sábado, 29 de julio de 2017

[A vuelapluma] Sobre pertenencias, claridades y sanos escepticismos





No es la primera vez que algún amable lector de Desde el trópico de Cáncer me pregunta el por qué no expreso más a menudo mi opinión sobre los textos que subo al blog. Agradezco la intención de la pregunta pero creo que ya la he respondido en ocasiones anteriores: mi opinión no es relevante en la mayoría de los casos. No es falsa modestia, sino la pura verdad. Lo importante es lo que traslucen los textos que traigo hasta el blog, no lo que yo piense de ellos. Y creo, sinceramente, que de esos escritos, que al fin y al cabo no dejan de ser una selección subjetiva por mi parte, se desprende con bastante claridad cual es la "posición ideológica", si es que eso existe, del autor del blog. 

Yo la resumiría como un sano ejercicio de escepticismo (del lat. mod. scepticismus, der. del lat. mediev. scepticus 'escéptico': desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo, o doctrina de ciertos filósofos antiguos y modernos que consiste en afirmar que la verdad no existe, o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla). O lo que es lo mismo, de un optimismo impenitente constantemente chamuscado por la realidad.

Me da la impresión de que esa es también la postura que defiende John Carlin (1956), escritor y periodista británico, hijo de padre escocés y madre española, cuya actividad profesional se ha centrado preferentemente en los campos de la política y el deporte, en un reciente artículo en El País, con el que colabora de manera habitual. Su libro Playing the Enemy (en español titulado El factor humano), publicado en 2008, tuvo gran aceptación entre el público y la crítica literaria, e inspiró la afamada película Invictus, estrenada en 2009. Pasó los tres primeros años de vida en el norte de Londres, para trasladarse posteriormente a Buenos Aires (Argentina), ya que su padre fue destinado a la Embajada Británica en dicho país. De regreso a Inglaterra fue educado en un internado de Ludlow (Shropshire), cursando posteriormente estudios de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford. 

El artículo de Carlin, que no tengo reparo alguno en reconocer que comparto plenamente en cuanto a los juicios que expresa sobre política, religión, pertenencias, afinidades, claridades y escepticismos, comienza con una famosa cita que viene al pelo: "¿Quién me puede decir quién soy?” (Rey Lear, Shakespeare). Quién lo tenga claro y quiera responder a Lear, por mí, adelante. Esta página permanece abierta.

Vi hace unos días un documental en Netflix titulado en inglés Keep Quiet, “callar” en español, dice Carlin. Se centra en Csanád Szegedi, un personaje húngaro que asciende al alto mando de un partido neonazi llamado Jobbik y funda su brazo paramilitar, la Guardia Húngara. Mucha bandera, mucho símbolo, mucho uniforme, mucho desfile. Y muchas consignas, todas ellas tan bestias como poco originales. El “futuro radiante” que anuncian pasa por la “¡muerte a los judíos!”, “los sucios judíos”.

Szegedi, que hoy tiene 34 años, se incorporó a Jobbik en 2003, fue elegido vicepresidente nacional del partido en 2006 y al Parlamento Europeo en 2009. En 2012 descubrió que era judío. Su abuela, la madre de su madre, le confesó un secreto que había callado desde la Segunda Guerra Mundial: era una sobreviviente de Auschwitz. Se lo probó a su estupefacto nieto mostrándole el número que le habían tatuado los nazis en el brazo izquierdo.

Szegedi abandonó Jobbik, asimiló su herencia matrilineal, se arrepintió públicamente de su antisemitismo, se hizo la circuncisión, se limitó a comer comida kosher y se convirtió a una secta ortodoxa de la religión judía. Ha visitado Auschwitz, ha visitado Israel, visita sinagogas por el mundo donde confiesa sus pecados y celebra su redención.

Como el documental demuestra, algo elemental en Szegedi le pidió subsumir su identidad individual en la identidad colectiva, hallar su dignidad y su relevancia en la lealtad a un grupo. No puede vivir sin códigos compartidos, sin reglas, sin bandera.

La lección del caso de Szegedi es aplicable a la mayor parte de la humanidad. O, mejor dicho, las dos lecciones. Primero, necesitamos pertenecer a algo, motivados seguramente por un antiguo impulso tribal que compartimos con los chimpancés, los leones, los elefantes y demás mamíferos. Segundo, y a diferencia de los animales, queremos darle sentido a la vida. Buscamos claridad, la claridad terrenal o cósmica que nos ofrece la ideología o la religión.

Pero lo primordial es el impulso de la pertenencia, encontrar nuestro equipo. Esto ocurre con todos, como con Szegedi, por pura casualidad, empezando por dónde nacimos y quiénes fueron nuestros padres (que por otra casualidad un día se conocieron y decidieron que se querían lo suficiente como para reproducir juntos). Es decir, son las circunstancias de la vida las que determinan, en primer lugar, el grupo con el que uno se asocia, sea este político o religioso. Después, solo después, damos el paso evolutivo que nos distingue de las demás especies y nos comprometemos con la doctrina del grupo en el que nos encontramos.

El tercer paso, el que ha derivado en la mayoría de los conflictos y guerras de la historia, consiste en adquirir el hábito mental de señalar como certeros los datos y los argumentos que sustentan nuestra doctrina y en cerrar los ojos, o desdeñar a los que la ponen en duda. La misma regla de tres se percibe en todos los casos, sea uno de la izquierda o de la derecha, musulmán o católico, nacionalista, peronista o terrorista.

Uno se convence de que su fe no solo es la buena, sino la única y la verdadera, cuando obviamente eso no puede ser. Las casualidades de la vida conducen a que uno opte por determinado bando; la inteligencia y su necesario cómplice, el autoengaño, son las armas con las que uno defiende su bastión. Y después, si hay mala suerte, nos matamos; después llega un Hitler o un Stalin, volcamos nuestra necesidad de pertenencia y de claridad en uno o el otro, y arranca la carnicería.

Hay excepciones a la regla. Hay algunos bichos raros. Gente que no aparta la vista de la insondable complejidad de cada persona y del inevitablemente confuso destino de la humanidad. Somos bastantes, la verdad. Yo tuve, debo reconocer, mi fase de pertenencia y de aparente claridad. Pero mi fe cristiana murió con mi padre cuando yo tenía 17 años. Desde entonces, ver que niños fallecen de enfermedades o en desastres naturales, o ahogados en el Mediterráneo o bajo las bombas de Estados Unidos o del ISIS me conduce a exclamar: no me hablen, por favor, de un Dios bondadoso que todo lo controla. Porque aunque exista, no me interesa. No pienso, ni como precaución contra el infierno, darle las gracias y alabarle.

Lo probé con la política. Como joven adulto trabajé seis años de corresponsal en Centroamérica, donde la izquierda revolucionaria estaba en guerra contra “el imperialismo yanqui” y sus sátrapas. Yo estaba con los sandinistas de Nicaragua y con el FMLN de El Salvador. Después, en Sudáfrica, con el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela. Hoy, aunque siga viendo el mundo más desde la izquierda que desde la derecha, me he pasado a la tribu de los escépticos.

¿Por qué? Porque vi cómo partidos o movimientos políticos con los que me había identificado traicionaron mi buena fe y cayeron en la eterna tentación de sacrificar sus ideales por el dinero y el poder. Pienso, entre otros, en el Congreso Nacional Africano, en el sandinismo de Daniel Ortega. Por eso, aparecen el chavismo bolivariano o la izquierda soñadora que representa el líder laborista británico Jeremy Corbyn, o el mesianismo light de Pablo Iglesias y se me encienden las alarmas. No me vuelco con ellos como hubiera hecho en otra etapa de mi vida. Y menos, por supuesto, con cínicos derechistas, burdos explotadores de los pobres como Putin o Trump.

Pero el escéptico no tiene por qué ser estéril, o aburrido, termina diciendo. Apuesto por la generosidad como valor máximo en la vida y apuesto por el humilde sueño de luchar para mejorar la condición humana poquito a poco. No creo en aquellos que prometen utopías en el cielo o en la tierra. Renuncio a la claridad y, salvo que esté hablando de Trump o de Lionel Messi, no me creo ni a mí mismo cuando la propongo. Por eso soy incapaz, aunque a algunos les ofenda, de reprimir el impulso a reírme de lo tontos que somos. Buena suerte y buen verano, termina diciendo John Carlin. Pues eso, les deseo lo mismo.



Manifestación del grupo neonazi húngaro Jobbik



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Galdós en su salsa] Hoy, con "La Primera República"




Estatua de Galdós (Pablo Serrano, Las Palmas GC)


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quien en es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que van a cumplirse 174 años, he ido subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa, que comencé con el primero de sus Episodios Nacionales, colección de cuarenta y seis novelas históricas escritas entre 1872 y 1912 que tratan acontecimientos de la historia de España desde 1805 hasta 1880, aproximadamente. Sus argumentos insertan vivencias de personajes ficticios en los acontecimientos históricos de la España del XIX como, por ejemplo, la guerra de la Independencia Española, un periodo que Galdós, aún niño, conoció a través de las narraciones de su padre, que la vivió. 

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912. 

La Primera República, publicada en 1911, es la cuarta novela de la serie final de los Episodios Nacionales de Galdós. La Primera República es el título de la cuarta novela de la Serie final de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Es una continuación del episodio anterior, Amadeo I, con los mismos protagonistas, Tito Liviano como narrador y Mariclío como personificación de Clío, la musa de la Historia. Tito consigue un puesto en el Ministerio de la Gobernación, y asiste como periodista a las sesiones de las Cortes. También sigue con sus aventuras galantes, enamorándose perdidamente de la bella Floriana, mujer misteriosa con la que hace un extraño viaje subterráneo, fantástico y cargado de simbolismo, entre onírico y numinoso, hasta Cartagena, en plena sublevación cantonal.

Construido a base de escenas, se aparta del modelo de los Episodios Nacionales, e incluso del género de la novela, sin una línea de acción definida. Se suceden las escenas, los retratos y las amargas reflexiones del narrador, que es el álter ego de Galdós. En efecto, Tito es republicano, pero ve con dolor los fallos de su amada república, sus contradicciones y sus excesos, que la llevarán al hundimiento y a la vuelta de la Restauración.

La acción transcurre íntegramente en el año 1873. Comienza con la partida de Amadeo a Lisboa y la proclamación de la Primera República Española. A los trece días de su constitución, estalla la primera crisis ministerial, que se prolongará a lo largo de toda su corta vida. Se suceden en la presidencia Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar. El ambiente político es de máxima confusión, con fraccionamiento de los partidos en grupúsculos que pugnan entre sí. Las facciones de republicanos federales, radicales, alfonsinos y carlistas se enfrentan en el Parlamento. A ello se suman insurrecciones armadas de carlistas y cantonalistas. Cuando comience el año 1874 el sueño republicano habrá terminado.



Alegoría de la Primera República (1873)



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viernes, 28 de julio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 28 de julio de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey e Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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[A vuelapluma] Plurinacionales





El significado que la izquierda atribuya al término sobre el que millones de españoles se preguntan qué significa puede marcar la diferencia entre la coexistencia de identidades y lealtades o el aumento de la confusión. ¿Qué es plurinacionalidad?, se preguntan millones de españoles. Tras tanto mareo sobre “nación de naciones”, “Estado multinacional”, nacionalidades, etcétera, sería comprensible la espantada. Pero me agrada el adjetivo —aunque evoque la confusión sobre ser multi-, pluri-, inter- o transcultural—, pues cuadra bien a las personas y mal a los colectivos. Así comienza Mariano Fernández Enguita, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense, un reciente artículo en El País sobre el controvertido término de plurinacionalidad, tan en boga estos días en el lenguaje de nuestros políticos, sin la precisión conceptual que la palabra se merece.

En muchos ámbitos los prefijos “multi” o “pluri” son intercambiables, pero en el lingüístico tienen significados y objetos distintos, comienza diciendo el profesor Fernández Enguita. La coexistencia de lenguas en un territorio produce comunidades multilingües y sujetos plurilingües. Un Estado es multilingüe si en él se hablan dos o más lenguas, tanto si todos hablan todas como si cada grupo apenas una o alguno más de una: una lengua es un sistema autocontenido, autosuficiente. Un individuo es plurilingüe si es competente en el habla de distintas lenguas. El Consejo de Europa asume esta distinción.

Pasemos a lo nacional. ¿España es multinacional o plurinacional? Creo que, en general, quienes la califican de multinacional quieren decir no solo que está formada por distintas naciones sino que cada una termina donde comienza otra. Declarar las naciones conjuntos disjuntos (sin elementos comunes) permite, primero, proclamar un sujeto que puede reclamar lo que le parezca sin, aparentemente, vulnerar los derechos de otro (“derecho a decidir”, “solo queremos votar...”); segundo, definir el endogrupo (nosotros) y el exogrupo (ellos) imprescindibles para la fértil retórica de los agravios (“nos roban”, “nos atacan”, “son fascistas...”); tercero, negar legitimidad a cualquier comunidad más amplia y a lo asociado a ella (“el Estado”, “Madrid”, “la Constitución...”). La “nación de naciones”, aunque suene sutil, ayuda poco, pues, si España ha de serlo, o es una metanación formada por naciones, multinacional, o es una nación yuxtapuesta a otras, plurinacional, cuyos ciudadanos pueden sentirse parte de varias naciones. 

Lo primero es un contrasentido: las naciones no forman naciones, sino que están formadas por individuos. El reverso de la constitución del Estado-nación fue la del ciudadano como sujeto de derechos y la eliminación o reducción de las corporaciones intermedias (órdenes, gremios, burgos, servidumbre...). Una nación de naciones así entendida, multinacional, solo puede ser una confederación, sujeta a la conformidad de las naciones que la forman. Pero basta con que sea un Estado, y España lo es desde hace medio milenio largo, para que, aunque en un platillo de la balanza se ponga otra nación (por ejemplo, Cataluña), en el otro haya que poner esos siglos de ciudadanía, desde la baja intensidad presente en las leyes y costumbres sobre libertad de circulación y residencia del siglo XVI, con sus consecuencias de reconocimiento, mestizaje, interculturalidad, etcétera, hasta la alta intensidad de los períodos democráticos e incluso las contiendas civiles violentas o pacíficas, ganadas o perdidas.

Según el INE, el 18% de los residentes en Cataluña han nacido en otros lugares de España (y el 18% en el extranjero); y el 8% de los nacidos en Cataluña que residen en España lo hacen fuera de aquella. Pero la movilidad no empezó ayer, y parte de los nacidos en Cataluña son hijos de no nacidos en ella a los que costará considerarse exclusivamente catalanes y en conflicto con el resto, aunque no falten conversos ni rufianes. Sin otros datos, da una pista la proporción de población catalana cuya única primera lengua es el castellano, 50%, frente al 32% de quienes tiene como tal el catalán y 8% esta y otra. Lo mismo con los descendientes de catalanes que se afincaron en otros lugares de España.

En relación con los reinos medievales, las regiones de ayer y las comunidades de hoy, la mayoría somos mestizos, felices de serlo, y así nos gustaría ser tratados. Poder ser tan catalanes, andaluces, etcétera, como queramos, sin tener que dejar de ser españoles ni divorciarnos de los otros. Podríamos afinar a favor de las naciones sin Estado propio y exclusivo (propio y compartido ya lo tienen), o de la plurinacionalidad de sus integrantes; por ejemplo, favoreciendo la vehicularidad compartida del catalán en escuelas fuera de Cataluña con suficiente alumnado. También la Generalitat debería aceptar la plurinacionalidad de los residentes en Cataluña, no imponiendo la vehicularidad exclusiva del catalán a la mayoría que tantas veces ha manifestado preferir la covehicularidad, que sus hijos estudien en ambas lenguas. Lo piden en encuestas el 60%-90% de las familias, que se deje a sus hijos ser plurinacionales, pero se los sumerge en el monolingüismo para hacerlos mononacionales, con tal presión que genera una espiral de silencio a la que pocos osan oponerse con sus hijos por medio.

Hay un sencillo ejercicio sociológico que hago cuando paseo por cualquier ciudad catalana: contar en qué lengua habla la gente con que me cruzo, que arroja una distribución bastante equilibrada y algo inclinada hacia el castellano, y en cuál lo hacen letreros y carteles de comercios y Administraciones o, en primera instancia, los empleados cara al público, casi exclusivamente en catalán. Lo primero, la acción espontánea de las personas (con una historia y una cultura detrás, claro), revela su plurinacionalidad; lo segundo, impuesto por la ley catalana —que sanciona no usar el catalán y ampara no usar el castellano— y la presión oficial y extraoficial del nacionalismo, expresa el mononacionalismo.

Cínicamente, IDESCAT, en la Encuesta de Usos Lingüísticos, quinquenal, pregunta a los catalanes españoles todo lo imaginable, pero nada sobre la lengua en la escuela, ya indiscutible (ya es mononacional); pero en una encuesta decenal a los catalanes franceses (“del norte”) pregunta qué lengua vehicular prefieren, incluida la opción de una “enseñanza bilingüe catalán-francés”. Quiere que puedan manifestarse plurinacionales los catalanes que, en Francia, se sienten más bien franceses, y priva de la palabra a los que, en España, se sienten catalanes y españoles. El nacionalismo es eso.

La pregunta hoy es qué significa plurinacional para la izquierda, concluye diciendo. Si es la coexistencia de identidades y lealtades en la conciencia individual y en la estructura política y social, bienvenido sea; si es sinónimo de multinacional, solo alimentará la confusión. Y la nación de naciones, si es una expresión recursiva de la plurinacionalidad bien entendida, no la necesitamos pero podremos vivir con ella; si es otro nombre para la multinacionalidad, para la idea de que España es un Estado pero las naciones son otras (entre tres y una docena), entonces resulta incompatible con la plurinacionalidad, un concepto farragoso o, peor, un eufemismo para el llamado a la disgregación.



Dibujo de Enrique Flores para El País


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[Píldoras literarias] Hoy, con "Sin título", de César Vallejo







La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 

Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? 

Continúo la serie de Píldoras literarias con el relato titulado Sin titulo, de César Abraham Vallejo Mendoza (1892-1938), más conocido como César Vallejo, poeta y escritor peruano, considerado uno de los mayores innovadores de la poesía del siglo XX y el máximo exponente de las letras en su país, y para algunos el más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas. Publicó en Lima sus dos primeros poemarios: Los heraldos negros (1918), con poesías que si bien en el aspecto formal son todavía de filiación modernista, constituyen a la vez el comienzo de la búsqueda de una diferenciación expresiva; y Trilce (1922), obra que significa ya la creación de un lenguaje poético muy personal, coincidiendo con la irrupción del vanguardismo a nivel mundial. En 1923 dio a la prensa su primera obra narrativa: Escalas, colección de estampas y relatos, algunos ya vanguardistas. Ese mismo año partió hacia Europa, para no volver más a su patria. Hasta su muerte residió mayormente en París, con algunas breves estancias en Madrid y en otras ciudades europeas en las que estuvo de paso. Vivió del periodismo​y trabajos de traducción y docencia. 

Sín título tiene diecisiete palabras y fue publicado en la obra Por favor, sea breve, de Clara Obligado. Les dejo él.



SIN TÍTULO
por
César Vallejo

Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, 
no porque empieza a nevar, 
sino para que empiece a nevar.





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jueves, 27 de julio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 27 de julio de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey e Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.





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[A vuelapluma] Meditación en Atenas





Las democracias son mortales y la antigua Grecia nos lo demuestra. Paseando por sus ruinas no podemos olvidar que la demagogia subvirtió la democracia desde dentro. Cuando la segunda fue abolida, ningún discurso fue recordado, comenta en El País el escritor y director de la prestigiosa revista Letras Libres, Enrique Krauze.

El Pnyx, comienza diciendo Krauze, donde en un paréntesis de la historia (de 507 a 322 a. C.) se reunió la Asamblea Popular para dar vida a la democracia ateniense, es un lugar silencioso. De difícil acceso, vacío de atractivos artísticos —templos, columnas, estelas—, semeja un paisaje lunar. Se trata de una inmensa área semicircular de roca caliza contenida por un tosco contrafuerte, un pequeño estrado, denominado Bema, desde donde hablaban los oradores frente a 6.000 ciudadanos, y los vestigios de unas escalinatas. Nada más. Acompañados de mi sobrina Sofía y sus hijas Alpha y Zoe —mitad mexicanas, mitad griegas—, Andrea y yo lo visitamos una mañana de junio y permanecimos varias horas.

Por la tarde, en una librería de viejo, compramos Greece: Pictorial, Descriptive, and Historical, precioso libro ilustrado de Christopher Wordsworth —maestro de Trinity College, sobrino del gran poeta—. Basado sobre todo en las crónicas de Pausanias —geógrafo griego del siglo II—, y publicado por primera vez en 1839, recrea líricamente el trance del orador en aquel espacio abierto al este de la Acrópolis. “A poca distancia bajo el orador, el Ágora, llena de estatuas, altares y templos. Más allá el Areópago, el más antiguo y venerable tribunal de Grecia. Por encima, la Acrópolis, presentando a sus ojos las alas, el pórtico y el frontón de los nobles propileos. Y alzando aún más la vista, el coloso de bronce de Minerva y el Partenón”. A los costados del Pnyx, el sabio distingue las veredas que conducen a los oráculos de Eleusis y la colina donde Jerjes contempló la batalla. Y a espaldas del recinto, el Pireo y el mar, navíos y flotas que llegaban hasta los confines del mundo.

La imaginación romántica de Wordsworth atribuye la inspiración del orador ateniense a aquel escenario que lo circunda: “Estos son los objetos que lo rodean al subirse a su Bema. Ante esa presencia habla. Son las alas que lo empujan hacia la gloria. Son también, si se puede decir, las palancas con las que eleva a su audiencia, en tanto que avivan sus corazones de la misma manera que el suyo. No cabe duda, por eso, de que en una tierra como ésta la elocuencia floreciera con un vigor desconocido en otros lugares”.

Hermosa evocación, pero quizá lo inverso sea más cierto: buena parte de ese escenario (artístico, histórico, mitológico), y las obras que se produjeron en esa corta época (tragedias, comedias, historias, tratados filosóficos), era producto de la vida áspera, incierta, valerosa, igualitaria y, ante todo, deliberativa que eligieron los atenienses. Eran producto de la democracia.

En una reseña sobre The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes: Structure, Principles, and Ideology, del historiador danés Mogens Herman Hansen —obra suprema, no traducida que sepamos al español—, mi amigo el filósofo y poeta Julio Hubard escribió no hace mucho en Letras Libres: “La democracia es una estructura no de piedras sino de palabras. El secreto es la voz en el espacio público. Un polités ateniense tiene la obligación de hablar entre sus pares y hacerlo claramente: las ambigüedades eran consideradas defecto moral”. Según Hansen, los oradores razonaban desde la Bema, unos a favor, otros en contra, y la asamblea —reunida no menos de 40 veces al año— deliberaba y votaba a mano alzada. A diferencia de Roma, no los movía la obediencia a una autoridad superior, la excitativa del Estado o el afán de divertirse. Ni pan ni circo. Los movía la alta vocación de participar en la vida en común y decidir el destino de la polis. En el Pnyx se tomaron decisiones trascendentales, muchas benéficas, otras desastrosas: declaraciones de guerra, tratados de paz, decretos justos e injustos de ostracismo y muerte. A juzgar por sus obras, acertó más veces de las que erró. Según Herodoto, aun así el éxito militar de Atenas se debía a la democracia. Golpeada por las plagas, acosada por los enemigos, deturpada por los oligarcas, la democracia usó la persuasión, alentó la crítica —aun la más feroz, contra ella misma—, y resistió hasta sucumbir por dos causas principales: la fuerza externa —la conquista— y la mentira interna —la demagogia—.

En el Museo de la Stoa, en el Ágora, vimos una estela con la figura de una joven honrando a un anciano en su trono. La joven era la democracia —elevada al rango de diosa en 404 a. C.— coronando al venerable Demos, el pueblo. “Si alguien se levanta contra la democracia y contra el Demos buscando establecer la tiranía —rezaba la inscripción inferior— quien lo mate, no tendrá culpa”. La fecha de la estela (337/6) coincide con la súbita muerte de Filipo II —vencedor de los atenienses dos años antes, en Queronea— y el ascenso de su hijo Alejandro Magno, que culminó con la conquista de Grecia. Al morir súbitamente Alejandro, un torvo sucesor culminó la destrucción: “No hay —escribe Hansen— un solo discurso posterior a la abolición de la democracia, llevada a cabo por Antípatro en 322 a. C.”. Antes que vivir en servidumbre, Demóstenes, el orador supremo, el crítico de Filipo y Alejandro, se quitó la vida. Y el Pnyx guardó silencio desde entonces.

Casi un siglo antes, una enemiga más sutil —la demagogia— había comenzado a insinuarse en el cuerpo de la democracia para minarla y subvertirla desde dentro, mediante el uso torcido, falaz e interesado de la palabra. A fines del siglo V Aristófanes y Tucídides la denunciaron por su nombre. Lo mismo —copiosamente— Platón y Aristóteles, en el IV. Los filósofos no eran amigos de la democracia, pero comprendieron que la demagogia era a la democracia lo que la sofística a la filosofía: una adulteración letal de la verdad, un culto cínico al éxito a través de la mentira.

En la misma librería de viejo compré un grabado de Le Roi —segunda mitad del siglo XVIII— con una vista del Pnyx en tiempos de la dominación turca. Unos hombres con turbante conversan animadamente al pie del Areópago; otros ascienden por sus escaleras; y, en las ruinas del antiguo Odeón, otro más reza mirando hacia La Meca. Ninguno sospecha ni remotamente lo que significa ese escenario, el tesoro que resguarda, hecho de palabras antes que de piedras. Nosotros no podemos caer en esa amnesia. Advertidos de que las democracias son mortales, debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre, razonada, transparente y veraz, ante la tiranía y la demagogia.






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[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "El jíbaro en la capital", de Manuel A. Alonso





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El jíbaro en la capital, de Manuel A. Alonso Pacheco (1822-1889), escritor y médico puertorriqueño, considerado como una de las primeras figuras literarias del Romanticismo antillano. La infancia de Alonso transcurrió en San Juan hasta el 1826, año en que la familia se trasladó a la ciudad del Turabo, Gurabo. Allí estudió en el Seminario Conciliar de San Juan. En octubre de 1842 ingresa en la Universidad Condal de Barcelona donde completó el bachillerato en Filosofía, doctorándose en medicina y cirugía en 1848. Un año después publica en Madrid su obra El Jíbaro, y regresa a su patria, instalándose en Caguas, donde ejerce su profesión de médico y continúa, en sus ratos de ocio, su afición literaria y periodística. Residió en España en dos ocasiones más, entre 1858 y 1861 y luego entre 1866 y 1871, donde ejerció la medicina. 

Les dejo con su relato El jíbaro en la capital. Espero que les resulte interesante. 



EL JÍBARO EN LA CAPITAL  
por 
Manuel A. Alonso

Don José de los Reyes Pisafirme es uno de mis buenos y antiguos amigos. En el pueblo de Caguas donde él nació y adonde fueron a vivir mis padres cuando yo contaba tres años de edad, asistimos juntos a la escuela, y tanto la población como el hermoso valle que la rodea fueron el teatro de nuestras correrías y travesuras infantiles.

Mi amigo, que es labrador acomodado, tiene ya bastantes años; aunque los lleva con la salud y robustez de un joven. En sus buenos tiempos fue muy trabajador, buen jinete y bailador incansable; hoy es un viejo sesudo y de buen juicio, que así maneja todavía el arado, como sirve una plaza de concejal, y hasta la presidencia, en el ayuntamiento de su pueblo.

Hace algún tiempo le escribí diciéndole: que estaba delicado de salud y pensaba ir a pasar una temporada al campo. A los dos días recibí la contestación siguiente:

«Querido Manuel: pasado mañana salgo para esa y no volveré hasta que te traiga conmigo. Haremos el viaje cuando y cómo quieras, porque para eso llevaré mi coche.

Tuyo

Reyes.»

Dicho y hecho: dos días después vino a buscarme y al día siguiente estaba yo en su casa donde, en el tiempo que permanecí, fui tratado a cuerpo de rey.

No es extraño, pues, que tuviera muchísimo gusto al recibir la siguiente carta, hace unos dos meses.

«Querido amigo: mi Francisca necesita tomar baños de mar. El médico lo dice y no quiero que pierda tiempo; además, sin que el médico lo diga ni yo lo necesite, iré con ella porque así lo quiere, y tú sabes que nunca dejo de complacerla, si puedo. Prepárate para sufrir este recargo que por la vía de apremio te impone y cobrara

tu amigo

 Reyes.»

Acepté el recargo y me dispuse a pagarlo con la mejor voluntad y de muy distinto modo que si me lo hubiera impuesto el Estado, la Provincia o el Municipio.

El día de la llegada de mis huéspedes fuimos a oír música a la plaza principal. La noche estaba muy serena, corría un fresco delicioso, la banda militar tocaba bien y el alumbrado era bastante mejor que otras veces.

-Todo esto es muy agradable -decía mi amigo- lo único que falta es gente. Parece que a los habitantes de la capital gusta muy poco el paseo.

-Así es -le contesté- aquí casi nadie pasea.

-Nunca las señoras fueron amigas de salir de su casa; pero yo recuerdo la época lejana ya, en que la retreta empezaba en la Fortaleza; allí concurrían muchas señoras y caballeros y de aquel punto iban paseando, por esta plaza y la calle de San Francisco hasta la plazuela de Santiago, donde aún tocaba un poco la música.

-Eso era cuando estudiábamos en el Seminario. ¿Quieres que las señoras y señoritas de hoy hagan ese camino delante o detrás de una música militar?

-Yo nada quiero; aunque me gustaría ver más concurrido un sitio que lo es tan poco y sin razón.

-¿Recuerdas cómo era esta plaza en el año 40?

-Perfectamente: su piso al nivel de las calles que la rodean, era el natural, arenoso; de suerte que pocas veces había lodo porque el agua se filtraba; pero en cuanto corría el aire,se levantaban nubes de polvo muy molesto. Pocos años después se cubrió con baldosas en líneas cruzadas, de un metro de ancho cada una y que dejaba entre si cuadrados empedrados con chinos pequeños. En tiempo del general don Juan de la Pezuela se levantó el piso a la altura que hoy tiene sobre las calles, y se construyeron las balaustradas, los asientos y demás obras. El alumbrado por el gas no se estableció hasta el gobierno del general Norzagaray, cuando se introdujo en la ciudad esta mejora.

“En el frente que hoy ocupa el palacio de la Intendencia había entonces una pared alta, sucia y en muchas partes desconchada, con dos órdenes de ventanas fuertemente enrejadas de hierro. Aquel tétrico edificio era el presidio, cuya entrada daba a la calle de San Francisco.

“En el lugar que hoy ocupan las oficinas de la Diputación y el Instituto provincial estaba el antiguo cementerio, cercado con una pared más negra, más sucia, y más deteriorada que la del predio su vecino de enfrente.

“La casa en que hoy están el Casino Español, la Sociedad de Crédito Mercantil y el café La Zaragozana era entonces una construcción paralizada hacía años y cuyas paredes llegaban a la altura del piso principal.

“La casa del Ayuntamiento está poco más o menos lo mismo: tiene ahora una torrecilla más y sobre la del reloj había una figura dorada, giratoria, representando la fama, que marcaba la dirección del viento.

“Tampoco ha mejorado mucho el aspecto de las fachadas de las casas; el que ha ganado bastante es el de las tiendas. En la que hoy tiene escrito en su muestra «Tu Casa» tenía la suya don Antonio Garriga, aquel honradísimo catalán que fue tan amigo de tu padre. El mostrador de pino, pintado de verde, que imitaba un cajón prolongado, estaba cubierto con una pieza de coleta, tendida en varios dobleces a todo su largo: el aparador era de igual madera y pintura que el mostrador; el piso de ladrillos comunes; y no tenía aquel establecimiento más almacén que la trastienda, sobrado capaz para guardar el pequeño surtido que el dueño traía de San Tomás una vez en el año, o acaso más de tarde en tarde. Añádase a esto el alumbrado que daba la llama de dos velas de composición, llamadas en aquel tiempo de esperma, y hasta ocho o diez asientos en forma de catrecitos de tijera con asientos de tela y se completará la imagen de lo que era una de las mejores tiendas de la plaza de Puerto Rico en 1840.

“En ella se reunían por la noche, y hacían la tertulia a la puerta varias personas de las más distinguidas de la ciudad; siendo una de ellas, hasta el año treinta y siete el general don Miguel Latorre, y allí concurría, según aseguraban nuestros padres, el inolvidable bienhechor de la Isla, el intendente don Alejandro Ramírez que, con menos empleados, sin tantos expedientes y dinero, hizo lo que ninguno ha hecho después ni antes de él.”

-Tienes razón, amigo Reyes: muchas veces decía mi padre, que vio y habló no pocas, en la tienda de Garriga, con el célebre Ramírez, que este iba allí casi todas las mañanas, vestido con pantalón de dril blanco, chaleco de pique del mismo color y casaquilla de calancán rayado.Con la mayor bondad y siempre de buen humor departía hasta con los jíbaros que venían a comprar. Era muy querido y más respetado cuanto más se le trataba; jamás se encastilló porque el que se encastilla es porque teme que, viéndolo de cerca, lo conozcan.

-Recuerdo -continuó mi amigo- el aspecto que presentaba esta plaza, único mercado público que existía en la ciudad. Menos la carne que se despachaba en un edificio que estaba en el sitio que hoy ocupa el colegio de niñas de San Ildefonso, todo lo demás se vendía en ella. Animación había mucha más; pero aseo tan poco como puede imaginarse de un sitio en que se detenían por más o menos tiempo las caballerías que traían diariamente los frutos del campo y donde quedaban los despojos de las ventas.

“A las dos o las tres de la tarde hacía la limpieza una brigada de confinados del presidio, y por la noche el capitán que mandaba la guardia principal, alojada en las habitaciones bajas donde hoy se está ahogando por falta de espacio la Biblioteca Municipal, el capitán, repito, hacía sacar unos bancos de pino con respaldar que ocupaban algunos de sus amigos y compañeros de armas, sin excluir los jefes, y alguna vez hasta el capitán general. A las diez de la noche se concluía esta tertulia al aire libre.”

Desde la plaza fuimos a la Mallorquina, bonito café que hoy está de moda y que con justicia merece el favor del público, compartiéndolo con La Zaragozana y La Palma, establecimiento de la misma clase.

-En esto sí que hemos ganado -decía mi huésped al ver el aseo, la claridad del alumbrado, y la bondad de los artículos que se servían-. De las antiguas confiterías, donde se despachaban confituras y vasos de refresco endulzados con panales y algunas horchatas, y aun del primitivo café de Turull, muy mejorado después y cerrado este mismo año, hay hasta este en que estamos gran diferencia.

“Por los años cuarenta y cinco o cuarenta y seis, en el café de las Columnas situado, si no me engaño, en los bajos de la casa que hoy lleva el numero de la calle de la Fortaleza, empezaron a servirse helados, artículo no conocido antes en la Isla. Desde aquella fecha comenzaron las señoras a concurrir a estos sitios, frecuentados antes solo por los hombres.”

Sería interminable la relación de las ocurrencias de mi amigo en todos nuestros paseos; solo citaré algunas.

De las calles de la capital pensaba que hace cuarenta años eran mejores porque estaban recién empedradas; y no comprendía cómo a los coches que rodaban por ellas se les hacía pagar contribución, cuando se debía indemnizar a los dueños por los desperfectos que sufrían sus carruajes.

Del alcantarillado mal construido, incompleto, repugnante al olfato y perjudicial a la salud PÚBLICA, me decía que debió ser inventado por un médico, un boticario o un alquilador de trenes de difuntos.

El puerto, un gran depósito de lodo sobre el cual resbalaban los barcos; y la aduana, lo comparaba a un edificio que hubiera pasado largo tiempo debajo del agua.

Pero cuando el jíbaro se puso serio fue el día que visitó el local que ocupa la Audiencia.

-¿Es posible -exclamó- que el primer Tribunal de Justicia de la Isla funcione en ese caserón ruinoso que parece más propio para almacén de trastos viejos?

Del ensanche de la población decía que hasta ahora había sido para los habitantes de la ciudad como el Mesías de los judíos. ¡Quiera Dios, añadía, que pronto se realice!

El autor repite lo mismo al terminar este artículo. ¡Quiera Dios que esta mejora, la limpia del puerto y otras varias que reclaman con urgencia la salud y el ornato públicos, se realicen pronto, para bien de una población digna por todos conceptos de la protección de todo gobierno que estime su buen nombre y desee la felicidad de sus gobernados!

FIN





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3674
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)