El profesor Arias Maldonado culmina con esta de hoy la serie de entregas que ha ido dedicando estas semanas en su blog Torre de Marfil (Revista de Libros), que Desde el trópico de Cáncer ha reproducido con enorme satisfacción y que pueden leer en las entradas correspondientes de los días 2 y 13 de marzo, al asunto de los límites de la libertad de expresión, y por ende, de eso que hemos dado en llamar el laberinto de la libertad, del que la de expresión es su pilar fundamental.
Tal como corresponde a una sociedad cada vez más agonista, comienza diciendo Maldonado, cuyas dinámicas de atención siguen el ritmo sincopado de las redes sociales, el intenso debate público sobre los límites de la libertad de expresión se ha interrumpido bruscamente: ya no hablamos de Pablo Hásel ni de Valtonyc. O mejor dicho, el debate ha pasado a segundo plano ante la irrupción de otros Grandes Acontecimientos, todo ello mientras la vida sigue su curso fuera de la burbuja digital. Pero nada de eso va a impedirnos poner fin a esta serie, dedicada al problema de lo que puede decirse y lo que no en la esfera pública de las democracias contemporáneas. Y, con un poco de suerte, el asunto volverá a los titulares a finales de semana.
Sería injusto, bien pensado, no mencionar un pequeño episodio reciente que guarda relación con nuestro tema. A saber: la multa impuesta por la Federación Inglesa de Fútbol a Pep Guardiola, entrenador del Manchester City, por lucir en su solapa el lazo amarillo que, en la cosmovisión nacionalista, equivale a la petición de libertad para los así llamados «presos políticos» que esperan juicio mientras se instruye su caso en la Audiencia Nacional. La política de la asociación británica estipula que ni entrenadores ni futbolistas podrán emitir «mensajes políticos» como el encapsulado en el lazo de marras. Guardiola se ha defendido de forma desconcertante ante quienes lo acusan de doble moral por callar ante los déficits democráticos del país que en la práctica le paga el sueldo, Abu Dabi, diciendo que cada sociedad decide cómo quiere vivir y su tarea es garantizar que España siga siendo una democracia. Es desconcertante, porque no se recuerda que nadie haya preguntado nunca a los habitantes de Abu Dabi cómo quieren vivir y porque los llamados «presos políticos» han violado el orden constitucional y democrático español, graves delitos que poco tienen que ver con la libertad de opinión.
En todo caso, lo que interesa del caso es el tipo de afirmación que realiza Guardiola cuando habla de los «presos políticos»; que es, por cierto, la misma que hacía Santiago Sierra en el cuadro que fue retirado de ARCO. Lo que está diciéndose, en una palabra, es que en España se encarcela a los disidentes políticos. Esto es una falsedad constatable con las leyes vigentes en la mano, pero una falsedad que se difunde con rapidez y produce en quienes se adhieren a ella benéficos efectos emocionales. En lo que aquí nos ocupa, es claro que la Federación Inglesa de Fútbol está aplicando el principio de neutralidad con objeto de evitar la instrumentalización política de un deporte de masas que pertenece a la categoría del entretenimiento. Nada nos dice, pues, sobre la conveniencia de que una opinión así pueda ser emitida por cualquiera y en cualquier momento. Pero el asunto ofrece un ángulo inesperado si tenemos en cuenta un matiz de la jurisprudencia constitucional alemana, cuya legislación y práctica sobre la materia traíamos a colación la semana pasada para ilustrar las diferencias entre los enfoques continental y anglosajón sobre la libertad de expresión.
El artículo 5 de la Ley Fundamental de Bonn protege la libertad de opinión, pero, como sucede en el caso de los «presos políticos» catalanes, salta a la vista que las opiniones se entremezclan a menudo con las afirmaciones factuales. Y éstas pueden ser verdaderas o falsas, así como tener su veracidad sometida a discusión. ¿Hasta qué punto ampara la libertad de opinión la afirmación de hechos falsos? La respuesta del Tribunal Constitucional alemán está en su sentencia sobre el negacionismo del Holocausto judío, donde se estipuló que las afirmaciones factuales no son ‒en sentido estricto‒ expresiones de opinión. Ya que, a diferencia de lo que sucede con las opiniones, un componente esencial de las afirmaciones factuales es la relación objetiva (u objetivable) entre la afirmación y la realidad, que es justamente lo que permite que podamos determinar su veracidad o falsedad. Eso no significa que las afirmaciones factuales queden fuera de la protección constitutional de la libertad de palabra, pero sí que esa protección no se extiende a aquellas afirmaciones factuales que no contribuyen a la formación «constitucional» de la opinión democrática. La libertad de expresión no ampara una afirmación factual que el opinante sabe falsa o que se ha demostrado falsa. Así sucede con la negación del Holocausto.
Si fuéramos estrictos, habríamos de incluir dentro de esa categoría la aseveración de que los secesionistas imputados son en realidad «presos políticos». Pero no somos estrictos y el mismísimo presidente del Parlamento de Cataluña puede emplear esa expresión en presencia de la cúpula del Poder Judicial en Cataluña, en el curso de un acto institucional, sin que se deduzca de ello consecuencia alguna. Nótese que esa afirmación supone acusar a los jueces de la Audiencia Nacional de prevaricación, si bien es dudoso que la mayoría de quienes manejan esa categoría en la esfera pública hayan descendido a ese nivel de detalle tipológico: más bien protestan contra una realidad que les disgusta. Santiago Sierra ni siquiera hace eso, sino que, como ya se señaló, hace un uso táctico de la libertad de expresión que anticipa la reacción de la opinión pública con objeto de producir un escándalo económicamente rentable. De alguna manera, en fin, el Tribunal Constitucional alemán está levantándose contra la famosa afirmación de Friedrich Nietzsche según la cual ya no existen hechos sino sólo interpretaciones. O, si se prefiere, está recordándonos que las interpretaciones deben hacerse sobre la base común y aceptada de los hechos demostrables, punto sobre el que había incidido ya Hannah Arendt en sus escritos sobre el tema. La singularidad de nuestra época estriba en que la tecnología digital multiplica la fuerza difusora de cualquier mensaje, lo que produce un doble efecto paradójico: incrementa el peligro de que circulen con normalidad las afirmaciones factuales demostrablemente falsas y dificulta sobremanera su persecución o ‒si se prefiere una aproximación más anglosajona‒ su derrota argumentativa. Y esto último debe tenerse en cuenta a la hora de diseñar cualquier política eficaz de regulación de la libertad de palabra.
¿Es hablar de presos políticos una afirmación factual palmariamente falsa que socava las bases de la formación constitucional de la opinión? Salta a la vista que esa posibilidad ni siquiera se plantea en España, donde la sensibilidad mayoritaria en estas materias se parece más a la anglosajona que a la alemana: nuestra cultura política está marcada por las restricciones de la libertad de opinión durante la dictadura franquista, y la sociedad alemana, con la mente puesta en el nazismo, presta más atención a la posible difusión de ideas tóxicas en contextos democráticos. Así lo demostraría la reciente ley federal que, aprobada no sin escándalo, obliga a los operadores digitales a borrar los mensajes que potencialmente incurran en un delito de odio; un odio que, se entiende, tampoco queda amparado por la libertad de palabra. Estas diferencias se ponen también de manifiesto en aquellos casos en los que la libertad expresiva se entreteje con el insulto o la ridiculización del adversario. En la jurisprudencia constitucional alemana, la legítima crítica política no abarca la denigración maliciosa que, expresada de manera despectiva, es marginal al mensaje político en cuestión o nada tiene que ver con él. De alguna manera está presumiéndose aquí que un debate enteramente civilizado es posible: como si las malas maneras no existiesen.
El caso de la caricatura del presidente de Baviera Franz-Josef Strauß, publicada en 1981, viene perfectamente al caso. La revista satírica alemana Konkret representó a Strauß con la figura de un cerdo que copulaba con otro cerdo, ataviado este último con una toga judicial. Al tratarse de una sátira, la caricatura estaba inicialmente cubierta por la protección constitucional de la libertad de expresión. Sin embargo, el Tribunal Constitucional concluyó que las características propias de la sátira ‒exageración, distorsión, alienación‒ se veían aquí sobrepujadas por el derecho a la propia dignidad. Su razonamiento podría tal vez aplicarse al caso de la portada del semanario satírico español El Jueves en la que el entonces príncipe de Asturias era representado mientras mantenía relaciones sexuales con su esposa, la reina Letizia. La intención de los caricaturistas en el caso Strauß, razonaban los jueces de Karlsruhe, no era otra que atacar la dignidad personal de la persona caricaturizada, como se demostraría en el hecho de que no usaran sus peculiaridades humanas, sino que subrayaran sus rasgos «bestiales» e hicieran uso de un aspecto de la vida personal ‒la conducta sexual que forma parte del núcleo de la intimidad y es, por tanto, digna de protección. Dado que se trata de devaluar a la persona caricaturizada, de privarlo de su dignidad humana, concluía el Tribunal Constitucional alemán, semejante retrato no puede ser aprobado por un sistema legal que sitúa la dignidad del ser humano como su valor más elevado. Una cuestión de prioridades.
En Estados Unidos, la realidad jurídica ha solido ser muy diferente. Tomemos un caso relatado cinematográficamente por Milos Forman en su retrato de Larry Flynt, el editor de Hustler, que tiene claras concomitancias con el de Strauß. El conocido telepredicador Jerry Falwell fue representado en Hustler mientras tenía una cita sexual con su madre, borrachos ambos, en una letrina. Igual que en el caso alemán, esta parodia constituye antes un juicio de valor que una afirmación factual. Un tribunal inferior condenó a la revista por «infligir intencionadamente estrés emocional», causa que no exige demostración factual alguna. Pero el Tribunal Supremo anuló la condena invocando el estatus de Falwell como figura pública, que por definición supone una mayor exposición a la crítica en cualquiera de sus formas. Incluso una crítica desligada de todo apoyo factual encontraría así acomodo en la aproximación anglosajona a la libertad de expresión.
En cualquier caso, si atendemos a la realidad de la esfera pública contemporánea, nos encontramos con un panorama muy distinto al de primeros de los años ochenta. En esta breve serie se ha insistido en la necesidad de reconocer que la digitalización ha alterado las categorías con que ordenábamos el debate sobre la libertad de expresión. Ya se ha dicho que la capacidad de difusión de la falsedad se ha multiplicado; a eso hay que añadir la evidente degradación del debate público que trae consigo ‒por el momento‒ su democratización. Eso significa que la función moderadora de los viejos medios se ha debilitado, ampliándose, en cambio, la capacidad de influencia de los discursos situados en los extremos: ya sea por el contenido de los mensajes, por la forma en que se difunden, o por ambos motivos. Y aquí nos encontramos con el factor fundamental de la escala. Siendo la relación entre escala y democracia una vieja relación: si tenemos democracias representativas, es porque la escala de la sociedad moderna no admite ninguna otra posibilidad. En el terreno de la libertad de palabra, el cambio de escala viene dado por la generalización de una tecnología que nos convierte a todos en emisores. Quizá sea pronto para extraer conclusiones definitivas, pero si la proporción de los actos de comunicación malintencionados, deliberadamente falsos o vocacionalmente ofensivos aumentase de manera significativa en relación con el total, podríamos encontrarnos con un grave problema ambiental. Ya se ha apuntado más de una vez en este blog que la digitalización de la esfera pública parece estar provocando el desplazamiento de las esferas públicas liberales hacia el modelo agonista. Y, si bien la vitalidad cultural y política de las sociedades liberales necesita de ese excéntrico al que ya elogiase John Stuart Mill, pudiéndose decir lo mismo de eso que los anglosajones denominan un contrarian, figura pública caracterizada por su oposición a las visiones mayoritarias, mal podrían funcionar nuestras sociedades si todos fuéramos disidentes a tiempo completo.
Sucede que, al mismo tiempo, nuestras sociedades están experimentando un fenómeno que apunta en la dirección contraria y, de hecho, constituye un freno a la libertad de palabra: una hipersensibilización que puede entenderse como efecto de la convergencia de la doctrina de la corrección política y las políticas de la identidad. Ya hemos hablado aquí antes de esta tendencia, que proporciona a cualquier individuo o colectivo una herramienta insuperable para la presentación de demandas en la esfera pública: el victimismo. ¡Dame una víctima y moveré el mundo! Es evidente que la victimización universal plantea problemas para las víctimas particulares, objetivables, que ven devaluada su justa causa si su condición es apropiada por los demás y, con ello, frivolizada. En lo que aquí nos interesa, parece que cualquier argumento susceptible de ofender a alguien debe entenderse como literalmente impresentable. De manera asombrosa, esta susceptibilidad ha alcanzado incluso a Lolita, la novela de Vladimir Nabokov, acusada en este caso de promover una cosmovisión sexista y poseer, por tanto, efectos pedagógicos negativos. El hecho de que la novela sea narrada por un hombre enloquecido sobre cuyo relato de los hechos ha de sospecharse no parece tener la menor importancia; que hablemos de ficción literaria y no de un discurso moral prescriptivo, según parece, tampoco.
Nada más comprensible, pues, que sentirnos confundidos. La vulgarización del debate público, con el condigno aumento del discurso del odio y la mayor difusión de ideas que atentan contra los principios democráticos, coincide en el tiempo con la victimización identitaria y la hipersensibilización tribal. Todo ello facilitado por la digitalización del debate público y en el marco de una crisis democrática que conviene tomarse en serio. Por eso sugería en las entradas anteriores establecer una distinción entre las ideas incómodas (pero aceptables y, de hecho, necesarias) y peligrosas (por tanto, inaceptables), preguntándome de paso si las democracias liberales no debían convertirse, todas ellas, en democracias militantes. La distinción es delicadísima y no puede hacerse sino en atención a los casos concretos, a la manera de la jurisprudencia. Y lo mismo sucede con la colisión entre los derechos expresivos y los derechos de la personalidad: sólo cabe ponderarlos cuidadosamente. A su vez, esto significa que no puede aplicarse de manera automática ninguno de los marcos normativos disponibles. Uno, el que afirma, en todo caso, la primacía de la libertad de expresión, como si siguiéramos combatiendo a los totalitarismos de entreguerras y no hablásemos más bien de sociedades libertarias donde cada smartphone es un arma de realización narcisista. Otro, el que recomienda restringirla de manera fuerte, bien para evitar sentimientos de ofensa o en nombre de proyectos educativos abanderados por ideologías concretas (causa de los recelos provocados por Lolita).
Se hace, por tanto, necesario defender a la democracia pluralista de sí misma, o, si se prefiere, defenderla de las consecuencias del pluralismo beligerante. La dificultad es palmaria: no sólo disfrutamos cuando podemos acogernos espuriamente al estatuto de víctimas, sino que también lo hacemos cuando creemos luchar contra un poder injusto ante el que podemos rasgarnos las vestiduras en nombre de la libertad. ¡España es una dictadura! Bien, pero cualquier ciudadano español recordará los benéficos efectos que tuvo en su momento la Ley de Partidos que ilegalizó a Batasuna, pese a los temores que despertó entre los más acendrados defensores de la libertad de opinión. Estos últimos años están recordándonos algo que habíamos olvidado, a saber, cuán frágiles pueden ser los regímenes democráticos cuya existencia dábamos ya por supuesta. Defender la libertad de palabra a la manera tradicional es tentador, pero quizás incongruente. Ya no estamos en el mundo épico de antaño, donde una vanguardia trataba de garantizar la libertad; ahora esa libertad está generalizada ‒aunque pueda estar desigualmente distribuida‒, pero se ejerce con escaso sentido de la responsabilidad. Es decir: con escasa autoconciencia. ¿Cuándo vamos a dejar de hablar de libertad (en sentido romántico) para hablar de libertad (en sentido democrático)? Para que, por ejemplo, el artista que se lanza a emitir opiniones políticas a través de su arte haga un esfuerzo por conocer la realidad social y no confíe el contenido de su discurso a la mera «intuición» o a la visita de las musas.
Simultáneamente, empero, no vivimos en sociedades redondas y acabadas, sino en sociedades perfectibles que requieren de una esfera pública vibrante donde pueda hacerse política presentando visiones alternativas de la realidad. ¡Seguimos necesitando disidentes! Dicho esto, el ideal regulativo de la esfera pública siempre ha sido optimista acerca de las posibilidades del debate ordenado y racional. Si Jürgen Habermas habla de la fuerza del mejor argumento identificado en el marco de la deliberación pública, John Rawls se refiere al desacuerdo razonable y al deber de civilidad. En la práctica, el debate democrático no puede cumplir con esos estándares, aunque el ideal que representan tampoco admite reemplazo alguno. Obviamente, puede discutirse sin insultar ni injuriar; a menudo insultos e injurias no expresan más que un tribalismo moral carente de argumentos. Pero no parece fácil limitar su número, por aconsejable que resulte.
Sea como fuere, no parece que haya necesidad de crear nuevas categorías jurídicas para ordenar la esfera pública en la era digital. Basta con las existentes, derechos incluidos, ponderados con arreglo a las nuevas circunstancias. Porque una cosa es la imprescindible diversidad de opiniones y otra que aceptemos como opiniones lo que en realidad es otra cosa: la difusión deliberada de falsedades factuales, la incitación a la violencia, el ataque personal desligado de cualquier propósito argumentativo. Que nada de esto debería formar parte del debate democrático parece evidente; que seguirá formando parte del mismo también lo es. Pero seamos, al menos, conscientes de ello.