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jueves, 30 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Concesiones



Sesión del Congreso de los Diputados. Foto Europa Press


Esto no es una guerra cultural, Todos tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos, afirma en el A vuelapluma de hoy [No es una guerra cultural. El Pais, 25/7/2020] el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, Fernando Vallespín. 

"¿Recuerdan cuando en medio del confinamiento, con cientos de muertos diarios, había gente que salía a la calle a gritar “libertad”? -comienza diciendo Vallespín-.  Por esas mismas fechas se publicó un debat en el semanario alemán Die Zeit entre J. Habermas y el jurista Klaus Günther sobre el dilema entre la apertura de la economía y el derecho a la vida y, en general, la complejidad asociada a la ponderación entre derechos fundamentales. En un determinado momento, hablando de lo intrincado del caso, Günther dijo algo que captó mi atención: “¿Estaríamos dispuestos a explicar al primer paciente al que no podemos ofrecer un respirador como consecuencia de la desescalada que debe morir para preservar la libertad de otros?” ¿Usted se lo diría, lo harían los que gritaban “libertad” con la banderita?

El tema es lo suficiente enrevesado como para ser objeto de una columna. Además, se puede prestar a cierta demagogia. Por ejemplo, a la vista de lo que ahora mismo está ocurriendo podríamos reformular la frase preguntando a un joven: ¿Estarías dispuesto a decirle a una persona mayor contagiada que debe morir para que tú, persona casi inmune, puedas seguir de marcha por las noches? No es esta la vía por la que quiero transitar, desde luego. Como digo, la cuestión es de mucha enjundia y, como todos los dilemas morales, tiene muchas aristas. Pero del mismo modo en que no se puede dramatizar en exceso, con mayor razón aún debemos evitar banalizarla. Esto es lo que a mi juicio está ocurriendo desde el inicio de la pandemia cuando las estrategias de combate al virus se presentaron como una guerra cultural más; en este caso, “libertad” frente a hipercontrol estatal. El ejemplo más a la vista es el de los Estados Unidos, donde se han visto arrastrados a una patética gestión de la infección por su superposición con los conflictos sectarios del país. O Trump o Sauci. El caso es convertir el fundamento de las discrepancias en dogmas, no en el objeto de un sereno y racional debate público.

Aquí también lo sufrimos. No solo con los de la “libertad”, sino con algún que otro presidente —o presidenta— de Comunidad Autónoma. Ahora ya parece que poco a poco todos hemos ido tomando conciencia de que esto va en serio y que cuando uno asume la responsabilidad plena por las consecuencias cambia también su forma de ver los problemas. Qué fácil era cuando todo podía imputarse al Gobierno central. Qué sencillo es oponerse a algo que dicta un Gobierno que no es el de tu cuerda, ¿verdad? Y con esto no quiero decir que haya que acallar las críticas; de lo que se trata es de hacerlas fructificar para que todos nos beneficiemos, no para doblar el brazo al adversario.

Ahora, todavía en medio de la tormenta provocada por el virus, tenemos que ir reparando a la vez sus desperfectos, sus desgarros del tejido económico y social. Reconstrucción, lo llaman. Después del acuerdo europeo, es una ocasión única para darle un buen empujón al país. Un país diverso y plural. Todos, por tanto, tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos. ¿Habremos aprendido algo de la experiencia anterior o seguiremos con la guerra de guerrillas políticas, culturales y semipensionistas?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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martes, 21 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Tristeza y consuelo



Una residencia de ancianos en Madrid. Foto de Biel Aliño


Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos, afirma en el A vuelapluma de hoy [Sin tristeza no hay salida. El País, 10/7/2020] la escritora Nuria Labari.

"Alrededor, todo lo que podía romperse se ha roto. Y todos los que podían romperse se han roto. Incluidas también las vidas de muchos por quienes la covid ha pasado de largo. Porque hay vida más allá del virus. Y donde hay vida, hay pena. Nos dicen que todo se arreglará con la vacuna y no es verdad. Que si los números son mejores la vida será cada vez mejor, pero no es cierto. Empezamos con la consigna de que una pandemia es una guerra y hemos acabado convencidos de que no tenemos derecho al consuelo hasta que el enemigo haya sido derrotado. No hay gente triste en las guerras, es un sentimiento inadmisible cuando el dolor está universalmente repartido. Así que la tristeza se convierte una capa de polvo y cascotes sobre lo que antes llamábamos vida. Al final, el mundo entero parece más sucio.

La cuestión es que, en un momento como este, puede ser cuestión de vida o muerte reconocer la tristeza antes de que nos sepulte entre nuestros propios escombros. Porque si cada vez más personas no encuentran la orientación en el mundo, el sentido tras la pérdida, entonces la solución no serán la vacuna ni la recuperación económica. La primera medida urgente es el consuelo. Y no se puede consolar cuando no se respeta el espacio de la tristeza. Porque, después de todo, el consuelo no es otra cosa que abrazar juntos la tristeza y mirar hacia adelante. Se trata de reconocer la existencia de quienes no encuentran la dirección o las fuerzas, esos otros héroes que no salen en las estadísticas: los invisibles crónicos, los locos, los anoréxicos, los borderlines, los bipolares, los viejos, los autoinmunes, todos los enfermos que sienten cerca la muerte y ni siquiera tienen una covid donde agarrarse. Reconocer su existencia y reconocernos en ellos porque antes o después el abismo llama a todas las puertas.

Por eso exijo consuelo para mi amiga P, que tiene esclerosis múltiple y esperó dos horas en el hospital a su médico de la Seguridad Social, atormentada por el dolor. El especialista se presentó explicando que acababa de “sacar adelante” a un enfermo de covid-19, “por los pelos”. “Doctor, le ruego que no vuelva a citarme cuando está salvando vidas”, exigió P. “Yo ni siquiera me estoy muriendo, pero tampoco merezco esto”. Y se fue con el sufrimiento a otra parte. También con su tristeza, más invisible que ningún virus. Escribo también por mi querido A, que visita a su madre en la residencia donde la cuidan y confinan. Solo puede entrar una vez por semana y una vez allí siente que está en un tanatorio: su madre al otro lado de una mampara y él con flores en las manos. En esos momentos, lo único que quiere hacer A es llorar. Agarrarse a la mano de su madre y llorar como el niño que es. Pero A también es un hombre, así que intenta sonreír y hasta alegrarla. Cuando lo recojo en la puerta escupe tres palabras sobre el salpicadero: “no puedo hablar”.

Reivindico la tristeza de la trabajadora S, que ha llamado a su psiquiatra la última semana para pedir ayuda. “Quería poder aguantarlo sola”, me escribió por WhatsApp. Como si pedir ayuda fuera una derrota. Y la de todos los niños que han dejado de dormir por las noches. Todos los que tienen miedo en un mundo donde no cabe el desvelo. También la tristeza de mis padres, a quienes no les ha pasado nada salvo que se han encerrado en su piso después de cuarenta años de matrimonio y se les ha caído el tiempo encima, no el de los días de encierro sino el de la vida. Quiero decirles que su abismo será distinto si lo miramos juntos. Exijo consuelo para el joven de treinta años que ha ido al médico a suplicar pastillas para lidiar con el TDH de su infancia. No logra concentrarse desde que está en ERTE. Antes de las pastillas le han dado un largo cuestionario para reconstruir su historia clínica. Entre los cinco y doce años, señale su grado de tristeza, dice la primera pregunta. Leve, moderado, bastante, mucho. Y allí mismo ha tenido que redondear la opción, muerto de pena.

Demasiadas personas se están tragando su tristeza a oscuras, como Artemisia se tragó con vino las cenizas de su esposo Mausolo. Ella murió bebiéndose la muerte. Murió de duelo porque la tristeza mata. Y porque las lágrimas son para llorar, no para tragar. No es momento de llorar sino de luchar, nos han dicho. Y yo digo que no, no en mi nombre ni en el de todos los que tragan lágrimas cada día. Reconocer la tristeza es la única manera de aspirar al consuelo cuando la pena toque la puerta. Por eso la mejor manera de enfrentar la crisis es llorar siempre que queramos. Incluso cuando no tengamos muchas ganas. Llorar públicamente a poder ser, porque la pena existe. Llorar en las terrazas, en los bares, en los paseos marítimos. Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos. Aceptar y visibilizar la tristeza es una forma de consuelo que en muchos casos puede salvar vidas. Y economías y países y hasta el mundo entero. Vamos a necesitar un salto de fe, confiar en la humanidad, creernos capaces de hacerlo mejor que hasta ahora. Ninguna vacuna frenará el desconsuelo. Porque somos ciudadanos, no sujetos clínicos.

El encierro, el duelo y la crisis económica van a multiplicar el número de personas con problemas psicológicos. Eso lo dice la OMS, pero además lo corrobora el sentido común. Habrá una avalancha de trastornos del ánimo y de ansiedad en los próximos meses y años en todo el mundo. Es un hecho cierto que solo podremos mitigar con visibilidad, aceptación, resiliencia y comprensión. Repitan conmigo: tenemos derecho a la tristeza. Ahora sustituyan la palabra tristeza por la palabra consuelo y verán qué alivio. Díganselo a sus hijos, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo. Que nadie deje de llorar un solo día. Porque nos hemos ganado cada lágrima".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 20 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Futuro imperfecto



El escritor Stefan Zweig. Foto Life/Getty


El cuidado y la responsabilidad personales son pobres paliativos ante la ausencia de cuidados y de responsabilización de los gobiernos, escribe en el A vuelapluma de hoy [El f]uturo de la nostalgia. El País, 18/7/2020] el periodista Lluís Bassets. 

"Claro que no es una guerra, -comienza diciendo Bassets- pero cerca debemos estar de lo que antaño fueron algunas guerras. Por las cifras de fallecidos y por el percance económico. Y, sobre todo, por esa idea inquietante de un corte con el pasado, un año cero que nos obligaría a comenzar de nuevo, una reconstrucción. La discusión versará sobre cómo debemos reconstruir, sobre los planos del pasado o con planos nuevos, los propios para un futuro que no repita los errores.

Desde hace tiempo, propiamente desde que se impuso una vaga sensación de fin de época, conviene leer El mundo de ayer, de Stefan Zweig, memorias elegíacas que empiezan con una exaltación de la seguridad en la que vivieron nuestras sociedades hasta 1914, cuando todo era sólido y duradero. “El siglo XIX, en su idealismo liberal, estaba sinceramente convencido de que se encontraba en la línea recta e infalible del mejor de los mundos posibles”.

Como lectura para estos tiempos inquietantes, el libro de Zweig sugiere de inmediato los paralelismos. Al igual que el escritor suicida, no sabemos cuándo, ni quiénes, ni cómo, ni tan solo si saldremos de ésta. Los economistas, buenos topógrafos de la vida social, advierten un nivel máximo de incertidumbre. Los epidemiólogos esgrimen el paradigma de la prueba y el error propio de la investigación científica: se refieren a las intervenciones no farmacéuticas, en las que todos somos conejillos de indias. Lo menos que podemos hacer, ante la vulnerabilidad de las personas y la fragilidad de las sociedades, es cuidarnos y ser responsables, de nosotros y de los otros, incluso cuando los Gobiernos no se atreven a asumir sus responsabilidades: mascarillas y distancia.

Cien años más tarde, otro escritor centroeuropeo, Ivan Krastev, anuncia la pandemia de nostalgia que sucederá a la del virus una vez derrotado. “Hay algo perturbador en el mundo de ayer —ha escrito en ¿Ya es mañana? Cómo la pandemia cambiará el mundo (Debate)—. La diferencia entre el pasado y el presente es que nunca podemos conocer el futuro del presente, pero ya hemos vivido el futuro del pasado. Y conocemos el futuro de nuestro pasado; es esta pandemia de covid-19 que hoy sufrimos”.

Primero, vencer a la covid-19, luego, al virus de la nostalgia. Es decir, construir el futuro. Para evitar la oración del vencido entonada por Zweig: “Europa, nuestra patria, para la que nosotros hemos vivido, estaba destruida para un tiempo que se extendía más allá de nuestras vidas”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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jueves, 16 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Nostalgia



Desinfección del estanque del Parque del Retiro, Madrid


El mundo posterior al confinamiento, sobre el que tanto se especulaba, ha resultado ser muy parecido al de antes, salvo por el incordio añadido de las mascarillas, comenta en el A vuelapluma de hoy [Volver a dónde. Babelia, 3/7/2020] el escritor y académico de la RAE, Antonio Muñoz Molina.

"Ahora es cuando no tengo ganas de salir a la calle. El mundo de después, sobre el que tanto se especulaba, ha resultado ser muy parecido al de antes, salvo por el incordio añadido de las mascarillas. A media mañana, en el calor seco y candente de Madrid —“un horno de ladrillo babilonio”, decía Herman Melville del calor de Nueva York— el tráfico es el mismo de otros veranos por ahora, quizás con un grado mayor de encono, porque la temperatura sube cada año, y porque los conductores de coches y de motos parecen ansiosos por compensar el tiempo perdido, la gasolina no gastada, los cláxones no apretados con gustosa violencia durante meses de silencio. En un atasco, un conductor ofendido por algo se baja de su furgoneta, llega a zancadas al coche que tenía delante, intenta abrir la puerta y, como no puede, da puñetazos en la ventanilla. En ese momento el tráfico empieza a moverse: ahora el conductor agresivo tiene que volver a toda prisa a su vehícu­lo para eludir la furia de los que se enfurecen y pitan contra él. Me acuerdo de la observación de la presidenta de la Comunidad de Madrid sobre el “ambientillo” que crean en la ciudad los atascos de los fines de semana por la noche: también su observación, de gran agudeza científica, de que la contaminación causada por el tráfico no tiene efectos nocivos sobre la salud. Me acuerdo de todo eso y procuro volver cuanto antes al refugio de mi casa, teniendo gran cuidado de no encontrarme en un paso de peatones cuando los motores de los coches rugen de impaciencia caníbal en el momento en que el semáforo en verde empieza a parpadear.

Inconfesablemente, hay cosas de las que siento nostalgia. A la caída de la tarde me asomo al balcón y miro uno por uno los balcones y las ventanas a los que se asomaban a diario esos vecinos a los que me unió durante más de dos meses la fraternidad del aplauso. Algunas de esas ventanas ya están tapadas por las copas de las acacias en las que por entonces aún no habían brotado las hojas. Las miro y me acuerdo bien de cada una de las personas que se asomaban a ellas: la anchura de la calle marca una distancia en la que no llegan a distinguirse bien los rasgos, pero sí los tipos humanos, la edad, hasta el carácter. Si alguien no aparecía una tarde, ya nos preocupábamos: quien abría su ventana o se apoyaba en la baranda de su balcón saludaba con la mano, uno por uno, a los vecinos del otro lado de la calle. Según pasaba el tiempo, seguir saliendo a aplaudir era una señal de vehemencia en el compromiso, en la defensa de la sanidad pública: también indicaba que uno pertenecía al grupo de los aplausos de las ocho de la tarde, no al de las cacerolas de una hora más tarde. Las ventanas que se abrían a las nueve estaban bien cerradas a las ocho. Pero para un oído musical también había una belleza en el sonido de las cacerolas, aunque uno habría preferido que sonaran por una causa noble: era, sobre todo con una cierta lejanía, un clamor metálico como de música gamelán indonesia. También, a esa hora del atardecer, a mí me despertaba asociaciones acústicas: era a esa hora cuando volvían del campo los rebaños de ovejas y cabras en los atardeceres de verano, con los sonidos variados de los cencerros.

Fue hace nada, y es como si hiciera mucho tiempo. Adquiríamos costumbres que se volvían invariables de un día para otro, y que dotaban de una forma pautada al curso de las horas monótonas del encierro. El aplauso de las ocho de la tarde era una de ellas. En cuanto fue posible salir para hacer ejercicio, yo adquirí la costumbre de echarme a la calle a las nueve de la mañana, y ahora la conservo, porque en ese tiempo encuentro algo del frescor y la quietud arcádica que ya ha desaparecido en el resto del día, y que solo vuelve de verdad en las primeras horas matinales del fin de semana. Hemos visto con nuestros propios ojos una ciudad posible que está siendo abolida antes de llegar a existir. Yo la veo también, en parte, cuando salgo al balcón después de cenar, hacia las nueve y media de la noche, cuando todavía hay una gran claridad en el cielo pero ya se ha puesto el sol, cuando empieza a levantarse una brisa que alivia de todas las horas de calor sostenido del día, del horno babilonio. Es otra costumbre. Hasta hace muy poco, había mucha gente caminando a esa hora, la de los paseos permitidos, cuando aún no estaban abiertos los bares y la gente paseaba como en otras épocas remotas que ahora nos vuelven a la memoria, paseaba por pasear, sin ir a ninguna parte en concreto, por el gusto de salir a la calle y de encontrarse.

Había mucha gente, y pocos coches todavía. Hoy, esta noche, me he sentado en el balcón, en una silla de jardín, y he puesto el portátil en otra frente a mí, para no perderme mi espectáculo diario mientras escribía. Hay paréntesis de antiguo silencio cuando se cierran los semáforos. Hay gente que pasa en bici, por uno de los pocos carriles decentes de la ciudad, y corredores enérgicos que van hacia el Retiro, y otros que vuelven, fatigados y absueltos. Mientras escribo el cielo ha pasado del azul suave a un azul de tinta china en el que se recorta con precisión el gajo de la luna en cuarto creciente. A esta hora los vencejos han desaparecido ya del cielo. Me fijo que en el halo alrededor de la luz de las farolas ya revolotean muy pocos insectos. Algunos de los signos delatores del cambio climático suceden sin que los advierta casi nadie: quién va a notar que han desaparecido los enjambres de insectos en torno a las farolas, en las noches de verano. A los murciélagos y a las salamanquesas les será más difícil encontrar alimento. Algo que hemos vislumbrado en los meses de encierro es la feracidad asombrosa que recobra la vida natural en cuanto cede en algo el castigo de la rapacidad humana contra ella. En mi calle ha parado un momento el tráfico y he vuelto a oír voces de gente que charla caminando, el ladrido de un perro contra un fondo de calma. Otra forma de vivir sería posible".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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lunes, 13 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Andariegas



Representación de Lisístrata, de Aristófanes


Abrir la puerta, comenta en este primer A vuelapluma de la semana [Pies, para qué os quiero. El País Semanal, 5/7/2020] la escritora Irene Vallejo, y pasear por puro placer es un gesto de libertad que puede transformar la sociedad de pies a cabeza

"Nos dicen que los blindajes y los cerrojos vuelven más seguras nuestras casas, pero en esa seguridad acecha una peligrosa claustrofobia. Confinada durante la epidemia, has averiguado que puedes sentirte perdida en el lugar que mejor conoces. Que es posible el vértigo sin abismo. Que a veces los ojos se resisten a dormir en la cama acostumbrada. Que las paredes se estrechan y se retuercen, asfixiando la salida. Que de vez en cuando necesitas desalojarte. Un hogar debe tener la puerta abierta por dentro.

Recluida, piensas en las cerraduras de las vidas antiguas. Aquellos demócratas atenienses a quienes tanto lees y admiras creían que las mujeres libres debían vivir encerradas en el gineceo. Esas habitaciones propias se adueñaban de ellas, allí dedicaban sus trabajos y días a la crianza, a hilar y tejer. Cuando se les permitía cruzar el umbral, en casos excepcionales, no podían entretenerse por el camino, ni dar rodeos ni pasear. El único pasaporte válido hacia el exterior era una tarea importante o un funeral. Aquel enclaustramiento y la inmovilidad se traducían en pieles pálidas, músculos débiles, salud frágil. Al menos las esclavas eran libres de ir a buscar agua, acudir al mercado o al lavadero. Y las mujeres espartanas, gobernadas por un régimen autoritario, tenían derecho a salir de sus casas y hacer deporte: las querían en forma para engendrar los guerreros invencibles del mañana. Paradójicamente, hace 25 siglos una oligarquía militarista era más permisiva con ellas que la madre de todas las democracias. En la delirante Lisístrata, de Aristófanes, un grupo de conspiradoras amas de casa se citan en secreto con las rebeldes espartanas. Andan tramando la más temprana huelga europea de la que hay noticia, una huelga sexual para poner fin a la guerra. Al encontrarse, las mustias y apagadas jóvenes de Atenas contemplan boquiabiertas a sus torneadas cómplices. “Cómo reluce vuestra belleza, guapísimas. Qué buen color lucís, cómo rebosan vitalidad vuestros cuerpos. Podríais estrangular hasta un toro”, dice con gracia Lisístrata. Una de las extranjeras, la atlética Lampito, responde: “Seguro que sí, por los dioses, pues me entreno en el gimnasio y salto dándome en el culo con los talones”. Otra de las esmirriadas atenienses no puede resistirse y tercia: “¡Qué hermosura de tetas tienes!”.

Se hace camino al andar, y quizá por eso convertirnos en andariegas ha sido fruto de una larga conquista. En las epopeyas homéricas, los héroes se desplazaban con zancadas vigorosas —Aquiles es “el de los pies veloces”—, mientras que las mujeres y diosas se asemejaban a tímidas palomas. Un símil poético que subraya sutilmente los pasos cortos y temblorosos de estas aves. Hay un significado latente en la cadencia, la fuerza y la seguridad de nuestro andar: la osadía se expresa con movimientos elásticos, ágiles y afirmativos de los pies, mientras la sumisión toma forma de cepo. Las chinas de pies vendados se veían forzadas a caminar con docilidad y sufrimiento: no solo les menguaban los pies, también se los paraban. Las japonesas debían caminar con breves pisadas, a una humilde distancia del marido. Pero no es necesario mirar tan lejos: en nuestro mundo, los tacones de aguja que hoy calzamos por propia voluntad duelen e impiden correr. Paso a paso, nuestras extremidades han tenido que conquistar su propia libertad de expresión.

Así era en el pasado y así lo hemos vivido en el presente: salir de casa a trabajar, con el tiempo medido y las tareas tasadas, siempre fue un hecho tolerado y negociable. Incluso en momentos de prohibiciones, hemos encontrado pasadizos y atajos. En cambio, como explica Anna Maria Iglesia en La revolución de las flâneuses, lo revolucionario es que todos y cada una podamos salir sin pedir permiso, sin rumbo fijo ni control —con pájaros en la cabeza, pero no con pasos de paloma—, vistiendo calzado cómodo y dejando el móvil inmóvil en casa. Abrir la puerta y pasear por puro placer es un gesto de libertad que puede transformar la sociedad de pies a cabeza: el modo en que pisamos refleja cómo pensamos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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martes, 7 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Locas



Gatos en Colonia Sant Jordi, Mallorca


A veces aparece algo que le da sentido a todo, comenta en el A vuelapluma de hoy martes [Al menos ella sabe por qué esta loca. El País, 30/6/20] el escritor Manuel Jabois, que nos ata obsesivamente y que nos convierte en rehenes de algo bueno y generoso.

"Hace unos días -comienza diciendo Jabois- estuve en Ses Salines (Mallorca) visitando a un amigo que pasó allí el confinamiento. Tiene dos perras teckel, Berta y Cuba, que llevábamos a bañarnos cerca de Es Trenc todos los días antes de comer y de cenar, después del trabajo. En un lugar de la Colonia de Sant Jordi, cerca del faro, hay un pequeño aparcamiento, junto a la zona hotelera, en el que siempre nos recibían muchísimos gatos silenciosos y salvajes, sacados de Don Gato y su pandilla; las teckel metían el rabito para dentro, muertas de miedo, y las cogíamos en brazos hasta llegar a las rocas. Hay pocas cosas que den más miedo que encontrarte juntos a 20 seres vivos con los que no te puedes comunicar, una de esas cosas es poder hacerlo.

El último día de mi visita, cuando nos estábamos metiendo en el coche, aparcó una señora con dos niñas. Se bajaron las tres, la mujer con dos enormes bolsas de plástico. Dejamos a las perras en nuestro coche y bajamos también. Nada más verla, a los 20 gatos echados a la sombra se le unieron otros 10 tímidos salidos de todas partes. La mujer se acercó a un comedero hecho a mano en un pequeño descampado, y vació las bolsas en varios pivotes de madera que también, como el comedero, había hecho ella. La comida la había cocinado de mañana y eran varios kilos de arroz con carne. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo: “Asunción Capllonch”. Le pregunté desde cuánto tiempo hacía esto, y me dijo: “35 años”. Le pregunté cuántos años tenía, y me respondió que cumpliría pronto 64, si bien aparentaba muchos menos. Las niñas, nos dijo, eran sus nietas.

Nos sentamos un momento y nos contó su historia. Todos los días desde hace 35 años va allí a darle de comer a los gatos. Nunca vacaciones, nunca viajes; cuando enfermaba, y esto ocurría pocas veces, una amiga suya la sustituía. ¿Y su marido? ¿Su hija? “Pues dicen que estoy loca”, dijo riéndose. El carnicero le da cada día lo que le sobra (pollo, ternera, cerdo) y ella lo cocina con arroz y lo mezcla todo después de cortar la carne con unas tijeras de cocina. Ha visto morir y ha tenido que sacrificar a muchos gatos en estos 35 años, ha visto la desconsideración de gente que ha dejado en la zona crías recién nacidas escondidas, ha visto crecer a decenas, encariñarse con ellas. Hablamos hasta tarde, las niñas se tenían que ir, le pedí su número de teléfono. Había algo que me interesaba y no me dio tiempo a preguntarle: cómo empieza.

La llamé pasados unos días, ya desde Madrid. Me contó que en los años ochenta un matrimonio suizo llegó al sur de la isla. La mujer, enamorada de los animales, compró un terreno y mantuvo allí gatos y perros. La casa la limpiaba una tía de Asunción; tras morir esta tía, la propia Asunción cogió el relevo. “Los animales me daban pánico”, dijo. Pero empezó a cuidarlos, y siguió cuidándolos después de muerto el matrimonio, y lo hizo también con los gatos que se acercaban atraídos por la comida. Cuando se quiso dar cuenta ya no pudo parar. “Hay cosas que se hacen porque se empieza a hacerlas. Yo me moriría si un día se quedan sin comer. Una persona que ama, sufre mucho”. Va todos los días a las tres de la tarde, pero con la pandemia las gaviotas están hambrientas y a esa hora se abalanzan sobre la comida de los gatos, espantándolos. Por eso la encontramos a las nueve de la noche.

Ha tenido conflictos con los vecinos por la cantidad de gatos que merodean ese descampado. Estoy seguro de que tienen algo de razón ellos, y que tiene toda la razón ella. Yo creo que a veces aparece algo que le da sentido a todo, que nos ata obsesivamente y que nos convierte en rehenes de algo bueno y generoso. Hay gente que de repente, sin darse cuenta, empieza a sentir que su felicidad no consiste en darse el gusto sino en no fallarle a aquello que ha elegido de una forma sensible y primorosa, algo que en apariencia no signifique nada para nadie y signifique todo para aquellos que le dan importancia y hacen que el mundo dure más, y sea mejor, gracias a estos actos de amor desinteresado. Cuando le dicen, y le dicen mucho, “la loca de los gatos”, ella responde que al menos sabe por qué está loca".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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lunes, 6 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Utopía




 
Dibujo de Eduardo Estrada para El País

Seamos realistas, pensemos lo imposible: Si miramos a nuestro alrededor, -comenta en el A vuelapluma de hoy [Seamos realistas, pensemos lo imposible. El País, 26/6/20] la filósofa Joke J. Hermsen, es posible ver brotes de perspectivas esperanzadas. Oímos voces que proclaman la necesidad de comprometernos en la construcción de un mundo más justo y sostenible.

"Después de un largo periodo de espera, preocupación y encierro en casa, -comienza diciendo Hermsen- ha llegado el momento de preparar nuestra vuelta al mundo público de los colegios, las oficinas, los restaurantes y los servicios públicos. ¿Pero cómo vamos a regresar a la sociedad? ¿Retomamos el hilo y seguimos adelante con nuestras vidas como si no hubiera ocurrido nada? ¿O acaso el periodo de confinamiento nos ha inspirado para reflexionar sobre el mundo y darnos cuenta de que es necesario cambiar si queremos salvar nuestro planeta para las generaciones futuras?

La crisis de la covid-19 nos ha vuelto a muchos más conscientes de las cosas que han salido mal durante los últimos decenios de políticas neoliberales en Occidente: las desigualdades económicas, el cambio climático, la falta de solidaridad, el fracaso de nuestros servicios públicos y la injusticia social, entre otras. Probablemente, muchos aspiramos a un mundo mejor, más sostenible y más justo. La pregunta, por tanto, es cómo vamos a cambiar esas cosas y vamos a hacer realidad un mundo mejor, sin volver a caer en los modelos de explotación irresponsable, agotamiento de los recursos y rentabilidad económica solo para unos pocos.

Distintos filósofos de diversas tradiciones han demostrado que una de las condiciones para poder cambiar es el poder de la esperanza. Antes de emprender ninguna iniciativa transformadora, tenemos que “aprender otra vez a tener esperanza”, como dijo el filósofo judío Ernst Bloch (1885-1977) en la introducción de su famoso libro El principio esperanza. Las primeras frases podrían haberse escrito hoy, y no hace 70 años: “¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué esperamos? Muchos se sienten confusos. El suelo tiembla, y no saben por qué ni de qué. [...]Se trata de aprender otra vez a tener esperanza. La esperanza, superior al miedo, no es pasiva ni está encerrada en la nada. La emoción de la esperanza da amplitud a las personas, en lugar de encerrarlas”.

Aprender otra vez a tener esperanza significa, ante todo, superar nuestros sentimientos de impotencia, frustración y miedo. Esta difícil tarea solo puede llevarse a cabo gracias a nuestras aptitudes sociales para conectar con otros y nuestras aptitudes creativas para pensar de forma imaginativa. Aprender otra vez a tener esperanza significa tratar de concebir el mundo como si todavía no existiera. Es la exploración y el desarrollo de visiones utópicas de un mundo más justo y sostenible, en el significado griego original de la palabra outopos: un lugar inexistente, pero mejor. Las visiones y las ideas esperanzadas y utópicas no solo nos ayudan a criticar el statu quo actual de la sociedad occidental y descubrir sus defectos, sino también a imaginar un mundo en el que se destruya menos la biosfera y haya menos injusticias socioeconómicas.

Tenemos que “ser realistas y pensar lo imposible”, como escribió Bloch. Esta es otra definición de esperanza. Pensar lo imposible —o lo que aún no es realidad—, además de ser un requisito para el cambio, justifica nuestra naturaleza humana. Nuestra capacidad de hablar, pensar y crear nos convierte en “un sustrato de posibilidades”. Podemos imaginar lo que nosotros, y el mundo, podríamos ser, y esa perspectiva es precisamente lo que nos da esperanza.

Como seres humanos estamos anclados en el tiempo; podemos reflexionar sobre el pasado y podemos soñar sobre el futuro. El futuro todavía es desconocido, es aún una mera posibilidad. Por eso, Bloch puede escribir: “El tiempo es esperanza”. Debemos tomar en serio nuestro “estar en el tiempo” y nuestra capacidad de esperar e imaginar para poder ser fieles a nuestra humanidad.

Antes de volver a salir al mundo, tenemos que ser muy conscientes de este fundamento de esperanza en el que se apoya toda vida humana. No es el momento de abusar del cinismo, el escepticismo y la ironía. Seguramente asomarán más adelante y nos convertirán en objeto de humor, pero, por ahora, debemos aprender de nuevo a tener esperanza para poder transformarnos.

También debemos ser más conscientes de nuestro estar en el tiempo. En la sociedad capitalista occidental hemos vivido bajo una enorme presión temporal; en el último siglo, el tiempo se ha vuelto, cada vez más, un criterio exclusivamente económico. Como nos pagan en función de las horas que trabajamos, el tiempo se ha convertido en dinero. Los beneficios aumentan si se hace el mismo trabajo en menos horas; el tiempo se ha vuelto escaso y estamos en una dinámica acelerada que muchas veces nos causa cansancio y estrés crónicos. Esta fatiga no es buena. No solo nos enferma y nos deprime, sino que pone en peligro nuestra capacidad de imaginar y esperar.

Cuando el tiempo se convirtió en dinero se vinculó casi por completo al verbo “tener”; dejó de pertenecernos a nosotros y al verbo “ser”, ya no “éramos en el tiempo”. Esta reducción del tiempo al modelo económico y cronológico nos distanció de nosotros mismos, de nuestro trabajo, de los demás y del mundo, como señalaron Rosa Luxemburgo y Hannah Arendt. Debemos comprender que no solo “tenemos” y medimos el tiempo, sino que también “somos” y experimentamos el tiempo. El tiempo del reloj económico no es más que una perspectiva abstracta y artificial que, bajo las leyes del capitalismo, ha ensombrecido casi cualquier otra experiencia del tiempo.

Si el tiempo es esperanza, como dice Bloch, solo puede emanar de nuestro estar en el tiempo, y no de los principios alienantes del tiempo económico. Debemos volver a prestar atención a esta experiencia interior del tiempo, que se presenta cuando estamos descansando, pensando, soñando despiertos, meditando, caminando, leyendo o pintando. Muchas personas han experimentado este “tiempo interior” sin querer durante el confinamiento, si es que no estaban esforzándose sin parar en hospitales y otros servicios públicos. Los que hemos tenido que quedarnos en casa hemos perdido el hilo del tiempo económico y, tras una primera fase de malestar y angustia, quizá hemos experimentado ya ese otro tiempo que Bloch llamaba “la captura de la eternidad en el momento”. La esperanza surge de ese “momento”, que señala el principio de cualquier cambio o creación.

Si miramos con cuidado a nuestro alrededor, es posible que veamos ya estos brotes de perspectivas esperanzadas. Oímos cada vez más voces que proclaman en voz alta la necesidad de un mundo sostenible y vemos nuevas iniciativas democráticas en países como Bélgica, Irlanda y Dinamarca, con consejos cívicos en los que la gente se involucra más y se compromete con el mundo sociopolítico. Oímos protestas más sonoras contra las injusticias fiscales que favorecen a las multinacionales y al puñado de supermillonarios que dirigen el mundo, leemos con más seriedad las propuestas de una renta básica, vemos a grupos locales que organizan huertos comunitarios y fuentes de energía sostenible en sus pueblos o en sus barrios.

La esperanza ciega la razón, dirán quizá algunos políticos. Por supuesto, a veces. Pero vivir sin esperanza significa vivir sin imaginación ni compasión, que es no vivir en absoluto. Verdaderamente no tenemos más remedio. Si queremos salvar nuestro planeta y mantener nuestro mundo humano, debemos empezar a esperar e imaginar un mundo mejor ya. Oscar Wilde tenía razón cuando escribió: "Un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece ni que se le eche un vistazo, porque deja fuera el único país en el que la humanidad siempre acaba desembarcando".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 5 de julio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Homo agitatus




El pensador. Auguste Rodin (1882). París


"Hace unos días -escribe en Revista de Libros el historiador y filosofo Rafael Núñez Florencio- leí unas declaraciones de un conocido periodista, asiduo contertulio e intelectual crítico de guardia, en las que señalaba con manifiesta displicencia —cito casi literalmente— que no había aprendido nada en la actual crisis porque no había nada que aprender. Discrepo por un doble motivo: primero, porque mantengo la ingenua opinión de que se puede o, mejor dicho, se debe aprender de casi todo y más cuando se trata de un acontecimiento fuera de lo común, como es el caso; segundo y más concretamente, porque esta excepcionalidad es tal en la más profunda acepción del término, con una ruptura abrupta de las pautas que han marcado nuestra vida desde que tenemos uso de razón, al menos para las generaciones actuales (los más longevos se pueden remitir a la guerra civil o la inmediata posguerra). No me refiero ahora tanto a las rupturas obvias —de la actividad económica, la circulación de mercancías o el comercio, por mencionar las más evidentes— como a la propia quiebra de la vida cotidiana, reducida por largo tiempo a un estado de hibernación que muchos hemos vivido como auténtico arresto domiciliario. Pero fuera de las derivaciones políticas, lo que me interesa subrayar es que la mencionada singularidad de la situación ha favorecido el cuestionamiento o, como mínimo, la reflexión sobre determinadas actitudes que antes dábamos por normales o naturales, en buena medida como reflejo del mundo en el que nos insertábamos.

Así, por citar un rasgo que a buen seguro compartirán algunos de los que puedan leerme, la prisa, el desasosiego y, más específicamente, la necesidad de organizar el día en función de hacer la mayor cantidad de cosas posibles: por lo que a mí respecta, descargado ahora de las clases, no pocas llamadas de teléfono, envío y lectura de decenas de mails, algunas citas profesionales, lectura de toda la prensa periódica posible, recepción de novedades editoriales, lectura de dos o más libros a la vez, redacción de artículos, críticas o estudios particulares, etc. Nunca menos de doce horas diarias dedicadas a esas labores que ciertamente me gustan o incluso —puedo conceder— me apasionan, pero también me generan un estrés que intento —o intentaba— por todos los medios no reconocer. Al terminar el día la sensación era siempre la misma, la necesidad de que la jornada tuviera cuarenta y ocho horas para dar salida a todo lo que tenía pendiente. Este ritmo de trabajo llegaba con frecuencia a impedirme conciliar un sueño reparador. Convertida en vicio dicha necesidad compulsiva de aprovechar el tiempo, de no perder un solo segundo, su satisfacción llevaba aparejada la más dura penitencia, una permanente ansiedad. El trapero del tiempo —como escuché decir en una ocasión a un filósofo— aprovecha los minutos sin darse cuenta de que desperdicia la vida.

El mal llamado confinamiento supuso, como antes apunté, una imprevista fractura en este orden de cosas. Hubo que anular varias citas inmediatas y progresivamente fueron cancelándose todas las demás, primero en cuestión de semanas y luego de meses, hasta completar todo el año. Reuniones varias, algunos seminarios, un par de congresos y algunos otros compromisos contraídos hacía algún tiempo corrieron la misma suerte. Las editoriales paralizaron su producción, se anularon las presentaciones previstas, se dilataron los plazos que afectaban a mis propios trabajos. Aun así, los seres humanos nos movemos muchas veces como el equino que da vueltas en la noria del molino y aunque lo liberen de la faena cotidiana, sigue girando como si todavía estuviese uncido al yugo. Los primeros días mantuve mi ritmo habitual hasta que la solidez de los hechos me puso frente al espejo y tuve por fuerza que admitir lo absurdo de mi situación. Con el país paralizado, las convocatorias rescindidas y las entregas pospuestas, ¿qué sentido tenía mi afán de continuar mi labor como si nada pasase? En esos primeros días de encierro forzoso leí un artículo de Carlos Mayoral en The Objetive que parecía retratar mis cuitas. Se titulaba «El mal de la impaciencia» y en realidad no era más que un breve comentario que remitía a un libro de Jorge Freire que había obtenido el XI Premio Málaga de Ensayo de este año y que acababa de aparecer bajo el sello editorial de Páginas de Espuma: Agitación. Sobre el mal de la impaciencia. Ya se pueden imaginar que me faltó tiempo —en este caso nunca mejor dicho— para adquirir el libro en su versión digital. De lo que saqué de su lectura les quiero hablar en los párrafos que siguen.

Supongo que al lector atento le habrá pasado ya algo parecido a lo que me sucedió en su momento, una cierta perplejidad nada más confrontar los conceptos contenidos en el título y subtítulo, pues agitación e impaciencia parecen dos cosas distintas, aunque puedan coincidir coyunturalmente. Para empezar, el segundo de los términos remite obligadamente a algo concreto, aquello que se espera pero no llega, mientras que uno puede estar agitado por todo o por nada, sin que necesariamente apunte dicha angustia a una circunstancia particular. En el caso de la intención —no ya subyacente, sino explícita— del ensayo que nos ocupa, se aborda la agitación como un estado permanente del alma moderna, lo que vamos a denominar siguiendo al autor Homo agitatus. Precisamente este matiz contribuye en mayor medida a diferenciar la agitación de la impaciencia, porque esta suele ser pasajera, dada su dependencia objetiva de lo esperado. Me reconozco impaciente cuando espero una llamada que no se produce, miro el correo electrónico para comprobar una vez más que no llega el documento solicitado o compruebo que aún faltan los datos que solicité encarecidamente a mi compañero, pero si solo es eso debo admitir que cuando llega la respuesta, desaparece la desazón. Es verdad que puedo encadenar impaciencias sucesivas o ser impaciente a varias bandas, pero aun así sé diferenciar claramente ese nerviosismo específico del estado permanente de agitación que, como confesé antes, constituye para mí una segunda naturaleza. Mi agitación es más que impaciencia por la sencilla razón de que a menudo no estoy esperando nada y por tanto no puedo calmarme con lo que ocasionalmente encuentre: puedo decir que estaba impaciente por terminar este trabajo, pero como la causa de mi desasosiego es estructural, cuando lo termine seguiré tan agitado como antes de ponerle punto final.

De hecho, esa misma parece ser en el fondo la actitud del autor, que prácticamente no hace uso de los conceptos de impaciencia o impaciente a lo largo de todo el texto. Al leer el libro en edición electrónica, el buscador me permite documentar de modo irrefutable lo que solo era una impresión: descontando su uso en el subtítulo, la búsqueda me da para ambos términos (impaciencia, impaciente) solo… ¡tres resultados! Antes utilicé una fórmula un tanto alambicada para referirme a las intenciones del autor y no fue casual porque, según uno avanza por las páginas de su breve ensayo, va albergando cada vez más dudas acerca de los verdaderos propósitos de Freire al escribir este libro: ¿era realmente de la agitación como estado anímico del hombre actual de lo que quería hablar? Si es así, la más piadosa de las conjeturas sería que él mismo es un magnífico espécimen de Homo agitatus porque su libro se dispersa en múltiples sentidos sin que finalmente logre trazar una trayectoria limpia. Freire parece sobre todo preocupado en mostrar al lector todo lo que ha leído y en ensartar cita tras cita para apuntar en múltiples dianas y quedarse siempre en tentativas un tanto frustrantes. Reconozco sin embargo que el principal mérito del libro —y por eso lo comento aquí— estriba en abordar un tema ciertamente crucial para entender al ser humano de nuestros días. Además, como pasa en otros muchos ensayos de similares características, entre tanta barahúnda pueden encontrarse no pocos hallazgos felices. Dicho sin ambages, su lectura es útil pese a todo.

En 2018 Freire publicó en Letras libres un artículo titulado «La cultura de la agitación», germen de lo que desarrolla en este volumen. Ya allí establecía que el movimiento continuo era el mandato inapelable de nuestra época, afirmación que reitera en el arranque del ensayo, sin que ello sea óbice para reconocer que el mal en sí es viejo como la humanidad, como establece la archiconocida referencia de Pascal responsabilizando a esa incapacidad personal de permanecer quietos y a solas en una habitación de todas las desdichas humanas. A pesar de ello, es en el tiempo presente cuando la dolencia adquiere proporciones de pandemia. Dicho de otra manera: “dejar de huir hacia delante”, como el ejército que escapa de un enemigo inexistente, constituye el gran reto de nuestra sociedad. La reflexión filosófica sobre el particular abraza la forma de consolatio, pues no en vano el Homo agitatus equivale al necio (ne-scio, carente de ciencia) y se perfila como «la figura a batir». El individuo agitado es, según Freire, el que se propone hacer muchas cosas de manera continuada: es la persona que se reconoce incapaz de parar, sin atender al conocido refrán de quien mucho abarca, poco aprieta. Ese dinamismo enloquecido convierte la trayectoria vital del agitado en una curiosa paradoja, pues tanto correr no le sirve para avanzar más. Su perpetuo ajetreo no puede representarse en forma de línea recta recorrida con celeridad, como en principio cabría esperar, sino en una carrera tan absurda como la del hámster dando vueltas a una rueda o el derviche girando sin parar sobre sí mismo. Parafraseando a Lampedusa, «que todo se agite para que nada cambie».

Pese a sus múltiples derivaciones, el ensayo en su conjunto puede interpretarse como una reivindicación del aburrimiento como antídoto de la agitación contemporánea. El autor entiende dicho concepto de un modo que me ha recordado a Fernando Aramburu («Elogio del aburrimiento»), cuyo planteamiento remite a su vez al inevitable Pascal: «Aprender a estar a solas y en silencio con los propios pensamientos es un arte que no todo el mundo domina». Freire lo dice de un modo parecido: «aburrirse no es fácil» y por ello hay que «aprender a aburrirse». No se trata —obvio es decirlo— del frívolo aburrimiento adolescente, sino, al modo de Walter Benjamín, de una especie de reposo lúcido que conlleva previamente el rechazo o la resistencia frente al ritmo delirante de nuestro tiempo. La bulimia de productos culturales genera insatisfacción porque es imposible devorarlo todo, siempre se pierde uno algo. La pulsión contemporánea por estar al día nos somete a una convulsión inacabable. Quienes se enfrentan a estos requerimientos buscan una cierta «paz de espíritu» o aquel sosiego que señalaba Nietzsche: «Por falta de sosiego nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie». Algunas de las facetas de nuestra vida actual ilustran claramente esta barbarie convulsa del cambio por el cambio: así, el viajero, convertido en turista, constituye una de las expresiones más genuinas de esa sed de variaciones sin otro fin que el hecho mismo de la novedad. Más aún cuando se trata de recorrer miles de kilómetros y varios países para toparse en todos los lugares con las mismas cosas revestidas de diferentes oropeles.

Precisamente esta variedad aparente es una de las dianas preferidas de Freire, que argumenta en diversas ocasiones que la diversidad es el trampantojo del mundo en que vivimos. Si algo define nuestra época, insiste, es la homogeneidad, no la diferencia o la multiplicidad. Recuerda con pertinencia en este sentido que el truco comercial o propagandístico de numerosas marcas es que piquemos el señuelo de que comprando sus productos nos convertimos en seres diferentes. Por supuesto el mismo mensaje les llega, no a miles, sino a millones de otros receptores-consumidores en forma de «eres único», «eres especial», «tú marcas la diferencia», etc. Si algo supone la tendencia creciente de mundialización o globalización es la tozuda realidad de que en todos lados tenemos lo mismo y por tanto se hace cada vez más absurdo buscar en otras partes aquello que permanece al alcance de nuestra mano sin apenas salir de nuestro entorno. No es el único contrasentido que halla el autor: más bien al contrario, su texto se solaza en las paradojas, como, por ejemplo, las recomendaciones de buscar la alegría, pero huir de la felicidad, o procurarnos el goce, no la diversión. En contra de lo que suele pregonarse, argumenta Freire, la clave de la civilización reposa no «sobre el cumplimiento de las voliciones sino, precisamente, sobre su renuncia». En este contexto se entenderá mejor la recomendación de inacción o pasividad a la que antes aludíamos. Frente a la obligación de divertirse, la felicidad forzosa o la algazara compulsiva —¡la chispa de la vida!—, la lucidez de la quietud o la meditación del que se despoja de todo, al modo estoico.

Aunque el ensayo es muy breve, a su autor le da tiempo o encuentra espacio para mencionar otras muchas cosas, un poco al desgaire, como decía anteriormente, como si él mismo se revelara en el fondo contagiado del mal que diagnostica. Llama la atención que no se mencione aquí el impacto de las nuevas tecnologías y el mundo digital, una de las escasas vertientes características de nuestra época que no encuentra hueco en el nervioso discurrir de Freire, quien, sin embargo, picotea en temas tan variopintos como los nacionalismos, la especialización, los deportes de riesgo, los supermercados culturales, la escasa autoestima española, el malestar de la civilización, la literatura noventayochista o las trampas de la libertad. Asuntos —si no todos, por lo menos bastantes de ellos— tan alejados objetivamente de su camino principal, que da la impresión de que a menudo se pierde el hilo de Ariadna, para decirlo ahora con una cierta pedantería que refleje el tono de estas páginas. Supongo que el ensayista podría replicar que su tratado no hace más que nutrirse de las fuentes heterogéneas que han conformado el género desde Montaigne y en ello habría que concederle parte de razón. En todo caso, como simple lector, me limito a dejar constancia de mis dudas, al tiempo que me prometo a mí mismo aplicarme de aquí en adelante algunas de las enseñanzas que me ha deparado su lectura: ahora mismo, cuando termine este último párrafo, apartaré mi agenda de asuntos pendientes y la perderé de vista como mínimo hasta mañana. Cerraré el ordenador, apagaré el móvil y saldré a la terraza para contemplar el mar en silencio, hasta que llegue la noche. Solo con pensarlo me siento mejor".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 



El historiador Rafael Núñez Florencio



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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