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lunes, 26 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Vergüenza



Matteo Salvini besa un rosario durante un mitin en mayo


La vergüenza es un sentimiento revolucionario, y al final, va a resultar que los auténticos cristianos son los que pasan por descreídos, comenta el escritor Julio Llamazares en relación con las vicisitudes de los ocupantes y la tripulación del "Open Arms" en el Mediterráneo durante estas últimas semanas. 

El 31 de marzo de 2018, comienza diciendo Llamazares, durante su oración en la celebración del vía crucis del Viernes Santo ante el Coliseo de Roma, el papa Francisco calificó de vergüenza que quienes hoy dirigen los destinos del planeta “dejen a los jóvenes un mundo fracturado por las divisiones y las guerras, un mundo devorado por el egoísmo donde los jóvenes, los débiles, los enfermos y los ancianos son marginados”. No era la primera vez que el Papa argentino de origen italiano utilizaba la palabra vergogna (vergüenza) para definir una situación, ya fueran los abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes católicos, ya fuera la actitud de algunos gobernantes europeos ante la llegada al continente de personas que huyen de la hambruna y de las guerras que asolan los suyos. Incluso llegó a hablar el papa Francisco en una ocasión de la vergüenza como “una gracia divina que nos impulsa a pedir perdón”.

Se ha echado en falta, por eso mismo, la voz del Papa estos días ante el incidente internacional provocado por el ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, con su negativa a acoger a un barco de una ONG española que transportaba a inmigrantes ilegales rescatados del mar, condenándolos a permanecer frente a las costas de Lampedusa en circunstancias penosas durante 18 días hasta que un fiscal italiano le obligó a acogerlos. En lugar del Papa, la que ha utilizado esta vez la palabra vergüenza ha sido la ministra de Defensa española, Margarita Robles, quien no ha dudado en calificar la actitud de su colega italiano Salvini como “una vergüenza para la humanidad en su conjunto”.

Pero lo que produce más vergüenza, aparte de la actitud de Salvini (quien, por cierto, no duda en aparecer, cuando se fotografía en bañador con sus admiradores en cualquiera de las playas italianas cuya inviolabilidad con tanto rigor defiende, con un crucifijo en el pecho y en presumir de cristiano; (“cristiano pero no tonto”, ha precisado, eso sí), es la de los representantes de los partidos de la derecha española, que también se declaran cristianos, criticando la actitud del Gobierno español en funciones en un asunto que no admite disensión, salvo por oportunismo político. Si ya no entienden el interés nacional al tratarse de un conflicto entre un barco español y un Gobierno extranjero —ellos que tanto hablan de patriotismo— ni las razones humanitarias que han llevado al nuestro a ofrecerse a acoger a los náufragos solidariamente con otros Gobiernos europeos en el caso, que finalmente no se produjo, de haber llegado aquéllos a territorio español, al menos que lo hagan por vergüenza y por caridad cristiana, esa de la que tanto presumen y a la que se agarran cuando les interesa. Que el propio Papa vaya por delante de ellos, si bien en este caso concreto no haya alzado la voz (sí en otros anteriores), debería hacerles pensar y reconsiderar su comportamiento, poniéndose, no ya del lado del Gobierno español, sino del de los Evangelios, esos que recomiendan y santifican la caridad y el socorro a los que los necesitan: “Dichoso el que cuida del pobre y desvalido; en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor” (salmo 40).

Al final, va a resultar que los auténticos cristianos son los que pasan por descreídos y comecuras, y que el papa Francisco es uno más de ellos, como algunos de sus seguidores, por cierto, ya han dejado caer por alinearse con los desfavorecidos y no con ellos, dejándoles en evidencia. Lo dijo Carlos Marx y lo reprodujo como cita en su poema Malos recuerdos, publicado dentro del libro Blues castellano, el poeta Antonio Gamoneda: “La vergüenza es un sentimiento revolucionario”.





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 10 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La capitana y el ministro





Debemos estar atentos al juicio de Carola Rackete, escribe el Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, que podría ser condenada a 10 años de cárcel, y exigir que los jueces salven la honra y las buenas tradiciones de Italia, hoy pisoteadas por Salvini y la Liga

Carola Rackete, la capitana del barco Sea Watch 3, que hacía 17 días andaba a la deriva en el Mediterráneo con 40 inmigrantes a bordo rescatados en el mar, atracó en la madrugada del viernes pasado en la isla italiana de Lampedusa, pese a la prohibición de las autoridades de ese país. Hizo bien. Fue de inmediato detenida por la policía italiana, y el ministro del Interior y líder de la Liga, Matteo Salvini, se apresuró a advertir a la ONG española Open Arms, que anda por los alrededores con decenas de inmigrantes rescatados en el mar, que “si se atreve a acercarse a Italia, correría la misma suerte que la joven alemana Carola Rackete”, quien podría ser condenada a 10 años de cárcel y a pagar una multa de 50.000 euros. El fundador de Open Arms, Óscar Camps, respondió: “De la cárcel se sale, del fondo del mar, no”.

Cuando las leyes, como las que invoca Matteo Salvini, son irracionales e inhumanas, es un deber moral desacatarlas, como hizo Carola Rackete. ¿Qué debería haber hecho, si no? ¿Dejar que se le murieran esos pobres inmigrantes rescatados en el mar, que, luego de 17 días a la deriva, se hallaban en condiciones físicas muy precarias, y alguno de ellos a punto de morir? La joven alemana ha violado una ley estúpida y cruel, de acuerdo con las mejores tradiciones del Occidente democrático y liberal, una de cuyas antípodas es precisamente lo que la Liga y su líder, Matteo Salvini, representan: no el respeto de la legalidad, sino una caricatura prejuiciada y racista del Estado de derecho. Y son precisamente él y sus seguidores (demasiado numerosos, por cierto, y no sólo en Italia, sino en casi toda Europa) quienes encarnan el salvajismo y la barbarie de que acusan a los inmigrantes. No merecen otros calificativos quienes habían decidido que, antes de pisar el sagrado suelo de Italia, los 40 sobrevivientes del Sea Watch 3 se ahogaran o murieran de enfermedades o de hambre. Gracias a la valentía y decencia de Carola Rackete por lo menos estos 40 desdichados se salvarán, pues ya hay cinco países europeos que se han ofrecido a recibirlos.

Sobre la inmigración hay prejuicios crecientes que van alimentando el peligroso racismo que explica el rebrote nacionalista en casi toda Europa, la amenaza más grave para el más generoso proyecto en marcha de la cultura de la libertad: la construcción de una Unión Europea que el día de mañana pueda competir de igual a igual con los dos gigantes internacionales, Estados Unidos y China. Si el neofascismo de Matteo Salvini y compañía triunfara, habría Brexits por doquier en el Viejo Continente y a sus países, divididos y enemistados, les esperaría un triste porvenir a fin de resistir los abrazos mortales del oso ruso (véase Ucrania).

Pese a que las estadísticas y las voces de economistas y sociólogos son concluyentes, los prejuicios prevalecen: los inmigrantes vienen a quitar trabajo a los europeos, acarrean delitos y violencias múltiples, sobre todo contra las mujeres, sus religiones fanáticas les impiden integrarse, con ellos crece el terrorismo, etcétera. Nada de eso es verdad, o, si lo es, está exagerado y desnaturalizado hasta extremos irreales.

La verdad es que Europa necesita inmigrantes para poder mantener sus altos niveles de vida, pues es un continente en el que, gracias a la modernización y el desarrollo, cada vez un número menor de personas deben mantener a una población jubilada más numerosa y que sigue creciendo sin tregua. No sólo España tiene la más baja tasa de nacimientos en el año; muchos otros países europeos le siguen los pasos de cerca. Los inmigrantes, querámoslo o no, terminarán llenando ese vacío. Y, para ello, en vez de mantenerlos a raya y perseguirlos, hay que integrarlos, removiendo los obstáculos que lo impiden. Ello es posible a condición de erradicar los prejuicios y miedos que, explotados sin descanso por la demagogia populista, crean losMatteo Salvini y sus seguidores.

Desde luego que la inmigración debe ser orientada, para que ella beneficie a los países receptivos. Conviene recordar que ella es un gran homenaje que rinden a Europa esos miles de miles de miserables que huyen de los países subsaharianos gobernados por pandillas de ladrones y, encima, a veces fanáticos que han convertido el patrimonio nacional en la caverna de Alí Babá. Además de establecer regímenes autoritarios y eternos, saquean los recursos públicos y mantienen en la miseria y el miedo a sus poblaciones. Los inmigrantes huyen del hambre, de la falta de empleo, de la muerte lenta que es para la gran mayoría de ellos la existencia.

¿No es un problema de Europa? La verdad es que sí lo es, por lo menos parcialmente. El neocolonialismo hizo estragos en el Tercer Mundo y contribuyó en buena parte a mantenerlo subdesarrollado. Por supuesto que la falta es compartida con quienes adquirieron las malas costumbres y fueron cómplices de quienes los explotaban. No hay duda de que, en última instancia, sólo el desarrollo del Tercer Mundo mantendrá en sus tierras a esas masas que ahora prefieren ahogarse en el Mediterráneo, y ser explotadas por las mafias, antes que continuar en sus países de origen donde sienten que no cabe ya la esperanza de cambio.

Lo fundamental en Europa es una transformación de la mentalidad. Abrir las fronteras a una inmigración que es necesaria y regularla de modo que sea propicia y no fuente de división y de racismo, ni sirva para incrementar un populismo que tan horrendas consecuencias trajo en el pasado. Es preciso recordar una y otra vez que los millones de muertos de las dos últimas guerras mundiales fueron obra del nacionalismo y que éste, inseparable de los prejuicios raciales y fuente irremediable de las peores violencias, ha dejado huella en todas partes de las atrocidades que causó y que podría volver a causar si no lo atajamos a tiempo. Hay que enfrentar a los Matteo Salvini de nuestros días con el convencimiento de que ellos no son más que la prolongación de una tradición oscurantista que ha llenado de sangre y de cadáveres la historia del Occidente, y han sido el enemigo más encarnecido de la cultura de la libertad, de los derechos humanos, de la democracia, nada de lo cual hubiera prosperado y se hubiera extendido por el mundo si los Torquemada, los Hitler y los Mussolini hubieran ganado la guerra a los aliados.

Escribo este artículo en Vancouver, una bella ciudad a la que llegué ayer. Esta mañana me he desayunado en un restaurante del centro de la ciudad en el que trabé conversación con cuatro “nativos” que eran de origen japonés, mexicano, rumano y sólo el último de ellos gringo. Los cuatro tenían pasaporte canadiense y parecían contentos con su suerte y entenderse muy bien. Ese es el ejemplo a seguir en Europa, el de Canadá.

Debemos estar atentos al juicio de Carola Rackete y exigir que los jueces salven la honra y las buenas tradiciones de Italia, hoy pisoteadas por Salvini y la Liga. Estoy seguro de que no seré el único en pedir para esa joven capitana el Premio Nobel de la Paz cuando llegue la hora.



Dibujo de Fernando Vicente para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 20 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Tropezar con la memoria





Todos los que han conocido a supervivientes son conscientes de la información que se pierde cuando se extingue su memoria y de la sabiduría que conocer el pasado entraña, escribe en El País el periodista Guillermo Altares.

Las llamadas “piedras de la memoria”, Stolpersteine, han empezado a colocarse en Madrid, comienza diciendo Altares. Se trata de pequeñas esculturas de cobre del artista alemán Gunter Demnig, del tamaño de un adoquín, destinadas a conmemorar a víctimas del nazismo y el fascismo. Figura el nombre de la víctima, su lugar de nacimiento y el sitio donde fue asesinado. La idea es que los peatones se tropiecen levemente con ellas y así se den cuenta de que hay algo extraño en ese lugar. Las placas están colocadas ante los domicilios de los ausentes.

Los barrios judíos de Berlín o Roma están llenos de estas piedras. Ya se han colocado 70.000 en cientos de ciudades, con lo que representan el mayor monumento contra el fascismo del mundo. No solo conmemoran a judíos, sino a todas las víctimas de los totalitarismos del siglo XX: discapacitados, testigos de Jehová, gitanos, objetores de conciencia, homosexuales, socialdemócratas o republicanos españoles. Nadie se libró de la furia asesina.

La proliferación de estas piedras coincide con un momento inevitable al que más tarde que pronto tendrá que enfrentarse Europa: la desaparición de los últimos testigos de los años treinta y de la II Guerra Mundial. Las recientes conmemoraciones del desembarco de Normandía estuvieron centradas en los veteranos con la sensación general de que en la próxima celebración, el 80º aniversario, quedarán muy pocos. Lo mismo ocurre con Auschwitz, el campo de exterminio nazi, donde normalmente se realizan ceremonias cada 10 años, aunque en esta ocasión, el próximo 27 de enero, se recordará a los supervivientes en el 75º aniversario de la liberación del campo ante el temor de que dentro de cinco años queden demasiados pocos testigos.

Todos los que han conocido a supervivientes y a los que sus padres o abuelos les contaron sus guerras son conscientes de la información que se pierde cuando se extingue su memoria y de la sabiduría que conocer el pasado entraña. Una de las lecciones de aquellos años consiste en minusvalorar el peligro que encarna la ultraderecha, en olvidar su capacidad para laminar las instituciones desde dentro, como ocurre en Hungría o Polonia. Para eso sirven las Stolpersteine, para toparse con el pasado. Visto lo visto, por muchas que se coloquen nunca serán suficientes.



'Stolpersteine' en el antiguo barrio judío de Berlín


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lunes, 17 de junio de 2019

[NUESTRA EUROPA] ¿Y si la UE dejara de existir?





Si no existiera la Unión Europea (UE), ¿viviríamos mejor, con más libertad, igualdad, bienestar y seguridad? Los españoles, ¿confiamos más en España o en Europa?, se preguntaba hace unas semanas en el diario El Mundo la profesora Araceli Mangas Martín, Académica de Número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la UCM. 

La confianza de los españoles, comenzaba diciendo la profesora Mangas, logra un 75% de apoyo al entender que estas tres décadas en la UE (1986-2019) han sido beneficiosos para los intereses generales de España (encuesta de primavera del Eurobarómetro). Además, el 68% estima que las cosas van en "la mala dirección" en España, mientras que en la UE la desconfianza baja al 56%. Confiamos más en la red europea que en nuestros inmediatos representantes políticos, aunque también por nuestra escasa autoestima solemos valorar mejor lo de fuera.

Lo que más preocupa a los españoles es el desempleo juvenil (menores de 25 años). Claro, España es la subcampeona de Europa en desempleo juvenil (33,7 %) por culpa del mediocre sistema educativo, de la descuidada formación profesional, del rígido sistema laboral y sindical.... La media de la UE está en el 14,5% (marzo 2019). La política de empleo es responsabilidad nacional plena y la UE solo asume funciones de coordinación y orientación. El desempleo general se dobla en España (14%) respecto de la media europea del 6,4% (marzo 2019). Luego, el problema es España. No son las políticas de la UE las que fallan, sino las nuestras, nuestros políticos.

Sabemos que la UE ha beneficiado al bienestar de los españoles. Las políticas de igualdad entre mujeres y hombres aprobadas por el Parlamento Europeo (PE) y el Consejo -el legislador europeo bicameral- son la vanguardia del planeta; esas directivas europeas de igualdad se tradujeron en leyes internas, como la conocida Ley de 2007 de la que se apropió el Gobierno Zapatero. Los políticos nacionales hacen suyos los éxitos de la UE y, por el contrario, le endosan sus fracasos internos.

Además, la UE no nos roba. Por el contrario, hace ya unos años el Tribunal de Justicia de la UE condenó a España por haber exigido ilegalmente desde 2002 un impuesto sobre los carburantes (céntimo sanitario) que oscilaba entre 1 y 5 céntimos por cada litro de gasolina. El Tribunal europeo exigió en 2014 la devolución de cerca de 13.000 millones de euros por el Gobierno central y 13 autonómicos (incluida la Generalitat de Cataluña, que fue una de las primeras en implantarlo). La UE ni engaña ni roba, que ya es bastante.

Podría recordar otros casos importantes en los que la UE sale a nuestro rescate de la voracidad de los políticos españoles. Desde hace al menos una veintena de años, las Cortes y los bancos se aliaron para no aplicar normas europeas que nos protegían frente a viejas normas internas y exprimir nuestros bolsillos cuando se compraba una vivienda (cláusulas suelo ilegales, hipotecas con índices mal referenciados, cláusulas abusivas, ejecuciones sin derecho a tutela judicial y por escaso impago). Gracias al Tribunal de Justicia de la UE se fue desmontando una aberrante legislación de Cortes y una errónea interpretación por el Tribunal Supremo. Aún la protección de los consumidores libra nuevas batallas pendiente en Luxemburgo. Lo saben cientos de miles de españoles que han podido recuperar una parte importante del dinero apropiado (unos 20.000 millones). La Unión, de nuevo, al rescate de los derechos de los españoles frente al insensible legislador interno, Tribunal Supremo y la banca. Gracias a la aplicación de normas aprobadas por el Parlamento Europeo.

La Europa cotidiana ha extraído las consecuencias del espacio económico unificado para las personas y las empresas, también para nuestras actividades diarias, como el uso del móvil con las tarifas nacionales con validez en los 28 Estados miembros. Nos sentimos como en casa en cualquier parte de la UE. Los europeos desplazados pueden hablar a diario con sus familias y amigos; o las empresas con sus clientes abaratando costes O nos hemos desprendido de decenas de cables porque la Unión estandarizó el cable único para los móviles androides. Europa nos aproxima gracias a las normas que aprueba el Parlamento Europeo.

Nos ha defendido de los gigantes tecnológicos norteamericanos (de los abusos de sus buscadores, de sus agresivos modos de venta o de sus imposiciones, de su fraude fiscal masivo, de sus abusos con nuestra identidad gracias al derecho al olvido) con multas mil millonarias a Apple, Google, Amazon, o Microsoft. La Comisión Europea -el ejecutivo de la UE- nos ha protegido como nunca lo hubiera podido hacer nuestro Estado haciendo aplicar normas aprobadas por el Parlamento Europeo.

La Unión nos ha protegido de las ayudas públicas que conceden con demasiada discreción los responsables nacionales y regionales para mantener su sistema clientelar falseando la competencia. La UE exigió a los beneficiarios su devolución a las arcas públicas. ¿Se podría conseguir eso sin la Unión?

Sin sus fuertes multas y la vigilancia por la Comisión de las normas de protección medioambiental que aprueba el PE, qué sería de nuestras costas, ríos, o aguas residuales urbanas y residuos sólidos o emanaciones industriales; nos estaríamos ahogando entre la contaminación. Sabemos hasta qué punto es importante la conformación del Parlamento Europeo por su legislación progresiva, en general, para todos los ciudadanos europeos. Y, al igual que ocurre en España tras las elecciones generales, luego hay que formar el Ejecutivo que va a administrar la Unión.

Y habrá que elegir a la presidenta (hasta ahora nunca una mujer) o presidente de la Comisión abandonando el absurdo sistema del cabeza de lista más votado -al margen de la legalidad del Tratado de la UE- y sin lógica política ni jurídica, pues el voto es nacional y no podemos votar a cabezas de lista pues no hay listas transnacionales. Y, dado que desde hace dos décadas ganan los populares, eso condenaría a la Comisión a repetir un presidente popular también en la nueva legislatura. Ese pie forzado llevó al desastre institucional de la actual legislatura con tres presidencias en manos del Partido Popular Europeo -Comisión, Consejo Europeo y luego la del Parlamento-, lo que impidió la transversalidad habitual de cohabitación (populares, socialistas y, alguna vez, liberales) en el reparto de presidencias. Los liberales serán decisivos en la nueva legislatura en la que los dos grandes partidos van a pesar menos, y los encabeza una mujer.

Muchos desprecian o hablan de otra Europa, pero nadie quiere irse, ni los británicos encuentran una puerta de salida a un mundo mejor. No se atreven a plantear la renuncia al euro que, a la postre, es un verdadero escudo para nuestra estabilidad económica, a pesar de su debilidades e insuficiencias. Los que critican con apriorismos a la UE tampoco quieren renunciar al placer de la libre circulación sin fronteras o del mercado interior, ni a los fondos estructurales de la UE que representan las políticas de redistribución de riqueza entre naciones jamás soñadas. No es tan terrible la burocracia europea; como los romanos opresores de la película La vida de Brian, las instituciones europeas hacen muchas cosas buenas por nosotros.

La UE es, además, un espejo en el que se deberían mirar los partidos políticos españoles. Allí nunca un partido ha tenido la mayoría absoluta y siempre trabajan en gran coalición parlamentaria sosteniendo a la Comisión siempre interpartidaria. Desde 1979 hasta ahora su entendimiento se ha basado en la transacción difuminando la tradicional confrontación derecha-izquierda. Es cierto que los ciudadanos no siempre conocen lo logrado ni los retos de futuro ni los programas, pero tampoco en las elecciones internas. El electorado vota por los partidos con los que creen compartir valores y orientaciones en cada momento. Al igual que en las pasadas elecciones del 28-A, tenemos que movilizar el voto de los demócratas frente a los soberanistas que anteponen su terruño a los intereses de la libertad y el bienestar general. Los europeístas frente a los que quieren destruir las libertades, la igualdad y el bienestar que representa la UE.



Dibujo de Raúl Arias para El Mundo



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domingo, 2 de junio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] ¡Danzad, danzad, malditos!





Aunque muchas personas podrían sostener que consideran la libertad como el bien supremo, suelen optar en la práctica por la seguridad, escribía en enero pasado en Revista de Libros el médico y escritor inglés Anthony Daniels, que suele publicar sus libros y artículos bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, reseñando el del escritor polaco Witold Szabłowski, titulado Dancing Bears. True Stories of People Nostalgic for Life Under Tyranny.

Admitir que se prefiere el confort al riesgo, comienza diciendo Dalrymple, lo conocido a lo desconocido, la rutina a la aventura y la dependencia a la responsabilidad personal tiene algo de vergonzoso, lo cual explica por qué la gente no reconoce sus preferencias en público y se condena en consecuencia a incurrir en la mala fe. Tienen que pretender creer algo en lo que no creen, a saber, que la libertad es su bien supremo.

En la cárcel en que trabajé durante muchos años como médico solía preguntar en un aparte, y en confianza, a los presos que habían sido detenidos y condenados por enésima vez si preferían realmente la vida en la cárcel a la vida en el exterior. Alrededor de un tercio me admitieron que sí, porque en la cárcel se encontraban a salvo: de sus enemigos, de las exigencias intimidantes de las madres de sus hijos, de la necesidad de arreglárselas por sí solos, pero, sobre todo, de ellos mismos. Cuando quedaban a su libre albedrío, no sabían qué hacer y, en consecuencia, hacían las cosas más obviamente autodestructivas. Lo cierto es que no era inhabitual que un preso lanzara un ladrillo a la cárcel nada más ser liberado con la esperanza de volver a entrar lo antes posible. Incluso el escritor Arthur Koestler escribió en cierta ocasión que no se había sentido nunca más libre que cuando fue condenado a muerte en una de las prisiones franquistas durante la Guerra Civil. Pero ningún preso admitiría jamás a otro preso que le gusta la cárcel, porque, si así lo hiciera, sería considerado como un debilucho en el mejor de los casos y, en el peor, como un traidor. Ni los debiluchos ni los traidores lo pasan bien en una cárcel.

En este libro, el periodista polaco Witold Szabłowski traza un sugerente paralelismo entre la liberación de los conocidos como osos danzantes en Bulgaria, que se produjo gracias a la presión de los grupos que luchan por los derechos y el bienestar de los animales en Europa Occidental, y el de los pueblos de Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín. Tanto los osos como las personas tuvieron dificultades al enfrentarse a su recién recuperada libertad. Mi ejemplar del libro dice en la contracubierta que el autor pertenece a la tradición de Ryszard Kapuściński, pero no estoy del todo seguro de que eso sea, o deba ser, enteramente un cumplido cuando se describe una obra que se encuadra supuestamente en el género del reportaje. Kapuściński era un escritor maravilloso y cautivador, pero también tenía algo de fabulador que tendía a presentar la ficción como una verdad literal sobre las bases espurias de que la ficción puede penetrar en verdades más profundas que el reportaje de los meros hechos. Todos creemos esto, quizá, pero nos gusta saber, sin embargo, cuándo están fabricándose los supuestos hechos y no nos gusta que nos tomen por tontos ignorantes o por crédulos.

La analogía entre las dificultades de los osos danzantes tal como las describe Szabłowski y las de los pueblos de Europa del Este es, por supuesto, más poética que exacta. Durante siglos, los gitanos de los Balcanes han amaestrado a los cachorros de oso para ejecutar gracias que divirtieran a la gente y hacer ganar dinero con ello a sus dueños. Aunque esto suponga dolor para los animales ‒se les sacan los dientes, por ejemplo, se ponen anillos que les atraviesan su órgano más sensible, su nariz, a los que se engancha una cadena a la que van unidos durante el resto de su vida, reciben una alimentación inadecuada y son condicionados por medio de estímulos aversivos para que actúen de un modo absolutamente ajeno a su naturaleza y su dignidad natural‒, sus dueños afirman que los aman y defienden que tienen una relación especial con ellos. No pueden imaginar la vida sin ellos.

Cuando se ilegalizó en Bulgaria la posesión de osos danzantes, no podía dejarse a los animales en libertad sin más, por supuesto. No sabían cómo buscar comida; no sabían cómo prepararse para la hibernación ni comprender siquiera que tenían que hibernar; con toda probabilidad, osos genuinamente salvajes los habrían matado. En cualquier caso, no habrían sobrevivido mucho tiempo.

Tras haber liberado a los osos de sus dueños gitanos, las organizaciones en defensa de los derechos de los animales y los grupos de presión ecológicos crearon una especie de parque ursino o centro de rehabilitación de unas diez hectáreas en el que los osos podían moverse libremente, pero en el que llevaban una vida no más natural para un oso que la que hacían con sus anteriores propietarios. La alambrada que los rodeaba se electrificó a fin de que no pudieran traspasarla. Había que procurarles comida y se construyeron refugios invernales. No podían tener cachorros porque estaban esterilizados. Cuando se encuentran en la naturaleza, los osos pasan tres cuartas partes de su tiempo buscando comida, pero, ¿qué es lo que podían hacer ahora con su tiempo los osos liberados? No puedes tener a un oso viendo todo el tiempo la televisión, al contrario que un antiguo drogadicto o un criminal. Lo que se decidió fue esconder la comida a fin de que tuvieran que salir en su búsqueda.

El libro se vale de los osos como una metonimia para las poblaciones de Europa del Este tras su liberación del comunismo. La transición de la tiranía a la libertad no fue en absoluto fácil para ellas. Del mismo modo que los osos quedaron desconcertados por su nueva vida, otro tanto les sucedió a las poblaciones de Europa del Este, al menos tal como las retrata el autor.

Cuando sus antiguos dueños acudían de visita al centro de rehabilitación, los osos solían empezar a bailar, al igual que hacían en los viejos tiempos. A veces se mostraban perplejos cuando se les quitaban los anillos de la nariz. Por dolorosos que hubieran sido sin duda los anillos, los osos se habían acostumbrado tanto a ellos que les resultaba difícil comprender por qué estaban ahora sin ellos. Esto era, grosso modo, el equivalente de la nostalgia por los tiempos pasados que empezaron a sentir muchos de los habitantes de los antiguos países comunistas. A menudo, cuando fueron libres para hacerlo, votaron por quienes habían sido sus opresores de antaño. Ahora que se les pedía que se las arreglaran por sí solos y que habían de enfrentarse a fenómenos nuevos y tan extraños como las facturas de la luz, añoraban los tiempos de su existencia empobrecida pero estable bajo regímenes comunistas (olvidando, por supuesto, la extrema violencia que los habían visto nacer), durante la cual contaban estrictamente con lo justo, aunque carecieran de libertad. Visto retrospectivamente, a muchos de ellos esto les parecía una posibilidad mejor que aquello que les ofrecía la nueva situación política. Del mismo modo que los osos no sabían qué hacer con su tiempo, las poblaciones de Europa del Este no sabían qué hacer con su libertad.

En aquellos regímenes comunistas seguía existiendo una suerte de emprendimiento, pero se dirigía casi en exclusiva a hacer tejemanejes para conseguir pequeñas ventajas o privilegios del sistema estatal. Era redistributivo más que productivo, ya que la economía comunista era un juego de suma cero en el que el acceso de cualquier persona a un bien escaso (café o mantequilla, por ejemplo) privaba necesariamente de él a otra persona, puesto que la demanda jamás generaba oferta. Contar con conexiones políticas, la zorrería, la falta de escrúpulos y los sobornos eran los ingredientes necesarios para este tipo de emprendimieto.

No era sorprendente, por tanto, que este siguiera siendo el modelo en la mente de muchas personas después del cambio, y a veces con razón. En Kosovo, por ejemplo, casi toda la actividad económica estaba (y sigue estando) relacionada con la captación y el reciclamiento de subvenciones de Occidente, de tal modo que este tipo especial de emprendimiento sigue siendo la clave para la prosperidad personal, si bien a un nivel más elevado. En Ucrania, el cultivo del suelo más fértil de Europa, si es que no del mundo, no resulta tan beneficioso como el contrabando de coches y, por tanto ‒lo cual no resulta irrazonable desde un punto de vista personal‒, los emprendedores se dedican al contrabando de coches y no a producir alimentos.

El concepto central del libro es que los europeos del Este son los osos danzantes de la humanidad. Al igual que los osos liberados que no pueden vivir en libertad natural, los europeos del Este liberados del socialismo no pueden vivir en las condiciones que procura la democracia liberal, sino que existen más bien en un limbo curioso e incómodo situado en alguna parte entre uno y otra, en el que no disfrutan ni de la seguridad, por empobrecida que fuera, del socialismo, ni de las ventajas de una economía libre.

A primera vista, los paralelismos parecen sugerentes e, incluso, persuasivos. Sin embargo, pasan a serlo menos cuanto mayor sea el detalle con que se examinan. Por comenzar con una sola diferencia evidente, en los antiguos países de Europa del Este que formaban el Consejo de Ayuda Mutua Económica (COMECON) no había alambradas electrificadas que les impidieran aventurarse al exterior y, de hecho, millones de personas decidieron marcharse.

Los osos danzantes son reducidos en número, mientras que la población humana de Europa del Este es muy amplia. Resulta posible, por tanto, hablar de los osos en general de un modo en el que también resulta posible hablar de los europeos del Este en general, aunque hubiera diferencias individuales incluso entre los osos. Por ejemplo, algunos apenas se dieron cuenta de que les habían quitado los anillos que les traspasaban la nariz, mientras que a otros la eliminación de los anillos les resultó profundamente desconcertante. Pero la variación entre seres humanos, tanto individualmente como en grupos, es, por supuesto, inmensamente mayor que entre los osos. El repertorio de reacciones ante un cambio de circunstancias resulta (apenas hace falta que lo diga) infinitamente mayor entre humanos que entre osos.

Es posible, por tanto, contar la historia de los osos de una manera que no puede servirnos para contar la historia de Europa del Este. Los encuentros del autor con europeos del Este que integran la segunda mitad de su libro parecen misceláneos y azarosos. ¿Por qué elegir, por ejemplo, a una mujer polaca que no tiene casa y vive en la calle en Londres? ¿De qué se supone que ha de ser emblemática? Parece ser que hay un millón de polacos en Gran Bretaña, muy pocos de ellos sin casa. Su falta de rumbo ‒está pensando en trasladarse a España por el sol‒ difícilmente resulta característica de sus compatriotas. La queja popular contra ellos más bien es que, al estar preparados para realizar trabajos tan duros, se quedan con los empleos de la gente local. Ahorran dinero, a menudo para invertirlo en Polonia. No es fácil que su conducta nos haga pensar en la indefensión de los osos liberados.

En conjunto, lo implícito opera más poderosamente en la mente que lo explícito, pero en un libro como este, en el que las analogías son vagas, se requiere algún tipo de análisis explícito: pero no hay ninguno. Aun para el observador casual, resulta obvio que a algunos países de Europa del Este les ha ido mejor que a otros y, en consecuencia, se requiere una explicación de las diferencias. ¿Por qué los efectos psicológicos de las tiranías comunistas han demostrado ser más serios y duraderos en unos países que en otros?

Incluso el subtítulo induce a confusión: hace referencia a las tiranías en general y no específicamente a las tiranías comunistas totalitarias que padecieron los países de Europa del Este durante más de cuarenta años. Esto es importante, porque esas tiranías eran de un tipo especial, ya que no sólo proscribían la expresión pública de determinadas opiniones (lo cual es común a todas las tiranías), sino que convirtieron asimismo en obligatoria la expresión pública de otras opiniones. Se trata de una imposición mucho peor que la simple censura. Que te impidan decir lo que sabes que es cierto es una cosa, pero otra muy diferente es que te obliguen a decir lo que sabes que no lo es, y esto resulta mucho más dañino para la psique y la personalidad humanas.

Además, las tiranías comunistas intentaron destruir en la mayor medida posible toda, o prácticamente toda, la actividad económica y social que escapaba a su control. El alcance del éxito de su empeño dependía de una serie de factores: la cultura preexistente y el carácter de los países en que se instituyeron, su grado de crueldad y la duración de su control. Los hábitos de un juicio independiente pueden perderse, del mismo modo que tienden también a atrofiarse las facultades de la mente que no se utilizan nunca. Cuanto más se prolonga la falta de uso, más tiempo se requerirá para la necesaria rehabilitación. Este es el motivo por el que los efectos de las tiranías comunistas han demostrado ser más difíciles de superar que los efectos de otros tipos de tiranías, por traumáticos que puedan haber sido en su momento.

Sea cual sea la inadecuación de su concepto central, el libro suscita, sin embargo, importantes cuestiones de filosofía política. ¿Qué importancia reviste para nosotros la libertad en comparación con otras desideratas? ¿En qué condiciones somos capaces de disfrutarla? ¿Cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar por ella?

Ciertamente, la elección que se realiza sin sabiduría o discreción es con frecuencia desagradable de contemplar y peligrosa en sus consecuencias: pero, ¿cómo va a alcanzarse la sabiduría o la discreción sin el ejercicio de la elección? Observar qué hacen las personas con la libertad recién recobrada suele ser una experiencia desalentadora; pero la libertad es la libertad, no el buen gusto o cualquier otro desiderátum. Y quien desee vivir en un país libre debe limitar o controlar su disgusto ante las elecciones de otros.

En los países occidentales no deberíamos engañarnos, sin embargo, en lo relativo a la fuerza de nuestro compromiso con la libertad. El impulso para ejercer poder sobre otros, supuestamente por su propio bien, no está nunca muy lejos de los pensamientos y los deseos de los intelectuales. El deseo de silenciar a aquellos con quienes discrepamos parece estar fortaleciéndose como fenómeno social. Al mismo tiempo, la libertad que ansían muchas personas es la de las consecuencias naturales de sus propias elecciones. Desean la libertad (y defienden el derecho) de hacer lo que quieran ‒tomar drogas, por ejemplo‒, pero desean contar asimismo con la seguridad de saber que otros pagarán por sus decisiones cuando las cosas vayan mal. Una de las debilidades del libertarismo es la imposibilidad, en nuestras circunstancias actuales, de que quienes toman las decisiones más evidentemente estúpidas cobren conciencia de los costes de su conducta.

No quiero sostener ninguna falsa equivalencia, pero la analogía del oso danzante podría, quizás, aplicarse con más fuerza a personas que viven en Estados del bienestar y no en uno comunista. Recuerdo ahora el pasaje de Tocqueville en su La democracia en AméricaDespués de haber tomado a cada individuo, uno por uno, en sus poderosas manos, y de haberlos moldeado a su antojo, el poder soberano extiende sus brazos sobre la totalidad de la sociedad; cubre la superficie de la sociedad con una red de reglas pequeñas, complejas, diminutas y uniformes que las mentes más originales y los espíritus más vigorosos no pueden romper para ir más allá de la multitud; no rompe voluntades, pero las suaviza, las dobla y las dirige; raramente impone la acción, pero se opone constantemente a tu actuación; no destruye, impide el nacimiento; no tiraniza, dificulta; reprime, enerva, extingue, aturde y, finalmente, reduce cada nación a no ser más que un rebaño de animales tímidos y diligentes, de los que el gobierno es el pastor.

Como metonimias para nuestra situación actual, los osos danzantes y los animales tímidos y diligentes tienen mucho en común. Como médico que ha trabajado en el sistema sanitario estatal, yo fui, en todo caso, más a menudo un oso danzante que un tímido animal diligente, dado que me obligaron a saltar por un gran número de absurdos aros burocráticos, aunque también fui diligente. Además, parece haber un aumento inexorable en el número de aros que encontramos ante nosotros, lo que hace que el baile resulte más difícil. He conocido a conductores de taxi africanos en París que estaban pensando en volver a dictaduras en África: a fin de ganar más libertad.

Merece la pena, por tanto, recordar las palabras de Tocqueville: Siempre he creído que este tipo de servidumbre, regulada, suave y pacífica [...] podría combinarse mejor de lo que imaginamos con algunas de las formas externas de libertad, y que no sería imposible que se estableciera a la sombra misma de la soberanía del pueblo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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domingo, 26 de mayo de 2019

[ESPECIAL ELECCIONES] Votar es bueno para el corazón





La UE ha creado una cooperación real entre cientos de millones de personas, sin imponer un gobierno único. Si el experimento europeo fracasa, ¿cómo podemos esperar que triunfe el resto del mundo? Vayan a votar este domingo; es bueno para el corazón, escribe el historiador israelí Yuval Noah Harari. 

Muchos de los mayores crímenes de la historia tuvieron su origen, más que en el odio, en la indiferencia, comienza diciendo Noah Harari. Sus responsables fueron personas que podrían haber hecho algo, pero no se molestaron en levantar un dedo. La indiferencia mata. Quizá la indiferencia de un votante no le mate a él; pero hay muchas probabilidades de que mate a otro.

Algunas personas no se molestan en participar en las elecciones europeas porque creen que un voto nunca cambia nada. No es verdad. Quizá el voto que usted deposite no cambie el equilibrio de poder en el Parlamento Europeo, pero desde luego le transformará a usted. Es importante adoptar una posición moral para mantener su corazón en forma: si no, el corazón se endurece y se osifica, y la próxima vez que necesite luchar por algo —no necesariamente en las urnas— le costará más hacerlo.

Otros justifican su indiferencia diciendo que “todos son igual de malos”. No es verdad. Incluso cuando todos los bandos son malos, pocas veces son igual de malos. En la historia, muchas veces, no nos encontramos con luchas entre buenos y malos, sino entre malos y peores. Se podría escribir toda una enciclopedia sobre los crímenes de los aliados en la II Guerra Mundial, los horrores del régimen soviético, el racismo del Imperio Británico y las injusticias de la sociedad estadounidense. Aun así, había que apoyar a los aliados, y no permanecer indiferentes y decir: “Qué me importa quién gane, son todos iguales”. En 1933 hubo muchos alemanes que no se molestaron en votar. “Qué más da”, se dijeron a sí mismos, “todos los políticos son iguales”. Pues no. Algunos políticos son mucho peores que otros.

De hecho, en la mayoría de los casos, hay algunos políticos honrados. El que utiliza el argumento de que “todos los políticos son iguales, todos son unos corruptos, todos son unos mentirosos” suele ser el más corrupto de todos. Un político que quiere justificar sus vicios elevándolos a universales. No caigan ustedes en esa trampa.

La Unión Europea ha aportado paz a Europa y estabilidad al mundo entero. Pero ahora está en crisis. Los europeos, por tanto, se enfrentan a unas cuantas decisiones morales de crucial importancia, que conformarán el futuro de Europa y de la humanidad en su conjunto. Los que ven esas decisiones con indiferencia son personas que han perdido la brújula moral. Quienes esperan a que aparezca una alternativa perfecta para tomarse la molestia de salir de casa seguirán esperando hasta el fin de los tiempos. No esperen. Salgan. Vayan a votar.

No soy quién para recomendar a un partido o un candidato concreto. Pero sí puedo decir que la prosperidad y la supervivencia de la humanidad en el siglo XXI dependen de que haya una verdadera cooperación regional y mundial. Es la única cosa capaz de prevenir la guerra nuclear, detener el cambio climático y regular tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial (IA) y la bioingeniería. De modo que hay que votar por partidos que promuevan esa cooperación regional y mundial.

Recuerden que ningún país, por fuerte que sea, puede construir un muro contra el invierno nuclear. Ningún país puede construir un muro contra el calentamiento global. Y ningún país puede regular la IA y la bioingeniería por sí solo, porque no controla a todos los científicos e ingenieros del mundo. Pensemos, por ejemplo, en la realización de experimentos de ingeniería con seres humanos. Todos los países dirán: “No queremos hacer estos experimentos, somos los buenos. ¿Pero cómo sabemos que nuestros rivales no los están haciendo? No podemos permitirnos quedar atrás. Así que debemos hacerlos antes que ellos”. Lo único que puede impedir unas rivalidades tan catastróficas es construir confianza entre los países, en lugar de muros. Una confianza como la que existe hoy entre Francia y Alemania, y que parecía pura fantasía hace solo 70 años.

Sin embargo, algunos políticos insisten en que existe una contradicción fundamental entre globalismo y nacionalismo e instan a la gente a rechazar el primero y adoptar el segundo. Pero esto parte de un error fundamental. No existe contradicción entre nacionalismo y globalismo. Porque el nacionalismo no consiste en odiar a los extranjeros. El nacionalismo consiste en cuidar de nuestros compatriotas. Y en el siglo XXI, para proteger la seguridad y la prosperidad de nuestros compatriotas, debemos cooperar con los extranjeros. Por consiguiente, un buen nacionalista debería ser también globalista.

El globalismo no significa abandonar todas las lealtades y tradiciones nacionales, ni tampoco abrir la frontera a una inmigración sin límites. El globalismo significa dos cosas mucho más modestas y razonables.

En primer lugar, un compromiso con ciertas normas mundiales. Unas normas que no niegan la singularidad de cada país ni la lealtad de su gente. Unas normas que se limitan a regular las relaciones entre países. Un buen ejemplo es la Copa Mundial de Fútbol. Se trata de una competición entre países, y la gente suele exhibir una feroz lealtad a su selección nacional. Pero, al mismo tiempo, es un despliegue asombroso de armonía global. Francia no puede jugar al fútbol contra Croacia si los franceses y los croatas no se ponen antes de acuerdo sobre las reglas del juego. Hace mil años habría sido absolutamente imposible reunir a personas de Francia, Croacia, Argentina y Japón para jugar juntos en Rusia. Aunque se les hubiera podido llevar allí, nunca habrían acordado unas reglas comunes. Pero hoy, sí. Eso es el globalismo. Si a usted le gusta el Mundial de fútbol, es un globalista.

El segundo principio del globalismo es que, a veces, es necesario dar prioridad a los intereses mundiales por encima de los nacionales. No siempre, pero sí a veces. Por ejemplo, en la Copa del Mundo, todas las selecciones aceptan no emplear drogas prohibidas para mejorar su rendimiento. Es posible que una selección pudiera ganar si administra drogas a todos sus futbolistas, pero no debe hacerlo porque, en ese caso, las otras selecciones también lo harían, el Mundial acabaría siendo una competición entre bioquímicos, y eso destruiría el deporte.

Igual que en el fútbol, también en economía debemos encontrar un equilibrio entre los intereses nacionales y los mundiales. Incluso en un mundo globalizado, la inmensa mayoría de los impuestos que pagamos van dirigidos a pagar la sanidad y la educación de nuestro propio país. Ahora bien, en ocasiones, los países acuerdan frenar su desarrollo económico y tecnológico para impedir catástrofes ecológicas y la difusión de tecnologías peligrosas.

La Unión Europea, hasta ahora, ha sido el experimento más logrado de la historia en la búsqueda del equilibrio adecuado entre los intereses nacionales, regionales y mundiales. Ha creado una cooperación real entre cientos de millones de personas, sin imponer un gobierno único, una lengua única ni una nacionalidad única a todos. Ha creado armonía sin imponer la uniformidad. Si Europa puede enseñar al resto del mundo a fomentar la armonía sin uniformidad, la humanidad tendrá muchas posibilidades de prosperar en este próximo siglo. Si el experimento europeo fracasa, ¿cómo podemos esperar que triunfe el resto del mundo?



Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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