sábado, 24 de marzo de 2018

[PENSAMIENTO] El laberinto de la libertad (III)





El profesor Arias Maldonado culmina con esta de hoy la serie de entregas que ha ido dedicando estas semanas en su blog Torre de Marfil (Revista de Libros), que Desde el trópico de Cáncer ha reproducido con enorme satisfacción y que pueden leer en las entradas correspondientes de los días 2 y 13 de marzo, al asunto de los límites de la libertad de expresión, y por ende, de eso que hemos dado en llamar el laberinto de la libertad, del que la de expresión es su pilar fundamental.

Tal como corresponde a una sociedad cada vez más agonista, comienza diciendo Maldonado, cuyas dinámicas de atención siguen el ritmo sincopado de las redes sociales, el intenso debate público sobre los límites de la libertad de expresión se ha interrumpido bruscamente: ya no hablamos de Pablo Hásel ni de Valtonyc. O mejor dicho, el debate ha pasado a segundo plano ante la irrupción de otros Grandes Acontecimientos, todo ello mientras la vida sigue su curso fuera de la burbuja digital. Pero nada de eso va a impedirnos poner fin a esta serie, dedicada al problema de lo que puede decirse y lo que no en la esfera pública de las democracias contemporáneas. Y, con un poco de suerte, el asunto volverá a los titulares a finales de semana.

Sería injusto, bien pensado, no mencionar un pequeño episodio reciente que guarda relación con nuestro tema. A saber: la multa impuesta por la Federación Inglesa de Fútbol a Pep Guardiola, entrenador del Manchester City, por lucir en su solapa el lazo amarillo que, en la cosmovisión nacionalista, equivale a la petición de libertad para los así llamados «presos políticos» que esperan juicio mientras se instruye su caso en la Audiencia Nacional. La política de la asociación británica estipula que ni entrenadores ni futbolistas podrán emitir «mensajes políticos» como el encapsulado en el lazo de marras. Guardiola se ha defendido de forma desconcertante ante quienes lo acusan de doble moral por callar ante los déficits democráticos del país que en la práctica le paga el sueldo, Abu Dabi, diciendo que cada sociedad decide cómo quiere vivir y su tarea es garantizar que España siga siendo una democracia. Es desconcertante, porque no se recuerda que nadie haya preguntado nunca a los habitantes de Abu Dabi cómo quieren vivir y porque los llamados «presos políticos» han violado el orden constitucional y democrático español, graves delitos que poco tienen que ver con la libertad de opinión.

En todo caso, lo que interesa del caso es el tipo de afirmación que realiza Guardiola cuando habla de los «presos políticos»; que es, por cierto, la misma que hacía Santiago Sierra en el cuadro que fue retirado de ARCO. Lo que está diciéndose, en una palabra, es que en España se encarcela a los disidentes políticos. Esto es una falsedad constatable con las leyes vigentes en la mano, pero una falsedad que se difunde con rapidez y produce en quienes se adhieren a ella benéficos efectos emocionales. En lo que aquí nos ocupa, es claro que la Federación Inglesa de Fútbol está aplicando el principio de neutralidad con objeto de evitar la instrumentalización política de un deporte de masas que pertenece a la categoría del entretenimiento. Nada nos dice, pues, sobre la conveniencia de que una opinión así pueda ser emitida por cualquiera y en cualquier momento. Pero el asunto ofrece un ángulo inesperado si tenemos en cuenta un matiz de la jurisprudencia constitucional alemana, cuya legislación y práctica sobre la materia traíamos a colación la semana pasada para ilustrar las diferencias entre los enfoques continental y anglosajón sobre la libertad de expresión.

El artículo 5 de la Ley Fundamental de Bonn protege la libertad de opinión, pero, como sucede en el caso de los «presos políticos» catalanes, salta a la vista que las opiniones se entremezclan a menudo con las afirmaciones factuales. Y éstas pueden ser verdaderas o falsas, así como tener su veracidad sometida a discusión. ¿Hasta qué punto ampara la libertad de opinión la afirmación de hechos falsos? La respuesta del Tribunal Constitucional alemán está en su sentencia sobre el negacionismo del Holocausto judío, donde se estipuló que las afirmaciones factuales no son ‒en sentido estricto‒ expresiones de opinión. Ya que, a diferencia de lo que sucede con las opiniones, un componente esencial de las afirmaciones factuales es la relación objetiva (u objetivable) entre la afirmación y la realidad, que es justamente lo que permite que podamos determinar su veracidad o falsedad. Eso no significa que las afirmaciones factuales queden fuera de la protección constitutional de la libertad de palabra, pero sí que esa protección no se extiende a aquellas afirmaciones factuales que no contribuyen a la formación «constitucional» de la opinión democrática. La libertad de expresión no ampara una afirmación factual que el opinante sabe falsa o que se ha demostrado falsa. Así sucede con la negación del Holocausto.

Si fuéramos estrictos, habríamos de incluir dentro de esa categoría la aseveración de que los secesionistas imputados son en realidad «presos políticos». Pero no somos estrictos y el mismísimo presidente del Parlamento de Cataluña puede emplear esa expresión en presencia de la cúpula del Poder Judicial en Cataluña, en el curso de un acto institucional, sin que se deduzca de ello consecuencia alguna. Nótese que esa afirmación supone acusar a los jueces de la Audiencia Nacional de prevaricación, si bien es dudoso que la mayoría de quienes manejan esa categoría en la esfera pública hayan descendido a ese nivel de detalle tipológico: más bien protestan contra una realidad que les disgusta. Santiago Sierra ni siquiera hace eso, sino que, como ya se señaló, hace un uso táctico de la libertad de expresión que anticipa la reacción de la opinión pública con objeto de producir un escándalo económicamente rentable. De alguna manera, en fin, el Tribunal Constitucional alemán está levantándose contra la famosa afirmación de Friedrich Nietzsche según la cual ya no existen hechos sino sólo interpretaciones. O, si se prefiere, está recordándonos que las interpretaciones deben hacerse sobre la base común y aceptada de los hechos demostrables, punto sobre el que había incidido ya Hannah Arendt en sus escritos sobre el tema. La singularidad de nuestra época estriba en que la tecnología digital multiplica la fuerza difusora de cualquier mensaje, lo que produce un doble efecto paradójico: incrementa el peligro de que circulen con normalidad las afirmaciones factuales demostrablemente falsas y dificulta sobremanera su persecución o ‒si se prefiere una aproximación más anglosajona‒ su derrota argumentativa. Y esto último debe tenerse en cuenta a la hora de diseñar cualquier política eficaz de regulación de la libertad de palabra.

¿Es hablar de presos políticos una afirmación factual palmariamente falsa que socava las bases de la formación constitucional de la opinión? Salta a la vista que esa posibilidad ni siquiera se plantea en España, donde la sensibilidad mayoritaria en estas materias se parece más a la anglosajona que a la alemana: nuestra cultura política está marcada por las restricciones de la libertad de opinión durante la dictadura franquista, y la sociedad alemana, con la mente puesta en el nazismo, presta más atención a la posible difusión de ideas tóxicas en contextos democráticos. Así lo demostraría la reciente ley federal que, aprobada no sin escándalo, obliga a los operadores digitales a borrar los mensajes que potencialmente incurran en un delito de odio; un odio que, se entiende, tampoco queda amparado por la libertad de palabra. Estas diferencias se ponen también de manifiesto en aquellos casos en los que la libertad expresiva se entreteje con el insulto o la ridiculización del adversario. En la jurisprudencia constitucional alemana, la legítima crítica política no abarca la denigración maliciosa que, expresada de manera despectiva, es marginal al mensaje político en cuestión o nada tiene que ver con él. De alguna manera está presumiéndose aquí que un debate enteramente civilizado es posible: como si las malas maneras no existiesen.

El caso de la caricatura del presidente de Baviera Franz-Josef Strauß, publicada en 1981, viene perfectamente al caso. La revista satírica alemana Konkret representó a Strauß con la figura de un cerdo que copulaba con otro cerdo, ataviado este último con una toga judicial. Al tratarse de una sátira, la caricatura estaba inicialmente cubierta por la protección constitucional de la libertad de expresión. Sin embargo, el Tribunal Constitucional concluyó que las características propias de la sátira ‒exageración, distorsión, alienación‒ se veían aquí sobrepujadas por el derecho a la propia dignidad. Su razonamiento podría tal vez aplicarse al caso de la portada del semanario satírico español El Jueves en la que el entonces príncipe de Asturias era representado mientras mantenía relaciones sexuales con su esposa, la reina Letizia. La intención de los caricaturistas en el caso Strauß, razonaban los jueces de Karlsruhe, no era otra que atacar la dignidad personal de la persona caricaturizada, como se demostraría en el hecho de que no usaran sus peculiaridades humanas, sino que subrayaran sus rasgos «bestiales» e hicieran uso de un aspecto de la vida personal ‒la conducta sexual  que forma parte del núcleo de la intimidad y es, por tanto, digna de protección. Dado que se trata de devaluar a la persona caricaturizada, de privarlo de su dignidad humana, concluía el Tribunal Constitucional alemán, semejante retrato no puede ser aprobado por un sistema legal que sitúa la dignidad del ser humano como su valor más elevado. Una cuestión de prioridades.

En Estados Unidos, la realidad jurídica ha solido ser muy diferente. Tomemos un caso relatado cinematográficamente por Milos Forman en su retrato de Larry Flynt, el editor de Hustler, que tiene claras concomitancias con el de Strauß. El conocido telepredicador Jerry Falwell fue representado en Hustler mientras tenía una cita sexual con su madre, borrachos ambos, en una letrina. Igual que en el caso alemán, esta parodia constituye antes un juicio de valor que una afirmación factual. Un tribunal inferior condenó a la revista por «infligir intencionadamente estrés emocional», causa que no exige demostración factual alguna. Pero el Tribunal Supremo anuló la condena invocando el estatus de Falwell como figura pública, que por definición supone una mayor exposición a la crítica en cualquiera de sus formas. Incluso una crítica desligada de todo apoyo factual encontraría así acomodo en la aproximación anglosajona a la libertad de expresión.

En cualquier caso, si atendemos a la realidad de la esfera pública contemporánea, nos encontramos con un panorama muy distinto al de primeros de los años ochenta. En esta breve serie se ha insistido en la necesidad de reconocer que la digitalización ha alterado las categorías con que ordenábamos el debate sobre la libertad de expresión. Ya se ha dicho que la capacidad de difusión de la falsedad se ha multiplicado; a eso hay que añadir la evidente degradación del debate público que trae consigo ‒por el momento‒ su democratización. Eso significa que la función moderadora de los viejos medios se ha debilitado, ampliándose, en cambio, la capacidad de influencia de los discursos situados en los extremos: ya sea por el contenido de los mensajes, por la forma en que se difunden, o por ambos motivos. Y aquí nos encontramos con el factor fundamental de la escala. Siendo la relación entre escala y democracia una vieja relación: si tenemos democracias representativas, es porque la escala de la sociedad moderna no admite ninguna otra posibilidad. En el terreno de la libertad de palabra, el cambio de escala viene dado por la generalización de una tecnología que nos convierte a todos en emisores. Quizá sea pronto para extraer conclusiones definitivas, pero si la proporción de los actos de comunicación malintencionados, deliberadamente falsos o vocacionalmente ofensivos aumentase de manera significativa en relación con el total, podríamos encontrarnos con un grave problema ambiental. Ya se ha apuntado más de una vez en este blog que la digitalización de la esfera pública parece estar provocando el desplazamiento de las esferas públicas liberales hacia el modelo agonista. Y, si bien la vitalidad cultural y política de las sociedades liberales necesita de ese excéntrico al que ya elogiase John Stuart Mill, pudiéndose decir lo mismo de eso que los anglosajones denominan un contrarian, figura pública caracterizada por su oposición a las visiones mayoritarias, mal podrían funcionar nuestras sociedades si todos fuéramos disidentes a tiempo completo.

Sucede que, al mismo tiempo, nuestras sociedades están experimentando un fenómeno que apunta en la dirección contraria y, de hecho, constituye un freno a la libertad de palabra: una hipersensibilización que puede entenderse como efecto de la convergencia de la doctrina de la corrección política y las políticas de la identidad. Ya hemos hablado aquí antes de esta tendencia, que proporciona a cualquier individuo o colectivo una herramienta insuperable para la presentación de demandas en la esfera pública: el victimismo. ¡Dame una víctima y moveré el mundo! Es evidente que la victimización universal plantea problemas para las víctimas particulares, objetivables, que ven devaluada su justa causa si su condición es apropiada por los demás y, con ello, frivolizada. En lo que aquí nos interesa, parece que cualquier argumento susceptible de ofender a alguien debe entenderse como literalmente impresentable. De manera asombrosa, esta susceptibilidad ha alcanzado incluso a Lolita, la novela de Vladimir Nabokov, acusada en este caso de promover una cosmovisión sexista y poseer, por tanto, efectos pedagógicos negativos. El hecho de que la novela sea narrada por un hombre enloquecido sobre cuyo relato de los hechos ha de sospecharse no parece tener la menor importancia; que hablemos de ficción literaria y no de un discurso moral prescriptivo, según parece, tampoco.

Nada más comprensible, pues, que sentirnos confundidos. La vulgarización del debate público, con el condigno aumento del discurso del odio y la mayor difusión de ideas que atentan contra los principios democráticos, coincide en el tiempo con la victimización identitaria y la hipersensibilización tribal. Todo ello facilitado por la digitalización del debate público y en el marco de una crisis democrática que conviene tomarse en serio. Por eso sugería en las entradas anteriores establecer una distinción entre las ideas incómodas (pero aceptables y, de hecho, necesarias) y peligrosas (por tanto, inaceptables), preguntándome de paso si las democracias liberales no debían convertirse, todas ellas, en democracias militantes. La distinción es delicadísima y no puede hacerse sino en atención a los casos concretos, a la manera de la jurisprudencia. Y lo mismo sucede con la colisión entre los derechos expresivos y los derechos de la personalidad: sólo cabe ponderarlos cuidadosamente. A su vez, esto significa que no puede aplicarse de manera automática ninguno de los marcos normativos disponibles. Uno, el que afirma, en todo caso, la primacía de la libertad de expresión, como si siguiéramos combatiendo a los totalitarismos de entreguerras y no hablásemos más bien de sociedades libertarias donde cada smartphone es un arma de realización narcisista. Otro, el que recomienda restringirla de manera fuerte, bien para evitar sentimientos de ofensa o en nombre de proyectos educativos abanderados por ideologías concretas (causa de los recelos provocados por Lolita).

Se hace, por tanto, necesario defender a la democracia pluralista de sí misma, o, si se prefiere, defenderla de las consecuencias del pluralismo beligerante. La dificultad es palmaria: no sólo disfrutamos cuando podemos acogernos espuriamente al estatuto de víctimas, sino que también lo hacemos cuando creemos luchar contra un poder injusto ante el que podemos rasgarnos las vestiduras en nombre de la libertad. ¡España es una dictadura! Bien, pero cualquier ciudadano español recordará los benéficos efectos que tuvo en su momento la Ley de Partidos que ilegalizó a Batasuna, pese a los temores que despertó entre los más acendrados defensores de la libertad de opinión. Estos últimos años están recordándonos algo que habíamos olvidado, a saber, cuán frágiles pueden ser los regímenes democráticos cuya existencia dábamos ya por supuesta. Defender la libertad de palabra a la manera tradicional es tentador, pero quizás incongruente. Ya no estamos en el mundo épico de antaño, donde una vanguardia trataba de garantizar la libertad; ahora esa libertad está generalizada ‒aunque pueda estar desigualmente distribuida‒, pero se ejerce con escaso sentido de la responsabilidad. Es decir: con escasa autoconciencia. ¿Cuándo vamos a dejar de hablar de libertad (en sentido romántico) para hablar de libertad (en sentido democrático)? Para que, por ejemplo, el artista que se lanza a emitir opiniones políticas a través de su arte haga un esfuerzo por conocer la realidad social y no confíe el contenido de su discurso a la mera «intuición» o a la visita de las musas.

Simultáneamente, empero, no vivimos en sociedades redondas y acabadas, sino en sociedades perfectibles que requieren de una esfera pública vibrante donde pueda hacerse política presentando visiones alternativas de la realidad. ¡Seguimos necesitando disidentes! Dicho esto, el ideal regulativo de la esfera pública siempre ha sido optimista acerca de las posibilidades del debate ordenado y racional. Si Jürgen Habermas habla de la fuerza del mejor argumento identificado en el marco de la deliberación pública, John Rawls se refiere al desacuerdo razonable y al deber de civilidad. En la práctica, el debate democrático no puede cumplir con esos estándares, aunque el ideal que representan tampoco admite reemplazo alguno. Obviamente, puede discutirse sin insultar ni injuriar; a menudo insultos e injurias no expresan más que un tribalismo moral carente de argumentos. Pero no parece fácil limitar su número, por aconsejable que resulte.

Sea como fuere, no parece que haya necesidad de crear nuevas categorías jurídicas para ordenar la esfera pública en la era digital. Basta con las existentes, derechos incluidos, ponderados con arreglo a las nuevas circunstancias. Porque una cosa es la imprescindible diversidad de opiniones y otra que aceptemos como opiniones lo que en realidad es otra cosa: la difusión deliberada de falsedades factuales, la incitación a la violencia, el ataque personal desligado de cualquier propósito argumentativo. Que nada de esto debería formar parte del debate democrático parece evidente; que seguirá formando parte del mismo también lo es. Pero seamos, al menos, conscientes de ello.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 21 de marzo de 2018

[UN CLÁSICO DE VEZ EN CUANDO] Hoy, con "Lisístrata", de Aristófanes



Talía, Musa de la Comedia, por Giovanni Baglione

En la mitología griega, Talía (Θάλεια) era una de las dos musas del teatro, la que inspiraba la comedia y la poesía bucólica o pastoril. Divinidad de carácter rural, se la representaba generalmente como una joven risueña, de aspecto vivaracho y mirada burlona, llevando en sus manos una máscara cómica como su principal atributo y, a veces, un cayado de pastor, una corona de hiedra en la cabeza como símbolo de la inmortalidad y calzada de borceguíes o sandalias. Era hija de Zeus y Mnemósine, y madre, con Apolo, de los Coribantes.

Les pido disculpas por mi insistencia en mencionar a los clásicos, de manera especial a los griegos, y de traerlos a colación a menudo. Me gusta decir que casi todo lo importante que se ha escrito o dicho después de ellos es una mera paráfrasis de lo que ellos dijeron mucho mejor. Con toda seguridad es exagerado por mi parte, pero es así como lo siento. Deformación profesional como estudioso de la Historia y amante apasionado de una época y unos hombres que pusieron los cimientos de eso que llamamos Occidente.

Comienzo con esta entrada una nueva sección de Un clásico de vez en cuando dedicada a las obras de autores grecolatinos, subiendo al blog la comedia Lisístrata, de Aristófanes, que pueden leer en el enlace inmediatamente anterior. Disfrútenla.

Lisístrata, maquinando la reconciliación de los helenos, convoca en Atenas una asamblea de ciudadanas y mujeres del Peloponeso y de Beocia. Convence a todas de que no tengan relaciones con sus maridos hasta que éstos dejen de guerrear entre sí y despide a las forasteras tras dejar éstas rehenes y ella misma va a encontrarse con las que se han apoderado de la Acrópolis junto con los servidores. Una turba de viejos ciudadanos acude corriendo a las puertas de aquélla con antorchas y fuego; Lisístrata sale y les obliga a retirarse. Al poco tiempo, se acerca un magistrado con unos arqueros para desalojarlas por la fuerza, pero es derrotado por completo, y al preguntar con qué propósito han obrado así le dice ella en primer lugar que al ser dueñas del dinero no consentirán que los hombres lo usen para hacer la guerra y, en segundo lugar, que ellas lo administrarán todo mucho mejor y terminarán enseguida con la guerra que padecen. Él, entonces, sorprendido por su audacia, se marcha a contárselo a sus colegas para que todo eso no se lleve a efecto. Por su parte, los viejos se quedan allí y son insultados por las mujeres. Después, algunas de ellas son capturadas cuando de forma muy graciosa se escapan en busca de sus maridos, incapaces de contenerse; pero Lisístrata les suplica y ellas se reafirman en su decisión. Un tal Cinesias, un ciudadano, aparece por allí, deseoso de su mujer, y ella se burla y se ríe de él; pero le mete prisa con el asunto de la reconciliación. Llegan también heraldos de parte de los lacedemonios que, de paso, revelan lo que pasa con sus mujeres y llegando a un acuerdo entre ellos deciden enviar embajadores plenipotenciarios. Entonces los ancianos vuelven a una situación de normalidad con las mujeres y de dos coros que eran se reúnen en un solo coro. Y Lisístrata empuja a la reconciliación a los embajadores que le llegan de Lacedemonia y a los irritados atenienses, haciéndoles recordar la amistad que en tiempos hubo entre ellos, y los reconcilia públicamente, los acoge en una fiesta para todos y les entrega a cada cual su mujer para que se la lleve.

Aristófanes (444-385 a.C.) fue un comediógrafo griego, principal exponente del género cómico. Vivió durante la guerra del Peloponeso, época que coincide con el esplendor del imperio ateniense y su posterior derrota a manos de Esparta. Sin embargo, también fue contemporáneo del resurgimiento de la hegemonía ateniense a comienzos del siglo IV a.C. Leyendo a Aristófanes es posible hacerse una idea de las intensas discusiones ideológicas (políticas, filosóficas, económicas y literarias) en la Atenas de aquella época. Su postura conservadora le llevó a defender la validez de los tradicionales mitos religiosos y se mostró reacio ante cualquier nueva doctrina filosófica. Especialmente conocida es su animadversión hacia Sócrates, a quien en su comedia Las nubes lo presenta como un demagogo dedicado a inculcar todo tipo de insensateces en las mentes de los jóvenes. En el terreno artístico tampoco se caracterizó por una actitud innovadora; consideraba el teatro de Eurípides como una degradación del teatro clásico.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 20 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Ladrones de libros





Rafael Núñez Florencio (1956), historiador, filósofo y crítico español escribe en su blog Morirse de Risa sobre el hurto de libros como una de las bellas artes. Pongo por caso, comienza diciendo, una situación trivial, cotidiana. Algo así como que tienes una fuga de agua en tu casa. Lo normal es que cojas el teléfono y llames a un fontanero y le digas algo como esto:

– Mire, por favor, tengo un problema en el cuarto de baño [o en la cocina, o donde sea]. Necesito que venga en cuanto pueda.

− Muy bien, deme la dirección.

Se la das, le describes la situación, le dices que venga cuanto antes, etc. Y antes de colgar le adviertes:

– ¡Ah, por cierto! Quería decirle una cosa. Verá, quiero que sepa que no voy a pagarle por su trabajo...

– ¿Cómo dice?

– Sí, lo que ha oído. Ya sé que me dirá que usted es un excelente profesional. De hecho, ya lo sé, ni se me ocurre ponerlo en duda. En realidad, por eso exactamente le he llamado, porque sé que es el mejor, o de los mejores. Pero, verá, yo es que tengo por norma no pagar a los profesionales que solicito.

¿Se lo imaginan? Y donde digo una fuga de agua y un fontanero pongan ustedes un cortocircuito y un electricista, una ventana rota y un cristalero, un problema con uno de los electrodomésticos y un técnico: en fin, lo que quieran, esos problemas habituales del hogar que requieren el concurso o la intervención de un especialista. La respuesta de este cuando le digan que haga su trabajo gratis oscilará entre el estupor, la carcajada y el cabreo. ¡Vamos, lo mínimo que uno puede suponer que hará cualquiera en ese trance será colgar inmediatamente el teléfono dejándole con la palabra en la boca! ¡Eso, probablemente, después de algunos improperios!

Y, sin embargo, cualquiera que trabaje o desempeñe sus conocimientos y habilidades en el campo académico, universitario o de investigación en general, sabe por experiencia que esa es la norma de conducta. Te encargan un artículo, una reseña, un comentario. Te solicitan una intervención, una charla, una conferencia. Te piden que acudas a una entrevista, un debate, una mesa redonda. Te requieren para que formes partes de un consejo asesor, de un comité de redacción o que trabajes como revisor científico. A veces te demandan un capítulo de un libro o incluso más, una sección completa del mismo. Es muy frecuente en todos esos casos que te digan algo así como «Bueno, ya sabes, nos gustaría poder compensarte, pero, en fin, tal y como están ahora las cosas... no tenemos presupuesto».

Es tan frecuente que te puedan decir algo así que lo más normal de un tiempo a esta parte es que ni siquiera te lo digan, porque el contratante y el contratado ya parten de la base de que no hay remuneración ni nada que se le parezca. El contratante no te dice nada, porque supone –con razón– que tú ya barruntas o, más aún, estás plenamente convencido de que te toca trabajar gratis. Y, si por casualidad te pones serio o simplemente dubitativo, y mascullas como quien no quiere la cosa algo así como «¿De cuánto podemos disponer?» (moviendo los dedos expresivamente), te expones a que el otro haga aspavientos: «¡Hombre! ¡Ya sabes cómo es esto!, ¿no?» Y cuando cuelgas o te das la vuelta, alguien se apresura a comentar: «¡Joder, qué pesetero el tío!» Por cierto, ahora con los euros, se debía decir eurero, pero la verdad es que no suena bien.

Sí, sí, te han llamado porque eres el mejor en ese campo o, por lo menos, porque eres un especialista. Te ha costado años y años de formación haber llegado adonde has llegado. Ni que decir tiene que un artículo de veinte folios no se escribe solo. Tampoco las conferencias de una hora se disponen ellas solitas. Todo requiere tiempo, trabajo, preparación. Como es obvio, estamos hablando de tu esfuerzo. Sí, pero estamos hablando también de cultura y eso parece que introduce una variable fundamental.

En la antigua Grecia, el filósofo era el aprendiz de sabio, el amante de la sabiduría. Quien ama algo no va a exigir que le paguen por entregarse a su pasión, aquello que ama. Se supone que la gratificación está en la entrega misma. (De ahí debe de venir el término gratis tal como hoy lo empleamos. Te entregas a cambio de nada. Es un escalón por debajo de la prostitución, lindante con otras manifestaciones agudas de idiocia). En su momento, volviendo al mundo clásico, Aristóteles hasta teorizó el asunto: la felicidad suprema está en el conocimiento y a este menester se entrega uno de modo absolutamente desinteresado. Es verdad que había otros que cobraban por compartir sus conocimientos o impartir sus enseñanzas. Eran los llamados sofistas. Comparen ustedes el significado antitético que esos dos conceptos mantienen en la actualidad: el filósofo es el puro, hoy diríamos el intelectual digno de admiración, mientras que el sofista es el tramposo, el falso, casi el mercachifle. Quizá de ahí viene todo.

De ahí viene, sin ir más lejos, que a usted se le caería la cara de vergüenza si reconociera que va afanando por ahí todo lo que encuentra a mano. Pues sí, entré en la joyería de mi barrio y, aprovechando que el dependiente se dio la vuelta, me metí en el bolsillo una pulsera y un reloj. ¡Ja, ja, ja! Y el domingo, cuando el camarero se retiró hacia la cocina nos largamos del restaurante sin pagar. Habíamos pedido lo más caro y nos pusimos ciegos. ¡Un simpa, qué gracia! En nuestro contexto social y cultural, lo menos que diríamos de alguien así es que es un tipo impresentable. Pero si, en vez de esas bellaquerías, la trastada consiste en hurtar libros, la calificación ipso facto se rebaja. Tanto es así que en primer término se activan los sobrentendidos. Los sobrentendidos, sí. Esos que te impiden alardear de haber robado en un establecimiento normal, pero te permiten presumir de haber mangado en una librería. Mangar es el verbo que he empleado. Un libro no se roba ni se hurta ni se sustrae siquiera. Un libro se manga, o se birla, o se distrae. El tono se hace mucho más suave. O, de modo complementario, se acentúa la acción para exhibir un orgullo de casta: ¡tengo diez estantes completos en mi biblioteca de libros robados! ¡Ja, ja, ja! Y si pones caras de circunstancias hasta te pueden interpelar con desdén: «¿Qué pasa, tío? ¿Te vas a poner ahora muy digno? ¿Es que tú nunca has robado un libro, gilipollas?»

Roba este libro (Madrid, Abada, 2017) es precisamente el título que ha elegido Miguel Albero para escribir esta curiosa y amena «introducción a la bibliocleptomanía» (este es el más correcto pero también mucho más prosaico subtítulo del volumen). Lo de Roba este libro, como el mismo autor se apresura a reconocer desde las páginas iniciales, es un título provocador a modo de reclamo publicitario que tiene una doble trampa: la primera, que la propia acuñación es robada, porque ya hay al menos un libro con ese mismo título, sólo que en otro idioma: Steal this Book, de Abbie Hoffman (1971). La segunda, que la expresión es inexacta, porque en la inmensa mayoría de los casos los libros no se roban –porque el robo implica violencia–, sino que simplemente se hurtan.

En el fondo, estas son minucias porque, si nos atenemos a las coordenadas cotidianas, lo normal es que hablemos, aunque sea impropiamente, de robar un libro y de libros robados. Por esa razón, con buen criterio, el autor se deja de tiquismiquis y habla con naturalidad a lo largo de las casi trescientas páginas del volumen de las diversas modalidades y circunstancias del robo de libros. Lo hace con humor y, quizá de modo inevitable, con un tono condescendiente que a algunos puede parecer blando o, en todo caso, con una comprensión que probablemente no adoptaríamos ante cualquier otro tipo de tropelía. Aun así, no puede imputársele que no sea franco y terminante, pues, como dice en uno de sus epígrafes iniciales, «seamos claros, robar un libro sí es robar».

El problema en este caso no podemos endosárselo al autor, sino al contexto: esos sobreentendidos antes mencionados o, lo que en este caso viene a ser poco más o menos lo mismo, el conjunto de prejuicios y premisas que solemos dar por buenos, naturales o normales sin mayor afán crítico o autocrítico. Nos guste o no, lo cierto es que el último eslabón de la cadena o brazo ejecutor –esto es, el ladrón de libros– se beneficia de ese tácito consentimiento o esa favorable disposición con que tendemos a juzgar su caso. Incluso cuando, confrontados con nuestras contradicciones, tenemos que convenir lo inevitable, que robar un libro es indudablemente robar, el veredicto popular viene a establecer algo así como que mangar un libro no pasa de ser un pecadillo venial, algo tan perdonable como, en el fondo, simpático. El ladrón de libros se beneficia de esa comprensión, un poco en la línea del clásico robar por necesidad, como quien sustrae un pan porque tiene hambre. Aunque sea un tópico –y además un tópico particularmente caro a cierta literatura romántica y sentimental–, el ejemplo es pertinente porque nuestro sustrato cultural tiene a equiparar –o hasta ahora así lo ha hecho– la necesidad material de alimentarse con el hambre de cultura. Así que tanto Jean Valjean como quien desliza un libro por debajo de su abrigo o lo deja caer como al desgaire en el fondo de su bolso usarán un argumento parecido para justificarse: estado de necesidad. Ya sé que todo esto es absolutamente inexplicable desde la perspectiva del librero pero, ¿qué quieren que les diga? Yo aquí me limito a una pura y simple constatación. Las reclamaciones, a quien corresponda.

No es menos cierto, por otro lado, que los propios escritores son los principales responsables de ese estado de opinión. Hay toda una literatura que ha mitificado el saqueo sistemático de bibliotecas y librerías como si se tratara del desempeño de una de las bellas artes. El pillo que arrasa los anaqueles vendría a ser la versión cultural del célebre ladrón de guante blanco, con todo el glamur que le ha prestado el cine clásico. Yo creo que hasta más de uno con cierta edad le presta la fisonomía del gran Cary Grant. Pero, como nos recuerda Miguel Albero, no hace falta recurrir a los iconos del séptimo arte, porque desde tiempo inmemorial los literatos ya han ido esmerándose en componer esa figura agridulce pero siempre atrayente del birlador de ejemplares. De Arthur Rimbaud a Jack Kerouac, de Jean Genet a James Ellroy, la lista de grandes, medianos y pequeños literatos que son al tiempo ladrones confesos podría ser literalmente interminable. En el campo de la literatura en español, dos escritores sudamericanos como Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán no sólo se declaran culpables (¡y a mucha honra!), sino que dan un paso más y hacen apología del hurto de libros. Bueno, quienes sólo leen o afanan best-sellers también pueden citar un referente que ya es clásico, La ladrona de libros, el célebre superventas de Markus Zusak.

Hay muchas formas de robar, como es obvio. Pero no, no me refiero ahora a las diversas modalidades de hacer pasar un libro de los estantes o las mesas de novedades al bolsillo del abrigo, a la mochila o las entretelas. Cada cual tiene su maña y no voy yo ahora a dar pistas, al modo de David Horvitz en Cómo robar libros. Lo que quiero decir es que, aparte del acto físico o material de hurtar un ejemplar que pesa, tiene unas dimensiones determinadas, etc., hay otros modos de sustraer un libro. Estamos hablando, claro está, de atender ahora no al continente, sino al contenido. No sólo hurta quien se lleva los volúmenes de la librería o la biblioteca, sino quien hace pasar por propia la obra escrita por otro. En este caso ya no estamos defraudando al librero (ni a la Hacienda pública) sino al autor, es decir, el artífice o creador. Normalmente es lo que suele llamarse plagio, aunque aquí también las variantes pueden ser casi infinitas, disfrazadas en forma de citas, referencias, homenajes, parodias, reproducciones parciales y no sé cuántas cosas más. El plagiario puede ser un don nadie o un segundón, pero también un artista o un escritor notable que busca un atajo en un momento dado. Albero cita, entre otros, el conocido caso de Camilo José Cela, pero la lista de presuntos plagiarios se extendería hacia otros muchos nombres conocidos, de Laurence Sterne o Samuel Coleridge hasta Alfredo Bryce Echenique.

Hay también quien hace algo peor que robar: mutilar. Al fin y al cabo, no todos, pero sí muchos de los que roban un libro están declarando su amor o, al menos, su interés por un autor, una obra o un asunto determinado. Si nos ponemos blanditos, hasta podíamos conceder que es una especie de homenaje. Por el contrario, el mutilador, como el violador, no tiene perdón. Como dice Albero, los ladrones ofenden a los propietarios pero no hacen daño alguno al libro. Quien destroza un libro arrancándole páginas, por ejemplo, produce un daño irreparable no sólo al volumen en cuestión, sino a todo aquel que en el futuro pretenda leerlo. Además, para quienes compartimos de algún modo la sacralización del libro, nos resulta una agresión particularmente cobarde y cruel, porque el libro sufre la mutilación en silencio: no puede quejarse ni pedir auxilio. Está inerme, como un niño pequeño, en manos de un asesino despiadado, un émulo de Jack el Destripador que despega, descose, rompe, recorta, saja o, en el peor de los casos, hasta quema. ¡Ay, la quema de libros! Esto merecería un apartado específico, pero la verdad es que, con esta deriva, nos apartaríamos bastante de nuestro objetivo original, que a estas alturas quedaría como un inocente juego de niños al lado de este catálogo de barbaridades.

Acabo de mencionar, como al descuido, pero no por casualidad, el tema de la sacralización del libro. Puede en principio parecer una contradicción, pero la veneración por el libro está estrechamente relacionada con la consideración de la cultura de que hablaba al comienzo de este comentario. Aunque hay quien comercia con los libros robados, por lo general el ladrón de libros no afana los ejemplares para traficar con ellos. Además, los libros se mangan de uno en uno, o de dos en dos o, si se es muy habilidoso, puede llegarse a hurtar unos cuantos de sopetón, pero, a menos que concurran circunstancias excepcionales, no se roban por centenares, ni siquiera por decenas. Por otro lado, a cualquiera se le ocurre que hay cientos, miles, infinidad de artículos primariamente más valiosos (en el sentido de que en el mercado pagan más por ellos) o que darían mucha más rentabilidad que los humildes libros. No, un libro no se roba por su valor de mercado (a menos que sea un incunable o un ejemplar único, casos siempre especiales, como es obvio). Como diría Machado, no seamos necios confundiendo valor y precio. El valor del libro no está en lo que podemos ganar con él (ni siquiera, por lo general, en lo que podemos ahorrarnos si lo robamos). Sisamos el libro por otras razones, ¿verdad?

En el mundo en que vivimos, la cultura-espectáculo goza de buena salud. Si hablamos de otro tipo de cultura, ya no tanto. Me refiero al estado de esas otras actividades culturales o formas de conocimiento que no forman parte del escaparate mediático, pero que son el basamento indispensable –el terreno fértil– para que después surjan otras expresiones más señeras. Estoy hablando de escuelas dignas, bien dotadas en todos los sentidos, o de una red de bibliotecas que ponga al alcance de niños, adolescentes y jóvenes los materiales necesarios para una formación integral, o de unas infraestructuras adecuadas en los barrios para que los estudiantes puedan desarrollar sus inquietudes y proyectos. En muchos países –entre ellos, el nuestro–, la enseñanza, la investigación o el desarrollo científico no constituyen las prioridades de nuestros gobernantes ni de los presupuestos generales del Estado. Eso por decirlo suavemente, a ver si me entienden. De ahí que todos convengamos que es normal que el profesional de esos ámbitos –el profesor, el investigador, el científico– esté mal pagado. Volviendo a lo del principio, no nos escandaliza que este especialista trabaje gratis, cosa que jamás se nos ocurriría solicitarle a cualquier otro técnico, incluso de grado inferior.

No es muy distinto lo que ocurre en el ámbito de los libros. El libro-evasión disfruta también de una situación relativamente confortable. No es fácil empero ganarse la vida como escritor si uno no está en el top ten, o si no adquiere la condición de autor de best-sellers. Y eso que el novelista o, en general, el creador literario goza de un cierto favor del público. Los demás autores, los ensayistas, analistas o especialistas en otros campos de conocimiento –heterogénea legión que ha sido reducida y amalgamada en un cajón de sastre con la etiqueta de «no ficción»− lo tienen mucho más crudo. No es que vendan poco. No es que les paguen menos. Es que desde hace unos años son ellos −¡ellos mismos, los autores!− quienes deben pagar si quieren publicar. De modo que, tal como están las cosas, bien podría aplicarse al escritor lo que antes se decía del maestro de escuela. A menos, claro, que se espabile y se gane la vida con otros menesteres, que es lo que termina haciendo la mayoría: como articulista, contertulio o showman, lo que haga falta.

En fin, que ni la cultura en general ni el libro en particular cotizan en el mercado, salvando las excepciones antedichas. Eso lo sabe hasta el tonto del pueblo. Se atracan bancos, joyerías, concesionarios de coches, farmacias, supermercados y hasta tiendas de chinos. Pero, ¿a quién se le ocurre atracar una librería? Sí, ya sé que siempre hay un majadero para cada ocasión –y alguno habrá que lo haya hecho–, pero reconozcan que hay que estar muy desesperado para hacer algo así. Bueno, pues, mutatis mutandis, esa es también la situación del ladrón de libros. En este caso no va por la caja, sino que evita pasar por caja. Pero sabe también que difícilmente saldrá de la librería más rico (materialmente) de como entró. De hecho, el sisador de libros no hurta –al contrario de lo que sucedería en casi todos los demás casos– por el beneficio material que pueda extraer de su acción. No, claro que no va a vender el libro hurtado y, si trata de hacerlo, es bastante estúpido, pues cualquier otro producto le resultaría en ese caso más rentable. Como el conferenciante que no cobra o el escritor que paga su edición, el ladrón de libros sólo busca prestigiarse a sí mismo con la acción. La gratificación está en el propio acto, sin más. Con un matiz importante. Luego, además, necesita contarlo. Nadie robaría libros si no pudiera contarlo a los demás. La acción –el robo– nos prestigia, pero necesitamos el reconocimiento de nuestros amigos. Ellos también saben por qué lo hemos hecho, ¿verdad? Y de este modo se cierra el círculo. Por eso, mientras el libro siga siendo el libro –y no sé si le queda mucho tiempo–, seguiremos robando libros.





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[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Antonio Fernández de Alba





La Real Academia Española (RAE) se creó en Madrid en 1713, por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. 

La RAE ha tenido un total de cuatrocientos ochenta y tres académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y.

En esta nueva sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de algunos de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 


Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la Real Academia con la del académico Antonio Fernández de Alba (Salamanca, 17 de diciembre de 1927). Elegido el 16 de diciembre de 2004, tomó posesión de la silla "o" de la misma el 12 de marzo de 2006 con el discurso titulado Palabras sobre la ciudad que nace, al que respondió en nombre de la corporación Emilio Lledó.

Antonio Fernández de Alba es arquitecto, catedrático de Elementos de Composición de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, arquitecto honorario por los Colegios de Profesionales de Colombia,  y doctor honoris causa por las universidades de Valladolid, Alcalá de Henares y Politécnica de Cartagena.

En el conjunto de su obra arquitectónica destacan restauraciones como la del Convento del Rollo (1958-1962) de Salamanca, por la que recibió el Premio Nacional de Arquitectura en 1963; la del Observatorio Astronómico Nacional (1976-1978), trabajo que le hizo merecedor  del Premio Nacional de Restauración; la recuperación del antiguo Hospital San Carlos para su transformación en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (1980-1986), y la restauración de la plaza Mayor de Salamanca (1983). Entre sus libros figuran El diseño entre la teoría y la praxis (1971), Domus Aurea. Diálogos en la casa de Virgilio (1997), De varia restauratione: intervenciones en el patrimonio arquitectónico (1999), Espacios de la norma. Lugares de invención (2000), La ciudad herida (2001), El Escorial, metáfora en piedra (2004) y Las primaveras de Ilión (2010).

En junio de 2016, Antonio Fernández Alba publicó En el umbral de la palabra. Entorno urbano, espacios y lugares de la sede de la Real Academia Española, primera obra dedicada íntegramente al edificio institucional inaugurado en 1894.



Antonio Fernández de Alba, en su toma de posesión académica



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lunes, 19 de marzo de 2018

[PARLAMENTO] XII Legislatura de las Cortes Generales. Marzo, 2018 (III)





Las Cortes Generales representan al pueblo español y están conformadas por el Congreso de los Diputados y el Senado. Ambas Cámaras ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuye la Constitución. 

En los Diarios de Sesiones de las Cámaras se reflejan literalmente los debates habidos en los plenos y las comisiones respectivas y las resoluciones adoptadas en cada una de ellas. Los demás documentos parlamentarios: proyectos de ley, proposiciones de ley, interpelaciones, mociones, preguntas, y el resto de la actividad parlamentaria, se recogen en los Boletines Oficiales del Congreso de los Diputados y del Senado. 

Desde este enlace pueden acceder a toda la información parlamentaria de la presente legislatura, actualizada diariamente. Les recomiendo encarecidamente que la exploren con atención si tienen interés en ello. Y desde estos otros a las páginas oficiales de la

Casa de S.M. el Rey

Congreso de los Diputados
Senado
Presidencia del Gobierno
Tribunal Constitucional
Tribunal Supremo y Consejo General del Poder Judicial
Consejo de Estado
Boletín Oficial del Estado

Parlamento Europeo

Consejo Europeo y Consejo de la Unión Europea
Comisión Europea
Tribunal de Justicia de la Unión Europea
Tribunal Europeo de Derechos Humanos
Diario Oficial de la Unión Europea

Parlamento de Canarias

Gobierno de Canarias
Cabildo de Gran Canaria
Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria

La actividad parlamentaria de la pasada semana ha estado centrada en las reuniones del Pleno del Congreso y de varias comisiones de ambas Cámaras:


LUNES, 12 DE MARZO
I. SENADO

MARTES, 13 DE MARZO
I. CONGRESO

II. SENADO

MIÉRCOLES, 14 DE MARZO
I. CONGRESO

II. SENADO

JUEVES, 15 DE MARZO
I. CONGRESO

II. SENADO
2. Comisión de Investigación sobre la Financiación de los Partidos Políticos

Desde los enlaces anteriores pueden acceder a los Diarios de sesiones respectivos. Y desde estos otros a la agenda de trabajo de las Cortes Generales prevista para esta semana tanto en el Congreso como en el Senado.

Desde este enlace pueden acceder al programa que RTVE ofrece sobre la actividad parlamentaria de la semana anterior.

Y desde este otro al blog de las Cortes Generales, permanentemente actualizado, dedicado a la Conmemoración del 40º aniversario de la Constitución de 1978.







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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy lunes, 19 de marzo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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