El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual.
El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2024
martes, 28 de mayo de 2019
lunes, 27 de mayo de 2019
[ARCHIVO DEL BLOG] Humo, máscaras y personas
"Prosopon" es palabra griega y con ella se designaba a la máscara que los actores usaban en el escenario para representar un personaje en las tragedias clásicas. De allí pasó al etrusco como "phersu", y de éste al latín, ya convertido en "persona". Es decir, que los antiguos ya tenían claro que ser persona lo que significa es representar un papel en la vida. Nada más, o nada menos..., según se mire.
Leo en el número de mayo-junio de "La Luna del Cuyás", la excelente revista bimensual del teatro Cuyás en Las Palmas, una reseña de una de las obras programadas para los días finales de este mes de mayo: "Humo", de Juan Carlos Rubio. No se quien la ha escrito pero me parece que merece la pena reproducir sus primeros párrafos porque se pueden aplicar al ámbito general de la vida, y no sólo al del teatro.
Dice así: "El escenario es un ámbito mágico donde se descubren dimensiones escondidas de la existencia: sueños pesadillas, ilusiones, anhelos, recuerdos, deseos ocultos, esperanzas y temores... El enigma de la vida, que se escapa tantas veces a los argumentos de la razón, se muestra en el escenario con toda su grandeza.
En ese gigantesco espejo tratamos de reconocernos y, al actuar, sentimos que existimos. Lo mismo hace cada ser desde que nace hasta que muere; repetir concienzudamente su papel durante toda su vida.
Apariencia y simulacro, eso es "Humo". Si alguna vez llegamos a comunicarnos con los demás es sólo por azar. La máscara es la existencia posible. Sin ella los tigres del pasado que esconden nuestra conciencia nos comerían por dentro. Sólo si nos alejamos de nosotros mismos podemos ver, y burlarnos, como representamos ante el mundo nuestro absurdo y tonto papel.
Algunos incidentes aparentemente triviales marcan nuestro destino, nos guste o no, y después dedicamos el resto de nuestra vida a defendernos como víctimas, haciendo el papel de culpables, ante el gran jurado del mundo. La única forma de sobrevivir sin caer en la locura es reirnos de nosotros mismo." O escribirlo, pienso yo, aunque sólo lo leamos nosotros... Hoy me ha resuelto el día la reseña.
domingo, 26 de mayo de 2019
[ESPECIAL ELECCIONES] Votar es bueno para el corazón
La UE ha creado una cooperación real entre cientos de millones de personas, sin imponer un gobierno único. Si el experimento europeo fracasa, ¿cómo podemos esperar que triunfe el resto del mundo? Vayan a votar este domingo; es bueno para el corazón, escribe el historiador israelí Yuval Noah Harari.
Muchos de los mayores crímenes de la historia tuvieron su origen, más que en el odio, en la indiferencia, comienza diciendo Noah Harari. Sus responsables fueron personas que podrían haber hecho algo, pero no se molestaron en levantar un dedo. La indiferencia mata. Quizá la indiferencia de un votante no le mate a él; pero hay muchas probabilidades de que mate a otro.
Algunas personas no se molestan en participar en las elecciones europeas porque creen que un voto nunca cambia nada. No es verdad. Quizá el voto que usted deposite no cambie el equilibrio de poder en el Parlamento Europeo, pero desde luego le transformará a usted. Es importante adoptar una posición moral para mantener su corazón en forma: si no, el corazón se endurece y se osifica, y la próxima vez que necesite luchar por algo —no necesariamente en las urnas— le costará más hacerlo.
Otros justifican su indiferencia diciendo que “todos son igual de malos”. No es verdad. Incluso cuando todos los bandos son malos, pocas veces son igual de malos. En la historia, muchas veces, no nos encontramos con luchas entre buenos y malos, sino entre malos y peores. Se podría escribir toda una enciclopedia sobre los crímenes de los aliados en la II Guerra Mundial, los horrores del régimen soviético, el racismo del Imperio Británico y las injusticias de la sociedad estadounidense. Aun así, había que apoyar a los aliados, y no permanecer indiferentes y decir: “Qué me importa quién gane, son todos iguales”. En 1933 hubo muchos alemanes que no se molestaron en votar. “Qué más da”, se dijeron a sí mismos, “todos los políticos son iguales”. Pues no. Algunos políticos son mucho peores que otros.
De hecho, en la mayoría de los casos, hay algunos políticos honrados. El que utiliza el argumento de que “todos los políticos son iguales, todos son unos corruptos, todos son unos mentirosos” suele ser el más corrupto de todos. Un político que quiere justificar sus vicios elevándolos a universales. No caigan ustedes en esa trampa.
La Unión Europea ha aportado paz a Europa y estabilidad al mundo entero. Pero ahora está en crisis. Los europeos, por tanto, se enfrentan a unas cuantas decisiones morales de crucial importancia, que conformarán el futuro de Europa y de la humanidad en su conjunto. Los que ven esas decisiones con indiferencia son personas que han perdido la brújula moral. Quienes esperan a que aparezca una alternativa perfecta para tomarse la molestia de salir de casa seguirán esperando hasta el fin de los tiempos. No esperen. Salgan. Vayan a votar.
No soy quién para recomendar a un partido o un candidato concreto. Pero sí puedo decir que la prosperidad y la supervivencia de la humanidad en el siglo XXI dependen de que haya una verdadera cooperación regional y mundial. Es la única cosa capaz de prevenir la guerra nuclear, detener el cambio climático y regular tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial (IA) y la bioingeniería. De modo que hay que votar por partidos que promuevan esa cooperación regional y mundial.
Recuerden que ningún país, por fuerte que sea, puede construir un muro contra el invierno nuclear. Ningún país puede construir un muro contra el calentamiento global. Y ningún país puede regular la IA y la bioingeniería por sí solo, porque no controla a todos los científicos e ingenieros del mundo. Pensemos, por ejemplo, en la realización de experimentos de ingeniería con seres humanos. Todos los países dirán: “No queremos hacer estos experimentos, somos los buenos. ¿Pero cómo sabemos que nuestros rivales no los están haciendo? No podemos permitirnos quedar atrás. Así que debemos hacerlos antes que ellos”. Lo único que puede impedir unas rivalidades tan catastróficas es construir confianza entre los países, en lugar de muros. Una confianza como la que existe hoy entre Francia y Alemania, y que parecía pura fantasía hace solo 70 años.
Sin embargo, algunos políticos insisten en que existe una contradicción fundamental entre globalismo y nacionalismo e instan a la gente a rechazar el primero y adoptar el segundo. Pero esto parte de un error fundamental. No existe contradicción entre nacionalismo y globalismo. Porque el nacionalismo no consiste en odiar a los extranjeros. El nacionalismo consiste en cuidar de nuestros compatriotas. Y en el siglo XXI, para proteger la seguridad y la prosperidad de nuestros compatriotas, debemos cooperar con los extranjeros. Por consiguiente, un buen nacionalista debería ser también globalista.
El globalismo no significa abandonar todas las lealtades y tradiciones nacionales, ni tampoco abrir la frontera a una inmigración sin límites. El globalismo significa dos cosas mucho más modestas y razonables.
En primer lugar, un compromiso con ciertas normas mundiales. Unas normas que no niegan la singularidad de cada país ni la lealtad de su gente. Unas normas que se limitan a regular las relaciones entre países. Un buen ejemplo es la Copa Mundial de Fútbol. Se trata de una competición entre países, y la gente suele exhibir una feroz lealtad a su selección nacional. Pero, al mismo tiempo, es un despliegue asombroso de armonía global. Francia no puede jugar al fútbol contra Croacia si los franceses y los croatas no se ponen antes de acuerdo sobre las reglas del juego. Hace mil años habría sido absolutamente imposible reunir a personas de Francia, Croacia, Argentina y Japón para jugar juntos en Rusia. Aunque se les hubiera podido llevar allí, nunca habrían acordado unas reglas comunes. Pero hoy, sí. Eso es el globalismo. Si a usted le gusta el Mundial de fútbol, es un globalista.
El segundo principio del globalismo es que, a veces, es necesario dar prioridad a los intereses mundiales por encima de los nacionales. No siempre, pero sí a veces. Por ejemplo, en la Copa del Mundo, todas las selecciones aceptan no emplear drogas prohibidas para mejorar su rendimiento. Es posible que una selección pudiera ganar si administra drogas a todos sus futbolistas, pero no debe hacerlo porque, en ese caso, las otras selecciones también lo harían, el Mundial acabaría siendo una competición entre bioquímicos, y eso destruiría el deporte.
Igual que en el fútbol, también en economía debemos encontrar un equilibrio entre los intereses nacionales y los mundiales. Incluso en un mundo globalizado, la inmensa mayoría de los impuestos que pagamos van dirigidos a pagar la sanidad y la educación de nuestro propio país. Ahora bien, en ocasiones, los países acuerdan frenar su desarrollo económico y tecnológico para impedir catástrofes ecológicas y la difusión de tecnologías peligrosas.
La Unión Europea, hasta ahora, ha sido el experimento más logrado de la historia en la búsqueda del equilibrio adecuado entre los intereses nacionales, regionales y mundiales. Ha creado una cooperación real entre cientos de millones de personas, sin imponer un gobierno único, una lengua única ni una nacionalidad única a todos. Ha creado armonía sin imponer la uniformidad. Si Europa puede enseñar al resto del mundo a fomentar la armonía sin uniformidad, la humanidad tendrá muchas posibilidades de prosperar en este próximo siglo. Si el experimento europeo fracasa, ¿cómo podemos esperar que triunfe el resto del mundo?
[ESPECIAL DOMINGO] Universidad, corrupción y desprestigio
Nuestra obligación es crear una élite dotada de sentido crítico; pero en la mayoría de las universidades está sucediendo lo contrario, escribe el historiador español Felipe Fernández-Armesto es historiador, titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, EEUU.
He aquí una de las grandes paradojas de nuestros tiempos, comienza diciendo Fernández-Armesto. Las universidades del mundo están experimentando una edad de oro, con más fondos, más clientela, más peso económico y más influencia social que nunca. Y jamás han sido -con unas pocas excepciones honradas- tan inútiles, tan corruptas ni tan irrelevantes para las necesidades urgentes y fundamentales de las sociedades que las nutren y las pagan.
La corrupción se ha manifestado recientemente de una forma chocante y sin precedentes. Altos cargos de algunas universidades de EEUU de enorme prestigio recibieron sobornos de William Singer, un profesional supuestamente dedicado a aconsejar a familias sobre temas de educación. Hijos de ricos y de celebridades ingresaron sin haber logrado las notas precisas en Yale, Georgetown y las universidades de Texas y de California, entre otras. Se manipularon certificados falsos. Se inventaron curricula vitae. Se plagiaron trabajos. Sobre todo, se entregó dinero en cantidades fabulosas -millones- en manos sucias de gente que ejercían cargos de confianza que debían ser sagrados e inviolables. Todavía no se han develado los límites del escándalo: se trata de docenas, tal vez de cientos de casos.
Claro que en cualquier sistema competitivo las familias buscarán formas de conseguir ventajas para sus hijos -empleando tutores, contratando clases privadas, explotando los privilegios que da el dinero o el enchufe social-; es un nivel de corrupción históricamente ineludible en el Occidente capitalista. Lo soportamos para poder mantener un sector universitario eficaz y políticamente independiente, y lo corregimos, dentro de lo que cabe, con becas y apoyo estatal a los hijos de los menos privilegiados. Pero lo que está pasando en EEUU es distinto: si se admite a ricos y tontos para excluir a pobres y hábiles, la universidad se convierte en un casino.
La corrupción del sector estadounidense es extrema pero muy representativa de estos tiempos. Graduarse parece ser imprescindible para un joven hoy. Pero los graduados concluyen su formación de un modo insuficiente y necesitan otro grado más o un curso de formación profesional para poder optar a una plaza. Se engordan las instituciones educativas, mientras sus alumnos se empobrecen y se colman de deudas. En gran parte del mundo, empresas turbias pagan programas de investigación para justificar prácticas más que cuestionables -modificaciones genéticas, daños al medio ambiente, manipulaciones de mercados- o llenar sus cofres con precios desorbitados de las drogas o inventos tecnológicos que se producen. Y gobiernos y organizaciones políticas hacen lo mismo para respaldar su propaganda. En algunos lugares, los profesores se eligen no por sus calidades intelectuales sino por su fiabilidad política. En China, las universidades son órganos de una dictadura para suprimir la religión y reprimir a la oposición política. Yen todo el mundo hemos visto a docentes sancionados o injustamente despedidos por ser demasiado liberales, o demasiado conservadores, o defensores del pluralismo cultural.
El programa típico de estudios en una universidad hoy ya no responde a los valores universales de la verdad, el humanismo y el servicio a los demás, sino a las prioridades comerciales y de consumo o a las exigencias particulares de partidarios de tal o cual moda política o tendencia social: en algunas instituciones, el fanatismo religioso o el libertarismo; en otras, el feminismo, el anticolonialismo, la política de género, el cientifismo, el laicismo y sobre todo la corrección política. Por poner mi ejemplo personal, tras una década de servicio en la Universidad de Notre Dame, por primera vez siento vergüenza por pertenecer a ella.
Tenemos unos murales pintados en los años 80 del siglo XIX en un estilo sentimental y romántico característico de la época por un pintor italiano, Lugi Gregori, a quien contrataron los sacerdotes que gestionaban la universidad para reivindicar el catolicismo norteamericano. Fue una época difícil para la iglesia en Estados Unidos, entre el odio y violencia del Ku Klux Klan, el rechazo por el nuevo ateísmo que iba aumentando su influencia en círculos intelectuales, y la ferocidad política del movimiento anticatólico y anti-inmigrante. El protagonista de los murales es el que estaba considerado como el gran héroe del catolicismo americano en aquel momento: Cristóbal Colón, símbolo de la llegada del cristianismo al Nuevo Mundo. Para representar a los personajes de la Corte de los Reyes Católicos, Gregori retrató a varios profesores de la Universidad, enfatizando así el papel de Notre Dame en la perpetuación del trabajo lanzado por el Christo ferens genovés.
Las pinturas son, por tanto, parte imborrable de la historia del centro y un recuerdo de una época en la que el imperialismo se entendía positivamente en el país de la doctrina del Destino manifiesto. Pues bien, un puñado de supuestos ofendidos denuncia ahora las imágenes de Gregori porque, dicen, suponen un menosprecio a los indígenas. No es así: la visión compleja de Gregori correspondía a la del mismo Colón, para quien los indígenas eran en ciertos aspectos moralmente superiores a los europeos por su inocencia, su sencillez, y su pobreza. Los dibuja con la dignidad de nobles salvajes, ostentando hacia Colón, en sus momentos de desgracia y condena, simpatía y humanidad profundas. Pero, para acatar la ignorancia y el victimismo fingido, la Universidad se ha propuesto ocultar los murales como si fueran las patas excesivamente sinuosas del piano de una matrona mojigata de la época isabelina.
Así que mi Universidad, que solía ser un oasis de libertad en el desierto de la corrección política, ha acabado siendo como las demás en Estados Unidos. Sin defender la verdad, que es lo propio de las letras y las ciencias, se ha dejado vencer por la ignorancia. Propuse al rector que, en lugar de ocultar los murales, encargara una nueva obra para homenajear a los indígenas cuyos terrenos ancestrales ocupa el campus. Ni me contestó. Curioso, ¿verdad?
Es difícil pensar en una Universidad cien por ciento recomendable en EEUU. En mis giros académicos, que me llevaron en 2018 y 2019 a Inglaterra, Colombia, Perú, Chile y España, he sacado buenas impresiones de la Universidad de Buckingham, en Inglaterra, y de la Javeriana de Bogotá, por el vigor del debate intelectual en el profesorado; de las de los Andes de Bogotá y de Santiago de Chile - ésta, católica, y aquélla, laica- por el nivel alto de los estudiantes y el rechazo de la inflación de notas; y, en España, la de Navarra por la atmósfera colaboradora de respeto mutuo que une a profesores y estudiantes. Todas ellas destacan por su resistencia a la corrupción financiera y a la corrección política.
El episodio de los murales colombinos de Notre Dame es parte del abandono de la vocación auténtica de las universidades en nuestros días. Nuestra utilidad pública no consiste en formar profesionales ni hombres de negocios: eso lo podrían lograr los mismos negocios y profesiones a menos coste y con más eficacia; ni en autorizar los tabúes de moda ni los shibboleths de un momento determinado: eso lo harán las redes, internet y la prensa amarilla; ni en estar dispuestos al servicio de los estados ni las potencias de este mundo: ellos tienen fuerzas armadas, medios de comunicación y recursos propagandísticos ampliamente suficientes para imponer su voluntad. Todo lo contrario: nuestra obligación académica es contestar las normas vigentes, crear una élite dotada de un sentido crítico, una inteligencia razonada, una cortesía perfecta, una apertura intelectual inagotable, una simpatía humana sin límites, una dedicación entrañable al bien del mundo y un compromiso incansable con la verdad. Cuando dejemos de tener tales élites -ya no las tenemos en Estados Unidos ni en Inglaterra a juzgar por las desgracias del Brexit y del trumpismo, y quedan muy pocas en España-, estaremos en manos de ideólogos incompetentes o tecnócratas, intelectualmente cerrados.
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