En uno de sus últimos libros, escribe la periodista cultural Pilar Gómez Rodríguez [Valores para tiempos nihilistas. Nueva Revista, 30/08/2024] la catedrática de Ciencias Políticas de la Universidad de California Berkeley, Wendy Brown, se fija en el nihilismo contemporáneo para hablar de valores. ¿Dónde están los valores? ¿Dónde hay que ir a buscarlos? ¿Cómo pueden ayudar a acabar con el nihilismo? En los textos de la contraportada del libro, editado por Lengua de Trapo, se halla un buen resumen: «Surgido en la modernidad europea, tras la sustitución de Dios y la tradición por la ciencia y la razón, el nihilismo socava los cimientos sobre los que se asientan los valores, incluida la verdad, al tiempo que politiza el conocimiento y reduce la esfera de la política a las muestras de narcisismo y a los irresponsables juegos de poder que hoy tan bien conocemos. El nihilismo convierte, en fin, lo profundo en trivial, el futuro en intrascendente y la corrupción en banal».
La autora articula su reflexión acudiendo a Max Weber para pensar con y contra él. Se fija, sobre todo en sus conferencias La ciencia como vocación y La política como profesión de los años 1917 y 1919, respectivamente. En esos ámbitos, en esa época, ve rasgos que tienen su reflejo en esta: «[…] una esfera política sin verdaderos líderes, poblada de demagogos y burócratas y dominada por las maquinarias de los partidos y las masas manipuladas. Describió la democracia como inviable más allá de su forma y función plebiscitarias». Optimista ante el capitalismo y el poder del Estado y no solo realista sino profundamente antiidealista —como refiere la propia autora— Brown lo reivindica, desde sus postulados de izquierda y su influencia, por su complejidad, sutileza, originalidad y por poner en valor el puro conflicto intelectual de donde surgen las propuestas, la savia nueva de las soluciones. No se puede teorizar de novo, como viene de decir la autora, y Weber, desde el pasado y desde el otro plano de la esfera ideológica, tiene elementos que se pueden rescatar. Brown lo hace y coloca entre las expresiones contemporáneas de nihilismo político el «estridente enfrentamiento epistemológico entre la derecha y la izquierda […], sin que ninguno de los dos espacios dé cuartel ni reconozca las arenas movedizas en las que están plantadas sus banderas y sobre las que se libra la batalla». Es más, apunta a la hiperpolitización de todos los aspectos de la vida —desde la dieta, hasta los programas escolares pasando por la forma de consumo o de familia— como síntoma de nihilismo: «Cuando el nihilismo está en pleno apogeo, los valores últimos se politizan de un modo trivial». Y, sin embargo, ahí está la paradoja: una esfera política asolada por el nihilismo puede ser el lugar indicado para superarlo porque es, esencialmente, el terreno de los valores.
Un sobrio héroe político… casi imposible. Dando por bueno que la política sea el terreno donde se da y se supera la crisis nihilista, la siguiente pregunta es por el cómo. La respuesta la dio Weber en su conferencia La política como profesión y la encarnó en un tipo específico de líder carismático, pero de unas características que en nada se parecen a las habituales con las que se asocia este temperamento. Weber quiere líderes sobrios, desapasionados, muy pegados al contexto y a las circunstancias de cada embate. Escribe Brown: «El sobrio héroe político de la modernidad no lucha contra ejércitos o tiranos, sino contra la torpeza burocrática, las maquinaciones de los partidos, la estupidez de las masas, el cinismo, el derrotismo y las tentaciones del poder despojado de su conexión con la integridad, la responsabilidad, la perspectiva y el compromiso».
Su ética es la de la responsabilidad, la de echarse a las espaldas las cargas de los fines y de los medios. Rechaza una ética absoluta, ligada indefectiblemente a unos principios morales o a designios históricos, puesto que en estos casos se desconoce o ignora la «tragedia de la acción» y no se hace cargo de las consecuencias o efectos indeseados de sus decisiones o acciones.
Conviene incidir en que Weber acude a la responsabilidad por encima de la razón. De esta manera no solo se combate la instrumentalización sino la vanidad, la «embriaguez personal» que considera uno de los más poderosos enemigos de la política. Así que sí, Weber, como recuerda Wendy Brown, «ha construido una figura casi imposible: una personalidad carismática con un fuerte instinto de poder, pero motivada exclusivamente por su preocupación por el mundo».
Lo que Weber pretende y propone es algo así como un santo laico que, en el desempeño de su profesión, en su reivindicación de la política como vocación (ambas palabras se dan como traducción de Beruf) se vacía adquiriendo compromisos «casi sobrehumanos de desinterés, madurez, moderación y responsabilidad combinados con una dedicación apasionada a una causa ajena al yo. Beruf no presenta al sujeto como un mero recipiente de una profesión, ni como servido o gratificado por ella, sino como realizado a través de ella».
Educar el deseo. Hay un problema: los líderes carismáticos asustan, crean «ansiedad en los demócratas» cuando no provocan repugnancia, miedo. Frente a ellos, con ellos, los dos lados del espectro político tienen sus estrategias, pero Brown —en este punto habla desde la izquierda y para la izquierda— advierte de que prescindir del elemento carismático es un error. Lo que se ha de hacer es prestar más y mejor atención al deseo que este moviliza moviliza. Recuerda que el deseo no es «infinitamente maleable», pero sí se puede «moldear y reconducir» y reivindica «el compromiso de despertar el anhelo humano de algo en lo que creer y esperar». Este propósito, este vocabulario incluso, es o son o pueden ser «elementos fundamentales de una política de izquierdas y su combinación es especialmente importante para dejar de lado el fatalismo y resistir al nihilismo». Unas líneas más abajo, la filósofa escribe: «Si Weber tiene razón en que hoy las visiones políticas del mundo, los ‘valores’, surgen de complejos apegos y deseos, y si el nihilismo representa una crisis del deseo, un estancamiento del amor por esta vida y este mundo, entonces la educación del sentimiento o del apego se convierte en un aspecto fundamental para construir un futuro posibilista».
El nihilismo en la academia. Uno de los principales síntomas del nihilismo en el ámbito educativo es el «tráfico» de y con los valores: se les juzga, se les manosea, se les pone a competir, son objeto de disputa… Weber quiere erradicar todo eso y se propone hacerlo extirpándolos de ese juego y tratándolos como meros objetos de estudio que se analizan con lupa en un campo neutro y, de nuevo, desapasionado. Utiliza una imagen muy gráfica, la del secadero: quiere drenar la academia de valores porque «la erudición exige dejar de lado las propias creencias y preocupaciones por el mundo».
Esta exclusión radical de los valores trabaja en beneficio de la radical separación que Weber quiere entre la política y la academia, pero también entre esta y la religión. Para Weber, escribe Brown, «la amenaza existencial de una actitud religiosa en el mundo académico reside no solo en la sustitución de la razón o las pruebas por la fe, sino en la voluntad del académico de satisfacer el gran apetito de sentido de los estudiantes en una época desencantada». Para Weber ese no es el sitio adecuado: «En lugar de recurrir a la academia para abordar las crisis de sentido que desencadenan las fuerzas perturbadoras de su época, su objetivo es protegerla de esas mismas fuerzas».
La autora no está de acuerdo en este enfoque aséptico, aislacionista y empobrecedor de la academia y del conocimiento. Reprocha a Weber romper el vínculo ilustrado del conocimiento con la emancipación y la transformación social que tanto interesa a Wendy Brown. En la parte final del ensayo enumera sus críticas.
Acuerdos y desacuerdos. La evisceración de valor planteada por Weber en el mundo del saber es un paso en falso, dejó entrar a la bestia, escribe Brown: «Al someter lo que quedaba de valor a los engranajes del desencanto en el ámbito del conocimiento, cambió las perspectivas de transformación del mundo por la fuerza mágica del liderazgo carismático en el ámbito político» y favoreció seguramente la aparición de líderes populistas. La separación radical de las esferas académica y política desacreditó asimismo la educación como vía para la transformación social, renunció a una ciudadanía informada… Pero, como la misma autora dice, no ha ido de la mano de Weber tanto tiempo solo para corregirle. Este autor puede —aquí Brown se pone metafórica— «ayudarnos a enderezar nuestro propio barco o, al menos, ofrecernos ayuda para navegar en la tormenta».
Porque, por ejemplo, no le vendría mal cierto aislamiento, protección y distancia a la vida académica. Escribe Wendy Brown: «Además de mantener las agendas políticas y el didactismo lejos de los planes de estudio, la erudición requiere hoy protección para no ser adquirida o comprada por los poderosos, valorada solo por sus aplicaciones comerciales o su formación laboral ni devaluada por los antidemócratas». Y recuerda el grito de guerra de Trump en la campaña de 2016: «¡Me encantan los que tienen poca formación!».
Wendy Brown está con Weber en que la política es el terreno donde los valores se pelean, pero, al contrario que este, no cierra las puertas a una comunicación entre esta y la vida académica. Con reservas, pues «del mismo modo que no hay nada más corrosivo para el trabajo intelectual serio que estar regido por un programa político (ya sea el de un Estado, una empresa o un movimiento revolucionario) no existe nada más inapropiado para una campaña política que la incesante reflexividad crítica y la autocorrección que requiere la investigación académica».
Reaviva el valor de los valores. Para Brown, la academia no solo es terreno propicio para los valores sino para el sentido. Propone una batería de preguntas posnihilistas para dispersar entre un alumnado desencantado:
¿En qué mundo quieres vivir? ¿Cómo deberíamos o podríamos los humanos ordenar nuestros acuerdos comunes […]? ¿Qué escala de valores debe organizar nuestra existencia? […] ¿No es la Universidad el lugar de las preguntas? Pues esas son capitales, solo que un ansia rentabilizadora del tiempo y de cada movimiento —a las que han sucumbido los alumnos en las últimas décadas— las ha terminado por arrinconar. Tienen que volver las grandes preguntas. «De este modo, no solo estaríamos ocupándonos de la ansiedad de los estudiantes, en lugar de dirigirla a la creciente industria del asesoramiento universitario, sino iniciando a los estudiantes en prácticas básicas de ciudadanía reflexiva».
Una vida significativa no pasa por las respuestas sino por el planteamiento de las grandes preguntas hasta llegar a «posiciones de valor profundas y ponderadas», que esquiven pensar «que el orden existente de valores hegemónicos o de valores superficiales e hiperpolarizados es todo lo que hay». Wendy Brown es consciente de que esta medidas y, en general, la reorientación que propone para la vida académica, choca contra las «fuerzas actuales que dan forma a la cultura de la educación superior. Y, sin embargo, fue el viejo y conservador Weber quien la inspiró». A la búsqueda o recuperación de valores, él subrayó sus dos vertientes: por un lado, una procedencia surgida al calor de la reflexión y la vida interior y, por otro, su capacidad de salir a flote y guiar la vida en común. «A pesar —escribe Brown finalizando el epílogo— de sus evidentes limitaciones a la hora de definir el tipo de teoría social y política necesarias para comprender nuestra coyuntura actual […], comprendió que reavivar el valor de los valores en el contexto de su deterioro o destrucción nihilista implicaba volver a comprometerse con nuestra humanidad en un doble sentido. Los valores son el reflejo de nuestra capacidad claramente política de crear el mundo de acuerdo con los propósitos elegidos y de hacerlo cuando esa capacidad parece casi extinguida por las fuerzas que gobiernan». Pilar Gómez Rodríguez es periodista cultural.
No hay comentarios:
Publicar un comentario