sábado, 23 de marzo de 2024

Sobre el orgullo de criar

 





El orgullo de criar
LEILA GUERRIERO
23 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Hace poco iba por la ruta hacia mi ciudad de origen. Poco antes, al llegar a otra, Chacabuco, tuve un recuerdo. En la Argentina llamamos “hacerse la rata” a escabullirse del colegio, un coqueteo con la clandestinidad. En un pueblo chico era difícil. Todos nos conocíamos. Hacerse la rata implicaba quitarse los uniformes y meternos en un sitio en el que no pudieran descubrirnos que fuera más divertido que el colegio (no era fácil: el colegio, público, era un lugar interesante). Lo hice algunas veces y en una ocasión, con otras compañeras, decidimos hacernos la rata e ir a Chacabuco, una ciudad a 54 kilómetros de la nuestra. Habíamos compartido un viaje con chicos de una escuela de allí y algunas habíamos establecido relaciones estrechas con varones a los que queríamos ver. Después de una logística compleja —llamarlos por teléfono (en años sin móviles), preguntarles si querían evadirse del colegio, averiguar horarios de autobuses—, se decidió el día. Había riesgos: un accidente en la ruta, ser descubiertas. No se nos ocurría que a una persona de 16 años en esas circunstancias pudiera pasarle nada malo, salvo un accidente o una delación. Fuimos, los vimos, regresamos. Un par de días después, de camino al colegio, mi padre me preguntó: “¿Vos estuviste en Chacabuco?”. Yo: “No”. Él: “Te vieron”. Yo: “No estuve”. Fin de la charla. Ese mediodía mi madre no me habló durante el almuerzo. Tampoco le habló a mi padre, supongo que decepcionada por considerar que mi acto merecía reprobación. Por la tarde fuimos con él no recuerdo dónde. Me preguntó: “¿Lo pasaste bien?”. Yo: “¿Dónde?”. “En Chacabuco”. Envuelta en la frialdad del que sabe que ya hizo lo que hizo y que lo volvería a hacer, no dije nada. Mi padre sonrió y me palmeó la rodilla. No era una mala manera de criar: asumir que la libertad de su cachorro lo hundiría siempre en el miedo, aceptar la responsabilidad por lo que él mismo —con orgullo— había creado. Leila Guerriero es escritora.












De Rusia y el miedo

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Alexéi Navalni es el último de los individuos, comenta en El País la escritora Tamara Djermanovic, que con su coraje han desafiado las reglas establecidas por la política rusa, sabiendo que pagarían un precio muy alto por ello, a menudo el de su vida. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com







Rusia y el miedo
TAMARA DJERMANOVIC
19 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com


“La primera noche ellos se acercan, y cogen una flor de nuestro jardín, y no decimos nada”, empieza un poema de Vladímir Maiakovski (1893-1930), escrito en tiempos soviéticos, para describir cómo el totalitarismo se puede abrir camino. “La segunda noche, ya no se esconden, pisan las flores, matan a nuestro perro y no decimos nada”, continúan los versos, cada vez más metafóricos. Al final se evoca el terror del miedo, el sentimiento humano que paraliza y que permite sostener a todos los dictadores, también a Vladímir Putin: “Hasta que un día, el más débil de ellos entra solo en nuestra casa, nos roba la luna y, conociendo nuestro miedo, nos arranca la voz de la garganta. Y porque no dijimos nada, ya no podemos decir nada”.
A lo largo de la historia rusa, sí que ha habido individuos que con su coraje desafiaban estas reglas establecidas; Alexéi Navalni es el último de ellos. Sabían que pagarían un precio muy alto por ello, a menudo el precio de una vida. Y el temor por la vida propia no es nada comparado con la conciencia de que puedan vengarse a través de la gente próxima y querida. “En la tumba yace el marido, y en la cárcel está el hijo: rezad por mí”, describe su situación vital Anna Ajmátova en el poema Réquiem (1935-1940). Años más tarde escribirá una oda a Stalin con el simple objetivo de que el único familiar cercano que le quedaba con vida, su hijo Lev, sobreviviera. ¿Hay que juzgarla?
La perversidad de los gobernadores que se basan en la psicología del miedo para perpetuarse en el poder tiene en la historia rusa innumerables ejemplos. Pasternak rechazó el Premio Nobel de Literatura para proteger esencialmente a su gente más próxima. A pesar de ello, la mujer que inspiró a la protagonista de Doctor Zhivago sufrió serias represalias, como el escritor mismo hasta el final de sus días. Cuando en uno de mis últimos viajes a Rusia estaba sentada con una amiga en el banco delante de la tumba de Pasternak, criticando el poder de Putin, ella me susurraba: “Cuidado con lo que decimos, debajo de este banco de madera colocaban aparatos de escucha en la época comunista, para espiar. Siempre se ha considerado que los que vienen a honrar a un escritor como Pasternak son enemigos de la patria”.
Putin quiere sembrar pavor también fuera de las fronteras rusas —aparte de la guerra en Ucrania y de otros conflictos bélicos esporádicos en las zonas que fueron parte de la Unión Soviética— y ante el mundo occidental coquetea con el hecho de poder servirse de las armas nucleares que tiene Rusia como último recurso. “¡Si me consideran cruel, seré terrible!, dicen que exclamó Iván IV, apodado el Terrible, en la segunda parte de su régimen.
“Putin se está revelando como un nuevo Stalin”, afirmaba hace más de diez años otro amigo ruso, experiodista y antiguo historiador que —precisamente por pensar libremente— fue obligado una y otra vez a cambiar de trabajo. “No exageres”, replicaba yo, imaginando que una persona que ya había experimentado el temor en los tiempos soviéticos termina por ver demonios por todos lados. No exageraba. Solo conocía mejor los mecanismos que siempre ha utilizado el despotismo político que rige en su país, como mínimo desde la época de Iván el Terrible hasta la actualidad —con un corto respiro durante la época de la perestroika—.
No he preguntado a ninguno de mis amigos o colegas rusos si han ido a votar ni tampoco sobre lo que opinan de estas últimas elecciones; saben que es una farsa, pero no pueden hacer nada. Hablándome de cómo ha vuelto la censura en el arte y en la cultura, que teóricamente está prohibida por la actual Constitución rusa, uno de ellos hacía el siguiente diagnóstico: “Cuando celebrábamos el final del comunismo, nadie podía imaginar que llegaría una época aún peor que aquella. Esta primavera elegirán al actual presidente por sexta vez; me temo que ya no viviré para ver a otro distinto que él en el poder.”.
A medida que la política de Putin va cerrando cada vez más el cerco alrededor de la población de su país, algunos recuerdos de los tiempos en que una cierta democracia empezaba a respirarse en las calles de las urbes rusas a finales de la última década del siglo XX llegan ya no solo con tristeza, sino también con incertidumbre: ¿de verdad existieron alguna vez?
Al lado de un retrato de Navalni en un grafiti de gran tamaño en la capital rusa amaneció escrito “héroe de nuestro tiempo”, inmediatamente después de su indescifrable muerte en la cárcel de Siberia. Así se tituló la única novela de Mijaíl Lérmontov (1814-1841), otro de los valientes que cuando ya había muerto Pushkin, acusó al poder zarista de entonces: “Y no lavaréis nunca, con la negra sangre vuestra, la inocente y pura sangre del poeta, la justa sangre”. Estos versos pueden leerse ahora en las Ramblas de Barcelona, en un monumento improvisado para honrar a Navalni, el último de los mártires que lucharon por (más) libertad en Rusia. Pero todas estas figuras valientes dejaron huella más en la vida cultural o espiritual rusa, que en su historia material. Tamara Djermanovic es escritora y profesora de la Universitat Pompeu Fabra.



















[ARCHIVO DEL BLOG] Es el momento de la solidaridad. [Publicada el 22/04/20]










Subo hoy al blog una entrada especial que habla de la respuesta europea a la pandemia desatada en el continente por el Covid-19. Esta compuesta por cinco artículos publicados en diversos medios de prensa europeos, entre ellos El País, que es de donde yo los tomo, firmados por personalidades individuales de los más diversos ámbitos, la mayor parte de ellos en forma de manifiestos colectivos dirigidos a la ciudadanía y las autoridades europeas.
Este es el momento de la solidaridad europea; es esencial una estrategia económica y financiera concertada contra la crisis del coronavirus, afirma en el primero de esos escritos, Klaus Regling, director general del Mecanismo Europeo de Estabilidad. 
"La pandemia de la Covid-19 es una conmoción mundial -comienza diciendo Regling- que está golpeando todas las economías. Europa se enfrenta a la peor crisis sanitaria desde la llamada gripe española, hace un siglo. Como consecuencia, las economías europeas van a sufrir muchos más daños de los previstos inicialmente. Y eso exige una reacción política concertada y bien coordinada, tanto en el plano nacional como europeo, para limitar los perjuicios económicos, preservar la estabilidad financiera y prepararnos para la recuperación económica una vez que la crisis sanitaria esté bajo control. La gravedad de la situación médica y la dimensión de los daños económicos y sociales requieren urgentemente la solidaridad europea.
Los Gobiernos de la UE han anunciado y han empezado a aplicar medidas fiscales para contener las repercusiones económicas. Se calcula que ascienden hasta ahora al 2,3% del PIB, de media, en 2020. Los programas de ayuda a la liquidez, consistentes en garantías públicas y aplazamientos de los pagos de impuestos para empresas y contribuyentes individuales, constituyen más del 13% del PIB. Para complementar las medidas nacionales y mostrar la solidaridad de Europa es indispensable que haya una estrategia coordinada de toda la Unión. La Comisión Europea ha relajado las normas de ayuda a los Estados y, junto con el Consejo, ha activado la “cláusula de escape” general del Pacto de Estabilidad y Crecimiento con el fin de permitir el incremento necesario del gasto fiscal. Es crucial que el Banco Central Europeo actúe para mantener el funcionamiento del sector bancario y los mercados financieros.
¿Qué otras cosas debe hacer Europa para acompañar las medidas nacionales? ¿Cómo puede activar rápidamente más financiación para ayudar a los Gobiernos, las empresas y las personas en todos los Estados miembros de la UE? A corto plazo, al menos para 2020, la solidaridad europea debería consistir en utilizar las instituciones existentes —la Comisión Europea, el Banco Europeo de Inversiones (BEI) y el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE)— y sus respectivos instrumentos.
La Comisión Europea ha anunciado un plan de seguro de desempleo en toda la UE para preservar los puestos de trabajo durante la crisis del coronavirus. Además, la Iniciativa de Inversión en Respuesta al Coronavirus, con un presupuesto de 37.000 millones, servirá para ayudar a los sistemas de salud, las pequeñas y medianas empresas (pymes) y los mercados de trabajo y pondrá a su disposición recursos de los fondos estructurales. El BEI ha propuesto un Fondo de Garantía Europeo. El MEE, con su capacidad financiera sin utilizar de 410.000 millones, podría ofrecer líneas de crédito a tipos de interés bajos. Entre los recursos del MEE hay instrumentos financieros para emplearlos en distintas circunstancias. Las líneas de crédito preventivas —hasta ahora nunca utilizadas— parecen el instrumento más adecuado. Esas líneas de crédito no hay por qué activarlas, pero tienen la ventaja de que, cuando un país necesita ayuda urgente, el dinero puede llegar a toda velocidad.
Cuando el BEI y el MEE incrementan sus medidas, necesitan emitir bonos para financiar sus préstamos. El BEI y, en menor grado, la Comisión Europea emiten deuda a disposición de los 27 miembros de la UE, mientras que el MEE lo hace con los 19 de la eurozona. Las tres instituciones emiten deuda mutualizada, es decir, deuda europea, desde hace ya muchos años. En la actualidad, poseen entre las tres alrededor de 800.000 millones de euros en deuda europea pendiente. Proporcionan financiación con unos tipos de interés muy inferiores a los costes de financiación de la mayoría de los Estados miembros y han demostrado ser eficaces y competentes, incluso en circunstancias adversas.
Existen propuestas para crear instituciones o instrumentos nuevos, pero eso lleva un tiempo que ahora mismo no tenemos. Al comienzo de la crisis del euro, el primer fondo europeo de rescate provisional, el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, tardó siete meses en emitir su primer bono. Fue una muestra de velocidad increíble en comparación con otras instituciones similares que tardaron hasta tres años. Para crear deuda europea nueva es necesario contar con capital, garantías o unos ingresos asignados, además de un sistema legal y de gobierno en marcha.
Con la vista puesta más allá de este año, podrán diseñarse soluciones de más amplio alcance, que serán necesarias para ayudar a que las economías europeas se recuperen de la convulsión de la pandemia. El próximo Marco Financiero Multianual se centrará en luchar contra las consecuencias económicas de la crisis del coronavirus. Podríamos tener en cuenta, por ejemplo, qué Estados miembros sufren los peores efectos económicos. Seguramente, Italia no debería ser contribuyente neto al presupuesto de la UE durante los próximos años. Además, el BEI podría aumentar su capital, lo que le permitiría prestar más dinero durante varios años. Y el MEE tiene capacidad de préstamo.
Este es el momento de la solidaridad en Europa. Si queremos proteger el Mercado Único de la UE, no basta con que cada uno rescate su propia economía. A cada miembro de la Unión le interesa que los demás miembros superen esta crisis".
La crisis sanitaria podría representar una oportunidad para el centro político, comenta a su  vez Klaus Geiger en el segundo de los escritos, jefe de la sección de Internacional del diario Die Welt,  con naciones fuertes en una Europa fuerte.
"Al igual que el resto de los países europeos, -comienza diciendo Geiger- Alemania atraviesa la tercera gran crisis en una década. Pero esta vez existe la esperanza de que las consecuencias políticas sean muy diferentes En Alemania, la crisis del euro y la de los refugiados provocaron el desgaste de los partidos de centro y reforzaron los extremos. Mientras que, hace una década, las grandes formaciones CDU/CSU y SPD sumaban alrededor del 70% de los votos, actualmente han descendido por debajo del 50%.
Sin embargo, en la crisis del coronavirus, los partidos centristas vuelven a subir en los sondeos, Alternativa para Alemania (AfD) pierde simpatías, y lo mismo ocurre con La Izquierda y Los Verdes. En tiempos de miedo e incertidumbre, en los que el cambio no se considera posible, los alemanes buscan seguridad. La ciudadanía se agrupa detrás del Gobierno federal y elogia su respuesta supuestamente firme a los retos. En uno de los sondeos, el 90% de los alemanes se mostraba de acuerdo con las restricciones al movimiento y la paralización de la vida pública. Un tercio de ellos quería medidas aún más estrictas.
Pero Alemania está al principio de la crisis. Dependerá de las próximas semanas, de los próximos meses, y quizá de los próximos años, que las consecuencias políticas sigan siendo controlables o que los populistas de ambos extremos acaben por volver a fortalecerse. La cuestión es vital para Alemania, pero también para toda Europa. Cuando pase la fase aguda de la crisis, ¿las fuerzas moderadas seguirán siendo valoradas como aquellas que la gestionaron con sensatez? O, por el contrario, cuando empiece el restablecimiento psicológico, económico y social ¿renacerán las recetas simples?
Alemania es el país de Europa con más camas en unidades de cuidados intensivos. ¿Por qué no abre entonces sus hospitales a otros países en un acto de solidaridad europea? Algunos centros ya lo han hecho y han ingresado a pacientes de coronavirus de Italia y Francia. Han sido símbolos bonitos, pero mínimos. ¿Cómo es posible que en Italia, Francia y España mueran enfermos porque no reciben tratamiento, mientras en Alemania todavía hay camas vacías? ¿No sería un imperativo moral repartir a los pacientes por Europa? ¿Lo contrario no significa que Europa está muerta? Sin embargo, ¿qué dirían los ciudadanos de la República Federal si Alemania abriese de verdad sus hospitales, y de repente no quedasen camas para las urgencias alemanas?
Las consecuencias económicas que tendrá esta crisis plantean interrogantes similares. En pleno miedo al virus, prácticamente nadie presta atención a los miles de millones en ayudas que está autorizando la Unión Europea. Pero ¿y dentro de unos meses? ¿Qué pasará si una profunda crisis económica da lugar a una nueva crisis europea de la deuda, tal vez peor que la de 2009? ¿Y si otra vez hay que salvar de la quiebra a determinados países y los ciudadanos alemanes, además de haber sufrido el virus, tienen que responder por ellos?
Es posible que entonces vuelva a sonar la hora de los populistas y que el nacionalismo de AfD recupere atractivo para muchos alemanes. Un nacionalismo que podría revivir en otros países europeos y acabar dividiendo aún más al continente.
Por eso, para los partidos moderados de Alemania, la crisis representa una oportunidad, pero también un peligro. Estas formaciones tienen que encontrar una vía intermedia inteligente y sensata entre la solidaridad europea y los intereses nacionales. El nacionalismo radical como el que se vio en los primeros días de la crisis destruirá a Europa, pero el altruismo radical y la solidaridad europea completa son igualmente peligrosos para la Unión. No tiene nada que ver con la xenofobia y el antieuropeísmo. Es humano. Los Gobiernos deben tener en cuenta que los partidos de centro tienen que soportar y conciliar estas contradicciones. Es su obligación no perder de vista los intereses de sus ciudadanos y, al mismo tiempo, mostrarse solidarios con otros países europeos. De esta manera, la crisis podría representar una verdadera oportunidad para el centro político y para un futuro propicio con naciones fuertes en una Europa fuerte".
Tras el fracaso del Consejo Europeo, el tercero de los textos citados, es un comunicado conjunto suscrito por varias personalidades europeas, encabezadas por Gesine Schwan, exrectora de la Universidad Viadrina de Fráncfort y dos veces candidata a la presidencia de la República Federal Alemana, en el que afirman que es necesario un compromiso dinámico entre Alemania y los nueve países que defienden la emisión de "coronabonos", pues sin un nuevo patriotismo europeo, el declive de la UE es inevitable
"Del Consejo Europeo reunido el pasado 26 de marzo para tratar las medidas europeas dirigidas a gestionar la crisis actual, -comienza diciendo el escrito encabezado por Schwan- la más grave desde 1929 y mucho peor que la de 2012-2017, salió una Unión Europea totalmente dividida. La pandemia del coronavirus y la crisis económica y social derivada de ella ofrecen a Europa una oportunidad extraordinaria: la de decidir avanzar hacia una unidad más profunda, o debilitarse de manera irrevocable. La vía que prevalezca dependerá, como es lógico, de las decisiones que tomen los Gobiernos en el Consejo Europeo y otras instituciones de la UE, pero también y sobre todo, de la movilización de la ciudadanía y la opinión pública en cada uno de los Estados miembros. ¿Se adoptarán medidas que correspondan a los valores, las tradiciones y las cada vez mayores responsabilidades de la Unión a escala mundial? A Europa se le plantea la siguiente cuestión: ¿es la Unión Europea una comunidad de destino, una Schicksalsgemeinschaft, o tan solo una asociación instrumental de egoísmos nacionales en la que las decisiones individuales tomadas a ciegas en beneficio propio se imponen a una respuesta a la altura de los retos históricos? ¿Existe todavía un sentimiento común de pertenencia basado en unos intereses sólidos compartidos?
Las fuerzas desintegradoras de la derecha y la extrema derecha, ganadoras con el Brexit pero temporalmente derrotadas en las elecciones al Parlamento Europeo del 26 de mayo están aquí, preparadas para un renovado ataque implacable al euro y a la Unión. Y podría ser que, en esta ocasión, esas fuerzas saliesen victoriosas al sacar cínico provecho de la masiva desconexión popular de la Unión Europea, provocada en parte por el enorme sufrimiento soportado durante esta crisis sanitaria y por la tragedia social y económica que nos espera, pero también por la inacción moral y política de las élites proeuropeas.
El Parlamento Europeo se ha pronunciado claramente a favor de un salto hacia la integración europea. En cambio, la Comisión, a pesar de haber puesto en marcha en 2019 el grandioso y visionario proyecto del Pacto Verde, que había de conferir identidad a la Unión, es responsable del actual punto muerto. Esto se debe a su falta de liderazgo, tanto en lo que se refiere al presupuesto plurianual como a la adopción de medidas para hacer frente a esta crisis sanitaria y a sus consecuencias económicas. A diferencia de lo que ocurrió en 2012-2017, la crisis actual no representa una conmoción asimétrica, sino simétrica, ya que afecta a todos los países, aunque en este momento esté golpeando con especial fuerza a los países del sur, que ya fueron los que más sufrieron durante la crisis migratoria. Una situación de emergencia excepcional exige soluciones excepcionales.
La decisión del Banco Central Europeo de asignar 750.000 millones de euros al mercado de bonos es importante, pero no decisiva, ya que, en anteriores crisis menos graves, el organismo inyectó entre 50 y 80.000 millones al mes durante varios años (expansión cuantitativa). Además, no se puede esperar que el BCE actúe solo. Sus medidas tienen que ir acompañadas de otras nacionales y europeas. Es posible que la suspensión del Pacto de Estabilidad permita a los Gobiernos nacionales responder a esta emergencia como lo harían "a una guerra" —en palabras de Draghi (Financial Times)—, dedicando los mayores esfuerzos financieros a salvar nuestra industria y nuestra economía, lo cual repercutirá después en el empleo.
Pero todo esto es trágicamente insuficiente ante las necesidades extremas y los déficits públicos que, en el contexto de la recesión que se prevé, no harán sino aumentar a un nivel que se calcula entre el 2 y el 6 % del PIB. Por eso, resulta imperativo que la UE combine un derroche de solidaridad antivirus con una solidad financiera concreta.
La situación en la Unión nunca ha sido más inquietante, y las decisiones políticas pueden empujar a millones de ciudadanos al euroescepticismo y al nacionalismo con consecuencias impredecibles, como ha demostrado lamentablemente el caso húngaro.
De hecho, se están intercambiando acusaciones más duras que nunca. Por una parte, está el tema del riesgo moral al que aluden la derecha holandesa y la alemana, según el cual los eurobonos, es decir, la mutualización de las deudas nacionales, fomentarían las prácticas inmorales y la relajación presupuestaria en los países endeudados con riesgo moral. Por otra parte, se acusa a los países del norte no solo de insolidaridad en una situación en la que España e Italia registran casi 1.000 muertes diarias, lo cual provoca un creciente malestar social, y en la que la pandemia se está propagando de manera significativa por Francia y Bélgica, sino además, y esto es lo fundamental, de querer aprovechar la crisis financiera que se avecina para enriquecerse y cambiar el equilibrio de poder en Europa. Estas acusaciones mutuas ampliamente reproducidas por los medios de comunicación, este hundimiento de la confianza, están provocando el descontento incluso de los europeos más convencidos y enmarañando el corazón del consenso construido con tanto esmero a lo largo de los últimos 70 años. El perjuicio a nuestras democracias puede convertirse pronto en irreparable.
El Consejo Europeo del 26 de marzo fue lamentablemente incapaz de lograr un compromiso. Más desastroso aún fue que delegase la búsqueda de una solución en el Eurogrupo a pesar de que este acababa de delegar ese mismo asunto en el Consejo. Nos encontramos en un punto muerto que hay que resolver en unos días, que serán decisivos.
Estamos convencidos de que existe un amplio consenso, no solo en los ocho Estados miembros cuyos Gobiernos han redactado y enviado la carta a Charles Michel pidiendo la emisión de coronabonos, sino también entre la opinión pública de Alemania, Holanda, Austria y Finlandia, a favor de:
1. Una negociación de las condiciones de acceso en situación de crisis/emergencia al Mecanismo Europeo de Estabilidad (que dispone de 430.000 millones de euros), cuyos préstamos actualmente están condicionados a que los Estados miembros en crisis queden sometidos a supervisión, lo cual resulta inaceptable.
2. La creación de un grupo europeo de expertos cualificados que proponga nuevos instrumentos urgentes con todos los detalles técnicos necesarios. Por supuesto, los ocho Estados afectados no deben empeñarse en los eurobonos como si fuesen la única solución viable, sino en el objetivo que hay detrás de ellos. No obstante, la propuesta de los eurobonos promete ser muy eficaz (al mostrar unidad frente a los mercados mundiales) y tener un alto valor simbólico (de cara a la ciudadanía). En consecuencia, no se puede desechar por completo tachándola de propaganda barata.
Por consiguiente, hay que enviar dos importantes mensajes:
El primero, de esperanza, se tiene que dirigir al ciudadano de a pie, a los pueblos de Europa alarmados por la crisis del coronavirus y preocupados por su futuro, y decirle que la Unión Europea está aquí para ayudar, que va a enfrentarse decididamente a esta crisis sanitaria, social y económica con más unidad y un gran proyecto de recuperación económica y social.
El segundo tiene que ir dirigido al mundo entero y transmitir que la Unión Europea garantiza la unidad, la fuerza y la estabilidad de la zona euro, asegurando nuestra "soberanía común" (en palabras de Macron) ante los mercados mundiales y las potencias que pretenden dividirla y destruirla.
La Unión Europea tiene una responsabilidad mundial con el género humano. Estados Unidos ha subestimado la pandemia, y ha quedado demostrado que su Gobierno central ya no posee la autoridad política y moral necesaria para coordinar de manera eficaz la batalla contra el coronavirus que está atacando al mundo, ni para decretar las nuevas medidas económicas necesarias durante este periodo de primarias y durante la fase de autoaislamiento. Solo la Unión Europea, en un contexto de cooperación multilateral, puede intervenir con éxito y allanar el camino hacia la gestión de esta crisis sanitaria sin precedentes y de sus consecuencias sociales y económicas.
Ha llegado el momento de un nuevo patriotismo europeo. Nuevo porque es imprescindible que esté cimentado tanto en las comunidades nacionales, que se vuelven a movilizar por la solidaridad, como en las redes transnacionales. Los millones de ciudadanos comprometidos, de voluntarios, de trabajadores de la sanidad y asociaciones de la sociedad civil sin ánimo de lucro se unen como uno solo. Esta es la sólida base humana de una nueva fase de la idea de Europa, la vía para enlazar creativamente los valores centrales de la Unión con la capacidad técnica y política, y nuestra manera de ofrecer al mundo un mensaje de fuerza y esperanza ante esta crisis sin precedentes".
El cuarto de los artículos es un escrito colectivo firmado por más de 100 intelectuales, filósofos, economistas, historiadores y politólogos europeístas, encabezado por Giacomo Marramao, Pierre Rosanvallon y Fernando Savater. Un  manifiesto en el que se reclama una actuación conjunta de todos los países de la UE frente al coronavirus.
"La Unión Europea no es solo un mercado común con una moneda única -comienza diciendo el manifiesto-. Es, sobre todo, una comunidad política caracterizada por compartir valores políticos básicos: igualdad, dignidad de las personas, paz, solidaridad, derechos de libertad y derechos sociales reconocidos a todos los ciudadanos europeos. Hoy, ante la emergencia más grave de su historia, este milagro de civilidad jurídica corre el riesgo de precipitarse en la tragedia de los egoísmos económicos y los conflictos políticos. Sabemos bien, a partir de la experiencia del siglo pasado, que la ceguera nacionalista puede tener efectos más devastadores que una pandemia.
Por esta razón, nosotros los pueblos europeos, hemos acordado que, "para luchar contra los grandes flagelos que trascienden las fronteras", los Estados miembros de nuestra Unión deben "coordinar entre sí, en conexión con la Comisión, sus respectivas políticas" y "actuar conjuntamente con espíritu de solidaridad” (Tratado de Funcionamiento de la Unión, artículos 168 y 222).
Europa todavía está a tiempo de hacerse cargo de la gestión de la crisis. Pero esto requiere una respuesta homogénea y unitaria, y por lo tanto comunitaria, para evitar que medidas inadecuadas, fragmentarias e inoportunas, pongan en peligro el futuro de millones de personas e incluso las perspectivas de la Unión misma.
La Unión Europea, superando el doloroso conflicto entre soberanismos opuestos, debe actuar de inmediato en apoyo de los países donde el impacto del virus ha sido más violento y las consecuencias sociales del bloqueo de las actividades productivas resultan menos sostenibles. El futuro de la Unión está ligado a la rapidez y eficacia de esta acción en beneficio de la vida de sus ciudadanos. El bienestar y la paz de mañana dependen de las decisiones de hoy". Y lo firman, por orden alfabético: Perfecto Andrés Ibañez,  Brunella Antomarini,  Roberta Ascarelli, Manuel Atienza, Philippe Audegean, Gaetano Azzariti, Luca Baccelli, Étienne Balibar , Mauro Barberis, Fabrizio Barca, Pablo Barrios Almazor, Piero Bevilacqua, Italo Birocchi, Roberto L. Blanco Valdés, Maria Luisa Boccia, Giuseppe Bronzini, Mercedes Buades Lallemand, Christine Buci-Glucksmann, Annarosa Buttarelli, Juan Ramón Capella, Luciana Castellina, Franca Chiaromonte, Pierluigi Chiassoni, Ramiro Cibrián, Detlev Claussen, Giuseppe Cotturri, Paolo Comanducci, Pietro Costa, Enzo Cucchi, Maria Rosa Cutrufelli, Carmen Cruz Ayala, Erhard Denninger, Paolo Di Lucia,  Ida Dominijanni, María Escribano, Maria Teresa Espejo Merchán, Alessandra Facchi, Luigi Ferrajoli, Alessandro Ferrara, Maria Rosaria Ferrarese, Mercedes Fuertes, Sebastián Gámez Millán, Elías Díaz García, Agustin Garmendia, Andrea Giardina, Antonio Gnoli, Elena Granaglia, Marina Graziosi, Rafael Guardiola Iranzo, Riccardo Guastini, Javier Hernández García, Yvonne Hütter, José Manuel Igreja Matos, Dario Ippolito, Franco Ippolito, Antonio Jimenez-Blanco, Carmen Lamarca, Justine Lacroix, Raniero La Valle, Giacomo Marramao, Tecla Mazzarese, Lia Migale, Luis Moita, Giancarlo Monina, Jean-Claude Monod, Miriam Moreno Aguirre, Giovanni Moro, Chantal Mouffe, José Mouraz Lopes, Icíar Muguerza López, Jaiver Olaverri, José Olivero Palomeque, Valerio Onida, Félix Ovejero, Alessandro Pace, Elena Paciotti, Giovanni Palombarini, Letizia Paolozzi, Valentina Pazè – Laura Pennacchi, Stefano Petrucciani, Giorgio Pino, Tamar Pitch, Bianca Pomeranzi, Jean-Ives Pranchère, Luis Prieto Sanchís, Enrico Pugliese, Gabrielle Radica, Eligio Resta, Giorgio Resta, Myriam Revault d’Allonnes, Pierre Rosanvallon, Nello Rossi, Martin Rueff, Alfonso Ruiz Miguel, Ramón Sáez, Mariuccia Salvati, Fernando Savater, Juan Carlos Savater, Roberto Schiattarella, Antonio Scialà, Francisco Sosa Wagner, Céline Spector, Mario Telò, Philippe Texier, Gianni Tognoni, Fausto Tortora, Alberto González Troyano y Alejandro Zurita.
Por último, subo al blog otro manifiesto dirigido a los presidentes del Parlamento Europeo, del Consejo Europeo y de la Comisión Europea, encabezado por Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura 2019; Carlo Ginzburg, historiador; Agnieszka Holland, directora de cine; Fernando Savater, filósofo; Mieke Bal, teórica y crítica de cultura; Ulrike Beate Guérot, politóloga; ladislas Dowbor, economista; y Luigino Bruni, economista.
"La magnitud de la crisis asociada a la Covid-19 -comienzan diciendo los firmantes del mismo- significa que las soluciones adoptadas para combatirla determinarán el futuro de la democracia liberal, la economía y la integración europea.
Es por eso que les instamos a asumir la responsabilidad política y tomar la iniciativa. Esto faltó en 2008 durante la crisis financiera más reciente; hoy, todavía estamos sufriendo las consecuencias de este error.
Les pedimos que asignen recursos financieros para garantizar que los trabajadores tengan una posibilidad real de mantenerse durante la cuarentena y la crisis; que las empresas tengan la posibilidad de sobrevivir la crisis económica; subvenciones sustanciales de los servicios públicos, sobre todo la sanidad pública; investigación efectiva sobre medicamentos para la Covid-19 y la vacuna contra el SARS-CoV-2.
Hoy en día, debemos salvar no solo miles de europeos infectados con coronavirus. Los pacientes que corren el riesgo de morir también son los valores europeos, como el valor de la vida humana, de la democracia, de la solidaridad, de la comunidad, de la dignidad del trabajo y del empleado. Estos valores deben aparecer en términos prácticos, en las decisiones específicas que enfrentamos ahora. Europa debe demostrar que:
La vida de todas las personas, incluidos los ancianos, es un valor absoluto, no una carga para el presupuesto estatal o la economía. Considerando la muerte de una parte importante de la sociedad como un costo externo, el sacrificio consciente de la vida de las personas ante el altar de un rápido retorno al camino del crecimiento del PIB es bárbaro, y además económicamente ineficaz.
La introducción del sistema de pensiones universales fue un logro de la civilización en Europa: la legitimación estatal de la solidaridad de toda la sociedad hacia los ancianos. No dejemos solas a las personas que trabajaron para nuestro bienestar común toda su vida: merecen nuestra gratitud y tienen derecho a ser cuidados y a que sus vidas sean protegidas.
No hay mercado libre sin la libertad de sus participantes. Esta libertad es una ilusión en una situación de desequilibrio extremo. Esto sucede cuando los empleados se convierten en rehenes obligados a poner en peligro su salud y su vida para ganarse la vida. El sistema de libre intercambio de bienes y el espíritu empresarial se transforma en un régimen económico absoluto.
Por eso postulamos:
1. Apoyo incondicional para todos. Debe pagarse una renta básica universal durante al menos tres meses tanto a los trabajadores actuales como a los desempleados, directamente a sus cuentas bancarias. Recordemos que la burocracia es el enemigo de los más vulnerables. Si obtener apoyo financiero depende de procedimientos largos y complicados, no llegará a tiempo a aquellos que acaban de enfrentar el peligro de caer en una espiral de deuda y pobreza. No tenemos tiempo para la verificación de ingresos; esto es estándar en la política del mercado laboral, pero en tiempos de paz, no de guerra. La verificación adecuada que permita gravar de forma correcta los ingresos adicionales pagados como parte de la renta básica debe realizarse al final del año fiscal.
La economía no puede esperar el impulso de la demanda y el apoyo al consumo. Mientras tanto, necesitamos comprar urgentemente el tiempo imprescindible para mantener la cuarentena necesaria. No podemos esperar hasta que el dinero transferido a los grandes jugadores en forma de rescates comience a gotear en el mercado a los consumidores y ciudadanos. Este reclamo no era válido en tiempos de paz, y aún menos funcionará en tiempos de emergencia o de guerra. No podemos obligar irresponsablemente a los empleados sin estabilidad financiera a abandonar la cuarentena necesaria. Por eso necesitamos una transferencia financiera inmediata, directa y universal de la Unión Europea a sus ciudadanos, financiada directamente del presupuesto de la Unión, y la emisión de dinero por parte del Banco Central Europeo.
2. Apoyo a las empresas para mantener puestos de trabajo y socialización de las ganancias. Es necesario garantizar que las empresas europeas, en particular las pequeñas y medianas empresas, mantengan su potencial de producción y un entorno económico estable a través de inyecciones de liquidez, así como la suspensión de sus obligaciones fiscales. La política monetaria debe ir de la mano de la fiscal: la crisis previa en la Unión duró tanto y fue tan severa para los más pobres porque los gobiernos temían admitir que la flexibilización cuantitativa no se tradujo en crecimiento económico. Es por eso que pedimos apoyo directo para financiar las medidas anticrisis de los presupuestos nacionales por parte del Banco Europeo de Inversiones y el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo. La ventaja de Europa sobre los sistemas autoritarios debe ser la fortaleza de sus instituciones y su capacidad para responder a las crisis.
Al mismo tiempo debería cambiar la estructura de propiedad de las empresas apoyadas claves. Los recursos destinados a salvar empleos deberían servir a los empleados, no a los consejos asesores de las empresas y a los mercados financieros. La consecuencia de la crisis no puede ser más aumento de la desigualdad y una ola de privatización de los servicios públicos. Europa debería salvar empleos, no ganancias de consejos. Por lo tanto, el apoyo empresarial debe estar vinculado a la responsabilidad y protección de los contribuyentes europeos. Postulamos que la ayuda pública para las corporaciones tome la forma de recapitalización europea, y que el Banco Central Europeo se haga cargo de las acciones de las empresas apoyadas. Esta solución, conocida por ejemplo por la crisis financiera de 2008, garantizará el control de la nómina y de los dividendos, así como la participación conjunta y solidaria de las sociedades europeas en las futuras ganancias corporativas.
3. Cofinanciación de servicios públicos a través de bonos europeos aplicables a toda la Unión. La crisis a la que nos enfrentamos es una crisis de salud pública. Nos muestra que la sociedad es tan segura y saludable como lo son sus miembros más vulnerables. Por eso las sociedades y las economías no pueden permitirse la falta de acceso a una asistencia sanitaria universal de alta calidad. Es la respuesta incorrecta a la crisis financiera de 2008, la degradación de los servicios públicos en nombre de una supuesta racionalidad económica, lo que ahora genera gastos adicionales y dificulta la lucha efectiva contra la pandemia.
Hoy, la Unión Europea, liberando a través de unos bonos europeos apropiados para toda la Unión los recursos financieros adicionales para los estados-nación que permitan un aumento radical en el gasto en atención médica, especialmente en los países más gravemente afectados por la pandemia, mostraría que la salud y la vida de los ciudadanos europeos es una prioridad y a los estados-nación que la solidaridad europea es una realidad, no una fantasmagoría. También permitiría una movilización controlada de los recursos de producción en Europa hacia el objetivo común de la salud pública.
4. Investigación comunitaria sobre los medicamentos y la vacuna. Debe financiarse con fondos públicos europeos la investigación sobre medicamentos para la Covid-19 y la búsqueda de la vacuna contra el virus SARS-CoV-2 deben financiarse con fondos públicos europeos. Las vacunas y medicamentos descubiertos gracias a estos fondos deben ser libres de patentes, de acuerdo con los principios de solidaridad universal.
La Europa unida surgió como una respuesta a la devastación espiritual y material de la Segunda Guerra Mundial, llegando a las raíces de la crisis y del desempleo de la década de 1930. Esta crisis es un momento de elección: puede llevarnos al colapso de la Unión y a la fluctuación entre el caos y el autoritarismo. Sin embargo, puede convertirse en una oportunidad para renovar el acuerdo social que conecta a Europa y sus ciudadanos, una oportunidad para cambiar el modelo de gestión a uno más solidario y más sostenible.
Es ilusorio creer que los países europeos en una situación económica más difícil vencerán solos una pandemia. Si queremos superar la pandemia y alejarnos de la inminente grave crisis económica, para proteger a Europa de caer en el caos durante largas décadas, debemos actuar de acuerdo con el principio: United we stand, divided we fall.
Nuestra carta está dirigida a quienes administran las instituciones de la Unión Europea; El presidente del Consejo, la presidenta de la Comisión Europea y el presidente del Parlamento Europeo y a los miembros de todas las facciones del Parlamento Europeo. Representamos varios ambientes ideológicos. Estamos convencidos de que hoy, los liberales que reconocen el valor de cada individuo, los conservadores que creen en la solidaridad intergeneracional y la izquierda que pide respeto por la dignidad del trabajo, tienen que actuar juntos.
En este momento, no hay una división entre liberales, izquierdistas y conservadores. Se establece una línea de demarcación entre aquellos que están apegados a la idea de ganancias a corto plazo y están dispuestos a sacrificar a sus conciudadanos en nombre de la supuesta protección del PIB, y aquellos que no están de acuerdo con esa lógica". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











viernes, 22 de marzo de 2024

De la salvación de la iglesia

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. La noticia de que varios sacerdotes de la diócesis de Toledo piden la muerte del papa Francisco por hereje, me ha hecho recordar un artículo del filósofo Fernando Bermejo que leí hace años sobre si la iglesia tiene salvación. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Hans Küng, en la puerta de Rashomon
FERNANDO BERMEJO
23 MAR 2013 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro "¿Tiene salvación la Iglesia?", de Hans Küng (Trotta, 2013)
Nunca han faltado en la historia del cristianismo las voces críticas que han denunciado las presuntas traiciones al ideal original, la falta de «conformidad con el Evangelio» y han pedido, cuando no exigido, una reconversión a conciencia. Hasta tal punto es así que el lema, originalmente protestante, Ecclesia semper reformanda, ha pasado a ser enarbolado por no pocos católicos imbuidos de voluntad de cambio. Las controvertidas declaraciones del anciano cardenal Carlo Maria Martini o el libro Lo que el viento se llevó en el Vaticano, del sacerdote Luigi Marinelli (bajo el seudónimo I Millenari), son sólo algunos ejemplos recientes.
No es necesario estar versado en los entresijos eclesiásticos para percatarse de que el título elegido por Hans Küng para su último libro es abiertamente provocador: la institución bimilenaria que se ha arrogado la pretensión de poseer el monopolio de decidir quién merece «salvarse» –condensado en el clásico y presuntuoso adagio Extra ecclesiam nulla salus– se ve enfrentada aquí a una posible condena, en una desafiante inversión. Este aspecto queda expresado, si cabe, de modo aún más impactante en el original alemán de 2011 (Ist die Kirche noch zu retten?), pues en él se plantea si es posible salvar todavía a la Iglesia; el editor español parece haber preferido un título lo más breve posible. Por lo demás, el lector puede estar tranquilo: la traducción de José Manuel Lozano-Gotor no sólo es francamente excelente, sino que apenas se detectan erratas (tan solo un gazapo en el último párrafo de la página 116: donde dice «resultó posible» debería decir «resultó imposible»).
El motivo que ha llevado al muy prolífico teólogo suizo a escribir este libro es expuesto en una suerte de prólogo, en el que se refiere a la existencia de una grave crisis eclesial que consiste, según él, en un problema de gobierno. Esta crisis, que tiene el rango de una «crisis sistémica» se habría hecho visible para el mundo entero en uno de sus síntomas más recientes, a saber, la revelación de los muy abundantes casos de abusos a menores por parte de miembros del clero católico, un tema aludido a menudo, desde el principio hasta el final del libro. Como prueba de la existencia de una crisis objetiva se aducen el abandono de la Iglesia católica por parte de numerosos fieles en los últimos años (varios cientos de miles sólo en Alemania), la opción de muchos por Iglesias protestantes, así como el creciente desapego del pueblo con respecto a sus jerarquías y la alarmante disminución de vocaciones sacerdotales.
El núcleo de la crisis, a juicio de Küng, se halla en que la Iglesia «padece bajo el sistema de dominación romano», un sistema esencialmente medieval que se caracteriza «por el monopolio del poder y la verdad, por el juridicismo, el clericalismo, la aversión a la sexualidad y la misoginia, así como por el empleo espiritual-antiespiritual de la violencia». De hecho, la obra puede entenderse como una crítica al distanciamiento de diversos aspectos del Concilio Vaticano II por parte de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI y a sus «derroteros restauracionistas», así como a la docilidad de la mayoría de los aproximadamente cinco mil obispos católicos como fieles ejecutores de las órdenes del Vaticano. Dicho de otro modo: el problema de la Iglesia no consistiría –como afirma el discurso oficial romano– en un proceso de creciente secularización o en las campañas de descrédito efectuadas por medios de comunicación hostiles, sino, ante todo, en una funesta evolución interna de la que Roma es directamente responsable.
El resto del libro, estructurado en seis capítulos, está construido sobre una alegoría nosológica. La Iglesia católica, nos dice el autor, padece una seria «enfermedad», y la patogénesis debe ser expuesta por alguien que no se entienda a sí mismo como juez, sino como una especie de médico o (psico)terapeuta. El altar se convierte aquí en una mesa de operaciones, y las metáforas médicas –gérmenes patógenos, anamnesis, análisis, diagnóstico, fiebre, virus, infección, rehabilitación, recaída, convalecencia…– inundan el libro. A diferencia de la habitual presentación triunfalista escenificada en una suntuosa liturgia o en las multitudinarias Jornadas Mundiales de la Juventud –acompañadas a menudo de lo que Küng llama «papismo» y otros, «papolatría»–, el autor dibuja una situación dramática.
El reformista, no obstante, suele ser un empecinado optimista. De hecho, la intención del libro no es sólo elaborar un diagnóstico preocupante, sino también proponer una terapia eficaz. Así, el último capítulo («Terapia ecuménica. Remedios») presenta toda una serie de propuestas para la sanación de la Iglesia, que van desde la reforma radical de la curia vaticana –de estructura cortesana– y la remodelación del Derecho Canónico a la transparencia de las finanzas eclesiásticas, pasando por la supresión de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de toda forma de represión intraeclesial, la elección democrática de los obispos, el logro de la comunión con las restantes Iglesias cristianas, la autorización del matrimonio a eclesiásticos y la apertura de los ministerios a las mujeres. En palabras de Küng, «un exhaustivo y detallado “plan de salvamento” para la Iglesia gravemente enferma».
Un indudable mérito del libro consiste en estar escrito con claridad y orden, y en combinar de manera suficientemente atractiva información y juicios de valor. El tono es grave y en ocasiones solemne (Küng es alguien que se toma a sí mismo muy en serio, algo que puede llegar a ser divertido), aunque en alguna rara ocasión el autor hace gala de cierto sentido del humor, como cuando propone que la heredera de la Inquisición, la «Congregación para la Doctrina de la Fe», sea sustituida por una «Congregación para la Práctica del Amor», una instancia que examinaría todo acto de la curia «con intención de asegurarse de que no contraría el espíritu del amor cristiano».
Dado que una obra de esta naturaleza es especialmente susceptible de ser valorada de modos harto diversos, en lo que sigue intentaré adoptar al menos algunas de las distintas perspectivas con que podría ser analizada: la de un cristiano progresista, la de uno conservador, la del polemista anticlerical al uso y la de un historiador independiente y aconfesional. A mi juicio, la adopción de estos variados puntos de vista –que en ocasiones, por supuesto, pueden solaparse– contribuirá a poner de relieve con mayor imparcialidad, y de manera caleidoscópica, tanto las luces como los límites de este libro.
Antes, sin embargo, conviene efectuar una observación elemental en la que cualquier crítico concordará: me refiero a la existencia de un nada desdeñable décalage entre el título y el contenido del libro. En efecto, el lector advierte pronto que «la Iglesia» enferma designa en el discurso de Küng a los órganos de gobierno de la Iglesia católica: al papa y a la curia vaticana y, por extensión, a los obispos. Ahora bien, la Iglesia católica es una realidad mucho más vasta y compleja que algunos millares de dirigentes. El propio Küng lo reconoce, aunque en una breve sección titulada «la otra Iglesia», en la que se refiere aprobadoramente a la comunidad de creyentes comprometidos de modo activo y a menudo ejemplar en la transformación de la sociedad. Obviamente, definir una realidad tan amplia como «medieval, contrarreformista y antimoderna» es el resultado de una falacia metonímica. Podría, pues, reprocharse con justicia a Küng no llamar a las cosas por su nombre y desorientar con ello a sus lectores. Sobre este punto –debido sin duda a meras razones de marketing– en el caso de un teólogo muchos tenderán a hacer la vista gorda, pero la falacia sigue ahí: es fácil imaginar qué tipo de reproches se harían a un no cristiano que pretendiese llevar a cabo un diagnóstico crítico de la Iglesia católica qua talis mientras se dedica tan solo a fustigar a las altas jerarquías vaticanas: con seguridad su intento sería juzgado despectivamente como una superficialidad imperdonable. Un título más preciso y riguroso habría sido «Crítica del poder eclesiástico católico» o uno equivalente, pero el dramatismo del título elegido contribuye a aumentar las ventas. Por lo demás, ese título tiene un obvio componente retórico, ¿o a alguien se le pasa por la cabeza que el sacerdote Küng podría responder negativamente al interrogante que formula?
La reacción del cristiano progresista ante el último libro del teólogo no es difícil de adivinar: oscilará entre la moderada aprobación y el encendido entusiasmo. Al fin y al cabo, la crítica de Küng es –por propia confesión– intrínsecamente eclesial, y está dictada por una no quebrantada lealtad y un profundo amor a su Iglesia. Así, el núcleo de su propuesta no estriba en la eliminación del papado o del Vaticano, sino sólo en la supresión de la ideología de dominio y en la profunda reforma del papado, que debería ser entendido como un «servicio petrino». El primado de Roma es susceptible de ser conservado, sí, pero no como primado de gobierno o jurisdicción sobre el conjunto de la Iglesia, sino como un primado pastoral. El lector favorable al autor dirá que este se mantiene en un justo equilibrio: valora la tradición sin ser tradicionalista; está abierto a lo nuevo, sin ser un adicto a ello, propugnando un camino medio dotado de libertad sin caer por ello en un modernismo entusiasta como acomodación al espíritu de la época.
El cristiano progresista hará hincapié en el valor crítico del análisis histórico llevado a cabo por el teólogo suizo. Dado que la «historia clínica» de la Iglesia es antigua y compleja, la exposición que efectúa Küng en sus «anamnesis» (en el doble sentido del término: «rememoración» y «conjunto de datos clínicos en el historial de un paciente») no sólo resultará instructiva para muchos lectores, sino que permite contemplar sub specie temporis lo que a menudo es presentado simplemente sub specie aeternitatis. Este procedimiento ayuda a relativizar no pocas pretensiones, y a apreciar como resultado de una evolución –a menudo fundada en intereses particulares o veleidades subjetivas– lo que se presenta como verdades de fe o principios inmutables, en asuntos tales como la idea del pecado original, el celibato sacerdotal, la desvalorización de la sexualidad o la exclusión de la mujer de los ministerios eclesiásticos (fenómenos que, por cierto, no tienen lugar en otras Iglesias cristianas).
Esta exposición posibilita –e invita a– una conveniente autocrítica, en la medida en que permite entender las principales escisiones acontecidas en el seno de la cristiandad no como el resultado de arbitrarias iniciativas heréticas, sino como procesos más complejos en los que las pretensiones desaforadas del papado tuvieron una responsabilidad principal. Así, el factor desencadenante del cisma oriental del siglo XI habría sido la pretensión primacial del papa, considerada por los bizantinos como no suficientemente fundada en la tradición eclesial, y hoy día esa pretensión seguiría siendo el principal obstáculo para el restablecimiento de la comunión eclesial. Asimismo, la Reforma protestante debería ser considerada la reacción a una Roma refractaria a las reformas.
Dado que el cristiano progresista confía espontáneamente en el pueblo y desconfía por principio de los jerarcas, de quienes presume que –con honrosas excepciones– se hallan cómodamente apoltronados en sus cátedras y palacios episcopales, encontrará certeras e iluminadoras las páginas dedicadas por Küng a los procesos de elección de los obispos y la «política de personal» de Roma, que explican no sólo la uniformidad constatable en aquellos (virtualmente ningún obispo se atreve a contradecir al papa en público), sino también los repentinos cambios de opinión que experimentan algunos de ellos en cuestiones controvertidas como conditio sine qua non para un fulgurante ascenso en la jerarquía.
En particular si es sensible a la sobrepoblación y a los problemas asociados con ella (contaminación creciente del medio ambiente, disminución de los recursos, aumento exponencial de la desigualdad, la injusticia y el hambre), este lector valorará sin ambages la actitud crítica del autor respecto al rechazo tajante de los procedimientos anticonceptivos por parte de las jerarquías de la Iglesia católica, y en particular de los sucesivos papas. De hecho, Küng ve la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI como el factor que precipitó a la Iglesia en una dramática crisis de credibilidad, pues este momento representa el primer caso en que la amplia mayoría de cristianos negó la obediencia al papa en un asunto relevante.
El juicio que el libro suscitará al católico conservador, devoto del orden y la tradición, será –comprensiblemente– muy diferente. Este tenderá a considerar la pretensión del autor de ofrecerse como médico o terapeuta de los cuadros dirigentes de la Iglesia católica como un inequívoco síntoma de hybris: alguien que se presenta a sí mismo de este modo, ¿no está acaso usurpando una función que no le corresponde e incurriendo en infatuación? En apoyo de sus sospechas podrá aducir una considerable cantidad de pasajes en los que su correligionario se cita a sí mismo sin mucha discreción y con considerable complacencia, incurriendo en varias ocasiones en el autoelogio: así, de su síntesis La Iglesia, él mismo afirma que es «un clásico insuperado», y no se abstiene de citar in extenso una nota de un amigo que se refiere al propio libro como una «magnífica obra». Por lo demás, Küng confía en que los movimientos reformistas asumirán y difundirán internacionalmente su exhaustivo programa reformista. Quien discrepe podrá ironizar fácilmente ante alguien que se concede a sí mismo tanta importancia.
Este lector podría preguntar también si este libro era realmente necesario, y observará que está infestado de tópicos: la aversión de los cuadros dirigentes de la Iglesia a la ciencia y el progreso; el carácter retrógrado del papa y los cardenales; el arribismo, la codicia y la corrupción de la curia vaticana; la incompatibilidad del sistema romano con la democracia… Como reconoce expresamente él mismo, Küng había expuesto ya anteriormente sus consejos de manera detallada en numerosos libros, que el autor vuelve aquí a citar y recomendar. ¿Para qué, entonces, otro más, a no ser que su relativa brevedad aspire a convertirlo en una suerte de vademécum? Quien cuestione el carácter novedoso de esta obra podría asimismo recordar que, ya en 1981, un sacerdote y teólogo alemán, Rudolf Schermann, publicó un libro titulado Woran die Kirche krankt? (¿De qué padece la Iglesia?). Esta obra, que anticipa en muchos aspectos la de Küng y que sin duda ha tenido considerable influencia en ella –aunque el suizo jamás la cita–, está dividida en tres partes –Diagnóstico, Historia del enfermo, Terapia– que recuerdan demasiado la terminología y la estructura de la que aquí se comenta. Quid sub sole novum?
Más allá de las esperables discrepancias con un teólogo que toma partido en contra del celibato obligatorio o a favor de la participación de mujeres en los ministerios eclesiásticos, este tipo de lector reprochará seguramente a Küng efectuar en muchos casos interpretaciones discutibles, cuando no in malam partem. Así, por ejemplo, mientras el teólogo acusa al papa Ratzinger de haber admitido en la Iglesia sin ninguna condición previa a obispos de la tradicionalista Fraternidad Sacerdotal de San Pío X –que fueron «ilegalmente ordenados fuera de la Iglesia católica»–, habrá quien lea este gesto como un signo de caridad y acogimiento evangélico. La fusión de parroquias, que Küng, haciéndose eco de otras voces en Alemania, llega a calificar como «persecución de cristianos por parte de la jerarquía cristiana», será defendida por el crítico como un ejemplo de racionalización necesaria. La decisión del Vaticano de no reconocer legitimidad a los obispos de la Iglesia «patriótica» oficial china es criticada por Küng, pero habrá muchos cristianos que discreparán razonablemente de que sea conveniente ceder a las presiones del gobierno de la República Popular China con el fin de lograr una normalización de las relaciones entre esta y el Vaticano.
Si lo anterior se mantiene aún en el orden de lo opinable, más contundente será la crítica allí donde pueda señalar algunos elementos del discurso de Küng que resultan reveladoramente contradictorios. Así, por ejemplo, el teólogo afirma que «ya no se puede seguir creyendo en una pronta primavera de la Iglesia» «a la vista de la elección del jefe de la Inquisición como papa». Al margen de la valoración que merezcan estos juicios, es evidente que el hecho de que Ratzinger fuera el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe entre 1981 y 2005 le era perfectamente conocido a Küng cuando en 2005 este mantuvo lo que él mismo califica como «una amistosa conversación personal» de cuatro horas con el nuevo papa en Castelgandolfo, lo que le hizo –según confesión propia– albergar esperanzas de una renovación eclesial. Curiosamente, que Ratzinger hubiera sido durante un cuarto de siglo «el jefe de la Inquisición», el cual «con sus autoritarios documentos doctrinales e innumerables procesos inquisitoriales secretos es responsable del sufrimiento de gran cantidad de personas en la Iglesia», cobra una gran relevancia sólo ahora, pero entonces no pareció importarle mucho al teólogo: lejos de ello, esa entrevista resultó entonces muy rentable para realzar su imagen pública.
Paradójicamente, un libro escrito por un creyente con objetivos reformistas podrá hacer las delicias de algunos anticlericales, especialmente de los menos informados, que encontrarán en él abundante material para sus invectivas: Küng menciona, por ejemplo, las numerosas falsificaciones con las que se fundamentó la supremacía de la comunidad romana y su obispo (Decretales pseudoisidorianas, la «Donación de Constantino»…), las equivocaciones de los papas Vigilio y Honorio I que refutan las pretensiones de infalibilidad, las muchas infamias en la historia del papado del siglo X o saeculum obscurum, las medidas antisemitas del IV Concilio de Letrán (1215-1216), la falta de escrúpulos de los papas del Renacimiento, la condena por parte de Pío IV de «la despreciable filosofía de los derechos humanos» en el siglo XIX o el nepotismo a la antigua usanza de Pío XII en pleno siglo XX, así como una buena cantidad de jugosas anécdotas y detalles escabrosos de los últimos años: la corrupción y oscurantismo del Banco Vaticano (de eufemístico título: Instituto para las Obras de Religión); los elevadísimos costes de los numerosos procesos de beatificación y las irregularidades en el proceso de beatificación de Karol Wojty?a; la referencia a la dimisión del obispo pederasta de Brujas, Roger Vangheluwe, por haber abusado de su propio sobrino durante trece años (y las presiones del cardenal Godfried Danneels al sobrino para que retirara la denuncia), los tejemanejes del antiguo cardenal secretario de Estado, Angelo Sodano, y muchos otros. Küng pone con nombres y apellidos varios casos de «chaqueteros eclesiásticos» que muchos lectores encontrarán paradigmáticos.
Pero incluso a un anticlerical podrían resultarle tan ajenas como excesivas algunas observaciones del autor, como cuando este critica el uso de ciertos paramentos sacerdotales con el argumento de que se prescinde de los colores litúrgicos clásicos en beneficio de otros más chillones. Küng se pregunta si el abigarramiento de tales vestiduras litúrgicas, «con colores propios de papagayos», puede conferir vitalidad a la «vapuleada Iglesia», pero uno podría preguntarse legítimamente si no valdría la pena reflexionar sobre cuestiones más sustanciosas. Lo mismo cabría decir del párrafo dedicado por Küng a lamentarse de que el elitista Pontificium Collegium Germanicum et Hungaricum de Roma tenga hoy menos alumnos que antaño, y que estos procedan ya no de Alemania, Austria o Suiza, sino sobre todo de Europa Oriental. Pues a mí, pensarán muchos, plim.
También este tipo de lector acabará por percatarse de algunos elementos del discurso del teólogo que no se distinguen por su coherencia. Por ejemplo, resulta llamativo que Küng parezca depositar grandes esperanzas en la celebración de un concilio ecuménico, porque los individuos que podrían tomar parte en él son exactamente los mismos sobre los que se arroja una mirada poco benevolente, siendo presentados como funcionarios serviles y carreristas. Guicciardini escribió de Alejandro VI que la reforma de la Iglesia era para él algo más espantoso que cualquier otra cosa. Sin el menor ánimo de comparar las cotas de infamia del papa Borgia con las que podrían alcanzar las jerarquías eclesiásticas contemporáneas, cuesta imaginar que los bien engrasados engranajes de un mecanismo de poder que, como tal, busca perpetuarse, estén dispuestos a renunciar a sus prebendas. Incluso el anticlerical que quiera aprovechar pro domo sua el discurso de Küng tenderá a juzgarlo aquí como un tanto inconsistente.
La introducción de la perspectiva de un historiador o crítico cultural independiente permite efectuar algunas observaciones de calado que estarán vedadas a quienes comulguen –en todo o en parte– con los presupuestos del autor, o a aquellos cuyo sentido crítico se halle limitado por un afán sólo superficialmente polémico. Esa perspectiva será proclive a incidir en la calidad del análisis y en su fundamentación. De un autor que se presenta a sí mismo, y que es presentado por editores y turiferarios, como «uno de los pensadores sobresalientes de nuestro tiempo», y que presume de «reflexionar con rigor científico», se espera una profundidad que permita comprender cabalmente las cuestiones abordadas. Pero, ¿está su obra a la altura de estas expectativas?
Ante todo, cabe observar que, en ocasiones, Küng no parece estar suficientemente bien informado sobre algunos de los asuntos que comenta, o bien ha preferido no tratarlos con el necesario rigor. Un ejemplo es la relación del papado con la lucha contra la pederastia. Es indudable que, a diferencia de los actuales apologistas eclesiásticos que anuncian a bombo y platillo la idea de que Benedicto XVI ha sido un paladín de la «tolerancia cero», Küng asegura con razón que este papa fracasó a la hora de afrontar el problema de los abusos a menores por parte de clérigos del mundo entero. Sin embargo, el teólogo ha preferido no ahondar en la cuestión de la responsabilidad de Benedicto XVI en el caso, por ejemplo, del sacerdote mexicano Marcial Maciel (fundador de los Legionarios de Cristo), a pesar de que está demostrado que Ratzinger estaba perfectamente informado de los abusos, no sólo genéricamente en su calidad de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sino de modos mucho más concretos. Por ejemplo, en 1999, el obispo mexicano Carlos Talavera se entrevistó con Ratzinger para contarle pormenorizadamente cuanto se sabía sobre los abusos de Maciel, a pesar de lo cual el cardenal no hizo nada hasta muchos años después. Küng afirma que «hace ya treinta años que las primeras acusaciones contra Maciel llegaron a Roma» (p. 122), pero lo cierto es que las primeras acusaciones ante la Sagrada Congregación de Religiosos llegaron mucho antes, a finales de los años cuarenta y a principios de los cincuenta; de hecho, en agosto de 1956, Maciel fue acusado de abusos sexuales y adicción a la morfina, lo que ocasionó su primera suspensión por parte de Roma. El asunto, pues, es mucho más grave de lo que Küng da a entender (el lector interesado puede consultar el muy documentado libro de Fernando M. González, Marcial Maciel. Los legionarios de Cristo. Testimonios y documentos inéditos, Barcelona, Tusquets, 2010).
Otra deficiencia que cabe advertir en el libro de Küng es que ciertas críticas aparentemente incisivas ocultan asuntos mucho más preocupantes, que pasarán del todo inadvertidos a sus lectores. Así, por ejemplo, al referirse a la relación del papado y los judíos en la Edad Media, se afirma que «papismo y antijudaísmo van de la mano» (p. 70). Sin embargo, Küng ni siquiera plantea en su libro que el antijudaísmo sea un problema extremadamente serio de la teología cristiana como tal, que hunde sus raíces en el proprio proceso de constitución del cristianismo como secta diferenciada del tronco común judío, en el Nuevo Testamento y en la literatura de los siglos II y III (en su clásico Faith and Fratricide, Rosemary Ruether argumentó de manera detallada que el antijudaísmo es la mano izquierda de la cristología).
Un problema aún más serio es que el discurso de Küng se articula en torno al mito de lo originario, según el cual la verdad –rápidamente adulterada y perdida– se halla sólo en el origen, en este caso en el supuesto «orden eclesial neotestamentario, que habría que hacer valer de nuevo en aras de una Iglesia más cristiana» (p. 73), y, en última instancia, en el propio Jesús histórico, al que el autor se remite con cierta frecuencia y que constituye la condición de posibilidad de su crítica. Ahora bien, este procedimiento –dicho sea de paso, perceptible en otros muchos intelectuales cristianos– está caracterizado por un paralogismo (por no decir falacia) esencial: el supuesto «Jesús histórico» es siempre el resultado de un previo lifting conceptual efectuado por medio de conocidos tópicos, cuando no por la introducción de rondón de alguna versión del Cristo de la fe. Este paralogismo es perceptible en una reveladora expresión utilizada dos veces por el autor: la noción de «Jesucristo histórico» (pp. 45 y 145) es, en efecto, ya un oxímoron, pues «Cristo» es una evaluación teológica que designa una supuesta realidad metahistórica.
La investigación consistentemente crítica llevada a cabo desde la Ilustración ha revelado que Jesús de Nazaret fue una figura más caracterizada por los claroscuros y mucho más difícil de digerir para el sujeto moderno de lo que el discurso eclesiástico tradicional –que Küng comparte a pies juntillas– pretende transmitir, hasta el punto de que esta figura histórica tiene, en diversos aspectos, muy poco que ver con la imagen oficial compartida por la práctica totalidad de nuestros contemporáneos, creyentes o no. Siendo así, «la vuelta a Jesús» propugnada por el teólogo corre el riesgo de ser sólo una ilusión vacua que descansa sobre arenas movedizas: ¿qué significa «regirse más por el propio Jesucristo» o por su «espíritu», si esa figura a la que se remite es, en rigor, una realidad inexistente?
Cabe señalar varios casos reveladores de estas ficciones sobre Jesús reiteradas por el teólogo suizo. Por ejemplo, el galileo es definido como «el predicador de la paz, la no violencia y el amor» (p. 46), «el no violento Jesús» (p. 183). Sin embargo, hay varios elementos en los Evangelios canónicos que contradicen tal extendida visión del predicador judío, desde el comportamiento en el Templo de Jerusalén hasta los testimonios sobre las espadas portadas –y empleadas– por su grupo. Si no se quiere recurrir a los muy diversos autores que, desde Reimarus hasta el presente, comparten la hipótesis de que Jesús estuvo implicado en la resistencia antirromana (crucifixión y pretensiones regiomesiánicas son dos síntomas elocuentes), bastará con citar al respetado y poco sospechoso exégeta católico Klaus Berger, quien concluyó su análisis sobre este aspecto con la afirmación de que Jesús no se opuso por principio al uso de la violencia («Der “brutale” Jesus. Gewaltsames in Wirken und Verkündigung Jesu», Bibel und Kirchek, núm. 51 (1996), pp. 119-127).
Küng afirma de modo parenético que la Iglesia debería actuar «en el sentido de su fundador», como una comunidad de personas «fundamentalmente iguales». Sin embargo, dejando aparte que los historiadores más rigurosos han llegado hace tiempo a la conclusión de que Jesús de Nazaret ni fundó ni quiso fundar Iglesia alguna (Mateo 16, 18 es un obvio anacronismo), la ficción de que este fue una suerte de igualitarista ha sido también convincentemente desmontada (véase, por ejemplo, John H. Elliott, «Jesus Was Not an Egalitarian. A Critique of an Anachronistic and Idealist Theory», Biblical Theology Bulletin, núm. 32 (2002), pp. 75-91). Por lo demás, frente al intento de Küng de mostrar que la Iglesia, según el Nuevo Testamento, debe ser comparada a una democracia (?), lo cierto es que hay muchos indicios de que Jesús no sólo se consideró a sí mismo una figura regia, sino que prometió a un restringido núcleo de seguidores que serían los jueces (gobernantes) de las reconstituidas doce tribus de Israel. También aquí todos serían iguales, pero ciertamente unos más iguales que otros.
Algo similar cabe decir de la afirmación de Küng de que Jesús se adelantó a su tiempo en la valoración de la mujer (p. 174). Aunque, a fuer de repetida, esta idea es universalmente creída, no es más que una de las muchas ficciones que se vierten sin cesar sobre el personaje (para una visión crítica, el lector interesado puede recurrir, por ejemplo, a Kathleen Corley, Women & the Historical Jesus. Feminist Myths of Christian Origins, Santa Rosa, Polebridge Press, 2002). Aunque esto no significa ni mucho menos justificar la discriminación de la mujer en el seno de la Iglesia católica, es responsabilidad del historiador advertir que a la lucha contra la discriminación de la mujer se le hace un flaco favor cuando se sustenta en mero pensamiento desiderativo: no hay la menor prueba de que Jesús de Nazaret se distinguiera precisamente por ser un feminista avant la lettre.
El equívoco consistente en recurrir a Jesús como norma de las Iglesias cristianas alcanza su paroxismo cuando Küng declara que le resulta imposible imaginar que si, como en el relato de Dostoievski, Jesús volviera a la tierra, defendería posiciones afines a las que adoptan las autoridades romanas en lugar de sostener lo que al teólogo le parece más conveniente en asuntos como el aborto, el divorcio, las relaciones prematrimoniales o el ecumenismo (pp. 146-147). Aparte de que al piadoso judío de Nazaret varios de los dogmas cristianos le resultarían ininteligibles o blasfemos, la conversión de Jesús en una suerte de mente abiertamente progresista descuida alegremente el hecho de que la investigación crítica ha llegado hace tiempo a la conclusión de que, si bien Jesús parece haber mantenido posiciones laxas en ciertos aspectos de la Torá, en otras se comportó claramente como un rigorista. Además, el intento –en sintonía con la exégesis confesional y con la teología cristiana moderna– de convertir a Jesús en un modelo de tolerancia cosmopolita olvida asimismo oportunamente los pasajes de los Evangelios canónicos cuya historicidad resulta probable (Marcos 7, 26-27; Mateo 5, 47; 6, 7-8, 32; 15, 22-26) que testimonian una actitud despectiva hacia los paganos, quienes llegan a ser comparados con perros. Hasta tal punto es esto así, que varios eruditos exégetas e historiadores judíos, como Joseph Klausner, Paul Winter y el recién fallecido Geza Vermes, han calificado la actitud de Jesús no sólo de «nacionalista», sino también de «chauvinista».
Así pues, la «Iglesia que se remite a Jesús», el concepto que opera como el fulcro de esta propuesta reformista –y el de innumerables libros, tanto del suizo como de multitud de otros teólogos– carece en rigor de fundamento y se muestra, a los ojos de la razón histórica, con la misma consistencia que un castillo de naipes.
Entre las inconsistencias y fragilidades que caracterizan al discurso de Küng, aquellas que un intelectual ajeno a posiciones confesionales puede poner fácilmente de relieve son especialmente dignas de ser tenidas en cuenta, porque manifiestan algunas de las razones más profundas que han llevado a muchos espíritus exigentes a no conceder credibilidad a las Iglesias cristianas. Y esto evidencia, a su vez, otro límite de la obra del teólogo: a diferencia de lo que este declara desde la obertura de su libro, lo que muestra la «crisis sistémica» de las Iglesias para las mentes más exigentes no es sólo ni principalmente un problema moral –como la revelación de los casos de abusos a menores y su encubrimiento sistemático–, sino la ausencia de una adecuada fundamentación de las pretensiones de tales instituciones. Sin embargo, la cuestión de la verdad de las pretensiones cristianas no es siquiera planteada, sino que se presupone: la Iglesia, afirma el teólogo, «tiene que ver, de hecho, con algo duradero, con la verdad, incluso con la verdad eterna» (p. 42). Küng reprocha a los dirigentes eclesiásticos rehuir las cuestiones que les plantea su indignada grey, pero parece no querer advertir que los teólogos cristianos como él suelen emplear exactamente el mismo procedimiento cuando se trata de afrontar desafíos más básicos. En este sentido, su discurso, para muchos un modelo de profundidad crítica, podrá resultar –a una mirada más detenida– intelectualmente decepcionante.
En una comparación entre George W. Bush y Joseph Ratzinger, en la que pone de relieve ciertos parecidos entre ambos, Küng prosigue diciendo que al menos en Estados Unidos sirve de algo el mecanismo corrector de las elecciones, mientras que en el Vaticano «es impensable la elección de un “Obama” como papa», y más tarde añade que «por el momento no parece que vayamos a tener pronto un papa como Juan XXIII». A la luz de la reciente renuncia de Benedicto y de la elección del nuevo pontífice, que ha sido saludada por tantos de manera entusiasta como una primavera de la Iglesia, cabe preguntarse si el rostro de humanitario pastor que ofrece Francisco será considerado por el teólogo, al igual que en el caso del Benedicto entonces en ciernes, únicamente «una campaña inicial dirigida a ganarse las simpatías de los fieles». De lo que no cabe la menor duda es de que a Küng nunca le faltará material para nuevos libros ni la voluntad de seguir presentándose ante su Iglesia y ante el mundo como el más perspicaz y desfacedor de entuertos. Fernando Bermejo Rubio, es doctor en Filosofía y máster en Historia de las religiones.