sábado, 29 de abril de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy sábado, 29 de abril de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy, con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 28 de abril de 2017

[A vuelapluma] El ego de los políticos





El famoso profesor y politólogo Giovanni Sartori, fallecido hace unos días en su ciudad natal de Florencia, escribió a menudo sobre lo que él denominaba "videopolítica". Es decir, la tendencia a convertir la política en un entretenimiento para espectadores solo destinada al teatro y al espectáculo. ¿De que otra cosa va sino de teatro y espectáculo el show de Podemos anunciando la presentación de una hipotética moción de censura al presidente Rajoy, cuya decisión aplazan sine die porque no cuentan con el apoyo de nadie más? Puro teatro, puro show, habitual "trampa saducea": pregunta formulada de manera que su respuesta, perjudica al preguntado sea cual sea el sentido de la misma. Y no es que el presidente Rajoy no se merezca una moción de censura, que se la merece. Sí, pero una que tenga visos de regeneración real de la política española. Y esta de Podemos no lo es.

Creo que a estas alturas de la película casi todos sabemos de qué pie cojean los políticos: el ego ciega sus ojos, dice de ellos el profesor Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, supongo que con conocimiento de causa al ser él mismo diputado y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados. El hemiciclo del Congreso de los Diputados, dice, se ha convertido en el plató de ‘performances’ diseñadas para los espectadores de televisión. Su obsesión por el tono épico, añade con sorna, corre el riesgo de desembocar en un esteticismo inane. 

Todavía quedarán bastantes, sigue diciendo, que recuerden una hermosa melodía que interpretaba, por los lejanísimos años cincuenta del siglo pasado, un grupo vocal norteamericano que por aquí era conocido como Los Platters. La melodía se titulaba El humo ciega tus ojos y me ha venido a la cabeza al evocar una conversación que mantuve hace un cierto tiempo con Carlos Castilla del Pino.

Comentábamos, al finalizar una mesa redonda en la que ambos habíamos participado, hasta qué punto personajes del mundo de la política o de los negocios (el de la farándula y el de la cultura merecerían rancho aparte) a los que no hay forma de embaucar en una mesa de negociación, gentes que han acreditado una notoria capacidad para las más arteras maniobras y que han demostrado ser capaces de elaborar las más imaginativas envolventes, parecen quedarse sin defensas cuando entra en escena la adulación o cualquier otra forma de masajeo del ego, momento en el cual se comportan como unos genuinos incautos, cayendo rendidos ante semejantes caricias de la manera más escandalosa.

A este respecto, Castilla del Pino señalaba, divertido, el ridículo braceo de Aznar en actos solemnes, su bochornoso saludo militar tras la gesta de Perejil o sus declaraciones en castellano con acento tejano como ejemplos de hasta qué punto alguien, a quien se le podrá calificar de cualquier manera menos como un alma cándida o como un ingenuo, perdía por completo el principio de realidad cuando se veía jaleado por una corte de aduladores.

De la conversación se cumplen ya unos cuantos años, pero nada hace pensar que lo que entonces creíamos describir haya variado por alguna circunstancia, como podría ser, por ejemplo, la irrupción de nuevos actores de la vida política que no cesan de alardear de que con ellos ha llegado una nueva manera de hacer las cosas en el espacio público. Por el contrario, la sensación que muchos ciudadanos transmiten cuando se les pregunta por esta cuestión es que la lógica de los comportamientos tanto de los recién llegados como de los que llevaban tiempo no solo no ha variado en lo más mínimo, sino que en algunos casos parece haberse reforzado.

Ya sé que no constituye prueba contundente de nada, pero me reconocerán que sí representa un significativo indicador de que el asunto parece tener obsesionados a algunos el hecho de que hace escasas semanas el reproche que reiteradamente le dirigía un diputado al portavoz de un grupo parlamentario que había presentado no recuerdo qué iniciativa era que lo había hecho con el único propósito de, por decirlo con las propias palabras del diputado en cuestión, “chupar cámara”.

En el fondo, dichas palabras revelaban una preocupación por la visibilidad y, sobre todo, por el protagonismo que, a poco que se analice, nada tiene de extraña en tiempos de espectacularización de la política. En efecto, desde hace un par de legislaturas el hemiciclo del Congreso de los Diputados se ha visto convertido de manera inmisericorde en el plató en el que se llevan a cabo variadas performances diseñadas no para los presentes sino para los espectadores que, al poco, obtienen noticia de las mismas a través de la televisión. El mero aparecer parece haberse convertido para los promotores de tales espectáculos —en ocasiones auténticas coreografías— en un genuino fin en sí mismo.

Tal vez el problema de quienes así actúan sea la escasa atención que dispensan a un elemento que, incluso en la lógica del espectáculo, no cabe desatender. Me refiero al argumento de la obra (que, en el caso al que nos estamos refiriendo, vendría a ser la política en cuanto tal). Aunque quizá, para decirlo con un poco más de precisión, habría que matizar que no es que se desentiendan por completo del argumento, sino que únicamente les interesa como reclamo para capturar la atención del espectador.

Probablemente aquí resida una de las claves que hace comprensible su permanente opción por un específico tipo de relato en el que luego poder inscribirse como protagonistas. Me refiero al relato de la confrontación, a la estrategia permanente del antagonismo. Qué duda cabe de que, desde el punto de vista del atractivo de la narración, el conflicto le gana la partida al acuerdo o la confrontación al consenso, tan aburridos siempre los segundos. No es ahora el momento de entrar a analizar pormenorizadamente las causas de este desequilibrio, ni de entrar en el detalle de por qué el relato de la felicidad parece ayuno de sexy narrativo. En todo caso, no debería venirnos de nuevas: para los profesionales de la cosa es un lugar común que las buenas noticias no son noticia, de la misma manera que deberíamos recordar que los viejos cuentos finalizaban precisamente cuando terminaban las penalidades de los protagonistas, esto es, en el “fueron felices...”, o que, en fin, ya habíamos quedado advertidos por Tolstoi sin excusa (son las primeras palabras con las que se tropieza el lector de su Ana Karenina) de que “todas las familias felices se parecen unas a otras, mientras que cada familia desdichada lo es a su manera”.

En todo caso, la obsesión por el tono épico en las intervenciones de este tipo de políticos tiene que ver, sin duda, con este que no decaiga narrativo. Pero ni la vida es una película (o una representación teatral), ni la política puede convertirse en una épica permanente, si no quiere correr el riesgo de desembocar en un esteticismo inane, que se limita a apelar constante y genéricamente a la necesidad de pasar a la práctica, que reivindica una y otra vez los hechos frente a las palabras, mientras se muestra por completo incapaz de presentar propuesta política alguna en concreto (no vaya a ser que los problemas se solucionen y la épica se quede sin objeto).

Siendo grave, concluye el profesor Cruz, lo peor de todo para quienes convierten el ser vistos en su objetivo primordial no es que la batalla que pretenden librar esté perdida de antemano. A fin de cuentas, el que se encuentra fuera del poder tiene que agitarse continuamente para aparecer, mientras que el que lo detenta, siempre expuesto, no necesita hacer nada (incluso cuando la política tenía argumento alguien que sabía de esto ya decía que lo que de veras desgasta no es el poder, sino la oposición, esto es, quedar fuera de foco). Lo realmente grave de aquellos es que, obsesionados por el protagonismo y jaleados sin descanso por los suyos, el ego termina nublando su vista y acaban haciendo cualquier cosa con tal de ocupar el centro del escenario.



Pablo Iglesias en el Congreso: orgulloso de sí mismo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 28 de abril de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy, con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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jueves, 27 de abril de 2017

[Humor en cápsulas para hoy jueves, 27 de abril de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy, con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




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miércoles, 26 de abril de 2017

[A vuelapluma] Corromper/Dimitir: en España, verbos impersonales e intransitivos





En gramática se denomina verbos intransitivos a aquellos que no exigen complemento, y verbos impersonales a aquellos que solo admiten su conjugación en la tercera personal del singular: él, ella... Seguro que van captando por donde van los tiros... Sí, por los verbos dimitir y corromper, que como ustedes saben no son impersonales ni intransitivos, pero que en España, a efectos teóricos y prácticos de su clase política,  sí lo son, tajantemente, sin la menor duda ni vacilación. 

Aquí no dimite ni Dios... Está pegado a la silla con poxipol... Son frases oídas una y otra vez que expresan con ironía la perspicacia de los españoles de a pie sobre la condición moral, mayoritaria, de su clase política. Pero aunque los individuos tengan responsabilidades morales exigibles, y de de vez en cuando, las asuman de grado o por fuerza, los partidos políticos no responden a ese criterio. Se escudan en el clásico "y tú, más" para eludir sus responsabilidades colectivas, y resulta claro que para combatir la corrupción es necesario que las organizaciones políticas tengan que rendir cuentas a controles externos ajenos a sus propias estructuras políticas. 

Peter Mair (1951-2011) famoso politólogo irlandés fallecido prematuramente, escribió al inicio de su libro Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental (Alianza, Madrid, 2015), que la era de las democracias de partido había pasado, pero que las democracias modernas eran impensable sin la existencia de los partidos, motivo por lo cual, al fallar estos -que es el caso, y no solo en España y Europa, sino en todas las democracias liberales- las democracias fallaban por su base y se resentían todas las estructuras de las mismas. Y hace unos días el profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Pública de Navarra, Jorge Urdánoz, publicaba un artículo sobre este mismo asunto titulado El silencio de los partidos, que comenzaba aludiendo a la querencia irrefrenable de nuestro ministro de Justicia, Rafael Catalá, por la conocida cantinela según la cual “la responsabilidad política por la corrupción se salda en las urnas”. Una tonadilla, continuaba diciendo, que atrapa a las mil maravillas nuestra tortuosa relación con la corrupción y que resulta, por lo demás, particularmente pegadiza: tampoco sus críticos parecen poder quitársela de la cabeza. Muchas muestras de indignación e innumerables aspavientos, sí… pero razones, entre pocas y ninguna.

El problema, añadía más adelante, radica en que seguimos atrapados en una dicotomía —la que distingue entre responsabilidad penal y responsabilidad política, sin admitir otro matiz— que, lejos de iluminarnos, lo que logra es ofuscarnos. En un universo conceptual en el que solo alumbran esos dos soles, la responsabilidad política únicamente puede enfocarse desde un prisma moral, deontológico. Los políticos dimitirían por principios, como movidos por el rechazo ético que en su interior provocarían ciertos proyectos de ley o ciertos comportamientos. El impulso volitivo sería por tanto interno, autónomo, personal. Se dimitiría por coherencia, por integridad, por vergüenza o por cualquier otra categoría eminentemente moral. Es un espejismo.

Esa concepción, dice en él, se forja en el siglo XIX, cuando los protagonistas de la política eran individuos, esto es, parlamentarios de carne y hueso. Pero hace ya mucho que la política no la protagonizan las personas —susceptibles de principios, de moral y de integridad—, sino los partidos. Y a los partidos el sol de la moral no parece iluminarles ni mucho ni poco. Ellos responden a otro tipo de luz.

Para percibir esa luz hemos de mirar fuera, señala. En inglés “responsabilidad” se dice de dos maneras: “Responsability” y “accountability”. El primer vocablo equivale a nuestra “responsabilidad moral”, y se aplica por tanto a los individuos. El segundo no tiene en castellano un equivalente exacto… ese es nuestro problema, y por eso solo nos es dado entender la responsabilidad política como responsabilidad personal. Nos falta un término para la accountability.

¿Y quién es esa señora?, se pregunta. Pues es ese tipo de responsabilidad que, siendo política, no es sin embargo personal. “Accountability” suele traducirse como “rendición de cuentas”, un rodeo terminológico a mi juicio poco eficaz porque rechaza la subjetivación: no podemos decir que los partidos son “rindables de cuentas” o algo así. O podemos, claro, pero el resultado es espantoso.

Yo propongo “controlabilidad”, dice. Al contrario que la responsabilidad moral —interna, autónoma, personal— la controlabilidad sería externa, heterónoma e institucional. Los individuos tienen responsabilidad moral, esto es, responden ante sus principios (por definición, internos). Los partidos no pueden responder ante algo así, por lo que responden ante controles (externos). No son responsables, son controlables. O, más bien, resultarán responsables solo en la medida en que se sometan a ciertos controles. Y tanto la responsabilidad moral de los políticos como la controlabilidad de los partidos son responsabilidad política.

Así que, continúa diciendo, en cierto sentido, la tonadilla del ministro no anda del todo desafinada. Todo lo que no es responsabilidad penal es responsabilidad política y esta “se salda en las urnas”. De acuerdo, pero… ¿en qué urnas? Porque a lo mejor no se trata de cambiar de canción, sino de añadir versos al estribillo.

El problema aquí, afirma, es que en España solo existe un tipo de control externo y político para los partidos: las elecciones. Constituyen la única ocasión en que los partidos se someten a una evaluación política independiente de ellos mismos. Se trata de una insuficiencia democrática en la que radica el origen de muchos de nuestros males.

¿Queremos luchar contra la corrupción?, nos pregunta. Hay muchos frentes, pero el primero es el político, porque sin él los demás no se activarán. Necesitamos que la política responda más y mejor a la voluntad de la gente, esto es, que la política sea más responsable. Así que necesitamos más “urnas”, en efecto: primarias, censos de militantes con derecho a voto, congresos partidistas bianuales y controlados por el poder judicial, etcétera. Nuestra Ley de Partidos es un chiste. No incluye ni un solo control democrático entre elección y elección. No hay urnas entre las urnas.

¿Por qué en otros países, dice más adelante, los políticos dimiten más a menudo? No es porque sus políticos atesoren una integridad moral superior, o algo así. Es porque su sistema político incorpora más controles, muchos más. Su musiquilla política incluye esos estribillos por ley. Y la melodía resultante es otra. Política, sí, pero otra.

El caso del alemán Von Guttemberg —que dimitió de la vicepresidencia del país al descubrirse que había copiado su tesis doctoral—, comenta, se cita con fruición y envidia entre nosotros. Lo que no se cita es que su mayor inquisidora fue la ministra de Educación de su propio Gobierno. ¿Se imaginan, en España, a un ministro criticando a otro abiertamente? Aquí y ahora es política ficción, pero esa es la música a la que nos acostumbraríamos si la corrupción no fuera, como es entre nosotros, tan solo un arma para atizar al partido rival sino, además, una lacra a denunciar también en el compañero de partido contra el que compito por un puesto en la organización.

En España, afirma, están cambiando muchas cosas. Una de las que debería cambiar en primer lugar es el abrumador silencio que reina en el interior de los partidos. Un silencio que, si se piensa bien, es antipolítica pura. Si en Alemania es normal que un ministro critique a otro por copiar en la universidad… ¿qué no hubieran oído en aquel país los electores de centroderecha decir a sus representantes si hubiera aparecido algo así como un Bárcenas teutón?

Mirémonos al espejo. concluye diciendo. Aquí, casi sin excepción, en cada caso de corrupción los representados no oyen a sus representantes, sino solo a los de la oposición. El “y tú más” debería empezar a tornarse en “qué vergüenza que envilezcas nuestros principios con tu actitud”. Introducir controles es el primer paso para que esa música comience a cambiar. Y así, quizás, podremos empezar a olvidar de una vez la vieja tonadilla que tanto encandila al ministro, a su partido y a ese ensordecedor silencio ante la corrupción de los suyos que los caracteriza.



Esperanza Aguirre, expresidenta de la C.A. de Madrid 



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