo y animador cultural en diversos ámbitos, Llovet pudo haber sido el primer crítico literario de Cataluña. Por el contrario, la hostilidad de la universidad, el descrédito creciente de las humanidades en los nuevos planes de estudio, el general deterioro del país y de sus instituciones y la confusión entre lengua e ideología, lo han obligado a refugiarse en el papel, tan sintomático como impropio, del humanista, regresando, por desencanto, a un concepto de autoridad que él mismo había desafiado al principio de su trayecto intelectual.
Poco a poco, Jordi Llovet se ha ido convirtiendo en ciudadano de un país inexistente, acompañado de unos pocos e incondicionales amigos, cada vez más ceremonioso y protocolario en una sociedad sin maneras, dedicado a la lectura y al cara a cara de la palabra viva como principal herramienta hermenéutica. Es ahora un buen momento para agradecerle su labor cívica, tantos años, sobre todo, de enseñanza y atención a los más jóvenes, una entrega resumida en la leyenda evangélica que no deja de repetir: illum oportet crescere me autem minui (“que él crezca y que yo disminuya”).
En la metamorfosis del conocimiento a la que me refería al principio hay un momento en que profesor y alumno se funden en lo que estudian. Hace poco leía una anécdota del gran Leornard Bernstein sobre su maestro, el director ruso Serge Koussevitzky. Koussevitky se ofreció a estrenar The Age of Anxiety, la maravillosa segunda sinfonía de Bernstein, basada en el poema de Auden. En los ensayos, sin embargo, el maestro no acertaba a entender la música y Bernstein tuvo que enseñarle a dirigirla, devolviéndole todo lo que había aprendido de él para hacer juntos otra cosa. Bernstein, al final de su vida, cerraba la evocación con las mejores palabras que se pueden dedicar a un maestro: “Hasta el día de hoy, él sigue estando en mi sangre”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













sábado, 13 de enero de 2024

Del árbol de los deseos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz sábado. La conversión de buenos deseos en derechos puede generar monstruos afirma en El País la escritora Ana Iris Simón, refiriéndose al eslogan de la puesta en escena de Sumar detrás del cual anidan dos de los grandes males de nuestro momento: la infantilización y el narcisismo. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












Sumar y el arbolito de los deseos
ANA IRIS SIMÓN
06 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Antes de vacaciones, en la escuela infantil de mis hijos nos dieron dos tarjetas con un lazo. En ellas teníamos que anotar un deseo para después colgarlo en el árbol del recibidor. El pequeño aún no sabe hablar, pero el mayor, que recientemente ha incorporado la capa como elemento de su fondo de armario, sí que nos transmitió su deseo: que fuéramos superhéroes.
No me sorprendería que en la sede de Sumar tuvieran un árbol similar. No porque aquello sea una guardería ni por las maneras de profesora de infantil que a veces saca a pasear Yolanda Díaz, no me malinterpreten. Me refiero a que para ellos los deseos son muy importantes. Tanto que creen, incluso, que hay que convertirlos en derechos. Así lo manifestaban en su felicitación tuitera de año nuevo: ”Que todos vuestros buenos deseos se conviertan en derechos”.
Un eslogan tierno, blanquito y esponjoso, muy en la línea de la puesta en escena de Sumar, pero detrás del cual anidan dos de los grandes males de nuestro momento: la infantilización y el narcisismo. Un lema biensonante pero que da lugar a una confusión peligrosa, pues los deseos, por excelsos que sean, ni son ni tienen por qué ser derechos.
La consigna encierra grandes dilemas. El primero de ellos, discernir qué es un buen deseo. Aplicado, por ejemplo, a nuestra política territorial, en la que Yolanda Díaz anda tan interesada que su andandillo la llevó incluso a reunirse con el malversador Puigdemont: ¿cuál sería el buen deseo, el de un extremeño que reclama solidaridad y justicia, o el de un catalán que quiere romper la caja común en nombre de su identidad? La respuesta no gustará a los sumaritas, que no parecen haber contemplado que uno de los problemas de su paradigma es que el deseo de uno, en tanto que individual, puede chocar con el del otro.
Tampoco parecen haber contemplado que no solo sus votantes desean. ¿O accederían acaso a convertir en derecho el que, para miles de personas en nuestro país, es un buen deseo: que los fetos que, si les dejan, se convertirán en niños, no sean aspirados o expulsados químicamente del vientre de sus madres?
La conversión de buenos deseos en derechos puede generar monstruos. Es el caso de quienes piensan que uno de los deseos más bellos, el de paternidad, es un derecho, y por ello recurren a la compra de niños por vientre de alquiler. O de quienes se creen con derecho al sexo y, por ello, a echar mano del alquiler no ya de vientres sino de cuerpos enteros —normalmente de mujeres, normalmente pobres— por la vía de la prostitución.
“Son muchos los caminos por los que la libido neoliberal nos hace confundir nuestro deseo con un derecho. Por eso conviene recordar que nuestra apetencia clientelar no siempre tiene razón”, escribió con tino hace unos años García Montero, ya preocupado por esta deriva deseante de la izquierda. Mucho antes, Chesterton ya nos avisaba de que, “para corromper a un individuo, basta con enseñarle a llamar derechos a sus anhelos personales”.
En cualquier caso, en casa les vamos a decir a los de Sumar que aquí lo que queremos es ser superhéroes. Nadie nos puede negar que sea un buen deseo. A no ser que elijamos al Capitán Trueno, en cuyo caso nos responderán que no nos lo conceden, que ese es un facha. Ana Iris Simón es escritora.
 




























[ARCHIVO DEL BLOG] Cien años después... [Publicada el 20/01/2018]











¿Quién se acuerda hoy, cien años después, de la toma del Palacio de Invierno en San Petersburgo o de la presentación de "La Fuente" de Duchamp?, se pregunta en El País José Luis Pardo, filósofo, ensayista y catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. 
En el año recién terminado, comienza diciendo el profesor Pardo, han pasado casi inadvertidos los centenarios de la toma del Palacio de Invierno y la presentación del urinario 'Fuente'. Dos tentativas de subversión en una misma atmósfera: el fin del mundo moderno.
Se nos ha ido un año tan lleno de convulsiones, contusiones y sainetes que la palpitante y siempre tiránica actualidad ha hecho que nos pasaran casi inadvertidos, entre muchos otros, dos centenarios que en otras circunstancias habrían dado bastante que hablar. Uno, el que a primera vista parece más serio, es el de la toma del Palacio de Invierno de San Petersburgo por el Ejército Rojo, que dio pie al establecimiento de la URSS. Este hecho extrae ante todo su seriedad, como todas las revoluciones políticas, del elevado número de cadáveres con los que abona el campo de batalla (y que a medida que crece hace más difícil admitir que los que murieron lo hicieron “para nada”), pero le añade a esta gravedad histórica una seriedad moral: la de haber supuesto, para muchísimas personas y durante muchísimo tiempo, un foco de esperanza política que señalaba a la humanidad el camino de su futuro.
¿El que hayamos pasado como de puntillas sobre este centenario se debe solamente a que ya no existe la Unión Soviética y, por lo tanto, el foco ha desaparecido, llevándose con él el prometido final feliz de la historia universal? No creo que este sea el principal motivo, sobre todo porque el final del “socialismo real” ha coincidido con una cierta revitalización del comunismo, al menos como vocablo, que intenta por todos los medios desprenderse de su funesto pasado histórico y engancharse a las nuevas circunstancias. Pienso más bien que la causa fundamental de la ausencia de conmemoración de la revolución de octubre es la infinita vergüenza que produce, sobre todo en el ámbito intelectual y de la opinión en general, el haber permanecido ciegos durante décadas y décadas ante la evidencia hoy irrefutable de lo que fue aquel “socialismo real”, que hoy aún reconocemos en los Estados comunistas residuales como China, Cuba o Corea del Norte y sus adláteres, en los que lejos de ver un estadio “degradado” del proyecto comunista podemos experimentar en vivo la cruda realidad de lo que fue desde el principio aquel “socialismo” en el que ya en 1920, en su visita a Lenin, Fernando de los Ríos vio “las tenebrosidades de un mundo policíaco”. Incluso podría suceder que el alboroto con el que hoy nos escandalizamos ante las “posverdades” que fabrican los gabinetes de prensa especializados en producir “hechos alternativos” para justificar ciertas políticas nos oculte, más o menos interesadamente, la facilidad con la cual durante tanto tiempo las élites culturales y los líderes de opinión occidentales contribuyeron, amparados en una racionalidad moral superior, a negar una siniestra realidad que conocían bien, convirtiéndose en aliados objetivos de los aparatos de propaganda de esos regímenes policíacos.
El otro centenario ha sido el de la presentación, por parte de Marcel Duchamp, de un urinario firmado con el seudónimo de Richard Mutt y bautizado como Fuente a una exposición de artistas independientes en una galería de arte de Nueva York. Comparado con la revolución de octubre, este “atentado simbólico” puede parecer solamente una broma (aunque una broma pesada), como sin duda se lo pareció a muchos de sus contemporáneos, quién sabe si también a su propio autor. Pero el caso es que, andando el tiempo, y mucho después de su desaparición material, ha llegado a ser considerado como la obra de arte más influyente del siglo XX, según dictamen de 500 expertos internacionales en el año 2004. Y ello no sólo porque representa el gesto fundador del arte conceptual, sino porque acaso resume mejor que otras piezas la intención profunda de las vanguardias históricas, convertidas hoy en una suerte de clasicismo del arte contemporáneo. Se diría que no existe entre estos dos hechos revolucionarios más relación que la de que el azar los ha reunido en el mismo año.
Y sin embargo se trata de dos tentativas de subversión inmersas en una misma atmósfera: la que anunciaba, con el telón de fondo de la guerra mundial, el final del mundo moderno (de lo que entonces se llamaba “la sociedad burguesa”) y su sustitución por otro diferente y mejor. En segundo lugar, así como la revolución de octubre no pretendía ser una revolución política entre otras, sino la que pondría fin a la política en cuanto tal (ya que culminaría con la desaparición del Estado, que es el marco que en la modernidad confiere sentido al término “política”), tampoco la revolución vanguardista quería ser una revolución artística más (como lo habrían sido el barroco o el neoclasicismo), sino que aspiraba a terminar con el arte como institución y como esfera diferenciada para diluirlo en la vida común, del mismo modo que el comunismo prometía, en palabras de Lenin, abolir la diferencia entre una cocinera y un jefe de Estado. Por último, el estadio histórico-cultural que ambas revoluciones querían superar es en los dos casos lo que hemos dado en llamar la representación; y aunque no se puedan identificar de forma simple la representación estética y la representación política, ambas aluden a todo un entramado de mediaciones (el parlamento y la separación de poderes en un caso, la autonomía de los valores estéticos y la crítica de arte en el otro) que ese nuevo mundo post-burgués vendría a invalidar mediante el paradigma de la inmediatez. Y a todo ello ha de añadirse que, durante la primera mitad del siglo pasado, las complicidades, connivencias, alianzas y dobles militancias entre los miembros de los ismos políticos y los de los artísticos fueron moneda corriente y hasta casi obligatoria en algunos períodos concretos.
Pero, ¿no se podría objetar que, pese a todo, la revolución de octubre fracasó, mientras que la revolución de Duchamp ha tenido éxito? No es tan seguro. Las dos revoluciones fracasaron en la medida en que el mundo post-moderno del que se consideraban la avanzadilla no llegó a existir o, lo que es peor, sólo pudo hacerlo con los tintes infernales del totalitarismo. Pero ambas nos han dejado como herencia el síndrome de “despreciar al burgués” (hoy convertido en “despreciar al ciudadano”, que después de todo es lo que significaba “burgués”), junto con una desconfianza frente a la representación pública y artística y una nostalgia de la inmediatez estética y política que ha dado lugar a un linaje de artistas incómodos en su propia condición, de la que les gustaría liberarse, y a otro de políticos que habitan las instituciones representativas al mismo tiempo que las ponen en entredicho. Y a lo mejor la discreción con la que hemos atravesado estos dos centenarios tiene que ver con un cierto y comprensible afán de cubrir nuestras vergüenzas que, sin embargo, podría conllevar una desagradable falta de reflexión sobre nuestro pasado y, en definitiva, un déficit de explicación con nosotros mismos y con el porvenir de las sociedades de nuestro tiempo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













viernes, 12 de enero de 2024

De lo que las democracias deben hacer por Ucrania y por sí mismas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz viernes. La única forma de avanzar hacia una paz duradera, escribe en El País el historiador Timothy Garton Ash, es facilitar que Kiev gane la guerra suministrándole herramientas para que recupere más territorio; es lo menos que las democracias deben hacer por Ucrania y por sí mismas. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












Lo que las democracias deben hacer por Ucrania y por sí mismas
TIMOTHY GARTON ASH
10 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Mientras muchos empezábamos el Año Nuevo con fuegos artificiales, alegría y la compañía de nuestros seres queridos, los ucranios tenían que soportar ataques aéreos rusos a gran escala, la destrucción de sus viviendas y el asesinato de los suyos. Vladímir Putin, el personaje más parecido a Adolf Hitler que ha habido en Europa desde 1945, está empeñado en derrotar y arrasar una Ucrania independiente. Ucrania está igualmente empeñada en resistir. ¿Pero qué están decididas a conseguir las demás democracias en este combate de trascendencia histórica? Nuestra respuesta en 2024 no solo marcará el futuro de Europa, sino que nos dirá mucho sobre la fuerza que tienen respectivamente la democracia y la autocracia en estas primeras décadas del siglo XXI.
Para empezar, debemos tener claro cómo están las cosas en Ucrania. La guerra no se encuentra en un punto muerto del que vaya a salir un conflicto enquistado o un acuerdo negociado, como algunos en Occidente esperan con ingenuidad. Es una guerra larga, compleja y de grandes dimensiones, que seguramente se prolongará hasta 2025 o incluso más. Ninguna de las partes se da por vencida; todavía puede ganar cualquiera de las dos, pero no pueden ganar las dos.
Putin está aprovechando todas las ventajas que le dan el tamaño, la crueldad, estar al frente de una dictadura y contar con el apoyo de otras dictaduras, como Irán, Corea del Norte y China. En cuanto a Ucrania, tiene que afrontar grandes decisiones, empezando por la de reclutar o no a una multitud de jóvenes para renovar sus exhaustas fuerzas. Sin embargo, lo que más influirá en el resultado de esta larga guerra serán las decisiones que tomen en los próximos meses las democracias que apoyan a Ucrania.
Hasta ahora estamos haciendo lo suficiente para evitar la derrota de Ucrania, pero no para que gane. Si damos un paso más en 2024, podríamos suministrar a Ucrania las herramientas para que recupere más territorio y Rusia se acabe convenciendo de que no puede vencer. Esa es la única forma de avanzar hacia una paz duradera.
Lo primero que eso significa, en los próximos días, es proporcionar más medios de defensa aérea. En las próximas semanas, significa suministrar más misiles de largo alcance, sobre todo los Taurus alemanes, pero también los ATACMS estadounidenses, para que Ucrania siga haciendo retroceder a la flota de Putin en el mar Negro y atacando su bastión de enorme importancia estratégica y simbólica, Crimea.
Sin embargo, como explica con detalle y de forma convincente un estudio reciente del Ministerio de Defensa estonio, para asegurar una victoria ucrania a largo plazo hay otros dos factores fundamentales: ampliar el entrenamiento de las tropas ucranias e incrementar sustancialmente y a toda velocidad la producción industrial de armas y municiones. (Del millón de cartuchos de artillería que la UE ha prometido a Ucrania para el mes de marzo, hasta ahora se ha entregado menos de un tercio).
Las democracias, a diferencia de las dictaduras, no pueden hacer una cosa así por decreto. Nuestro sistema político requiere que los líderes de varias democracias nacionales se pongan de acuerdo sobre unos fines estratégicos claros y convenzan a sus votantes y a sus parlamentos para que autoricen los medios necesarios. Y ya antes del desastre que sería una posible segunda presidencia de Donald Trump está claro que Estados Unidos, dada la fragilidad actual de su democracia, no va a tomar la iniciativa.
Por consiguiente, la responsabilidad corresponde a Europa; al fin y al cabo, se trata de defender a un país europeo. ¿Están haciendo lo que deben los líderes europeos? Veamos sus mensajes de Año Nuevo.
El primer ministro del Reino Unido, Rishi Sunak, ni siquiera mencionó la guerra en su optimista recuento de los éxitos de su Gobierno, claramente redactado pensando en las elecciones generales del próximo año. El canciller alemán, Olaf Scholz, solo la tocó de pasada y enseguida se volcó en el sagrado tema de la economía nacional. El nuevo primer ministro polaco, Donald Tusk, dedicó su comentario en exclusiva al restablecimiento de la democracia en su país.
Aunque el presidente Emmanuel Macron centró su discurso en el orgullo francés, sí propuso un “rearme de la soberanía europea” que incluía “detener a Rusia y ayudar a los ucranios”. Pero el mensaje fundamental lo transmitió el presidente finlandés, Sauli Niinistö: “Europa debe despertar”. Y la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, fue de una franqueza admirable: “A Ucrania le faltan municiones. Europa no ha suministrado suficientes. Vamos a presionar para que Europa fabrique más. Es urgente. Y los F-16 daneses estarán pronto en el aire. La guerra de Ucrania es una guerra por la Europa que conocemos”. Ese es el lenguaje que necesitamos.
Cuando se habla de liderazgo en tiempos de guerra, siempre se cita la frase de Winston Churchill: “No puedo ofrecer más que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. Pero en este caso, los únicos que están derramando sangre, sudor y lágrimas son los ucranios. Lo único que se nos pide a nosotros es que tengamos las ideas claras, un empeño firme y una reasignación de recursos totalmente manejable. Además, la inversión industrial en defensa que con tanta urgencia se necesita creará puestos de trabajo en nuestros países y reforzará nuestra propia seguridad. ¿Es demasiado pedir? Timothy Garton Ash es historiador. 































[ARCHIVO DEL BLOG] Origen, identidad, tribu. [Publicada el 11/01/2018]












Sí, de nuevo un artículo del escritor Fernando Aramburu. Y van dos seguidos, lo que no es habitual en mí, pero que quieren ustedes..., me encanta lo que escribe este hombre. 
Y usted, ¿de dónde es?, preguntaba al lector Aramburu, amablemente, como el que no quiere molestar, hace unos días en El Mundo. Ya puede uno emprender toda clase de ejercicios mentales, adoptar costumbres nuevas, aprender idiomas; ya puede uno viajar a países lejanos e incluso instalarse quizá para siempre en uno de ellos, que la sombra de la tribu original lo perseguirá hasta dondequiera que se esconda. Y cuando crea que la ha perdido de vista, vendrá un nativo curioso y se la recordará, si no es que se la hacen presente en cualquier esquina del día los susurros de su propia nostalgia. 
Apretado por la penuria, César Vallejo evocaba en París, pidiendo perdón por la tristeza, su burro peruano en el Perú. Y yo he visto a gallegos llorosos en una ciudad alemana de provincias viendo a sus hijos bailar muñeiras ataviados con el traje regional. No anduvo uno lejos de contagiarse, aunque por azares del nacimiento no perteneciese a la estirpe gallega. Pertenecer, ser admitido: por tales veredas transitan, ya en fila india, ya en confuso escuadrón, las almas, la melancolía y las obsesiones. Yo no sé si el ser humano es tan sociable como lo pintan, a menos, claro está, que no tenga más remedio o le convenga; pero me va viniendo la certeza de que es por naturaleza gregario, propenso a integrarse en clanes y vecindades, en clubes y asociaciones. Construirse a partir de impulsos grupales una identidad es un asunto a primera vista privado y, por supuesto, legítimo. Allá cada cual con la olla podrida de sus sentimientos. Se dijera que contenemos un hueco entre el esternón y el espinazo, y también, pobres guiñapos pasajeros, que no acertamos a mantenernos erguidos si no atiborramos el hueco de imágenes y recuerdos, hábitos y convicciones, folclore y banderas. Algunos van más allá de su estatura, fundiéndose en señas identitarias selectas, y dan de lleno en el nacionalismo; el cual, como la religión, es una cuestión de fe que les aclara la complejidad del universo en menos de dos minutos. Yo no he conocido gente que dude menos. 
He andado preguntando por las revueltas de la vida y parece que sí, que según todos los indicios es connatural a la especie humana el apego al paisaje de los afectos. Me han dicho que para ello es condición sine qua non que existan el referido paisaje y los referidos afectos; también, de ser posible, algo que llevarse a la boca de los recuerdos entrañables, porque, si no, despídete. Y es verdad que cuando uno incurre en esa variante del autoelogio que consiste en ensalzar la patria, rara vez focaliza sus emociones en los vertederos municipales ni seguramente en el suburbio donde se drogaba su hermano o mataron a su padre. Así y todo, se conoce que la constitución genética del organismo humano prevé una cantidad elemental de orgullo patriótico. Se trata del patriotismo en su acepción más amable, el cual vincula al individuo en forma positiva con los escenarios de la infancia y, adicionalmente, con el cementerio donde reposan sus ancestros. 
Se debatía semanas atrás en Italia una ley que estipula la concesión de la nacionalidad italiana a los hijos de inmigrantes y refugiados nacidos en suelo italiano, y hay quienes desde la responsabilidad política se oponen con uñas y dientes al proyecto. ¿No es cruel condenar a la condición de extranjero a un ser humano sin pasado, vetándole por vía administrativa la posibilidad de un nexo identificativo con lo primero que vean sus ojos al salir de la cavidad materna? 
Pero a lo que iba. Hay un punto como de agradable retorno al calor uterino cuando uno rememora el lugar tan susceptible de idealización donde dio sus primeros pasos, aprendió los números y las letras, besó y fue besado por vez primera con gusto erótico. A mí me parece humana por demás la sensación tranquila de lo propio y familiar, que a nadie hace daño, que no se empina políticamente contra nadie, y que, combinada con la conciencia de la pérdida, ha dado en tantas partes del mundo excelente literatura. Me reaviva dicha sensación el sonido fresco del chorro de sidra al romperse contra el fondo del vaso. Una determinada música, el olor del pan reciente, los triunfos del equipo de fútbol de mi ciudad natal, me alegran la tarde. Y cuánto me complace detenerme un instante a contemplar fachadas antiguas en las cuales me hago el ánimo de que se quedaron adheridos fragmentos de aquel que fui. Y si además llueve con suave y grata tristeza, entonces ya no hay duda de que estamos juntos, bajo el paraguas, todos los que fuimos, del mismo modo que, andando por las calles de París, César Vallejo se topaba de repente, a la vuelta de la esquina, con su burro peruano. 
Ahora bien, todo este mobiliario más o menos cultural que lleva uno por dentro e incluso marcado en la cara pierde vigor creativo tan pronto como se resume en una bandera o en cualquier otro símbolo de efectos aglutinantes. Quiero decir que, cuanto mayor y más fértil es la inventiva del hombre, más pequeña es la necesidad de definirse a sí mismo mediante la fijación de unas señas de identidad colectivas. François Jullien (La identidad cultural no existe, Taurus, 2017) cuestiona la ilusión de poseer una cultura. Postula, por más productivo, el procedimiento de hacer de la herencia cultural un recurso para la creación de obras, objetos, ideas, que, por su propia novedad, por su inexistencia anterior, infringen la norma identitaria. 
Esta es una de las causas por las que el nacionalismo, aunque se vista de revolucionario, es tradicionalista por naturaleza. Quizá su principal razón de ser no sea el ejercicio público del supremacismo, como le reprochan sus opositores, sino la circunstancia de que no puede subsistir sin limitar la creatividad de los ciudadanos. Ningún otro movimiento social de cierta relevancia a estas alturas de la Historia impone la aceptación sentimental de formas folclóricas autóctonas para el progreso de su causa. El siguiente paso es proclamar que las señas identitarias están en peligro. Las costumbres, el idioma, la religión, los fueros, en fin, lo antiguo y lo de siempre y las raíces y nuestra cara típica y nuestra alma doméstica van a desaparecer. ¿Cuándo? Ahora, en cualquier momento. Los atacantes, también llamados enemigos, son muchos y fuertes. Sus nombres cambian de unos países a otros; pero en todos los casos coinciden en representar la presencia del elemento invasor, llámese globalización, Estado centralista, llegada masiva de emigrantes, internet. Si tanto empeño tenemos en sostener una identidad como quien lleva un cirio en la procesión, quizá la pregunta que mejor nos puede poner en nuestro sitio no sea de dónde procedemos, sino adónde vamos, a la cual, por cierto, ya respondió Jorge Manrique en el siglo XV con ocasión de la muerte de su padre. Vamos a la mar, que es el morir, donde no ha de perdurar nada, absolutamente nada, de lo que somos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt