“Esto va a acabar con nuestra vida. Mi corazón no puede más”, dijo.
Hacía cuatro días que los talibanes habían anunciado que se impediría el acceso de las mujeres a las universidades del país, con efecto inmediato. Otro mazazo más. Como de costumbre, los talibanes les echaron la culpa a ellas. “Hemos ordenado a las jóvenes que lleven hiyab, pero no han obedecido. Iban vestidas como si fueran a una boda”, declaró el ministro de Educación Superior, Neda Mohammad Nadeem, a la televisión estatal, dirigida por los talibanes. Los gobiernos occidentales, los dirigentes musulmanes y la ONU protestaron. Los talibanes se encogieron de hombros.
El rumor que había oído Ariana resultó cierto. Ese mismo día de Nochebuena, me envió el decreto que prohibía a las mujeres trabajar en organizaciones nacionales e internacionales. Luego envió un mensaje de voz. Tuve que reproducirlo varias veces para entender lo que decía entre sollozos. “No valemos nada en este mundo. No tenemos derechos. Ni siquiera puedo llamarme ser humano”, dijo llorando. “Tenemos que casarnos con un hombre que nos elige alguien y vivir bajo las reglas que fijan otros. Poder trabajar era la única razón que tenía para vivir”.
Unos talibanes divididos
Durante las Navidades, los ministros de Asuntos Exteriores de todo el mundo enviaron nuevas protestas a los talibanes, apenas unos días después de las anteriores. Su jefe designado, el emir Haibatullah Ajundzada, guardó silencio, mientras su portavoz señalaba la ley islámica.
El líder supremo tiene un lema que puede resumirse así: “Hacemos exactamente lo que queremos”. O, para ser más precisos, “hacemos lo que yo quiero”. Conocer la estructura de poder de los talibanes es importante para comprender el trasfondo de todo lo que ha sucedido desde que se adueñaron del país en agosto de 2021. En Kandahar, al sur del país, Haibatullah se rodea de un estrecho círculo de consejeros teológicos. Cuando toma una decisión, se envían los decretos. Y los decretos se parecen cada vez más a la forma que tenían los talibanes de gobernar en los años noventa, hasta que quedaron diezmados por los ataques aéreos estadounidenses después del 11 de septiembre.
Más al Norte, en Kabul, está la sede del Gobierno. Ahora, por primera vez, varios ministros se han atrevido a expresar su descontento con las nuevas políticas, es decir, con su líder. Uno de los que se han encarado con el emir es el ministro de Asuntos Exteriores, Amir Jan Muttaqi, que prometió educación para las niñas después de volar a Oslo en un jet privado para una serie de reuniones en enero del año pasado. Otro es el hombre responsable de los ataques más letales contra las tropas occidentales durante el régimen anterior, el poderoso ministro del Interior, Sirajuddin Haqqani, que figura en la lista de los más buscados del FBI. El ministro de Defensa, Mohammad Yaqood, hijo del antiguo emir, el mulá Omar, también ha criticado las restricciones.
No es que estos hombres sean moderados precisamente, pero sí son más pragmáticos y mejores estrategas que los clérigos de Kandahar. Quieren que Afganistán tenga reconocimiento internacional e influencia en la región y se dan cuenta de que las nuevas restricciones deterioran la reputación del país y agravan su aislamiento. En la actualidad hay tal tensión entre estos ministros de Kabul y lo que llaman “la milicia de Kandahar” que los dos bandos han empezado a movilizarse. Tanto el ministro del Interior como el de Defensa disponen, cada uno, de varios miles de combatientes leales y acceso a grandes cantidades de material militar que las Fuerzas Armadas estadounidenses dejaron atrás.
Oportunidades desaprovechadas
Cuando los talibanes recuperaron el poder en 2021, dieron la impresión de haber cambiado desde su periodo anterior en el Gobierno. Occidente se mostró dispuesto a ser paciente, aunque nos irritó que no hubiera mujeres en el Ejecutivo y que apenas hubiera representación de minorías étnicas o de grupos políticos distintos de los talibanes. Una parte importante de los activos del Tesoro afgano, que el entonces presidente, apoyado por Occidente, Ashraf Ghani, había depositado en bancos estadounidenses, quedaron congelados. Ese iba a ser nuestro instrumento de presión.
Pero, en realidad, se lo pusimos casi demasiado fácil a los talibanes. Con que hubieran incluido a unos cuantos opositores políticos, hubieran cumplido las promesas hechas en las negociaciones de Doha del año anterior de no llevar a cabo atentados ni proteger a grupos terroristas y hubieran abierto escuelas secundarias para niñas, podrían haberse encaminado hacia el reconocimiento político.
Pero lo que sucedió fue que el Ministerio de la Mujer se convirtió en el Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio. La educación se segregó, las clases infantiles se dividieron por sexos y en las universidades se pusieron entradas y aulas separadas para hombres y mujeres. Los alumnos, tanto niños como jóvenes, solo podían tener como enseñante a alguien de su propio sexo o a un mulá de más edad. Y el primer gran mazazo llegó en marzo del año pasado, cuando no se abrieron los centros de enseñanza secundaria para niñas como se había anunciado.
La realidad acabó siendo peor que los decretos. Los guardias de a pie campaban a sus anchas. Si las estudiantes se sentaban en un banco, las azotaban. Al mínimo mechón de pelo que mostraran, las golpeaban. Amenazaban a las chicas que rebasaban las pocas horas que les permitían estar en el campus universitario antes de que llegaran los chicos, que disponían del resto del día. De quienes terminaron la carrera en el primer semestre del año pasado, solo obtuvieron el título los chicos. A las chicas les dejaron claro que lo recibirían cuando Occidente levante las sanciones.
Ariana era una de esas jóvenes.
El verano pasado se impusieron nuevas restricciones sobre la vestimenta y la forma de cubrir el rostro. Hubo nuevas restricciones en el transporte y, desde entonces, las mujeres tienen que viajar acompañadas de un familiar varón en los recorridos largos. En otoño se prohibió a las mujeres entrar en parques, recintos feriales, gimnasios y baños públicos. En Adviento, los talibanes llevaron a cabo su primera ejecución pública y en diciembre, en varias provincias, mandaron azotar a cientos de afganos por comportamiento inmoral.
En el momento de escribir este artículo, varias organizaciones internacionales, incluidas algunas pertenecientes a la ONU, han detenido temporalmente sus actividades en protesta por la prohibición a las mujeres de trabajar. Las organizaciones humanitarias han declarado que nunca sustituirán a las mujeres que trabajan en ellas por hombres y que las necesitan para llevar a cabo su misión. Por el contrario, la ONU presiona a algunas organizaciones para que sigan adelante con sus proyectos exclusivamente con hombres. Ya se han plantado las semillas; ¿hay que dejar que se echen a perder si no se permite que las mujeres vuelvan a trabajar?
¿Unas medidas más enérgicas?
El mundo lleva año y medio siendo paciente. La pregunta es: ¿qué fuerza tenemos frente a nuestro viejo enemigo, un antiguo grupo terrorista con todo el tiempo del mundo?
Durante 20 años se inyectaron enormes sumas de dinero en Afganistán, destinadas al desarrollo y la educación, a la construcción del Estado y a que las fuerzas militares de la OTAN entrenaran y equiparan al Ejército Nacional Afgano. Casi tres cuartas partes del presupuesto del Gobierno anterior procedían de Occidente. Gran parte de ese dinero desapareció. Los criados infieles perfeccionaron el arte del robo. Los generales afganos inflaron las cifras del ejército y se embolsaron los sueldos de soldados imaginarios. Solo en el último año antes de que los talibanes recuperaran el poder, salieron de un país cada vez más pobre casi mil millones de dólares en efectivo.
Los talibanes tienen menos dinero que el régimen anterior, pero reciben una cuantiosa ayuda de Occidente. El sector de la sanidad está financiado en su mayor parte por el Banco Mundial. Esa ayuda sí llega a la gente, pero ¿qué tipo de vida y qué sociedad estamos ayudando a sostener?
También puede resultar peligroso aislar a los talibanes. La última vez que se hizo, el resultado fue una guerra civil, campos de entrenamiento de Al Qaeda y la aparición de Bin Laden. Occidente cree en el diálogo; lo malo es que los líderes talibanes, cuando asisten a reuniones diplomáticas, asienten y hablan, acaban haciendo lo que les da la gana. ¿Podemos aumentar la presión? ¿Podemos tomar medidas más enérgicas? ¿Podemos retener fondos, incluso la ayuda de emergencia, si no respetan los derechos humanos básicos?
A los afganos que están plantando cara a los talibanes les aguarda una tarea abrumadora. Jamila Afgani, exministra del Gobierno de Ashraf Gani y activista en favor de las mujeres, cuya vida describo en mi libro The Afghans, de próxima publicación, pide que haya una estrategia común y un mayor compromiso de la comunidad internacional. Quiere una postura más firme y tajante sobre la participación de las mujeres en Afganistán y nos pide que exijamos la anulación inmediata de los últimos decretos.
Un problema es la falta de unidad internacional. China acaba de firmar un importantísimo acuerdo petrolero con los talibanes. Se cree que Afganistán tiene unos recursos minerales y energéticos sin explotar por valor de más de un billón de dólares. Otros países como Turquía también están pensando en invertir en el sector energético afgano.
Las sanciones de Occidente no han conseguido que cambie nada. Ahora el dilema es si servirá de algo aumentar la presión económica y si podemos aceptar las penalidades que eso provocará. Tenemos que reconocer que, después de 20 años de guerra, Occidente tiene poca capacidad de influir en los talibanes. Una posibilidad sería presionar a los países musulmanes para que ellos presionen a los talibanes. Necesitamos tener una postura más unida.
Radicalización
La guerra lleva inevitablemente a la radicalización. Mientras Ariana aprendía por su cuenta las letras de Naughty Girl y Single Ladies, de Beyoncé, en los pueblos, los chicos de su generación, nacidos alrededor del cambio de siglo, aprendían de memoria otros textos en las madrasas —escuelas islámicas— de los talibanes o de la red Haqqani. Muchos de los jóvenes soldados talibanes son analfabetos, pero dominan dos cosas: su Kaláshnikov y su Corán. Entre los combatientes que he conocido en este último año, los más jóvenes eran los más extremistas. Su visión del mundo me recordaba más al ISIS, con su objetivo de la yihad global, que a las tradiciones pastunes, más patriarcales y provincianas, de los talibanes.
En los últimos tiempos han empezado a afilar los cuchillos varios grupos yihadistas. La sección afgana del Estado Islámico, el ISIS-K, ha sido la mayor amenaza para la seguridad de los talibanes en 2022, con ataques o atentados suicidas cada semana. El grupo considera que los talibanes son apóstatas y marionetas de Occidente.
Los jóvenes soldados talibanes con los que estuve cuando recogía material para mi libro pensaban que el ISIS-K es su enemigo más temible, pese a que no están muy alejados desde el punto de vista ideológico. Les gustaba ver vídeos de sus misiones suicidas y estaban deseando enseñarme en el móvil sus cuerpos reventados. Yo sentía escalofríos. No por la sangre ni por los cuerpos deformados, sino cuando veía sus rostros. Eran todos lamentablemente jóvenes. Parecían nacidos durante la presencia de la OTAN en su país. Y ese no es un buen presagio.
Hay que levantarse
Con el extremismo de las nuevas medidas, el silencio está a punto de romperse. Ha sido como si se hubiera instalado un trauma y hubiera callado a los políticos que antes decían algo. ¿Quizá porque fracasaron estrepitosamente? Pensaron que podían librar una guerra con una mano y construir el país con la otra, mientras hacían la vista gorda ante la corrupción que despojó al régimen de su legitimidad. Es como si se hubieran olvidado estos 20 años.
Occidente dejó de animar a chicas como Ariana. Al fin y al cabo, lo único que hacen es estar sentadas ahí, en silencio.
Me llama con frecuencia. Me contó que una mañana su padre había ido a la mezquita del barrio. Un hombre se levantó después del rezo y gritó: “¿Quién dice que las niñas no deben aprender? ¿Quién se atreve a impedir que nuestras hijas y hermanas vayan a la escuela? ¿Por qué estamos todos callados?”
“¡Dios es grande!”, replicó un hombre en solidaridad. “¡Allahu Akbar!”, resonó.
“Estoy dispuesto a morir por el derecho de mis hijas a la educación”, continuó el hombre, de pie en medio de la congregación. “Negársela es el mayor pecado. Quienes estéis de acuerdo conmigo, ¡levantaos!”.
En ese momento, me dijo Ariana, llegaron unos soldados talibanes para apresarlo. Pero entonces los asistentes se levantaron, uno tras otro. Hasta que todos en pie, incluido el padre de Ariana, gritaron a los soldados: “¡Arrestadnos a todos! ¡Si os lleváis a uno tendréis que llevarnos a todos!”.
No es posible crear un Afganistán más justo sin que las mujeres luchen por sus derechos. Y tampoco se logrará la justicia sin que los hombres las apoyen. Pero necesitan que el resto del mundo acompañe sus exigencias con todo el peso de su poder. Debemos debatir sobre la forma de encontrar el equilibrio entre la presión y la ayuda ininterrumpida. ¿Quién será el primero en levantarse?