martes, 12 de diciembre de 2023

De la duración del pasado

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura para hoy, del historiador Juan Sisinio Pérez Garzón, va de la duración del pasado. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










¿Hasta cuándo dura el pasado?
JUAN SISINIO PÉREZ GARZON
04 DIC 2023 - ​El País - harendt.blogspot.com

Rafael del Riego, maniatado sobre una estera, llegó arrastrado por un burro hasta el patíbulo instalado en la plaza de la Cebada, la del mercado más céntrico de Madrid. Fue ahorcado y, al menos, no se cumplió la orden de descuartizar y exhibir trozos de su cadáver por los lugares donde había actuado políticamente. Una placa recuerda aquella vileza: “En esta plaza murió en la horca el 7 de noviembre de 1823 el general Rafael del Riego, símbolo liberal contra el absolutismo”. Con frecuencia paso por ahí, y es vicio de historiador interrogarse de qué, cómo y a quién hablan estos lugares de memoria que son fascinantes para unos, pero quizás a muchísimos más les resultan invisibles. En el caso de Riego, ni existe en la ruta de las tropas de turistas guiadas con explicaciones repletas de bulos y cotilleos de monarcas y asimilados.
Esta plaza es hoy uno de los dos o tres centros más rebosantes de la farra gentrificada de la almendra central de Madrid. El jolgorio es constante, lógico para que haya plenitud de fiesta. Es un gozo vivir en estos barrios, aunque masificados y de enorme especulación. Quizás haya bastantes jóvenes a quienes les suene eso del “himno de Riego”. Nada más, porque la realidad es rotunda: la distancia que va de 1823 a 2023 es de ¡200 años! Igual de lejana e inexpresiva es otra placa a un metro de separación: “En esta casa nació y vivió Alonso Zamora Vicente (1916-2006), escritor, filólogo y académico”. Ambas están a una altura que cuesta leerlas. Seguro que las autoridades que las colocaron fueron de distinta ideología, y todas quedaron satisfechas.
En ambos casos la reflexión es idéntica: ¿qué utilidad tiene poner placas, incluso estatuas, en los edificios o espacios relacionados con tal o cual personaje o acontecimiento? ¿O el cambio, siempre polémico, de los nombres del callejero? ¿Se crea o refuerza así una determinada memoria colectiva o son gestos vacíos ante pasados concluidos o indiferentes? De los miles de personas, en su mayoría jóvenes, que pasan bajo tales placas ¿cuántos se percatan de su existencia y qué les pueden aportar? O, si luego quedan en una calle, ¿a cuántos les concierne en su memoria cívica que sea la calle de Dionisio Ynca Yupanqui, del general Pardiñas, de la Virgen de los Peligros o del Almendro?
Para entender tal indolencia, esto es, la incapacidad para conmoverse con el pasado, hay que rescatar la noción de “trauma” que Dominick LaCapra asignó a los acontecimientos-límite que en la historia traspasan la experiencia individual para convertirse en sentimiento colectivo. Son los que establecen un lazo con los muertos cuya “conmemoración dolorosa” desautoriza “cualquier forma de clausura conceptual o narrativa” de tales hechos. Hoy no existe trauma, por ejemplo, con la guerra civil carlista, de 1833 a 1840, la culminación más sangrienta del antagonismo entre liberales y absolutistas que había arrancado durante las Cortes de Cádiz y por el que Fernando VII envió a la horca al general Riego, por líder liberal.
Significativamente, de Riego se mantuvo una memoria conmovida y vibrante por mártir de la libertad. Por eso, la II República, en 1931, instauró como himno oficial, en lugar de la Marcha Real, la canción que identificaba a la tropa que, bajo el mando de Riego, se había pronunciado en 1820 a favor de la Constitución de Cádiz. De igual modo, hasta la década de 1930, el carlismo teocrático mantuvo una identidad irreductible. Actualmente, podrían considerarse clausurados tales pasados, pues ni el Himno de Riego suscita fervores liberales, sino más bien referencias opuestas entre los sectores que lo entonan, ciertamente minoritarios, ni el carlismo traspasa las lindes de la arqueología histórica.
Sin embargo, en España persisten dos hechos-límite que han dividido la convivencia y cuyos traumas de emoción colectiva han marcado la historia y la subsiguiente memoria posterior. El primero, la Guerra Civil de 1936 a 1939 y la posterior dictadura significan casi 80 años de conmoción no clausurada para grupos significativos de la sociedad. Por eso, la Ley de Memoria Democrática de 2022, además de solventar el derecho a la digna sepultura de las víctimas existentes en fosas comunes, se propone vertebrar una memoria democrática, alternativa a la memoria intransigente y partidista impuesta por la dictadura de Franco. Así, en los actos de recuerdo de las víctimas organizados por el Gobierno de España el 31 de octubre de 2022 y el pasado 30 de octubre, se homenajeó tanto a víctimas de la dictadura militar como de la violencia revolucionaria. Quizás no se haya resaltado suficientemente por parte del Gobierno el valor que dicho acto aporta a la convivencia democrática, porque podría ser un ejemplo para imitar en los actos cívicos, jornadas o encuentros académicos relacionados con la memoria de la Guerra Civil patrocinados por instituciones públicas.
Ahora bien, en nuestra convivencia persiste un segundo trauma, el derivado del terrorismo practicado por ETA, asunto activo sobre todo en el País Vasco, aunque resuene desmesuradamente en toda España para afianzar emociones de polarización electoral. Cabría sumar el silencio o embrollo aplicado a las víctimas de los atentados del terrorismo yihadista del 11 de marzo de 2004 en Madrid y el 17 de agosto de 2017 en Barcelona. Pareciera que estos hechos, al ser también un asunto internacional, se marginan y quizás resulten molestos tanto para unas izquierdas confusas en su relación con la cultura islámica como para las derechas que arroparon el funesto error de Aznar.
En todo caso, con leyes o sin leyes, ¿son necesarios 200 años para cicatrizar tales periodos o hechos traumáticos? Del futuro no debemos hablar los historiadores. Nos corresponde investigar y enseñar los conflictos y violentas brutalidades de los citados traumas de la España contemporánea como parte del escarpado proceso de cualquier avance democrático e integrarlos, en todo momento, dentro de una historia global de las crueldades que han marcado la historia de la humanidad. Además, en lo referido a la enseñanza de la historia de España, remarcando siempre que todas las fronteras son cambiantes y, en nuestro caso, tan recientes que de ningún modo “nuestro” pasado y “nuestra” memoria actual encajan ni con las fronteras ni con las identidades de quienes habitaron estas tierras a lo largo de tantos siglos.
También cabe aportar reflexiones para mejorar la convivencia y, en este punto, ya en 2004 un maestro de historiadores, Juan José Carreras Ares, nos planteó un desafío: “¿Por qué hablamos de memoria cuando queremos decir historia?” Sería el camino no para perfilar una determinada memoria, que siempre conlleva ingredientes emocionales, sino para profundizar y divulgar con ecuanimidad un conocimiento histórico anclado en el método propuesto por otro gran maestro, Marc Bloch, cuando, en 1943, ante la disyuntiva de “juzgar o comprender” el pasado, a pesar de sufrir la persecución y ser fusilado por luchar contra la ocupación nazi, dejó escrito (en tiempo de barbarie, no de democracia) que optaba por “comprender”. En definitiva, nos enseñó que la utilidad social de la historia consiste en “comprender” esa realidad humana que siempre es, “como la del mundo físico, enorme y abigarrada”.


































[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre la universidad, las humanidades y la filosofía en particular. [Publicada el 18/08/2016]












No soy hombre de grandes ni numerosas pasiones. Tengo alguna que otra, pequeña, inofensiva e íntima que me perdonarán no les cuente. Las públicas, también escasas, podríamos dividirlas en dos: personales (mis nietos, mi familia, mis amigas, el café, los gatos...) y académicas (la teoría política, el derecho constitucional, la historia, la literatura...). Hay alguna otra que implica una cierta frustración, como la enseñanza, y aunque no creo en las vocaciones desde la cuna y sí en las que se "hacen", la diosa Fortuna no me dio el empujoncito necesario para dedicarme a ella, pero me dejó interés y preocupación por la misma.
Sobre la enseñanza y la misión de la universidad suelo escribir a menudo en el blog, trayendo hasta él las opiniones de profesores, educadores y expertos que encuentro relevantes, y algunas veces, menos, mi propia experiencia.
¿Por qué resulta tan frustrante la búsqueda de una enseñanza de calidad en España? Respuestas las hay para todos los gustos: que la culpa es de los padres, de los propios alumnos, de los inmigrantes, de la masificación escolar, de la falta de medios humanos y materiales, del propio sistema escolar, del desbarajuste legislativo estatal y autonómico... Me gustaría leer de vez en cuando alguna autocrítica que pusiera el acento en la responsabilidad, o irresponsabilidad, de buena parte del profesorado, desde la educación infantil hasta los cursos de doctorado. Pero no abundan, no...
Recuerdo al respecto dos artículos especialmente incisivos de hace unos años. El primero, "La clase perdedora", escrito por José Luis Barbería, en el que se responsabilizaba como primera causa del fracaso escolar a la falta de formación personal y académica de los padres y a la falta de hábitos de lectura familiares. Y a más cosas, claro está. El segundo, "La Universidad tiene profesores de sobra pero mal repartidos", escrito por Susana Pérez de Pablos, que ponía de manifiesto, frente a una creencia generalizada, e interesada por parte de los propios afectados, que la universidad española presenta un exceso de profesorado muy por encima de los ratios de media de las universidades europeas y un reparto desproporcionado entre el profesorado de carreras de Letras y de Ciencias. Todo ello podría explicar -decía- el rechazo de una buena parte de ese mismo profesorado universitario al proceso de convergencia del Plan Bolonia ante la inevitable "quema" (el entrecomillado es mío) de áreas muy personales de conocimiento y de asignaturas, con todo lo que ello supone de asignación de recursos para los propios afectados, sus Departamentos de origen y la propia universidad.
Sobre la responsabilidad, o irresponsabilidad, del profesorado en la situación de la enseñanza española publicó en Revista de Libros (2009) un interesante artículo Mariano Fernández Enguita, catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca, titulado "Cuadernos de Quejas". Decía en él que el conjunto de ese profesorado (cerca de 700.000 personas en aquel momento) estaba conociendo una transformación radical de su entorno amplio (el lugar y el papel de la educación en la sociedad) e inmediato (las relaciones con alumnos y con familias), así como de su propia naturaleza (reclutamiento, condiciones de trabajo, cultura profesional), lo que hacía que se encontrara ávido de ideas, imágenes, iconos, narraciones y otras expresiones simbólicas de su identidad, sus intereses y sus inquietudes. La principal fuente de alimentación de su imaginario colectivo -comentaba- no es la literatura, sino el cine: películas como "La lengua de las mariposas", "Todo empieza hoy" o "Ser y tener", que fueron comidilla de los claustros, materia para artículos editoriales y alimento para simposios, y también para el sector editorial (y no sólo de libros de texto), al constituir los profesores un colectivo con ciertos intereses, creencias, valores y símbolos compartidos que estaban dando lugar a un nuevo género literario que podríamos llamar el "cuaderno de quejas", que era, precisamente, el título de su artículo.
Resulta desolador que un país como el nuestro, España, que ocupa el puesto número 13 en el ranking mundial por su Producto Interior Bruto, no cuente con una sola universidad entre las 100 más prestigiosas del mundo, y entre las cien siguientes solo esté la Pompeu Fabra, de Barcelona, y esta en el puesto 186.
El escritor Rafael Argullol declaraba hace un tiempo en El País, en un artículo titulado "La cultura enclaustrada", que el repliegue de la universidad sobre sí misma era una consecuencia del antintelectualísmo rampante que impera en la misma que ha renunciado a la creatividad y el riesgo, para centrarse en la publicación de "Papers" que solo se leen entre los integrantes del gremio respectivo. 
Detenerse en el análisis de las causas de esta situación sería muy complejo y escapa por completo a la intención de este comentario. No puede ser solo cuestión de dinero, aunque ello sea significativo. Un ejemplo, la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, para un total de 21.500 estudiantes (la mitad de ellos de doctorado) tiene un presupuesto de 2208 millones anuales de euros. El conjunto de todas las universidades públicas españolas, para un total de 1.561.000 estudiantes, alcanzan un presupuesto global de 8730 millones de euros. Otro problema es el incestuoso sistema (incestuoso, sí, más que endogámico) de selección del profesorado en las universidades españolas. En Estados Unidos ninguna universidad contrata como profesor a un graduado o doctorado de la misma sin experiencia académica acreditada en otra universidad distinta. No está escrito en ningún sitio, pero es algo aceptado tácitamente por todas ellas.
Sobre las "claves del fracaso de la universidad y la ciencia en España y sus posibles vías de solución", hay un libro de título homónimo (Madrid, Gadir, 2013) escrito por la profesora de Historia Económica de la UNED y exdirectora general de universidades de la comunidad autónoma madrileña Clara Eugenia Núñez. La reseña del mismo, muy crítica con algunos de los planteamientos del libro sobre financiación pública o privada de las universidades, la promoción de la competencia entre ellas por atraerse alumnos o invertir en investigaciones al servicio de intereses privados, puede leerse en el artículo titulado "Crónica de un fracaso", publicado en Revista de Libros por el catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid Julio Carabaña.
Hay un viejo aforismo latino en la Universidad de Salamanca que reza así: "Quod natura non dat, Salmantica non praestat". No hace falta ser Virgilio ni Cicerón para entenderlo: "Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo otorga". A pesar de ello, reconozco que para un joven cualquiera, eso sí, despierto y animoso, el paso por la universidad, cualquier universidad, puede resultar algo mágico.
Sobre la magia de la vida universitaria una de las personas que más y mejor ha escrito ha sido George Steiner. De él se pueden decir muchas cosas pero yo voy a señalar únicamente dos: que es uno de los más importantes intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, y que toda su obra viene caracterizada por una insaciable búsqueda de la "excelencia". Excelencia humanística, literaria, académica, y vital. No es extraño, pues, que el crítico literario Martín Schifino titulara el comentario de una de sus obras: "Los libros que nunca he escrito" (Siruela, Madrid, 2008), como "Utopías de la excelencia". 
Nacido en París, en 1929, en el seno de una familia judía austriaca emigrada a causa del nazismo, en 1940 se traslada a Estados Unidos con su familia, obteniendo su licenciatura por la Universidad de Chicago, el MA (Master of Arts) por Harvard y el doctorado por Oxford. Ha sido profesor en Princeton, en Innsbruck, en Cambridge, en Ginebra, en Oxford y en Harvard. En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
Por mi parte hará quince años que leí por vez primera su magnífico Errata: El examen de una vida (Siruela, Madrid, 1998). Un excepcional libro autobiográfico que me impresionó profundamente y al que vuelvo a menudo en busca de inspiración. Llegué a él, como en tantas otras ocasiones, a través de un artículo en Revista de Libros, en este caso, el titulado "El pensamiento como vocación", del escritor Ángel García Galiano.
De mi emocionada lectura de "Errata" recuerdo con especial intensidad los capítulos que hacen referencia a la enseñanza universitaria y a su propia experiencia académica, como alumno, primero, y como profesor después, siempre en busca de esa "excelencia" que caracteriza toda su obra. 
"Una universidad digna -dice en él- es sencillamente aquella que propicia el contacto personal con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, debería ser perfectamente visible. Cruzarse a diario en nuestro camino". Y continúa más adelante: "En la masa crítica de la comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta (…) No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, “huelen” la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío."
¡Qué envidia!... Si encuentran algún parecido entre esa "experiencia" y la de nuestras masificadas universidades actuales, será por una excepcional casualidad. No la desaprovechen, porque es difícil que se repita... Yo tuve el privilegio de estar expuesto a ese virus, y aunque como dice Steiner mi vida ha  por sendas absolutamente normales en lo personal y mediocres en lo profesional, quedé contaminado para siempre por esa aura.
Y ahora, desde hace unos días, el diario El País le viene dedicando al asunto de la misión de la universidad, de las humanidades en general y de la filosofía en particular, una serie de artículos escritos por eminentes profesores universitarios que no me resisto a subir hasta el blog. No voy a resumirlos ni comentarlos, porque ya me he extendido en exceso en esta entrada de hoy. Solo les dejo la reseña de los mismos y el enlace a las páginas de El País en que pueden leerlos. Están citados por fecha de publicación. E iré añadiendo a la entrada todos los que se publiquen sucesivamente en la serie. 
El primero de ellos está firmado por Fernando Savater y lleva el título de "¿Por qué sobra la filosofía?". Dice Savater en él que el rectorado de la Complutense prepara un plan de reorganización de sus centros que supone el cierre de la facultad donde se enseña a Platón, Kant y Nietzsche y que hace falta ofrecer una explicación que no sea solo contable. El segundo de los artículos citados, del profesor Javier Gomá se titula "La misión de la universidad: formar profesionales y ciudadanos"La filosofía es la vía privilegiada para tomar conciencia de la dignidad. Y la universidad debe formar no solo profesionales, sino ciudadanos con dignidad, dice en él. En el tercero el profesor José Luis Pardo se pregunta: "¿Hay que defender las humanidades?"Los políticos, dice en el mismo, que gestionan la enseñanza han degradado y marginado sistemáticamente la filosofía. El cuarto, titulado "La cuestión central", lo escribe el profesor José Luis Villacañas. El debate sobre la Filosofía, dice, es en realidad un cuestionamiento al modelo de gestión de la universidad pública. El quinto, con el título de "El filósofo y el pastelero", lo firma el también profesor Antonio Valdecantos. El mayor peligro, dice en él, es que la disciplina acabe convirtiéndose en un mero adorno, pero un adorno feo, deteriorado y desteñido, bastante pretencioso y desde luego muy ‘kitsch’, como los muñecos que se colocan para rematar las tartas nupciales. Y el sexto y último, de momento, está firmado por el profesor Carlos Rodríguez Estacio y se titula "Asilo para la libertad". El vacío que deja la Filosofía será llenado con más credulidad, aldeanismo, ceguera y ruido, dice en él. Les invito a entrar en los enlaces reseñados y espero haber suscitado al menos su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












lunes, 11 de diciembre de 2023

De la semántica de las palabras

 






Una mera cuestión semántica
ÁLEX GRIJELMO
10 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Las negociaciones políticas dejan a veces algunos detalles por resolver. En esos casos, a menudo aparece alguien que dice “el acuerdo está hecho, solamente faltan algunas cuestiones semánticas”, o “quedan unos flecos semánticos”, o “únicamente hay divergencias semánticas”. O tal vez los periodistas cuenten luego que los negociadores “se han enredado en cuestiones semánticas” y por eso no rematan el pacto. El término se suele pronunciar con el desdén que merecería un asunto secundario, como si la semántica no constituyera precisamente la base del lenguaje, y por tanto lo más crucial de un acuerdo.
La palabra “semántica” equivale a “estudio de los significados” (“se dedica a la semántica para mirar dentro de las palabras”); y también a “significado de una unidad lingüística” (“la semántica de esta palabra ha evolucionado”). Asimismo, sirve como adjetivo que designa algo concerniente a los significados (“tenemos un debate semántico sobre esa palabra”; es decir, estamos hablando sobre lo que se expresa con ella). El término procede del griego semantikós, que parte a su vez de sema (signo) y quiere decir “que significa”, “significativo”.
Este vocablo se ha rodeado de algunos familiares, como “semiología” y “semiótica” (ambas equivalentes con el sentido de “estudio de los signos de la vida social”). Y también… ¡“semáforo”!, voz que nos muestra asimismo elementos descifrables: sema (“signo” o “señal”) y phoros (“que lleva”). Así, el semáforo es algo que lleva una señal.
A partir de ahí, podemos analizar algunos cambios semánticos de las palabras: sus alteraciones de significado a lo largo de la historia. Por ejemplo, el término “pantalla” nombraba en el primer diccionario académico (1737) la lámina situada “en la vara de los velones o candeleros” que se pone delante de la luz para que “haga sombra y no ofenda la vista”. De las pantallas de las velas se pasó, siempre bajo el influjo de una luz, a las pantallas de las bombillas, y luego a las grandes pantallas de cine, y más tarde a la pequeña pantalla, y después a las pantallas de los ordenadores y ahora de los teléfonos. La reducción de tamaño denotada en estos últimos pasos mantiene el significante pero altera el significado.
Así pues, la semántica no es asunto menor. Trata nada menos que del sentido que muestran las palabras para una comunidad en cada contexto determinado. Por tanto, si alguien se topa con problemas semánticos en su negociación, difícilmente se pondrá de acuerdo ahí con la otra parte. Y tal circunstancia no se puede presentar como una pejiguería que se comunica con indiferencia.
Un día, tu pareja dice: “Cuando vayas al Ikea, trae dos sillas como las que compramos hace un año, que nos van a hacer falta para la comida de Navidad”. Pero tú, en vez de dos sillas, llevas dos lámparas. Y ante la justa regañina que te cae, vas y respondes: “Bueno, no hay que ponerse así. Ha sido una simple cuestión semántica”. Si alguien cree que “silla” equivale a “soporte para una o varias luces” y que por tanto no significa “asiento para una persona, con respaldo y de cuatro patas, menos cómodo que el sillón”, la comprensión mutua derivará en imposible.
Por tanto, cuando se informa de que a un pacto le faltan ciertas cuestiones semánticas se está diciendo que las partes discrepan acerca de lo que expresan algunas palabras, y no sobre la forma o el estilo.
Si los negociadores se dan cuenta antes de firmarlo, tiene arreglo. En caso contrario, la semántica preparará su venganza por haber sido menospreciada. Álex Grijelmo es escritor.













De George Steiner

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Patricio Pron, va de George Steiner. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











‘George Steiner, el huésped incómodo’, autorretrato de un sabio extraterritorial
PATRICIO PRON
02 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

George Steiner, el gran George Steiner, propuso a su amigo Nuccio Ordine en enero de 2014 que le hiciera una “entrevista póstuma”: tenía 85 años, sabía que le quedaba poco tiempo de vida y deseaba despedirse de sus amigos y de sus alumnos, así como revelar, en la medida de lo posible, algunos secretos. Se trataba, en palabras de Ordine, de “una despedida de los lectores y de la vida mediante una serie de reflexiones autobiográficas, por momentos muy profundas y emotivas”. Y esa entrevista, que EL PAÍS publicó dos días después de la muerte de Steiner, es el centro de este pequeño libro, que documenta además otros encuentros entre Ordine y el autor de La muerte de la tragedia, Después de Babel, Presencias reales y otros libros imprescindibles —son cuatro entrevistas, una de 2006, dos de 2010 y otra de 2019— e incluye agradecimientos, un índice onomástico y el largo texto introductorio que da nombre al volumen.
“Steiner ha habitado la literatura, el judaísmo y la vida en calidad de huésped incómodo”, sostiene Ordine, y agrega: “Aun teniendo profundas raíces en la comunidad que lo ha acogido, no ha podido evitar mantener una vida interior que le sirve para atestiguar, sea cual sea el caso, su alteridad, su diversidad con respecto a los valores dominantes”. Crítico literario de excepción, teórico de la literatura, amante de los clásicos, magnífico explorador de las relaciones entre las palabras y el mundo, Steiner (1929-2020) fue siempre, en sus propias palabras, un sujeto “extraterritorial”, lo que no significa indiferente: algunas de sus convicciones expresadas en estas entrevistas resuenan poderosamente en nuestros días, por ejemplo, su entusiasmo por Europa —”continúa siendo una necesidad importantísima, y, a pesar de las amenazas y de los muros que se alzan, no debemos abandonar el sueño europeo”— y su rechazo al sionismo y al Estado de Israel, una postura no poco habitual entre los judíos europeos cultos no nacionalistas que, sin embargo, estos no suelen expresar en público. El huésped incómodo permite a Steiner ajustar elegantemente algunas cuentas, hablar de la enseñanza como la experiencia más importante y enriquecedora de su vida y repasar algunas de las polémicas en las que se vio envuelto por convicciones como las anteriores, así como admitir su muy conocida irascibilidad, aclarar un malentendido en torno a su novela Pruebas, volver sobre su despido fulminante de The New Yorker tras haber colaborado semanalmente en esa revista de 1966 a 1997 y reconocer que su éxito como escritor nunca sirvió para cerrar por completo la herida que le produjo el no poder dedicarse a la ciencia.
De alguna manera, el libro es un autorretrato —mejor: un autorretrato asistido, el autorretrato de un otro— aunque uno presidido por el recato, y puramente intelectual. “Quién sabe cuántos aspectos desconocidos de su vida y su pensamiento saldrán a la luz en 2070, cuando puedan estudiarse los centenares de cartas ‘autobiográficas’ ahora selladas en el archivo del Churchill College de Cambridge”, se pregunta Ordine en ese sentido, pero el autor de La utilidad de lo inútil sabe que él nunca llegará a ver esas cartas: por azar, El huésped incómodo es el último libro que el experto italiano (1958-2023) dio a la imprenta.































[ARCHIVO DEL BLOG] Leer puede perjudicar seriamente la salud. [Publicada el 15/03/2018]












Leer mata, comienza diciendo Gumucio. Mata mucho más, al menos, de lo que puede matar el tabaco. En el origen de cada atentado terrorista, de cada guerra o guerrilla habida y por haber, es imposible no encontrar un libro. Es cierto que detrás de los más inverosímiles actos de bondad o de amor al prójimo también hay libros, a veces los mismos que originan las peores infamias. Pero el bien que los libros pueden hacer no borra el mal que a diario hacen. Ante la amplitud de los daños que provocan los lectores inadvertidos, ¿no sería necesario, como se hace con el tabaco o el alcohol, advertir al incauto de que leer puede ser peligroso? ¿No es hora de preguntarnos si no es una crueldad lanzar sin preparación alguna a miles de jóvenes a recoger todas las flores del mal, con su cortejo de suicidios de provincia y ladrones que son santos, con la sola excusa de que son clásicos inexcusables que el joven debe leer para ser una persona de bien? ¿Qué bien puede sacar de ese amasijo de libros escritos por drogadictos confesos, enfermos de sífilis y rabiosos jorobados? ¿No necesita, por ejemplo, Lolita, esta oda demencial al abuso sexual, una advertencia para ser leída con justicia? 
Si la necesita, la necesita con tanta urgencia que ya la tiene, que siempre la tuvo. En algunas ediciones, la advertencia está en la portada, en otras, en la primera página, justo, debajo del título, ahí donde dice “novela”. ¿Qué es una novela, qué significa que Lolita sea una? El tráfico en torno a la ficción, la no ficción y la autoficción nos ha hecho quizá perder la gravedad de esa advertencia tan sencilla como efectiva. Sabemos hoy que casi todo puede ser una novela, una largueza que no es una licencia irresponsable, porque es cierto que una novela es ante todo y sobre todo no una forma de escribir, sino una forma de leer. Da lo mismo que se lean bestiarios medievales, o sermones escolásticos, o informes de prisiones renacentistas. Si los leo como si fueran novelas, dejo de esperar datos precisos para buscar otra precisión: la coherencia de una voz y de un punto de vista. Esa otra precisión, el saber quién cuenta qué y por qué lo cuenta, es toda la honestidad, la responsabilidad, la moralidad que debo esperar como lector de novelas.
Lolita podría ser un informe sociológico sobre la juventud americana o el estado de las carreteras en los años cincuenta; es de alguna forma todo eso, pero eso no quita que sea ante todo y sobre todo una novela. Una novela que nos cuenta desde nada menos que la cárcel la carrera delictiva y sentimental de un tal Humbert Humbert, un delincuente que, como la mayoría de los convictos, está enamorado de su delito. Lo que leemos en Lolita es lo que el personaje ve o cree ver: su interpretación de los hechos, que muy pronto sabremos es tan equívoca como equivocada. El placer de la novela se basa justamente en que, sin dejar de creer a Humbert Humbert, no podemos dejar de ver entre las costuras del relato la otra historia, la del pobre anciano lascivo pintándole las uñas a la nínfula que lo maneja como un patético títere y el dolor de Lolita, y el engaño, y la trampa y toda esa corte de miseria que no es necesario que nadie nos subraye o explique porque al leerla la estamos viviendo.
Aquí descubrimos el maravilloso arte de Nabokov: sin que nadie desmienta a su protagonista podemos, a partir de sus palabras, contar la otra historia, la que Humbert Humbert no puede o no quiere contar. La novela es, como Lolita demuestra de forma magistral, el espacio entre lo que las palabras dicen y lo que realmente cuentan. El arte de la novela nace de la posibilidad de delatar a sus personajes sin nunca traicionarlos.
Como toda novela que se respeta, Lolita es una novela moral. Los malos pagan por sus maldades, pero los buenos no reciben recompensa, justamente porque Lolita es una novela moral y no cree que existan los buenos, y menos, mucho menos, los inocentes. Lolita es una novela moral, pero no es una novela “moralista”. Uso aquí el término “moralista”en el sentido que le daba Pier Paolo Pasolini, que llamaba moralismo a esa mala fe del burgués que quiere vivir el placer de ser escandalizado y que quiere al mismo tiempo tener el poder de castigar al que le provee ese placer. Un moralismo que es quizá la clave de la revolución ético-mediática que nos inunda. Porque una de las ventajas de la indignación posmoderna es su capacidad de darle al voyeurista, que quiere saber cómo y cuándo se acuesta el famoso, una indignación tan ardiente que puede darle un manto de bondad a sus otras calenturas.
En la moral #MeToo el perverso es siempre el otro. Pero lo cierto es que, en un templo budista, Lolita no llega a ser ni una buena ni una mala novela, porque es posible que ningún monje la termine. No lo es tampoco en los miles de pueblos de África, Asia o Latinoamérica en los que las mujeres son destinadas a los 15 años al servicio del hombre sin que nadie les pregunte su opinión. Para que Lolita sea Lolita no solo se necesita un escritor o un protagonista perverso, sino un lector que pueda disfrutar tanto como lamentar (lamentar porque la disfruta, y disfrutar porque la lamenta) esa perversidad. Los libros que nos importan no son los que leemos, sino los que nos leen a nosotros. La grandeza de Lolita, que es también su peligro, es que nos obliga a reconocernos tanto en Humbert Humbert como en Lolita. Es quizás la razón por la que habría que prohibir Lolita, y por la que es absolutamente inútil hacerlo. Lolita no inventó el abuso a menores, ni puede hacer nada para impedirlo ni tampoco nada para fomentarlo; solo le da un nombre, una sombra, una leyenda que nos permite, como el mango de la sartén, tocar lo que quema sin quemarnos las manos nosotros.
La idea de que la literatura tiene derechos inalienables nacidos de la santidad del arte es tan infantil como esperar del arte lecciones de vida que el lector deba imitar. Lo que hace la novela necesaria es su manera de articular en leyendas y palabras la perversidad sin nombre que habitaba después y antes de la novela en sus lectores. Lo que hace la literatura necesaria es la idea de que, al tener nombre, los demonios pierden su poder, para convertirse en máscara de carnaval. La novela tiene el derecho y la obligación de decir la verdad debajo y detrás de la Verdad. Tiene que recordar que detrás y debajo y al lado de la Verdad de lo deseable está lo que de verdad deseamos. La novela no tiene otro objeto que decir que eso que “no tiene lugar” sucede en ese “lugar de La Mancha” que Cervantes cruelmente no quiere nombrar.
No lo dice porque ese “lugar de La Mancha” es la cama, la playa, la pieza, la silla en que leemos la historia de un pobre viejo que se saltó la palabra “novela” de las novelas de caballería. No es del todo irónico que la primera novela moderna sea la historia de un hombre que no sabía leer novelas. Quizás la última novela cuente lo que terminó por ocurrirle a una sociedad que ya lee novelas como si fueran informes sociológicos, leyendas como si fueran profecías, cifras como si fueran letras, y bromas como si fueran leyes. Espero que haya al final de todo ese embrollo un Nabokov y un Cervantes capaces de contarnos el final de la historia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt