sábado, 28 de junio de 2025

DE LAS DIVERSAS LECTURAS DEL LEVIATÁN DE HOBBES

 






Al igual que, para Alfred N. Whitehead, la filosofía podía reducirse a una serie de notas al pie de página de Platón, valdría decir que la politología no es más que una sucesión de comentarios al Leviatán de Thomas Hobbes, afirma en Revista de Libros, 21/06/2025, el politólogo José Andrés Fernández Leost, reseñando los libros Leviathan, de Thomas Hobbes, (New York, Norton Critical Edition, 2020); Política y verdad en el Leviatán de Thomas Hobbes, de Fernando Vallespín, (Madrid, Tecnos, 2021); y Los nuevos Leviatanes, de John Gray (Madrid, Sexto Piso, 2024). No hay debate político que esta obra no anticipe con casi 400 años de antelación, ni lectura última que cierre su exégesis, por más que la edición de Noel Malcolm (Clarendon, 2012) se considere definitiva (ahí está, ocho años después, la de Norton al cuidado de David Johnston, acompañada de nuevas reinterpretaciones). De ahí que el Leviatán todavía sirva indistintamente para refrendar el absolutismo, justificar el regreso del Estado tras la pandemia, explicar la crudeza de las relaciones internacionales o —en su apostilla más sagaz— descubrir las raíces del liberalismo individualista. Y también, cómo no, para entender la polarización que aflige hoy al continente europeo tanto como al americano.

Como todo clásico, Hobbes siempre regresa, y lo hace ahora en un escenario neo-westfaliano (basado en el concepto de soberanía que él apuntaló), tras el medio siglo largo de «idealismo liberal», globalizado tras la caída del Muro, y finalmente roto con la Gran Recesión de 2008. Fue entonces cuando, en paralelo a la emergencia asiática (fruto justo de la globalización), las clases medias occidentales perdieron pie, repuntaron las desigualdades y, por ende, las divisiones. Todo empieza pues —y acaba— con la economía, aunque el eclipse de los enfoques economicistas (tan ligados al marxismo), o el impacto cultural de la digitalización, hayan desplazado el foco del análisis, reubicando el origen de las discordias en las luchas identitarias (género, valores, ecología y demás). Sea como fuere, la arena política se ha deslizado por la pendiente pasional al punto de que la instrumentalización de las emociones es un arma política, y la polarización ideológica —consustancial a toda sociedad pluralista— se ha convertido en una polarización afectiva de muy distinto signo, tribal y fanática. Como en un partido de fútbol. Aquí es donde Hobbes realmente retorna. Y no tanto (que también) por el elenco de deberes —aún no vinculantes, y calculados a conveniencia— que prescribe al soberano en aras de preservar la paz civil y el bienestar, incluyendo la proporcionalidad impositiva, cuanto por la exposición plenamente vigente de los fundamentos instintivos de la política.

Es usual —y bastante lógico— presentar la teoría del Estado de Hobbes como un dechado de racionalismo argumentativo, casi como un experimento de laboratorio. Su obra nos invita a imaginar, no a título histórico, sino científico, un estado de naturaleza previo a toda autoridad, habitado por individuos definidos únicamente por sus premisas antropológicas, esto es, psico-biológicas: la conservación de la vida y casi simultáneamente (pero solo casi), el desarrollo de una racionalidad diseñada para eso: para sobrevivir. La resultante es un mundo de rivalidades, desconfianza y ambiciones, enormemente hostil, en el que, como es sabido: «la vida de cada hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Un mundo en guerra permanente, que en ocasiones se confunde con el escenario genuino de «lo político», pero que en Hobbes no supone sino la antesala del contrato social: ese momento fundacional en el que los individuos, todavía sin gobernantes, acuerdan erigir una instancia externa —un aparato estatal todopoderoso— a cambio de seguridad. Se trataba entonces de un razonamiento sin fisuras que liberó a los soberanos de ataduras religiosas y aún hoy perdura como la justificación más aséptica del poder. ¿Pero, no situaría esto al Leviatán extramuros de la polarización, por encima como quien dice de «la mêlée»? Ni sí ni no, sino todo lo contrario.

Sí, en primer lugar, porque toda referencia fundacional, o «constituyente», apela a una búsqueda de consensos en la que se perfilan las reglas de juego, el marco de los equilibrios institucionales. Y que desemboca, no en un punto de llegada, sino en el de partida para hacer política. Pero para ello se exige máxima unanimidad; las discrepancias ya vendrán después, una vez «constituido» el tablero. Salvo que, como decíamos, identifiquemos el «mundo hobbesiano» con el estado bélico (prefundacional o «de excepción»), avalándolo como el auténticamente político. Tal fue en efecto el planteamiento de Carl Schmitt, una suerte de ideólogo oficial de la polarización, para quien el conflicto constituye el atributo ineludible de la política, tanto desde el prisma marcial («la continuación de la guerra por otros medios», en palabras de Foucault) como religioso (diríamos hoy, cultural). Y es que, dispuesta en este plano, la política suple sin recato a los credos como el dominio transcendental que dota de sentido a la vida comunitaria. Nada menos; esto sí levanta pasiones, aunque resulta muy cuestionable que Hobbes apuntara en esa dirección.

Lo que Hobbes en cambio sí hizo —en segundo lugar— fue meterse en «la mêlée» de su particular batalla de las ideas, al cargar sus postulados (estrictamente científicos) de figuras retóricas, de tropos y metáforas de persuasión emotiva: de «narrativas» contra los negacionistas. Así lo ilustra de entrada el propio nombre de la obra, que evoca a un monstruo marino de resonancias bíblicas, o la propia imagen de la cubierta: un deliberado mensaje icónico llamado a proyectar la magnitud de un coloso imponente, a cargo del poder civil pero también eclesial —y he aquí el aspecto más incisivo de su batalla—, aun a título de Dios… mortal (nuestro mayor experto en el pensador inglés, Fernando Vallespín, lo analiza magistralmente en su libro: Política y verdad en el Leviatán de Thomas Hobbes: Tecnos, 2021).

Con todo —y por último—, la auténtica incursión afectiva de Hobbes emerge verdaderamente en los preliminares del Leviatán, cuando cifra en la emoción elemental de la condición humana la clave de bóveda de su tesis: el miedo. Miedo ante todo a la muerte y, por extensión, a los demás en el «estado de naturaleza»; miedo en el fondo a nuestra propia naturaleza, que explica —y legitima— la aparición del Estado. Pero miedo también que, en consecuencia, activa la racionalidad humana (una especie de «segunda naturaleza»), tal y como en la actualidad la neurociencia sugiere, y que de hecho nos evita una lectura «romantizada» (o polarizada) del Leviatán. Puesto que una cosa es reconocer la funcionalidad racional de las pasiones —así como su ascendencia decisional— y otra, muy distinta, es emplazar en los sentimientos el núcleo de nuestras entendederas, en detrimento de la razón. Como hacían los románticos, y luego los artistas de vanguardia, o como hacen hoy hinchadas y publicistas (no estos sin su dosis de cinismo).

Ciertamente, al pensar hoy en el Leviatán aún predomina su interpretación como obra despiadada, idónea para líderes carnívoros, propicia para distopías tecnológicas (el «ciberleviatán»), y perfecta para coartar derechos y libertades. Para estar conmigo o contra mí. No es preciso ser vegetariano para esgrimir otra conclusión: la que ve en esta obra una vindicación de la razón como el mejor método —precisamente— para soslayar los conflictos, e incluso para levantar un gobierno de las leyes, no arbitrario y poco fisgón. Aunque por supuesto no faltará quien considere esta valoración como algo a combatir arrebatadamente, con todas las de la ley, o más bien sin ninguna de ellas. José Andrés Fernández Leost es Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Responsable de Investigación y Publicaciones de la Fundación Atman para el diálogo entre culturas entre 2005 y 2007, es Investigador Asociado del Euro-Mediterranean University Institute (EMUI-UCM) desde el año 2008. Actualmente es Profesor Asociado de Teoría Política en la UCM y trabaja como Responsable de Análisis de la Fundación Carolina.












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