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viernes, 23 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] La dictadura de los SMS





En menos de tres días se acumularon en mi teléfono móvil (de primera generación) 418 mensajes. O mensajitos con emoticonos, según el léxico lujurioso y vicioso que adorna con flores y dibujitos las jaulas de acero de la tecnología, los celulares, SMS y huellas dactilares en pantallas y teclados, comenta en El Mundo Claudio Magris (1939), escritor, traductor y profesor italiano de la Universidad de Trieste.

No sé qué dicen esos 418 mensajes, comienza diciendo, porque no soy capaz de leerlos y, por lo tanto, de contestarlos. Y no se trata de una estúpida pose antitecnológica, siempre falsa y patética, no sólo porque sería desconocer con altanería la ayuda que la tecnología presta a la vida -basta pensar en la medicina y en la cirugía-, sino también porque se cree que la tecnología es sólo la reciente, la que planea sobre nuestra vida ya adulta, y se identifica su naturaleza con la técnica que ya existía cuando nacimos.

La radio, por ejemplo, me parece más natural que la televisión, porque, cuando nací, sus sonidos estaban ya en el aire, como los demás ruidos de la realidad, mientras que la televisión entró en mi casa cuando terminaba el instituto. No hay, pues, por mi parte, psicosis o coquetería antitecnológica alguna. Simplemente, sufro discapacidad digital, que es un hándicap, pero no una culpa, e invoco respeto por esta habilidad diferente digital mía, como se dice hablando políticamente correcto, al igual que pido comprensión porque ya no soy capaz de hacer bellas excursiones a la montaña de una tacada.

Sin embargo, como diría Musil, en todo caso hay una excepción. Y, si hubiese sido capaz, habría leído esos 418 mensajes y habría contestado a alguno, como hago con las cartas; contesto al menos una quincena al día. Calculando 2,30 minutos para leer cada mensaje y responderlo, las probables contrarespuestas y mis réplicas, habría necesitado cerca de 16 horas.

Dos días de trabajo y, probablemente, otros tantos en los tres días sucesivos y, así, sucesivamente. ¿Dónde queda el tiempo para el trabajo con el cual -al margen los jubilados, millonarios, encarcelados, enfermos o parados- nos ganamos la vida? ¿Dónde queda el tiempo para leer, pasear, reunirse con los amigos y hacer el amor? 

En las mesas de los restaurantes y de los cafés se ven personas que no hablan entre sí, sino con sus invisibles interlocutores, y no sólo un instante, sino durante casi todo el tiempo que discurre entre el primer plato y el postre. ¿Cuándo comenzarán a hablar entre ellos los dos -o los cuatro o cinco- comensales?

Hace años, Umberto Eco hizo, con su envidiable precisión, el cálculo de cuánto tiempo al día le quedaba para la lectura y la investigación, descontando de las horas dedicadas al sueño, a la ducha, a las clases, a la comida y a la cena, a las llamadas telefónicas, a las entrevistas, a los emails, etcétera. Creo recordar que le quedaban entre 12 y 18 minutos.

Ciertamente, Eco era el centro de una red de comunicaciones especialmente poblada, pero hoy el número de personas expuestas a ritmos análogos es alto. Son, somos, los excluidos de la vida. Somos los nuevos siervos de la gleba, obreros en una cadena de montaje, forzados con grilletes, privados continua e incesantemente de nuestra propia vida.

Un trabajo forzado que recluta no sólo, como en el pasado, a la plebe hambrienta que no puede decir que no, si quiere al menos sobrevivir, sino también a la clase media y a la alta, que podrían vivir humanamente, pero que también ellas son excluidas de su existencia, de los colores y las luces de las estaciones, porque las llamadas -y no sólo las telefónicas- de todo tipo son también para ellas órdenes y obligaciones.

Con la exactitud de una ecuación se puede, pues, calcular matemáticamente incluso el progresivo deterioro de toda conciencia que vaya a su encuentro o que ya haya llegado a él, porque, independientemente de la auténtica naturaleza del tiempo sobre la que discuten físicos y matemáticos, en la vida cotidiana una hora empleada en una actividad significa una hora no utilizada para otra. Dieciséis horas al teléfono o ante el ordenador para responder emails son 16 horas sustraídas a todo lo demás, incluida la adquisición de nuevos conocimientos.

Para combatir una pérdida total de los conocimientos de todo tipo se formará o se está ya formando otra clase social férrea, rica (y más que rica) e intelectual, que se reservará el tiempo. Si, como en el pasado, el señor no trabajaba la tierra de cuyos productos se nutría y traspasaba el tiempo y la fatiga del trabajo al siervo, dedicando el tiempo libre a su disposición a sus propios intereses, así también el nuevo señor confiará al siervo, para poder vivir, la centuplicada fatiga y el centuplicado trabajo de las comunicaciones. Los nuevos siervos de la gleba ya no destriparán más terrones, sino que responderán a sonidos, campanas, tintineos, vibraciones, pulsaciones y temblores.

Obviamente, esto es algo que ya está pasando. No es el administrador delegado ni siquiera el jefe de oficina el que escribe y lee los innumerables emails, al igual que no es el director general, hombre o mujer, el que echa su ropa usada a la cesta para lavar. Ya casi ha desaparecido la neta distancia entre la esfera personal y laboral y la representativa y vagamente social. El aumento exponencial de las relaciones y, sobre todo, de las comunicaciones personales y privadas o casi personales y privadas, y la diferencia o imposibilidad de distinguir netamente entre ellas, obligará a confiar al siervo incluso la gestión de la vida personal del patrón, que, así, podrá leer a Leopardi, estudiar mecánica cuántica o chino, escuchar a Bach o pasear como los perros callejeros por las calles de París en la película Mi tío, de Tati.

Será y es algo difícil para la mayoría de nosotros -siervos que creen formar parte de la casta dominante y patronos que no se dan cuenta de que están siendo forzados a nuevos trabajos serviles- saber de qué parte estamos, si pertenecemos a los dominadores o a los dominados.

Un nuevo capítulo de la inmortal dialéctica esclavo-amo de Hegel. Y también, en este caso, el esclavo, gestionando la pesada realidad de la vida y sus cambios tecnológicos y humanos, se convertirá en el auténtico piloto y amo, en el señor, como el siervo que, obligado por el marido a sustituirlo en las fatigas del tálamo conyugal, se convierte en el auténtico y real marido. Difícil decir quién de los dos lo pasará peor.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








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lunes, 19 de febrero de 2018

[A VUELA PLUMA] Redes sociales contra sociedad abierta





La amenaza que representan las redes sociales es la de que hay una posibilidad alarmante en el horizonte: una alianza entre Estados autoritarios y grandes monopolios informáticos que una los incipientes sistemas de vigilancia corporativa con los ya desarrollados sistemas de vigilancia estatal, escribe en El País George Soros (1930), magnate y multimillonario estadounidense de origen húngaro, presidente del Soros Fund Management y fundador de Quantum Fund, y defensor de la filosofía de sociedad abierta, muy influida por el liberalismo del filósofo Karl Popper, que ha donado más de 8000 millones de dólares a causas relacionadas con la educación, la salud pública y los derechos humanos.​

Vivimos un momento aciago de la historia mundial, comienza diciendo. Las sociedades abiertas están en crisis, y están en ascenso diversas formas de dictadura y de Estados mafiosos, de los que la Rusia de Vladimir Putin es un ejemplo. En Estados Unidos, al presidente Donald Trump le gustaría instituir una versión propia de un Estado de tipo mafioso, pero no puede, porque la Constitución, otras instituciones y una activa sociedad civil no lo permitirán.

No sólo está en duda la supervivencia de la sociedad abierta, sino también la de toda la civilización. El ascenso de líderes como Kim Jong-un en Corea del Norte y Trump en Estados Unidos tiene mucho que ver con esto. Ambos parecen dispuestos a correr el riesgo de una guerra nuclear para conservar el poder. Pero la causa principal es mucho más profunda. La capacidad de la humanidad para dominar las fuerzas de la naturaleza, con fines constructivos o destructivos, no para de crecer, mientras nuestra capacidad de dominarnos a nosotros mismos tiene fluctuaciones, y ahora está en retroceso.

El auge de las grandes plataformas de Internet estadounidenses y su conducta monopolista contribuyen poderosamente a la impotencia del Gobierno estadounidense. Estas empresas han tenido muchas veces una actuación innovadora y liberadora. Pero el creciente poder de Facebook y Google las convirtió en obstáculos a la innovación y causantes de una variedad de problemas de los que apenas comenzamos a darnos cuenta. Las empresas generan ganancias explotando su entorno. Las mineras y petroleras explotan el entorno físico; las proveedoras de redes sociales explotan el entorno social. Esto es particularmente perverso, porque estas empresas influyen sobre la forma en que las personas piensan y actúan, sin que estas ni siquiera se den cuenta; interfiere con el funcionamiento de la democracia y la integridad de las elecciones.

Como las plataformas de Internet son redes, tienen rendimiento marginal creciente, lo que explica su asombroso crecimiento. El efecto red es algo realmente inédito y transformador, pero también es insostenible. A Facebook le llevó ocho años y medio alcanzar 1.000 millones de usuarios, y la mitad de ese tiempo sumar otros 1.000 millones. A este ritmo, en menos de tres años Facebook se quedará sin gente a la que convertir.Facebook y Google controlan en la práctica más de la mitad de todos los ingresos por publicidad digital. Para mantener la posición dominante, necesitan ampliar sus redes y aumentar la cuota que reciben de la atención de los usuarios. En la actualidad, lo hacen dando a los usuarios una plataforma conveniente. Cuanto más tiempo pasan estos en la plataforma, más valiosos se vuelven para las empresas.

Además, los proveedores de contenido no pueden evitar el uso de las plataformas y deben aceptar sin más sus condiciones, con lo que contribuyen a las ganancias de las empresas de redes sociales. De hecho, la excepcional rentabilidad de estas empresas deriva en gran parte del hecho de que no asumen responsabilidad (ni pagan) por el contenido presente en sus plataformas. Las empresas afirman que lo único que hacen es distribuir información. Pero su carácter de distribuidores cuasimonopólicos las convierte en servicios públicos, que deberían estar sujetos a una regulación más estricta, con el objetivo de proteger la competencia, la innovación y el acceso justo y abierto.

Los verdaderos clientes de las empresas de redes sociales son quienes pagan por poner anuncios en ellas. Pero está apareciendo de a poco un nuevo modelo de negocios, que se basa no sólo en la publicidad, sino también en la venta directa de productos y servicios a los usuarios. Las empresas explotan los datos que controlan, ofrecen servicios combinados y usan la discriminación de precios para quedarse con una cuota mayor de los beneficios, que de lo contrario deberían compartir con los consumidores. Esto aumenta todavía más la rentabilidad de la empresa; pero los servicios combinados y la discriminación de precios reducen la eficiencia de la economía de mercado.

Las empresas de redes sociales engañan a los usuarios, ya que manipulan su atención, la redirigen hacia sus objetivos comerciales propios, y diseñan deliberadamente los servicios que ofrecen para que sean adictivos. Esto puede ser muy nocivo, en particular para los adolescentes.Hay parecidos entre las plataformas de Internet y las empresas de juegos de azar. Los casinos han desarrollado técnicas para enganchar a los clientes hasta el punto en que se jueguen todo el dinero que tienen, e incluso el que no tienen.

Algo similar (y potencialmente irreversible) está sucediendo con la atención humana en esta era digital. No es sólo una cuestión de distracción o adicción; las empresas de redes sociales están de hecho induciendo a las personas a entregar su autonomía. Y este poder para moldear la atención de las personas está cada vez más concentrado en unas pocas empresas.Se necesita mucho esfuerzo para afirmar y defender aquello que John Stuart Mill llamó la libertad de pensamiento. Una vez perdida esta, a los que crezcan en la era digital tal vez les sea muy difícil recuperarla.

Esto implica consecuencias políticas de largo alcance. Las personas que no tienen libertad de pensamiento son fáciles de manipular. Este peligro no es sólo una acechanza futura; ya tuvo un papel importante en la elección presidencial de 2016 en Estados Unidos. Hay incluso una posibilidad más alarmante en el horizonte: una alianza entre Estados autoritarios y grandes monopolios informáticos provistos de abundantes datos, que una los incipientes sistemas de vigilancia corporativa con los ya desarrollados sistemas de vigilancia estatal. Esto bien puede dar lugar a una red de control totalitario que ni siquiera George Orwe ll hubiera podido imaginar.

Los países en los que es más probable que esas alianzas perversas surjan primero son Rusia y China. Las empresas tecnológicas chinas, en particular, están a la misma altura de las plataformas estadounidenses, y tienen pleno apoyo y protección del régimen del presidente Xi Jinping. El gobierno chino cuenta con poder suficiente para proteger a sus empresas líderes nacionales, al menos dentro de sus fronteras.

Los monopolios informáticos estadounidenses ya tienen motivos para hacer concesiones a cambio de entrar a estos mercados, inmensos y en veloz crecimiento. Y los gobiernos dictatoriales de esos países tal vez quieran colaborar con esos monopolios, para mejorar los métodos de control de sus poblaciones y ampliar su poder e influencia en Estados Unidos y el resto del mundo.

También es cada vez más notoria la relación entre el dominio de las plataformas monopolistas y el aumento de la desigualdad. Esto tiene que ver en parte con la concentración de las carteras de acciones en manos de unos pocos individuos, pero es más importante aún la posición peculiar que ocupan los gigantes informáticos. Han obtenido un poder monopoliista al tiempo que compiten entre sí; sólo ellos son suficientemente grandes para adueñarse de las startups que pudieran llegar a hacerles competencia, y sólo ellos tienen recursos para invadir sus respectivos territorios. Los dueños de las megaplataformas se consideran amos del universo, pero en realidad, son esclavos de la necesidad de mantener la posición dominante. Están librando una batalla existencial para dominar las nuevas áreas de crecimiento abiertas por la inteligencia artificial, por ejemplo los autos sin conductor.

El impacto de estas innovaciones en el desempleo depende de las políticas que adopten los gobiernos. La Unión Europea y en particular los países nórdicos son mucho más previsores que Estados Unidos en materia de políticas sociales. No protegen los puestos de trabajo, sino a los trabajadores. Están dispuestos a pagar el costo de la recapacitación o el retiro de aquellos que pierdan su empleo. Por eso los trabajadores de los países nórdicos se sienten más seguros y son más favorables a las innovaciones tecnológicas que los estadounidenses.

Los monopolios de Internet no tienen ni la voluntad ni el interés de proteger a la sociedad de las consecuencias de sus acciones. Eso los convierte en una amenaza pública; y es responsabilidad de las autoridades regulatorias proteger a la sociedad de ellos. En Estados Unidos, dichas autoridades no son suficientemente fuertes para oponerse a la influencia política de los monopolios. La UE está en mejor posición, porque no tiene megaplataformas propias.

La UE usa una definición de poder monopolista distinta a la de Estados Unidos. Mientras que las autoridades estadounidenses apuntan sobre todo a los monopolios creados mediante operaciones de adquisición, la legislación europea prohíbe el abuso del poder del monopolio sin importar cómo se haya conseguido. La protección de los datos y de la privacidad es mucho más fuerte en Europa que en Estados Unidos.

Además, la legislación estadounidense adoptó una extraña doctrina por la que el perjuicio a los clientes se mide por el aumento del precio que pagan por los servicios que reciben. Pero eso es prácticamente imposible de determinar, porque la mayoría de las megaplataformas de Internet proveen la mayor parte de sus servicios en forma gratuita. Además, la doctrina no tiene en cuenta los valiosos datos de los usuarios que las plataformas van recolectando.

El enfoque europeo tiene su principal adalid en la comisaria europea para la competencia, Margrethe Vestager. A la UE le llevó siete años formular una acusación contra Google, pero su éxito aceleró en gran medida el proceso de institución de normas adecuadas. Además, gracias a los esfuerzos de Vestager, en Estados Unidos se está dando un cambio de actitud inspirado por la visión europea.  Tarde o temprano se terminará el dominio global de las empresas estadounidenses de Internet. La regulación y los impuestos, los medios que propugna Vestager, serán su ruina.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








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domingo, 28 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Internet y redes sociales en la esfera pública





La esfera pública ya no es lo que era, comenta en El País Diego Beas, analista político y autor del libro La reinvención de la política (Península). En menos de 25 años, hemos pasado de la utopía del Internet libertario a una red privatizada y diseñada para beneficiar a un puñado de grandes tecnológicas. El resultado es que ahora la información se halla más centralizada que nunca.

Un estudio reciente del Reuters Institute for the Study of Journalism de la Universidad de Oxford, comienza diciendo Beas, llegaba a una sorprendente y reveladora conclusión sobre la configuración de la opinión y los flujos de información en la esfera pública de 2017. Más de la mitad de la ciudadanía se informa ya a través de redes sociales. Y de esa mitad, más del 50% no recuerda correctamente las fuentes de la información (el estudio se titula I saw the news on Facebook). En otras palabras, pierden relevancia y autoridad las fuentes al tiempo que se aplanan las jerarquías. En la esfera pública ultrarápida y con más información que nunca —que no mejor informada— del siglo XXI, para muchos, una noticia pescada al vuelo en una red social tiene la misma legitimidad que el trabajo serio de una investigación periodística rigurosa.

Estamos, por tanto, ante una grave erosión no solo de la legitimidad y el ordenamiento informativo que han aportado a la discusión pública los medios de comunicación, sino también ante un problema epistemológico de primer orden. La famosa sentencia de Friedrich Nietzsche “no hay hechos, solo interpretaciones”, cobra nuevos significados. De la subjetividad filosófica de la interpretación individual a la que se refería el filósofo damos paso a nuevas formas de subjetivación colectiva que difuminan y empobrecen los espacios de discusión y entendimiento públicos. Se achican esos espacios y se vuelven diques ideológicos gobernados por los resortes emocionales de las interpretaciones y la claustrofobia de las “cámaras de eco”.

Tres procesos políticos recientes no se podrían entender sin analizar el papel de estas nuevas dinámicas en la esfera pública: el Brexit, la elección de Donald Trump y el procés en Cataluña. Tres procesos de naturaleza política muy distinta que comparten el desfondamiento de la esfera pública como espacio de discusión racional y entendimiento colectivo. O, como lo resumió atinadamente Máriam Martínez-Bascuñán en estas páginas: “Lo que se ha roto es la conversación pública…, los bandos en liza habitan en realidades paralelas… encerrados en una verdad tiránica”.

Aunque las cifras del Reuters Institute se centran en Reino Unido, grosso modo, se pueden extrapolar a buena parte de las democracias occidentales que habían conseguido establecer opiniones públicas vigorosas e informadas en el modelo Habermasiano (comunidad de “personas privadas reunidas como un público que articula las necesidades sociales con el Estado”).

Ese espacio de deliberación colectiva se enfrenta a una de las transformaciones más significativas de su historia y amenaza la esencia misma de la gobernanza y las instituciones democráticas. Las causas son complejas y vienen de tiempo atrás (en EE UU, por ejemplo, el descrédito de los medios está claramente documentado desde el caso Watergate, a principios de los setenta). Sin embargo, la adopción extendida de las tecnologías de la información y los servicios derivados de estas en la última década y media han acelerado claramente la tendencia (como diría Enric Juliana: “Fabricar solemnidad en tiempos de Internet no es fácil”).

Para constatarlo solo hace falta analizar el testimonio que ofrecieron en noviembre pasado tres grandes tecnológicas —Twitter, Facebook y Google— al comité de inteligencia del Congreso estadounidense. Facebook reconoció por primera vez que a lo largo de la elección presidencial de 2016, 126 millones de personas (más de un tercio de la población estadounidense) estuvieron expuestas a las fake news diseminadas mayoritariamente por intereses rusos. La compañía dio a conocer también por vez primera los contenidos de algunos de los miles de anuncios electorales producidos por la agencia paraestatal de propaganda rusa Internet Research Agency. Un nuevo tipo de publicidad electoral solo accesible por emisor y receptor que elude todas las regulaciones, estándares de transparencia y mecanismos de rendición de cuentas electorales. Publicidades diseñadas para manipular segmentos clave de la opinión pública y taladrar mensajes tipo los 350 millones de libras semanales que supuestamente se ahorraría Reino Unido si ganaba la campaña del Leave en el referéndum o el “no saldremos de la Unión Europea” de los independentistas catalanes.

Un breve paréntesis para contextualizar y desmitificar el recurso reflexivo utilizado por medios bienpensantes que creen no forman parte de estas dinámicas: el fact-checking o las pruebas de verificación. No funcionan. Al menos no para disipar desinformación e incentivar la rendición de cuentas. Estudio tras estudio demuestra que los intentos por clarificar este tipo de afirmaciones contribuyen principalmente a extender más las falsedades, a reforzar los sesgos cognitivos y a endurecer todavía más las posiciones en liza.

Lo que nos lleva a un aspecto fundamental del cambio de modelo de esfera pública: la privatización —y comercialización— de la conversación. En menos de 25 años hemos pasado de la utopía del Internet libertario de los años noventa y la primera década del nuevo siglo a una red privatizada y diseñada como escaparate comercial para beneficiar los intereses de un puñado de grandes tecnológicas. Sistemas expresamente diseñados para lucrar con la llamada “economía de la atención” a través de una selección sesgada que intencionalmente apela a los extremos del discurso político. Una conversación “pública” irónicamente mantenida dentro y reglada por plataformas tecnológicas privadas (uwalled gardens se les llama en el mundo del software). El famoso “el medio es el mensaje” (1964), de McLuhan, llevado a su apoteosis.

Según el Interactive Advertising Bureau, en 2016 el 99% del crecimiento de la publicidad digital se lo repartieron Facebook y Google en exclusiva. Dejando solo migajas para los medios propiamente informativos. La celebrada desintermediación de la información de hace una década convertida hoy en esfera pública intervenida, más centralizada que nunca. La punta del iceberg de un fenómeno que algunos analistas llaman surveillance capitalism (capitalismo de la vigilancia). La articulación de un sistema económico basado en la vigilancia pormenorizada de cada clic, movimiento físico, padecimiento, influencia ideológica, amistad, etcétera. Todo monitorizado al instante y al servicio de los intereses comerciales de este nuevo ecosistema digital.

En un artículo reciente para Vox.com, David Roberts, el primero en utilizar el término posverdad (en 2010, en el contexto de los diferentes intentos por desacreditar investigaciones científicas sobre el cambio climático), llegaba a la conclusión de que entramos en la era de las “epistemologías tribales”. Realidades cognitivas e informativas paralelas que no se comunican entre sí y que intervienen en el debate político motivadas por su propia versión de los hechos. Es decir, la antítesis de ese espacio de conversación y entendimiento colectivo llamado esfera pública que homologaba la realidad y que resulta imprescindible para sostener el edificio democrático.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



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sábado, 16 de diciembre de 2017

[Política] Internet y las redes sociales en la formación de la opinión política





Manuel Arias Maldonado es un profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga e investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele, cuya labor investigadora gira, principalmente, en torno a la teoría de la democracia deliberativa, el liberalismo político, los movimientos sociales globales y Wikipedia como forma de producción del conocimiento. 

El profesor Arias lleva un blog titulado Torre de marfil, que publica en Revista de Libros, y cuya última entrega analiza el papel que han jugado y juegan la prensa, internet y las redes sociales en la conformación de las opiniones políticas. 

En una de las escenas de Ciudadano Kane, comienza diciendo, el magnate periodístico del mismo nombre pide a uno de sus ayudantes que le lea el cable enviado por el corresponsal del Herald en Cuba: "Deliciosas chicas en Cuba. Stop. Puedo enviarle poemas en prosa, pero no me parece correcto gastarme su dinero. Stop. No hay guerra en Cuba. Firmado: Wheeler."

A la pregunta de si desea enviar respuesta, un sonriente Kane dice que sí: «Querido Wheeler: usted ponga los poemas, que yo pondré la guerra». Y así fue: la guerra hispano-estadounidense que se libró entre abril y agosto de 1898 tomando a Cuba como pretexto tiene su origen en la competencia entre The New York Journal, de William Randolph Hearst, de quien es trasunto el Kane de Welles, y The New York World, de Joseph Pulitzer. Para muchos historiadores del periodismo, es aquí donde hemos de localizar el nacimiento del periodismo amarillo; concretamente, en las crónicas hiperbólicas de carácter ficticio que los corresponsales norteamericanos enviaban a su país enfatizando la crueldad española y la debilidad cubana, de manera que la independencia de la colonia ‒ambicionada por Estados Unidos‒ terminó por dibujarse como la única salida. Roosevelt, en busca de un enemigo común que recompusiera los vínculos rotos en la Guerra de Secesión, aprovechó la oportunidad que así se le brindaba.

Recordé este episodio tras leer una pieza de John Naughton en The Guardian que relataba el ascenso fulgurante de The Week, un medio marginal que se dedicaba ‒en la Gran Bretaña de los primeros años treinta‒ a publicar lo que los grandes medios dejaban fuera por miedo a incurrir en revelación de secretos o lesiones al derecho al honor. Al parecer, The Week dejó de ser marginal cuando publicó una edición especial dedicada a la Conferencia Económica de Londres, organizada con el fin de estudiar medidas internacionales contra la Gran Depresión, en la que citaba las impresiones sotto voce de los participantes: el único trabajo desempeñado por los delegados era el de enterradores. De repente, la circulación del medio se disparó y sus problemas económicos desaparecieron. A juicio de Naughton, algo parecido ha sucedido con los tres retuits de Donald Trump a mensajes de Britain First, una organización de agresivo corte nativista que se dedica a denunciar la presunta «islamización» de Occidente. Su relevancia en Gran Bretaña es mínima, pues tiene mil miembros y su líder apenas obtuvo mil votos cuando se presentó a las elecciones generales en su circunscripción, pero los cuarenta y cuatro millones de seguidores de Donald Trump en Twitter no tienen por qué saberlo y se llevarán más bien la impresión contraria. Para el autor, el caso demuestra la medida en que las redes sociales pueden distorsionar la esfera pública.

Y así es, pero estos dos precedentes históricos más bien nos indican que estamos ante un viejo fenómeno que ahora se ve tecnológicamente facilitado y adopta, por ello, formas nuevas. Eso no le resta gravedad; pero no sabemos exactamente qué gravedad tiene. Y es que no podemos estar seguros de que el Brexit, la victoria de Donald Trump o el golpe de Estado del independentismo catalán no se hubieran producido en ausencia de redes sociales; al fin y al cabo, el siglo XX no fue precisamente tranquilo. Otra cosa es que juzguemos estos acontecimientos políticos a la luz de las expectativas creadas inicialmente por las redes digitales, o que el impacto de la Gran Recesión, primero, y la oleada populista, después, sea más fuerte en el marco de triunfalismo psicológico creado tras la caída del Muro de Berlín: creíamos que todo había terminado y ahora tenemos miedo de que vuelva a empezar. Todo ello nos hace olvidar, con demasiada facilidad, que Internet no se agota en las redes sociales y que la conectividad también presenta indudables ventajas informativas. Por ejemplo, y por seguir con las guerras manufacturadas, hoy día sería imposible hacer plausible una sátira cuyo protagonista inventase un conflicto bélico en África a golpe de telegrama con el fin de contentar a su editor londinense; justamente lo que hace el joven William Boot en Scoop («¡Noticia bomba!»), novela que Evelyn Waugh diera a la imprenta en 1938.

Sea como fuere, y aunque no falta el sensacionalismo cuando hablamos de sensacionalismo, el desorden que ha provocado la digitalización en la esfera pública no es ningún scoop. Aunque los datos no terminan de ser concluyentes ni definitivos, parecen observarse tendencias preocupantes para la calidad del debate público: exposición selectiva y balcanización de la opinión, debilidad de los prescriptores tradicionales en el marco de un proceso de desintermediación, miedo a la reacción de las masas de acosos virtuales cuando se emite una opinión inconveniente, erosión del valor persuasivo de los hechos, más rápida propagación de fake news y teorías conspirativas, emocionalización del lenguaje público y creciente sensacionalismo de unos medios obligados a llamar la atención del público a toda costa. El catálogo es ya de sobra conocido.

Y es la tecnología la que produce o potencia estos efectos, porque amplifica los que ya existían en la era de la comunicación vertical de masas. Desde luego, quien sólo leyese El País o escuchase la Cadena SER, igual que quien sólo se dedicase a la COPE y el ABC, no habitaba en un filtro burbuja menos cerrado que los que la digitalización habría traído consigo. La diferencia, como veremos después, es que el concepto de público se ha expandido mediante la incorporación al flujo de noticias de una notable cantidad de ciudadanos que antes se informaban únicamente a través de la televisión o la radio, o no lo hacían en absoluto. No es baladí, además, que la digitalización haya coincidido con la politización causada por la crisis: estamos más atentos a las noticias porque sentimos que hay más en juego.

Viene todo esto a cuento del nuevo proyecto de Jimmy Wales, cofundador y cabeza visible de Wikipedia, sobre el que se daba cuenta este pasado fin de semana en las páginas de Financial Times. Frente al pesimismo habitual acerca del estado de la esfera pública digital, rara vez acompañado por medidas paliativas o correctivas, este emprendedor digital ha optado por proponer una alternativa a la disfunción mediática a su juicio dominante. Su nombre es WikiTribune y se encuentra ya accesible en modo beta. Se trata de una web periodística que, honrando los principios que han hecho de Wikipedia un éxito global, combina la edición profesional con la contribución de los usuarios, sin aceptar espónsores privados. Si hay una desintermediación en marcha que debilita el papel de los expertos, viene a decirse Wales, saquémosle provecho usando la inteligencia colectiva de los usuarios: haciendo que la «sabiduría de las masas» digitales tenga traducción periodística. Escamado por el fracaso de WikiNews, Wales ha querido evitar esta vez que el usuario-editor sea el único creador de contenidos y apuesta por la colaboración entre internautas y periodistas profesionales. Peter Bale, el director del medio, aspira a que WikiTribune cree con ello un «espacio seguro» en el que lectores y periodistas puedan conversar de buena fe y cooperen para producir un contenido a la vez fiable y atractivo. Wales, como es natural, cuenta con que al menos una porción de los usuarios de Wikipedia mostrarán interés por el proyecto y le darán vida y visitas. Aunque la idea es despreocuparse de estas últimas para evitar cualquier tentación sensacionalista, es obvio que, si nadie entra a la página, no quedará más remedio que cerrarla. Wikipedia ‒alegan los promotores del proyecto‒ también surgió de la nada y tardó en conquistar la confianza del público: quizás estemos ante un caso similar.

Sin embargo, es dudoso que suceda lo mismo con WikiTribune, no importa cuán bienintencionada que pueda ser la idea que lo anima. Y ello por razones diversas, cuya elucidación nos ayuda a comprender un poco mejor lo que está pasando y, sobre todo, por qué está pasando. Para empezar: lo que WikiTribune intenta crear ya existe y se llama periodismo de calidad. Dicho de otra manera: ningún consumidor de información periodística mínimamente sofisticado necesita un proyecto de esta índole. Porque, sean cuales sean las virtudes futuras de WikiTribune, parece difícil esperar que sobrepujen a las de un Financial Times, un The Economist o un The New York Times. Y lo mismo cabe decir de las cabeceras nacionales correspondientes. Se alegará que todos ellos padecen algún tipo de inclinación ideológica, de manera que el atractivo de WikiTribune acaso podría radicar en su mayor vocación de objetividad. Pero ya nos enseñó Giovanni Sartori que la mejor esfera pública no se define por la abundancia de medios de comunicación «objetivos», sino por la existencia de una pluralidad de medios que, compitiendo entre sí, ofrecen al ciudadano la oportunidad de formarse una opinión sin que ninguno de ellos pueda reclamar el monopolio de la verdad pública. Pero el auténtico lector de periódicos ya sabe esto y sabe, también, que no puede depender de un solo medio de información. Así que la Red, para él, proporciona recursos adicionales en lugar de sustraer alguno de los preexistentes: junto a sus suscripciones habituales, puede consultar nuevos medios, por no hablar de la facilidad con que puede tener acceso a medios extranjeros de todo tipo. No me refiero únicamente al consumo digital y gratuito, sino también, por ejemplo, a las suscripciones a través de la tableta. Que estas no hayan aumentado en proporción al número de nuevos «consumidores de noticias» dice ya mucho sobre la naturaleza de estos últimos.

También parece difícil que el lector tradicional, acostumbrado a su diario de referencia, que ha podido abandonar el papel para consultarlo online, pueda sentirse atraído por este producto. En la abdicación de este último lector y en la de quienes estaban llamados a ser sus herederos generacionales, por cierto, radica la causa del debilitamiento de los medios clásicos: hablo del típico lector diario de un periódico tradicional que ahora se sienta frente al ordenador en vez de bajar al quiosco. Ese lector cree, equivocándose, que lee la realidad como antes; pero no lo hace, porque no lee el periódico del mismo modo. Que ahora los grandes medios se vean obligados a buscar donde sea lectores de todo tipo trae causa de la deserción de sus viejos fieles; fieles que, con ello, demuestran ser lectores menos sólidos de lo previsto.

Así que, dejando al margen la novedad que representa la colaboración entre periodistas y usuarios ‒que constituye el rasgo diferencial de WikiTribune‒, se diría que Wales está intentando captar al público menos sofisticado. Es decir: al lector accidental de noticias que constituye la gran novedad del proceso de digitalización. Es éste un aspecto central de la nueva opinión pública que, sin embargo, no recibe la atención que merece. Parte del shock que hemos experimentado en este terreno durante los últimos años tiene que ver con el modo en que Internet ha revelado las preferencias, opiniones y maneras del gran público: huimos horrorizados de una sección de comentarios debido al tono bronco y las faltas de ortografía, nos quedamos perplejos ante la lista de las noticias más leídas en los diarios de referencia, presenciamos con el ánimo encogido una disputa en las redes sociales. Pero no sabríamos nada de esto si los ciudadanos no se hubieran conectado masivamente, esto es, si la conectividad no se hubiera convertido ella misma en un entretenimiento. La consecuencia es que se ha multiplicado el número de ciudadanos que se encuentran conectados al flujo de noticias, aunque lo esté de una manera inevitablemente superficial. El oscuro secreto de los estudios que aseguran que cada vez son más los ciudadanos que consumen noticias a través de las redes está en la forma en que se consumen esas noticias. De hecho, no es un asunto sobre el que sea fácil obtener información: impera, en este terreno, un cierto triunfalismo conforme al cual el acceso del usuario a la información es mucho más relevante que la relación que entabla con ella.

En el muy citado informe del Reuters Institute publicado en 2016, por ejemplo, no encontramos precisiones sobre cuántos artículos, reportajes y piezas de opinión leen los usuarios, ni el grado de dificultad de las mismas: se asume que el digital consumer está conectado y eso basta. Pero no basta: la diferencia no está entre el lector analógico y el lector digital, sino entre tipos de lector, y la digitalización está difuminando las diferencias entre ambos. Un reciente estudio del Pew Research Center sobre los hábitos del público norteamericano, por ejemplo, señalaba que solo un 26% de los consumidores de noticias hacen clic sobre los enlaces, algo quizá poco sorprendente si averiguamos que hasta un 55% de ellos se topan con las noticias cuando se conectan a Internet para hacer otra cosa. Y, de acuerdo con una encuesta realizada hace unos años en Estados Unidos por encargo de Microsoft y entre usuarios de Internet Explorer, sólo el 4% de los internautas resultó ser «consumidor activo de noticias», entendiéndose como tal ‒¡ojo!‒ aquel que ha leído al menos diez piezas informativas y dos artículos de opinión a lo largo de un período de tres meses. Si se elimina la exigencia de leer dos artículos de opinión, el porcentaje asciende al 14% (por desgracia, anoté estos datos en su momento sin quedarme con el enlace). Un informe elaborado para Ofcom en 2014 venía a reconocer que los datos disponibles no permitían contestar a preguntas cualitativas sobre el usuario digital; por ejemplo, acerca del tipo de información consumida o el detenimiento con que se consume. Si hay más o mejores datos, yo no los he encontrado.

Que la naturaleza del público esté cambiando, en suma, se debe en gran medida a la incorporación a la esfera pública de un tipo de usuario que se solapa con los anteriores: ahora todos estamos juntos, y a la vez separados, en un mismo espacio cacofónico cuyo sonido ambiente mezcla la música sinfónica con el ruido blanco y la canción de autor. Salvo inesperada sorpresa, un proyecto como WikiTribune ‒al igual que sucede con las webs que asumen heroicamente la tarea de comprobar la verosimilitud de las promesas electorales o el grado de cumplimiento de los programas electorales‒ tendrá una importancia marginal en el proceso de formación de la opinión pública, y servirá antes como recurso para periodistas que como refugio experto para lectores desencantados. De ahí que fenómenos como las fake news, las cámaras de resonancia derivadas de la exposición selectiva a las noticias o la creación de comunidades de afines que comparten noticias entre sí, puedan llegar a ser preocupantes para la democracia. Porque el riesgo no está en que el lector sofisticado llegue a creerse que el papa Francisco apoya a Donald Trump; el problema es que lo creen muchos usuarios hiperconectados que se relacionan superficialmente con el proceso informativo. En realidad, no podía ser de otra manera: el público de masas no iba a cambiar de naturaleza sólo porque apareciesen los medios digitales. Aunque ese mismo público esté más convencido que nunca, gracias al hecho mismo de la conectividad digital, de que tiene toda la información que necesita para formarse ‒¡y expresar!‒ una opinión. Deseemos suerte, en fin, a Jimmy Wales.



Orson Welles en la película "Ciudadano Kane" (1941)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 3 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Sobre la ironía en política





No hablar en serio es muchas veces la estrategia del cobarde para no afrontar la realidad, dice Ricardo Dudda, periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. En La democracia sentimental, Manuel Arias Maldonado crea la figura del “ironista melancólico”: un individuo escéptico que usa la ironía para tomar distancia de las pasiones políticas, consciente de “la inevitable incompatibilidad de los distintos valores en juego”. La ironía suele ser inteligente; en muchas ocasiones, la sátira es más efectiva y crítica que el análisis solemne. Pero su abuso puede desembocar en cinismo. El debate público contemporáneo, especialmente en redes sociales, se ha convertido en un perfecto campo de juego para las guerras irónicas. La ironía no funciona aquí como el ideal liberal e ilustrado de Arias Maldonado, sino como un mecanismo de reafirmación tribal y un arma ideológica. Este ironista no es cauteloso, está de vuelta de todo y observa la realidad y la política desde la superficie frívola, nunca profundiza. Un ejemplo lo vemos en los tuits del diputado Gabriel Rufián, o en los de Izquierda Unida cuando envía a alguien al gulag; pero también en todas aquellas bromas que hay sobre cualquier debate político que trasciende cierto consenso virtual, o de la pequeña tribu. En los mayores momentos de violencia en Venezuela, los tuiteros irónicos se mofaron del excesivo interés de los medios españoles, y denunciaron una supuesta cortina de humo. Más allá de la posible instrumentalización política del conflicto, lo interesante es ver cómo usan la ironía para mostrar la supuesta verdad. Rufián insiste, mediante chistes, en que los medios magnifican un tema banal en detrimento de otro importante, siempre de manera interesada, pero nunca explica por qué uno es más importante que el otro. No sabe ir más allá de su broma. La ironía es una manera cínica de camuflar el dogmatismo.

En su ensayo E Unibus Pluram sobre la ficción televisiva estadounidense en los años noventa, David Foster Wallace escribe que “toda la ironía estadounidense se basa en un implícito ‘realmente no va en serio lo que digo”. Wallace afirma que la ironía puede convertirse en una especie de tiranía, y que “cualquiera que se moleste en preguntarle al ironista qué es lo que está defendiendo realmente acaba pareciendo un histérico o un pedante”. ¿Quién responde a un meme irónico? ¡Si es todo broma! Como son “bromas” los chistes de la alt-right, el movimiento supremacista blanco surgido en Internet en los últimos años: comenzó como un fenómeno de jóvenes que se quejaban de la cultura contemporánea y buscaban la provocación con ironía, y ha acabado convertido en un movimiento neonazi que desfila con antorchas y banderas con la esvástica. Alice Marwick, autora de un estudio del Data & Society Institute sobre la alt-right en las redes, afirma que la ultraderecha estadounidense “extiende el pensamiento supremacista blanco, la islamofobia y la misoginia a través de la ironía y del conocimiento de la cultura de Internet”. El usuario de la alt-right internetera, que usa los memes de la rana Pepe y términos como cuckservative (un conservador vendido) o normie (alguien políticamente correcto y que no piensa por sí mismo), esconde su racismo y machismo detrás de la ironía para evitar el rechazo social. Si alguien se ofende, siempre puede usar irónicamente uno de esos términos, y decir que solo está de broma. Es, según Mark Thompson, autor de Sin palabras: ¿qué ha pasado con el lenguaje de la política?, un “imbécil de Schrödinger”, “alguien que hace comentarios sexistas, racistas o intolerantes en general y solo decide si habla en serio o ‘está de broma’ cuando ve la reacción de los demás”.

¿Significa esto que los tuits irónicos de Rufián son lo mismo que los de un neonazi en un foro oscuro de Internet? En absoluto. Lo que significa es que en muchas ocasiones la ironía es solo superficie, un discurso vacío, y puede ser la estrategia que tiene el cobarde para no afrontar la realidad. A veces, no hablar en serio es no ser sincero con uno mismo. El escritor Lewis Hyde dice que “la ironía solo tiene un uso de emergencia. Si se usa a lo largo del tiempo, se convierte en la voz del atrapado que empieza a disfrutar de su jaula”. Este ironista acaba atrapado en su propia ironía como el políticamente incorrecto acaba atrapado en su condición de transgresor y rebelde rompedor de tabúes. En el caso de los ironistas neonazis de Internet, que usan un código especial con neologismos para ocultar su racismo, se da un caso especial. Son, irónicamente, unos cobardes políticamente correctos, incapaces de decir claramente lo que piensan.



El diputado de ERC, Gabriel Rufián


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lunes, 3 de julio de 2017

[A vuelapluma] El secuestro de las redes sociales





Yoani María Sánchez Cordero (La Habana, 4 de septiembre de 1975) es una filóloga y periodista cubana que ha alcanzado notoriedad mundial por su blog Generación Y, desde el que hace una descripción crítica de la realidad de su país. Es el blog cubano con más seguidores, es traducido a diecisiete idiomas por un equipo de voluntarios y ha llegado a tener más de catorce millones de accesos al mes e inspirado miles de comentarios.

Ella y su página personal han sido galardonados con numerosos premios y distinciones. El diario español El País le concedió en 2008 el Premio Ortega y Gasset de periodismo, en el apartado de periodismo digital. La revista Time la seleccionó en 2008 entre las cien personas más influyentes del mundo. Generación Y fue elegido por Time y la cadena estadounidense CNN como uno de los veinticinco mejores blogs del mundo. Asimismo, ganó el concurso The BOBs de la Deutsche Welle. Además, ha sido la primera bloguera en obtener un premio Maria Moors Cabot, en 2009.

Los represores también han aprendido a publicar en Twitter y lo hacen con las trampas de la demagogia. Los populismos y autoritarismos han comprendido que las nuevas tecnologías se pueden convertir en un instrumento de control, denunciaba Yoani Sánchez en un artículo en El País el pasado sábado.

Hace más de un lustro las redes sociales hervían por la primavera árabe y los rostros de aquellos jóvenes manifestantes se iluminaban con las pantallas de sus teléfonos móviles, comienza diciendo. Eran años en que Twitter se veía como un camino hacia la libertad, pero poco después los represores también aprendieron a publicar en 140 caracteres.

Con cierta suspicacia primero y con mucho oportunismo más tarde, los populistas han encontrado en Internet un espacio para difundir sus promesas y captar adeptos, añade. Se valen del increíble altavoz que brinda el mundo virtual y colocan las trampas de su demagogia, en la que quedan atrapados miles de internautas.

Las herramientas que una vez dieron voz a los ciudadanos se han ido transformando en un canal para que los autoritarismos entronicen sus discursos, continúa diciendo. Asimilaron que en estos tiempos de posverdad, un tuit repetido hasta el cansancio resulta más efectivo que colocar vallas en la carretera o pagar por espacios publicitarios.

Los regímenes totalitarios han pasado a la ofensiva en la web, afirma. Les tomó algo de tiempo darse cuenta de que podían usar las mismas redes que sus opositores, pero ahora lanzan a los policías informáticos contra sus críticos. Lo hacen con la misma metódica precisión con que han vigilado por años a sus disidentes y controlado la sociedad civil de sus naciones.

Desde hackeos de sitios digitales hasta la creación de falsos perfiles de usuarios, los Gobiernos antidemocráticos están probando todo aquello que les ayude a imponer matrices de opiniones favorables a su gestión, comenta. Cuentan a su favor con la irresponsable ingenuidad con que muchas veces se comparte contenido en el ciberespacio.

Uno de estos giros radicales lo ha dado el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, dice más adelante. Durante las protestas de 2013, cuando era primer ministro, quiso promulgar varias leyes para restringir el uso de Facebook y Twitter. A la red del pájaro azul la llegó a catalogar como “una fuente permanente de problemas” y “una amenaza para la sociedad”.

Sin embargo, cuando se produjo el intento de golpe de Estado en Turquía el año pasado, Erdogan echó mano de estas herramientas para convocar al pueblo hacia las plazas e informar de su situación personal, señala. Desde entonces se ha dedicado a expandir su poder también a golpe de tuits, reafirmando en el mundo virtual la deriva dictatorial de su régimen.

En marzo pasado, los administradores de Twitter tuvieron que admitir que varias de sus cuentas, algunas vinculadas a instituciones, organizaciones y personalidades en todo el mundo, habían sido hackeadas con mensajes de apoyo a Erdogan, sigue diciendo. El sultán azuzó a sus huestes cibernéticas para dejar claro que tampoco en Internet se anda con juegos.

En América Latina varios casos refuerzan el proceso de apropiación que los autoritarismos vienen haciendo con las nuevas tecnologías, dice poco después. Nicolás Maduro ha abierto en Twitter uno de los tantos frentes de batalla con los que pretende mantenerse en el poder y acallar las revueltas populares que estallaron desde inicios de abril.

Los venezolanos no solo deben lidiar con la inestabilidad económica y la violencia de las fuerzas policiales, sino que Internet se ha vuelto para muchos de ellos un territorio hostil donde los chavistas gritan y amenazan con total impunidad, comenta. Desvirtúan sucesos, convierten a victimarios en víctimas e imponen etiquetas como quien lanza golpes.

Las imágenes de los manifestantes asesinados por la Guardia Nacional Bolivariana las enfrenta el Palacio de Miraflores lanzando bulos sobre una supuesta conspiración internacional para destruir el chavismo, afirma. Contra la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, la batida ha sido encarnizada en las redes sociales, donde los simpatizantes de Maduro la han tildado, como mínimo, de loca.

De tanto intentar manipular tendencias y adulterar estados de opinión en la web, el oficialismo venezolano ha terminado por pillarse los dedos con la puerta. señala. Recientemente fueron suspendidas más de 180 cuentas de Twitter que repetían cual ventrílocuos consignas gubernamentales. La penalización podría extenderse a otras tantas vinculadas a instituciones y medios acólitos.

El ministro de Comunicación venezolano, Ernesto Villegas, definió esta suspensión de cuentas como una operación de “limpieza étnica” y Maduro amenazó a los administradores de la red de microblogging con una frase cargada de desfasado triunfalismo: “Si ellos apagaron 1.000 cuentas, vamos a abrir 1.000 más”, sigue diciendo.

Con su conocida incontinencia verbal, el sucesor de Hugo Chávez estaba revelando la estrategia que su régimen ha seguido en los últimos años en Internet, comenta Sánchez. La de plantar usuarios que confundan, mientan y, sobre todo, desvirtúen lo que está ocurriendo en el país. Un cercano aliado les enseñó esa estrategia.

En Cuba, los soldados del ciberespacio tienen una larga experiencia en el fusilamiento de la reputación digital de los opositores, el bloqueo de sitios críticos y el entrenamiento de trolls para inundar la zona de comentarios de cualquier texto que les resulte especialmente molesto, afirma más adelante. Pero su principal arma es dosificar el acceso a Internet entre los más confiables o mantenerlo a precios prohibitivos para la mayoría.

“Tenemos que domar el potro salvaje de las nuevas tecnologías”, sentenció Ramiro Valdés, uno de los comandantes históricos de la Revolución, cuando en la isla comenzaron a aflorar los primeros blogs independientes y las cuentas de Twitter gestionadas por opositores, continúa diciendo Yoani Sánchez.

Desde entonces, mucho ha llovido y el castrismo se ha lanzado a la conquista de esos espacios con la misma intensidad que vocifera en los organismos internacionales, añade. Su objetivo es recuperar el espacio que perdió mientras miraba con suspicacia las nuevas tecnologías. Su meta: acallar las voces disidentes con su algarabía.

En la Casa Blanca, un hombre pone a su país y al mundo al borde del abismo con cada tuit que escribe, comenta. Todas las noches en que Donald Trump se va a la cama sin publicar en esa red social, millones de seres humanos respiran aliviados. Ha encontrado en los 140 caracteres una manera de gobernar en paralelo, sin limitaciones.

No son los tiempos ya de aquella red liberadora que enlazaba inconformidades y servía de infraestructura para la rebeldía ciudadana, concluye diciendo. Vivimos días en que los populismos y los autoritarismos han comprendido que las nuevas tecnologías se pueden convertir en un instrumento de control.


Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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