viernes, 12 de enero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Origen, identidad, tribu. [Publicada el 11/01/2018]












Sí, de nuevo un artículo del escritor Fernando Aramburu. Y van dos seguidos, lo que no es habitual en mí, pero que quieren ustedes..., me encanta lo que escribe este hombre. 
Y usted, ¿de dónde es?, preguntaba al lector Aramburu, amablemente, como el que no quiere molestar, hace unos días en El Mundo. Ya puede uno emprender toda clase de ejercicios mentales, adoptar costumbres nuevas, aprender idiomas; ya puede uno viajar a países lejanos e incluso instalarse quizá para siempre en uno de ellos, que la sombra de la tribu original lo perseguirá hasta dondequiera que se esconda. Y cuando crea que la ha perdido de vista, vendrá un nativo curioso y se la recordará, si no es que se la hacen presente en cualquier esquina del día los susurros de su propia nostalgia. 
Apretado por la penuria, César Vallejo evocaba en París, pidiendo perdón por la tristeza, su burro peruano en el Perú. Y yo he visto a gallegos llorosos en una ciudad alemana de provincias viendo a sus hijos bailar muñeiras ataviados con el traje regional. No anduvo uno lejos de contagiarse, aunque por azares del nacimiento no perteneciese a la estirpe gallega. Pertenecer, ser admitido: por tales veredas transitan, ya en fila india, ya en confuso escuadrón, las almas, la melancolía y las obsesiones. Yo no sé si el ser humano es tan sociable como lo pintan, a menos, claro está, que no tenga más remedio o le convenga; pero me va viniendo la certeza de que es por naturaleza gregario, propenso a integrarse en clanes y vecindades, en clubes y asociaciones. Construirse a partir de impulsos grupales una identidad es un asunto a primera vista privado y, por supuesto, legítimo. Allá cada cual con la olla podrida de sus sentimientos. Se dijera que contenemos un hueco entre el esternón y el espinazo, y también, pobres guiñapos pasajeros, que no acertamos a mantenernos erguidos si no atiborramos el hueco de imágenes y recuerdos, hábitos y convicciones, folclore y banderas. Algunos van más allá de su estatura, fundiéndose en señas identitarias selectas, y dan de lleno en el nacionalismo; el cual, como la religión, es una cuestión de fe que les aclara la complejidad del universo en menos de dos minutos. Yo no he conocido gente que dude menos. 
He andado preguntando por las revueltas de la vida y parece que sí, que según todos los indicios es connatural a la especie humana el apego al paisaje de los afectos. Me han dicho que para ello es condición sine qua non que existan el referido paisaje y los referidos afectos; también, de ser posible, algo que llevarse a la boca de los recuerdos entrañables, porque, si no, despídete. Y es verdad que cuando uno incurre en esa variante del autoelogio que consiste en ensalzar la patria, rara vez focaliza sus emociones en los vertederos municipales ni seguramente en el suburbio donde se drogaba su hermano o mataron a su padre. Así y todo, se conoce que la constitución genética del organismo humano prevé una cantidad elemental de orgullo patriótico. Se trata del patriotismo en su acepción más amable, el cual vincula al individuo en forma positiva con los escenarios de la infancia y, adicionalmente, con el cementerio donde reposan sus ancestros. 
Se debatía semanas atrás en Italia una ley que estipula la concesión de la nacionalidad italiana a los hijos de inmigrantes y refugiados nacidos en suelo italiano, y hay quienes desde la responsabilidad política se oponen con uñas y dientes al proyecto. ¿No es cruel condenar a la condición de extranjero a un ser humano sin pasado, vetándole por vía administrativa la posibilidad de un nexo identificativo con lo primero que vean sus ojos al salir de la cavidad materna? 
Pero a lo que iba. Hay un punto como de agradable retorno al calor uterino cuando uno rememora el lugar tan susceptible de idealización donde dio sus primeros pasos, aprendió los números y las letras, besó y fue besado por vez primera con gusto erótico. A mí me parece humana por demás la sensación tranquila de lo propio y familiar, que a nadie hace daño, que no se empina políticamente contra nadie, y que, combinada con la conciencia de la pérdida, ha dado en tantas partes del mundo excelente literatura. Me reaviva dicha sensación el sonido fresco del chorro de sidra al romperse contra el fondo del vaso. Una determinada música, el olor del pan reciente, los triunfos del equipo de fútbol de mi ciudad natal, me alegran la tarde. Y cuánto me complace detenerme un instante a contemplar fachadas antiguas en las cuales me hago el ánimo de que se quedaron adheridos fragmentos de aquel que fui. Y si además llueve con suave y grata tristeza, entonces ya no hay duda de que estamos juntos, bajo el paraguas, todos los que fuimos, del mismo modo que, andando por las calles de París, César Vallejo se topaba de repente, a la vuelta de la esquina, con su burro peruano. 
Ahora bien, todo este mobiliario más o menos cultural que lleva uno por dentro e incluso marcado en la cara pierde vigor creativo tan pronto como se resume en una bandera o en cualquier otro símbolo de efectos aglutinantes. Quiero decir que, cuanto mayor y más fértil es la inventiva del hombre, más pequeña es la necesidad de definirse a sí mismo mediante la fijación de unas señas de identidad colectivas. François Jullien (La identidad cultural no existe, Taurus, 2017) cuestiona la ilusión de poseer una cultura. Postula, por más productivo, el procedimiento de hacer de la herencia cultural un recurso para la creación de obras, objetos, ideas, que, por su propia novedad, por su inexistencia anterior, infringen la norma identitaria. 
Esta es una de las causas por las que el nacionalismo, aunque se vista de revolucionario, es tradicionalista por naturaleza. Quizá su principal razón de ser no sea el ejercicio público del supremacismo, como le reprochan sus opositores, sino la circunstancia de que no puede subsistir sin limitar la creatividad de los ciudadanos. Ningún otro movimiento social de cierta relevancia a estas alturas de la Historia impone la aceptación sentimental de formas folclóricas autóctonas para el progreso de su causa. El siguiente paso es proclamar que las señas identitarias están en peligro. Las costumbres, el idioma, la religión, los fueros, en fin, lo antiguo y lo de siempre y las raíces y nuestra cara típica y nuestra alma doméstica van a desaparecer. ¿Cuándo? Ahora, en cualquier momento. Los atacantes, también llamados enemigos, son muchos y fuertes. Sus nombres cambian de unos países a otros; pero en todos los casos coinciden en representar la presencia del elemento invasor, llámese globalización, Estado centralista, llegada masiva de emigrantes, internet. Si tanto empeño tenemos en sostener una identidad como quien lleva un cirio en la procesión, quizá la pregunta que mejor nos puede poner en nuestro sitio no sea de dónde procedemos, sino adónde vamos, a la cual, por cierto, ya respondió Jorge Manrique en el siglo XV con ocasión de la muerte de su padre. Vamos a la mar, que es el morir, donde no ha de perdurar nada, absolutamente nada, de lo que somos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












jueves, 11 de enero de 2024

Del lado correcto de la histeria

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz jueves. Hoy todo parece trascendental, que tiene un sentido oculto, dice en El País el escritor Íñigo Domínguez, y uno no quiere quedarse atrás en mostrar su perspicacia, su compromiso político, y debe elegir un bando donde se oye siempre más a los más exaltados. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












El lado correcto de la histeria
ÍÑIGO DOMÍNGUEZ
07 ENE 2024 - ​El País - harendt.blogspot.com

Querría empezar el año con una lista de prioridades, pero tengo nublado el entendimiento, he perdido la brújula de lo que es importante. Me distraigo con facilidad y si te asomas a la mayoría de los diarios digitales te entran serias dudas de que lo de Gaza sea tan importante o más que Taylor Swift. Y eso que ahí tienen que ponerle orden a las cosas, si te llega todo mezclado o ni te llega ya lo tienes clarísimo: lo más importante del día es un zasca de no sé quién o las asombrosas propiedades del ruibarbo. Vivimos en un lío de prioridades porque hoy todo parece importante, trascendental. Lo que vemos, aparentemente simple, trasciende en realidad a niveles profundísimos, todo tiene un sentido oculto decisivo. Claro, uno no quiere quedarse atrás en mostrar su perspicacia, su lucidez, su intuición, su sexto sentido, su compromiso político, su estar del lado correcto de la histeria: tenemos que elegir un bando donde se oye siempre más a los más exaltados.
El otro día la exalcaldesa de Pamplona dijo eso de que prefería fregar escaleras a pactar con Bildu. Yo creo que cualquiera entiende lo que quiere decir, por más que se pudiera decir mejor, y no le da más vueltas al asunto. Pero no sé cuánta gente salió indignada a decir que su madre o su abuela fregaba suelos. Se crean debates de las anécdotas, y en ese ayuntamiento hubiera sido más interesante escuchar las razones de unos y otros, y no, de nuevo, frases huecas o histéricas de sus protagonistas. También se muere Arévalo y le ponen a parir. ¿Hay que abrir un proceso póstumo a un señor que llevaba décadas fuera de la circulación? Sus chistes han envejecido mal, aunque yo creo que ya eran viejos cuando los contaba, pero es poco edificante ver que ante su fallecimiento se saque el bisturí para escarbar en lo reprochable y lo imperdonable. Vivimos rodeados de almas puras, obsesionadas al mismo tiempo con que nadie las pille en un paso en falso y las echen del club. Es un error creer que conocemos a alguien solo porque es conocido, deshumanizarlo al convertirlo en categoría. Basta ver, en cambio, cómo hablamos de quien conocemos realmente, con tacto, con contexto, cómo disculpamos sus defectos. Se sopesan las palabras, no somos taxativos. Y no digamos si se muere. El problema es de qué hablar (muchas semanas dejaría en blanco esta columna) cuando no hay tiempos muertos y nunca se interrumpe el cotorreo. Dejar pasar la ocasión de decir algo debe de ser dificilísimo, es una continua búsqueda del error o la ofensa.
Con estas cosas, igual que con el esperpento de Nochevieja en Ferraz, pienso: esto, antes de las redes, no habría sido noticia. Es decir, un periódico, un telediario, un programa de radio, probablemente no hubiera dado nada. O algo pequeñito. ¿Por qué? Porque había prioridades y son cosas anecdóticas. Tienes a unos pringados dando palos a un muñeco que dicen que es el presidente del Gobierno, aunque hay que creérselo, porque no se parece nada y podría ser un dependiente de El Corte Inglés. Son una panda de bárbaros y ver lanzar una cuerda sobre un semáforo para hacer una horca me pone los pelos de punta, pero ¿tenemos que pasar una semana hablando de estos energúmenos? Evidentemente todo se habría resuelto en una hora si cualquier partido serio dice que eso es una patochada miserable y no se ahorca a nadie ni en broma. Hoy nos pirran las paradojas, los tropezones, el exabrupto, lo extravagante. La información como entretenimiento y la seriedad impostada. Y algunos partidos también se desorientan.​ Íñigo Domínguez es escritor. 































[ARCHIVO DEL BLOG] Los privilegios históricos, al desván. [Publicada el 26/12/2017]










Como esto de las Constituciones tiene mucho de fe, cada cual propende a musitar su propia oración, nosotros repetimos la nuestra: intentar una reforma constitucional teniendo a un 30% de los diputados que no comparten objetivos comunes básicos, a saber la creencia en la Constitución misma (y no en inventos bolivarianos) o que simplemente abominan de la España común, es un esfuerzo valioso pero baldío, escriben en el diario El Mundo los catedráticos de Derecho Administrativo Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes. 
De acuerdo con las exigencias de mayorías establecidas en el artículo 167 de la Constitución (210 diputados), comienzan diciendo, por supuesto que podría culminarse una de esas reformas, incluso la agravada del artículo 168. Pero sería -no lo olvidemos- una reforma impuesta, dicho en términos decimonónicos, un trágala para una fracción de la representación parlamentaria, es decir, para una parte significativa de la población española. Y no olvidemos que, con esta metodología de antagonismo, se tejieron prácticamente todas las Constituciones -excepto la del 78- que en España han sido con el lamentable resultado que conocemos. Esto sin contar con el referéndum que tendríamos que padecer/vivir los españoles y donde el batiburrillo sería la ruidosa melodía de una orquesta desafinada. Dicho esto, el empeño que un grupo de destacados colegas nuestros ha culminado para ofrecer unas bases de diálogo debe ser saludado como lo que es: una muestra de valentía. Aprovechemos su esfuerzo, empero, para ofrecer nuevas apreciaciones. 
Uno de los asuntos fundamentales inevitablemente presentes en este debate es el de la transformación del actual Senado en una Cámara de representación territorial. A este respecto la pregunta ingenua que nos asalta es la siguiente: ¿para qué queremos una cámara que represente a los territorios si el Congreso de los diputados está cumpliendo ya esa función? ¿O es que no hemos visto estos días a todo un Gobierno, como el actual de España, mendigando los votos de una minoría regional que representa a una ínfima parte de la población española para intentar sacar adelante los Presupuestos que dan vida a la acción económica y al programa político de ese Gobierno? ¿O el de un diputado aislado de Asturias o de Canarias? Añadamos: quienes peinamos canas sabemos que en esta dependencia humillante han vivido todos y cada uno de los Gobiernos de España por amplias y abultadas que hayan sido las mayorías parlamentarias que los han sustentado. Para que las nieblas no oculten la memoria, procede recordar que, cuando los separatistas catalanes claman por la "falta de diálogo" con España y con su ominoso Gobierno, olvidan que no solo han estado gobernando en solitario su territorio durante decenios y extrayendo, con armas aventajadas y nocivas, pingües beneficios de comisiones y otras gabelas sino que además han estado invariablemente condicionando la acción de todos los gobiernos de La Moncloa. 
Es más: ¿hemos visto alguna vez en el Senado que los votos se agrupen por regiones o nacionalidades y no por la disciplina impuesta de manera inflexible por los partidos políticos? Y eso que los señores senadores son elegidos en listas abiertas y desbloqueadas, cada ciudadano puede hacer la combinación de nombres y partidos que desee. Un sistema éste, por cierto, que algunos ingenuos siguen calificando como admirable al reivindicar una y otra vez el desbloqueo de las listas electorales para el Congreso. Por tanto, las mudanzas en el Senado hay que hacerlas solo en el marco de la reforma de la ley electoral. Es decir, cuando consigamos que el voto de los españoles se aproxime más a ese valor constitucional de primer orden que es la igualdad. Para entendernos: en las elecciones de 2015, Izquierda Unida obtuvo más de novecientos mil votos y se le asignaron dos escaños mientras que el PNV con trescientos mil votos obtuvo una cosecha más venturosa: seis escaños. Con la tercera parte de los votos, el triple de asientos parlamentarios. Y así en todas las convocatorias electorales. ¿No es la burla demasiado burda? 
De otro lado, sorprende un poco la invocación -aunque se haga de forma medida y salvadas todas las distancias- al Bundesrat alemán, cámara que en efecto representa los intereses de los Länder pero cuyo funcionamiento real sabemos que está trufado, no por los intereses territoriales, sino por los enfrentamientos, acercamientos y distanciamientos de los partidos políticos. Cualquier gobernante alemán podría contar y no acabar con la crujía que, para su acción de gobierno, ha supuesto tener enfrente una mayoría adversa -política, no territorial- en el Bundesrat. Pero, si del Bundesrat hablamos, no olvidemos cómo se compone esta Cámara tan singular: con los representantes de los Gobiernos de los Länder, no de sus Parlamentos, por lo que quien se sienta en un escaño del Bundesrat es en rigor un alto funcionario del Gobierno, de Baviera, de Sajonia, de Renania-Palatinado, etc. Roman Herzog, que llegó a presidir el Tribunal Constitucional y la República, cuenta bien a las claras en sus Memorias la verdad cruda de este invento del federalismo alemán, porque él estuvo en su seno algunos años. Sepamos que el número de representantes de los Gobiernos regionales está en función de la población con una horquilla que va de tres (para los Länder más pequeños) a seis (para los de mayor población). Así, por ejemplo, Bremen o el Sarre tienen tres mientras que Baviera o Baden-Württemberg disponen de seis. 
Traslademos este esquema -tan citado- a nuestra carpetovetónica realidad: el País Vasco tendría los mismos representantes que Castilla y León y por supuesto menos que Andalucía, Madrid o la Comunidad Valenciana. Al plasmar por escrito estas cifras estamos ya percibiendo el clamor de alegría de los representantes del PNV y el jubiloso aurresku con que saludarían las nuevas conquistas constitucionales.
Por eso, mejor que en el Bundesrat se nos ocurre -como sugerencia a discutir y valorar- el modelo que supone el Consejo de Ministros de la Unión Europea. Un órgano colegislador en el que están representados todos los Estados miembros y que decide, con mayorías que han de formarse en función de las materias, por un porcentaje significativo de población y un número mínimo de Estados miembros. Esta invocación a un órgano de las instituciones europeas nos permite rectificar algo que también es frecuente oír: la inexistencia de colaboración de las Comunidades Autónomas en la toma de decisiones de estos Consejos de Ministros. Afirmar esto es ignorar que los consejeros de las Comunidades Autónomas españolas apoyan frecuentemente a los ministros en estas reuniones y lo hacen con absoluta naturalidad y fluidez, que los parlamentos autonómicos han de redactar unos informes sobre las iniciativas legislativas de la Comisión Europea al amparo de lo que se conoce como la aplicación del "principio de subsidiariedad" y, por último, que también es muy activa su participación en el procedimiento legislativo a través de los informes que emite el Comité de las Regiones con sede en Bruselas. Enfatizamos esta apelación al modelo europeo porque todo él es expresión de un valor clave en cualquier construcción que nos hable de Estados, de regiones o de naciones: la solidaridad entre sus miembros. Sin ella adviértase que no existirían los fondos europeos, los de cohesión, los planes de desarrollo rural, los de financiación de la investigación o la política agraria, el programa construir Europa, el fondo de adaptación a la globalización que presta apoyo a los trabajadores en sectores en crisis y que bien conocen muchos trabajadores españoles, etc...
Una reflexión con la que nos permitimos ir concluyendo: antes pues que la reforma de la Constitución, importa la reforma electoral y, como complemento de ella, la de financiación de las Comunidades Autónomas. Excluyendo ya radicalmente cualesquiera privilegios inventados sobre la base de derechos históricos u otras añagazas leguleyescas. Dicho de otra forma: ya está bien de alimentar la farsa según la cual en España conviven territorios sin historia, flacos, enclenques, territorios que parecen estar en una esquina pidiendo unas guerras y unos siglos por el amor de Dios, y territorios históricos fuertes, lustrosos, con un pasado de tantas heroicidades que bien podrían regalar algunos a los primeros como signo de caridad. La abolición de la patraña histórica sería el signo de la paz con que podríamos darnos la mano los españoles y comenzar una nueva época de fraternidad constitucional. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 10 de enero de 2024

De los juegos de guerra

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz miércoles. Los asaltantes al Capitolio no pensaban que habían venido a destruir la democracia, afirma en El País la escritora Marta Peirano. Por el contrario, habían venido a salvarla en un juego de realidad mixta llamado ‘Make America Great Again’. Por esa razón, cuando la policía días más tardes fueron a detenerlos a las puertas de sus casas, se quedaron tan sorprendidos como el que venía a "puto defender España". Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com













Juegos de guerra
MARTA PEIRANO
08 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Un aspecto del asalto al Capitolio que siempre me ha interesado es el hecho de que fue documentado por los propios asaltantes en las redes sociales en tiempo real. No es exactamente habitual que los propios criminales faciliten la documentación. El ecosistema de tecnologías que utilizaron para prepararse, movilizarse, y comunicarse durante los días que siguieron a las elecciones habría ofrecido un retrato tridimensional del movimiento antes y durante el asalto sin requerir su consentimiento o colaboración. Sus mensajes en foros, sus datos de geoposicionamiento, tarjetas de puntos en tiendas y gasolineras. Sus fotos compartidas y sus cameos bajo cámaras de vigilancia conectadas a sistemas de reconocimiento facial. Operando involuntariamente en la intersección entre una industria tecnológica fundamentalmente extractiva y un contexto sensible a la seguridad nacional, dejaron un enorme rastro de miguitas que facilitó enormemente la rápida identificación de los asaltantes. Pero los actos verdaderamente criminales son los que quedan recogidos en su propia documentación.
La multitud armada que entró en el Capitolio hace tres años con la intención de revertir por la violencia un resultado electoral dedicó buena parte del asalto a grabar vídeos, imágenes y mensajes y subirlos a la red social. Muchos transmitieron en vivo o se grabaron a sí mismos participando en actos de vandalismo, allanamiento y violencia. Lo hicieron, no porque pensaban que el asalto tendría tanto éxito que nunca serían condenados por su actuación. Se aseguraron de dejar la prueba irrefutable de su participación en la gresca porque, en su cabeza, no eran parte de una conspiración sediciosa para derrocar al Gobierno. Horas antes el entonces todavía presidente les había dicho “si no lucháis como el demonio, ya no tendréis un país”. Después les dijo: “Os queremos. Sois muy especiales”. Cuando, días más tardes, vinieron a buscarlos a la puerta de su casa, se quedaron tan sorprendidos como el que venía a putodefender España. En su cabeza no habían venido a destruir la democracia. Habían venido a salvarla en un juego de realidad mixta llamado Make America Great Again. Hasta entonces, nada parecía del todo real.
“Las personas adoptan estas identidades digitales porque son una versión más perfeccionada de sí mismas y pueden hacer cosas que no pueden hacer en el mundo real”, le dice Steve Bannon a Errol Morris en su documental American Dharma, estrenado en 2018. Es algo que había aprendido especulando en el mercado negro virtual de la industria de los videojuegos masivos online. Después habla de Pasión de los fuertes, la película de John Ford sobre el duelo de O.K. Corral y le dice “es una versión idealizada del Oeste estadounidense. Eso es lo que ofrecen estas comunidades digitales”. Por comunidades quiere decir el sistema de comentarios de su página Breitbart y la red social de la ultraderecha americana donde tres años más tarde se gestó la insurrección. Y la versión idealizada del salvaje Oeste es el juego de realidad mixta donde el racismo es patriotismo, el asesinato es justicia y la insurrección es una batalla heroica por proteger la Constitución y la libertad. Como decía J. G. Ballard, antes o después todos los juegos se vuelven serios. La pregunta es durante cuanto tiempo vamos a seguir participando en su juego, respondiendo con la misma desesperante falta de imaginación. Marta Peirano es escritora.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Propósitos de cambio para un año nuevo. [Publicada el 27/12/2018]










Las sociedades no dejan de cambiar, pero apenas como consecuencia de nuestra intención de hacerlo. Hoy, el cambio de paradigma tiene poco que ver con iniciativas de nuestra voluntad. Interpretar bien el mundo es una buena manera de cambiarlo, comenta en El País el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.
Los deseos de que con el año nuevo las cosas vayan a cambiar es un rito y no tanto una determinación de la que se siguen las consecuencias deseadas. Responden más a la resignación que a la esperanza y nos recuerdan dos hechos inexorables de la existencia humana: lo difícil que es cambiar y lo inexorable que es el cambio que acontece sin nuestra intención o permiso. Apenas podemos cambiar casi nada mientras casi todo cambia. Probablemente todo esto se deba a que interpretamos la agitación como el origen de los mayores cambios y no tenemos ningún órgano que, en periodos de calma, nos haga percibir las modificaciones latentes o de fondo. El otro gran momento ritual de cambio son las elecciones políticas. “Por el cambio” se convirtió hace tiempo en un eslogan banal tras el cual los votantes no identificamos una voluntad radicalmente transformadora sino el deseo de invertir la relación entre quienes están actualmente en el Gobierno y la oposición, una mera alternancia (que a veces no viene nada mal). Que vayan a cambiar las agendas, las prioridades, el estilo de gobierno o la cultura política es algo que depende en parte de la voluntad de los nuevos gobernantes y de que los actuales contextos permitan hacer cosas distintas, o sea, es bastante improbable.
Los deseos de cambio contrastan con nuestra experiencia, personal y colectiva, de la dificultad de cambiarse y cambiar. En el ámbito social, hay una inercia colectiva que se manifiesta como resistencia al cambio, aceleración improductiva, desorden persistente o dinámica ingobernable, que no deberíamos minusvalorar y que solo se puede modificar indirectamente, con incentivos de diverso tipo. El estancamiento es compatible con el hecho de que el sistema político sea un lugar de gran agitación y de discursos enfáticos para ponerlo todo patas arriba. Uno se ha movido mucho, ha elevado el tono, le ha llamado al orden la presidenta del Congreso, ha provocado un estancamiento más que una transformación y al final sigue gobernando la derecha… El gran problema de nuestros sistemas políticos es la inestabilidad debida a que no se realizan los cambios necesarios. ¿Alguien ha tomado nota de cuántas veces hemos exigido cambiar de modelo productivo, un pacto educativo o la reforma de la Constitución? Más que palancas, iniciativas o puntos de Arquímedes, la física social está llena de vetos, bloqueos, inflexibilidad, impedimentos y rigideces.
Al mismo tiempo, las sociedades no dejan de cambiar, pero apenas como consecuencia de nuestra intención de hacerlo. ¿Quién cambia el mundo cuando el mundo cambia? El discurso voluntarista habla de transformación pero, de hecho, lo que se produce son cambios de paradigma que tienen muy poco que ver con iniciativas de nuestra voluntad. Se trata de modificaciones de las cosas, a veces de una gran profundidad, pero que no son planificadas, dirigidas o declaradas. La imagen de un autor soberano que planifica, lidera o revoluciona, parece incompatible con el hecho de que donde actuamos también actúan otros y que aquello que deseábamos cambiar lo hace en un sentido diferente del que habíamos pretendido. No está claro qué parte del cambio del mundo es debido a nuestra voluntad y qué ha cambiado por sí mismo.
De hecho, la mayor parte de los cambios políticos han tenido su origen en un movimiento social o en una iniciativa fuera de la vida institucional de los Gobiernos y los parlamentos, dedicados a legislar sobre el pasado o a reaccionar a las crisis, casi nunca a anticiparse y gobernar para el futuro. Los partidos, esos supuestos agentes de la configuración de la voluntad política, subcontratan la elección de sus candidatos en los movimientos sociales, que condicionan sus decisiones y su agenda.
De manera discreta, imperceptible a veces, las líneas de conflicto se desplazan, nuestras interpretaciones de la realidad se desgastan, algunas convenciones dejan de tener sentido para una mayoría considerable. Ciertas maneras de actuar se transforman, de la noche a la mañana, en ridículas (basta con oír algunos discursos políticos, la representación del poder, la composición abrumadoramente masculina de los Gobiernos y parlamentos de, pongamos, treinta o cuarenta años). Las oleadas de indignación en medio de la crisis económica o las recientes denuncias contra el acoso sexual son ejemplos de que, sin saber muy bien cómo (habrá alguna explicación retrospectiva, pero no será el resultado de una iniciativa política previa), algo más o menos consentido pasa un día a ser considerado como intolerable.
El terrorismo había sido combatido desde muchas instancias, pero su final se produce cuando coinciden circunstancias que hacían que algo que ya era desde su origen una monstruosidad aparezca también como una estupidez inútil. Yo vivía en Alemania cuando cayó el muro de Berlín y recuerdo lo incapaces que éramos de explicar su hundimiento por una sola causa o quién lo había provocado; sabíamos la arbitrariedad que simbolizaba, pero tuvieron que producirse un conjunto de circunstancias que no tenían nada de intencional para que de un día para otro ese Muro resultara además un sinsentido.
¿Hemos de renunciar entonces a formular cualquier propósito de cambio? De entrada hay que saber reconocer cuándo y en qué medida son necesarios los cambios, del mismo modo que los sistemas políticos no deben desconocer que todo proyecto de transformación social tiene límites, efectos no deseados, inercias y resistencias, que las sociedades no se pueden cambiar a golpe de decreto, por voluntarismo o sin contar con amplias complicidades sociales.
Pese a todo, podemos plantearnos algunos objetivos que sólo son modestos en apariencia. Comencemos por reconocer que a veces interpretar bien el mundo es una buena manera de cambiarlo o, en cualquier caso, la condición para poder hacerlo. Y sigamos con el propósito de mejorar nuestra atención: en el espacio (examinando las capas profundas de la sociedad) y en el tiempo (mirando un poco más lejos). Lo latente y lo lejano tienen que ganar peso político frente a lo visible e inmediato.
Aunque no podamos cambiar todo lo que quisiéramos, ni en la medida en que nos parece deseable, sí está en nuestras manos trabajar para que en el futuro suceda eso improbable que no está a nuestro alcance como sujetos aislados. Quién sabe si, al describir un día la cadena causal de un cambio social, ese acto aislado (como la inmolación de Mohamed Bouazizi, aquel joven tunecino que desató la primavera árabe o la denuncia de la actriz Ashley Judd contra el acoso sexual en Hollywood), pueda ser identificado como el que desató la reacción colectiva, el que fue imitado y terminó por formar una gran cascada. Por eso estamos obligados a hacer bien aquello que nos toca. Como nunca sabemos del todo si nos quedaremos solos o seremos el comienzo de un cambio, hagamos bien lo que tenemos que hacer por si acaso alguien culmina lo que empezamos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt