lunes, 28 de noviembre de 2016

[Humor en cápsulas] Para hoy lunes, 28 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan, en Canarias7: Montecruz y Padylla, en La Provincia; Forges, Peridis, Ros y El Roto, en El País; Ricardo y Gallego y Rey, en El Mundo. Espero que disfruten de las mismas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 27 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Fidel





Los medios de prensa y televisión andan atareados a estas horas con la noticia del fallecimiento de Fidel Castro, a los 90 años de edad. Guste o no guste, es un nombre sin el que no puede entenderse la historia del mundo actual, y sobre todo la de la América Latina de la segunda mitad del pasado siglo. 

Desde niño me interesó la política internacional. Más que la española, que no dejaba muchas opciones en los años de mi infancia. Mis primeros recuerdos se enmarcan en el apasionado interés que despertaron en mí las guerras de esa época: Indochina (1945-1954), Corea (1951-1953), y Argelia (1954-1962). Mi idealismo se puso de manifiesto con la Revolución cubana (1953-1959) y la guerra de los "Seis días" árabe-israelí (Junio, 1967), y cayó por los suelos con la guerra de Vietnam (1958-1973), ya superada con creces la adolescencia. Tardé en caerme del guindo, pero me caí con estrépito.

Sobre Cuba recuerdo haber vivido apasionadamente la entrada de Castro en La Habana. Sí, fue el primero de enero de 1959 y lo vimos por televisión en nuestra casa de Madrid, toda la familia, reunida para celebrar la comida de Año Nuevo. Recuerdo perfectamente que mis hermanos y yo, que solo tenía 13 años en esos momentos, hicimos apuestas sobre si aquella explosión de felicidad iba a durar o no. Yo apostaba por el sí y el resto de mi familia por el no. Para mí, la felicidad duró muy poco, justo el tiempo de saber que la revolución imponía sus criterios a sangre y fuego, con fusilamientos masivos de los disconformes. El segundo acontecimiento relacionado con la revolución cubana que me impactó fue el de la denominada "Crisis de los misiles" (octubre, 1962), provocando uno de los momentos más álgidos de la "guerra fría" soviético-americana. El último hecho, revelador del auténtico rostro de la dictadura castrista, fue justamente hace veintisiete años, el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, el militar más prestigioso del ejército cubano, tras una farsa de juicio sumarísimo, orquestada como respuesta a su "traición" a la revolución y el pueblo cubano.

Nunca he entendido muy bien la fervorosa y acrítica adhesión de buena parte de la intelectualidad de izquierdas española y europea a la revolución cubana. Lo curioso del caso es que todavía hay multitud de ingenuos que creen en el mito de la misma, cuyos desmanes justifican, aún hoy, con el recurrente discurso al intolerable bloqueo de la isla mártir por parte de los Estados Unidos.

Un profesor-tutor de la Facultad de Geografía e Historia en el centro asociado de la UNED en Las Palmas, un excelente profesor de Historia por otra parte, desbarraba a finales de los 80 ante nosotros, sus alumnos, en elogios a la "revolución" con lucubraciones tales como que Cuba era una auténtica democracia, donde el pueblo intervenía y decidía en los todos los aspectos de la vida política, y su Constitución, un ejemplo de libertades y democracia para todo Occidente...

No ha habido "isla mártir", nunca. Los únicos responsables de la situación de Cuba han sido los hermanos Castro y su régimen. Quien desee conocer la realidad del día a día de los cubanos solo tiene que darse una vuelta a diario por blogs como el de Yoani Sánchez, "Generación Y", o el de Claudia Cadelo, "Octavo Cerco", (ya desaparecido), ambos escritos desde Cuba, por dos jóvenes que no hablan de política más que indirectamente, ¿podía ser de otra manera?, pero con valor y deseos de libertad. Por cierto, el Blog de Yoani Sánchez ha recibido en varias ocasiones el premio al mejor blog de habla española. 

En julio de 2009 el que fuera corresponsal de televisión española y escritor Vicente Botín, publicaba un artículo sobre la ejecución del general Ochoa, veinte años antes, y la situación en Cuba en aquel momento. El artículo se titulaba "Cuba: el sable del general Ochoa"Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, decía al inicio del mismo, nunca han utilizado sus fusiles para reprimir a la población. El eficaz aparato policial de la dictadura ha hecho hasta ahora innecesaria su intervención. Pero el grado de insatisfacción de los cubanos es cada vez mayor. El Gobierno teme que se produzca una revuelta popular como el maleconazo de 1994, sólo que esta vez no sería para pedir democracia y libertad, sino el final del permanente periodo especial en que vive la isla desde el hundimiento de la Unión Soviética, y que se ha agravado en los últimos meses por la escasez de alimentos y los cortes de luz. En las calles de La Habana han comenzado a aparecer carteles con la leyenda "Abajo Raúl".

El dilema es cómo van a responder las FAR en el caso de que miles de personas se lancen a la calle para pedir alimentos, añadía. Salvo la cúpula militar que goza de las mismas prebendas que la nomenclatura, los oficiales del Ejército cubano y sus familias sufren las mismas penalidades de la población civil. Por si fuera poco, no se han recuperado todavía del malestar que les produjo el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, el militar más popular, el más condecorado, el vencedor de la guerra de Angola, distinguido con el galardón de Héroe de la República de Cuba, que fue ejecutado como un delincuente hace 20 años, el 13 de julio de 1989.

El general Ochoa y tres altos oficiales, seguía diciendo Botín, continuaba, el coronel Antonio de la Guardia, el mayor Amado Padrón y el capitán Jorge Martínez Valdés, fueron procesados en un juicio sumarísimo por el delito de alta traición a la patria y a la revolución y ajusticiados. La conmoción que produjeron aquellas ejecuciones y las subsiguientes purgas que se llevaron por delante, entre otros, al poderoso ministro del Interior, el general José Abrantes, permanece en el inconsciente colectivo. Con aquellas muertes, los hermanos Castro reforzaron su poder al matar dos pájaros de un tiro: por un lado, borraron las huellas que implicaban al Gobierno cubano en el narcotráfico; y por otro, se deshicieron de un rival en un momento muy peligroso para la revolución, tres meses después de la visita a la isla de Mijaíl Gorbachov, cuando la perestroika se discutía abiertamente en los cuarteles.

En 1975, Cuba desplegó el primer contingente de los más de 40.000 soldados que fueron enviados a luchar a la lejana Angola, añadía más adelante. La muerte del Che Guevara en Bolivia y el fracaso de la insurgencia apoyada por Cuba en América Latina llevaron a Fidel Castro a dirigir a otras tierras el concurso de sus "modestos esfuerzos". Las legiones cubanas se desplegaron en el Congo, Eritrea y sobre todo en Angola. Pero el Gobierno cubano, a pesar de la ayuda soviética, no contaba con los recursos necesarios para financiar esas guerras. El coronel Antonio de la Guardia dirigía entonces el Departamento MC (Moneda Convertible) del Ministerio del Interior. Desde Panamá, donde operaba, había tejido una compleja trama de sociedades comerciales para aprovisionar a Cuba de equipos y tecnología, difíciles de conseguir debido al bloqueo estadounidense. Todo ese entramado sirvió de sostén a las tropas expedicionarias en Angola, que se autofinanciaron con el contrabando de oro, diamantes, marfil y también con droga, algo común en las guerrillas de América Latina.

En su libro Dulces guerreros cubanos, sigue contando Botín, Norberto Fuentes asegura que Fidel Castro estaba al tanto de las operaciones de narcotráfico y pone en boca de su hermano Raúl estas palabras: "Fidel dice que en definitiva todas las guerras coloniales en Asia se hicieron con opio. Entonces nada más justo que los pueblos devolvamos la acción, como venganza histórica".

En 1983, continuaba más adelante, el presidente de Estados Unidos Ronald Reagan afirmó que funcionarios cubanos de alto rango estaban involucrados en el narcotráfico. Fidel Castro dio la callada por respuesta. Pero seis años después, a comienzos de 1989, la DEA, la agencia antidroga del Gobierno estadounidense, descubrió que el departamento MC del Ministerio del Interior cubano estaba implicado en una operación del cartel colombiano de Medellín, dirigido por Pablo Escobar, para enviar un cargamento de cocaína a Estados Unidos. La bomba tanto tiempo oculta podía estallar de un momento a otro. Fidel Castro podía ser acusado de complicidad en el tráfico de drogas. El comandante tenía que hacer algo sonado para despejar cualquier duda sobre su honorabilidad.

El 12 de junio de 1989, sigue diciendo, el general Arnaldo Ochoa y sus más próximos colaboradores fueron detenidos y acusados de narcotráfico. La sorpresa, sobre todo en los cuarteles, fue general. Sólo unos pocos enterados estaban al tanto de los hechos y se imaginaron que era una maniobra de distracción. Dariel Alarcón Ramírez, alias Benigno, superviviente de la guerrilla del Che en Bolivia, entonces muy cercano al poder, escribió en su libro Memorias de un soldado cubano. Vida y muerte de la Revolución que "corría el rumor por todo el Palacio de que iban a juzgar a Arnaldo (Ochoa), Tony (Antonio de la Guardia) y los demás para aplacar a los norteamericanos y, sobre todo, para sacar a Fidel del atolladero. Después los escondería en algún sitio, bien protegidos. Se habló mucho de Cayo Largo para Ochoa. La verdad es que no estábamos preocupados".

Durante el juicio, añade, retransmitido por televisión, el propio Ochoa se mostró despreocupado al principio y luego arrepentido. "Creo que traicioné a la patria y, se lo digo con toda honradez, la traición se paga con la vida", le dijo a su conmilitón, el general Juan Escalona Reguera, fiscal de la causa.

La autoconfesión del general Ochoa, señala, algo común en todos los procesos estalinistas, como ha ocurrido recientemente con Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, formaba parte de la farsa. Pero contra todo pronóstico, Arnaldo Ochoa y sus compañeros de armas fueron condenados a muerte y fusilados. La sorpresa fue mayúscula. Brian Latell, analista de la CIA en temas cubanos, escribió en su libro Después de Fidel. La historia secreta del régimen cubano y quién lo sucederá que Fidel Castro urdió la crisis. "El único crimen de Ochoa -escribe Latell- fue cuestionar la autoridad de Castro (...) Fidel pensó que Ochoa debía ser condenado por crímenes realmente horribles (...) para así excluir toda posibilidad de alguna reacción violenta de los militares (...). Los cargos de narcotráfico eran una cortina de humo".

Durante los 20 años que han transcurrido desde aquellas ejecuciones, añade, los oficiales del Ejército cubano, principalmente los capitanes y comandantes educados en los ideales que encarnó el general Ochoa, han visto cómo los hermanos Castro y los altos oficiales de las FAR han seguido celebrando el banquete de la victoria, mientras el pueblo cubano iba de peor en peor. Ahora que la fiesta toca a su fin, los oficiales jóvenes temen perder su derecho de primogenitura sin la esperanza de poder ocupar las vacantes que inexorablemente van a dejar los viejos generales. Asisten, como el resto de la población, a los funerales de una revolución que les ha condenado a vivir miserablemente en casas ruinosas, castigados por los apagones y la falta de agua; padecen las deficiencias de un sistema de salud seriamente enfermo, y hacen largas colas en las bodegas para comprar los productos cada vez más escasos de la libreta de racionamiento. Y tienen también que resolver, es decir tienen que robar como los civiles para poder sobrevivir. En medio de esa debacle crece cada vez más la posibilidad de un estallido social o de un nuevo éxodo hacia Estados Unidos, y con ello la probabilidad de que les ordenen salir a la calle para "defender" a la revolución de las víctimas que ha creado la propia revolución.

El general Arnaldo Ochoa, concluía diciendo, murió fusilado hace 20 años, sin que su sable hubiera sido utilizado nunca contra la población civil. Los que llegado el caso se vean obligados a empuñarlo tendrán que decidir en qué dirección van a dirigir el mandoble.

Sobre el mismo asunto, y citando el artículo de Botín, escribía también ese día en su blog "Mira que te lo tengo dicho" el escritor y periodista canario Juan Cruz un post titulado "Cubana", en el que se mencionaba al también periodista y escritor canario Diego Talavera. 

Mi amigo Diego Talavera, cuenta Juan Cruz, uno de los grandes periodistas que ha dado Canarias, se empeñó en 1990 que fuéramos a Cuba, y fui con él. Era un tiempo complicado, como lo ha sido siempre, de la isla, pero nosotros aún disfrutábamos de ciertos arrestos juveniles y al menos yo quise reconstruir en mi memoria, viéndola, la fascinación que a muchos niños canarios nos había causado la Cuba que nos contaban durante nuestra infancia. Paseamos por la isla, conocimos a mucha gente, vivimos algunos incidentes, muchos parecidos a los que nos hubieran pasado en Canarias, cuya idiosincrasia tanto se parece a la cubana, y nos marchamos. Diego ha vuelto muchas veces, y ya había ido antes, pero yo decidí no volver más, hasta que no se acabara una lacra que a mi me pareció apestosa: que los cubanos no pudieran entrar a los sitios donde entrábamos los turistas. Había muchos más problemas, como todo el mundo sabe, pero ese me pareció simbólico de una discriminación que mucha gente explica pero que yo sigo sintiendo como inexplicable. Pero se quedó en mi memoria, sobre todo, un incidente que ahora nos da risa pero que entonces fue escalofriante, y que me ha venido a la memoria esta mañana cuando he leído en El País el artículo de Vicente Botín (ex corresponsal de TVE en Cuba, y autor de un estupendo libro sobre Castro y su sucesión) acerca del veinte aniversario de la ejecución de Ochoa, en un cuartel cerca de La Habana. La historia es muy conocida, y además Botín la cuenta muy bien, así que déjenme contarles por qué me ha venido a la memoria ahora este otro incidente. Estábamos Diego y yo admirando algunos paisajes cubanos, y concreto quisimos pararnos en un pequeño pueblo con muelle, cerca de la playa del Salado. Nos bajamos del coche, y uno de nosotros tomó fotografías; en seguida nos metimos de nuevo en el coche y uno de los dos comentó que no se percibía tanta seguridad en los sitios como algunos de nuestros amigos nos habían predicho. En ese mismo instante, por la ventanilla del conductor se metió un mosquetón, y la voz de un soldado muy joven nos mandó a salir otra vez del vehículo. Salimos. No se podían tomar fotografías en ese lugar, era un sitio militar, o militarizado. ¿Y dónde dice que está prohibido? La respuesta del soldado fue rápida, y en ese momento movía a risa, aunque luego se nos congeló la mueca. El soldado dijo: "Ahí hay un cartel, pero lo tapó la hierba". De inmediato, el soldado nos condujo, detenidos, a un cuartel, donde hubo todo tipo de escenas: yo traté de rebuscar en mi memoria números de teléfonos de amigos cubanos, Diego quiso que le prendieran si estábamos presos, cosa que no estaba muy clara, y el soldado se paseaba tan nervioso como nosotros, hasta que pasó alguien de una graduación mayor, hizo un gesto con la cabeza y facilitó nuestra marcha. Dos horas duró el cautiverio, pero en la memoria ha vivido mucho más el escalofrío que nos dio cuando supimos que aquel era el cuartel donde habían ajusticiado a Ochoa. Y hoy Botín me ha llevado a ese momento, casi veinte años después.

Querido Juan, respondía Diego Talavera a Juan Cruz: Tu blog de hoy me trae bellos recuerdos y han pasado ya 19 años. Tu no has querido volver a Cuba a pesar de mi insistencia. Yo he vuelto muchas veces y creo que me quedan muchas más en el futuro. Soy consciente de que el pueblo cubano padece una dictadura pura y dura, pero opino que nuestra presencia allí para compartir experiencias con tantos amigos cubanos que han escogido el exilio interior, igual que ocurrió con muchos intelectuales en la España franquista, es una bocanada de aire fresco. Para ellos y para los que seguimos viajando a la Isla. Un ejemplo: acompañé al Aeropuerto José Martí al poeta Manuel Díaz Martínez y a su esposa Ofelia Gronlier cuando abandonaron para siempre Cuba en medio de una situación muy tensa. Lo que para mí era un gesto de cortesía, para él fue algo más y así lo escribió en su excelente libro de memorias Solo un leve rasguño en la solapa. Y te podría contar muchas más anécdotas parecidas a ésta, pero la brevedad del comentario no lo aconseja. Lo hablaremos en tu próximo viaje a la otra Isla. Con el cariño de siempre, Diego. 

En fin, concluyo por hoy. Un tirano más que desaparece muerto por el simple paso de los años. ¿A cuántos más habrá que soportar? En cualquier caso, descanse en paz. Dejemos a los muertos que entierren a sus muertos (Lucas, 9, 60), y a los vivos con la esperanza de una pronta y definitiva libertad para Cuba y los cubanos.




Fidel Castro entra en La Habana (1 de enero de 1959)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[Humor en cápsulas] Para hoy domingo, 27 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan, en Canarias7: Padylla, en La Provincia; Forges, Peridis, Ros y El Roto, en El País; e Idígoras y Pachi, en El Mundo. Espero que disfruten de las mismas. 






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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sábado, 26 de noviembre de 2016

[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "La carta robada", de Edgar Allan Poe






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado La carta robadade Edgar Allan Poe (1809-1849), escritor, poeta, crítico y periodista romántico estadounidense, generalmente reconocido como uno de los maestros universales del relato corto, del cual fue uno de los primeros practicantes en su país. Fue renovador de la novela gótica, recordado especialmente por sus cuentos de terror. Considerado el inventor del relato detectivesco, contribuyó asimismo con varias obras al género emergente de la ciencia ficción. Por otra parte, fue el primer escritor estadounidense de renombre que intentó hacer de la escritura su modus vivendi, lo que tuvo para él lamentables consecuencias. 

La Carta Robada, es un cuento de género policial que transcurre en París en los años 1800. Un prefecto de la policía recurre al detective Dupin y a su amigo, el narrador, con el objetivo de resolver el caso de una carta robada en las cámaras reales. El ladrón, un ministro del gobierno francés, la está usando para obtener poder sobre él con fines políticos, pero fue visto robando la carta. Dupin se niega a tomar el caso, pero aconseja al Prefecto de cómo acceder a la propiedad del ministro para hallar la carta en cuestión, ya que han sido infructuosas todas las búsquedas efectuadas... Pueden descargarlo si lo desean en el enlace de más arriba o leerla a continuación. Disfrútenla.


La carta robada
por
Edgar Allan Poe

(Traducción de Julio Cortázar)

Nil sapientiae odiosius acumine nimio
Séneca

Me hallaba en París en el otoño de 18… Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G…, el prefecto de la policía de París.

Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G… nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.

-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad.

-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas».

-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.

-¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.

-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.

-Sencillo y raro -dijo Dupin.

-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.

-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo.

-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas.

-Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.

-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?

-Un poco demasiado evidente.

-¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.

-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.

-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.

-Hable usted -dije.

-O no hable -dijo Dupin.

-Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.

-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.

-Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.

-Sea un poco más explícito -dije.

-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.

El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.

-Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.

-¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.

-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría…?

-El ladrón -dijo G…- es el ministro D…, que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D… Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.

-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.

-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.

-Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.

-Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión.

-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.

Muy cierto -convino G…-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.

-Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.

-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D… Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.

-¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?

-Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D…, exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.

-¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte.

-Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.

-Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.

-Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.

-Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D… no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.

-No es completamente loco -dijo G…-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.

-Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.

-¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté.

-Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.

»Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.»

-¿Porqué?

-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.

-Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté.

-De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.

-Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?

-Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.

-Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.

-Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.

-¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!

-Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.

-¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?

-Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.

-¿Miraron entre los papeles de D…, naturalmente, y en los libros de la biblioteca?

-Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.

-¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?

-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.

-¿Y el papel de las paredes?

-Lo mismo.

-¿Miraron en los sótanos?

-Miramos.

-Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.

-Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?

-Revisar de nuevo completamente la casa.

-¡Pero es inútil! -replicó G…-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.

-No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.

-¡Oh, sí!

Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.

Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:

-Veamos, G…, ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.

-¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.

-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin.

-Pues… a mucho dinero… muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.

-Pues… la verdad… -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G…, que usted no ha hecho… todo lo que podía hacerse. ¿No cree que… aún podría hacer algo más, eh?

-¿Cómo? ¿En qué sentido?

-Pues… puf… podría usted… puf, puf… pedir consejo en este asunto… puf, puf, puf… ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?

-No. ¡Al diablo con Abernethy!

-De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.»

-¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.

-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.

Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.

Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.

-La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G… nos explicó su manera de registrar la mansión de D…, tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.

-¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí.

-Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.

Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.

-Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado?

-Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.

-Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella.

-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.

-Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D…, ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G… da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.

-¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D… tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.

-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.

-Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.

–Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables.

-Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.

-Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.

»Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G… terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D… terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.

-Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.

-El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?

-Jamás se me ocurrió pensarlo -dije.

-Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.

»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D…, en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.

»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D… en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.

»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.

»Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D…, y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.

»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D… muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.

»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D…; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S… El sobrescrito de la presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D…, y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.

»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.

»A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D… corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D… con ayuda de un sello de miga de pan.

»La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D… se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.»

-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?

-D… es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D… continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D… es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.

-¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?

-¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!

Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D… me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:

…Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

»Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»

FIN





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 3055
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)