jueves, 23 de noviembre de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 23 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan en Canarias7; Ricardo, Gallego y Rey e Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 22 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Espronceda y el rap





Me tocó ejercer la docencia en tiempos en que las directrices pedagógicas relegaban a un segundo plano la tarea de aprender de memoria, escribe en El Mundo el novelista y profesor Fernando Aramburu. La repetición en voz alta de un texto, una lista de nombres, unos datos asimilados sin juicio crítico, no se consideraba propiamente conocimiento por cuanto el educando no había llegado a soluciones propias por la vía de un esfuerzo intelectivo. Este dictamen, entonces, me parecía un grave error confirmado por la práctica diaria de la enseñanza; hoy me parece, además, un despropósito didáctico.

Incluso desde una perspectiva utilitarista de la enseñanza no debería omitirse que el aprendizaje memorístico permite el desarrollo de una importante facultad del cerebro, y que dicha forma de asimilación de datos no excluye otras; antes al contrario, todas ellas son complementarias. La idea pueril de que hoy día no hace falta aprender nada porque todo está en Google y sólo hay que buscarlo nos hace esclavos de Google y de quienes mueven sus hilos en la sombra. Digan lo que digan, no hay ser humano independiente sin una memoria bien abastecida.

Espoleado por su madre, Elias Canetti se introdujo en la lengua alemana, en la que escribiría los libros que habrían de granjearle reconocimiento internacional y de paso el premio Nobel, aprendiendo frases de memoria. A otros nos convencieron de que para aprender este no fácil idioma nos convenía impregnarnos de él en la convivencia cotidiana con los nativos. No creo que nos haya ido mejor que a Canetti ni que la presunta convivencia en condiciones lingüísticas precarias mereciera el nombre de tal. Era, sí, un método excelente para superar la timidez. Y es que uno hace tantas veces el ridículo que termina por acostumbrarse y acaso cogerle gusto a su imperfección.Recuerdo una frase en lengua italiana que figuraba en un texto escolar de mi infancia. No la he olvidado nunca y sólo mucho más tarde supe a ciencia cierta su significado. He llegado a usar fragmentos de ella en Italia. Uno puede pasar con facilidad de estas sencillas estructuras lingüísticas grabadas en el recuerdo a otras que incluyan alguna variación o novedad, y de esta manera ir ampliando sus conocimientos como barrunto que hacía Canetti. El futbolista francés del Bayern de Múnich, Frank Ribéry, suele valerse de una de estas frases fijas cada vez que lo entrevistan en alemán, idioma que no domina. "Das ist gut für die Mannschaft", dice. Esto es bueno para el equipo. Y al menos él sabe que esta frase en concreto, por él tantas veces repetida, es correcta y comprensible, además de útil para responder a cualquier pregunta que le formulen.

Agradezco de todo corazón que me obligaran a memorizar poemas durante mi época de colegial. Alguno que se tome la molestia de leer estas líneas habrá tenido experiencias parecidas. "Con diez cañones por banda, / viento en popa, a toda vela. Caminante no hay camino, / se hace camino al andar. La luna vino a la fragua / con su polisón de nardos". No se trataba tan sólo, como arguye la teoría pedagógica, de adquirir cultura general. Había en la tarea un ingrediente de familiarización del oído con ritmos y sonoridades del idioma. A ello se unía, al recitar los versos, una percepción de la expresión intensa, bella, armónica, a la que no estábamos precisamente convidados en el ambiente familiar y de barrio de las afueras donde, al menos algunos, nos criamos. Por eso a mí me parecen razonables las muestras de gratitud y afecto de quienes han celebrado este año el centenario del nacimiento de Gloria Fuertes.

Los niños de mi época éramos más de Espronceda, con cuyo estilo declamatorio tengo en la actualidad ciertas dificultades digestivas, pero tampoco tantas como para darle con la puerta en las narices a este hombre que supo exprimirle bastante poesía al arrebato y que me ha resultado, de pronto, moderno. Como tantos colegiales de mi época, tuve que aprender de memoria y declamar delante del encerado la Canción del pirata. Los cambios continuos de metro dentro del poema, la rima consonante y la repetición periódica del estribillo facilitaban el trabajo. Al fraile agustino que nos daba la clase se conoce que le supo a poco el ejercicio y nos cargó a continuación con El canto del cosaco, y esto (¡Hurra, escolares del franquismo, hurra!) ya eran palabras mayores.La cosa empieza con una cita/amenaza de Atila. Como para poner los pelos de punta, si bien lo que causaba pavor al alumnado eran las 10 estrofas de ocho versos cada una, separadas por el estribillo impetuoso cuya interpretación corría a cargo del grupo. Había, no obstante, un ardid hoy de sobra conocido que hacía factible la proeza memorística. Consistía en aplicar a los versos una melodía. A dicho fin, uno escogía una canción de moda, la despojaba de su letra y colocaba en su lugar la del texto que debía aprender. Eso, como decíamos entonces, estaba chupado.

Hoy día yo lo habría hecho con un ritmo de rap. Releídas recientemente las Poesías líricas y ese fabuloso, macabro y delirante poema titulado El estudiante de Salamanca, tengo el convencimiento de que Espronceda fue antes de nada un rapero del siglo XIX. No un adelantado del género. No un precursor. Un rapero como mandan los cánones, de una actualidad que me deja boquiabierto. ¿Qué es sino una ráfaga de rap esto que sigue?

Y si caigo,¿qué es la vida?
Por perdidaya la dicuando el yugodel esclavo,
como un bravo,
sacudí.

No se resiste uno a decir la ristra rítmica de versos de El canto del cosaco remedando los ademanes de un rapero de nuestros días. Espronceda es un crack. Lo tiene todo para llenar un disco entero de The Notorious B.I.G., de Rakim o de Eminem. Crítica social (Vedlos huir para esconder su oro), apología de la violencia (en sangre empaparemos nuestra ropa), actitud antisistema (los cetros y coronas de los reyes / cual juguetes de niños rodarán), exaltación de la virilidad (¡Hurra, cosacos! ¡Gloria al más valiente!) o machismo desatado (son sus soldados menos que mujeres).

Llegó al fin el día, la jornada infausta de demostrarle al fraile agustino que uno había cumplido con el deber impuesto. El niño que yo era se vio entonces en el brete de recitar el largo poema aprendido con el auxilio de una melodía; mas lo que había funcionado en casa yo no lo podía poner en práctica en el aula, a la vista del grupo ávido de cruel diversión. Me di cuenta de que, sin cantar la melodía, yo no sería capaz de decir los versos de Espronceda; cantándola, mis compañeros se morirían de risa y el fraile vete tú a saber. Creo que el rap me habría ayudado a salir airoso del trance; pero eran los años sesenta y tuve que sucumbir. La culpa fue sin duda mía y sólo mía por haber nacido demasiado pronto o por haber venido al mundo demasiado tarde, según...




Dibujo de Gabriel Sanz para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Historia] 54 años del asesinato de Kennedy





Hoy, 22 de noviembre, se cumplen 54 años del asesinato del presidente de los Estados Unidos de América, John F. Kennedy. Como los lectores asiduos de Desde el trópico de Cáncer saben (y mi hija Ruth me reprocha cariñosamente) cada año, por estas mismas fechas, suelo recrear la experiencia que ese hecho de la historia del mundo significó para mí. Este año no lo hago, aunque les dejo aquí el enlace a la última entrada que dediqué a la efeméride y cuya visita me permito recomendar a aquellos lectores que no hayan sufrido aún mi incontinencia literaria kennedyana.

En su lugar subo al blog el artículo que sobre el asesinato de Kennedy y las teorías conspiratorias que en torno al mismo siguen proliferando, publicó hace unas semanas en El Mundo el profesor Rafael Navarro-Valls, catedrático emérito de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y vicepresidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. 

Nos espera una buena: ¡otra avalancha bibliográfica sobre John F. Kennedy!, comienza diciendo el profesor Navarro-Valls. Si 40.000 es aproximadamente el número de ensayos, libros y artículos escritos hasta ahora en torno al presidente asesinado en Dallas, la desclasificación documental ordenada por Donald Trump (2.891 documentos publicados, más 200 a punto de hacerse) -que previsiblemente serán devorados por una nube de comentadores, incluido un servidor- hará elevar en flecha ese número.

Siempre he sostenido que la pregunta ¿quién mató a Kennedy? debería sustituirse por ¿quién era en realidad Kennedy? A esta segunda pregunta he intentado responder en otro trabajo, resaltando las luces y las sombras del malogrado presidente. Baste decir aquí que los tres balazos que acabaron con JFK en una calle de Dallas fueron el principio de una leyenda en la que, como suele ocurrir, hechos superpuestos a la objetividad de la persona fueron creando una neblina, que enterró al personaje entre los destellos pirotécnicos de la emotividad. Era inevitable que la figura del joven presidente fuera engrandecida por todos aquellos a los que hizo soñar con un mundo nuevo.

Ahora -ante la mencionada desclasificación- conviene detenerse en la primera pregunta, ¿quién mató a Kennedy? Hay dos cuestiones en juego: 1) Si Oswald fue el único tirador de las tres balas disparadas; 2) Si hubo conspiración-extranjera o interna- en el asesinato del 23 de noviembre. Adelanto que, en mi opinión, es claro que el único tirador cuyas balas hicieron explotar el cráneo y la garganta de Kennedy fue el atormentado Lee Harvey Oswald.

El rifle Carcano utilizado contra Kennedy lo compró Oswald bajo el nombre ficticio de A. J. Hidell. Sus huellas aparecen claramente en el fusil, y en los libros en que lo apoyó en la ventana del depósito de libros escolares del Texas School Book Depository. La prueba de parafina es también concluyente: no hay duda de que Oswald disparó, al menos, un arma. Su mujer, Marina, admitió que el fusil utilizado para asesinar al presidente era de su marido. Precisamente, entre los documentos encontrados aparece una fotografía en la que el antiguo marine posa con las armas requisadas: el rifle con el que disparó contra el presidente y el revolver con el que asesinó poco después al agente Tippit, un oficial de policía que trabajaba en el Departamento de Policía de Dallas, y que dio el alto a Oswald 45 minutos después del asesinato de Kennedy. Varios testigos afirmaron que un hombre «joven, blanco y delgado» era el que disparaba desde una ventana del sexto piso, que hace ángulo entre Elm Street y Houston Street, con vistas perfectas sobre la caravana presidencial. En fin, en rueda de testigos, fue reconocido como la persona que disparó contra Tippit. Y el misterio de la bala mágica (la que de una tacada atravesó la garganta de Kennedy, impactó en la espalda del gobernador Connally y luego horadó su muñeca y el muslo izquierdo, apareciendo en la camilla del propio gobernador en el hospital) se aclaró con los informes de los expertos en balística del ejército. Por no decir nada de que, sumando los distintos francotiradores que aparecen en las tesis conspiratorias (disparando desde cuatro edificios diversos, una alcantarilla, varios montículos y pasos elevados, etcétera), Anthony Summers ha contado unos 30. Ninguno ha sido localizado. Son fantasmas que se pierden en la niebla. No obstante lo dicho, sucede que la tesis de la conspiración fue poco a poco tomando cuerpo, de modo que parece que la cuestión a resolver, más que ¿quién mató verdaderamente a Kennedy? es -por la proliferación de candidatos- ¿quién no mató a Kennedy? (Vincent Quivy).

Veamos los protagonistas, según las tesis conspiratorias. Ya desde el principio comenzó a correr el nombre del vicepresidente Lyndon B. Johnson como instigador del crimen. Ciertamente, éste era un ególatra consciente de la animadversión de Bobby Kennedy y la simple tolerancia del presidente. Si fue elegido vicepresidente fue para aportar Texas a la candidatura del joven aspirante. Lo cual no impidió que algún asesor tan cercano como K. O'Donnell le espetara a Jack Kennedy: "Éste es el peor error que has cometido en tu vida". Luego, su figura se convirtió en algo así como "un tío soltero cascarrabias y rico, que se presenta en la casa inesperadamente y anuncia que ha venido para quedarse una buena temporada" (J. A. Barnes). Posiblemente, el asesinato del presidente -aparte de la conmoción por el peso que se le venía encima- no le produjo un gran dolor. Sin embargo, siempre fue leal a Kennedy. No hay ni un indicio de que conspirara a sus espaldas, y menos con la CIA, y eso cuando él mismo en su larga vida política siempre había creído en las conspiraciones. Lo cual acrecentó su inquietud cuando comenzó a ser señalado con el dedo acusador. Rápidamente creó una Comisión independiente, con equilibrio entre demócratas y republicanos, personalidades de prestigio, poniendo al mando al propio presidente del TS Earl Warren. Solamente la imaginación cinematográfica o literaria de los dos Stone (Oliver, película y Roger, libro; no tienen parentesco entre ellos) ha podido en serio lanzar la acusación contra Johnson. También han ido poco a poco diluyéndose en callejones sin salida las teorías de la gran industria petrolera amenazada por una reforma fiscal en curso; de las industrias armamentísticas que necesitaban una escalada en Vietnam, a la que presuntamente se oponía Kennedy; de la mafia de Chicago, en peligro por la lucha contra el crimen organizado; de la KGB para vengar la humillación de la retirada de los misiles de Cuba; de un grupo de estadounidenses patriotas exasperado por la amenaza a la paz mundial que suponía la audacia irreflexiva del joven presidente... Por no hablar sobre la teoría que pone en el centro de la conspiración a Aristóteles Onassis (con quien se casó Jackie, al enviudar), en combinación con un grupo de siniestros illuminati. Conviene detenerse ahora en la posible autoría de Fidel Castro, dado que la desclasificación documental narra más detalladamente un viaje a México de Oswald, en el que supuestamente se gestaría una intervención extranjera en el asesinato. Oswald estuvo allí seis días (26 septiembre a 5 de octubre, semanas antes del asesinato). Como observa Philip Shenon, Ciudad de México era por entonces una especie de versión latinoamericana de Viena o Berlín. Bullía de espías y las embajadas cubana, soviética y estadounidense se vigilaban mutuamente. Cuando a Oswald le denegaron la visa para desplazarse a La Habana, salió dando un portazo de la embajada cubana, amenazando con matar a Kennedy. Los cubanos no le dieron mayor importancia al exabrupto. Y para la CIA que vigilaba, la visita de Oswald fue como "un simple parpadeo en la pantalla de radar de la estación espía": una especie de turista aventurero, algo bravucón e inofensivo. Desde luego sin ninguna conexión seria con las embajadas de Cuba y Unión Soviética, a la que también visitó. Los miembros de la Comisión Warren que visitaron México tampoco vieron el origen de una conspiración en el corto viaje. De todas formas, había que descartar de una vez por todas la posible intervención de los hombres de Fidel en el asesinato. Y aquí hay que referirse a un episodio poco conocido: se trata de un viaje de William Coleman -abogado de la Comisión Warren- hacia Cuba para entrevistarse en el verano de 1964 con Fidel Castro. Éste y Coleman se encontraron a unos 30 kilómetros de Cuba, en el yate del líder cubano. La cita fue pedida por Castro. Duró tres horas, en las que el líder cubano negó cualquier implicación en el asesinato. A su vuelta, Coleman declaró a Warren: "No descubrí nada que me llevara a pensar que hay pruebas de que Fidel lo hiciera". El punto final lo pone un borrador desclasificado del Comité del Congreso (HSCA), que en 1978/79 volvió a analizar el magnicidio: "El Comité no cree que Castro haya asesinado al presidente Kennedy, porque semejante acto, si se descubriera, le hubiera otorgado a Estados Unidos la excusa para destruir Cuba. El riesgo no hubiera valido la pena". Así, pues, me temo que los papeles desclasificados no aportan nada espectacular sobre el asesinato. El gran protagonista seguirá siendo Lee H. Oswald, por más que se le intente poner en el centro de no demostradas y fantasmales conspiraciones.



Dibujo de Ajubel para El Mundo



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[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 22 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan en Canarias7; Ricardo, Gallego y Rey e Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.





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martes, 21 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Nosotros, los intolerantes







Imbuidos en la primera persona del plural, protegidos por el grupo, acabamos silenciando las voces individuales, el discurso del que discrepa. Es la intolerancia de los justos, escribe en El País, mi amiga y admirada Elvira Lindo.

Pocas veces saco el nosotros a relucir, comienza diciendo. Por un lado, porque respeto tanto la experiencia ajena que no quiero apropiarme de ella, prefiero la antigua conexión con el prójimo de la solidaridad; por otro, tengo la impresión de que cada vez que se utiliza, nosotras o nosotros, es para dejarse a conciencia a alguien fuera. La primera persona del plural se ha convertido más que nunca en un pronombre excluyente, o al menos así lo percibo cuando la gente retroalimenta sus convicciones cada día, polémica tras polémica, moviéndose dentro de un grupo homogéneo, escribiendo para un público seguro, sin arriesgar, no saliéndose jamás de la ortodoxia del colectivo dentro del cual se siente segura. Me irrita incluso cuando se le da al nosotros un uso familiar, casi tribal, hablando de las peculiaridades y similitudes genéticas que nos distinguen de los otros. Prefiero pensar en singular, a pesar de que estos tiempos sean confusos y me vea a menudo incapaz de ordenar mis pensamientos.

De la voluntad de pensar en singular o entregarse a la primera persona del plural trata precisamente un artículo que leí esta semana, The New Campus Censors (Los nuevos censores del Campus), escrito por David Bromwich, profesor de la Universidad de Yale, en la revista The Chronicle of Higher Education. Reflexiona Bromwich sobre la poca capacidad de los universitarios para aceptar el libre discurso y de cómo los rectorados han contemporizado con esa intolerancia esgrimida en ocasiones por alumnos de apenas 18 años. Se supone que la esencia de la educación universitaria es enfrentarse con pensamientos incómodos, que nos repelen incluso, pero ante los que tenemos que ejercitar nuestra capacidad dialéctica. La cuestión es que las autoridades universitarias han aceptado que el estudiante es el cliente y que el cliente siempre tiene razón; si no la tiene, hay que buscar la manera, por muy retorcida que ésta sea, de concedérsela. El campus deja de ser un lugar de debate para convertirse en algo parecido a un hogar donde todo ha de procurarnos bienestar, hasta las opiniones ajenas, y si se diera el caso de que no nos gustan, en nombre de las grandes causas callamos la boca a un ponente o instamos a la dirección de una revista para que retire un artículo al no soportar que alguien escriba algo que va en contra de nuestros principios.

Leía el artículo e iba reconociendo tendencias colectivas en nuestro país de ese laboratorio de experiencias que es USA. No es extraño, cada vez estamos todos más cerca. Lo que cuenta el profesor Bromwich no solo afecta al portentoso mundo de los campus americanos; la intolerancia a confrontar las opiniones ha llegado hasta nosotros para quedarse, y mucho tiempo, me temo. Yo me eduqué en la creencia, directamente heredada de quienes habían sufrido la tijera franquista, de que la libertad de expresión era el primer mandamiento del acuerdo democrático. Probablemente, lo más reseñable de esa idealizada y denostada década de los ochenta fuera la capacidad de convivencia de tan diferentes tribus. Sé de lo que hablo porque pasé por ella trabajando en medios de comunicación públicos y creo que muchos de los que allí coincidimos tenemos ahora esa sensación: a pesar de la falta de sensibilidad que mostrábamos para ciertos asuntos (algo hemos aprendido), qué felicidad retrospectiva la de recordar que no había que medir tanto las palabras como ahora, que nuestra piel y la de quienes nos escuchaban era menos fina.

Atribuyen esta hipersensibilidad a la opinión ajena a una juventud no educada para enfrentar opiniones contrarias. No me convence la teoría. Mi sensación es que la sociedad ha experimentado, en general, un proceso de infantilización. Usted y yo también. Procuramos que nuestra visión del mundo se adapte a nuestro esquema moral, que a resultas de tan estrecho campo de miras se va haciendo cada vez más mezquino. Yo misma reacciono a menudo con soberbia ante algo que no me agrada y de momento me urge el deseo de gritarlo a los cuatro vientos, aunque hago un esfuerzo de contención y trato de rumiar un tiempo aquello que no me gusta. Por ver qué pasa. Como si comiera un alimento hacia el que presumo cierta intolerancia. Y es que la realidad y la reacción que ésta provoca suceden demasiado rápido para mí, confieso que mi mente no puede asimilarlas. Percibo que vamos en masa, arrastrados por la turbamulta, hacia el último suceso o la última noticia, sintiéndonos impelidos a opinar rápido y de manera significativa. A ver quién grita más alto, a ver quién se suma de la manera más grosera posible y menos matizada para no quedar atrás en los anhelos de nuestro colectivo. De esta manera, imbuidos en la primera persona del plural, protegidos por el grupo, acabamos silenciando las voces individuales, el discurso del que discrepa, que es, al fin, quien nos obliga a pensar y a no vivir, como dijo Henry Roth, a merced de una corriente salvaje. Por noble que sea nuestra causa, ¿somos más justos acallando la opinión del adversario?, ¿nos hace más felices?



Estudiantes. Universidad de California-Los Ángeles, noviembre 2017


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[Humor en cápsulas] Para hoy martes, 21 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan en Canarias7; Ricardo, Gallego y Rey e Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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lunes, 20 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Violencia machista: ¿Sólo conducta impropia?





A lo largo de muchos siglos, las mujeres han sido víctimas por el simple hecho de ser mujeres, pero por fin las cosas comienzan a cambiar, escribe en El País nuestro premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa.

Desde que llegué a Estados Unidos hace una semana, comienza diciendo, veo en los diarios y los programas de noticias en la televisión usar el delicado eufemismo “conducta impropia” para los abusos sexuales de todo orden cometidos por productores, artistas, políticos, a quienes el testimonio de sus víctimas está llevando a la ruina económica, el desprestigio social y podría incluso sepultar en la cárcel.

Inició esta estampida el caso de Harvey Weinstein, eminente y multimillonario productor de cine, ganador de todos los premios habidos y por haber, a quien cerca de medio centenar de mujeres, muchas de ellas jóvenes actrices tratando de abrirse camino en Hollywood, han acusado de aprovecharse de su poderío en esta industria para violarlas o someterlas a prácticas indignas. Cuando algunas de sus víctimas lo amenazaban con denunciarlo, el magnate libidinoso usaba a sus abogados para aplacarlas con sumas de dinero a veces muy elevadas. Ahora, Weinstein se ha refugiado en una clínica de Escocia para seguir un tratamiento destinado a enflaquecerle la desmedida libido pero la policía y los fiscales de Nueva York han anunciado que a su vuelta será detenido y juzgado. Entre tanto lo han expulsado de sinnúmero de asociaciones, le han pedido que devuelva muchos premios y, según la prensa, su ruina económica es ya un hecho.

Parecida desventura ha vivido el actor Kevin Spacey, el malvado presidente de House of Cards -Frank Underwood- y exdirector del Old Vic de Londres, que acosaba y manoseaba a los muchachos que se ponían a su alcance. Más de diez denuncias de actores o colaboradores de sus montajes teatrales, a quienes abusó, lo han puesto en la picota. Netflix ha cancelado aquella exitosa serie, lo han expulsado de sindicatos y colegios profesionales, le han retirado premios, anulado contratos y se cierne sobre su cabeza una lluvia de denuncias judiciales que podrían arruinarlo económicamente. Él también, como Weinstein, está ahora en aquella clínica escocesa que sosiega las libidos desorbitadas. Otros actores famosos, como Dustin Hoffman, asoman en estos días entre los famosos de “conducta impropia”.

Un interesante debate ha surgido con motivo de estas denuncias y revelaciones auspiciadas por muchas asociaciones feministas y defensoras de derechos humanos. ¿La celebridad es atenuante o agravante de la falta cometida? Se cita el caso de Roman Polanski, el gran director de cine polaco que, hace varias decenas de años, drogó y violó a una niña de trece años en una casa de Hollywood –que le prestó otro famoso actor, Jack Nicholson-, a la que había citado allí con el pretexto de fotografiarla para una película. Descubierto, huyó a Francia –que no tiene acuerdo de extradición con los Estados Unidos-, donde ha proseguido una muy exitosa carrera de director de cine, coronada por muchos premios y celebrada por los críticos, muchos de los cuales censuran a la justicia norteamericana por perseguir con su vindicta, después de años, a tan celebérrimo creador.

Yo, por mi parte, creo que no hay que mezclar el agua con el aceite y que uno puede aplaudir y gozar de las buenas películas del cineasta polaco y desear al mismo tiempo que la justicia de Estados Unidos persiga al prófugo que, además de cometer un delito horrendo como fue drogar y violar a una niña abusando del prestigio y poder que le había ganado su talento, huyó cobardemente de su responsabilidad, como si hacer buenas películas le concediera un estatuto especial y le permitiera los desafueros por los que se sanciona a todos los demás, esos seres anónimos sin cara y sin gloria que es el resto de la humanidad. Se puede ser un gran creador, como Louis-Ferdinand Céline o como el marqués de Sade, o como el propio Polanski, y una inmundicia humana que atropella y maltrata al prójimo creyendo que su talento lo exonera de respetar las leyes y la conducta que se exige a la “gente del común”. Pero también es verdad que, a veces, el ser muy conocido y figurar mucho en la prensa, despierta un curioso rencor, un resentimiento envidioso que puede llevar a ciertos jueces o policías a encarnizarse particularmente contra aquellos a los que, pillados en falta, se puede humillar y castigar con más dureza que al común de los mortales.

Por eso mismo, el talento y/o la celebridad, que, no está demás recordarlo, no van siempre juntas, debería exigir una prudencia mucho mayor en la conducta de aquellos que, con justicia o sin ella, merecen o simplemente han logrado ser ensalzados y admirados por la opinión pública. Es un asunto delicado y difícil porque la popularidad ciega muy rápidamente a aquellos a quienes favorece –la vanidad humana, ya sabemos, no tiene límites- y les hace creer que de este privilegio se derivan también otros, como una moral y unas leyes que no le conciernen ni deben aplicársele del mismo modo que a esa colectividad anónima, hecha de bultos más que de seres humanos específicos, que los admira y quiere y debería por lo tanto perdonarles los excesos. La verdad es que ocurre lo contrario. Esos seres semidivinos, adorados ayer, mañana están por las patas de los caballos y la gente los desprecia con el mismo apasionamiento con que la víspera los envidiaba y adoraba.

Hace unas pocas horas escuché, en la televisión, a una señora que hace cuarenta años, cuando tenía l4 años, era camarera en un pueblecito de Alabama. Un cliente, que era juez y tenía 34 años –se llama Roy Moore-, se ofreció a llevarla a su casa en su auto. Ella aceptó. En el vehículo, el amable caballero se volvió una bestia, cogió la mano de la niña y la obligó a masturbarlo, explicándole que, si se atrevía luego a protestar y a denunciarlo, nadie le creería, precisamente porque él era un juez y un ciudadano muy respetado en la localidad. La jovencita nunca se atrevió a contar aquella historia, hasta ahora; pero no la olvidó y, decía sin atreverse a levantar los ojos, ella había sido como un gusano que día y noche había vivido con ella royéndole la vida. Ahora, aquel juez es nada menos que el candidato a senador por el Partido Republicano en Alabama y por lo menos cinco mujeres han salido a la televisión a recordar abusos parecidos que padecieron en su juventud o niñez de aquel desaforado juez. Por lo menos en este caso parece que aquellos delitos no quedarán impunes. El propio Partido Republicano le ha pedido al exjuez que renuncie a su candidatura y, si no lo hace, las encuestas pronostican que perdería la elección.

A lo largo de muchos siglos, las mujeres, prácticamente en todas las culturas, han sido víctimas por el simple hecho de ser mujeres, un sexo que, en algunos casos, por cuestiones religiosas, y, en otros, por su debilidad física frente al hombre, eran las víctimas naturales de la discriminación, la marginación y la “conducta impropia” de los hombres, sobre todo en materia sexual. Por fin las cosas comienzan a cambiar, sobre todo en el mundo occidental, aunque en muchas partes de él, como América Latina, la condición de la mujer siga siendo todavía, por el machismo reinante, muy inferior a la del hombre. En otros mundos, por ejemplo en el musulmán o el africano más primitivo, las mujeres siguen siendo ciudadanos de segunda clase, objetos u animales más que seres humanos, a los que se puede encerrar en un harén o someter a mutilaciones rituales para garantizar que tendrán una conducta sexual “apropiada”. Un horror que tarda siglos de siglos en desaparecer.



Dibujo de Fernando de Vicente para El País



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