miércoles, 10 de enero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Propósitos de cambio para un año nuevo. [Publicada el 27/12/2018]










Las sociedades no dejan de cambiar, pero apenas como consecuencia de nuestra intención de hacerlo. Hoy, el cambio de paradigma tiene poco que ver con iniciativas de nuestra voluntad. Interpretar bien el mundo es una buena manera de cambiarlo, comenta en El País el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.
Los deseos de que con el año nuevo las cosas vayan a cambiar es un rito y no tanto una determinación de la que se siguen las consecuencias deseadas. Responden más a la resignación que a la esperanza y nos recuerdan dos hechos inexorables de la existencia humana: lo difícil que es cambiar y lo inexorable que es el cambio que acontece sin nuestra intención o permiso. Apenas podemos cambiar casi nada mientras casi todo cambia. Probablemente todo esto se deba a que interpretamos la agitación como el origen de los mayores cambios y no tenemos ningún órgano que, en periodos de calma, nos haga percibir las modificaciones latentes o de fondo. El otro gran momento ritual de cambio son las elecciones políticas. “Por el cambio” se convirtió hace tiempo en un eslogan banal tras el cual los votantes no identificamos una voluntad radicalmente transformadora sino el deseo de invertir la relación entre quienes están actualmente en el Gobierno y la oposición, una mera alternancia (que a veces no viene nada mal). Que vayan a cambiar las agendas, las prioridades, el estilo de gobierno o la cultura política es algo que depende en parte de la voluntad de los nuevos gobernantes y de que los actuales contextos permitan hacer cosas distintas, o sea, es bastante improbable.
Los deseos de cambio contrastan con nuestra experiencia, personal y colectiva, de la dificultad de cambiarse y cambiar. En el ámbito social, hay una inercia colectiva que se manifiesta como resistencia al cambio, aceleración improductiva, desorden persistente o dinámica ingobernable, que no deberíamos minusvalorar y que solo se puede modificar indirectamente, con incentivos de diverso tipo. El estancamiento es compatible con el hecho de que el sistema político sea un lugar de gran agitación y de discursos enfáticos para ponerlo todo patas arriba. Uno se ha movido mucho, ha elevado el tono, le ha llamado al orden la presidenta del Congreso, ha provocado un estancamiento más que una transformación y al final sigue gobernando la derecha… El gran problema de nuestros sistemas políticos es la inestabilidad debida a que no se realizan los cambios necesarios. ¿Alguien ha tomado nota de cuántas veces hemos exigido cambiar de modelo productivo, un pacto educativo o la reforma de la Constitución? Más que palancas, iniciativas o puntos de Arquímedes, la física social está llena de vetos, bloqueos, inflexibilidad, impedimentos y rigideces.
Al mismo tiempo, las sociedades no dejan de cambiar, pero apenas como consecuencia de nuestra intención de hacerlo. ¿Quién cambia el mundo cuando el mundo cambia? El discurso voluntarista habla de transformación pero, de hecho, lo que se produce son cambios de paradigma que tienen muy poco que ver con iniciativas de nuestra voluntad. Se trata de modificaciones de las cosas, a veces de una gran profundidad, pero que no son planificadas, dirigidas o declaradas. La imagen de un autor soberano que planifica, lidera o revoluciona, parece incompatible con el hecho de que donde actuamos también actúan otros y que aquello que deseábamos cambiar lo hace en un sentido diferente del que habíamos pretendido. No está claro qué parte del cambio del mundo es debido a nuestra voluntad y qué ha cambiado por sí mismo.
De hecho, la mayor parte de los cambios políticos han tenido su origen en un movimiento social o en una iniciativa fuera de la vida institucional de los Gobiernos y los parlamentos, dedicados a legislar sobre el pasado o a reaccionar a las crisis, casi nunca a anticiparse y gobernar para el futuro. Los partidos, esos supuestos agentes de la configuración de la voluntad política, subcontratan la elección de sus candidatos en los movimientos sociales, que condicionan sus decisiones y su agenda.
De manera discreta, imperceptible a veces, las líneas de conflicto se desplazan, nuestras interpretaciones de la realidad se desgastan, algunas convenciones dejan de tener sentido para una mayoría considerable. Ciertas maneras de actuar se transforman, de la noche a la mañana, en ridículas (basta con oír algunos discursos políticos, la representación del poder, la composición abrumadoramente masculina de los Gobiernos y parlamentos de, pongamos, treinta o cuarenta años). Las oleadas de indignación en medio de la crisis económica o las recientes denuncias contra el acoso sexual son ejemplos de que, sin saber muy bien cómo (habrá alguna explicación retrospectiva, pero no será el resultado de una iniciativa política previa), algo más o menos consentido pasa un día a ser considerado como intolerable.
El terrorismo había sido combatido desde muchas instancias, pero su final se produce cuando coinciden circunstancias que hacían que algo que ya era desde su origen una monstruosidad aparezca también como una estupidez inútil. Yo vivía en Alemania cuando cayó el muro de Berlín y recuerdo lo incapaces que éramos de explicar su hundimiento por una sola causa o quién lo había provocado; sabíamos la arbitrariedad que simbolizaba, pero tuvieron que producirse un conjunto de circunstancias que no tenían nada de intencional para que de un día para otro ese Muro resultara además un sinsentido.
¿Hemos de renunciar entonces a formular cualquier propósito de cambio? De entrada hay que saber reconocer cuándo y en qué medida son necesarios los cambios, del mismo modo que los sistemas políticos no deben desconocer que todo proyecto de transformación social tiene límites, efectos no deseados, inercias y resistencias, que las sociedades no se pueden cambiar a golpe de decreto, por voluntarismo o sin contar con amplias complicidades sociales.
Pese a todo, podemos plantearnos algunos objetivos que sólo son modestos en apariencia. Comencemos por reconocer que a veces interpretar bien el mundo es una buena manera de cambiarlo o, en cualquier caso, la condición para poder hacerlo. Y sigamos con el propósito de mejorar nuestra atención: en el espacio (examinando las capas profundas de la sociedad) y en el tiempo (mirando un poco más lejos). Lo latente y lo lejano tienen que ganar peso político frente a lo visible e inmediato.
Aunque no podamos cambiar todo lo que quisiéramos, ni en la medida en que nos parece deseable, sí está en nuestras manos trabajar para que en el futuro suceda eso improbable que no está a nuestro alcance como sujetos aislados. Quién sabe si, al describir un día la cadena causal de un cambio social, ese acto aislado (como la inmolación de Mohamed Bouazizi, aquel joven tunecino que desató la primavera árabe o la denuncia de la actriz Ashley Judd contra el acoso sexual en Hollywood), pueda ser identificado como el que desató la reacción colectiva, el que fue imitado y terminó por formar una gran cascada. Por eso estamos obligados a hacer bien aquello que nos toca. Como nunca sabemos del todo si nos quedaremos solos o seremos el comienzo de un cambio, hagamos bien lo que tenemos que hacer por si acaso alguien culmina lo que empezamos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













martes, 9 de enero de 2024

Del secreto de la normalidad





 


Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz martes. Cada época ha tenido sus proveedores de normalidad, en función de los excesos que fuera preciso normalizar, comenta en El País el escritor Juan José Millás; hoy lo hacen las pantallas en general, que cuando enciendes la tele o escribes un tuit, normalizan el caos, la desigualdad o la salvajada que sea preciso en ese instante. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com










El secreto
JUAN JOSÉ MILLÁS
05 ENE 2024 - ​El País - harendt.blogspot.com

Están los hospitales llenos, pero la vida, en las calles, discurre tranquila. El carnicero perdió a su madre el lunes, pero el jueves volvía a despachar, como si no le hubiera sucedido nada. Mi vecino se divorció el año pasado, perdió la custodia del niño y sufrió mucho, pero se ha repuesto del golpe y espera un hijo de otra novia. El tanatorio que queda cerca de mi barrio tiene estos días una ocupación del 100%, pero sales de allí y las aceras están llenas de gente con bolsas de la compra y de jóvenes que se besan al tiempo que caminan. Los polos se derriten; los palestinos son fumigados como moscas (o como palestinos, me temo: se deja uno arrastrar por las palabras); uno de cada tres niños, en España, está en riesgo de pobreza, etc., pero lo llevamos con naturalidad, sin aspavientos, con la soltura con la que un gran país como Rusia invade una pequeña nación como Ucrania. Hay, pese al frío, gente durmiendo en las calles o rebuscando huesos de pollo en los contenedores, en los de restos orgánicos, se entiende, no en los de vidrio, pues nos preocupa el orden, de ahí que seamos capaces de salir de un sueño atroz y disfrutar, tras pasar por la ducha, de un desayuno rico en cereales.
Un amigo me explica que los seres humanos poseemos el secreto de la vida, que no es otro que el de la normalidad. Cada época, desde el principio de los tiempos, ha tenido sus proveedores de normalidad, en función de los excesos que fuera preciso normalizar. Las normalizadoras más eficaces del momento son las pantallas en general, que normalizan 24 horas al día, siete días a la semana, los 365 días del año, como los altos hornos. Cuando enciendes la tele o escribes un tuit, se normaliza el caos, se normaliza la desigualdad o la salvajada que sea preciso normalizar en ese instante. Todo en orden.​ Juan José Millás es escritor.

































 





[ARCHIVO DEL BLOG] Un año menos para el fin del mundo. [Publicada el 09/01/2018]











Sí, el planeta se está calentando, señala en El País el profesor Javier Sampedro, científico y periodista español, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid. Y sí, pese a que hay algunos científicos discrepantes, la mayoría de ellos coincide en que una de las causas es la actividad humana, que ya ha provocado un aumento de 1˚C en la temperatura media desde la década de 1870, cuando la actividad industrial empezó a emitir cantidades sustanciales de CO2 y otros gases de efecto invernadero a la atmósfera. Un grado puede parecer una minucia, pero no lo es en absoluto: un grado más causaría, según la mayoría de los climatólogos, una elevación catastrófica del nivel del mar y un aumento del número y la intensidad de supertormentas, inundaciones e incendios como los que ya estamos empezando a ver. El año que acaba significa que tenemos un año menos para prevenir el desastre. Ha empezado la cuenta atrás.
Las noticias que nos deja 2017, sigue diciendo, son pésimas. Tras unos años en los que las emisiones se habían estabilizado, 2017 acabará probablemente con un incremento neto del 2%. Si ya la estabilización era un resultado insuficiente por cualquier criterio que se considere —el CO2 que ya hemos emitido persistirá miles de años en la atmósfera—, un aumento del 2% puede considerarse un fracaso de la política internacional y un mal augurio para las imprescindibles acciones nacionales y locales que deben adoptarse ya mismo. Las cifras son un desastre.
El Acuerdo de París de hace dos años comprometía a casi todos los países del mundo a tomar las medidas necesarias para mantener la temperatura media del planeta “muy por debajo” de 2˚C más que en tiempos preindustriales (recordemos que ya hemos consumido la mitad de ese margen). El cuidadosamente laxo “muy por debajo” se suele interpretar como 1,5˚C, lo que nos dejaría un margen de solo medio grado. La ONU publicó en octubre su informe anual de “desfase de emisiones” (emissions gap), que calcula la diferencia entre el recorte de emisiones deseado (para cumplir los objetivos de París) y el logrado en la realidad. Según los informes presentados por 64 de los 160 países firmantes, esos recortes de emisiones son solo de un tercio de lo necesario.
Con esos números, las proyecciones predicen para 2100 un incremento de 3˚C sobre la temperatura preindustrial. Si ya dos grados supondrían un desastre, tres grados auguran un Armagedón. Mantener las tendencias actuales no es una opción, salvo que la especie humana haya enloquecido y decidido un suicidio colectivo. ¿Qué perspectivas tenemos de recuperar la cordura en el nuevo año que empieza mañana?
En materia de climatología, la noticia política del año ha sido sin duda la retirada del Acuerdo de París decidida en junio por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Estados Unidos es el segundo emisor global, después de China, y el desaliento generalizado que ha producido esa noticia no puede estar más justificado. Sin embargo, las cosas no son tan simples como parecen y hay margen para la esperanza.
Resulta paradójico, por ejemplo, que Estados Unidos no solo mantuviera su delegación oficial en la conferencia de las partes (COP, en sus siglas inglesas) celebrada en Bonn el mes pasado, sino que además enviara una segunda delegación oficiosa de notorio activismo ambientalista. Esta segunda delegación instaló su propia carpa y organizó conferencias de notables ambientalistas norteamericanos, como el gobernador de California Jerry Brown (demócrata), el antiguo candidato presidencial Al Gore (también demócrata) y Michael Bloomberg, exalcalde republicano de Nueva York.
También juegan a favor del planeta los dilatados plazos de la retirada estadounidense de los pactos. Pese a la decisión de Trump, el país sigue legalmente comprometido por los acuerdos firmados por su predecesor, Barak Obama, y lo seguirá estando hasta los próximos comicios presidenciales. Es posible, por tanto, que Trump pierda esas elecciones y que su sucesor revierta su decisión justo a tiempo. Incluso si la Administración de Trump incumple el próximo año su compromiso de informar a la ONU sobre sus emisiones, como desea Trump, la ONU aceptará los informes que le presenten los citados Brown y Bloomberg, según The Economist. Problemas para Trump, alivios para el mundo.
Pese a todo, el inquilino de la Casa Blanca puede hacer mucho daño a los acuerdos internacionales, y seguramente lo hará. Solo con incumplir su aportación financiera al Fondo Verde del Clima (GCF, en sus siglas inglesas), de la ONU, desestabilizará una pieza fundamental del panorama internacional. Ese fondo de Naciones Unidas nació con la intención de transferir 100.000 millones de dólares anuales a los países en desarrollo a partir de 2020, para apoyar su transición a las energías limpias, incluidas unas prácticas agrícolas más sostenibles que las actuales. Este plan es fundamental, porque esos países han condicionado su apuesta por la transición verde a la recepción de las ayudas. Los 100.000 millones parecen ahora inalcanzables, en parte por el impago de Washington.
Las actitudes frente al cambio climático se han convertido ya en un laboratorio político, social y psicológico de primer orden. Un primer aspecto es el geoestratégico: ahora que Estados Unidos se ha retirado de la racionalidad científica, ¿quién puede servir como locomotora del cambio? Lo ideal sería que fuera China, el primer emisor global. Y, exactamente al contrario que en Estados Unidos, los pronunciamientos políticos son allí muy alentadores. En el Congreso del Partido Comunista de octubre, Xi Jinping se llenó la boca de proclamas ambientalistas, como que China iba a “tomar la antorcha” en la lucha contra el calentamiento global y otros epítomes discursivos.
Pero los datos no se avienen. Aunque Pekín, en efecto, ha desmantelado algunas plantas de carbón —tal vez las más contaminantes de las existentes—, parece haberlo hecho más por razones de imagen que por una planificación sostenible, pues en muchos lugares aún no las han sustituido por las alternativas de gas o electricidad que prometió. En los meses más fríos del año, este tipo de estrategias roza lo inmoral. En cualquier caso, la adopción del gas y la electricidad, si llega, no resuelve el problema de fondo: el gas emite, y la electricidad también si se obtiene quemando carbón u otros combustibles fósiles. Las energías tienen que ser limpias desde su misma producción, no sólo durante su consumo.
Este es el mismo problema, por cierto, que se da con los coches eléctricos, de los que China promete ser el mayor consumidor del mundo en los próximos años, y Alemania, su mayor exportador. También en Occidente, cada vez más gente se rasca los bolsillos para adquirir un coche híbrido (eléctrico en ciudad, más bien de gasolina en trayectos largos) o puramente eléctrico. La firma Tesla, fundada por el entusiasta magnate sudafricano Elon Musk para diseñar nuevos coches eléctricos más eficaces, ya cotiza en Bolsa más que General Motors, pese a que sus ventas son todavía muy inferiores a las del gigante americano. Eso quiere decir que los grandes inversores están apostando fuerte por el coche eléctrico.
Pero de nuevo, y aunque es cierto que los coches eléctricos mejorarán mucho la calidad del aire en las grandes ciudades, su beneficio para el clima global dependerá de la fuente de energía primaria que alimenta los enchufes donde se recargan. Si la electricidad que llega a esos enchufes proviene de quemar carbón u otro combustible fósil, como suele ser el caso, solo estaremos exportando las emisiones de las ciudades al campo. Y al mundo, en último término.
El impulso político a las energías renovables es insuficiente, cuando no ausente o hasta contraproducente. En España, por ejemplo, hemos oído muchas veces las razones macroeconómicas para abandonar las iniciativas en pro de la instalación de placas fotovoltaicas en los tejados privados. Pero el caso es que la gente que apostó por esa instalación limpia y renovable se quedó con cara de tonta cuando eso ocurrió y tiene ahora un comprensible cabreo. Los científicos dicen que el poder político infravaloró el potencial de la energía solar. Pero el caso es que nadie parece dispuesto a reparar esa anomalía.
Otro ángulo interesante del cambio climático es la frontera psicológica entre la ética y la pragmática, entre lo importante y lo urgente. Si mandas a los encuestadores a la calle, sabrás pronto que la mayoría de la población está a favor del medio ambiente y en contra de la contaminación. Si en vez de eso te fías de los datos, verás que muchos de esos mismos encuestados conducen sus todoterrenos por el centro de la ciudad y ponen el termostato de casa a 27˚C para poder estar en camiseta de tirantes de canalé en pleno enero. Un dato vale más que mil sondeos de opinión.
Todo esto no hace más que enfatizar la importancia de la ciencia y la innovación tecnológica. Más allá de las cumbres internacionales y las prohibiciones chinas, de las encuestas engañosas y las políticas energéticas, el mundo necesita perentoriamente mejorar su conocimiento de las fuentes de energía y su capacidad para aprovechar la que nos llega del Sol, ya sea en forma de radiación electromagnética, de viento (pues las masas de aire caliente y frío que lo causan se deben al Sol) o de saltos de agua (pues es el Sol quien evapora el agua del mar y la lleva a los nacimientos de los ríos).
También van a ser relevantes las actitudes hacia la energía nuclear. Los accidentes nucleares tienen un enorme impacto informativo, y las actuales centrales de fisión (que rompen átomos muy grandes, como el plutonio y el uranio) generan unos residuos radiactivos de larguísima duración que suponen una hipoteca para las generaciones futuras. Pero si nos creemos de verdad que el cambio climático es un problema no solo importante, sino también urgente, habrá que reflexionar seriamente sobre si nos interesa ahora mismo su desmantelamiento. Porque la energía nuclear no emite gases de efecto invernadero. Un buen dilema para los ambientalistas.
Hay otro tipo de energía nuclear que resultará ideal si los científicos logran domesticarla. Es la energía de fusión, donde dos átomos de hidrógeno (los más pequeños de la tabla periódica) se reúnen para formar uno de helio (el segundo más pequeño). El proyecto europeo ITER está muy avanzado en sus investigaciones sobre esta fuente energética ideal —ni emite CO2 ni genera residuos radiactivos de larga duración— que es exactamente el proceso físico que hace brillar al Sol. Tiene gracia que nuestro futuro energético tenga solo dos salidas: o aprovechar la luz del Sol, o crear un pequeño sol en este planeta humilde.
Hay muchas esperanzas puestas en el presidente francés, Emmanuel Macron, que es todo lo contrario de un climaescéptico y ha creado un Ministerio de Transición Ecológica e Inclusiva, en una cima de grandeur prosopopéyica difícil de superar en estos tiempos convulsos. También las ha habido en Angela Merkel, pero sus nuevos socios de Gobierno pueden ser tan impredecibles como Donald Trump. La colaboración entre Europa y China parece más necesaria que nunca. Entretanto, el termómetro sigue subiendo. Como dijo el clásico: es el tiempo de los héroes, miremos a las estrellas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






 






lunes, 8 de enero de 2024

Del adiós a la clase media

 




Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz lunes. La izquierda no habla de cómo recuperar a la clase media o arreglar el ascensor social en el que sus votantes siguen confiando, escribe en El País la politóloga Estefanía Molina, y eso es porque su visión bebe mucho de esa idea de que ya solo queda un Estado asistencial que dé cobijo en las crisis mediante la revalorización de las pensiones o la inyección de ciertas ayudas, tratando de limar la precariedad o la pobreza, sin ofrecer un proyecto ambicioso más allá. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com










El drama no es solo un sueldo escaso
ESTEFANÍA MOLINA
04 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Un amigo de 34 años quiere irse de Madrid porque sobrevive “con 1.500 euros al mes”. Se ha vuelto un sueldo que se queda muy corto para una persona sola en una gran ciudad, véase Barcelona, donde el alquiler medio se disparó recientemente a 1.200 euros mensuales. Sin embargo, su salario está por encima de lo común en España, y si vuelve al pueblo no encontrará trabajo de lo suyo. Es el estado de nuestro ascensor social: no solo ha reventado para una mayoría, sino que muchos chavales con estudios superiores tampoco lograrán ya nunca ser aquella clase media, hoy tan depauperada.
Sin embargo, nos deleitamos con relatos nostálgicos de superación. Muchos han alabado al ministro de Economía, Carlos Cuerpo, por su historia familiar: de un abuelo que trabajaba en la mina a todo un doctor en su disciplina, que entró un cuerpo de élite de funcionarios del Estado y cobra un merecido sueldo en la actualidad. Otros han defendido la dignidad de las mujeres que fregaron escaleras porque gracias a ellas sus hijos pudieron ir a la universidad. El drama, lo que nadie señala, es que esos casos de éxito no tienen por qué traducirse hoy en un nivel de vida mejor, debido a los bajos salarios en España y la pérdida de poder adquisitivo en la última década.
Asistimos al deslizamiento a la baja de la clase media en la cara de la juventud actual. Está claro que nunca será lo mismo tener estudios que no tenerlos o dedicarse a unos sectores de más valor añadido que a otros. El salario medio entre 25 y 34 años asciende hoy a 22.206 euros brutos al año, según el INE, lo que en muchos lugares da para emanciparse solo si uno tiene pareja, comparte piso, o recibe ayuda de sus padres, justo en esa edad en la que debería formar familia o emprender un proyecto personal. En conjunto, quienes tienen estudios superiores cobran de media 31.773 euros brutos al año. En definitiva, son sueldos superiores a los de la mayoría de ciudadanos, pero cabe preguntarse si son sueldazos, o incluso si resultan suficientes para la vida actual, pese a haber tenido más oportunidades que sus mayores.
Tanto es así, que hubo un estallido en las redes cuando un dirigente del Partido Popular afirmó que las rentas medias y bajas cobran “entre 30.000 y 60.000 euros al mes”. Muchos usuarios le dieron la razón. Que la mitad de los ciudadanos españoles tuviesen en 2021 una renta de 20.500 euros anuales o que 25.540,8 euros brutos fuera el salario medio en 2022 no quiere decir que formen la clase media. Por clase media uno solía entender la autonomía y la capacidad económica para desarrollar el proyecto personal elegido —en solitario o en familia— y darse algún pequeño capricho, o incluso ahorrar, algo a lo que hoy no puede llegar una mayoría. Que solo un 3% de ciudadanos ingresen en España más de 60.000 euros al año no quiere decir que sean ricos per se. De lo que esas cifras hablan, lamentablemente, es de una mayoría de profesionales que no los cobran, pese a tener brillantes currículos, estudios e idiomas.
Y la foto amaga con ir a peor. En una o dos generaciones, cada vez menos jóvenes disfrutarán de los paliativos del cojín familiar. Si un buen número de jóvenes logran aún atenuar su precariedad es gracias a las pensiones de sus abuelos, o las propiedades y el patrimonio que les legan sus padres. Pero pronto habrá muchos menos mileniales o centeniales propietarios, debido a su incapacidad para ahorrar o ser independientes con su propio sueldo. La vivienda será para los eventuales hijos de esas generaciones un flagrante separador de clase, si no lo es ya, porque muchos ya no tendrán nada a heredar, dependiendo de su renta anual, atrapados en un bucle de pobreza o desigualdad.
El caso es que el progresismo está sensibilizado con la precariedad, pero tampoco ofrece un horizonte mejor a largo plazo. Da la impresión de que se ha asumido la implosión del ascensor social de forma irreversible, conformándose ya solo con que la gente no caiga en la absoluta pobreza. El discurso actual de la izquierda gobernante pivota sobre cuestiones esenciales como el salario mínimo o el apoyo a las clases más vulnerables, pero raramente se habla de cómo recuperar a la clase media. Su visión bebe mucho del determinismo posterior al 15-M, de esa idea de que ya solo queda un Estado asistencial que dé cobijo en las crisis mediante la revalorización de las pensiones o la inyección de ciertas ayudas, tratando de limar la precariedad o la pobreza, sin ofrecer un proyecto ambicioso más allá. Y es que tener un trabajo no resulta hoy garantía de una vida suficiente, por mucho que celebremos los datos de crecimiento del empleo.
Tampoco es que la derecha tenga un programa más esperanzador. Si su buque insignia es Isabel Díaz Ayuso, solo se puede esperar un negacionismo de la pobreza que afirma que hablar de justicia social solo sirve a la confrontación, o bien, comulgar con el fomento de la desigualdad mediante regresivas bajadas de impuestos. Ese mismo PP que ahora alude a las clases medias tampoco impidió su hundimiento durante la crisis de austeridad. Si la alternativa es Vox, su palmarés pasa por llamar cobradores de “paguitas” a los ciudadanos que han caído en la vulnerabilidad o fomentar la desprotección del trabajador. Sin embargo, muchos ciudadanos aún compran la pulsión liberal en Europa porque prefieren entregar su vida a la ilusión de un futuro incierto que asumir la certeza de la precariedad estructural.
Aunque el problema podría ser mucho peor: que más jóvenes decidan emigrar, como está pasando ya. Un informe del BBVA cifra en 154.800 millones de euros el valor del capital humano perdido en España en 2022, debido a la emigración a otros países de personas en edad de trabajar, un 40% más que en 2019, el año anterior a la pandemia. Cada vez que uno de mis amigos me pregunta si vuelven a España desde Copenhague, Londres o Berlín le sugiero que no: cobran mejor allí donde están y concilian más. Aunque el drama siempre puede ser peor: que pese a recibir un sueldo “privilegiado” en España, uno tuviera que sobrevivir o la política no ofreciera alternativas al regreso de la clase media —si es que no está pasando ya—. Estefanía Molina es politóloga.