jueves, 15 de marzo de 2018

[GALDÓS EN SU SALSA] Hoy, con "Misericordia"



Estatua de Galdós (Pablo Serrano, Las Palmas GC)


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quien en es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que van a cumplirse 175 años, he ido subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa, que comencé con el primero de sus Episodios Nacionales, colección de cuarenta y seis novelas históricas escritas entre 1872 y 1912 que tratan acontecimientos de la historia de España desde 1805 hasta 1880, aproximadamente. Sus argumentos insertan vivencias de personajes ficticios en los acontecimientos históricos de la España del XIX como, por ejemplo, la guerra de la Independencia Española, un periodo que Galdós, aún niño, conoció a través de las narraciones de su padre, que la vivió. 

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912. 

Subo hoy al blog su novela Misericordia, en la edición digital de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante, basada en la de la Tipografía e Imprenta de la Viuda e Hijos de Tello, de Madrid, de 1897. Galdós refleja en esta novela la vida de las clases más humildes del Madrid de finales del siglo XIX, narrando la historia de Benina, mujer de una humanidad admirable que sirve en una casa de la burguesía madrileña en decadencia y se ve obligada a mendigar para ayudar económicamente a sus amos. El orgullo y la importancia de las apariencias que caracterizan a estos contrastan con la bondad de Benina, condenada a sobrevivir en un entorno hostil sin perder ni un solo instante su dignidad. Misericordia es una novela emblemática sobre la marginación social y una crítica intemporal a la sociedad y a los valores que la sustentan.




Representación teatral de "Misericordia", de Galdós



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy jueves, 15 de marzo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 14 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Leer y escribir ya no es solo de humanos





Querido lector, escribe el periodista Jorge Marirrodriga en El País, dentro de no mucho usted no sabrá reconocer si este texto ha sido escrito por un ser humano o por una máquina. En realidad por un tiempo sí que podrá, siempre que sea capaz de detectar fallos gramaticales y ortográficos. La regla será sencilla: si hay fallos será humano. Y eso que hasta hace poco sucedía exactamente al revés. Las traducciones automáticas nos han permitido detectar sin problemas, y simplemente por la forma, la falsedad de los mails enviados por la viuda nigeriana que ponía a nuestra disposición millones de dólares con solo enviarle unos cuantos miles de euros o los escritos por la supermodelo del Este que había visto nuestro perfil “en lo Internet” y había quedado cautivada por nuestra personalidad. Pero, de hecho, eso ya pocas veces sucede.

Claro que alcanzada esa perfección, la inteligencia artificial también será capaz de introducir pequeños fallos para hacer dudar al lector. Y cuando este no pueda encontrar la diferencia ya no serán necesarios “productores de contenidos” humanos. Tal vez ese no sea un problema que afecte al lector. Pero sucede que los lectores humanos tampoco serán tan necesarios. No lo serán en absoluto. En realidad, ese proceso ya ha comenzado. Las estadísticas que constantemente suministran los medidores muestran que si usted ha llegado leyendo hasta aquí forma parte de un minoritario 30% del total de personas que empezaron este texto. Y existe una altísima posibilidad de que no llegue a finalizarlo. Al autor humano le importa pero al medidor no, porque usted ya hizo clic y con ese pequeño movimiento de un dedo ha desencadenado una maraña de mecanismos matemáticos que determinarán tanto el futuro del autor como del lector. Para el primero ya está significando un importante factor en términos de reputación profesional, lo que se traduce en condiciones de trabajo y salario. Para el segundo, en el tipo de contenidos que se le ofrecerán y, por tanto, en la aproximación a la realidad que tendrá. Casi nada.

Como prueba de lo expuesto, debe usted saber que este texto no está escrito solo para usted sino también para los algoritmos y posicionadores. Y, no se ofenda, tal vez más para ellos que para usted. Por ello me va a permitir que introduzca ahora una serie de palabras para que los algoritmos detecten el texto y lo coloquen bien. Para usted no tendrán mucho sentido, pero para ellos sí. Empecemos con palabras buscadas ayer —cuando se escribe este texto—, poco importa si por humanos o en búsquedas automáticas: Día de la Mujer 2018, Román Escolano, Franco Masini, Balkrishna Dashi. Añadamos algunas que siempre funcionan: sexo, porno, Cristiano Ronaldo, Messi, Trump. Fin de la interrupción. Volvamos con los humanos. Pero no mucho.

El proceso cada vez se acelera más. Los textos escritos por máquinas son leídos por máquinas que los posicionan en buscadores y utilizan las redes sociales para moverlos y difundirlos. Mientras usted duerme, un algoritmo habla con su perfil en función de sus clics y le envía un determinado tipo de textos, no para que los lea —al algoritmo le da igual— sino para que los pinche y los difunda. Los textos que tengan éxito entrarán en un círculo virtuoso y multiplicarán el número de difusiones. Llegamos al final. El algoritmo ha completado su lectura, aunque no ha entendido nada. La pregunta es: ¿queda algún humano por aquí?





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "La leyenda del volcán", de Miguel Ángel Asturias





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado ALa leyenda del Volcán, de Miguel Ángel Asturias (1899-1974), escritor, periodista y diplomático guatemalteco. Contribuyó al desarrollo de la literatura latinoamericana, influyó en la cultura occidental y, al mismo tiempo, llamó la atención sobre la importancia de las culturas indígenas, especialmente las de su país natal, Guatemala. Tras décadas de exilio y marginación, Asturias finalmente obtuvo amplio reconocimiento en los años 1960. En 1967 recibió el Premio Nobel de Literatura. Pasó sus últimos años en Madrid, donde murió a la edad de 74 años. Fue enterrado en el cementerio de Père Lachaise en París. Les dejo con su relato:


LA LEYENDA DEL VOLCÁN
de
Miguel Ángel Asturias


Hubo en un siglo un día que
duró muchos siglos


Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.

Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.

Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.

Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.

Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.

Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.

Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.

Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.

Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.

-¡Nido!…

Pió Monte en un Ave.

Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.

Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosas a pescado femenina como dedo meñique.

A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil… ¡La Tierra de los Árboles!

Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.

Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.

-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!

La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.

Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto…

La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.

Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.

Dos montañas movían los párpados a un paso del río:

La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.

Y la incendió.

La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.

El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.

En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.

Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío…!

Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.

Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.

Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas…

Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.

Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.

Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.

-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino…

Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.

Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.

Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.

Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.

Anduvo y anduvo…

Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:

¡Nido, quiero que me levantes un templo!

La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.

Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.

FIN





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy miércoles, 14 de marzo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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martes, 13 de marzo de 2018

[PENSAMIENTO] El laberinto de la libertad (II)





Segunda entrega del profesor Arias Maldonado en Revista de Libros (la primera pueden pueden leerla si lo desean en este enlace) sobre el asunto de los límites de la libertad de expresión en las sociedades democráticas. Y promete una tercera...

La realidad puede moverse más rápido que el pensamiento, comienza diciendo el profesor Arias: si en la entrada anterior de este blog dejábamos en el aire varios interrogantes concernientes al ejercicio de la libertad de expresión en las sociedades democráticas, el tiempo transcurrido desde entonces nos ha traído nuevas noticias al respecto. Se trata de una efervescencia demostrativa de la actualidad del asunto, al menos en unas democracias occidentales sacudidas por el impacto casi simultáneo de la digitalización de las comunicaciones y los efectos de la crisis económica, entre ellos un despertar del populismo político certificado por los inquietantes resultados de las elecciones italianas del pasado domingo.

Por una parte, la Audiencia Nacional ha ratificado la condena contra el rapero Pablo Hásel por enaltecimiento del terrorismo, injurias y calumnias contra la Corona y las instituciones del Estado, por entenderse que adopta posiciones que van más allá de la protesta pacífica. Hásel, que ha reaccionado a la ratificación de su sentencia llamando «fascistas de mierda» a los jueces y anunciando que «jamás claudicará», habría traspasado esa línea en tuits en los que manifestaba su apoyo a miembros del grupo terrorista GRAPO o imputaba delitos de tortura y asesinato a las fuerzas de seguridad. Por otra, contrariamente, la tuitera Cassandra Vera ha sido absuelta por el Tribunal Supremo tras ser condenada en las instancias inferiores por enaltecimiento del terrorismo, tipo penal que se entendía contenido en sus chistes sobre el asesinato de Carrero Blanco en 1973. En este caso, la sentencia recuerda que no todo mensaje inaceptable es delictivo: lo decisivo está en los matices, que nos permiten distinguir entre mensajes que expresan animadversión o resentimiento y aquellos otros que supuran «un odio que incita a la comisión de delitos», sembrando «la semilla del enfrentamiento y erosionando los valores esenciales de la convivencia». Es un tipo de odio, este último, que los tribunales sí pueden perseguir penalmente con la legislación vigente en la mano.

Ahora bien, para que pueda aplicarse el delito de enaltecimiento del terrorismo ‒afirma el Tribunal Supremo‒, debe producirse una manifestación del discurso del odio que «propicie o aliente, aunque sea de manera indirecta, una situación de riesgo para las personas o derechos de terceros o para el propio sistema de libertades». Estaría alentándose, en otras palabras, una conducta criminal. Y ese fomento de las acciones terroristas no se produce, a ojos de los magistrados, en el caso de Cassandra Vera y sí, en cambio, en los de Pablo Hásel o el también rapero Valtonyc, cuyos versos comportarían ‒según la sentencia correspondiente‒ «una alabanza, no ya de los objetivos políticos, sino de los medios violentos empleados por las organizaciones terroristas y contienen una incitación a su reiteración». No se mide aquí cuál es la probabilidad de éxito que tendrán los versos de Valtonyc a la hora de convencer a los terroristas existentes o potenciales para que se lancen a la comisión de atentados, sino que se valora la peligrosidad de que esos mensajes se conviertan en expresiones normalizadas de la libertad de palabra. Y ello porque, tomados literalmente, suponen una incitación a la violencia.

Cuestión distinta es que quien emite esos mensajes fomente el terrorismo de manera figurada y no literal, una distinción que podría ampararse ‒al menos en el caso de los raperos‒ en el hecho de que está ejerciéndose la libertad artística. Ésta, de creer a sus practicantes, sería menos un subtipo de la libertad de expresión que una libertad superior que les permitiría ir más lejos que los demás ciudadanos en el empleo de sus potencialidades expresivas. Tal como se sugirió la semana pasada, el artista funcionaría como un visionario emancipado de constricciones en el uso de sus derechos: la libertad, y sólo la libertad, sería su signo distintivo. De tal manera que, si Marcel Duchamp hizo que un urinario fuese arte colocándolo en un museo, una frase de apoyo al GRAPO no sería una frase de apoyo al GRAPO si está incluida en una canción o, rizando el rizo, constituye el contenido de un tuit cuyo autor es un artista. Si esa misma frase hubiera sido tuiteada por un fontanero, la protección jurídica que le asiste podría verse reducida, por ser también inferior su estatuto moral. ¡Pista, que viene el artista!

Según The Economist, en línea con lo que advertía el diario El País recientemente, el aumento de las sentencias de este tipo indica que España padece un ataque de intolerancia. Los jueces, a los que atribuye exceso de celo conservador, estarían dañando la imagen de nuestra democracia ante el mundo en un momento político delicado. Pudiera ser, aunque ya vimos que los problemas que aquí se ponen sobre la mesa no pueden minusvalorarse ni resolverse mediante una genérica apelación a la primacía de la libertad de expresión: es necesario discutirlos en detalle y responder, o intentar responder, a los graves interrogantes que plantean en relación con el funcionamiento de la democracia liberal.

Ya se ha insinuado aquí: continuar aplicando el principio volteriano según el cual hemos de defender la libertad de otros de decir aquello que nos disgusta como si siguiésemos combatiendo el absolutismo monárquico quizá resulte un poco anacrónico. Diríase que, al menos en las democracias occidentales, las circunstancias han cambiado. Y la cuestión no sería tanto ganar libertades expresivas frente al Estado, cosa que, en cambio, sucede en los regímenes autoritarios y en los que experimentan regresiones iliberales, como gestionar la sobreabundancia expresiva con objeto de evitar que esta última dañe la convivencia democrática y refuerce la creciente conflictividad de unas sociedades que se nos antojan, ahora mismo, más agonistas que liberales. Eso no implica bajar la guardia ante las posibles extralimitaciones del Estado, pero no parece que se trate del principal problema de la esfera pública digital. El gran interrogante es si una sociedad democrática debe amparar cualquier uso de la libertad de expresión o, más bien, tiene que restringir algunos usos de ella para protegerse a sí misma. Pero no, claro, por integrismo democrático, sino con objeto de proteger los valores cuya realización justifica la superioridad de esta forma de organización política sobre otras: de la tolerancia a la autonomía, de la igualdad al autogobierno, sin olvidar la convivencia pacífica y el disfrute de mejores condiciones materiales de vida.

Pero, ¿es que acaso puede restringirse la libertad de expresión en nombre de la tolerancia o la autonomía personales? Claro que se puede. De hecho, la libertad de expresión no ha sido nunca absoluta, como no lo ha sido el ejercicio de casi ningún derecho: conocía ya limitaciones relativas al honor y la intimidad personales, a las que se han añadido recientemente las concernientes a las manifestaciones de odio contra grupos sociales concretos. No se trata de constricciones cuya delimitación sea siempre sencilla, ni que puedan desligarse de la evolución de las costumbres sociales: el escándalo de ayer es la rutina de hoy. Pero eso no suprime la principal dificultad que aquí se plantea cuando hablamos de proteger a la democracia de sí: la sutil distinción entre las ideas incómodas y las ideas peligrosas. La distinción no parece imposible: incómoda será aquella idea que atente contra las convicciones más o menos establecidas; peligrosa será la que socave los fundamentos del régimen democrático. O, lo que es igual, las ideas peligrosas serían aquellas que fomentan la destrucción de la democracia o el empleo de medios no democráticos para la persecución de fines políticos, mientras que las ideas incómodas desafían los valores dominantes, pero respetan el marco democrático. Sucede que el propio marco democrático ha cambiado con el tiempo, por ejemplo ampliando el rango de la participación política informal; y sucede, también, que la democracia se traicionaría a sí misma si impidiese defender la ida de que existen otros órdenes políticos concebibles. Ciertamente, no deja de apreciarse una cierta contradicción ‒acaso insalvable‒ en el hecho de que esas alternativas habrán de fructificar, llegado el caso, mediante procedimientos democráticos. Y claro, los enemigos de la democracia ‒a izquierda y derecha‒ no siempre se andan con tantos remilgos, de manera que las ideas peligrosas pueden defenderse como si fueran ideas incómodas, aprovechándose de la democracia para menoscabarla. Es lo que podríamos considerar un empleo táctico de la libertad de palabra. Algo parecido a lo que hizo Santiago Sierra, en clave mercantil, en su enésima provocación a cuenta de los llamados «presos políticos» del independentismo.

De ahí que la noción de la «democracia militante», o democracia que permanece atenta a su propia supervivencia ejerciendo la defensa activa de sus valores, no carezca de sentido. España, si atendemos a los pronunciamientos de nuestro Tribunal Constitucional, no lo es; Alemania, como veremos enseguida, sí. Y merece la pena cuestionarse si no habrá llegado el momento de que todas las democracias sean militantes en la defensa de sí mismas, no sea que, en momentos de turbulencia política, terminen por perder la vida «par délicatesse», como dice el verso de Rimbaud que cita con delectación el joven Michi Panero en El desencanto, la película de Jaime Chávarri. ¡Mejor militantes que inexistentes!

En el asunto que nos ocupa, la «militancia» de la democracia alemana ‒que elabora su Carta Fundamental en la segunda posguerra con la intención de diferenciarse del régimen nazi e impedir toda posibilidad de que algo parecido a aquello suceda otra vez‒ se muestra en la principal limitación que sufre el derecho a la libertad de palabra. Viene determinada esta última por el concepto del «Estado libre y democrático de Derecho», cuyo punto de partida es la posibilidad ‒memento Weimar‒ de que cualquier libertad, entre ellas la libertad de expresión, pueda ser empleada con el objetivo de abolir la libertad. De ahí que se conceda al gobierno la facultad de proteger los fundamentos del orden político. Tal como señala Winfried Brugger en su iluminador estudio sobre el tema, esto distingue a Alemania ‒y, en general, a la tradición continental‒ del más relativista concepto anglosajón de democracia, donde, de acuerdo con las palabras de Oliver Wendell Holmes, el famoso juez del Tribunal Supremo, las minorías podrían llegar a ser suprimidas por las mayorías:

Si, a largo plazo, las creencias expresadas en la dictadura proletaria llegan a ser aceptadas por las fuerzas dominantes de la comunidad política, el único significado de la libertad de palabra será darles su oportunidad y dejarlas prevalecer.

Algo que Alemania, allá por 1949, no tenía tan claro. La posición norteamericana, derivada de su texto constitucional, se deja ver en aquellos países donde la libertad de expresión encuentra menos restricciones, e incluso un ejercicio de la misma que incluya «discursos de odio» será generalmente aceptado; por el contrario, la posición alemana, compartida por los miembros del Consejo de Europa (incluida España) y Canadá, entre otros, considera que la libertad de expresión debe conocer algunas limitaciones, lo que incluye la protección de la dignidad e igualdad de quienes son objeto de esos discursos de odio. Nótese que, como se sugirió la semana pasada, se trata de ponderar el sentido de estas restricciones sea cual sea la orientación ideológica de las opiniones en juego, en lugar de limitarse a querer solo para nosotros la libertad que no querríamos conceder a otros. Ramón González Férriz recordaba hace poco que el pluralismo tiene que ver con la tolerancia, es decir, con la necesidad de aceptar la libre expresión de aquello que nos molesta, o entonces no es tal pluralismo. La dificultad estriba, de nuevo, en diferenciar entre lo incómodo y lo peligroso: entre lo que cabe dentro del pluralismo y lo que amenaza al pluralismo. En su contribución al número especial de la revista Prospect dedicado a las «guerras de la libertad de palabra», la activista pro-derechos humanos Afua Hirsch llamaba la atención sobre la necesidad de impedir la normalización de ciertas ideas bajo el pretexto del pluralismo democrático:

Tratar el racismo como una opinión como cualquier otra ‒como si se tratase de una visión alternativa que equilibrase el debate, no de un sistema de opresión‒ produce una suerte de amplificación cultural [de las ideas racistas].

Así es. Pero, ¿puede decirse lo mismo del nativismo que desearía restringir la inmigración por razones de pureza cultural? Seguramente no, por mucho que nos espante la propuesta. Distinguir lo incómodo de lo peligroso: he ahí una tarea permanente para las sociedades democráticas que no se despreocupan del contenido de las ideas que circulan en su interior. En caso de duda, habrá de prevalecer la libertad de palabra; dar por sentada prima facie esa prioridad, sin embargo, supone ignorar los conflictos que se producen en el interior del cuerpo democrático como efecto de la colisión entre sus valores nucleares. A pesar de los impecables principios que justifican este principio general, la salida es demasiado fácil y no se aleja tanto ‒en su espíritu‒ de la descrita cláusula de «excepción artística» que exime al artista de los deberes que rigen para el ciudadano común.

Por el contrario, es necesario enfrentarse al choque de valores y hacerlo en relación con casos concretos. Al Tribunal Constitucional alemán corresponde, así, decidir si el derecho de opinión prima sobre otros intereses constitucionales con los que puede entrar en conflicto: la dignidad y el honor, la igualdad y la protección de la infancia, la paz social y la civilidad. Ninguno de estos principios es absoluto; todos estos derechos y libertades se complementan mutuamente. Por eso, la priorización ‒que se lleva a cabo mediante una ponderación de los bienes en conflicto‒ es tan importante: son los matices de los que habla también nuestro Tribunal Supremo en la sentencia que absuelve a Cassandra Vera y que difieren de los que concurren en otros casos.

El problema es que los matices no caben en los titulares ni en los tuits. Podríamos incluso decir, parafraseando a Cesare Pavese, que los matices cansan. ¡A todos! Pero este tema, como tantos otros, no puede abordarse sin ellos: no pueden los jueces ni podemos los demás. Quien tenga la paciencia suficiente, se encontrará aquí con nuevos matices dentro de una semana, cuando trataremos de recoger los cabos que han ido quedando sueltos para bosquejar algunas conclusiones, siquiera tentativas, sobre un tema acerca del cual será, en todo caso, imposible ponerse de acuerdo.



El músico Pablo Hásel



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