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jueves, 28 de junio de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] Sobre las utopías



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Este texto, un poco más extenso de lo habitual en las entradas del blog, es producto de la reflexión del profesor en Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado sobre el concepto de "utopía" a lo largo de la historia del pensamiento político. Publicada este mes de junio en sendos [(I) y (II)] artículos consecutivos en Revista de Libros, su lectura merece más que sobradamente la pena. Se lo recomiendo encarecidamente.

A propósito del tema sobre el que gira su nueva colección permanente, comienza diciendo el profesor Arias, el Museo Pompidou de Málaga me invitó recientemente a conversar sobre la utopía con el novelista Juan Francisco Ferré. Me ha parecido que, en estos tiempos en los que con tanta fuerza parece retornar lo religioso, dicho sea en sentido amplio, podría traer aquí mis reflexiones sobre este viejo tema sin riesgo de parecer intempestivo, ya que el utopismo no es una inclinación nueva de la especie; por el contrario, nos ha acompañado desde siempre y en distintas formas: parece difícil librarse de ella. Habrá incluso quien juzgue que hacerlo sería desaconsejable, pues la utopía cumple ciertas funciones en el imaginario humano y puede ser políticamente beneficiosa si se administra con cuidado. Algo de eso hay, pero no mucho. Para elucidar cuál haya de ser el lugar de la utopía, si es que debe tener alguno, es necesario aproximarse a ella con la debida cautela.

Se ha definido la utopía como la propuesta de una vida mejor. Sus orígenes etimológicos delimitan con exactitud sus contornos: ou-topia significa «no lugar» y eu-topia, «buen lugar». Está ligada, por tanto, a la esperanza; aunque quizás el problema sea, como veremos, que a menudo termina siendo una variante de la fe. En todo caso, esa definición preliminar se circunscribe a las propuestas utópicas que encontramos en el género literario o filosófico-político correspondiente: de la República de Platón a la Utopía de Moro, pasando por los anarquistas de Ursula K. Le Guin, las fantasías cientifistas de H. G. Wells o el diseño conductista de B. F. Skinner. Aunque ahí podríamos incluir asimismo los falansterios de Fourier, la sociedad sin clases de Marx o incluso el Tercer Reich nazi. Pero existe también una mentalidad utópica de carácter inmemorial, expresada con frecuencia en el sueño de la abundancia: tenemos la Edad de Oro de Hesíodo, el Jardín del Edén de la Biblia, el reino medieval de Cockaigne o la versión hispánica de Jauja. Se han denominado «utopías de huida» o «utopías del cuerpo» a estas ensoñaciones, proyectadas por quienes padecen una realidad miserable. Incluso en Mad Max Fury Road, la película de George Miller, sueñan los habitantes del desierto posapocalíptico en que se desarrolla esta saga fílmica con un verde paraje donde mana el agua. Pero el pensamiento se hace práctica también. Existe así una forma de utopismo que se practica más que se escribe, como sucede con las llamadas «comunidades intencionales», que Lyman Tower Sargent define del siguiente modo: Un grupo de cinco o más adultos y sus hijos, si los tienen, que provienen de más de una familia nuclear y que han elegido vivir juntos para realizar sus valores compartidos o algún otro propósito mutuamente acordado.

Si extendemos el concepto un poco más, de hecho, podríamos incluir las utopías privadas perseguidas por uno o dos individuos. ¿No se ha dicho que el amor es «una revolución a dos»? Con todo, lo característico de la utopía es su naturaleza colectiva: una descripción de la sociedad deseable que contiene la prescripción de convertirla en realidad.

El atractivo emocional de esa realidad alternativa es indudable: de ahí su éxito. Y de ahí también, claro, sus peligros. Maquiavelo los formuló con toda claridad cuando dijo que le parecía más conveniente ir «a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma», en razón de la insalvable distancia que existe entre el modo en que se vive y el modo en que se debería vivir. Esta reserva es una de las inspiraciones de la antiutopía, género especular que también se ha alimentado históricamente del fracaso de las utopías realmente existentes: ahí se ubicarían Nosotros, de Yevgueni Zamiatin, o 1984 de George Orwell. Nótese que el antiutopismo no es lo mismo que el distopismo, pues la distopía puede servir a fines más diversos que la crítica de la utopía; sobre todo, presentando en términos negativos el destino de una comunidad humana en caso de mantenerse intactas las tendencias que se insinúan en ella o de realizarse sus peores posibilidades latentes: pensemos en las distopías ecológicas (Kim Stanley Robinson), feministas (Margaret Atwood) o tecnocapitalistas (J. G. Ballard). Sin duda, en la fascinación por la distopía late el fondo escatológico de la psique humana. Y, sin embargo, la prevalencia de la distopía sobre la utopía en nuestra época tiene una explicación muy sencilla: que vivimos después de la utopía. Es decir, tras el fracaso de las utopías de la modernidad.

Este fracaso tiene una importancia psicopolítica extraordinaria y nos impide tratar de la utopía a la manera tradicional: lo utópico sólo puede ser pensado ya a partir de esa ulterioridad. No puede ignorarse que las utopías, ya fueran progresivas o regresivas, acabaron transformándose en distopías. Entre otras cosas, porque no se deja ignorar: ¿de qué manera podríamos sentir hoy un entusiasmo utópico? Tendríamos que fingir que las utopías modernas no fueron jamás puestas en práctica, o que no se emplearon la violencia y la coacción para instaurarlas. Podrá discutírsela tanto como se quiera, pero la posmodernidad −que, a mi juicio, debe entenderse como una profundización de la modernidad en sí misma tan radical que socava sus propias bases− no se produjo en balde ni por capricho. La crítica de los grandes relatos obedece en buena medida a su fracaso: en Auschwitz y en el Gulag, en la China maoísta y en la Camboya de Pol-Pot. ¿Quién podría seguir creyendo en la potencia benéfica de la mentalidad utópica? Sobre todo si hablamos de la utopía explícita, detallada; de esa utopía ingenua que se estilaba hasta comienzos del siglo XX.

Que las utopías queden ya por detrás y no nos aguarden por delante tiene, al decir de muchos observadores, consecuencias letales para la imaginación política contemporánea. Nos habríamos quedado sin futuro: el presente se habría convertido en una jaula asfixiante. Hasta el punto de que las turbulencias políticas de hoy mismo, cuya manifestación más preocupante serían el ascenso del nacionalpopulismo y el autoritarismo, podrían interpretarse de dos maneras relacionadas con nuestro tema: por un lado, como la consecuencia del derrumbamiento de la utopía liberal anunciada por Francis Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín; por otro, como efecto de la frustración que produce la ausencia de alternativas plausibles al modelo liberal-capitalista.

Lo primero fue sugerido hace unos años por el pensador británico John Gray, quien ofrece en Misa negra una variante de la tesis de Theodor Adorno y Max Horkheimer sobre la modernidad. A saber: que el problema de la modernidad consiste en que no ha sido suficientemente moderna. Es decir, que el hiperracionalismo ilustrado no sería sino un mito más que, como tal, se alimenta del anhelo religioso del ser humano. ¿De dónde viene si no la absurda creencia en la perfectibilidad de la especie? Para Gray, confiar en que el ser humano pueda perfeccionarse a sí mismo mediante un acto de voluntad y con la guía de la razón constituye una invitación a la violencia: ¿para qué tomar atajos si pisando el acelerador nos haremos mejores? Los revolucionarios son apocalípticos, milenaristas que imponen la realización de la utopía. Y Gray sentencia: «La política moderna es un capítulo en la historia de la religión». ¡Nunca hemos sido ilustrados! O lo hemos sido en exceso: la Ilustración ha creado su propio monstruo y que no sepamos identificarlo es uno de los puntos ciegos de la conciencia contemporánea. El hegeliano Fukuyama se habría equivocado de pleno con su «fin de la historia» y la aventura romántica de los neoconservadores en Irak habría ratificado la irracionalidad del sueño liberal. Gray escribía esto en 2007: la Gran Recesión desencadenada poco después habría añadido verosimilitud a su tesis.

En cuanto a lo segundo, ha sido Manuel Cruz quien nos ha entregado la formulación más detallada de esa idea en un libro de reciente publicación: La flecha (sin blanco) de la historia. En él, el filósofo barcelonés sugiere que ahora que hemos dejado de ser «sujetos de la historia», agentes capaces de darle forma mediante nuestra voluntad colectiva, nos hemos convertido en «sujetos pacientes» de la misma: soportamos sus consecuencias sin poder siquiera figurarnos un rumbo alternativo. Desde luego, habría que preguntarse si alguna vez fuimos sujetos de la historia en el sentido marxista, o si, de haberlo sido, se trató de una buena idea. En cualquier caso, el problema radicaría para Cruz en la aparente imposibidad de resistirnos a la tiranía del determinismo neoliberal y tecnológico que, a su manera de ver, marca el rumbo de los acontecimientos desde la caída del comunismo soviético. Es el fracaso comunista lo que explica que la utopía −o, en general, cualquier proyecto con voluntad transformadora− haya adquirido de un tiempo a esta parte una tonalidad nostálgico-melancólica, alojándose su contenido ya no en el futuro, sino en el pasado.

Quizá por eso mismo afirme Cruz que el Estado del bienestar o la democracia se han convertido en bienes a conservar: utopías defensivas en el marco de su desmantelamiento a manos del actual orden económico. A su juicio, por tanto, el futuro puede encontrarse en el pasado: allí están los contenidos utópicos que necesitamos para dar forma al futuro.

Esta nostalgia de la utopía, que es nostalgia de los tiempos en que las utopías servían para orientar el curso de la historia, no es lo que parece, ya que bajo la apariencia de una queja por el estrechamiento de la imaginación política contemporánea no deja de manifestarse una pulsión romántica: el sentimiento de que las cosas deberían ser de otra manera; al menos, deberían poder ser de otro modo. Se añora, en suma, la contingencia; el momento en que distintos caminos se presentaban abiertos ante nosotros. Y se protesta con ello, consciente o inconscientemente, contra el desencantamiento del mundo diagnosticado por Max Weber. Por eso tiene más vigencia el utopismo de los socialistas primitivos que el «socialismo científico» de Marx, quien denigraba a Fourier, Owen y Morris llamándolos «utópicos» con objeto de resaltar el «realismo» de su propia propuesta revolucionaria. Pero hoy, cuando la violencia política carece de legitimación, se nos antojan más razonables las propuestas orgánicas de aquellos pensadores que hablaban de cooperativas y falansterios: formas de vida y organización económica de carácter alternativo que no debían imponerse por la fuerza. Frente al utopismo racionalista, su variante romántica.

El desprestigio del Gran Diseño Utópico, que ha contado, no obstante, con un sorprendente y ambiguo revival a cargo de Fredric Jameson, puede explicar la preferencia contemporánea por la distopía: ésta es pura negatividad sin diseño alternativo. Pero también sirve para dar razón de la moderación de las expectativas utópicas: el periodista alemán Bernd Ulrich  llegó a hablar de la Grokotopia para sostener que la Gran Coalición entre conservadores y socialdemócratas no deja de ser una utopía en tiempos de fragmentación y volatilidad parlamentaria; la utopía de la normalidad política. Es obvio que esta modestísima visión de la utopía queda muy lejos de la armonía universal que, como supo ver Isaiah Berlin, constituye el rasgo dominante de este formidable artefacto intelectual y afectivo. Es la aspiración presente en el socialismo y el anarquismo, que en Marx alcanza su culminación con el dibujo de una sociedad sin clases donde no hay necesidad de hacer política y los seres humanos se dedican a la «administración de las cosas». La primacía de lo distópico refleja lo contrario: la convicción de que los seres humanos son incapaces de ponerse de acuerdo entre sí y ese desencuentro conduce al desastre colectivo.

Es verdad que la utopía persiste. Lo hace en formas distintas a las tradicionales, que van desde las «zonas autónomas permanentes» teorizadas por Hakim Bey hasta las ecocomunidades que ensayan la transición hacia una sociedad sostenible. Pero, sobre todo, existe una nostalgia utópica; un lamento por la ausencia de la utopía realizable. Esta añoranza nace de la frustración de que las cosas sean como son y no puedan ser muy diferentes: nos negamos a aceptar que, como cantaba Peggy Lee, «this is all there is». O, también, nos resistimos a aceptar la conclusión que se deduce del fracaso del utopismo megalomaníaco del siglo XX: que el reformismo es el camino más seguro para el cambio social y, por tanto, salvo desvío catastrófico, hemos de explorar cautamente los caminos ya conocidos en lugar de depositar nuestras esperanzas en el estallido repentino del tiempo mesiánico. Se equivocan quienes sostienen que la realidad podría ser de otra manera muy diferente. Pero no porque no pueda serlo, sino porque la realidad no puede organizarse de una manera muy diversa si queremos disfrutar de sociedades prósperas, diversas, libres e iguales, mostrando de paso a las sociedades que no lo son el camino para llegar a serlo. En ese punto, Fukuyama tenía razón: la democracia liberal es un modelo insuperable para las sociedades complejas. Es el mejor, pero no es el único ni recibe el aplauso de todos; como ha escrito él mismo con posterioridad, no todas las sociedades quieren llegar a Dinamarca. Y, sin embargo, ¿no es también posible que la utopía de la modernidad se haya realizado sin que nos percatásemos? ¿Y si ya viviésemos en una utopía realizada? 

¿Cómo mantener viva la utopía tras el fracaso de las utopías? O bien: ¿qué función atribuir a este dispositivo teórico una vez conocido su fracaso práctico? Hablamos de las grandes utopías modernas: aquellas que aspiraron a construir una sociedad ideal a gran escala, trayendo al tiempo histórico la vieja promesa de las religiones. Puede tenerse por sorprendente que el fracaso de esas utopías, sobre todo en lo que se refiere a la sociedad sin clases del comunismo, no haya conducido a una recusación general de la forma utópica, sino más bien a la nostalgia: nostalgia por un tiempo en el que las utopías gozaban de buena salud. Podemos entender el entusiasmo de los pioneros que perseguían la utopía colectiva antes de que pudiéramos saber cuál sería su resultado, pero parece descabellado insistir en ella después de que lo hayamos conocido. Sin embargo, insistimos.

Slavoj Žižek, por ejemplo, entiende que el fracaso del comunismo no nos dice nada sobre la deseabilidad del comunismo. Lo que la historia ha dicho sobre el comunismo no vincula al filósofo, quien por eso ha escrito que el comunismo sigue siendo el horizonte, el único horizonte, desde el cual no sólo se puede juzgar, sino incluso analizar adecuadamente lo que ocurre en la actualidad: una especie de indicador inmanente de lo que ha ido mal.

Se sigue de aquí que el impulso revolucionario, que deriva del impulso utópico, no debe detenerse ante la ausencia de un plan viable: semejantes remilgos han de dejarse en manos de los pragmáticos. De ahí que Žižek haya dicho en más de una ocasión que la prioridad es acabar con el capitalismo y sólo después preocuparse por la alternativa: para hacer una tortilla, suele bromear, primero hay que romper los huevos. Es difícil exagerar la frivolidad de una afirmación así, siempre que se entienda en sentido literal como un programa de acción política; si estamos ante un lenguaje figurado, mediante el cual el astuto pensador esloveno sortea las constricciones que impone una realidad históricamente testada, entonces no hay demasiadas razones para tomarlo en serio. Salvo, claro está, que Žižek esté apuntando en la misma dirección que Fredric Jameson, quien ha hablado del «miedo a la utopía»: el que sentiríamos ante el vértigo de una sociedad sin clases donde nuestra libertad se vería ahogada en la colectividad. Por eso mismo, razona Jameson, el pensamiento utópico tiene hoy como primera tarea llevar cabo una «terapia radical contra la distopía». O, lo que es igual, habría de reeducarnos en la creencia utópica: como si hubiéramos superado la fase inicial del pensamiento utópico y ahora estuviéramos preparados para un desarrollo más riguroso del mismo.

En buena medida, el truco de la utopía novísima sigue siendo el mismo que practicase Karl Marx: el escamoteo de la concreta forma de la sociedad ideal. Y, más modestamente, el impulso utópico parece reducirse en nuestros días a la expresión de una queja: la queja de que el sistema liberal-capitalista no ofrezca salida o, allí donde haya una, como ocurre con los autoritarismos asiáticos o las teocracias islámicas, no resulte del todo convincente. En su monumental Arqueologías del futuro, Jameson ha escrito que la forma utópica misma es una respuesta a la convicción ideológica universal de que no es posible alternativa alguna, que no hay alternativa al sistema. Pero lo afirma forzándonos a pensar la propia ruptura, en lugar de ofrecernos un dibujo más tradicional de cómo serían las cosas tras la ruptura. Paradójicamente, en consecuencia, la creciente incapacidad para imaginar un futuro distinto aumenta, en vez de disminuir, el atractivo y también la función de la utopía.

Lo que tenemos que pensar, en otras palabras, es cómo romper los huevos sin pensar en la tortilla. Ahora bien, ¿no nos encontramos aquí en realidad con una regresión de la forma utópica, con su infantilización? Incapaces de aceptar con madurez la frustración que se deriva del fracaso de las utopías modernas y la consiguiente dificultad para concebir alternativas viables al sistema liberal-capitalista, dirigimos nuestras energías a representarnos el fin de ese sistema, manteniendo bajo una zona de penumbra cualquier descripción de lo que hubiera de venir después. Se trata de mantener la creencia, sin especificar sus contenidos: de acabar con lo que es afirmando que bajo ningún concepto debe ser, pero encogiendo coquetamente los hombros cuando se trata de describir lo que debería ser.

Vaya por delante que ninguna utopía de nuevo cuño podrá jamás resolver el problema fundamental de la creencia utópica: su convicción de que los seres humanos podrían converger alrededor de las mismas creencias, que habrán de mantenerse, además, alineadas de manera indefinida en el tiempo. La utopía contiene así su propio utopismo: el sueño de la unanimidad humana, la posibilidad de que una sociedad pueda organizarse a partir de un puñado de valores más o menos cerrados inmunes al cambio sobrevenido. ¡La foto fija! Es una visión estática de la especie que se compadece mal con lo que conocemos de la historia humana; no digamos bajo las condiciones de aceleración creadas en la época moderna. Este problema fue observado ya por Isaiah Berlin y no ha escapado a la atención de los pensadores liberales, cuyo escepticismo −si ejercen como verdaderos liberales− milita de manera natural contra el impulso utópico. Algo que, como vimos, habría sido olvidado por aquellos que malinterpretaron a Fukuyama y lo convirtieron en heraldo de una utopía liberal hecha trizas con la Gran Recesión. O, como sostiene John Gray, por quienes pasan por alto la función utópica ejercida por la mismísima razón ilustrada.

Sin embargo, es aquí donde conviene andarse con cuidado. Sostener que la razón es un mito conduce de manera casi natural a la denuncia del progreso: otra falsa creencia que serviría de cebo a los optimistas incurables. Hay que andarse con cuidado porque, siendo cierto que el ideal de progreso tiene sus raíces en la concepción teleológica de la historia propia del cristianismo, es fácil deslizarse hacia una versión infantil de ese ideal; igual que existe una versión infantil, como de catecismo, de la utopía. Se ha hablado de eso ya en este blog, donde se ha reclamado una concepción adulta del progreso que permita reconocer tanto su existencia como sus dificultades y retrocesos. En este contexto, es frecuente que a la visión lineal de la historia −sobre la que se apoya el ideal moderno de progreso− se oponga la concepción cíclica del tiempo característica de las sociedades premodernas. Pero, ¿carecían de todo progreso aquellas sociedades que no «creían» en el progreso? Afirmar tal cosa es lo mismo que no ver ninguna diferencia entre asirios y griegos, o entre romanos y venecianos; ni en sus estándares materiales, ni en el contenido de sus normas sociales o la sofisticación de sus instituciones. ¡Claro que existe el progreso! Sólo que no es absoluto, ni perfecto, ni del todo irreversible; tampoco carece de efectos colaterales ni deja de producir víctimas o contener puntos ciegos. Y, sin embargo, ¿dónde está escrito que sólo un progreso de rasgos pluscuamperfectos ha de valer como progreso?

Hasta tal punto existe el progreso humano, de hecho, que habría motivos para preguntarse si la imperfecta sociedad del siglo XXI no podría considerarse una utopía realizada; y realizada sin necesidad de recurrir a los medios tradicionalmente asignados a la forma utópica. Si atendemos al verdadero estado del mundo, comparando largas series estadísticas, desde el punto de vista de una sociedad premoderna, ¿acaso no habitamos alguna clase de utopía? A saber: la utopía de un mundo en constante mejora material y moral. Es lo que puede colegirse de la lectura de dos trabajos recientes, el publicitado Enlightenment Now,, de Steven Pinker, y el menos conocido Factfulness, , de Hans, Anna y Ola Rosling. No es este el lugar de discutir en profundidad las tesis del llamado «nuevo optimismo», sino de traer a colación un conjunto de datos incontestables que permiten sostener la idea de que la sociedad contemporánea tiene mucho de utopía exitosa si la miramos con los ojos de un pasado anterior a la Revolución Científica y, sobre todo, Industrial. ¿Quién podía pensar que la expectativa de vida, que era de treinta y cinco años en 1750, se situaría globalmente en 71,4 años en 2015? ¿Quién podría suponer que esa mejora general incluye un aumento de diez años entre 2003 y 2013 en un país como Kenia? En Gran Bretaña, los cuarenta y siete años a los que se moría de media en 1845 han pasado a ochenta y uno en 2011. ¿Podría alguien allá por el siglo XIV siquiera concebir que entre 2000 y 2015 descenderían un 60% las muertes causadas por la malaria? ¿O que la malnutrición pasase de afectar a un 50% de los habitantes del planeta en 1947 a un 13% hoy, aun habiendo aumentado la población total? Por no hablar de la evolución del PIB planetario, que se triplica entre 1820 y 1900, y vuelve a triplicarse, a continuación, en veinticinco años primero y treinta y tres después; todo ello mientras la extrema pobreza ha pasado del 90% a sólo el 10% en doscientos años. También han aumentado el gasto social, que corresponde de media al 22% del PIB de los países de la OCDE (mientras que está en el 2,5% en la India y el 7% en China), el número de democracias y la igualdad de género; se ha restringido considerablemente el empleo de la pena de muerte y ha aumentado la tolerancia hacia las minorías. No se trata de logros inmodificables, ni podemos excluir la barbarie o la catástrofe: hacerlo sería incurrir en eso que hemos denominado «concepción infantil» del progreso humano. Pero si la utopía es producto de la insatisfacción con la realidad, el anhelo contemporáneo de utopía tiene algo de desconocimiento de la realidad.

¿Significa eso que la utopía, el buen lugar que no existe, carece de lugar en la vida política de las comunidades humanas? No exactamente. Para empezar, las utopías que en el mundo han sido no han dejado de contribuir, siquiera sea indirectamente, al mundo en el que vivimos: han formado parte del debate de ideas y protagonizado luchas políticas, inspirando a revolucionarios y reformistas. Naturalmente, habría sido deseable que las formas más violentas del impulso utópico no se hubieran manifestado jamás; la masa de la historia humana, sin embargo, no se deja manipular de forma tan sencilla. La utopía tiene algo de segregación hiperbólica del ideal: es una expresión inevitable del deseo de mejora propio de las comunidades humanas. Por eso podemos hablar de «necesidad de la utopía». Y hacerlo en en dos sentidos distintos, pero complementarios.

En primer lugar, el anhelo utópico es una necesidad psicológica y emocional del ser humano, se exprese o no como impulso concreto que mueve a la acción. La utopía estructura la realidad como la fantasía según Lacan: para aceptar la realidad, tenemos la fantasía. Representa, ante todo, un horizonte de posibilidad: la posibilidad de la contingencia. Pero la utopía es como el deseo: no puede realizarse sin dejar de ser lo que es. Por eso, la utopía remite a la potencia y no al acto; de ahí que cuando ha intentado llevarse a la práctica su fracaso haya sido disculpado como consecuencia de errores imprevistos de ejecución. Recordemos sus raíces etimológicas: la utopía es un buen lugar a condición de ser un no lugar. En esa medida no puede ser erradicada. Mucho menos, si se alimenta del infortunio, si es el feliz estado con que sueña quien no encuentra motivo alguno para la felicidad.

Pero, en segundo lugar, también puede hablarse de la «necesidad de la utopía» en un sentido distinto. A saber, atribuyéndole una función positiva en el vasto mecanismo del cambio social. En este caso, la utopía tendría por objeto «desnaturalizar» la sociedad en que vivimos, ofreciendo un punto de vista inusual desde el que mirarla con nuevos ojos. Fredric Jameson parece ir en esta dirección cuando habla de la «negatividad crítica» de la utopía, previniendo contra la tentación de albergar expectativas positivas hacia ella; a su modo de ver, las visiones armónicas encuentran mejor acomodo en el idilio o la pastoral. Pero ha sido Lyman Tower Sargent quien más explícitamente ha indicado que las utopías proporcionan un estándar con arreglo al cual juzgar la realidad vigente: La yuxtaposición de la utopía con el presente anima al lector a percibir las contradicciones entre utopía y realidad, a pensar en esas diferencias, a preguntarse si el cambio desde el presente es posible y deseable. De manera que las utopías sirven para distanciar al lector de su presente.

Pensemos en la ciencia ficción de Kim Stanley Robinson, que nos habla del cambio climático y el Antropoceno a partir de una catástrofe ecológica futura, o en la distopía hiperpatriarcal concebida por Margaret Atwood. Pero también en la propuesta que hiciera Peter Sloterdijk hace unos años, consistente en hacer voluntaria la tributación, o en la condonación global de las deudas planteada por David Graeber. No se trata ya de utopías a la manera clásica, concebidas con más o menos detalle, sino de propuestas concretas que llaman la atención sobre algunos de los rasgos definitorios de nuestra organización social. Así que esta modalidad de utopía no nos habla del futuro, sino del presente. Del mismo modo, quienes todavía deseen traer al debate público un borrador detallado para la sociedad futura habrán de hacerlo de manera adulta, sin eludir las desagradables verdades que nos ha suministrado la historia. Tom Moylan ha hablado de «utopías críticas», más concernidas por el procedimiento de cambio que con su objetivo final. Pese a sus deficiencias, la «utopía americana» de Jameson es admirablemente realista en algunos de sus aspectos, como el reconocimiento de que la delincuencia o la envidia no desaparecerían en una sociedad alternativa. Por todas estas razones, en fin, el lugar contemporáneo de la utopía es menos el tratado de filosofía que la obra de ficción; la cultura antes que la política. Y es el lugar que, de manera natural, ha ido ocupando.

Ninguna utopía, en suma, podrá jamás conseguir la unanimidad de los deseos humanos. Es posible, claro, que todos podamos ponernos de acuerdo acerca de grandes objetivos generales, tales como la deseabilidad de la máxima prosperidad, igualdad o libertad. Pero no habrá manera de que ese acuerdo se reproduzca a la hora de establecer prioridades entre esos valores, ni cuando se trate de definir los medios a través de los cuales podrán llevarse concretamente a término fines tan genéricos. ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que las utopías ensayadas históricamente hayan recurrido a la coerción y la violencia para imponer un ideal de entre los muchos posibles?

Quizá por ser eso dibujase el filósofo Robert Nozick su «blueprint for utopia», o borrador para una utopía, sobre la base proporcionada por el libertarismo: una sociedad libre donde cualquier comunidad puede fundar su propia utopía en amigable coexistencia con las demás. Su punto de partida es la idea de que hay un pluralismo de concepciones del bien que lleva a distintas personas a querer cosas diferentes, aspiración que suele verse frenada por la imposibilidad práctica de realizar simultáneamente todos los bienes sociales y políticos para todos los individuos. En consecuencia, la utopía sería la posibilidad de que todos vivan en el mejor mundo imaginable. La marca de esta utopía liberal es que no será colectiva, sino individual: serán mundos diferentes para distintas personas. De modo que: En este nuestro mundo actual, lo que se corresponde con el modelo de mundos posibles es un conjunto amplio y diverso de comunidades, en los que las personas pueden entrar si son admitidas, de las que pueden salir si quieren, a las que dan forma conforme a sus deseos; una sociedad donde puede probarse la experimentación utópica, en la que pueden vivirse distintos estilos de vida, donde perseguir individualmente o en grupo visiones alternativas del bien.

Para Nozick, la utopía es un marco para el desarrollo de múltiples utopías: una metautopía. La función de la autoridad central será así asegurar el funcionamiento del marco institucional general y los derechos individuales en caso de conflicto. Se trata de un orden cambiante, pues será en cada momento lo que resulte espontáneamente de las elecciones individuales de muchas personas a lo largo del tiempo. Habría comunidades religiosas, ateas, anarquistas, libertarias, maoístas, ecologistas, tecnófilas, tecnófobas, socialistas: las posibilidades son múltiples. Y el marco institucional bajo el que florecería esta diversidad utópica se correspondería con el Estado Mínimo, que era el defendido por Nozick en aquel entonces.

No me interesa estudiar aquí la dudosa viabilidad de esta atractiva propuesta entendida en sentido fuerte, sino tan solo extraer de ella dos enseñanzas elementales. En primer lugar, su acento sobre las comunidades intencionales que constituyen una de las formas del impulso utópico. Vale decir, los grupos humanos, de tamaño variable, constituidos con objeto de realizar concertadamente algún valor o ideario mediante la vida en común: desde la secta Moon hasta los amish. En la metautopía de Nozick, cualquier utopía voluntaria es posible; ninguna utopía obligatoria es legítima. Y esa distinción debería forzarnos a reflexionar sobre uno de los peores aspectos del pensamiento utópico: su tendencia al reclutamiento, cuando no a la imposición violenta, de los demás. Si el anarquista o el socialista quieren vivir de manera anarquista o socialista, es libre de hacerlo sin más límite que el respeto de las leyes que obligan a todos (pues no existe un afuera de la comunidad política). Pero, ¿de dónde viene el empeño por convencer a otros de que así es como hay que vivir? Sea el utópico más modesto y viva conforme a su ideal, sin molestar a nadie. Podrá hacerlo en sociedades que no prescriban una forma oficial de vida, sino que dejen abierto el derecho de cada uno a elegir cómo debe vivir, e incluso asuma como principio la necesidad del pluralismo: aunque sólo sea porque de poco sirve predicar la libertad si uno no tiene manera de ejercerla. Esa sociedad, y ésta es la segunda enseñanza, se parece a la nuestra. O, al menos, a los mejores rasgos de la nuestra: una utopía sin utopía.




Utopía, de Tomás Moro (Universidad de Lovaina, 1516)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4493
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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

martes, 13 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] 1968, cincuenta años después





Parece que fue ayer y ya han pasado cincuenta años. 1968 fue un año importante en la historia. Y en lo personal, también para mí, pues ese año nació mi primera hija. El escritor Fernando Aramburu comenta en El Mundo algunos de los hechos que marcaron ese año inolvidable. 

Estudiábamos Historia, comienza diciendo. Nos hacían memorizar fechas relacionadas con acontecimientos relevantes. 1492 era un año de recordación inexcusable. El libro de texto afirmaba, con solemnidad usual de la época, que una serie de hechos trascendentales había cambiado el rumbo de la humanidad. He retenido otras fechas: 1789, 1917, 1936. Al mismo tiempo que en el colegio nos abrían ventanas al pasado, aquel año de 1968 se sucedían noticias de hechos que, con toda seguridad, de aquí a diciembre merecerán atención especial por celebrarse su quincuagésimo aniversario.

Transcurrido medio siglo, 1968 se revela con un destello intenso en la memoria colectiva y no sólo, como se lee a veces por ahí, a causa de los adoquines volátiles de París y el mes de mayo. Es cosa sabida que nada ocurre suelto. 1968 tuvo sus antecedentes, su prolongación y sus consecuencias; pero esa cifra para algunos mítica, para otros fuente de reprobación y discrepancia, parece constituir una bisagra de la Historia. Fue, sí, una época de sexo, drogas y rock and roll, de hedonismo y aventuras de libertad y rebeldía; pero también un año sangriento.

A comienzos de aquel año, los ojos del mundo están puestos en Ciudad del Cabo, donde un cirujano llamado Christiaan Barnard practica una operación de alto riesgo. No era la primera vez que Barnard procedía a un trasplante de corazón. Un mes antes, había colocado el de una mujer joven a un paciente que falleció de pulmonía 18 días más tarde. La tentativa no estuvo exenta de polémica. Hubo quienes postularon que Barnard debía ser acusado de homicidio por extraerle a un cuerpo un corazón "todavía vivo". Son años de apartheid en Sudáfrica. Para la segunda operación, el órgano ha de ser transportado de un hospital a otro, ya que el donante es un hombre de piel negra y el beneficiario, de piel blanca, está ingresado en un centro reservado a los de su raza. Técnicamente, la intervención quirúrgica es un éxito. El paciente, sin apenas perspectivas de vida antes del trasplante, será dado de alta al cabo de 74 días y vivirá año y medio con su nuevo corazón. La medicina ha abierto una nueva puerta a la esperanza.

Sin embargo, salvar vidas no es la tendencia predominante en aquel año dramático. En China persiste una orgía de sangre llamada Gran Revolución Cultural Proletaria, instigada por el dictador Mao, quien a fuerza de asesinatos y ejecuciones logrará hacerse con el control exclusivo del Partido. Era sumamente fácil caer en desgracia. Bastaba para ello con poseer un instrumento musical, antigüedades o cualquier objeto vinculable con "conductas burguesas". A fin de borrar el pasado, gran parte del patrimonio cultural chino -bibliotecas, templos, museos, etc.- fue destruido. Es imposible cifrar el número de víctimas mortales de aquella frenética matanza agravada por la hambruna. En todo caso, superaría con creces la población actual de España.

Vietnam es por entonces, como Biafra, escenario de otra escabechina. La superioridad militar estadounidense no conduce a la rápida victoria vaticinada por el presidente Johnson; antes al contrario, 1968 supone un giro cualitativo en las operaciones bélicas que preludia el desastre que aquella remota guerra deparará a los EEUU. Ese año, tropas del Viet Cong logran sitiar a 6.000 marines en el campamento de Khe Sanh. A las bajas numerosas sufridas por el invasor se une la derrota propagandística. En febrero de ese mismo año, el jefe de la policía de Vietnam del Sur ejecuta en plena calle a un prisionero vietnamita. Lo hace a sangre fría delante de las cámaras, rodeado de soldados norteamericanos en actitud pasiva. Las imágenes escalofriantes recorren el planeta, llegan por vía de la televisión a infinidad de hogares. Ha empezado una nueva era. Ya no es indispensable viajar para conocer el mundo. Ahora es el mundo el que, gracias a los televisores, se introduce en las casas. A las autoridades norteamericanas les resulta cada vez más difícil silenciar los horrores cometidos por su ejército. Menudean las manifestaciones de protesta dentro y fuera de EEUU y cada vez es menor el número de ciudadanos estadounidenses convecidos de la utilidad y justicia de aquella guerra.

1968 es asimismo un año salpicado de atentados. El líder estudiantil alemán Rudi Dutschke sobrevive en Berlín, con heridas graves, a los disparos de un fanático anticomunista. Menos suerte tiene un soñador llamado Martin Luther King, en Memphis, adonde había llegado días antes con el fin de apoyar a los recogedores de basura en huelga. Su asesinato desata una ola de tumultos que sólo en los primeros días dará un saldo de 39 muertos. En junio cae, víctima también de otro asesino dicen que solitario, Robert Kennedy, la gran esperanza demócrata del momento para alcanzar la presidencia de los EE.UU. King y Kennedy son víctimas más famosas que un modesto guardia civil de tráfico que un día de junio de 1968, a los 25 años de edad, muere tiroteado mientras regulaba el tráfico cerca de Villabona (Guipúzcoa). Su nombre: José Antonio Pardines Arcay. Pasa por ser la primera de las más de 800 víctimas mortales de ETA. Su agresor morirá horas después durante un tiroteo con la Guardia Civil. También en otros países de Europa se perfilan organizaciones dispuestas a alcanzar sus objetivos por la vía del terror: la banda de Baader-Meinhof en Alemania Occidental; las Brigadas Rojas, en Italia. Otra constante de 1968 son las revueltas estudiantiles. Los hijos de clase media se alzan contra un estado de cosas vigente desde la Segunda Guerra Mundial. El mal es, en su opinión, intrínseco al sistema, al que se asocia con la opresión, el racismo, la alienación sexual, el colonianismo... Es hora de romper tabúes y de establecer normas distintas de las impuestas por la generación de los padres. 

Se ha dicho con ironía que Mayo del 68 no se acaba a causa de las cargas policiales, sino como consecuencia de la llegada de las vacaciones. Un cariz harto más dramático presentan las revueltas estudiantiles de México, con la matanza de Tlatelolco, o el aplastamiento por parte de la Unión Soviética y de los países del Pacto de Varsovia del intento checoslovaco de construir un socialismo con rostro humano.

1968 es el año de los Juegos Olímpicos de México, con el salto de Bob Beamon y el saludo Black Power de Tommie Smith y John Carlos. Es el año de la famosa foto de la Tierra desde el espacio, del La la la de Massiel en Eurovisión y del primer ratón de ordenador, inventado por Douglas Engelbart. No es que en otros años no hubieran ocurrido acontecimientos relevantes; pero hay que reconocer que 1968 fue un año tan abundante en ellos como para marcar un antes y un después en la historia reciente de la especie humana.



Dibujo de Gabriel Sanz para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 30 de junio de 2017

[Pensamiento] Utopías. ¿Tienen sentido aún?



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512, Museos Vaticanos)


Utopía: Del lat. mod. Utopia, isla imaginaria con un sistema político, social y legal perfecto, descrita por Tomás Moro en 1516, y este del gr. οὐ ou 'no', τόπος tópos 'lugar' y el lat. -ia '-ia'. Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización. Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano (Real Academia Española).

Respeto a todo aquel que piense lo contrario, pero tengo que decir que las utopías me provocan pánico. Las dos utopías sociopolíticas que emergieron en el pasado siglo, comunismo y nazismo, tiñeron de sangre el mundo y deberían habernos vacunado para un largo plazo de tiempo, pero sospecho que no es así. Ahora se llaman nacionalismo y populismo. Me gustaría verlas desaparecer pero soy bastante escéptico al respecto. 


Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Madrid, Siglo XXI, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Madrid, Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, 2010). Sus últimos libros son Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012), Environment & Society. Socionatural Relations in the Anthropocene (Dordrecht, Springer, 2015) y La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI (Barcelona, Página Indómita, 2016). 

Hace unas semanas el profesor Maldonado publicaba en Revista de Libros un interesante artículo titulado Izquierda, capitalismo y utopía: comedia para el fin de los tiempos, reseñando el libro An American Utopia. Dual Power and the Universal Army (Londres y Brooklyn, Verso, 2016), de Fredric Jameson, editado por Slavoj Žižek

«Estoy harto de utopías», exclama Visarión Belinski, crítico literario que formaba parte de la camarilla modernizadora liderada por Aleksandr Herzen y Mijaíl Bakunin durante las décadas centrales del siglo XIX, en un momento de La costa de la utopía, la espléndida trilogía que Tom Stoppard dedica a aquellos exiliados románticos de la Rusia zarista, comienza diciendo Maldonado. En ese hartazgo, nuestro hombre se parece más a nosotros que a sus contemporáneos, impregnados de la esperanza en un futuro de armonía social y abundancia material. Tiene su lógica: aunque la literatura utópica poseía ya entonces una larga solera, su realización histórica no se produciría hasta décadas más tarde con la llegada al poder de los bolcheviques rusos. Es ahora, pasados cien años del exitoso golpe de Estado bolchevique y casi veinte después de la caída del Muro de Berlín, que simbolizó largamente la vigencia de la alternativa comunista, cuando esa ingenuidad nos resulta alarmante: la negra luz de la historia ha debilitado nuestros anhelos utópicos mediante una amarga cura de realidad. ¡Nadie otorga ya crédito a las utopías! O, al menos, eso creíamos.

Y lo creíamos hasta que Fredric Jameson, sigue diciendo, veterano pensador marxista y celebrado teórico del capitalismo tardío, ha dado a la imprenta An American Utopia, que es exactamente lo que su título sugiere: una utopía política comunista concebida para su aplicación en la Norteamérica contemporánea.  Jameson mismo es un experto en pensamiento utópico: a él dedicó un exhaustivo estudio publicado hace poco más de una década. Aquí ha puesto en práctica esos saberes para diseñar una utopía propia, cuyo interés excede con mucho el que dispensaríamos a una simple fantasía política. Entre otras razones, porque el propio Jameson presenta ambiguamente su utopía como un «programa político», difuminando la línea que lo separa de un ideal situado fuera de la historia. Pero también por el carácter sintomático de la obra, que Slavoj Žižek presenta en su prólogo como «ideal para activar un debate sobre posibles e imaginables alternativas al capitalismo global». La estructura de la obra es peculiar: tras un breve prólogo de Žižek, se abre con el largo ensayo de Jameson y continúa con una serie de capítulos de varios autores que hacen las veces de comentario a la propuesta utópica en cuestión, incluido uno del propio Žižek, para cerrarse con un epílogo de Jameson en el que este responde a las críticas. El papel de Žižek como editor del libro, que reúne tras el largo ensayo inicial de Jameson a lo más granado del pensamiento de izquierda radical contemporáneo (Jodi Dean, Alberto Toscano, Agon Hamza e tutti quanti), representa un aval para sus pretensiones y tiende un puente entre dos generaciones separadas por el tiempo, pero unidas por su voluntad de acabar con el capitalismo. Es verdad que muchas de las glosas son severas, pero la discrepancia tiene que ver con los medios y no con los fines. Todos, pues, están de acuerdo con algo que ha dicho Žižek en otro lugar: que la «hipótesis comunista» −así bautizada por Alain Badiou− es el único marco apropiado para el diagnóstico de la actual crisis.

En realidad, comenta, quizá sería más correcto afirmar que sin crisis no habría diagnóstico o, cuando menos, que este tendría menos fuerza, ya que son la Gran Recesión y sus consecuencias sociopolíticas las que han otorgado nueva legitimidad al rechazo integral del capitalismo. Y es que de este provendrían todos los males, al decir de sus críticos, empezando por la deformación de las subjetividades individuales y terminando por la abolición de la política democrática. Jameson tiene claro que democracia y capitalismo son incompatibles, entre otras razones porque «las grandes empresas no pueden operar en una situación en la que los presupuestos y la política fiscal en general sean decididas mediante el voto popular» (p. 32). Se trata de un argumento que la izquierda radical ha sostenido de manera constante, pero que también enarbolan con éxito los populismos de todas las confesiones y que no es extraño a la tradición utopista. En su prólogo a la edición de 1976 de Walden Two, publicada originalmente en 1948, el psicólogo B. F. Skinner presenta su utopía conductista a la luz de una crisis de legitimidad de las democracias que recuerda en muchos aspectos a la contemporánea: «mucha gente [...] ha perdido la fe en un proceso democrático en el que la así llamada voluntad del pueblo es obviamente controlada de manera antidemocrática». Žižek, por su parte, acusa al capitalismo de privar a los individuos «de cualquier mapa cognitivo significativo»: de no proporcionar un sentido capaz de llenarnos afectivamente. Este defecto central se vería agravado ahora que el capitalismo se extiende al resto de civilizaciones. Žižek dice aquí lo mismo que Pankaj Mishra en su celebrado Age of Anger: la globalización no presta a las sociedades no occidentales el tiempo necesario para elaborar culturalmente el impacto de la modernización. Para colmo, el malestar resultante converge ahora con el experimentado en las propias sociedades occidentales. Sorprende, en ese sentido, que Jameson nos presente una utopía nacional en lugar de una global. Aunque se sobreentiende que su hipotético éxito en Estados Unidos, centro de tantos poderes, provocaría un efecto perturbador sobre el resto del complejo liberal-capitalista.

Sea como fuere, añade, el problema teórico estriba menos en la presentación de una crítica frontal al capitalismo −muy engrasada ya− que en la formulación de una alternativa viable que dé expresión al anhelo transformador de la izquierda marxista. A este respecto, como plantea Agon Hamza en su contribución a este volumen, esta misma izquierda se ha convertido en «una fuerza política desmoralizada y desmoralizante» que no es capaz de perturbar a su enemigo (p. 149). Por eso, sostiene, el primer paso para cualquier política emancipadora contemporánea es «abandonar la noción y el concepto de la izquierda» (p. 149). ¡Ahí es nada! Hamza alude con ello tanto a las hipotecas que el marxismo jamás podrá pagar como a un lenguaje autorreferencial cuyo impacto sobre la realidad social −exigible a la luz de la undécima tesis sobre Feuerbach− es casi inexistente. Y ello, en gran medida, porque pese a las chanzas vertidas contra el "Fin de la Historia" anunciado por Francis Fukuyama tras el derrumbe del comunismo soviético, la alternativa sistémica al capitalismo global sigue sin aparecer por ninguna parte. Quizá por eso tiene dicho Jameson que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Es aquí donde entra en juego, para bien y para mal, su utopía estadounidense.

Jameson, dice poco después, arranca su reflexión señalando que ninguna de las vías tradicionales para la política de izquierda posee ya credibilidad alguna: tanto el reformismo socialdemócrata como la revolución tradicional son vías muertas en el camino a la sociedad poscapitalista. Hay, en cambio, un tercer tipo de transición menos reconocida, pero más prometedora, que constituirá el núcleo de su programa político y conducirá a su propuesta utópica: el poder dual. Teorizado por Lenin, el poder dual se dará allí donde una organización política provea de servicios a una comunidad ignorada por el gobierno central, de manera que el poder se desplace gradualmente de uno a otro, hasta que ese poder alternativo se convierta en gobierno de facto sin necesidad de desafiar abiertamente a la estructura legal vigente. Son ejemplos de esta práctica los Panteras Negras y Hamas, pero no Chiapas (donde los zapatistas ocuparon un territorio espacialmente separado del poder estatal) ni insurrecciones explícitas como la Primavera Árabe u Occupy Wall Street. Si este razonamiento resulta familiar al lector español, se debe a que Pablo Iglesias hizo hace unos meses la defensa de los «contrapoderes sociales» que trabajan al margen de lo que disponga un parlamento donde «todo el pescado está vendido y todas las cartas están repartidas», invocando precisamente el ejemplo de los Panteras Negras como proveedores de servicios comunitarios en la Norteamérica de los años sesenta.

Ahora bien, señala el profesor Maldonado, ¿qué institución puede cumplir ese papel en la Norteamérica contemporánea? ¿Desde dónde proyectar ese poder dual llamado a absorber, andando el tiempo, el poder del Estado? Jameson descarta sucesivamente a los sindicatos (dado que entramos en una era de desempleo estructural masivo y el mercado «gris» domina la oferta de empleo), al servicio postal nacional (debilitado institucionalmente, pese a que llegó a cumplir funciones de caja de ahorros en algunos países), así como a las Iglesias (que entiende ligadas a una religión que ningún marxista puede defender, pero a la que concede cierto crédito como fetiche cohesionador en determinados momentos históricos). Nuestro autor se decanta, en cambio, por un candidato improbable: el ejército. Y no por razones utópicas, subraya, sino de orden práctico. En el sistema federal norteamericano, apunta, el ejército es una de las pocas instituciones que trasciende las jurisdicciones estatales, asumiendo de paso funciones de asistencia sanitaria para los soldados veteranos. Jameson tiene en mente convertirlo en un Ejército Universal, que no es una forma de gobierno, sino una nueva estructura socioeconómica. Y el procedimiento para lograrlo comienza con la conscripción forzosa que nos convierte a todos en soldados; una renacionalización que exigirá una previa lucha discursiva que devuelva a esta política su prestigio perdido. Una vez que el reclutamiento se haga obligatorio, integrando en el ejército a todas las personas entre los quince y los sesenta años, el ejército se transformará en una «masiva fuerza popular capaz de coexistir con éxito con un “gobierno representativo” cada vez menos representativo» (p. 28). Jameson trae así a colación a un Jean Jaurès que enfatizaba la importancia sociopolítica de los reservistas y a un Trotski que defendía la «democracia militar» y la función liberadora del «ejército socialista». Todo ello bajo la premisa de que la militarización asegura la disciplina necesaria para construir una sociedad igualitaria. Su previsión es que los hospitales militares se conviertan en una sanidad universal y gratuita, mientras que la propia educación podría reorientarse con arreglo a directrices militares.

Se percibe aquí, añade, hasta qué punto el ejército presenta una ventaja espacial por su mera presencia en todos los Estados federados. Pero Jameson no habla de un acto revolucionario militar, sino del ejército como vehículo para una transformación social que otorgará a lo militar un papel perdurable en la sociedad así transformada. Es a la luz de estas consideraciones como cobran sentido sus críticas al miedo cuasiparanoide que exhibe el foucaultianismo ante cualquier forma de organización social o política y a la propia idea de libertad. A su juicio, el obstáculo principal para la realización de la utopía es el miedo a la utopía misma: miedo existencial a disolver nuestra individualidad en un colectivo más amplio, a mezclarnos con extraños en una institución interclasista como el ejército. Por eso este último es «el primer atisbo de una sociedad sin clases» (p. 61) y la experiencia de la conscripción forzosa da paso a una promiscuidad social que representa el genuino «modo de ser» de una verdadera democracia.

Pero, ¿qué pasa después?, se pregunta. ¿Qué tipo de sociedad produce el desplazamiento del poder a esa institución dual que es el ejército universal? ¿Y de qué manera se organiza? Jameson sostiene que su utopía presupone el fin del Estado y de la política tal como las entendemos, al tiempo que afirma que la productividad y la tecnología «se cuidan solas» aun cuando el sistema motivacional difiera del capitalista. El problema no es la productividad, afirma, sino la distribución. Sobre todo, la del trabajo, debido a la función social vertebradora que cumple el pleno empleo. Una posible solución sería el uso de una lotería que adjudicase los empleos de manera periódica, siguiendo la propuesta de Barbara Goodwin. No hace falta ser economista para percatarse de que esto causaría problemas de especialización y competencia, porque ni siquiera en una sociedad utópica puede cualquiera ejercer como ingeniero. Jameson se desmarca por elevación: el verdadero problema sería el culto a la eficiencia, elemento central a la lógica del capitalismo sin cuya crítica frontal no es posible completar la necesaria transformación de las mentalidades. De manera que un repudio sistemático de la ideología de la eficiencia [...] bien puede suministrar una nueva visión del mundo, donde la naturaleza humana (podemos dar vida al concepto en una suerte de esencialismo estratégico) es entendida no como buena ni mala, sino como esencialmente ineficiente (p. 49).

Hay que suponer, continúa diciendo, que el ciudadano educado en el Ejército Universal aceptará de buen grado esa falta de eficiencia. En todo caso, no se aburrirá: Jameson no incurre en el error de dibujar una sociedad carente de conflictos interhumanos, sino que subraya cómo la desaparición de los antagonismos de clase hará aumentar los antagonismos individuales. Su realismo es saludable, máxime en el marco de una tradición acostumbrada a concebir la revolución como el punto final de todo conflicto:

¿Puede alguien de verdad creer que el disgusto visceral que a veces siente un individuo por otro desaparecerá en un mundo perfecto? ¿O que la rivalidad desaparecerá en las jóvenes generaciones, con independencia de las recompensas que puedan ofrecerse en lugar del dinero y el beneficio? ¿O, incluso, más seriamente, que el conflicto generacional no amenazará perpetuamente la reproducción social (incluyendo la del propio sistema utópico)? ¿O, finalmente, [...] que la envidia [...] dejará de atormentar a los individuos biológicamente incompletos que somos y que no dejaremos de ser, siquiera en el «paraíso»? (p. 64), ironiza Maldonado.

Jameson se apoya aquí, dice más adelante, en el agonismo político de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, pero sobre todo deja ver la influencia de Lacan y su identificación del «otro» como componente interno a nuestra propia subjetividad: envidiamos a los demás porque suponemos que experimentan un goce que a nosotros nos está vedado. La cura es, por ello, imposible y lo más que puede hacerse es abrazar el antagonismo social como rasgo permanente de cualquier colectividad imaginable: todos somos neuróticos en el sentido psicoanalítico y la sociedad, del tipo que sea, no puede ser sino una colección de neuróticos de varios tipos, cuya cohabitación nunca puede ser regulada de manera armónica o utópica (p. 77).

Una sociedad socialista sí sabrá, al menos, fomentar la conciencia individual de esta falta y de su insolubilidad, a diferencia de lo que sucede en una sociedad capitalista, donde ese sentimiento negativo trata de canalizarse hacia el consumo de bienes, afirma. A fin de acabar con la lacra del consumismo, Jameson prevé incluso la desaparición del dinero, que coexistirá en su utopía estadounidense con una redistribución bienes y plusvalías «absoluta». Sólo así podrá solventarse el problema del antagonismo individual y resolverse el obstáculo que representa el federalismo, que crea estructuras políticas separadas y desiguales que resisten toda homogenización.

Otros aspectos destacables de la sociedad futura concebida por Jameson, comenta Maldonado, tienen que ver con el equilibrio entre normalidad y excepcionalidad. Jameson trata aquí de cuadrar el círculo, al enfatizar la necesidad de dejar espacio en la utopía para «la pasión por la estabilidad y la continuidad, para un heideggeriano habitar la tierra» en coexistencia con «el disfrute de la aceleración, la novedad, la destrucción creativa y el movimiento perpetuo» (p. 78). A tal fin, piensa en unas «vacaciones desplazadas» con arreglo a las cuales la población de ciudades enteras intercambia sus lugares de residencia. No menos pintoresca es la solución que encuentra al problema de la criminalidad, entendida como una pulsión inerradicable: adoptar la propuesta del escritor de ciencia ficción Samuel Delaney e instituir un sector «liberado» donde todo esté permitido. Estas vías de escape son las que autorizan a Jameson a descartar el peligro del totalitarismo, a su modo de ver un problema menor al lado del que plantea el federalismo.

No obstante, añade, es en las páginas finales de su bosquejo utópico donde Jameson presenta una institución llamada a reemplazar de manera natural al gobierno y las estructuras políticas: la Agencia de Colocación Psicoanalítica [Psychoanalitic Placement Bureau]. Citando como precedente el «cálculo de las pasiones» ideado por Charles Fourier, nuestro autor atribuye a esta agencia la función de organizar y distribuir el empleo, así como asignar toda clase de terapias individuales y colectivas con el auxilio de sistemas informáticos complejos. Lo que se trata de organizar es un cuerpo social cuyos miembros participan en tareas productivas unas cuantas horas al día, quedando libres para hacer lo que deseen una vez que las concluyan. La existencia de una agencia así se explica por la creencia de Jameson en que la organización económica no plantea demasiados problemas: las horas de producción pueden calcularse, reducirse las horas, garantizarse un salario mínimo anual.

Y este, concluye Jameson, es el lugar donde empezar, una afirmación que ilustra admirablemente el celebrado novelista de ciencia ficción Kim Stanley Robinson en Mutt and Jeff Push the Button, la primera de las glosas que incluye este volumen: un relato breve cuyos protagonistas son dos informáticos que, tras una breve charla sobre las condiciones políticas existentes, deciden apretar el botón que reconfigurará la sociedad.

Se ha apuntado que los últimos años han conocido un resurgimiento de las obras dedicadas al fin del capitalismo, comenta: ensayos de distinto orden dedicados a preverlo, planificarlo o profetizarlo. Desde el poscapitalismo digital de Paul Mason (para quien el progreso tecnológico capitalista no podrá ser asumido por el propio capitalismo) al ejercicio de futurología de Peter Frase (quien dibuja un conjunto de escenarios que van desde el exterminismo al comunismo), pasando por el más riguroso análisis de Wolfgang Streeck (quien, no obstante, sostiene, a la manera clásica, que el capitalismo se derrumbará gradualmente debido a sus contradicciones internas). Sin embargo, ninguna de ellas hace una apuesta formal tan arriesgada como An American Utopia, inscrita en un género de hondas raíces en el pensamiento occidental y nunca desaparecido del todo. Antes de reflexionar sobre lo que nos dice Jameson, pues, hay que preguntarse por qué nos lo dice mediante la forma utópica, que naturalmente forma parte de lo que nos dice.

No hace falta detenerse demasiado en la bien conocida prosapia del género utópico, afirma más adelante, que tiene en la República de Platón una de sus primeras manifestaciones y se enriquece posteriormente con las aportaciones clásicas de Tomás Moro, Tommaso Campanella o Francis Bacon, hasta conocer en las últimas décadas aportaciones tan personales como las de Ursula K. Le Guin, Margaret Atwood u Octavia E. Butler. Interesa más elucidar cuál es el carácter del género, que presenta la imagen mental de una sociedad donde determinados principios ideales son aplicados en la práctica. Abundan las variaciones: si la utopía es la prueba de que esos principios son aplicables, la antiutopía es la afirmación de lo contrario, y la distopía, la figuración de un futuro catastrófico a partir de un presente defectuoso. A diferencia de otras manifestaciones del pensamiento político, la utopía se caracteriza por su atención al detalle: por una minuciosa descripción de la sociedad imaginaria, que a menudo atiende a aspectos marginados por el pensamiento abstracto. Sería un error, sin embargo, creer que las utopías se conciben siempre como modelos para ser aplicados. Más bien, como ha señalado Peter Stillman, pueden servir a distintos fines (reforma, transformación, crítica) empleando una misma estrategia: crear en el lector una sensación de extrañamiento respecto de su realidad que lo empuje a pensar de otra manera, en lugar de aceptar pasivamente la hegemonía del presente. Desde este punto de vista, hacer una lectura literal de la utopía sería una mala práctica interpretativa, por más que la vívida minuciosidad que suele caracterizarlas nos empuje en esa dirección.

Antes de elaborar una utopía propia, sigue diciendo, Fredric Jameson ya había dedicado su atención al género y sus múltiples manifestaciones. Es en su Archaeologies of the Future donde desarrolla una teoría política de la utopía que sitúa en su núcleo la dialéctica entre identidad (la sociedad existente) y diferencia (la sociedad posible).  Escribe nuestro autor: La forma utópica es en sí misma una meditación representacional sobre la diferencia radical, la radical otredad, y sobre la naturaleza sistémica de la totalidad social, hasta el punto de que uno no puede imaginar ningún cambio fundamental en nuestra existencia social que no haya sido antes prefigurado en una visión utópica, como las chispas que deja atrás un cometa.

Por eso atribuye a la «psicología de la producción utópica» una función epistémica colectiva, comenta, e identifica un «impulso utópico» que trasciende a las obras concretas y se manifiesta con fuerza en géneros aparentemente marginales, como la ciencia ficción. Ese impulso habría renacido en los últimos años, después de que la Guerra Fría hubiese «neutralizado» el género por la vía de convertirlo en instrumento anticomunista. Para Jameson, la utopía ha vuelto a cambiar de signo y está de nuevo al servicio de las fuerzas progresistas. No obstante, sugiere en An American Utopia, la utopía no puede limitarse ya a presentar los defectos de la sociedad contemporánea, sino que debe proponer versiones más elaboradas de un sistema social alternativo. Es como si Jameson urgiera a los pensadores de izquierda radical a dejarse de vaguedades y les instase a concretar a qué se refieren cuando hablan de subjetividades alternativas y futuros contrahegemónicos a fin de que podamos evaluar su deseabilidad. Esa concreción es la que lleva él a cabo en la obra que nos ocupa, respondiendo con cierto detalle a aquellas preguntas que resulta más fácil dejar sin respuesta. Tal como escribía Quentin Skinner en el prólogo a su utopía: «¿Qué hay de la economía y del gobierno? ¿No debemos responder también a esas preguntas? Bien, no estoy seguro de que debamos». Honra a Jameson que las aborde; cuestión distinta es que sus respuestas resulten satisfactorias.

Pero tampoco está claro que debamos tomarnos en serio esas respuestas, dice Maldonado. ¿No supondría eso incurrir en una lectura literal de esta utopía estadounidense y reducir con ello el abanico potencial de sus significados? En su contribución al volumen, el filósofo alemán Frank Ruda relata cómo el día en que Jameson presentó su propuesta en el Graduate Center de la City University de Nueva York, el público rompió a reír de manera espontánea. La utopía de Jameson, dice Ruda, es «una utopía cómica» (p. 208). A sus ojos, Jameson formula una propuesta imposible y eso la mantiene arraigada en el género utópico, por cuanto una utopía imaginable cambia inmediatamente de carácter. Su valor reside entonces en hacernos ver que incluso en una sociedad utópica seguiríamos siendo freaks sujetos a deseos irrealizables y envidias permanentes; estamos, pues, ante una terapia. También la filósofa feminista Kathi Weeks apuesta por no leer literalmente −o no del todo− la obra de Jameson, apostando más bien por la función negativa de la utopía como mecanismo de distanciamiento. Podríamos, asimismo, leerla como una ficción: en el epílogo del libro, Jameson sostiene que el socialismo no será posible sin un nuevo cuerpo de fantasías e imágenes capaces de superar las que emanan del capitalismo tardío. Hay que pensar que su utopía tiene por objeto contribuir a la construcción de ese imaginario y dotarlo de fuerza afectiva, aunque Jameson escribe una reflexión teórica y no una narración literaria.

No son pocos los pensadores que se decantan en este mismo volumen por una interpretación más o menos literal, comenta. Saroj Giri encomia a Jameson por haber encontrado una manera de resolver −nada menos− el problema de la relación entre libertad individual y democracia, mientras que Agon Hamza valora sobre todo el «programa positivo» contenido en la obra, que habrá por ello de ser juzgada en función de «los efectos que tiene sobre el pensamiento contemporáneo» (p. 153). Todos los demás, de Jodi Dean a Slavoj Žižek, proceden a discutir las propuestas concretas que Jameson pone sobre la mesa: el ejército como poder dual, la Agencia Psicoanalítica de Colocación, la relación entre trabajo y ocio. Desde luego, es difícil tomarse en serio un organismo llamado «Agencia Psicoanalítica de Colocación», por no hablar del intercambio de viviendas entre ciudades enteras o la instauración de un sector social en el que no rijan las leyes penales: son ideas tan delirantes que quizá sólo puedan tomarse en serio «rebajándolas» a la categoría de ficciones literarias. Pero, si es el caso, ¿por qué leer An American Utopia? Si es una broma destinada a inocular en nosotros una distancia crítica respecto del presente, ¿por qué discutir sus detalles? Si es una alegoría, ¿dónde queda la realidad?

Recordemos que el propio Jameson es ambiguo acerca del estatuto de la obra, comenta, oscilando en todo momento entre la propuesta utópica y el programa político. Y no cabe duda de que el empleo del ejército como poder dual pertenece al segundo, aun cuando el bosquejo de la sociedad resultante se inscriba en la primera. Pero, a su vez, los principios generales que dan forma a la utopía no son utópicos en sí mismos, sino dignos de discusión. E incluso los aspectos más cómicos de la misma, como la Agencia Psicoanalítica de Colocación, han de debatirse como si se planteasen en serio y fueran realizables. ¿No es el como si la instancia fundacional que comparten la utopía y el pensamiento político normativo en sus respectivas meditaciones sobre lo deseable? Aunque la etimología de la palabra ya manifieste con claridad que lo propio de la utopía es presentar un lugar que no existe ni puede existir, la única manera de honrar la propuesta de Jameson es discutirla como si pudiera realizarse.

Allí donde otros autores eligen comunidades pequeñas que sirven como experimentos piloto para construir una sociedad alternativa, señala después, Jameson trabaja a lo grande: su propósito es acabar con el capitalismo y ello exige una considerable concentración de poder, aunque nuestro autor se limite a la transformación inicial de la sociedad norteamericana. Es la necesidad de esa concentración la que explica la elección del ejército como instrumento del poder dual, pues su implantación federal haría posible vencer la resistencia ejercida por las unidades políticas individuales que no desean perder sus privilegios o sacrificar su identidad. En este aspecto, su utopía no se aleja demasiado de los planteamientos comunistas clásicos, por cuanto el cambio social es impuesto mediante un poder centralizado más que decidido por sus protagonistas. Naturalmente, Jameson no habla en esos términos, sino que imagina una transición gradual caracterizada por un desplazamiento de la legitimidad: el ejército la acumularía, el gobierno central la perdería. Es verdad que, como le reprocha Žižek, aquí se desmantela el aparato estatal tradicional. Pero otras facetas de su propuesta delatan la naturaleza coercitiva del proyecto, que no ha pasado inadvertida para los propios comentaristas de izquierda.

Así, señala más adelante, Jodi Dean lamenta que el ejército universal −colectividad en la que uno no elige integrarse− opere en la práctica como mecanismo despolitizador, al generar una población «maquinal» organizada en términos económicos a través de la Agencia de Colocación Psicoanalítica. Tanto él como Hamza prefieren, por eso, un partido universal antes que un ejército. Por su parte, Kathi Weeks plantea la dificultad de concebir un ejército libre de connotaciones masculinas: simbólicamente, es una institución desafortunada. Desde luego, no es la primera vez que alguien defiende la función cohesionadora de la conscripción obligatoria y la subsiguiente creación de un espacio de convivencia entre personas de distinto origen social. Entre nosotros, Rafael Sánchez Ferlosio se opuso a la abolición del servicio militar invocando argumentos de corte republicano, arguyendo que un ejército profesional es un ejército mercenario y no un «ejército de ciudadanos» capaz de oponerse a decisiones políticas injustas. Pero Ferlosio está pensando en sociedades democráticas, y no en el empleo del ejército como herramienta para un cambio social radical. La utopía estadounidense de Jameson comienza así con un acto de coerción: la inclusión forzosa de todos los ciudadanos en una institución militar común a todos. ¿Y cómo podría suceder esto? Según cuenta Žižek, interrogado en el seminario neoyorquino cómo imagina que pudiera llegar a aplicarse su conscripción forzosa, Jameson respondió que probablemente de resultas de una catástrofe ecológica. Y Žižek mismo se plantea si no es triste que la izquierda radical haya de ser salvada por una catástrofe. Tan triste, podemos añadir, como ver aplicado su programa mediante la militarización obligatoria.

Pero los ribetes autoritarios −o antipolíticos− de la utopía jamesoniana no terminan aquí, señala el profesor Maldonado. Recordemos que no será el individuo quien decida qué tipo de contribución hace a la vida productiva, en función de sus gustos o habilidades, sino que esa decisión corresponderá a la Agencia de Colocación Psicoanalítica.  Más aún, esta forma organizativa es burocrática y no política: Jameson incurre en el viejo defecto marxista de suprimir la esfera política, pese a que no es tan ingenuo como para esperar una desaparición de los conflictos individuales en la sociedad sin clases. Si no hay forma de gobierno en la utopía estadounidense, sin embargo, es porque se espera que el fin del capitalismo sea también el fin de los conflictos propiamente políticos. Tiene su lógica: la construcción de un enemigo todopoderoso −el capitalismo tentacular − sólo puede conducir a una sociedad liberada de sus males. Es por eso especialmente llamativo que la crítica frontal al capitalismo no se corresponda con un conocimiento suficiente de su funcionamiento, como queda de manifiesto cuando Jameson esboza los principios organizativos de la «estructura» económica de su sociedad utópica.

El veterano pensador norteamericano, señala, razona como si las virtudes productivas del capitalismo pudieran replicarse en ausencia de las instituciones que lo hacen posible. Así, por una parte, la productividad y la tecnología se dan por supuestas, incluso en ausencia de un sistema motivacional −ligado sobre todo a las recompensas salariales− capitalista. Se nos da a entender que seremos productivos y seguiremos innovando, sin aclararse cómo, porque lo que interesa a Jameson es decidir cómo vamos a distribuir los frutos de ese dinamismo económico. Pero, ¿habrá empresas, competencia, precios? En realidad, ni siquiera habrá dinero: Jameson propone su abolición a fin de suprimir con ello el consumo desordenado de bienes que identifica como principal enfermedad moral del capitalismo. Los bienes y las plusvalías serán redistribuidos de manera «absoluta», aunque no tengamos una noción clara de la procedencia de esas plusvalías, ni se pondere el efecto que una redistribución así tiene sobre las motivaciones individuales; aunque algo sí sabemos gracias a la historia del comunismo soviético. Su concepción del mercado de trabajo no es menos pintoresca: la Agencia de Colocación Psicoanalítica funciona porque se deposita una fe injustificada en la planificación centralizada, que hace posible calcular las horas de producción necesarias y garantizar un salario mínimo anual (pagadero en especie, hay que suponer). Incurre Jameson en la clásica falacia que imputa un número fijo de empleos disponibles a una economía con independencia de lo que suceda en esa economía. ¡No digamos si esos empleos son asignados al margen de nuestras competencias o talentos! Nada de esto tiene mucho sentido, o sólo lo tiene para quien participe de una visión simplista del mercado, pero ya se ha apuntado antes que Jameson guarda un as en la manga: la deslegitimación cultural de la eficiencia.

Su argumento es que la revolución cultural que la utopía presupone y fomenta tiene como tema central una reivindicación de la naturaleza «ineficaz» de los seres humanos, afirma. De qué manera encajan entre sí la crítica de la eficiencia y el elogio de la disciplina militar es algo que no podemos saber. Y aunque no hay nada que objetar a la crítica de los excesos cometidos en nombre de la eficiencia, ¿cree Jameson que la eficiencia es un fin en sí mismo, una herramienta ideológica diseñada para convertirnos en esclavos del sistema económico? Seguramente su cristalización pueda explicarse de manera mucho más sencilla en el marco de la competencia económica e intelectual, como un proceso espontáneo de mejoramiento que debe mucho a la experiencia comparada entre distintos modelos de gestión y manufacturación. En cualquiera de los casos, suponiendo que se creasen aquellos incentivos negativos que fomentasen la ineficiencia, ¿cómo podría hacerse realidad la utopía abundantista de Jameson? Porque se da por hecho que la combinación de productividad y tecnología generará una riqueza que debe ser redistribuida de manera «absoluta», pero simultáneamente se denuesta la eficiencia que la hace posible. En la utopía estadounidense así pergeñada, ¿quién se ocuparía de que las estanterías de los supermercados estuviesen llenas de productos, de la innovación médica, de los rendimientos agrícolas, de garantizar la movilidad individual y colectiva, de la seguridad alimentaria, de la sostenibilidad medioambiental, de la producción editorial, del funcionamiento de Internet, del orden público, de impartir justicia? ¿Sería todo esto hacedero con la ineficacia por bandera? ¿Aceptarían los ciudadanos de esa sociedad un estado de cosas semejante? ¿Cómo se compadece una economía estacionaria con el dinamismo y la aceleración que Jameson admite como parte de la buena vida en su utopía?

Aunque Jameson responde a muchas preguntas que otros dejan en blanco, continúa diciendo, es aún mayor el número de las que esperan respuesta. Tal como expone Gerald Gaus en su reciente trabajo sobre las teorías ideales, cuando una filosofía política pasa de hacer juicios abstractos sobre la justicia a presentar recomendaciones organizativas, no puede limitarse a justificar sus preferencias normativas: tiene que apoyarse en otras disciplinas para exponer seriamente el modo en que su sociedad ideal funcionaría. Y eso Jameson, apoyándose en la naturaleza utópica de su propuesta, no lo hace.

Nos encontramos, señala, así con un programa político consistente en la militarización universal y forzosa de la población, que da paso a una propuesta utópica cuyo aspecto central es el desmantelamiento del capitalismo y su reemplazo por una forma centralizada de organización social. En ella, el empleo es asignado con ayuda de algoritmos y el individuo apenas trabaja tres o cuatro horas al día antes de dedicarse a aquello que le plazca, todo ello en un contexto de abundancia material no reñido con la animosidad interpersonal. Así es, a grandes rasgos, la utopía estadounidense de Fredric Jameson. Y cabe preguntarse: ¿es esta la alternativa que la izquierda marxista opone al capitalismo liberal-democrático en la segunda década del siglo XXI?

Todo depende del punto de vista del observador, comenta. Para Žižek, la propuesta de Jameson es un ejercicio de realismo en la persecución de la sociedad comunista. Es, en otras palabras, «un gran paso en la dirección de la censura de nuestros sueños» (p. 279). La razón es que Jameson se atreve a romper algunos de los viejos tabúes de la izquierda revolucionaria: rechaza por igual el socialismo de Estado de corte leninista-estalinista y la visión libertaria del comunismo como red asociativa, acepta la pervivencia del resentimiento en la sociedad sin clases, y acepta la separación de producción y placer en la sociedad comunista: mañanas productivas, tardes placenteras. Por todo ello, Žižek incluye la utopía estadounidense de Jameson dentro de esas «semillas de la imaginación» (expresión que parafrasea un título anterior de Jameson) que han de plantarse para poder imaginar de nuevo una sociedad comunista. Son, pues, razones internas a una literatura fascinante y esotérica cuya conexión con la realidad social se antoja dudosa. Que la izquierda marxista tiene un sentido peculiar del realismo se demuestra en sus consideraciones sobre el comunismo histórico: Jodi Dean lamenta el final de la Unión Soviética debido a que con ella se derrumbó «el sujeto sobre el que proyectaba la creencia, el sujeto a través del cual otros creían» (p. 127), mientras que Žižek ve en las sociedades comunistas «territorios liberados» del capitalismo totalitario.

¿Qué pensar?, se pregunta. Es patente que nos encontramos, para empezar, con una severa discrepancia en el diagnóstico. Si las sociedades liberal-capitalistas son contempladas −en un mashup de Marx con Foucault− como órdenes injustos y desiguales donde las libertades individuales carecen de contenido real a causa del control social de la subjetividad individual, la utopía estadounidense de Jameson no tendrá mal aspecto. Pero si se arroja sobre nuestra realidad social una mirada más templada y se comparan los datos disponibles −sobre renta per cápita, pobreza, asistencia sanitaria, desigualdad entre regiones y países, acceso a bienes básicos, posición social de la mujer o tolerancia hacia formas de vida alternativas− con los de hace cincuenta o cien años en las propias sociedades liberales, no digamos en las comunistas, el veredicto no puede ser tan negativo.

Desde luego que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, comenta, pero quizá sí en el mejor de los que han existido hasta el momento: esto es poco, pero es algo. Y a la vista de la experiencia histórica, no puede proclamarse tan alegremente que una sociedad comunista mejorará a las sociedades liberales: no se encuentran pruebas de esta afirmación por ninguna parte. Sin duda, el impulso utópico es comprensible, porque la utopía acaso exprese eso tan humano que es la frustración: frustración, a la vista del sufrimiento y las privaciones de tantos, por que las cosas no puedan ser de otra manera. Pero es que hoy, tras siglos de experimentación económica e institucional, sabemos que algunas cosas no pueden ser de otra manera o no pueden serlo inmediatamente; lo que, claro, nos frustra aún más.

Nada de esto quiere decir, concluye su reseña el profesor Maldonado, que no sea legítimo presentar eso que Žižek ha descrito como el problema del bien común, ni que el comunismo sea una idea que deba ser excluida del debate teórico y público. Tampoco que las utopías, entendidas como maniobras de extrañamiento respecto del presente, hayan dejado de ser útiles. Pero no puede ocultarse que el pensamiento anticapitalista atraviesa una notable crisis de credibilidad cuya causa mayor es la ausencia de una alternativa sistémica al capitalismo liberal. Hay críticas y objeciones, así como propuestas de reforma parcial; pero no una idea de sociedad a la vez radicalmente diferente y políticamente viable. Esto puede explicarse por el propio dinamismo del sistema capitalista, por el éxito institucional de la socialdemocracia, por la velocidad del cambio tecnológico, por el fracaso de la alternativa comunista en el siglo XX o por el disfrute (alienante o no) que experimentan los individuos en el capitalismo de consumo. El hecho es que casi treinta años después de que Fukuyama proclamase el fin de la historia, la izquierda marxista no tiene ningún modelo viable que oponer a las sociedades abiertas que combinan democracia representativa, libre mercado y asistencialismo estatal: sólo una enmienda a la totalidad de gran sofisticación teórica y escaso impacto social. Y es éste un vacío que la utopía estadounidense de Jameson, con su militarización universal y su agencia de colocación psicoanalítica, viene involuntariamente a confirmar.




Desfile militar en Corea del Norte



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3593
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)