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sábado, 18 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] La mujer del césar. (Publicada el 22 de junio de 2009)



La viuda y los hijos de Eduardo Puelles. 20/6/2009


Llevo varios días de absoluta sequía anímica para enfrentarme a la pantalla en blanco del portátil. Un poco antes del asesinato del inspector de policía Eduardo Puelles por esa pandilla de mafiosos que conforman ETA, tenía medio esbozado un comentario que se iba a titular "¿Por qué detesto el nacionalismo?". Ya no voy a escribirlo. No deseo que nadie piense que presupongo una relación causal entre el nacionalismo vasco, -en este caso-, y ETA. Me niego rotundamente a hacerle el juego a ninguno de los dos. ETA no es más que una organización mafiosa sin más objetivo que sojuzgar al pueblo vasco, al nacionalista y al no-nacionalista, en su propio interés, que confieso ignorar cual pueda ser. Pero saben, aun siendo despreciables los mafiosos etarras, me merecen mucho más desprecio quiénes les jalean y apoyan desde las instituciones, las urnas, las pancartas, las manifestaciones, los insultos y las amenazas. Estos últimos son doblemente cobardes porque se aprovechan de las libertades que les otorga una democracia en la que no creen. Pero no lo conseguirán. Como ha dicho con enorme entereza y valentía la mujer del policía asesinado, lo único que han conseguido es dejar a dos hijos huérfanos y a una mujer viuda. Y no van a conseguir nada más.

Irán es otra de las cuestiones que me tiene ensimismado. De niño, en Madrid, vivía muy cerca de la Embajada Imperial del Irán, en la avenida de Pío XII. Eran los tiempos del Sah y sus encantadoras esposas, y de los fastos de la coronación en Persépolis. Que el Sah era un sátrapa a la antigua usanza lo supe mucho más tarde. Pero también es cierto que llevó a su país a unas cotas de modernización que no había conocido nunca antes, aunque no seré yo quien se atreva a sugerir que todo tiempo pasado fue mejor. Desde mi inocencia, mantenía una curiosa relación de amistad y buena vecindad con el personal de la Embajada, incluyendo al embajador y su familia, que me regalaban libros, cuentos y folletos turísticos de su país en cada visita que les hacía . Es agua pasada, claro está, pero estos días recuerdo aquellos momentos con cariño, y estoy convencido de que la ola de libertad que se ha levantado en Irán es el prólogo irreversible del principio del fin del régimen teocrático impuesto por los imanes y que el pueblo iraní, más pronto que tarde, recuperará la libertad que sin duda merece.

En El País de hoy el escritor Julio Llamazares ha publicado un artículo: "Lectura estética de las últimas elecciones", que pueden leer en el enlace inmediatamente anterior, y que no se como calificar, si como irónico o como sarcástico, sobre la utilización del resultado de las mismas por parte del PP del Sr. Rajoy, -¿hay otro PP que no sea el del Sr. Rajoy?-, como salvoconducto de prácticas corruptas. Sin librar de crítica al partido del gobierno ni a toda la clase política española en su conjunto. A mi, lo digo con toda sinceridad, más miedo que el PP del Sr. Rajoy, muchísimo más, me dan sus votantes de Madrid, Valencia, o Canarias.

Casualmente, el sábado pasado me dio por ojear un viejo y estupendo libro del sociólogo norteamericano V.O. Key: "Política, partidos y grupos de presión" (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1962) , que había leído hace al menos treinta años. Apenas iniciado, en las primeras líneas de su capítulo preliminar, afirma Key con rotundidad: "La Política no es más que la lucha por el poder". Una verdad que solemos olvidar, presos de la ingenuidad.

Dice un antiguo adagio que "la mujer del César no sólo tiene que ser honesta sino parecerlo". No creo que esa sea la situación actual en nuestro país. Para mí, la clase política española, salvo excepciones personales concretas, cada vez se parece más a un decadente prostíbulo lleno de viejas putas, dicho con todo el respeto debido a las putas, ya sean éstas viejas o jóvenes. HArendt



Ruinas de Persépolis, Irán


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viernes, 4 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Encuentros posibles



Imagen de 'Zubiak' (Los puentes), de Sistiaga y Cortés-Cavanillas


Hay encuentros posibles. El dolor y la memoria conviven con la generosidad y la esperanza, afirma la escritora Edurne Portela sobre la historia de violencia en el País Vasco. 

Hace unos años, comienza diciendo, escribí un ensayo sobre la violencia en Euskadi cuyo último capítulo se titulaba Encuentros posibles. En él hablaba de mis conversaciones, sentada a la mesa de una cocina, con una persona que había pertenecido al entorno de ETA y había estado en la cárcel por colaboración. En aquel 2015 en el que finalizaba el ensayo, mencionaba a esa persona y el aprendizaje que supuso para mí conocerla, pero no me atreví a contar su historia que, pensé, debía quedarse en el espacio protegido y de confianza de la cocina de su casa. Creía que todavía no se podían hacer públicas esas conversaciones: “Existen encuentros posibles, pero muchos se dan en la intimidad de nuestras cocinas. Todavía estamos lejos de un cambio imaginativo real a nivel colectivo que nos permita conocer ‘el conflicto’ en sus dimensiones más intricadas, las que tienen que ver con los afectos que nos unen. Y los que nos desunen”. En estos cuatro años han cambiado muchas cosas y lo constato felizmente en ‘Zubiak’ (Los puentes), el primer capítulo de la serie documental ETA, el final del silencio, de Jon Sistiaga y Alfonso Cortés-Cavanillas.

Maixabel Lasa, viuda de Juan Mari Jauregi, asesinado por ETA en 2000. Ibon Etxezarreta, miembro del comando que lo asesinó. Sentados uno frente a otro en la cocina de la sociedad Bilkoin. Maixabel ha cocinado. Ibon trae el vino y el pan, que corta en ese momento porque, como dice Maixabel, si te lo cortan en la tienda, luego se seca. El camino de Ibon para llegar a esa mesa ha sido largo: 18 años de reflexión, autocrítica y cárcel. El camino de Maixabel, desde esa mañana en la que Juan Mari le dijo: “Hoy he soñado que me mataban”, y nunca volvió a casa, imagínense. En los minutos anteriores a esa comida, a la que asistimos como testigos, se entrelazan voces conocidas y autorizadas que añaden un contexto indispensable para saber quién era Jauregi y entender el proceso de Ibon y otros presos disidentes de ETA. Es un contexto que no minimiza la crudeza del asesinato y sus secuelas terribles, evidentes en Maria, la hija que recuerda al padre.

Maixabel e Ibon ya han hablado mucho, hay confianza, cariño y, sobre todo, respeto. Les cuesta nombrar lo más doloroso, cada uno por sus motivos, y ambos miden con tiento las palabras, respetan los silencios. Ibon le dice a Maixabel: “Para ti es importante recordar, para mí es importante olvidar”. Lo dice, pero sigue recordando con ella porque sabe que es su deber. Su postura ética es estar a disposición de la víctima. Maixabel, al acabar la comida, le prepara a Ibon un táper con las sobras para que las coma en la cárcel (tiene que regresar a dormir). Un gesto profundo, el de Ibon; uno cotidiano pero cargado de significado, el de Maixabel. Ambos gestos remiten a la imagen metafórica del documental: un puente viejo que aparece en varios momentos, mostrando pequeños desprendimientos y una gran grieta. Como dice Ibon, sus destinos están unidos por la herida que él causó. A partir de esa unión traumática han construido un puente que, pese a su grieta, su cicatriz, es fuerte y sólido.

Salgo de esa cocina conmovida por la lucidez de Ibon ante el daño y los límites de la reparación; admirada por la generosidad y empatía de Maixabel. Acompaño a Ibon de vuelta a la cárcel, con la voz de fondo de Maria defendiendo la empatía y el diálogo como herramientas para seguir construyendo puentes. Su voz, de nuevo, se quiebra. Una última constatación: el dolor y la memoria conviven con la generosidad y la esperanza.






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miércoles, 16 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Pesadilla en Barcelona





¿Representa el señor Torra, con su xenofobia salvaje, al independentismo actual? ¿Esto es lo que había detrás del nacionalismo tolerante, transversal, abierto e integrador que el catalanismo predicaba en Cataluña?, se pregunta en el diario El País el escritor catalán Javier Cercas. Me sumo a su petición final: Ya no sé si merece la pena pedir ayuda a un Gobierno español que ni siquiera ha sido capaz de explicar a la opinión pública europea qué es lo que está pasando en Cataluña; se la pido al Estado democrático, a los europeos, a los españoles y a los catalanes de buena fe —incluidos los separatistas catalanes de buena fe—: hay que parar esta pesadilla. 

Repitámoslo una vez más, comienza diciendo Cercas, a ver si repitiéndolo acabamos de creerlo: Joaquim Torra, flamante presidente de la Generalitat, es un entusiasta de Estat Català, un partido fascista o parafascista y separatista que en los años treinta organizó milicias violentas con el fin de lanzarlas a la lucha armada; también es un entusiasta de sus líderes, en particular de los célebres hermanos Badia, dos terroristas y torturadores a quienes, como recordaba Xavier Vidal-Folch en este periódico, el señor Torra calificó como “los mejores ejemplos del independentismo”. La palabra “entusiasta” no es, como se ve, exagerada. Hace apenas cuatro años, en un artículo titulado Pioneros de la independencia y publicado en el diario El Punt Avui, el señor Torra escribía refiriéndose a Estat Català y a Nosaltres Sols!, una corriente de Estat Català nacida en torno a una red paramilitar clandestina: “Y hoy que el país ha abrazado lo que ellos defendían desde hace tantos años, me parece de justicia recordarlos y agradecerles tantos años de lucha solitaria. ¡Qué lección, qué bellísima lección!”.

Todo lo anterior es más o menos conocido; no lo es tanto, en cambio, que el partido venerado por el señor Torra sobrevivió a la Guerra Civil y el franquismo y revivió durante la Transición. Así, la hemeroteca de la Universidad Autónoma de Barcelona conserva un cuaderno firmado por Nosaltres Sols! que, según el historiador Enric Ucelay-Da Cal, se publicó en torno a 1980. Está escrito en catalán, consta de ocho páginas mecanografiadas, se titula Fundamentos científicos del racismo y concluye de esta forma: “Por todo esto tenemos que considerar que la configuración racial catalana es más puramente blanca que la española y por tanto el catalán es superior al español en el aspecto racial”. Cambiando “alemán” por “catalán” y “español” por “judío”, estas palabras las hubiera firmado cualquier ideólogo nazi de pacotilla: ¿son ellas la lección, la bellísima lección que, según el señor Torra, debemos aprender los catalanes de sus admirados pioneros independentistas? La respuesta sólo puede ser sí, al menos a juzgar por los artículos y tuits que el señor Torra ha escrito en los últimos años y que hemos conocido con incredulidad estos últimos días, en los que los españoles aparecen sin falta como seres indeseables, candidatos a ser expulsados de Cataluña (“Aquí no cabe todo el mundo”, escribió en 2010, refiriéndose a dos socialistas catalanes con apellidos españoles).

En su primera entrevista como candidato, el señor Torra declaró sobre esas porquerías xenófobas: “Pido disculpas si alguien las ha entendido como una ofensa”. ¡Pero, hombre de Dios, cómo se le ocurre! ¿Quién en su sano juicio consideraría una ofensa que se le califique de sucio, fascista, violento y expoliador, como hace usted en sus textos con millones de personas? Y ahora la pregunta se impone: ¿representa el señor Torra, con su xenofobia salvaje, al independentismo actual? ¿Esto es lo que había detrás del nacionalismo tolerante, transversal, abierto e integrador que el catalanismo predicaba en Cataluña y que tantos nos creímos durante años (aunque no fuéramos nacionalistas)?

Uno entiende muy bien que el señor Puigdemont y tres o cuatro insensatos como él compartan las ideas del señor Torra, pero ¿las comparte también el PDeCAT, la antigua Convergència de Pujol y Roca y Mas? ¿Las comparten ERC y la CUP, partidos que dicen ser de izquierdas? Y, si no las comparten, ¿cómo es posible que hayan permitido con sus votos que este señor sea presidente de Cataluña? Porque no es que el señor Torra no merezca ser presidente de la Generalitat; es que no merece ser representante político de nadie, y los partidos catalanes que conservan un mínimo de cordura y dignidad hubieran debido exigir su inmediata dimisión como parlamentario. ¿Cuánto hubiera durado en su escaño un diputado de cualquier parlamento español que hubiera escrito sobre los catalanes las brutalidades que ha escrito este señor sobre los españoles y hubiera expresado hace cuatro días su entusiasmo por Falange, el equivalente español de Estat Català?

Hasta aquí, el asco y la vergüenza; ahora viene el miedo. Porque el señor Torra ha prometido en el Parlamento catalán hacer exactamente lo mismo que, en nombre de la democracia y sin el más mínimo respeto por la democracia, hizo su antecesor en la presidencia de la Generalitat, lo mismo que en otoño pasado llevó a Cataluña, tras el golpe desencadenado el 6 y 7 de septiembre, a vivir dos meses de locos durante los cuales el país se partió por la mitad y quedó al borde del enfrentamiento civil y la ruina económica (una ruina que algunos economistas consideran en voz baja difícil de evitar: una muerte lenta). Por supuesto, este xenófobo entusiasta de un partido fascista o parafascista y violento se halla en condiciones de cumplir su ominosa promesa, porque a partir de su toma de posesión tendrá en sus manos un cuerpo armado compuesto por 17.000 hombres, unos medios de comunicación potentísimos, un presupuesto de miles de millones de euros y todos los medios ingentes que la democracia española cedió al Gobierno autónomo catalán, además de cosas como la educación de decenas de miles de niños. Dicho lo anterior, sólo puedo añadir que me sentiría mucho más tranquilo si el presidente de la Generalitat fuera un paciente escapado del manicomio de Sant Boi con una sierra eléctrica en las manos.

A veces la historia no se repite como comedia, según creía Marx, sino como pesadilla; es lo que está ocurriendo ahora mismo en Cataluña. El señor Torra lleva razón en una cosa: de un tiempo a esta parte, todo el nacionalismo catalán y dos millones de catalanes parecen haber abrazado las ideas que en los años treinta defendían Estat Català y Nosaltres Sols!; la mayoría de los separatistas no lo saben, claro está, pero eso explica que nuestro nuevo presidente sea el señor Torra. O dicho de otro modo: ayer tomaron el poder en Cataluña aquellos a quienes la mayor parte del nacionalismo catalán, desde los años treinta hasta hace muy poco, consideraba extremistas peligrosos, cuando no directamente descerebrados. En estas circunstancias, no sé si merece ya la pena pedir ayuda a un Gobierno español que ni siquiera ha sido capaz de explicar a la opinión pública europea qué es lo que está pasando en Cataluña; se la pido al Estado democrático, a los europeos, a los españoles y a los catalanes de buena fe —incluidos los separatistas catalanes de buena fe—: hay que parar esta pesadilla.



Dibujo de Raquel Marín para El País


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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

viernes, 16 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Entre la libertad y la seguridad





El eterno e insoluble debate entre la libertad y la seguridad, es propio de las sociedades democráticas. España es uno de los países más seguros del mundo, escribe en El Mundo el profesor Andrés Betancor, catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Pompeu Fabra, y sin embargo, la seguridad es objeto de una encendida polémica. 

Una de las dimensiones del bienestar, comienza diciendo Betancor, según todas las clasificaciones al uso, es la relativa a la seguridad. En el reciente trabajo de Herrero, Villar y Soler (Las facetas del bienestar, Fundación BBVA, 2018), en la categoría seguridad, España está por encima de la media de la OCDE. La sensación de seguridad es superior, por ejemplo, a la de Francia, Alemania, Reino Unido, Italia, Países Bajos y Portugal. No hay, por lo tanto, un problema de «inseguridad». Es otro. La seguridad es considerada una «amenaza» a la libertad. Y, sin embargo, España disfruta de una «democracia plena», según el Democracy Index 2017, la clasificación de la Unidad de Inteligencia de The Economist. 

La relación seguridad y libertad siempre ha sido conflictiva. La repetida frase de Benjamin Franklin («Aquellos que renunciarían a una libertad esencial para comprar un poco de seguridad momentánea, no merecen ni libertad ni seguridad y acabarán perdiendo ambas») se suele citar para expresar ese conflicto. En realidad, se refiere a la tensión entre lo esencial (libertad) y lo no esencial, en tanto que momentáneo (seguridad). Lo esencial no puede sacrificarse en el altar de lo fugaz; lo eterno no puede inmolarse a cambio de lo efímero. ¿Es la seguridad insubstancial? Entre nosotros, se afirma que «la protección de la seguridad ciudadana y el ejercicio de las libertades públicas constituyen un binomio inseparable, y ambos conceptos son requisitos básicos de la convivencia en una sociedad democrática». Así se proclamaba en la Exposición de motivos de la primera ley de seguridad ciudadana de la democracia, la Ley de 1992 (Gobierno socialista). En la vigente, de 2015 (Gobierno popular), se repite que «la seguridad ciudadana es la garantía de que los derechos y libertades reconocidos y amparados por las constituciones democráticas puedan ser ejercidos libremente por la ciudadanía y no meras declaraciones formales carentes de eficacia jurídica». La seguridad ciudadana [es] uno de los elementos esenciales del Estado de Derecho».

Una unanimidad formal que no puede ocultar la intensidad de la polémica política. No conseguimos enterrar al dictador. La seguridad se convierte en orden y el orden en tiranía. Su muerte en la cama parece arrastrarnos a sufrir una culpa permanente. Freud hablaba de matar al padre como requisito de madurez; en la España actual, algunos no han superado esa fase infantil; se empeñan en matar al tirano como camino de su «maduración» política. Un empeño vano: el tirano está muerto y el querer matarlo lo «revive». Se crea un bucle que conduce a la melancolía, a la inmadurez y a la estupidez. David Runciman habla de los «peligros de la paz». El Estado es una invención para conjurar la violencia; su éxito ha sido tal que la política ha sido marginalizada. La estabilidad produce desafección. «Los ciudadanos protegidos de las amenazas más terribles que entraña la violencia, empiezan a perder interés en la política, un mero ruido de fondo en la vida». Hasta que despiertan. La seguridad es el terreno propio para movilizar, para espabilar, para acabar con el sesteo,... A tal fin, la comunicación política es esencial. Los ciudadanos sólo digieren mensajes muy simples. El debate sobre la seguridad ciudadana se convierte en el atropello a las libertades que representa la «mordaza» o la «patada a la puerta». La Ley de seguridad es la Ley mordaza o la de la patada a la puerta. Es secundaria la certeza o la corrección de esa afirmación. Es el terreno propicio para la demagogia y el sectarismo: el populismo. La Ley orgánica 5/2011 de seguridad ciudadana ha alcanzado notoriedad política y social por la tabla de infracciones y sanciones que incluye. Enumera 44 tipos de infracciones que, a su vez, pueden desglosarse en otras. El resultado es un elenco muy importante de conductas que podrían ser merecedoras de sanciones que van desde los 100 euros hasta los 600.000 euros. 

Es razonable que, en una sociedad democrática, se discutan cuáles deberían ser las conductas merecedoras de castigo. Son las prohibidas y que, por lo tanto, delimitan la libertad. Ahora bien, ¿forma parte de la libertad «el consumo o la tenencia ilícitos de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, ..., en lugares, vías, establecimientos públicos o transportes colectivos»? Éste es uno de los tipos infractores más sancionados. En el año 2016, según el último informe publicado por el Ministerio del Interior, el importe total de las sanciones impuestas por este concepto fue de más de 61 millones, sobre un total de 89 millones. Por lo tanto, si nos atenemos a los datos, la Ley mordaza debería llamarse Ley contra el consumo de drogas en lugares públicos. Sin embargo, lo que realmente molesta, no es la «restricción» a la libertad en relación con el consumo público de drogas, sino las infracciones a la autoridad. 

Es notable el error cometido por el legislador. Se ha querido proteger a los agentes de la policía incorporando un elenco de tipos que han provocado la irritación ciudadana, provocando un cuestionamiento general de la Ley. La desobediencia o la resistencia a la autoridad o sus agentes, y la negativa a identificarse (infracción grave), así como la falta de respeto y consideración (infracción leve), suman, según los datos que comento, sanciones por importe de 10,5 millones. Es el cuarto rubro más importante, casi empatado con el de las sanciones en materia de armas y explosivos. El trato a los agentes de la autoridad es tan peligroso como las armas y explosivos. Esta podría ser otra conclusión, por lo demás, indeseable. No me parece mal que se tipifiquen estas conductas; ahora bien, el que tengan la importancia cuantitativa que indico, es la demostración de que algo falla. Algo que está más allá del Derecho. O bien los agentes están extremando su celo bajo el amparo de estos tipos infractores o bien los ciudadanos no son conscientes (ni responsables) de la importancia del papel que desarrollan. Tampoco es descartable que las dos afirmaciones sean ciertas e, incluso, se retroalimentan. 

Una de las enmiendas que Unidos Podemos ha presentado contra la Ley de Seguridad Ciudadana es la mejor demostración de la demagogia sectaria que comento. La enmienda consiste en obligar a la policía a advertir, utilizando un megáfono, de la inminencia del uso de la fuerza para proceder a la disolución de la concentración ilegal. Nos dicen que es una mejora técnica y, además, en la dirección de reforzar la protección de los derechos de los ciudadanos. la ley de orden público de la República (1933) incluía los toques de atención que la ley franquista (1959) mantuvo como requisito de intimación antes de pasar a usar la fuerza para disolver las concentraciones o manifestaciones. En el Reglamento orgánico de la Policía Gubernativa de 1930 (art. 539) se regulaba que se hacía a «toque de corneta». La ley de 1992 pasó a un recatado «aviso» (art. 17), que en la vigente ley se mantiene e, incluso, se dispone que se puede hacer de manera verbal si la urgencia de la situación lo hiciera imprescindible (art. 23). Ahora se nos dice que lo moderno (y respetuoso con los derechos) es el megáfono. Es, según parece, una solución tecnológicamente más avanzada que la corneta, pero, menos artística. La poética de la carga policial a golpe de corneta se debe substituir por el megáfono. Aunque podrían alegar que la substitución consigue conjurar el riesgo de que, si las «unidades actuantes» no contasen con el «artista» capacitado, la concentración acabase por el «desafino».

En el plano de lo transcendente, como argumentara Amartya Sen, es muy difícil alcanzar un acuerdo. Sen lo refería a la justicia, pero es aplicable a otros valores como la seguridad. «El carácter absoluto de lo transcendentalmente correcto... no ayuda a la elección entre políticas alternativas». No ayuda a encontrar soluciones. Lo transcendente jerarquiza; es lo de lo categórico; lo que debe primar sobre todo lo demás. O Seguridad o Libertad; o papá o mamá. Así expuesto, no hay solución posible. Resulta llamativo que en un ámbito en el que la necesidad es indudable (salvo para aquellos que creen en el buen salvaje y en las libertades naturales), no se pueda alcanzar consensos que sirvan para administrar, conforme a los principios básicos de la razonabilidad y la proporcionalidad, las prohibiciones, incluidas las merecedoras de castigo, para la adecuada garantía de los derechos. En nuestro país, uno de los más seguros del mundo, llamar al sentido común y a la sensatez en materia de seguridad ciudadana es, lamentablemente, revolucionario pero imprescindible.



Dibujo de Sean Macaoui para El Mundo


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sábado, 10 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Desinformación, democracia y seguridad





Las 'fake news' buscan desestabilizar, sembrar dudas o crear un determinado clima de opinión social, escribía hace unas semanas en El País Miguel Ángel Aguirre, director general de la empresa internacional de de comunicaciones y relaciones públicas Edelman.

Entre los acontecimientos de 2018, comenzaba diciendo, me gustaría destacar uno que probablemente no figure en las agendas oficiales y al que, sin embargo, animaría a prestar algo de atención. Hace 90 años apareció el libro Propaganda, de Edward Bernays, considerado como el primer manual teórico sobre la manipulación de masas.

Bernays, sobrino de Sigmund Freud, aplicó las teorías psicológicas de su tío al mundo real y las puso al servicio de gobiernos y corporaciones. Célebres son algunas de las estrategias que puso en marcha con notable éxito, como la normalización y extensión del consumo de tabaco entre las mujeres, denominando a los cigarrillos como “antorchas de libertad”, la asociación entre automóvil y la masculinidad o la popularización del uso del reloj de pulsera. En la parte política, Bernays asesoró a presidentes como Wilson o Eisenhower.

Edward Bernays entendía la propaganda como “el brazo ejecutivo del gobierno invisible” y asoció, sin complejos, la manipulación como una parte de la democracia: “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizadas de las masas son un elemento importante en una sociedad democrática”. Para Bernays, quienes posean los mandos de este “mecanismo no visible de la sociedad” son los que realmente tienen el poder.

Bernays estaría hoy feliz en esta época de bulos y fake news. Su visión sobre la capacidad de moldear y activar el comportamiento de los individuos sigue plenamente vigente nueve décadas después. La lista de casos es interminable y no creo que resulte necesario extenderse en ello. Con seguir la actualidad política nacional e internacional es suficiente.

Traigo esto a colación por un asunto de relevancia para España, como ha sido la aprobación de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional 2017 por parte del Gobierno de Mariano Rajoy; un documento que supone un importante avance con respecto a la anterior ESN, que data de 2013, y donde la comunicación y todo lo que le rodea a este amplio concepto ocupa un papel central.

Para empezar, la ESN-2017 eleva la desinformación y la propaganda a la categoría de amenaza para nuestra seguridad. Se trata de un fenómeno que, como hemos visto con Bernays, no es nuevo y, sin embargo, ha adquirido un enorme protagonismo en los últimos tiempos.

Buena parte del éxito se lo debemos a la tecnología. Plataformas y redes sociales tienen una extraordinaria capacidad de expansión y amplificación a través de los denominados “espacios comunes globales”, como es el ciberespacio, de alta vulnerabilidad.

De hecho, la ESN-2017 alerta de “la utilización del ciberespacio como medio para la realización de actividades ilícitas, acciones de desinformación, propaganda o financiación terrorista y actividades de crimen organizado” y de su impacto en la seguridad nacional. Este nuevo espacio amplifica “la complejidad y la incertidumbre” y pone en riesgo “la propia privacidad de los ciudadanos”.

El hecho de incorporar la desinformación y propaganda en un primer bloque de amenazas supone un salto cualitativo y una verdadera toma de conciencia sobre la importancia de determinados métodos de manipulación e injerencia, como las fake news, cuyo principal objetivo es desestabilizar, sembrar dudas o crear un determinado clima de opinión social. Esto es, influir en el comportamiento de los individuos.

La Estrategia de Seguridad Nacional 2017 incluye, además, otras interesantes propuestas ligadas a la comunicación estratégica (en los ámbitos de la protección y la promoción), que merecen ser destacadas.

La primera de ellas descansa en el objetivo de desarrollar el modelo integral de gestión de crisis e integrarlo en el marco del Sistema de Seguridad Nacional, con el fin de “proporcionar respuestas eficaces y oportunas a las amenazas y desafíos del panorama actual”. Entre ellos se cita la amenaza terrorista o las amenazas de naturaleza híbrida, que requieren “un trabajo constante de análisis, intercambio de información y compartición de mejores prácticas”.

En este contexto, la ESN-2017 rompe una lanza por la comunicación: “La comunicación estratégica es una de las dimensiones críticas ante este tipo de situaciones, con el objetivo de transmitir a la sociedad una información veraz, ajustada y oportuna”.

La segunda propuesta, presente también en el capítulo 5 del documento, es promover una cultura de seguridad nacional. La ESN-2017 resalta la importancia de “acercar la política de seguridad nacional a la sociedad”, dado que nadie es hoy “sujeto pasivo” de la seguridad. “Una sociedad conocedora de las amenazas y desafíos para la seguridad es una sociedad mejor preparada y con mayor capacidad de sobreponerse ante las crisis a las que tenga que enfrentarse”. Para ello se plantea la creación y desarrollo de un Plan Integral de Cultura de Seguridad.

Y la tercera propuesta ligada a la comunicación es fortalecer la proyección internacional de España al entender la ESN-2017 que “proteger los intereses de España en el exterior es clave para la seguridad nacional”. Para ello, se reclama “una exigente reflexión estratégica sobre el posicionamiento” de España en los organismos internacionales en los que forma parte y “un compromiso y una participación proactiva para garantizar la mejor defensa de los intereses nacionales y de la seguridad y prosperidad del Estado y la sociedad española”.

La Estrategia de Seguridad Nacional 2017 es un documento oportuno y ambicioso. Coincido con el General Miguel Ángel Ballesteros, Director del Instituto Español de Estudios Estratégicos, en que “el éxito de la ESN-2017 no reside tanto en lo que dice como en la capacidad de movilización de los niveles inferiores para que estos aborden todas y cada una de las líneas de acción establecidas”.

Por tanto, alcanzar objetivos de la ESN-2017 requerirá altas dosis de coordinación, determinación y compromiso de todos los agentes implicados: Gobierno, instituciones públicas, empresas privadas, medios de comunicación y sociedad. A fin de cuentas, y con el permiso de Edward Bernays, es un “proyecto compartido de todos y para todos”.



Sede del Instituto Nacional de Ciberseguridad (León, España)



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jueves, 25 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] El crimen perfecto de ETA





¿Es posible la paz en sociedades traumatizadas por la violencia terrorista? ¿Por ejemplo en Irlanda del Norte, el País Vasco o Colombia, por citar solo las más próximas en el tiempo? ¿A costa del olvido? ¿En eso consiste el perdón? ¿En un borrón y cuenta nueva? No tengo la respuesta, pero me permito recomendarles la lectura de Patria, la novela revelación de Fernando Aramburu. Quizá les permita vislumbrar algunas claves al respecto. Por mi parte al menos, para ETA y sus cómplices, ni olvido ni perdón. Los demás que hagan lo que les plazca.

Los nacionalistas y secesionistas juegan la batalla de las palabras, de imponer su marco desde hace décadas, porque las palabras son fundamentales para la transformación cultural, política y del poder con mayúsculas, comentaba en el diario El Mundo hace unos días la europarlamentaria de Unión, Progreso y Democracia Maite Pagazaurtundúa. En el constitucionalismo democrático, comienza diciendo, se minusvaloró su importancia, por lo que los partidos tradicionales sufren una debilidad extrema en el País Vasco, Navarra o Cataluña. Son las ideas, estúpido, podríamos decirles, pero no parecen conscientes en el Gobierno popular del destrozo que les viene si sigue su embeleco con el Partido Nacionalista Vasco.

Al grano. El llamado desarme de ETA se celebró en el País Vasco francés a comienzos de abril del año pasado. Interesa poner el oído sobre lo que indicó Arnaldo Otegi. Señaló que había concluido una fase, "pero no los objetivos". Para aclarar un poco el sentido de las palabras, en el estrado de las personalidades, Jesús María Zabarte, asesino múltiple, contestó a un periodista: "Yo no he asesinado a nadie. Yo he ejecutado. No me arrepiento y no sé el nombre de las víctimas".

Otegi indicaba en Bayona: "Pondremos desde mañana encima de la mesa los temas que quedan pendientes: los presos, el reconocimiento de las víctimas y la desmilitarización del país". Esto en argot sólo significa un juego de palabras para acercar a los presos de ETA al País Vasco. Lo demás, retórica. Si el Gobierno del Estado llega a traspasar la competencia de prisiones al Gobierno vasco, como desea el PNV, se facilitará el sendero hacia el crimen perfecto, porque las instituciones regionales llevan varios años fabricando una memoria que mezcla todo tipo de victimizaciones. El objetivo: que la responsabilidad de los etarras resulte menos visible, para borrar pistas de lo que el nacionalismo gobernante no hizo cuando perseguían a muerte a sus adversarios políticos y ellos seguían negociando cupos y privilegios con el Gobierno central.La legalización del partido político de ETA se realizó con bastantes triquiñuelas que superan el espacio útil de estas líneas. Estaban vencidos operativamente, pero no se les obligó a la deslegitimación del terror y de su historia. Lo mollar desde el punto de vista de las ideas es que se aceptaba la condena de la violencia sobre el futuro, pero se aceptaba que no asumieran la condena política, ni responsabilidad social, histórica y política sobre décadas de acoso, extorsión y asesinatos. Porque no debe olvidar quien lea esto que el asesinato fue la punta del iceberg. Lo más escalofriante fue la expansión de la red de chivatos, cómplices y seguidores a cada rincón de la comunidad vasca y navarra generando silencio y miedo en todo el tejido social durante más de dos generaciones. En algunos espacios sociales o municipios, el control social de este mundo no se interrumpió ni con la ilegalización, que nunca llegó a ser completa.

El Gobierno popular ha ganado tiempo desde 2011 y ha impulsado tímidamente un memorial, un plan piloto de testimonios de víctimas en algunos centros escolares. Pero son instrumentos absolutamente insuficientes porque hace falta política, con dirigentes que no confundan su fatiga moral -comprensible en los políticos vascos y navarros- con el pragmatismo o con la generosidad.

El secretario general del PP de Guipúzcoa aún creía posible que los lobistas de ETA firmaran con el resto de grupos políticos de Zarauz un comunicado indicando que fue injusto y que no debió ocurrir el asesinato del joven concejal popular de la localidad Ramón Iruretagoyena hace 20 años. No lo hicieron, por supuesto. Como consumados artistas de la manipulación, toman el pulso al ambiente sobre qué podrían sacar para los presos de ETA si "reconocen el daño causado" en el vacío, porque mantienen expectativas objetivas de poder terminar expandiendo entre la mayoría de vascos y navarros del futuro la misma retórica exculpatoria que el IRA coló en Irlanda del Norte. Así son. La piel de cordero encaja mal a estos lobos. Un año antes de ser asesinado, Fernando Buesa habló en el Parlamento Vasco aludiendo a lo que entonces era la recién estrenada perversión del lenguaje por parte de Batasuna: un proceso de paz para remitir "el sufrimiento". Con serenidad, Buesa indicó que lo que estaban haciendo era defender los derechos de ETA y les indicó que el verdadero conflicto vasco era la violencia contra los que no pensaban como ellos. El socialista finalizó su intervención señalando que "las víctimas deben ser nuestra preocupación porque la paz no se construye sobre el olvido".

Fue uno de los más íntegros y valientes políticos de los últimos 40 años. Aquellas palabras siguen siendo de utilidad en los primeros compases del posterrorismo etarra. A los nacionalistas vascos no se les cae la palabra "sufrimiento" de la comisura de los labios para tapar a los perpetradores, para que no tengan que afrontar cabalmente la deslegitimación del terrorismo y de toda la estrategia de control social y acoso. En el País Vasco se precisa afrontar con rigor el significado de lo sucedido, analizar lo pendiente para la reparación efectiva, erradicar el germen de la violencia que padecimos... Pero esto no será aceptado por Batasuna mientras al PNV le interese suavizar la memoria del pasado y mientras la Audiencia Nacional permita homenajes a los presos etarras, reforzando la codicia del largo plazo, no sólo de minimización de su responsabilidad, sino de imposición de su relato, su mirada, su justificación.

Hay gente que me suele preguntar cada año por qué tanta gente acudía a las manifestaciones pidiendo que nos mataran, cuando ETA asesinaba, y por qué los mismos -y algunos otros por coyuntura o despiste- piden ahora el acercamiento de los presos etarras a las cárceles del País Vasco. Suelo contestar que los políticos que les guiaron a cometer delitos tienen la obligación de ser lobistas, claro. Están los miles que pedían a ETA durante décadas que asesinara, y que ahora piden impunidad ya que necesitan tranquilizar su mala conciencia por embarcar a otros -que cumplen cárcel- en la maquinaria de acoso y asesinato. Y están los no pocos miles que actuaron como chivatos de ETA para señalar asesinatos, que nunca fueron detenidos. Éstos también piden para sí mismos, porque ellos sí saben lo que hicieron. Hay cientos de asesinos que nunca fueron detenidos o condenados. Éstos es posible que vayan a las manifestaciones con mayor motivo. Y están los amigos y familiares de los anteriores y de los presos etarras.

En sociedades postraumáticas, la apelación a recordar el pasado es constante. Pero, en realidad, desde los poderes regionales se pretende evocar un pasado vacío, atiborrado de historia, para tapar la historia de ETA, porque es lo que conviene a todo el nacionalismo vasco. Por eso la televisión pública vasca ofrece ahora un documental sobre los hijos de los etarras presos sin contar qué hicieron sus padres y no habla de los 20 niños que asesinó sin piedad la banda terrorista ni cuenta cuántos miles vivieron aterrorizados en casas cuartel, por ejemplo. La emoción compasiva tiene un objetivo político, que tal vez Moncloa no tiene tiempo de evaluar.

Los asesinos siguen siendo considerados héroes por una parte de la sociedad vasca y para los herederos políticos de ETA esto es lo más estratégico. De momento, le sirve la política del PNV según la cual todas las formas de victimación colectiva son comparables en el daño sufrido, en tanto que se omite la causa, para privatizar a la víctima de ETA, la gran coartada.

La exposición itinerante de los poderes vascos recordaba víctimas de la Guerra Civil y franquismo, violencia policial, GAL, ETA, sin voluntad de enmarcar y explicar. "Todo es nada y todos es nadie", dijo Arregi en un artículo. El olvido no significa reconciliación, ni la memoria significa necesariamente venganza. La convivencia no es amnesia del pasado, sino lectura crítica del mismo, en palabras de Echeburúa. Coincido con él. Desde la trampa y mentira de los lobistas de ETA y el oportunismo siempre electoral del Gobierno vasco seguirá podrido el pasado, serán sarcasmo las palabras melosas.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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Entrada núm. 4226
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 15 de diciembre de 2017

[Pensamiento] La edad de la ira





¿Está en pensamiento de la Ilustración en el origen del fenómeno yihadista? Mikel Arteta, profesor de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Universidad de Valencia, reseñaba hace unos días en Revista de Libros la más reciente obra del ensayista y novelista indio Pankaj Mishra, La edad de la ira (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017), y llega a la conclusión de que la opinión del autor de que en cierto modo el pensamiento ilustrado está en la base de gran parte de la violencia yihadista actual y de los totalitarismos del pasado siglo, es pasarse, como se dice coloquialmente, dos pueblos...

Pankaj Mishra, colaborador de The New Yorker, The New York Review of Books o The New York Times Review, experto en nuevas realidades de países asiáticos, comienza diciendo el profesor Arteta, nos guía por las raíces del pensamiento de los siglos XVIII, XIX y XX con la intención de mostrar la lógica que rige, desde hace dos siglos, los episodios contemporáneos más sangrientos. En síntesis: lo que hoy se nos aparece como violencia irracional de perturbados o fanáticos con quienes no cabe entendimiento, obedecería en realidad a reacciones desquiciadas por el desarraigo y la angustia que la modernidad va propagando allí donde toma sitio. Filósofos, novelistas, poetas, activistas o políticos le brindan material interesante para defender esta tesis. Innumerables citas y contextualizaciones biográficas confeccionan una trenzada historia de las ideas, donde, más que las propias ideas, importa su relación –y esto es lo novedoso– con la subjetividad y circunstancias socioeconómicas de quienes las han sostenido originalmente y de quienes las han acogido y difundido en otros tiempos y lugares.

Lo que hace más bien [este libro] es explorar un particular clima de ideas, una estructura de sentimientos y una disposición cognitiva, desde la época de Rousseau hasta nuestra propia edad de la ira (p. 33).

El autor tratará de persuadirnos de que el resentimiento es un mal endémico de la modernidad; y de que, en plena era global (no hay sociedad que no haya mimetizado estructuras, postulados y anhelos insatisfechos de democracia, libertad, igualdad, autonomía, autorrealización, etc.) dicho resentimiento, mutado a veces en ira y ésta en violencia, es la mayor amenaza a que nuestras sociedades han de hacer frente. La promesa de libertad tiene doble filo.

A lo largo del libro se intentará demostrar que el patrón propuesto explica incluso la peor –y aparentemente más irracional– de las violencias contemporáneas, la del Daesh. Incluso la ira que alimenta a yihadistas sólo podría germinar, según el autor, entre los desgarros y resentimientos de la modernidad. Tesis como las del choque civilizacional y su derivada violencia irracional surgen de «haber empañado los costes del “progreso” occidental», lo que «ha minado seriamente la posibilidad de explicar la proliferación de las políticas de violencia e histeria del mundo actual» (p. 51). Entre los costes del universal intento de copiar el progreso occidental se cuentan los totalitarismos y sus violentos preludios. Sin embargo, como habríamos optado por explicarlos como mera aberración patológica («empañando» la causa real), hoy somos incapaces de entender que no hay gran diferencia entre el terrorismo yihadista y otras manifestaciones más familiares de odio, exclusión del «otro» y violencia masiva (p. 47).

Dialéctica de la Ilustración: Voltaire contra Rousseau

El Perú empezó a joderse con los philosophes. La fe, arrastrada del siglo anterior, en la razón y el progreso laico, animó a los philosophes a intentar dominar científicamente fenómenos ajenos al mundo natural, como gobierno, economía, ética, derecho o vida interior. Con Adam Smith, la «mano invisible» inducía a confiar en un mercado autorregulado gracias al egoísmo y la envidia; la meritocracia era lo propiamente «racional». Según Montesquieu, el comercio podía «curar prejuicios destructivos» y promover «la comunicación entre pueblos». Diderot elogiaba al intelectual cosmopolita como elegante hombre de mundo. Y Voltaire, que murió, según Mishra, siendo un «hombre muy rico, con una fortuna amasada a base de derechos de autor, mecenazgo real, propiedad inmobiliaria, especulación financiera, apuestas de lotería, préstamos monetarios a príncipes y fabricación de relojes» (p. 82), defendía fervientemente la Bolsa porque «allí el judío, el mahometano y el cristiano tratan el uno con el otro como si fuesen de la misma fe, y no dan el nombre de infieles más que a los que hacen bancarrota» (p. 90).

Los filósofos ilustrados, que a comienzos del siglo XVIII vivían retirados, pasaron a ganar relevancia social y a disfrutar del mecenazgo de Federico de Prusia o Catalina de Rusia. Y de ahí que el racionalismo fuera «a menudo agresivamente interesado, además de imperialista; estaba pensado para beneficiar principalmente a una clase emergente de hombres cultos y ambiciosos» (p. 62). Tras la defensa ilustrada de la libertad «latían viejas luchas en torno al poder y la eminencia. Porque [...] las particulares circunstancias de los filósofos franceses perfilaban su ideología» (p. 57).

Reacio siempre a diseccionar ideas, y abusando aquí del cui prodest, el autor raya la falacia post hoc ergo propter hoc: al parecer, los philosophes no ganaron prestigio por el valor y utilidad de sus revelaciones, sino que bien defendieron sus tesis para ganar relevancia, bien ganaron relevancia sólo porque previamente se acercaron al poderoso (lo que no explica por qué los poderosos requirieron sus servicios antes de que trascendiera la calidad de estos). Una segunda falacia, ahora ad hominem, consiste en atacar la posición socioeconómica del ilustrado (aprovechando, dicho sea de paso, un marco cognitivo –recordemos a George Lakoff− que hoy rechaza de raíz todo lo que suene a finanzas) en lugar de enfrentarse a sus ideas.

Para ilustrar su tesis, que, pese a todo, nos penetra hondo, se acoge a Rousseau. Rara excepción: marcado por infancia y juventud duras y de privaciones materiales, siempre señaló las injusticias ocultas tras la igualdad formal y denunció que los «sistemas financieros hacen almas venales». Fue el primero en describir la «experiencia quintaesencial de la modernidad», correspondiente al «desarraigado extraño a las metrópolis comerciales que aspira a un lugar en ellas y se debate con complejos sentimientos de envidia, fascinación, revulsión y rechazo» (p. 85). Advertía que el amor propio, un impulso por lograr reconocimiento por encima de los demás, inclina al odio y al autoaborrecimiento; y sabía que las escasas recompensas del mérito individual y la competencia no compensan sus altos costes psíquicos. Por eso, como fuente del contrato social, anhelaba –Esparta en mente– una persecución virtuosa del bien común que limitara la individualidad (pp. 86-90). Dada su influencia en los jacobinos, la ruptura con el Ancien Régime se logró con la apelación a una fraternidad y una igualdad tan radicalizadas que difícilmente podrían haberlas firmado ni previsto sus morigerados colegas. Aupó, así, la «cuestión social» que más tarde inquietaría al pensamiento socialista y que, según Hannah Arendt, ya entonces distinguió a la Revolución Francesa de la americana, más pendiente de la libertad política.

En fin, mientras Voltaire y los suyos eran «modernizadores desde arriba» y celebraban la occidentalización de Rusia, Rousseau denunciaba que dicho proceso condenó a los rusos a un doloroso desgarro: debían convertirse en alemanes e ingleses sin poder llegar a serlo, pero sin ser tampoco lo que «estaban llamados a ser» (pp. 92-93).

[Nietzsche] parecía estar reflexionando en torno a este contraste cuando dijo considerar la batalla entre Voltaire y Rousseau como «el problema inconcluso de la civilización» (p. 89).

1789-1848. La reacción idealista: del nacionalismo cultural al nacionalismo político

Del terror retributivo de jacobinos moralistas pasamos al nacionalismo económico y cultural de los románticos alemanes. Como sucedió con Rusia, el impulso cultural del idealismo provino de un querer seguir los pasos de la Revolución Francesa y no poder. Su denuncia de la agresiva búsqueda de riqueza material y poder a expensas de las dimensiones estéticas y espirituales de la vida humana no procedía tanto de una repulsa de los ideales ilustrados como del «resentimiento y el desdén defensivo de los aislados intelectuales alemanes, a los cuales justificó y fortaleció la retórica de Rousseau» (p. 148).
Romanticismo e idealismo opusieron, «a los ideales cosmopolitas de comercio, lujo y urbanidad metropolitana», la Kultur, que siendo dominio de los «humildes pero profundamente alemanes, habitantes de pequeñas ciudades, sacerdotes y profesores, era un logro superior a la Zivilisation francesa levantada en torno a la sociedad cortesana». Entre los despechados por no ser dignos del prestigio francés destaca Herder y su «búsqueda nativista»: «cada nación habla de acuerdo con la forma en que piensa, y piensa de acuerdo con la forma en que habla» (pp. 149-152).

Fichte, menos tentado que Herder de darle a su nacionalismo una pátina universalista, compuso su nacionalismo étnico transponiendo lealtades religiosas a lealtades políticas. Este paso de nacionalismo cultural a uno político fue respaldado por el sentimiento de humillación tras las derrotas en Jena y Auerstadt. La admiración por Napoleón, espíritu de la historia hecho hombre, mutó en resentimiento e ira. Esto sirvió para apretar las filas en la retaguardia alemana, donde el movimiento nacionalista ya esparcía su trascendental pegamento contra el disolvente moderno: servían recicladas ideas cristianas, como la resurrección, volcada ahora en un renacer glorioso de los pueblos, tras su declive y decadencia.

Con estos mimbres, y tras el fracaso de las expectativas socialistas en 1848, el culto al Volk se prolongó incluso durante la industrialización promovida por Bismarck. Consecuentemente, cuando Alemania alcanzó la altura industrial de Francia e Inglaterra, las identidades forjadas contra la modernidad quedaron súbitamente negadas, desgarradas; muchos fueron señalados por la degeneración moral occidental. Se iba prendiendo la mecha.

1848-1918. Desarrollo comercial y radicalización del desgarro: entre nacionalismo étnico y nihilismo

En Rusia, afrancesada largo tiempo, perduraron las ilusiones. Lo ilustra el Crystal Palace de la novela ¿Qué hacer? (1863), de Nikolái Chernyshevski: éste encarna la defensa de «un futuro utópico, construido sobre principios racionales, de trabajo gozoso, vida comunal, igualdad de género y amor libre» (p. 67). Una utopía paradigmática que no dejaron de hacer suya fascistas o estalinistas. Anhelo, mimetización y reacción de los perdedores de la primera gran globalización en el siglo XIX –redes ferroviarias, puertos, canales, barcos de vapor, líneas de telégrafo, servicios financieros y catorce millones de emigrantes italianos hacia América desde 1870 a 1914– desembocarían en violencias totalitarias y anarquistas.

Por una parte, entre los que prendieron en Alemania la mecha idealista contra los sueños de racionalización emancipadora prometida por el Crystal Palace se encuentra Wagner, que «despreciaba los parlamentos y deseaba que la revolución gestara un líder capaz de elevar a las masas al poder» (p. 181). El anhelo mimético de un Napoléon guiando al pueblo seguía –y sigue− ahí, agazapado entre los iracundos. Y formas de canalizarlo había muchas: desde el nacionalismo «universalista» del italiano Giuseppe Mazzini al conservadurismo de Georges Sorel: harto de «la humillación de las arrogantes democracias burguesas, hoy tan cínicamente triunfantes», y pertrechado de léxico religioso con referencias al honor, la gloria, el heroísmo, la vitalidad o la virilidad, el filósofo francés influyó tanto en Gramsci como en Mussolini, en Ernst Jünger como en Hitler.

Entre los devotos de Mazzini, defendieron sus particulares vías tradicionales hacia la modernidad Lala Lajpat Rai, en India, o Liang Qichao, en China. Sin embargo, al chocar contra la falta de condiciones materiales de posibilidad, los anhelos de modernización frustraban las expectativas de generaciones posteriores: el indio Vinaiak Dámodar Savarkar apostó entonces por fortalecer la identidad del yo hindú por oposición al no-yo musulmán, alejándose de la vía –más ajustada al universalismo mazziniano– escrutada por Mahatma Gandhi. La radicalización del nacionalismo político nació en Alemania, pero pronto saltó a escala mundial.

Por otra parte, otra extendida reacción contra la visión idealizada de la europeización fue abanderada por Fiódor Dostoievski, que en 1864 publicó Memorias del subsuelo, repudiando la visión del progreso de Chernyshevski y aclarando que el interés propio racional es mala base para la acción por lo placenteramente que es desobedecido. Si ligamos la nihilista reacción rusa con Alemania, epicentro de las mechas que se prendieron en el siglo XIX para explotar en el XX y el XXI, encontraremos el mismo talante «debilitador» en la resignación recetada por Schopenhauer ante la ilusión de libertad. Pero mucha más enjundia tiene el giro vitalista (activo) que le imprimió Nietzsche, influido por Dostoievski. Crítico de las abstracciones ilustradas, pero más aún de las ciegas y torpes reacciones nacionalistas, tenía claro que tras la muerte de Dios, no asumida todavía, «ninguno de nosotros es ya material para una sociedad». Convencido de que el nihilismo es condición necesaria para «una raza de espíritus libres», de superhombres que despunten sobre la felicidad bovina, fue quien mejor comprendió el potencial tóxico del resentimiento: del débil brotará odio, agresividad, contra una elite inaccesible.

Una de las más explosivas plasmaciones políticas del nihilismo activo fue el anarquismo de Mijaíl Bakunin. Arrestado y exiliado en Siberia durante más de una década, crítico del idealismo, el nacionalismo y el socialismo, sus tesis calaron hondo en países pobres, desiguales y agrarios como Italia o España. Su defensa de una libertad individual irrestricta anunciaba barricadas callejeras que facilitarían el tránsito de la jaula autoritaria a la arcadia de libertades. Varios atentados anarquistas, incluido el asesinato de un presidente francés, coronaron el siglo XIX. Según Eric Voegelin, con Bakunin se concentra «la existencia en la voluntad espiritual de destruir, sin la guía de una voluntad espiritual de orden» (p. 268)

Una manifestación explosiva, a caballo entre nihilismo y nacionalismo, fue el «darwinismo social» de Herbert Spencer. Logró conjugarse el racismo de los peores nacionalistas con las interpretaciones más burdas de Nietzsche para vaticinar «que una raza de superhombres surgiría después de que la sociedad industrial hubiera cumplido su tarea de deshacerse de los menos aptos» (p. 204). De este poso surgió la vida y obra del poeta italiano Gabriele d’Annunzio, cautivado por la idea nietzscheana del superhombre. Caído en desgracia literaria a causa de deudas y revivido gracias a canciones de guerra, desengañado de la democracia liberal, apóstata del socialismo, afirmaba que «la palabra, dirigida oralmente y de modo directo a la multitud, debe tener como único fin la acción, la acción violenta si fuera necesario» (p. 199). El líder italiano de la Primera Guerra Mundial suministró un modelo para enardecer a las masas por medio de discursos pseudorreligiosos que encandilaron a los jóvenes Mussolini y Hitler.

1950 hasta hoy: de la renovación de la fe moderna al terrorismo

En la estela de la «filosofía de la sospecha» nietzscheana, no han sido pocos quienes, como Heidegger o Foucault, han tratado de denunciar las idealistas abstracciones de la ilustración y las devastadoras consecuencias de un proceso de racionalización burocrática y mercantil que amenaza siempre con regir todo tipo de relaciones interpersonales, amenazando con convertir confianza y solidaridad –sin las cuales no cabe imaginar una sociedad democrática– en moneda de tráfico mercantil.

El consenso internacional apostaba por expandir el «modelo occidental» para ayudar a los países «subdesarrollados». Tras la estela de Walt Whitman Rostow (Las etapas del crecimiento económico) o Samuel P. Huntington (El orden político en sociedades en cambio), la propia ONU bendijo las políticas desarrollistas:

En cierto sentido, un rápido progreso económico es imposible sin ajustes dolorosos. Hay que borrar filosofías ancestrales; desintegrar antiguas instituciones sociales; romper lazos de casta, credo y raza; y frustrar las expectativas de una vida confortable de un gran número de personas que no pueden mantenerse al ritmo del progreso (ONU, 1951).

En uno de esos golpes más efectistas que efectivos, recuerda Mishra la historia de un desarraigado de clase baja de El Cairo, que escribía su tesina sobre planificación urbana, leída luego en Hamburgo. Denunciaba el expolio en una barriada de Alepo por autopistas y altos edificios modernos, y pedía demolerlos y reconstruir sobre modelos tradicionales. Era Mohammed Atta, pocos meses antes de ser informado de que iba a destruir las Torres Gemelas (p. 108).

Resulta interesante la narración de reacciones violentas que se han llevado a cabo fuera de Occidente contra la apisonadora del Progreso. Reacción islamista de Erdogan en Turquía tras las reformas modernizadoras de Ataturk; reacción en la India de Modi tras la reformas modernizadoras de Nehru; reacción en el Irán de Jomeini tras las reformas del sha Yalal Al-e-Ahmad. Reacciones como las descritas en el libro muestran que el fracaso de los sucesivos intentos de «modernización desde arriba» se debe a que ninguna sociedad hace tabula rasa. En todos los casos asistimos al deseo «mimético» de grandes hombres (desde Herder hasta Gandhi, pasando por Yalal Al-e-Ahmad) de acomodarse a las exigencias modernizadoras, seguido de un desengaño: «Gandhi intentó convertirse en un gentleman inglés antes de dedicarse a escribir Hind Swaraj (1909), donde señalaba los peligros de que los hombres cultos de los territorios colonizados imitaran absurdamente las costumbres de sus jefes colonizadores» (p. 127). Todos pasaron a ser conscientes de sus debilidades, pero, pese a todo, muchos de ellos (y sobre todo sus radicalizados sucesores en el cargo) recondujeron su resentimiento con vistas a liderar una nueva intelligentsia, imponiendo remedos como vías propias hacia la modernidad.

Los distintos regímenes conformaron malas copias de Occidente (del cual quedaban más separados por el «narcisismo de las pequeñas diferencias» que por cualquier otra cosa) y acabaron imponiendo a sus súbditos (como en el caso de Jomeini) proyectos «radicalmente modernos». Por supuesto, estas afirmaciones sólo son inteligibles si se ignora el desarrollo democrático y se reduce la evolución social a las maquiavélicas orquestaciones de aspirantes a filósofos-reyes, anhelo, por cierto, que lógicamente puede rastrearse al menos hasta el no muy moderno Platón. Sea como fuere, se colige, como veníamos avisando, que ahora sufren allí los desgarros que ya sufrimos en Europa desde el siglo XIX.

Por lo demás, cuando no es la «mistificación» nacionalista la que demoniza al «otro» (hasta aniquilarlo incluso) y oculta el verdadero origen del sufrimiento con la promesa de hacer al país «otra vez grande», serán las explosiones de terrorismo nihilista en el corazón de Europa las que nos recuerden el potencial venenoso del resentido. Esta segunda vía la inauguró, por cierto, Timothy McVeigh en Oklahoma City el 19 de abril de 1995, asesinando a 168 personas y mostrándonos la existencia –luego confirmada– de un submundo de rabia política, teorías conspirativas y paranoia a punto de estallar. A raíz de sus confesiones, su transición del nihilismo pasivo al nihilismo activo quedaría explicada por frustradas promesas de autonomía y autosuficiencia.

Un islam moderno e irascible

A estas alturas quedaría confirmada la hipótesis de partida. Dada la inmersión de los jóvenes musulmanes en el mundo moderno (muchos socializados en Occidente), su absoluto desconocimiento del islam (como el caso de Abu Musab al Zarqaui), el uso del marketing y las vías de captación, el discurso empleado para legitimarse, etc., el islamismo yihadista no sería más que una prolongación del mismo fenómeno patológico, equivocado y macabro, de huida equivocada de una modernidad asfixiante.

Es indicativo que, desde 2006, Osama Bin Laden pasara a hablar no tanto de la política exterior estadounidense como del calentamiento global y la incapacidad de las democracias occidentales para hacerle frente. Anwar al-Awlaki, influyente predicador yihadista con acento estadounidense, pregonaba que «una cultura global» ha seducido «a los musulmanes, y sobre todo a los musulmanes que viven en Occidente». Tras expandir su mensaje por redes sociales, abandonó Estados Unidos y se lanzó al yihadismo para no ser denunciado por frecuentar prostitutas cuando clamaba contra la fornicación. Abu Musab al Zarqaui, arquitecto del Daesh, huía de un pasado de proxenetismo, tráfico de drogas y alcohol. Omar Mateen era habitual del club gay donde masacró a cuarenta y nueve personas.

Los fanáticos no dejan de sentirse amenazados por un Crystal Palace mundial y sus reacciones «son reflejo o parodia [...] de sus supuestos enemigos, pero a un ritmo acelerado: obedecen a una lógica de reciprocidad y escalada de violencia mimética antes que a cualquier imperativo escritural» (p. 248). Por eso el Daesh, que sería la reacción a la Operación Justicia Infinita y Libertad Duradera, viste a sus víctimas con monos de presos de Guantánamo. Y ello pese a que la privatización de la violencia tenga más visos de destruir el paraíso que de alumbrarlo.

Muchas son las razones por las que este ensayo merece ser leído y atendido. Con buena letra –que ya es una razón–, apunta con tino a la angustia desgarrada de tantos que viven con miedo por un futuro incierto y con falta de autoestima por la impúdica exposición del éxito (¡casi siempre impostado!) de los pares. En una estela benjaminiana («Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Quizá las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia»), señala inadaptaciones que, sin duda, han causado y causarán reacciones patológicas y peligrosas. Resulta, además, atractivo bucear por la vida de los grandes hombres; y tiene gracia, pese a todo, comprobar que cuanto más aliviado económicamente se vive, más fácil es confiar en el progreso. Un sesgo fácil de anticipar introspectivamente. Y poco que objetar a la asociación de yihadismo y modernidad: es un error mirar al fenómeno con ojos marcianos que rechacen entablar comunicación (¡incluso la violencia es comunicación!) y se empeñen en una guerra moralista contra los bárbaros (desligada del imperio de la ley, cuya pena o sanción es comunicación). Una estrategia así sólo alimentará las filas de quienes saben cómo apuntarse al victimismo y manejar el marketing como estrategia de captación.

Respecto a las carencias argumentales, el propio autor anticipa algo tímidamente: «seguirán siendo indispensables los análisis materialistas [...], pero nuestra unidad de análisis debe ser también el ser humano irreductible, sus temores, deseos y resentimientos» (p. 39). Vale, pero cabrá contestarle que, puesto que las emociones son en buena medida indesligables de las ideas que nos hacemos del mundo, no podremos evaluar esos «temores, deseos y resentimientos» al margen de los «análisis materialistas» postergados. Que la humillación sea injusta y dispare luchas por el reconocimiento como iguales políticos (democracia), y que el victimismo sea venenosamente autoalimentado y genere odio y exterminio, no constituyen situaciones comparables ni por justificables igual, por más que ambos proyectos se alimenten de resentidos. Deudora de la estrategia del  mismo continuum la reacción romántica y las masacres del Daesh.

Los análisis no están, pero los juicios del autor sí se infieren. Viene aquí al pelo aquel dictum de que «explicarlo todo es justificarlo todo»: uno va ligando cabo tras cabo y, cuando quiere darse cuenta, está reconviniendo a Voltaire porque Al-Zarqaui ha fundado el Daesh. No deja de desconcertarnos durante todo el libro el relativismo de unas premisas que hacen pagar el pato de la falta de democracia precisamente al autogobierno (democracia) y a la autonomía (libertad): los odios, exclusiones y violencias se derivan del intento moderno de institucionalización de un poder que, al carecer necesariamente de refrendo de una autoridad trascendente, y ser «concebido como poder sobre otros individuos», es «inherentemente inestable» y condena a los hombres a un «resentimiento y desazón permanentes» (p. 276).

Radicalizada –y vulgarizada− la dialéctica de la Ilustración, el autor se enroca en la negación del legado occidental, omitiendo sus éxitos, como la reducción de la miseria y la violencia. Lo cierto es que la mayoría de los críticos occidentales pretendían darle la vuelta al predominio cartesiano-kantiano de la razón abstracta y solipsista. ¿Alternativa? Aprehender el mundo (natural y social) desde una razón sumergida en una lengua, encarnada y por eso impura, pero intersubjetiva, aunque escéptica, en todo caso, respecto de una fe en el progreso lineal e indefinido. Pero el maniqueo enfoque que nos ocupa ensalza a dichos críticos al tiempo que los cataloga en las antípodas de la modernidad, allí donde se niega la posibilidad intersubjetiva del punto de vista común, transcultural, universal. Y, por esa pendiente, se corre el riesgo de tirar al niño junto con el agua sucia del baño. Más valdría interpretarlos como profundizadores del proyecto ilustrado −siempre crítico, dialéctico e inacabado; pero siempre preocupado por lo universal−, sin necesidad de arrinconarlos en el irracionalismo6, éste sí, único cierre seguro –y desencadenante de violencias− de la modernidad.

Al menospreciar la modernidad, el autor acaba exculpando a sus enemigos, lo quiera o no; sobre todo si no asoman fórmulas para contener las peligrosas reacciones antimodernas. Y aquí, cuando asoma alguna, se toma pie para afirmar, en un registro un poco cursi, que «la guerra global es también un hecho profundamente íntimo; su línea Maginot discurre por los corazones y almas individuales. Tenemos que examinar nuestro propio papel en una cultura que alienta la vanidad insaciable y un narcisismo vacío» (p. 277). Concluyéndose, de modo algo fatuo, que «el fracaso a la hora de contener la expansión y la atracción de una banda como el Daesh no es sólo militar, sino también intelectual y moral» (p. 290). Sí, claro. ¿Les contendrá mejor la moral feudal?



Milicias yihadistas en Siria



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4102
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)