sábado, 18 de noviembre de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy sábado, 18 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan en Canarias7; Ricardo, Gallego y Rey e Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 17 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Paz por territorio? ¿También en Cataluña?





Para salir del bucle nihilista en el que estamos hace falta restablecer toda la presencia del Estado que sea compatible con una autonomía y una Constitución reformadas. No hay que dar otro paso atrás y ceder a la presión independentista, escribe en el diario El País el profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.

Paz por territorios fue la fórmula acuñada por la Conferencia de Paz celebrada en Madrid en octubre de 1991 para encauzar el problema palestino mediante una transacción que parecía razonable: los palestinos renunciaban a la destrucción del Estado de Israel y este cedía una parte de su territorio para que sus adversarios pudieran disponer de una administración propia. A simple vista, la aplicación del caso palestino al problema catalán no hace más que confundir las cosas, más aún que otras analogías al uso, como el paralelismo con Quebec o con Escocia. Ni hay un problema de ocupación por la fuerza, ni —de momento— un conflicto entre comunidades enfrentadas, ni es fácil identificar al soberanismo catalán con uno de los bandos en litigio en el problema de Oriente Próximo. Al contrario, en ese magma heterogéneo que es el independentismo se puede reconocer un sector prosionista, vinculado al catalanismo histórico, y otro propalestino en la CUP. El símil, sin embargo, tiene alguna utilidad para intentar dar una respuesta a las dos grandes preguntas que plantea la crisis institucional en Cataluña: cómo hemos llegado a esto y cómo podríamos salir de aquí.

El modelo autonómico establecido por la Transición supuso en parte el regreso a la fórmula ensayada por la Segunda República. El nacionalismo catalán, representado entonces por Esquerra Republicana, abdicaba de la independencia y el Estado aceptaba reducir su presencia en Cataluña al ceder a las instituciones autonómicas buena parte de sus competencias. El nacionalismo ofrecía la paz al Estado, abandonando cualquier pretensión secesionista, y este renunciaba a ejercer como tal en aquella parte del territorio nacional. Paz por territorios. No se puede decir que el experimento de la Segunda República colmara las esperanzas que sus dirigentes depositaron en el Estatuto de Autonomía de 1932. Dos años después de su aprobación, la Generalitat se sublevaba contra un Gobierno republicano que cumplía todas las formalidades constitucionales. Ya en la Guerra Civil, Manuel Azaña señaló la necesidad imperiosa de que la República recuperara las competencias que había perdido en Cataluña por la deslealtad y la política de hechos consumados del Gobierno de Companys. Así lo declaró Azaña ante el presidente Negrín y sus ministros en mayo de 1937: “Les dije que el Gobierno estaba obligado a trazarse con urgencia una política catalana, que no puede ser la de inhibirse y abandonarlo todo. (…) El Gobierno debe restablecer en Cataluña su autoridad en todo lo que le compete”.

El pacto de la Transición se inspiró en gran medida en eso que el propio Azaña llamó “la musa del escarmiento”, la voluntad de no incurrir en viejos errores que podían tener las mismas consecuencias que en los años treinta. Los pocos representantes activos de la generación de la República, como Tarradellas, lo entendieron perfectamente: “Mai mès un trenta-quatre” (“nunca más un 34”). El procedimiento empleado por la Segunda República para resolver el problema catalán tenía esta vez a su favor el efecto pedagógico de la musa del escarmiento y el convencimiento de que las dos partes respetarían un principio no escrito del pacto estatutario, que podría expresarse mediante la fórmula paz por territorios. El nacionalismo catalán renunciaba a su programa máximo —la independencia— y el Estado a estar presente en los ámbitos fundamentales de la vida pública catalana. Ocurrió, sin embargo, que la solución autonómica creaba una dinámica expansiva difícil de contener y que, pasado cierto tiempo, las nuevas generaciones nacionalistas se sintieron desligadas del pacto fundacional de la autonomía catalana. De esta forma, el repliegue del Estado, en vez de servir de garantía a la vigencia del pacto, fue una tentación constante a su incumplimiento. Sólo un impensable alarde de lealtad por parte del nacionalismo y su renuncia voluntaria a más altos empeños podían impedir la ruptura del marco estatutario, porque el Estado carecía de capacidad de coacción o hacía dejación de ella para no irritar al catalanismo, a menudo, necesario para contar con mayoría en las Cortes. No era sólo la ausencia de instituciones que no tenían competencias que ejercer en el territorio catalán, sino su falta de autoridad para hacer cumplir la ley y las sentencias judiciales. Frente a un Estado en retirada emergía una Administración autonómica que se jactaba, con razón, de estar creando unas “estructuras de Estado”. Cuando se elaboró el segundo Estatuto, su principal artífice, Pasqual Maragall, anunció que, tras su aprobación, el Estado tendría una presencia “marginal” en Cataluña. No se podía decir más claro.

Era cuestión de tiempo que el orden constitucional quedara reducido a la impotencia y fuera sustituido por una estructura de poder alternativa desarrollada por las instituciones autonómicas y sustentada en una formidable capacidad de movilización propia de un régimen totalitario, reforzada por un movimiento populista de apariencia asamblearia. Esa multiplicidad de impulsos, desde arriba y desde abajo, explica la sorprendente disfuncionalidad de la declarada y suspendida República catalana, mitad ácrata, mitad totalitaria, business friendly y anticapitalista al mismo tiempo, incapaz en todo caso de crear un marco de convivencia estable y pacífico ni siquiera para la Cataluña independentista. Se entiende que ante la perspectiva de vivir bajo ese proyecto de Estado fallido el mundo empresarial esté buscando amparo en territorios más seguros.

Poco importa a estas alturas si todo respondió a un plan preconcebido o ha sido fruto de una inercia natural del nacionalismo, que se encontró el campo despejado para hacer realidad sus ensoñaciones identitarias. El hecho es que la transacción paz por territorios nos ha traído adonde estamos. El Estado cumplió su parte al abandonar virtualmente el territorio catalán, fiándolo todo a la buena fe del nacionalismo, que aprovechó ese vacío para hacer de la autonomía un Estado embrionario, a punto de ver la luz tras una larga gestación.

Los últimos acontecimientos han puesto de manifiesto el agotamiento del pacto autonómico en Cataluña según se concibió en la Transición, como una renuncia al programa máximo de cada parte. La retirada del Estado ha alimentado el irredentismo en vez de apaciguarlo. Si hay una forma de salir del bucle nihilista al que se ha llegado en Cataluña es restableciendo toda la presencia del Estado que sea compatible con una autonomía y una Constitución reformadas. Por el contrario, conviene evitar la tentación de dar un nuevo paso atrás y ceder a la presión independentista, porque ese intento de apaciguamiento, en vez de traernos la paz, aunque fuera una paz deshonrosa, nos situaría ante una nueva exigencia: esta vez, los países catalanes. Y de esta forma, al final, no tendríamos ni paz ni territorio.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Galdós en su salsa] Hoy, con "Ángel Guerra"



Estatua de Galdós (Pablo Serrano, Las Palmas GC)


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quien en es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que van a cumplirse 174 años, he ido subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa, que comencé con el primero de sus Episodios Nacionales, colección de cuarenta y seis novelas históricas escritas entre 1872 y 1912 que tratan acontecimientos de la historia de España desde 1805 hasta 1880, aproximadamente. Sus argumentos insertan vivencias de personajes ficticios en los acontecimientos históricos de la España del XIX como, por ejemplo, la guerra de la Independencia Española, un periodo que Galdós, aún niño, conoció a través de las narraciones de su padre, que la vivió. 

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912. 

Subo hoy al blog su novela Ángel Guerra, publicada en Madrid, en 1891, por la Librería Sucesores de Hernando y Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales. Esta edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante, es la conservada en la Biblioteca de Magisterio de esa misma universidad.

Ángel Guerra es la novela que abre el ciclo "espiritualista" de las "Novelas españolas contemporáneas" de Galdós. Desarrollada en su mayor parte en la ciudad de Toledo, Galdós presenta como protagonista al que da nombre al libro, uno de sus personajes-héroes movidos por un puro y elemental ideal cristiano, como el Nazario de Nazarín, o la Benina de Misericordia.

La novela construida en tres partes, fue publicada en dos tomos entre febrero de 1890 y el verano de 1891. En la primera parte, su protagonista, "Ángel Guerra" —síntesis nominal de lo angélico y lo belicoso—, hijo rebelde de la burguesía madrileña, se compromete en la revolución social (una versión literaria del pronunciamiento del general Villacampa en 1886); un crimen de guerra le llevará a huir aún más de su entorno social. Herido, viudo, con una hija enferma y enfrentado al despotismo materno, cuenta con la fiel compañía de Dulcenombre, una mujer de clase humilde. El siguiente paso argumental llegará con la muerte de su hija y el enamoramiento de la mujer que la cuidaba, Leré. La decisión de Leré de trasladarse a Toledo para iniciar su vida religiosa llevará al protagonista a un encadenamiento de crisis espirituales y físicas, meollo de la tercera parte de la novela.

Galdós desarrolló en esta novela un escenario que el autor siempre entendió como lugar mágico, la ciudad de Toledo, desde que dio sus primeros pasos por ella, aún joven y de la mano de Federico Balart, poeta y viejo amigo. Al final de su vida recordaría, en sus Memorias de un desmemoriado, que inició Ángel Guerra recién llegado de un viaje por Italia, y en especial sus paseos por la calle de Toledo en Nápoles. Quizá tirando de ese hilo y evocando aquella otra ciudad que dibujó siendo aún niño, el escritor canario elabora en la novela un Toledo monumental, bastión de la España vieja, ciudad de alto índice demográfico eclesiástico.​ Una nueva Orbajosa, escenario de personajes entrañables —entre ellos varios clérigos—, servirá de marco al amor imposible de Ángel Guerra y Leré.






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[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 17 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7, Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia. Disfruten de ellas.





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jueves, 16 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Los números de la secesión





Voluntad y cantidad son irrelevantes para fundamentar derechos. El voto femenino no dependía de que lo reclamaran muchas mujeres. Si un derecho está justificado, si hay discriminación objetiva, tanto da que lo solicite uno como un millón, comenta Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona en el diario El País.

El nacionalismo, ya lo hemos visto, se ha estado nutriendo de grandes palabras con perfiles esquivos. La última, el clavo ardiendo, fue lo de “mandato democrático”. Significase lo que significase, no parecía referirse a la mayoría. Recordemos: en 2006 solo un 6% de los catalanes queríamos la reforma del Estatuto. Después de años de frenética propaganda institucional, el Estatuto recibió el refrendo del 35%. En las elecciones autonómicas que siguieron a la sentencia del Constitucional el independentismo explícito pasó del 16,59% al 7% del voto total. En las “plebiscitarias” de 2015 los secesionistas tuvieron un 36% del voto sobre el censo. Ciertamente, la aritmética del mandato no es la de Peano.

Pero hagamos como si el cuento cuadrara. En su mejor versión, la tesis del mandato sería una actualización de cierta teoría de la secesión: si lo piden muchos, está justificada. No debe confundirse con la teoría de la reparación, la única indisputable, según la cual la secesión resulta aceptable cuando se ha ocupado un territorio soberano o se violan sistemática y persistentemente los derechos de ciudadanos en un territorio. Oficiaría como un remedio para mitigar la privación de derechos y de democracia: hay una injusticia manifiesta y, como mal menor, se contempla la separación. La determinación de la injusticia debe ser objetiva: no basta con que uno se sienta colonizado o privado de derechos. Ha de estarlo.

Las otras teorías tienen fundamentos más endebles (‘Secesiones, fronteras y democracia’, Revista de Libros). Casi todas ponen el acento en la voluntad: la existencia de suficientes partidarios fundamentaría el derecho a decidir. Puede que Pozuelo de Alarcón tenga una balanza fiscal más desequilibrada y una identidad más precisa que Cataluña, porque son menos y más ricos, pero solo Cataluña tendría derecho a la secesión porque muchos catalanes quieren separarse.

El argumento presenta un problema de principio: el conjunto de referencia para considerar “un número suficiente”. La unidad de decisión pertinente. Y no se ve por qué un (supuesto) 60% de catalanes (independentistas) sería suficiente para arrastrar a nuevas fronteras al 40% restante y en cambio un 90% de españoles no basta para mantener dentro de las suyas a un 2% (los independentistas).

La voluntad y el número resultan irrelevantes para fundamentar derechos. El derecho al voto de la mujer no dependía de que lo reclamaran suficientes mujeres. Y ni les cuento los de los niños o los de los animales. Si un derecho está justificado, tanto da que lo solicite uno como un millón. Si el número es un fundamento, no habría reclamación de derechos justificada: siempre empieza con una minoría. Si el derecho a la secesión existe, también Pozuelo dispone de él. El argumento “en Pozuelo nadie reclama la secesión” es moralmente irrelevante. Si el derecho está justificado, deberíamos alentar la aparición de un partido que lo reclamara. Y si no, debemos combatir ideológicamente el proyecto de romper la igualdad política de los ciudadanos. Como hacemos con el racismo o el sexismo, que también tienen muchos partidarios. Nuestro éxito ha consistido en reducir su número.

Un reciente desarrollo apela a que los catalanes constituimos una minoría permanente. España habría abusado históricamente de una minoría catalana que, por serlo, nunca podría obtener mayorías parlamentarias suficientes para modificar los marcos de decisión. La tesis es arriesgada: asume que hay esencias nacionales impermeables al tiempo, ignora una realidad catalana tan mestiza como la española, olvida la historia y descuida el elocuente (y disparatado) precio de los alquileres barceloneses. Sencillamente, muchos catalanes (los ricos, precisemos) han decidido y deciden mucho en España. Siempre. Es más, como ha mostrado Joan-Lluís Marfany, el nacionalismo español se gesta en Cataluña. Fue Valentí Almirall quien, para preservar los territorios españoles en el Pacífico, apelaba a que “nadie admite siquiera discusión sobre el perfecto derecho que tiene todo el pueblo español a todo el territorio nacional”.

El argumento otorga prioridad a la representación de las “naciones culturales”. Algo discutible. Por razones empíricas, pues no se entiende por qué una circunstancia “nacional” importa más que otra social, sexual, religiosa o hasta climática. Hay muchas “minorías permanentes” ignoradas. Si de identidad se trata, el trabajador de Seat de Martorell tiene más que ver con el de Ford en Almusafes que con el burgués de Sant Gervasi. Y, sobre todo, por razones normativas. El ideal democrático es universalista: los ciudadanos, cada uno con su plural identidad, se reconocen iguales y exponen sus razones comprometidos con el interés general. El argumento, de facto, desconfía de la capacidad de la democracia para facturar leyes justas y, en ese sentido, resulta incompatible con la indiscutible evidencia de la conquista de derechos por minorías (gais, negros). Eran pocos, pero las razones eran poderosas, atendibles por conciudadanos capaces de reconocer injusticias objetivas.

En realidad, el colapso del argumento es de principio. Y es que si vale para Cataluña, vale para Extremadura, que parece estar más aperreada. Para Extremadura, para Castilla y para cualquiera. Salvo que, por empacho ontológico, asumamos que solo existen Cataluña y “lo demás”, España, un paquete compacto de identidad. Aún más, en una Cataluña independiente el argumento tendría que valer para Badalona u Hospitalet, también minoritarias. En rigor, no habría democracia legítima: por definición, cada uno es minoría respecto a todos los demás.

No importa cualquier número. Lo que importa es si hay discriminación objetiva, con independencia de si muchos o pocos se sienten discriminados. La existencia de injusticia no depende de la existencia de un sentimiento de injusticia. Las mujeres de la India, indiscutiblemente discriminadas, no se sienten discriminadas y no reclaman.

Cuando en un clásico trabajo los economistas Bertrand y Mullainathan estudiaron la discriminación racial utilizaron un indicador objetivo: los nombres. Sí, Emily y Brendan lo tenían mejor que Laksha y Jamal. Como aproximación, examinen la presencia de los (mayoritarios y pobres) Pérez y García entre quienes deciden en Cataluña. Hay trabajos sesudos, pero si andan cortos de tiempo repasen un artículo publicado en La Vanguardia hace un año de elocuente encabezado: “Sólo 32 de los 135 diputados del Parlament llevan algún apellido de los más frecuentes de Catalunya”. Ninguno de los 25 más comunes asomaba en el último Govern. En Galicia, por comparar, el 54%. Para combatir esas injusticias nació la “discriminación positiva”, otra de esas expresiones degradadas por el nacionalismo. El nacionalismo no es un problema de números, de cuanto, sino de higiene léxica, de qué. La tarea más inmediata.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



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[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "El ave del paraíso", (Anónimo francés)





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El ave del paraíso, un relato anónimo de origen francés que forma parte de la cultura tradicional europea occidental. Les dejo con:



EL AVE DEL PARAÍSO
Anónimo francés

Al padre Anselme, un anciano monje del convento de Chaumont, le gustaba mucho pasearse por el bosque cercano, llamado Bosque de los Padres. A la sombra de los grandes árboles centenarios meditaba, recordaba, rezaba. Caminar a pie le era también beneficioso para la salud. Un día, como de costumbre, salió del convento después de haber intercambiado algunas frases con el hermano Jérôme, el portero. Hacía buen tiempo y el padre Anselme se perdió entre el boscaje, tranquilo y feliz. De repente, oyó el canto de un pájaro, un canto tan melodioso que se detuvo, sorprendido. Levantó la vista y vio un pájaro de resplandeciente plumaje, y de una forma particular, desconocida. El ave continuó con sus ligeros trinos, y el padre los sintió penetrar en su corazón y llenarlo de dulzura y de ternura nuevas para él. «¡Qué bello es!». Pensaba simultáneamente del canto y del ave. Súbitamente, el pájaro agitó las alas y echó a volar. El padre Anselme no pudo impedirse seguirlo, intentando no perderlo de vista. El ave voleteaba de rama en rama sin dejar de cantar. Con los ojos levantados, como fascinado, el monje seguía tras él. Muchas veces tendió las manos, tan cerca de él se hallaba el ave. Pero en el último instante, el ave escapaba y se iba más lejos… El encantamiento se prolongó. Finalmente, no obstante, el padre Anselme hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí mismo: «Ya es suficiente -se dijo- debo regresar, si no mis hermanos se inquietarán, pues hace más de dos horas que estoy andando». Con pesar, abandonó el ave, y tomó el camino de regreso al convento, impregnado aún de su maravilloso encuentro. Pronto divisó el priorato; cuando llegó a la puerta, tiró de la cuerda de la campana. La campana sonó, la puerta se abrió y apareció la silueta de un monje desconocido.

-¡Vaya! -dijo el padre Anselme sorprendido- ¿el hermano Jérôme no está?

-No conozco al hermano Jérôme -respondió el nuevo portero.

El padre siguió mirándolo cada vez más sorprendido por su aspecto.

-¿Por qué lleva usted ese hábito? -preguntó-. No es el de nuestra orden.

-Sí -contestó el otro-. Mi hábito es el que llevan los monjes mínimos.

-¡Eh!, ¡eh!… Espere un momento: nosotros somos benedictinos, de la orden de san Benito de Cluny, y no monjes mínimos…

-¡Qué ocurrencia! -El portero sacudió la cabeza, tan sorprendido como su interlocutor.

-Pero estoy en el convento de Chaumont ¿no? -dijo el padre Anselme.

-Sí.

El monje se frotó los ojos, sintiendo su espíritu enajenado por algo incomprensible.

-Llame al prior, se lo ruego. Jean de Chalençon me explicará este misterio del nuevo portero y del nuevo hábito.

-Aquí no hay ningún prior que se llame Jean de Chalençon…

-¡Cómo! -gritó el padre-. ¡Vaya a ver, pues su celda está cerca de la mía! ¡Estoy seguro!

-Lo siento.

El diálogo de sordos se prolongó. El portero creía que tenía que vérselas con un loco, y el padre Anselme estaba a punto de convertirse en uno de verdad… Ambos subían el tono de sus palabras; su ruido atrajo a otro monje que preguntó:

-¿Qué está ocurriendo? Soy el padre superior del convento…

-Pero… pero… -tartamudeó el padre Anselme- ¿y entonces que ha sido de Jean de Chalençon?

Contó su historia de nuevo, insistió, no comprendía nada; hace un rato, después del almuerzo, él, el padre Anselme, había salido a pasearse por el bosque, y ahora regresaba tranquilamente como siempre. ¿Qué sucedía en el convento? ¿por qué esos desconocidos? ¿por qué aquellos misterios? Frente a él, el superior lo escuchaba sin comprender. Al mismo tiempo, reflexionaba: el nombre de Jean de Chalençon le recordaba algo, sí…

-Padre -dijo suavemente-, tiene usted razón, yo he oído hablar de Jean de Chalençon; era efectivamente el superior de este convento… Sólo que murió hace por lo menos doscientos años.

-Doscientos años… -murmuró el padre Anselme sofocado. Se dejó caer sobre un banco, sin decir nada más, con los ojos desorbitados.

-Espere -prosiguió el prior-. Tengo que verificar todo esto. No se mueva de aquí. Ya regreso.

Se marchó corriendo hacia la biblioteca del priorato. Allí, revisó gruesos registros empolvados y terminó por encontrar lo que buscaba. Era lo que él pensaba: el padre superior Jean de Chalençon había muerto dos siglos antes… Y, de repente, el monje se sobresaltó: unas líneas por debajo de aquel anuncio de fallecimiento, la crónica del convento narraba la desaparición de un tal padre Anselme, que había salido un día a dar un paseo por el bosque, y no había regresado jamás. El libro cayó de las manos del prior. Completamente azorado, se dirigió hacia la entrada del convento. Demasiado tarde, ¡sólo encontró allí al portero!

-¿Dónde … dónde está el padre Anselme? -preguntó. El otro se encogió de hombros.

-Se ha marchado.

Por orden del prior, todos los monjes del convento se lanzaron a buscar al fugitivo. No hubo forma de dar con él. Algunos monjes contaron, como anécdota, que en el bosque, a lo lejos, habían oído el canto de un ave, mucho más bello, en su opinión, que los que se oían de costumbre.

FIN






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