domingo, 25 de septiembre de 2022

De las virtudes del azar

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de las virtudes del azar, pues como dice en ella el genetista y divulgador científico Javier Sampedro, parece una buena idea impedir, con formas racionales e imaginativas, que los sesgos perpetúen las injusticias. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






Si eres peor que el azar, usa el azar
JAVIER SAMPEDRO
22 SEPT 2022 - El País

Imagina un examen tipo test, digamos que tenga cuatro posibles respuestas por pregunta. Si aciertas la cuarta parte de las respuestas, te tendrán que poner un cero, porque eso es justo lo que acertaría una tribu de 12 monos tecleando al azar. Pero ¿qué nota merecerías si acertaras menos de la cuarta parte? ¿Un número negativo, irracional, imaginario, cuántico? Nada de eso. Así como no dar ni una de las 14 en una quiniela requiere cierto talento, responder un examen peor que el azar revela un sesgo. Si lanzas una moneda un millón de veces y salen 600.000 caras, el sesgo está en la moneda. Si tú respondes al examen peor que el azar, el sesgo está en tu mente, tal vez como un prejuicio inconsciente, un interés inconfesable o un modelo erróneo del mundo. No es nada raro. Es la especie humana, amigo.
Luchar contra los sesgos es una cuestión de educación, por supuesto, pero mientras arreglamos esas averías de fondo que nos pueden llevar siglos —o una eternidad, vista la rapidez a la que reaccionan nuestros sistemas educativos— parece una buena idea impedir, con formas racionales e imaginativas, que los sesgos perpetúen las injusticias que observamos ahora. Y una de esas estrategias es delegar en el azar cuando el azar lo hace mejor que nosotros. Es una tendencia en alza en el mundo intelectual, y quería informarles de ella antes de que perdamos el tren de nuevo.
La ciencia va por delante en esta iniciativa, como yo creo que debe ocurrir, puesto que se basa en datos fiables y teorías informadas. El Reserch on Research Institute (RoRI, Instituto de Investigación sobre la Investigación) es un consorcio coordinado por las universidades de Sheffield y Leiden y que se dedica abiertamente a someter a prueba, evaluar y experimentar con muchos ángulos del sistema de investigación internacional, su toma de decisiones y su eficiencia en el reparto de fondos. Sus investigaciones muestran que los humanos lo hacemos peor que el azar en esos aspectos, y sobre todo cuando dos proyectos que solicitan dinero exhiben una calidad muy similar, y superior al umbral de excelencia que requiere el financiador. En esos casos, los tribunales humanos patinan sobre el sucio hielo del prejuicio, lo que está muy feo en cualquiera, pero más aún en un científico.
Los sesgos son siempre los mismos, y seguramente no son específicos de la ciencia, ni del mundo académico. Favorecen a los investigadores más establecidos, a los nombres más reconocibles y a los que pertenecen a las universidades o institutos más prestigiosos. Son prejuicios comprensibles, pero carecen de la menor justificación empírica y es preciso erradicarlos de los procesos de decisión. Puesto que funcionan peor que el azar, la solución más rápida, simple y justa es utilizar el azar. Eso aniquila el sesgo de manera instantánea, puesto que el azar es tan idiota que no tiene ni prejuicios. La Academia Británica, la Fundación Volkswagen en Alemania, la Fundación Austriaca para la Ciencia y el Consejo de Investigación Sanitaria de Nueva Zelanda están promoviendo el azar en detrimento del prejuicio, y la revista Nature les ha dado su respaldo editorial. La moraleja es simple: si eres peor que el azar, usa el azar.




















sábado, 24 de septiembre de 2022

De vivir sin certezas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de vivir sin certezas, como la emergencia climática, la desigualdad aberrante o la geopolítica, que como dice en ella escritora Azahara Palomeque parecen indicar el final de este sistema, y que quizá deberíamos acabar de una vez con sus coletazos moribundos y aventurarnos ya a imaginar otra cosa. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






El fin del capitalismo
AZAHARA PALOMEQUE
21 SEPT 2022 - El País

He aprendido a bregar con la falta de certezas y ahora ya no me da miedo. Quizá porque la experiencia en Estados Unidos me ha enfrentado a muchas situaciones extremas. O tal vez curada de humildad por lo tanto que se escapan de mis manos los cambios que querría ver acaecer, me levanto, tranquila aunque con cierto desasosiego, cada día, dispuesta a respirar otra jornada más de incertidumbre en un mundo que, poco a poco, presenta síntomas de derrumbe y parece recorrido por un oleaje de delirio. Una locura colectiva a la que me he acostumbrado con el fin, precisamente, de integrarme en ella sin hacer demasiado ruido. Sin embargo, a veces salta la chispa, me revuelvo de espanto, y eso genera algunos malentendidos.
Era la hora del almuerzo y mi madre había hecho potaje. Las verduras —lleva tomate, pimiento— han subido de precio últimamente pero, quitando esa nimiedad, lo demás transcurría con una normalidad apabullante, de esas que tejen cotidianidades y afectos. Hasta que ella, sin esconder una preocupación por mi futuro relacionada con mi reciente llegada a España, reticente a la poca estabilidad que otorga la escritura, mi profesión, insistió en que me hiciese funcionaria: si te sacas unas oposiciones tendrás asegurada una buena pensión. Así de simple se articulaba en su mente el plan que salvaría a la hija de la tormenta histórica que nos acecha; así, trayectoria lineal y ascendente, estaría protegida de cuanto vapuleo laboral, crisis, pandemia o sacudida meteorológica arreciase. Cuando respondí que, en 30 años —los que me quedarían teóricamente para jubilarme—, el mundo no tendría nada que ver con el que ella proyectaba en su cabeza, algo se rompió sobre la mesa; el plato de potaje empezó a vibrar al son de nuestras cucharas nerviosas y, con el estómago ya cerrado, a las dos nos empezó a brotar una agüilla en los ojos, algo entre el picor, la angustia y el perdón que nos debíamos.
Evocar el futuro se ha tornado cada vez más un desafío a las convenciones más consolidadas, a nuestros marcos rígidos de pensamiento y acción, y al entendimiento entre generaciones que, a causa de los distintos paradigmas que han transitado, hablan desde lugares alejados intentando encontrar un punto común que, en ocasiones, se resiste. Hace tres años, muy pocos habrían podido predecir la pandemia; lo mismo quizá pueda decirse de una crisis energética y un caos climático que no dan tregua y ahora revelan sus fauces en todo su esplendor, a pesar de que contemos con una cantidad ingente de estudios científicos que alertaban de su llegada. Para el primer caso, por ejemplo, el informe sobre la Estrategia Europea para la Seguridad Energética publicado en 2014 ya advertía de la necesidad de diversificar los proveedores de energía y reducir la dependencia de los combustibles fósiles a través de una economía lo más verde posible; para el segundo, decenas de cumbres y reuniones de alto caché internacional, desde Kioto a la COP26, representan una ristra de promesas vacías cuyo resultado está siendo el incremento de las emisiones de gases contaminantes hasta niveles insoportables, batiendo récord tras récord, como ocurre con la temperatura. De repente, nos miramos en un espejo deformado en cuyo paisaje falta agua, la electricidad y el gas son impagables para multitud de personas y empresas, y —en un intento a la desesperada por mantener un statu quo que nos ha conducido a la ruina— se quema más carbón y, como examinaba The New York Times, talamos bosques enteros para transformarlos en leña ante el temor de un invierno frío. En las conversaciones de los mandatarios europeos, como en mi almuerzo interrumpido, tal vez comience a flotar una suerte de epifanía que va quedando patente: el capitalismo no funciona.
El mercado marginalista de la energía, ese constructo caprichoso, precisa una “intervención de urgencia”, según apuntaló Ursula von der Leyen recientemente. Lo que hasta ahora parecía escrito en piedra se desvanece mientras afloran las “piedras del hambre” en Alemania, antiguas inscripciones situadas en las profundidades de los ríos que avisan de la sequía. Francia, asumiendo pérdidas, nacionaliza su principal compañía eléctrica y, en el Reino Unido, la mitad de los conservadores está a favor de adoptar medidas similares. Se escuchan voces que proponen topes a los precios del gas, de la luz, de los alimentos; en Escocia, se congelan los alquileres y se vetan los desahucios; buena parte del transporte milagrosamente se vuelve gratuito, y se exigen impuestos a los beneficios caídos del cielo de bancos y eléctricas. Como una máquina oxidada cuyos engranajes ya chirrían, al capitalismo se le rompió el abuso de tanto usarlo y, agotado en su herrumbre, las soluciones que auguran desde arriba pasan por un intervencionismo impropio a la libertad de mercado que también atañe a las medidas de ahorro energético. En mitad del desajuste, como en todo período donde reina la incerteza, y movidos por una desinformación lacerante, no es raro coincidir con colectivos de derechas que claman un límite al coste de la gasolina (¡que lo pare el Gobierno!, gritan, encendidos, ajenos a las doctrinas de un neoliberalismo que veneran), o a grupos de izquierdas enojados por las restricciones energéticas que aterrizan desde Europa, a menudo revestidas de una pátina de ecologismo (¡afectarán a los más pobres!).
El caos induce asimismo las contradicciones previsibles de una era que termina, agonizando: si, por una parte, se pide mesura en los usos de combustibles fósiles, por otra se subvencionan. Los últimos recursos disponibles, como el agua de Doñana, se explotan descontroladamente en un ejercicio descarado de menosprecio por la biodiversidad y la naturaleza que nos constituye; igualmente, se persigue esquilmar toda Extremadura en busca de un litio que no traerá riqueza, sino residuos tóxicos y los ecos caducos de una época que no volverá a fructificar como lo hiciera en su día: el capitalismo extractivista. De fondo, los gritos del malestar ya se palpan: en Praga, impulsada por el 18% de inflación, una manifestación que aglutinó a personas de una gran diversidad ideológica demandaba frenar el envío de armas a Ucrania y nuevos acuerdos con Putin. Al otro lado del espejo, en Estados Unidos, una investigación de The Wall Street Journal vaticinaba el inminente fin del bum del fracking, del que se obtiene el gas que desembarca licuado en nuestras costas.
Aires de inestabilidad planetaria; un mensaje y su opuesto enuncian a veces los mismos políticos engendrando confusión y no poco dolor social, como Biden, quien, en su ley estrella contra el cambio climático ha subyugado las energías renovables a la concesión de permisos de gas y petróleo. Intervencionismo pero “libertad”, libertad pero que los gobiernos nos saquen las castañas del fuego, porque resulta que la mano invisible que todo lo regula sufre daños irreversibles. Un delirio se pasea a sus anchas y nos impide pensar a largo plazo; mi jubilación, la de tantos, queda suspendida, en volandas, amiga de los unicornios y con la misma credibilidad que los trucos de un ilusionista cuando apenas sabemos cómo llegaremos al invierno. Si esto es el fin del capitalismo, como la emergencia climática, la desigualdad aberrante, la geopolítica indican, aventurémonos ya a imaginar otra cosa, acabemos de una vez con sus coletazos moribundos.

















viernes, 23 de septiembre de 2022

De las razones para vivir en libertad

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de las razones para vivir en libertad, pues como dice en ella el filósofo Wolfram Eilenberger, el invierno de crisis que se acerca, desde el punto de vista del liberalismo ilustrado, es tan solo un ejemplo de un invierno mucho más largo y peligroso y una perspectiva que realmente hace temblar. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.




Los puercoespines queremos libertad
WOLFRAM EILENBERGER
21 SEPT 2022 - El País

“Quien tiene un porqué para vivir se aviene casi con cualquier cómo”, afirmó Nietzsche en una ocasión. Entonces no tenía en mente una temperatura ambiente de 18 grados ni una duplicación de los precios de los alimentos o una cuadruplicación de los de la gasolina como los que las actuales perspectivas de crisis anticipan. El crítico de la cultura se pronunciaba más bien contra un utilitarismo demasiado banal y, en sus últimas consecuencias, contrario a la libertad, según el cual la simple función de la moral y la política es permitir que el mayor número posible de seres humanos experimente el mayor grado alcanzable de felicidad. Precisamente en tiempos de crisis, según Nietzsche, el recurso de motivación más importante no es una justicia redistributiva definida en abstracto, sino un horizonte formulado individualmente de lo que significa llevar una vida con sentido y autodeterminada.
La relevancia de la sentencia de Nietzsche para el invierno de descontento que se avecina es evidente. La cuestión de por qué vale la pena vivir se convierte, en tiempos de máxima tensión, en equivalente de la pregunta de por qué merece la pena renunciar o incluso luchar. Y de la misma manera que no hay duda de que, en los próximos meses, la guerra de agresión rusa contra Ucrania exigirá a las democracias de Europa una cantidad de renuncias como no han vivido desde hace al menos medio siglo, tampoco la hay de que una retórica demasiado abstracta sobre los principios o el deber (“defensa de los valores”, “deber moral de solidaridad”) no llevará a ninguna parte en primera instancia, y pronto conducirá a una fatiga explosiva.
Quien quiera una representación visual de la encrucijada de la inminente fase de resistencia, puede remitirse a una imagen del maestro intelectual de Nietzsche, Arthur Schopenhauer. La parábola de Schopenhauer describe una sociedad de puercoespines, los cuales “en un frío día de invierno se apiñaron muy juntos para que el calor que se dieran unos a otros los protegiera de morir congelados. Sin embargo, no tardaron en sentir las púas de los demás, lo cual hizo que volvieran a separarse. Cuando la necesidad de calentarse los acercó de nuevo, el mal de las púas se repitió, de manera que se veían arrojados de un mal a otro hasta que encontraron una distancia intermedia a la cual podían soportarlo mejor”.
Difícilmente podrían describirse con mayor precisión las abrumadoras exigencias del próximo invierno. El hecho de que Schopenhauer se refiera a los puercoespines como “sociedad” pone de relieve no solo los aspectos puramente privados del dilema, sino también, explícitamente, los políticos y morales: por supuesto que la energía vital propia debe emplearse para proteger a los demás, pero es igualmente necesario poner límites bien definidos a la voluntad de formar un rebaño con la clara conciencia de que ello produce heridas difíciles de curar.
En las democracias occidentales existen actualmente fuerzas políticas y gobiernos que conciben la obligación de mantener la distancia social impuesta por el Estado a la manera del rebaño de Schopenhauer como solución higiénico-energética ideal para el futuro. Se implantará un régimen centralizado, que contará presumiblemente con una estricta legitimación científica, con el objetivo de permitir que el mayor número posible de ciudadanos actuales y futuros vivan, o, para ser más exactos, sobrevivan, de la manera más saludable, sostenible y, por ende, energéticamente eficiente. Y esto podría hacerse contra su voluntad individual explícita, si es necesario, llegando incluso a socavar en gran medida los derechos fundamentales y los principios de mercado por los que se rigen precisamente las sociedades liberales. Esta idea profundamente utilitarista e iliberal es el enlace distópico que conecta las experiencias de los dos últimos inviernos de coronavirus en Europa occidental con el próximo invierno de estrangulamiento energético decretado.
No está claro que esta permanente retórica de crisis sobre la “hibernación colectiva” sea capaz de estabilizar las democracias modernas. Al fin y al cabo, nadie renuncia voluntariamente a nada si todo lo que se le ofrece a cambio es la perpetuación, controlada desde el exterior, de esa misma renuncia. Pero el problema no es solo de viabilidad, sino que afecta a la esencia misma de nuestra autopercepción liberal. A diferencia de los sistemas totalitarios, la naturaleza de las sociedades abiertas es ofrecer a los ciudadanos algo más que la perspectiva de la mera supervivencia. El porqué que guía a las sociedades progresistas nunca es solo sobrevivir colectivamente, sino vivir una buena vida lo más autodeterminada y con las mejores expectativas posibles.
Desde esta perspectiva, el hecho de que James Watt patentara la máquina de vapor en la misma década en que Immanuel Kant llevó a la madurez su filosofía de la autoilustración crítica de los sujetos responsables es mucho más que una simple coincidencia histórica. En las sociedades libres de Occidente, la movilidad era y es el verdadero signo de la mayoría de edad, y la soberanía energética representa la condición misma de la posibilidad de un autodesarrollo libre.
Con este telón de fondo, resulta inquietante lo poco claro que está qué configuración adoptará en el futuro un discurso liberal orientador bajo el signo de un estrangulamiento perpetuo, al parecer sin alternativas, de la energía y la movilidad, o cómo se podría implementar democráticamente. Los relatos propuestos por ahora, todos ellos basados en el principio de “menos es más”, suenan más a conjuro para ahuyentar el mal y carecen de toda plausibilidad en el mundo real. Además, se basan sin excepción en un recorte más o menos explícito de la libertad de elección individual por parte del Estado. Visto así, el “invierno de los puercoespines” que se acerca constituye tan solo un ejemplo del invierno mucho más largo y peligroso desde el punto de vista político del liberalismo ilustrado, una perspectiva que realmente hace temblar.
El filósofo John Stuart Mill refutó en una ocasión el estricto utilitarismo colectivo de sus homólogos británicos argumentando que el bienestar impuesto desde fuera nunca satisface del todo a quien piensa por sí mismo: “Mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho”. Por decirlo en una variante adaptada al presente: “Mejor ser un Sócrates tiritando que un puercoespín abrigado por el Estado”. Lo que probablemente habrá que demostrar pronto, y hasta encarnar.

















jueves, 22 de septiembre de 2022

De como vivir la vida

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de cómo viviríamos la vida si supiéramos la hora de nuestra muerte, pero a ninguno de los encuestados, dice en ella el escritor Fernando Aramburu, le agradó la idea de vivir obsesionado con una cuenta atrás. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Encuesta crucial
FERNANDO ARAMBURU
20 SEPT 2022 - El País

Pregunté a varias personas si aceptarían conocer la fecha y hora exactas de su muerte. Sugerí la posibilidad de que el dato constase en un documento oficial que todo recién nacido recibiría de manos de un funcionario del Ayuntamiento presente en el paritorio. A ninguno de los encuestados agradó la idea de vivir obsesionado con una cuenta atrás. Hubo quienes vacilaron; pero, después de imaginarse la situación con detenimiento, se pronunciaron a favor de permanecer en la comodidad de su incertidumbre. En lo que estuvieron todos conformes fue en la convicción de que, conocida la provisión de días, cambiaríamos de estrategia vital. A buen seguro aprovecharíamos el tiempo disponible en función de criterios prácticos. El consentimiento en el tedio alcanzaría rango de imprudencia temeraria. Con toda probabilidad concederíamos máxima importancia a muchas cosas que ahora nos cuesta poco posponer y al fin entenderíamos lo superfluas que son otras tras las que corremos desalados. Uno gestionaría con más cabeza la angustia existencial y conocería con precisión la hora de dejar resueltos sus asuntos administrativos y testamentarios.
Quiero creer que evitaríamos un sinnúmero de conflictos. ¿Para qué meterme en porfías si el próximo viernes estaré criando malvas? Como los condenados a la pena capital a quienes se concede un último deseo, presiento que, cercanos al desenlace, nos inclinaríamos por elegir algún disfrute: el viaje al país que siempre quisimos conocer, una fiesta por todo lo alto, la relectura de un libro venerado... Un aguafiestas me replicó que, si ya no hay margen para un juicio y un castigo, podríamos permitirnos toda suerte de fechorías. Allá él. Yo me inclinaría en el instante final por algo que nos diese gusto a mi gente y a mí. Y que la suerte, según reza un aforismo de Isabel Bono, “me encuentre dentro de casa con el paraguas abierto”.