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jueves, 20 de octubre de 2016

[Historia] La construcción de la España progresista



La diosa Clío, musa de la historia


No soy un especialista en esa época -ni en ninguna otra, dicho sea de paso- pero para mí el siglo XIX es sin duda alguna el más apasionante de la Historia de España, pues en él se forja por vez primera la idea de una "nación española" compuesta por ciudadanos y no por súbditos y se ponen en marcha, a la larga fallidos, los primeros intentos de modernización de una sociedad anclada en el ensueño de un pasado glorioso. Y eso, aun a costa de una interminable guerra civil que se alarga, con intervalos, hasta 1978. La España de hoy, es una opinión estrictamente personal, no puede entenderse sin el conocimiento de lo que les pasó a los españoles del siglo XIX y los dos primeros tercios del XX.

Quizá fuera por ello que, cuando recién terminada mi licenciatura en Geografía e Historia en la UNED, opté a una plaza de profesor interino de la asignatura de Historia Contemporánea de España en la Universidad de Las Palmas, presenté un proyecto de programa para impartir la asignatura basado fundamentalmente en La España del siglo XIX, del profesor Vicente Palacio Atard, y los cuatro últimos tomos de la monumental e insuperable Historia crítica del pensamiento español, del profesor José Luis Abellán. Mi pretensión no prosperó, pero esa es otra historia que, ahora, no viene a cuento.

El profesor Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, publicó el pasado mes de junio en mi admirada "Revista de Libros", una interesantísima reseña crítica del libro España al revés. Los mitos del pensamiento progresista. 1790-1840 (Marcial Pons, Madrid, 2016), del también historiador Jesús Torrecilla, a la que puso el título que da pie a esta entrada: La construcción de la España progresista, que comienza preguntándose si hay una España progresista o, por lo menos, una España que se considera tal y que así se autodenomina, a la que responde afirmando que sí, que tan cierto como que hay día y noche, contestaría y constataría cualquiera, a la clásica usanza. Tan cierto, al menos, dice, como que hay otra España que sostiene ideas contrapuestas y que, en principio o más unívocamente, resulta fácil y socorrido caracterizar como España conservadora. 

Aguarde el lector apresurado, nos dice más adelante: no, esto no trata de la dialéctica de las dos Españas, sino sólo del proceso de construcción de una idea de España, de lo que era en su momento, de lo que había sido y, por encima de todo, de lo que debía ser. Precisemos más, de un modo que nos introduzca casi imperceptiblemente en el tema: vamos a hablar, matizando la afirmación anterior, de cómo un sector de españoles examinaron en un momento determinado el conflictivo estado de la nación y su problemático papel como elite rectora: un país que, desde su punto de vista, seguía un rumbo incierto y que –esto era lo más doloroso– les daba la espalda o, peor aún, les repudiaba como antipatriotas o antiespañoles. Un país anclado en valores añejos que, según esos sectores ilustrados pero minoritarios, debían ser arrumbados para recuperar su dignidad ante el mundo y ante sí mismo. Y, precisamente, en función de esos ideales y propósitos alternativos, urdieron una determinada concepción de la historia, esto es, interpretaron el pasado en función de sus necesidades presentes y sus objetivos para el porvenir. Por decirlo, en fin, con los términos que están en el candelero desde hace décadas, construyeron un relato a su medida, la crónica de la nación que hubieran deseado más que la que realmente fue.

Ese proceso de construcción, añade, de un pasado ad hoc puede datarse históricamente, tuvo su momento fundacional. Nació y se desarrolló en un preciso intervalo, el que media entre la madurez del pensamiento ilustrado y la consolidación de una cosmovisión liberal en el sentido contemporáneo del término. Es el lapso en que se producen acontecimientos decisivos para la configuración de los Estados tal y como hoy los conocemos en casi todo el mundo civilizado: en primer lugar, y sobre todo –revulsivo por antonomasia en el Viejo Continente–, la revolución de 1789, la deriva subsiguiente, la expansión napoleónica y la guerra continental, con todo lo que los susodichos hechos conllevan de alteración radical del tablero europeo y, aún más, del surgimiento de una nueva mentalidad, unas nuevas aspiraciones, una eclosión, en suma, de sentimientos de autonomía individual e independencia de los pueblos. Si a este proceso complejo, ya de por sí perturbador del statu quo, añadimos la fuerza del romanticismo y la conmoción del nacionalismo, que convergen en el mismo punto reclamando la liberación de las naciones y los individuos, tenemos básicamente el panorama convulso que permite entender la necesidad imperiosa de nuevas concepciones del mundo –y naturalmente, dentro de él, de las colectividades nacionales– para adaptarse a los nuevos tiempos.

En una nota a pie de página, dice más adelante, al comienzo del volumen que nos ocupa (p. 10), se remite Jesús Torrecilla a un estudio fundamental sobre una de las ideologías políticas que ha configurado la España contemporánea, el libro de Javier Herrero sobre Los orígenes del pensamiento reaccionario español (Edicusa, Madrid, 1971). Y lo hace básicamente para perfilar el objetivo medular de su trabajo como la otra cara (complementaria, en gran medida) del análisis que efectuaba el rastreador del pensamiento reaccionario: «Llegaba a la conclusión [el citado Javier Herrero] de que lo que se denomina tradición española “ni es tradición ni es española”. Mi estudio –continúa Torrecilla– parte de un propósito similar: indagar el origen de los principales componentes que configuran el discurso progresista para apartarlo del ámbito de las esencias y enraizarlo en la historia». Al lector mínimamente atento a la bibliografía reciente sobre nación, nacionalismos, tradiciones, memorias y reinterpretaciones varias del pasado, y no digamos ya a los especialistas en estas cuestiones, el propósito del autor de esta obra no sólo no le sorprenderá, sino que le sonará a déjà vu, teniendo en cuenta la inflación de obras con objetivos similares o asimilables. La variación en este caso –y, por ende, la originalidad (relativa, todo hay que decirlo)– del ensayo de Torrecilla estriba en que el grueso de los materiales examinados –que sirven de fuentes primarias para las tesis del libro– no son de índole directamente política (manifiestos, programas, tratados y otras proclamas semejantes), sino de carácter literario (narrativa, poesía, teatro).

Sostiene el autor, señala el profesor Núñez, que su obra trata primariamente de mitos, y los mitos, «para ser eficaces, deben apelar a las emociones del receptor, algo en cierto modo fuera del alcance de la árida exposición historiográfica». Una argumentación un poco para andar por casa, porque puede argüirse que ni el relato histórico tiene que ser tan «árido» ni el mito se circunscribe exclusivamente al campo «emocional», sino también a una simplificación de la realidad y un sistema de valores. Sea como fuere, démosla por buena, porque es evidente que Torrecilla busca –por si acaso– curarse en salud aduciendo que no ha pretendido «escribir un libro de historia en la acepción convencional del término». Advertencia ociosa también a estas alturas, al menos para el curtido en estos lances. Hoy se admite como moneda corriente el papel cardinal de mitos, leyendas, invenciones, relatos fantasiosos o simples estereotipos en la formación de creencias, mentalidades, opiniones y actitudes. Si algo se cuestiona es precisamente lo que antes se daba por supuesto, la existencia de acontecimientos objetivos, registrables como datos incontrovertibles, para trazar una imagen objetiva de la realidad. En el mejor de los casos, el historiador trata de atenerse a los hechos hasta donde le es posible, pero sabe que con esos mismos sucesos pueden construirse –incluso con una inobjetable metodología y, por supuesto, la mejor de las intenciones– historias diversas y a veces hasta contrapuestas. De hecho, y para no irme por las ramas, baste mencionar aquí que existe una extensísima bibliografía sobre el particular. Por lo que toca al caso español, hace ya muchos años que autores como Rafael Pérez de la Dehesa, Inman Fox, Leonardo Romero Tobar y muchos otros estudiaron el papel de la literatura en la conformación de una cosmovisión nacional. Incluso hay un opúsculo de Miguel Ramos Corrada que lleva por título La formación del concepto de historia de la literatura nacional española (Universidad de Oviedo, Oviedo, 2000).

Es verdad, añade, que Torrecilla no se propone stricto sensu estudiar la génesis de una concepción nacional en la España contemporánea, ni el papel que desempeñaron en ese sentido la literatura o las elucubraciones míticas. Para entendernos, estamos lejos de obras tan ambiciosas y omnicomprensivas como la ineludible Mater dolorosa, de José Álvarez Junco. El propósito de este libro es más concreto y, por ello, más modesto: la formulación de un pensamiento progresista o, acaso sería más adecuado decir, una interpretación progresista de España que constituyera la alternativa al modelo conservador dominante. La matización nos desliza algunas claves que no deben pasar inadvertidas. Arguye el autor que el planteamiento progresista no sólo debía jugar a la contra –sin ir más lejos, contra el añejo y enraizado modelo que amalgamaba patria, religión y corona–, sino que también se desenvolvía en un entorno francamente desfavorable, porque «las ideas avanzadas venían de fuera». Presentaba así un evidente flanco débil ante sus críticos, que tenían muy fácil tildarlos de «antipatriotas» y estigmatizarlos por ello.

Como es sabido, sigue diciendo, al compás de la incorporación reciente de España a las instituciones europeas, se ha desarrollado en la historiografía una nueva perspectiva de la trayectoria hispana que ha llevado a la sustitución de la antaño preponderante noción de «especificidad» por el llamado paradigma de «normalidad». En este caso, sin embargo, frente a la concepción «normalizadora» de la historia reciente, representada por Gonzalo Anes, que defiende que a comienzos de la edad contemporánea «no había diferencias esenciales entre España y los países más prósperos de Europa», Jesús Torrecilla mantiene, por el contrario, que «la evidencia de los textos prueba que los españoles de la época tenían una conciencia de marginalidad (o, por ponerlo en otros términos, de debilidad) muy acentuada con relación a países como Francia e Inglaterra». Una argumentación que no tiene por qué conducir a la estigmatizada singularidad hispana: por esas fechas «había otros muchos países que se encontraban en una situación parecida y para los que la idea de modernidad estaba igualmente asociada con una realidad extranjera» (p. 12).

Ahí se inscribe, continúa diciendo, siempre según la apreciación de nuestro autor, el punto de partida de la «nueva interpretación de la historia» y la «nueva mitología» que pondrá en marcha el sector que propugnaba la modernización del país. Acusados de que sus ideas procedían de Francia (y Francia, no hace falta subrayarlo, constituía no sólo el mal por antonomasia en el aspecto doctrinal, sino el enemigo concreto que había invadido España), los progresistas se empeñarán en demostrar que su proyecto era genuinamente nacional. Más aún, según ellos, su programa de reformas no sólo hundía sus raíces en la tradición nacional, sino que era en última instancia un intento de redimir España y hallar el verdadero sentido de la historia hispana. Había que rescatar la trayectoria histórica de España del secuestro interesado y mendaz de los conservadores. Estas premisas indican claramente que, como apuntábamos antes, la alternativa progresista se construye en lucha abierta con la hegemónica representación tradicional. Sólo de esa manera pueden entenderse los nuevos mitos y la función que les toca representar en sus distintos niveles. Frente a la España uniforme y dogmáticamente cristiana de la Reconquista, la reivindicación de Al-Ándalus como parte de España y hasta un cierto modo de «ser España». Frente al absolutismo y despotismo real, una idea medieval (y, no hace falta subrayarlo, idealizada) de la monarquía como pacto entre el soberano y los territorios, respetando fueros y libertades establecidas. Frente a la preponderancia homogeneizadora y hasta castrante de Castilla, el modelo más abierto y teóricamente más respetuoso con la diversidad peninsular de la Corona de Aragón. Frente a las imposiciones e intereses de una dinastía extranjera –primero los Austrias, luego los Borbones–, la defensa de una idiosincrasia genuinamente española que ya se manifestó en su momento en hechos heroicos, como el levantamiento de los comuneros. Villalar se convierte no sólo en un símbolo, sino en el hito que inaugura una resistencia y permite establecer un hilo de continuidad con los catalanes en su también cerrada oposición al centralismo borbónico.

Se comprenderá ahora, añade, en todo su sentido el título que Torrecilla ha buscado para su ensayo, España al revés: «La mitología elaborada por los liberales implicaba una reacción contra los mitos de la España oficial y necesitaba distanciarse de todo lo asociado con ella. Sus mitos son contramitos. Por eso producen a veces la impresión de que su interpretación de la identidad española es una imagen invertida de la que en esos momentos existía» (p. 27). En este punto da la impresión de que en el libro se cargan demasiado las tintas en una contraposición que no fue tan rotunda y maniquea como el autor pretende y que no deja cabida a otros matices de la elaboración modernizadora, no necesariamente definidos y definibles por el conflicto abierto contra la tradición. Pero entrar en ello nos alejaría de nuestro asunto principal y nos enredaría en cuestiones menores. Porque, más allá de las gruesas líneas del dictamen de que hemos dado cuenta, los esfuerzos fundamentales de la obra se dirigen y extienden a un análisis prolijo de algunas obras y autores que representan diversos jalones en ese camino de construcción de una historia de España distinta a la establecida. En última instancia, la propia estructura del volumen viene condicionada para bien y para mal por un contraste llamativo entre, por una parte, una introducción y unas conclusiones hasta cierto punto generalistas y, por otro lado, cuatro capítulos que estudian asuntos bastante específicos. Da la impresión de que el libro se ha urdido no como obra ex novo, sino como yuxtaposición de artículos previos –aunque ciertamente emparentados entre sí–, a los que se les ha procurado luego dotar de un sentido unitario con los mencionados prólogos y epílogo.

El capítulo primero, dice, aborda «la conflictiva relación de los liberales con el pueblo», centrándose en las actitudes y escritos de un puñado de españoles que, entre finales del siglo XVIII y primer tercio del XIX, grosso modo, vivieron y padecieron la contradicción poco menos que insoluble de que «el pueblo» del que se proclamaban adalides prefiriera la superstición y el despotismo (el consabido «¡Vivan las caenas!») antes que la ilustración y la libertad. Algunos, como Capmany, optaron por anteponer la pasión y visceralidad nacionalistas a la racionalidad ilustrada, aduciendo que, en todo caso, el pueblo siempre tenía razón. Otros, como Larra, sufrieron el conflicto de forma más desgarradora y por ello desembocaron en el pesimismo y la exasperación personal. Una posición hasta cierto punto intermedia o más templada, representada por José Somoza, encomendaba al tiempo y la paciencia instructora el cambio en las actitudes de un pueblo al que le quedaba mucho para llevar su educación al nivel de su heroísmo.

Estudia el segundo capítulo, continúa el articulo, «el mito de los comuneros y los fueros medievales», un asunto que recibiría un espaldarazo decisivo entre 1820 y 1823, al compás de los avatares políticos del momento. Se necesitaban referencias históricas que legitimasen la lucha contra el absolutismo (Fernando VII) como la continuación de una trayectoria secular de rebelión y resistencia del pueblo y sus representantes frente al despotismo real (entonces, Carlos V). El primer escritor que da forma literaria al mito es José Quintana, pero otros muchos literatos, como Martínez de la Rosa o el duque de Rivas, contribuyeron con diversos enfoques a magnificar de una u otra forma a los protagonistas de la revuelta comunera. El mito comunero se abría además a interpretaciones variopintas, provenientes a veces de perspectivas e intenciones contrapuestas, aunque en el fondo convergían casi de modo complementario en lo mismo: rechazo al dominio extranjero, levantamiento contra la tiranía, defensa de las libertades tradicionales y respeto a la diversidad peninsular.

El mito de Al-Ándalus, añade, al que se dedica el capítulo tercero, resulta especialmente significativo por cuanto supone la reelaboración de la imagen del «otro» por antonomasia en la larga trayectoria histórica de España: el musulmán, el «moro», por decirlo en términos populares. Significa también la redefinición del mito fundacional de España como nación, primero por la gesta de don Pelayo y Covadonga, e inmediatamente después por la «lucha continuada» de la cristiandad durante ocho siglos, nada menos. Lejos, por tanto, de la visión tradicional, estas páginas se detienen en los autores que elaboran una visión alternativa de la presencia del islam en la península Ibérica: así, el arabista José Antonio Conde, que pretende contar la historia de aquellos siglos no desde la atalaya cristiana, sino desde la trinchera musulmana. Conde influyó en algunos exiliados liberales, que tendieron a ver su suerte como una nueva edición de la España intransigente, expulsando de su seno a los discrepantes, ahora por motivos políticos (como antaño lo fuera por razones religiosas). Otros siguieron su estela (como, por ejemplo, José Joaquín de Mora) y finalmente terminaría cristalizando una minoritaria pero influyente tendencia maurófila que entroncaría con el romanticismo de cartón piedra (los antes citados Rivas y Martínez de la Rosa). Como en los demás casos, el autor especifica claramente que el mito arabista no reflejaba una realidad histórica, sino que servía a los propósitos «de los liberales que lo crearon a principios del siglo XIX» (p. 206).

Me parece percibir, señala poco después, en el último capítulo un cambio de perspectiva, pues el precedente enfoque de historia de las ideas se trueca ahora en atención a las vicisitudes personales de dos «extranjeros en su patria», José María Blanco White y Mariano José de Larra. Aunque el capítulo en sí es interesante, no puedo evitar la sensación de que está metido en el conjunto de un modo algo forzado y, en todo caso, no añade nada a lo ya reseñado. La breve parte final, bajo el epígrafe de «Conclusiones», retoma las grandes líneas desarrolladas en las páginas precedentes. Ahí, por ejemplo, insiste Torrecilla en que algún que otro mito, como el de los comuneros (que se elabora por autores que poco o nada dicen al público de hoy, como José de Marchena, Manuel José Quintana o incluso el Condorcet más ignoto), pervive durante toda la edad contemporánea y llega hasta hoy mismo, a veces de modo subrepticio o con símbolos insospechados: «Que no se trató de una moda irrelevante o pasajera lo prueba el hecho de que, mucho más adelante, en los inicios de la Segunda República, se añadiría a la bandera española una tercera franja con el color del pendón por el que supuestamente lucharon los héroes de Villalar» (p. 261). El ejemplo es significativo, en mi opinión, porque representa bien la persistencia de determinados mitos en el imaginario colectivo. Y no sólo eso, sino que nos ayuda a entender determinadas actitudes y realidades de la España actual. Así, no son pocos los analistas políticos que siguen manifestando su asombro por el hecho de que la izquierda española, incluso la más formalmente marxista (yo diría que sobre todo esta), lejos del internacionalismo proletario que marca la ortodoxia, no pierde ocasión de aliarse con las agrupaciones locales en una deriva centrífuga que, desde el cantonalismo, parece el rayo que no cesa en la política peninsular. Pero hay más.

Con las excepciones o matices que se quieran, señala, la izquierda española sigue pensando –todavía a estas alturas– que Barcelona es la modernidad frente a la funcionarial Madrid, del mismo modo que Cataluña o la periferia en general representa la España tolerante frente al dogmatismo castellano. Esta misma Castilla –la Meseta, la España interior– continúa simbolizando para el pensamiento progresista el centralismo intransigente que intenta imponer su hegemonía a una España definida intrínsecamente como plural, rica y vigorosa precisamente por su diversidad. Por eso, toda defensa del idioma castellano en la España de hoy sigue siendo sospechosa para los autodenominados progresistas. La «guerra de las lenguas» en las comunidades autónomas no es más que una expresión de esa realidad y de esas convicciones. La responsabilidad del franquismo en la exacerbación de tensiones en este aspecto es incuestionable, pero no debe obviarse que las mencionadas tendencias son, como tales, anteriores a la Guerra Civil. De hecho, hay una continuidad de al menos dos siglos en los pilares de este pensamiento progresista. Si se me permite la esquematización inevitable, podría decirse que las izquierdas piensan España –o, si se prefiere, el mapa de España– como mosaico y, en el mejor de los casos, como voluntaria confluencia de movimientos autónomos y específicos, cada uno con su personalidad propia. Es decir, mantiene que el molde castellano fue de por sí un error (con o sin franquismo) y, en términos históricos, hubiera preferido que triunfase el modelo alternativo de la Corona de Aragón o incluso la colaboración de reinos (regiones) peninsulares preexistente a la forzada unificación de los Reyes Católicos.

Si nos retrotraemos más en el tiempo, añade, lo que se cuestiona es la Reconquista como hazaña hacedora de la nación. Primero porque, como expresó Ortega, no puede haber unidad y sentido en algo que se prolonga ocho siglos. Segundo, porque los mitos de la Reconquista –todos ellos– fueron fabricados por los vencedores y servían a sus intereses y valores. Frente a esta versión conservadora de la historia –que trata de legitimar la fusión de altar y trono–, los liberales del XIX y luego los progresistas de toda laya dirigirán una mirada amistosa al otro bando, que a veces pasa por la comprensión de las razones del otro –en este sentido se habla de aquellos siglos como de guerra civil entre hermanos– y en otras ocasiones desemboca en la idealización de Al-Ándalus. Una idealización, dicho sea de paso, que persiste, sobre todo en Andalucía.

En conclusión, se pregunta, ¿puede hablarse de que el pensamiento progresista pergeña una «España al revés», tal como establece el autor desde la misma portada del volumen? El título parece un poco exagerado a la hora de hacer balance y a tenor de lo que se nos ha ofrecido. Es incuestionable, desde luego, que buena parte del pensamiento progresista se fraguó a la contra, como señala Torrecilla en el libro y –podría añadirse– en condiciones especialmente adversas. Y sí, hasta cierto punto construyeron una historia alternativa que daba una imagen invertida del país. Pero el enfoque de este libro dista de darnos una acabada visión de conjunto, por cuanto atiende casi exclusivamente a fuentes literarias, examina relativamente pocos autores y se circunscribe a un lapso muy concreto que no supera el medio siglo. Su tesis es convincente y está bien argumentada, pero con las limitaciones apuntadas. Ello no resta interés a lo que se nos ofrece: de hecho, el libro no se lee, se devora, y ciertamente Torrecilla consigue a menudo dar pinceladas muy esclarecedoras, como cuando toma como referencia la pretensión monopolizadora y excluyente del pensamiento conservador (España, «martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...»). Un dogmatismo intransigente que le permite escribir: «El rechazo de la España oficial les lleva [a los progresistas] a identificarse con todos aquellos grupos que habían sido víctimas del autoritarismo y la intolerancia de sus dirigentes: con los comuneros y aragoneses que murieron en la defensa de sus fueros [...], así como con los catalanes que perdieron sus libertades tras la Guerra de Sucesión, pero también con los indígenas americanos oprimidos por brutales conquistadores sin escrúpulos, o con los judíos y musulmanes expulsados por negarse a renunciar a su credo» (p. 39). No cabe mejor repaso de la historia patria desde la perspectiva progresista. Sin tener en cuenta todo ello no puede entenderse lo que sucede en nuestros lares ahora mismo, a comienzos del siglo XXI. Lo cual, dicho sea de paso, no deja de tener sus ribetes melancólicos.


El fusilamiento de Torrijos, de Antonio Gisbert (1888)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


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lunes, 31 de marzo de 2014

La Guerra Civil, 75 años después.




Soldados republicanos pasando a Francia (abril, 1939)



Los españoles que cumplieron 18 años de edad el 1 de abril de 1939 y sigan con vida celebrarán mañana su 93 cumpleaños; no creo que queden muchos para hacerlo: en todo caso, felicidades. Mañana, 1 de abril, se cumplirán también 75 años del final de la más cruel de las numerosas guerras civiles que los españoles hemos afrontado en nuestra historia. Ninguna produjo tan alto número de muertos, heridos, desaparecidos y exiliados. Ninguna paz fue tan sanguinaria como la que siguió a esa guerra. Me gustaría pensar que nos hemos vacunado para siempre de este virus mortal, pero hay ocasiones, viendo y oyendo las cosas que nos decimos, en que me vence el escepticismo. Espero que sí, que los anticuerpos han hecho su efecto. No es día para conmemoraciones pero sí para el recuerdo.

Les recomiendo al respecto el artículo del profesor de Filosofía y Doctor en Historia, Rafael Núñez Florencio, piblicado en Revista de Libros bajo el título de "No solo miedo: las zonas grises del franquismo". Pienso que les resultará interesante.

El diario El País de hace cinco años, en el 70º aniversario de aquella fecha, publicó una crónica de la periodista Natalia Junquera, "El último pedazo de la II República", en el que se recreaba lo sucedido aquel día en el puerto de Alicante donde se amontonaban miles de republicanos y sus familias en espera de unos barcos que les llevaran al exilio pero que nunca llegaron. Solo lo hizo un pequeño carbonero inglés, el "Stanbrook", que desobedeciendo las órdenes de su patrón recogió a 3000 hombres, mujeres y niños y los trasladó hasta Orán, en Argelia. La he recogido como un hecho histórico, aislado y concreto, de los muchos que pasaron ese día.

Me gustaría que esta entrada del blog se viera como lo que pretende ser: un emocionado recuerdo y homenaje a todos los que murieron y padecieron la injusticia de unos españoles contra otros. Sólo sabiendo la verdad de lo ocurrido podemos liberarnos del odio y el rencor. Pero dejémosle esa tarea a los historiadores y no la usemos más como un arma arrojadiza entre nosotros. 

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




http://www.elpais.com/recorte/20090401elpepuint_12/XLCO/Ies/20090401elpepuint_12.jpg
El "Stanbrook" partiendo del puerto de Alicante (01/04/39)



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lunes, 27 de enero de 2014

Un mundo global (y desquiciado)




Un mundo global



A mi amigo, y "pensador mediterráneo", Rafael R.

Reconozcámoslo sin ambages: el mundo globalizado de hoy es un mundo trastornado, descompuesto, exasperado; desquiciado, en suma. El historiador Juan Pablo Fusi, al final de su libro más reciente: "Breve historia del mundo contemporáneo. Desde 1776 hasta hoy" (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2013), que he leído en estos días, reconoce que el problema político de la humanidad en esta segunda década del siglo XXI es el mismo que ya señalara en 1926 el economista británico John Maynard Keynes, cuyo pensamiento favorable a un mayor control de la economía por el Estado en el marco de un capitalismo inteligentemente dirigido pareció especialmente revalorizado por la crisis de 2008: "el problema político de la humanidad -escribió Keynes- consiste en combinar tres cosas: eficiencia económica, justicia social y libertad individual". Complicado pero no imposible.

Sobre el "disgusto radical con la sociedad existente y el pesimismo sobre su futuro" escribe también en el número de Revista de Libros de este mes de enero el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado. Nada proclive a los tremendismos, el profesor Arias, en el artículo citado, titulado precisamente "Los tremendistas", sale al paso de quienes así se manifiestan justificando su diagnóstico catastrofista, para hacer ver que aunque el pesimismo encuentre razones en las que fundamentarse: crisis todavía en marcha, desigualdades crecientes y salarios estancados, a pesar de todo eso, añade, nuestras sociedades desarrolladas han alcanzado estándares de bienestar y justicia, que aun lejos de ser completos y perfectos, no tienen comparación con el pasado, salvo acaso el perído dorado de las dos décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.

En parecido sentido puede interpretarse también el artículo que en El País del pasado día 25 escribía el economista Moisés Naím titulado "El milagro del año 2000". Los políticos nos han educado para no creerles, dice en su artículo, sin embargo, en los trece años que van del 2000 a acá -añade- la humanidad ha experimentado la mayor reducción de la pobreza de su historia: 500 millones de personas salieron de la miseria en la que vivían, la mortalidad infantil cayó en un 30% y las muertes por malaria disminuyeron un 25%. Y 200 millones de habitantes de los barrios más pobres del mundo tuvieron acceso a agua, cloacas y mejores viviendas.

Si el problema, como dice el profesor Arias en el artículo citado, no es quién tiene derecho a hablar -que todos lo tenemos- sino quién merece ser escuchado, es al público -concluye- a quien corresponde filtrar el tremendismo y ponerlo en su lugar -poético, moral- a la hora de formar sus propios juicios. A no ser, añade, que el público sea el primer seducido por la tentación apocalíptica y quienes la encarnan no hagan, en fin, más que responder a sus demandas.

Y termino, como empecé, volviendo al profesor Fusi y su libro sobre la historia contemporánea, del que pueden leer la crítica que sobre el mismo realizara en Revista de Libros (noviembre, 2013) el también historiador y filósofo Rafael Núñez Florencio en el enlace de más arriba. Cuenta Juan Pablo Fusi en el prólogo del libro citado que Ortega y Gasset, con tan solo veinticinco años, tuvo el atrevimiento de espetarle a Ramiro de Maeztu que cuando se escribe historia "o se hace literatura, o se hace precisión, o se calla uno". Eso no quiere decir que la literatura desmerezca de la historia, pero sí, que la historia se mueve en parámetros distintos que la literatura, y que los hechos son los hechos, y a ellos hay que atenerse para contarlos y para interpretarlos.

Fiel a la filosofía que inspiró el nacimiento de "Desde el trópico de Cáncer" su objetivo sigue siendo echar una ojeada sobre el mundo a partir de lo que dicen y cuentan "otros" con mucho mejor criterio, manifiesto, que al autor del blog. Lo que no quiere indicar que siempre se esté de acuerdo con lo manifestado por esos "otros" a los que, sin embargo, respeta y admira.

Sean felices, por favor. Y como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos, aunque ahora ya estemos de vuelta. Tamaragua, amigos. HArendt





Un mundo de todos y para todos




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sábado, 7 de diciembre de 2013

Sobre el fastidio de España y la genética de los españoles


En la entrada de hoy, como es uso y costumbre de un servidor, voy a mezclar churras con merinas trayendo a colación lecturas antiguas y recientes, serias y menos serias, personales y universales, para tratar un tema tan antiguo como es de la propia existencia de España y de los españoles: el de su esencia íntima, su fastidio generalizado a admitirse como son, a no aceptarse como tales, y sobre todo la ignorancia supina que mantienen sobre su propio origen genético. 

En resumen, sobre el inacabable debate en torno al "Ser de España". Y lo hago no para rebatir argumentos en contrario de los que dicen que España es un asco, o que no es una nación, o que los españoles somos un pueblo de borregos, o que "este" país nuestro no tiene solución, etc., etc., etc. No voy a molestarme en rebatir esas opiniones porque no son mas que eso, opiniones. Tampoco pretendo demostrar nada, ni a favor ni en contrario de esas tesis; si acaso, al que sea capaz de terminar de leer esta entrada, que le quede al menos la quisicosa de tener que admitir la posibilidad de que no seamos tan distintos como suponemos, ni tan desastre como país y pueblo respecto de cualquier otro pueblo o país de Europa o del mundo de los que han pasado por él (por el mundo) a lo largo de la historia. Si me permiten el atrevimiento, les animo a la lectura de dos ensayos al respecto: "El secreto de España" y "La novela de España. Los intelectuales y el problema español", de los historiadores Juan Marichal y Javier Varela, respectivamente, y ambas publicadas por Taurus (Madrid, 2008).

Para los lectores "no españoles" del blog les aclaro la expresión anterior de churras y merinas, que forma parte del refranero nacional, y que alude a la inconveniencia de mezclar cuestiones distintas en un mismo debate, al igual que no debían mezclarse churras y merinas en un mismo rebaño; ambas son dos tipos o razas de ovejas españolas históricamente dedicadas a la producción de carne y leche, las primeras; y de lana, excelente lana, origen de la expansión del comercio castellano durante siglos, las segundas.

Comencemos por la genética. El país que hoy conocemos como España, situado en la península ibérica, en el extremo sudoeste de Europa, ha sido colonizado y habitado por pueblos diversos a lo largo de los siglos, pueblos que han dado a su nueva patria nombres también diversos. Tras sus primeros pobladores conocidos, los iberos y los celtas, fenicios y cartaginenses la conocieron como Ispani; los griegos la dieron el nombre de Iberia; romanos y visigodos el de Hispania; los judíos, que llegaron a ella en el siglo III a.C., le dieron el nombre de Sefarad; y por último, los musulmanes, el de al-Andalus. A partir del siglo XIII d.C. los reinos cristianos del norte de la península, en contraposición a los musulmanes del sur, considerándose herederos directos del reino visigodo, le dan ya el nombre de España al conjunto de los reinos que la ocupan.

Todos ellos se fueron asentando e integrando en el territorio peninsular y mezclándose con la poblaciones anteriores. Así ocurrió entre romanos e iberos, y entre visigodos e hispanorromanos. La invasión musulmana propicia una conversión masiva de la población aborigen al islam, quedando como únicos reductos cristianos la cornisa cantábrica y los pirineos.

Aunque los historiadores no se han puesto de acuerdo en el número de los judíos españoles, se supone que a finales del siglo XV podían ser unos 400.000. Es el momento en que los reyes católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, decretan la conversión forzosa de los judíos al catolicismo, y la expulsión inmediata para los que no lo hagan, con confiscación de todos sus bienes y propiedades. Aproximadamente la mitad del total de los judíos españoles optan por el exilio.

Cien años más tarde, Felipe III ordena la expulsión tajante y definitiva de los moriscos de todo los territorios de la Corona. Los moriscos eran los cristianos de origen musulman que se habían convertido al catolicismo durante el período de la reconquista. Aproximadamente otros 300.000 españoles son obligados a exiliarse sin opción contraria alguna.

Cientos de miles de españoles desarraigados, desterrados, exiliados por la voluntad de otros españoles... La historia se ha repetido después en numerosas ocasiones; la última hace apenas 70 años. Pero eso es ya historia reciente; la pregunta de ahora es: ¿Cuántos judíos conversos y moriscos quedaron en la península y cuantos son sus descendientes? Hasta ahora no hubo forma de dar una respuesta concreta, pero el estudio genético de los españoles realizado por la American Journal of Human Genetics, que presentó sus datos en Madrid a finales de 2008, vino a confirmar que unos ocho millones de nuestros compatriotas son descendientes directos de judíos conversos (aproximadamente el 20 por ciento de la población total de España), y unos cuatro millones y medio lo son de moriscos (el 10 por ciento del total). 

Todo lo anterior lo contaba el historiador Javier Sampedro en un artículo de El País de esas fecha titulado "Sefardíes y moriscos siquen aquí". No deja de ser curioso en un país en el que el antisemitismo campa a sus anchas, que uno de cada cinco de sus pobladores sea descendiente directo de esos judíos a los que detesta; y uno de cada diez, descendiente de esos "moros" que le atemorizan, pero necesita...

Una anécdota personal: En el otoño de 1956 yo acababa de comenzar los estudios de primero de bachillerato en el colegio "Infanta María Teresa" de Madrid. Era el primer día de clase de la asignatura de Historia de la Música, que impartía un joven profesor muy atildado, al que siempre conocí vestido de riguroso traje negro, con corbata de colores chillones y camisa blanca. Podría tener unos cuarenta y pocos años, y lamento no recordar su nombre. Lo que no voy a olvidar nunca fue ese primer día de clase, pues nada más comenzar la misma se dirigió a mi, me preguntó mi nombre y apellidos, y me soltó: "Usted es de origen judío, ¿verdad, señor Campos?". Me quedé sorprendido pues era la primera vez que alguien me mencionaba tal cosa; le respondí con sinceridad que no tenía la menor idea, pero que pensaba que no, puesto que yo, mis padres, mis hermanos y toda mi familia eran católicos. Él me contestó que los rasgos de mi cara y mi apellido paterno decían que sí, y que se lo preguntara a mis padres. Nunca lo hice, pero mucho más tarde, por otras vías, vine a confirmar que formo parte orgullosa de ese veinte por ciento de españoles de origen judeo-converso; y que, al menos para mí, Américo Castro y no Sánchez Albornoz tenía razón en cuanto a la famosa polémica sobre el "Ser de España". Castrista como soy, les recomiendo leer su monumental "España en su historia. Cristianos, moros y judíos" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1989).

En cuanto a, en palabras de Pedro Laín Entralgo, "la dramática inhabilidad de los españoles desde hace siglo y medio, para hacer de su patria un país mínimamente satisfecho de sus instituciones políticas y sociales", escribía el también historiador Rafael Núñez Florencio en el número de octubre de 2005 de Revista de Libros, un enjundioso artículo titulado "Sobre el fastidio de España y la incomodidad de ser español", cuya lectura les recomiendo encarecidamente. El artículo constituía una acerada crítica de sendos libros publicados en aquel año por José Luis Abellán: "El problema de España y la cuestión militar" (Dykinson, Madrid); Manuel Azaña y José Ortega y Gasset: "Dos visiones de España. Discursos en las Cortes Constituyentes sobre el Estatuto de Cataluña. 1932" (Círculo de Lectores, Barcelona); Suso de Toro: "Otra idea de España" (Península, Barcelona); y de Vicente Palacio Atard: "De Hispania a España. El nombre y el concepto a través de los siglos" (Temas de hoy, Madrid). 

Termino, o casi, con otras palabras del hispanista Gerald Brenan en su "El laberinto español. Antecedentes sociales y políticos de la guerra civil española" (Ruedo Ibérico, París, 1962), escritas en 1943, y citadas por José Luis Abellán en su "Historia crítica del pensamiento español. Tomo 6. La crisis contemporánea I. 1875-1897" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1993), de cuya lectura estoy disfrutando ahora mismo, palabras en las que Brenan se preguntaba por la falta de arraigo que el liberalismo económico y el capitalismo habían tenido históricamente en España. 

Su reflexión no podía ser más elocuente. Decía Brenan: "Nadie puede suponer que una raza tan activa e inteligente como los españoles no pudiera, si lo desease, aplicarse a hacer fortuna; la explicación de este fenómeno no pueda ser otra que, como observó un embajador veneciano hace dos siglos, nunca se lo propusieron ni desearon. Verdaderamente, esto es obvio para cualquiera que haya vivido en España. Cada clase tiene su especial modo de mostrar la repugnancia que siente por la civilización capitalista moderna. Los alzamientos de los carlistas y anarquistas son una forma de ello. La ociosidad del rico, la ausencia de empresas y de hombres de negocios, la pereza de los banqueros son tantas otras formas de esa repugnancia. Así, hallamos también el fenómeno de la empleomanía, con la superabundancia de funcionarios del gobierno y de oficiales del Ejército. Aparte de cualquier causa histórica que se pueda asignar a este espíritu refractario, queda el hecho de que los españoles viven para el place o los ideales, pero nunca para el éxito personal ni para hacer fortuna". 

No estoy seguro de que Brenan siguiera pensando hoy lo mismo sobre los españoles que aquello que decía sobre nosotros en 1943, pero como retrato de la idiosincrasia profunda de lo que somos, no andaba muy desviado.

Creo que por hoy es bastante. Quizá en otra ocasión volvamos a tratar sobre España y los españoles. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt




Entrada núm. 2006
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)