domingo, 27 de octubre de 2024

El poema de cada. Hoy, Persépolis, de Marjane Satrapi (1969)





 



No sé cuántos de vosotros os habéis sentido extraños en vuestro país después de volver de un viaje muy largo. Y cuando digo extraños quiero decir casi extranjeros, como si todo lo vivierais como marcianos, como si hubierais mudado de cerebro y las calles, aun siendo las mismas, fueran distintas. Como si vuestros padres y amigos fueran completos desconocidos.

A mí me pasó. Y me pasó de una forma violenta porque mis padres me enviaron a Austria y después a Francia con 15 años, cuando en Teherán las cosas empezaron a ponerse cada vez más difíciles. —Te queremos tanto que queremos que te marches a Austria —me dijeron— y cogí un puñado de tierra del jardín de Irán para llevarme en la maleta.

"Me rapé el pelo y me agujereé las orejas, hice todo lo que en Irán estaba prohibido hacer. Pero poco a poco descubrí que mis amigos no eran como los revolucionarios de Irán, eran revolucionarios de libro, marxistas de sofá."

En Austria y en Francia no tenía que ponerme el velo que en Teherán empezó a ser obligatorio en 1980, a raíz del triunfo de la Revolución islámica de 1979. En Francia los jóvenes podían tener un póster de Iron Maiden, un pin de Michael Jackson y unas Nike sin que las guardianas de la revolución los pararan por la calle para llevarlos al comité. Aunque, y esto es un megasecreto, yo también tenía un póster de Iron Maiden que trajo mi padre de Turquía cosido al interior del abrigo,  ¡parecía un monstruo amorfo pasando los controles del aeropuerto de Teherán con esa espalda tan ancha!

Al llegar a Francia me hice amiga de un grupo de punkis y revolucionarios franceses. Pensaba que estar con ellos era como luchar por mi país fuera de él. Me rapé el pelo y me agujereé las orejas, hice todo lo que en Irán estaba prohibido hacer. Pero poco a poco descubrí que mis amigos no eran como los revolucionarios de Irán, eran revolucionarios de libro, marxistas de sofá. No eran como mi tío, que estaba preso por expresar sus ideas, ni como el padre de mi mejor amiga que había desaparecido, ni como mi amiga Neda a la que habían asesinado con 16 años. ¿Contra qué tenían que rebelarse en Francia mis amigos y los otros jóvenes si todos podían caminar por la calle sin ser inspeccionados y podían leer y escuchar la música que les gustaba e ir al cine?, ¿contra qué o quién tenían que pelear los padres si sus hijos estaban a salvo?

Durante aquella época no había nadie de Irán en Francia con quien poder hablar de mi país. Cada vez que hablaba con mis padres por teléfono sentía que los traicionaba; ellos allí, metidos de lleno en esa guerra y yo lejos de casa, fumando y saliendo sin parar. Rebelde sin causa. Pero también sentía que eran ellos los que me habían abandonado. No quería saber nada de ellos ni ver las noticias. Sentía vergüenza de ser iraní; me dolía la televisión, me dolía Teherán, me dolía la guerra. Me dolía no formar parte de ella y verla desde lejos. Me dolía ver a mis amigos franceses marchar el fin de semana a casa con sus padres. Pero lo que más me dolía era estar sola en un país extranjero, haber sido obligada a marchar, porque el silencio que acompaña a la soledad del que huye de la guerra es el más ensordecedor de los bombardeos. Es un silencio que grita, que araña, que te llena de culpa como se llena la boca al meter en ella un polvorón.

Así que, a pesar de que en Francia podía llevar pantalones rotos y el pelo verde, podía fumar canutos y podía besar a mi novio en la calle, echaba de menos el mar Caspio, las historias revolucionarias de mi tío y el olor a jazmín del sujetador de mi abuela. Echaba de menos mi habitación y mi escondite de chapas y discos. Decidí entonces, después de romper con mi segundo novio francés, que quería volver a casa tras cuatro años. Quería comerme el mundo como cuando era pequeña, y estaba dispuesta a cubrir mi cabeza con un velo y a renunciar a ciertas comodidades con tal de estar junto a los míos, junto a la tierra del jardín de casa que aún me acompañaba.

Al volver a casa me pasó lo que os contaba al principio. Me sentía una extranjera en Irán al igual que me había sentido una iraní en Francia. Había estado lejos de la guerra pero había librado otra guerra yo sola, de los 14 a los 18 años que es cuando los padres y los médicos dicen que empezamos a madurar y a formarnos, ¿a qué mundo pertenecía entonces?, ¿por qué mis amigas habían cambiado tanto?, ¿por qué las cosas eran tan distintas en Francia y en Teherán?, ¿por qué estaba tan triste si estaba en ca sa?

En Francia casi todo el mundo hacía lo mismo dentro y fuera de casa, salvo ir en pelotas, pero no en Irán. Una de las diferencias más significativas era precisamente esa, la existencia de dos mundos en Teherán, el del interior de las casas y el del exterior. El mundo contenido y negro de las calles y el mundo ruidoso y colorido del interior de las casas. El mundo de las restricciones y el de fiestas y la melena al viento. De hecho, el maquillaje que llevaban mis amigas no era tanto para resaltar sus ojos y sus labios como para dar una patada al orden. Era un maquillaje de guerra, un acto revolucionario, un arma en forma de barra de labios.

Es probable que vosotros no hayáis vivido una guerra, que la hayáis visto en la tele y leído en los libros o que os la hayan contado vuestros abuelos y bisabuelos. Es probable que no tengáis que convivir con dos mundos tan distintos fuera y dentro de vuestra casa. Pero tenéis algo en común conmigo, como mis amigos los seudorevolucionarios franceses, porque siempre hay una revolución que librar. Puede ser una revolución pequeñita, como decirle a alguien que te molesta que no vuelva a llamarte, como meter un voto en una urna, como saludar a alguien que finge no haberte visto, como pintarte los labios de negro. Una revolución a pequeña escala. La mía ha sido escribir este libro y ponerlo en tus manos, para que recorras conmigo la historia de mi país. Marjane Satrapi (1969). Escritora y dibujante iraní. Premio Princesa de Asturias 2024.














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