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jueves, 26 de octubre de 2017

[A vuelapluma] La legitimidad del Rey





En varias ocasiones hemos oído al portavoz de Unidos Podemos realzar su propio respaldo entre los ciudadanos expresado en las urnas para, a renglón seguido, descalificar a Don Felipe VI por «no haber sido elegido», comenta Francisco Sosa Wagner, jurista, catedrático de universidad, escritor y exdiputado del Parlamento Europeo. 

Aunque la afirmación procede de un político que a veces se manifiesta de forma tan vehemente como infundada, sigue diciendo, conviene meditar sobre el alcance de su afirmación y el apoyo que le sirve de peana, que, para no perdernos, se puede formular con gran simplicidad: el único origen del poder en un sistema democrático es el voto cuyo titular es el ciudadano. Es así que el rey en una monarquía hereditaria no ha sido elegido por nadie, luego nadie puede tomarse en serio su autoridad ni su pretendida superioridad institucional. Me propongo demostrar la falsedad de tal afirmación, al menos cuando se la presenta de esta forma superficial y ayuna de matices. Cierto es que en una democracia el apoyo electoral es el ingrediente básico que determina la atribución del poder. 

Cuando se empieza a desplomar la idea de que la legitimidad del monarca procede de Dios, y al evocar esta conquista preciso es musitar una oración de agradecimiento a los pensadores del Renacimiento, de Maquiavelo para acá, se van abriendo paso otras concepciones que llevan a la construcción del Estado, que será absoluto en el pensamiento de Hobbes y que empieza perezosamente a vislumbrarse como democrático en Locke, en Montesquieu o en Rousseau. En todos ellos tropezamos con el gran invento del contrato o pacto social que supone la libre decisión de un pueblo para atribuir el poder a un hombre o a una asamblea conjurando por esta vía peligros y evitando que los individuos se entreguen a asestarse dentelladas a diario con sus vecinos. Las revoluciones americana y francesa pondrán las bases de todo lo demás y ello es bien conocido: la separación de poderes más los derechos y libertades de los individuos. Por su parte, la democracia, es decir, la atribución del poder al pueblo por medio de elecciones, se irá adentrando poco a poco en la modernidad: desde el voto censitario hasta el sufragio universal masculino, luego femenino, etc. Y en ello estamos. 

Del «Estado soy yo» que pregonaba Luis XIV a finales del siglo XVII hasta la finura de la «volonté générale» rousseauniana -ya entrado el XVIII- y su comprensión como la verdadera voluntad, justa y razonable del pueblo hay todo un mundo en la comprensión de nuestra convivencia según pautas que, pese a su antigüedad, aún siguen lozanas. Porque sobre ellas se edifican los cargos representativos de los Estados modernos: los parlamentos, los presidentes de República o los Gobiernos que se forman tras los procesos electorales. Y lo mismo procede decir respecto de las corporaciones locales, los Estados federados o las regiones, etc., allí donde existan. Todos ellos traen causa, como le gusta al portavoz del grupo Unidos Podemos, del voto emitido libremente en las urnas por los ciudadanos: a más votos, mayor posibilidad de participar en las decisiones; a menos, mayor soledad y más mustia lejanía de los centros del poder. 

Pero para que «los muchos no puedan mucho» como quería el rey romano Servio Tulio, para que «le pouvoir arrête le pouvoir» según prefería Montesquieu o para conjurar la tiranía del pueblo que describía Adams desde América, las constituciones se han inventado ingeniosos instrumentos. Y así vemos cómo ese mismo Estado que cultiva -devoto- el voto alberga en su seno nada menos que un poder, el judicial, que no gira en torno a la urna pues quienes lo administran han sido seleccionados en virtud de sus conocimientos. En ningún caso elegidos y, cuando lo son a través de una elección indirecta, caso de los magistrados del Tribunal Constitucional, la ley se ocupa de limitar con exactitud quienes pueden participar en la selección: catedráticos, funcionarios de los altos cuerpos del Estado, etc. Es decir, tan solo profesionales muy cualificados. Por donde se nos cuela otra fuente de legitimidad en las sociedades democráticas a colocar junto al voto popular: a saber, la competencia profesional o técnica. Es verdad que las constituciones emplean expresiones como «la justicia emana del pueblo» (art. 117 de la española) o «todos los poderes del Estado proceden del pueblo» (art. 20. 1 de la alemana) pero ello no significa sino que existe una cadena que liga, aunque sea de forma remota, el nombramiento de todo servidor del Estado democrático con el pueblo. Pero una elección popular de los jueces no existe en el continente europeo. En España, por lo demás, la justicia «se administra en nombre del Rey» (artículo 117. 1 de la Constitución) igual por cierto que decía la Constitución de 1812 (art. 257) o la de 1869 (art. 91) por citar dos muy diferentes y la de la II República de 1931 prescribía que esa función se haría «en nombre del Estado» (art. 94). 

Avancemos en el razonamiento para consignar que en el mundo moderno, junto a las organizaciones tradicionales del Estado, han surgido decenas de entes, institutos, agencias que se ocupan de dirigir, administrar o vigilar concretos sectores de la acción pública: las telecomunicaciones, los mercados, la radiotelevisión, la seguridad nuclear, la protección de datos... Se las llama precisamente «Administraciones independientes» porque en ellas se desea que esa cadena con el pueblo propiamente dicho y sus representantes sea lo más débil posible. ¿Por qué? para asegurar el ejercicio, libre de influjos políticos, de sus cometidos y funciones. Un objetivo que solo se puede asegurar si las apartamos de la influencia de gobiernos, ministros, diputados, etc. y confiamos los nombramientos de sus directivos y la selección de su personal a procedimientos técnicos para que puedan actuar con la mayor neutralidad posible. El caso de los bancos centrales -como el del Banco central europeo- y su obligado alejamiento de las decisiones políticas es el paradigma de lo que vengo sosteniendo. 

Por tanto ya tenemos conviviendo a dos legitimidades: la del voto, básica en una sociedad democrática, y la de la competencia profesional. No olvidemos que ya Hobbes dejó consignado que «nadie es buen consejero sino en los negocios donde está muy versado... lo que no se obtiene más que con estudio». Vayamos con la última legitimidad, la que afecta a una institución singular en algunos países como es la del rey hereditario, caso de los Borbones en España. Provoca mucho enfado en aquellos compatriotas -como el portavoz de Unidos Podemos- que no admiten que alguien pueda ostentar un poder cuya razón de ser es preciso buscar entre los renglones de un relato antiguo, cubierto incluso por telarañas, encorvados sus protagonistas bajo el peso de batallas e intrigas. Personas que desconocen, como diría un legitimista del siglo XIX, la magia y el brillo de la diadema real. Pero no hay, en puridad, ningún arcano si admitimos que la historia es un paisaje en el que predominan las anfractuosidades, un río pleno de meandros y que, como nos enseñaron los clásicos, apenas hay una monarquía o una república cuyos orígenes puedan justificarse en conciencia. En la Unión Europea hay siete monarquías, alguna nacida de la propia voluntad de los revolucionarios que alumbraron el país, caso de Bélgica; otras cuyas testas coronadas se surtieron del exceso de oferta existente en los principados alemanes, casos de la monarquía inglesa o incluso danesa ... Curioso es un país como Suecia, ¿alguien le negaría su condición democrática? Pues el jefe del Estado, el rey actual Carlos XVI Gustavo, es el descendiente de un mariscal del Ejército de Napoleón que se llamaba Bernadotte, algo así como si entre nosotros hubiera arraigado la monarquía de José I. 

Alejémonos pues de los tópicos y preguntemos con sencillez ¿no es bueno que al menos un cargo -de la máxima dignidad- esté sustraído a la contienda electoral? ¿no enseña la experiencia que entre las personas a las que votamos se nos cuela algún que otro botarate? ¿por qué hemos de renunciar a que nos represente el descendiente de una familia llena de blasones (y de miserias como todas las familias), un joven que ha recibido una educación esmerada, habla idiomas y maneja con soltura los cubiertos del pescado? Y por último ¿ganaríamos algo sustituyendo a Don Felipe por algún personaje de nuestro tablado político? ¿no se ha acreditado este Monarca como sólido defensor de una España democrática y constitucional en sus intervenciones recientes sobre la crisis catalana? De donde resulta que, en esta realidad irisada, veo conviviendo tres legitimidades como tres son las personas que conviven en el misterio de la Santísima Trinidad. Pues, ¿no es al cabo un misterio la democracia misma? 



Dibujo de LPO para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt





Entrada núm. 3954
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lunes, 31 de octubre de 2016

[Historia] Los socialistas, la democracia y la monarquía



La diosa Clío, musa de la historia


Para cuando ustedes lean esta entrada en Desde el trópico de Cáncer, Mariano Rajoy, del partido popular, ya habrá sido investido como presidente del gobierno de España por el Congreso, gracias a la abstención de 68 diputados del partido socialista. Yo hubiera preferido otro presidente del gobierno para mi país, pero es lo que hay. 

Aunque me defino de izquierdas y socialdemócrata, y por tanto no marxista, no estoy afiliado a ningún partido. La mayor parte de mis amigos se declaran de izquierdas, muchos socialistas, y algunos, menos, votantes de Podemos. Por respeto a ellos, a los primeros, no he querido intervenir en exceso en la polémica que ha sacudido hasta los cimientos a los afiliados, votantes y simpatizantes del partido socialista. Pero me duele la polémica porque creo que se han formulados juicios precipitados sobre la misma. Creo que se equivocan muchos de sus afiliados, votantes y simpatizantes cuando piensan que lo que han hecho los diputados del partido socialista al abstenerse es una traición a sus principios; creo que se equivocan cuando piensan que la ideología y los principios del socialismo deben estar por encima de los principios de la democracia; creo que se equivocan cuando piensan que hay otras formas de democracia distintas y mejores que la representativa; y creo que se equivocan cuando piensan que la Transición fue un enorme engaño en el que cayeron, como imbéciles, los dirigentes socialistas de aquel entonces. No; creo honestamente que se equivocan los que así piensan, porque tanto los diputados socialistas de 1978, con Felipe González a la cabeza, como los 68 diputados socialistas de octubre de 2016, han antepuesto los intereses de todos los españoles y de una democracia que acoja a todos ellos, sean estos de derechas o de izquierdas, al triunfo improbable y siempre parcial de sus propios intereses como partido. Y creo que se equivocan también aquellos socialistas que enarbolan como propia, con honestidad no exenta de nostalgia pero también con ignorancia, la bandera tricolor de la II República, rechazando como ajena la que lo es de todos desde hace más de 250 años. La bandera tricolor es el símbolo de una democracia perdida y añorada, pero que nunca lo fue; porque no la dejaron, sí, pero porque tampoco supo ser la de todos y para todos por desgracia para los españoles.

Ese mismo reconocimiento a los socialistas de 1978 lo hago extensivo también con todo merecimiento al partido comunista español y a sus dirigentes de aquel momento histórico, y a su secretario general Santiago Carrillo. Que fuera oportunismo su gesto de aceptación de la monarquía y la bandera de todos, se me escapa. Pero fue un gesto que hizo posible el inicio de la paz y la reconciliación de los españoles de buena fe, y de una verdadera democracia por vez primera en toda nuestra historia. Paz y reconciliación que 38 años después algunos, no de tan buena fe como cabría esperar, se empeñan en negar, desde la derecha y desde la izquierda. 

Ignoro si mis palabras anteriores van a molestar a algunos lectores habituales del blog y desilusionar a algunos amigos. Lo siento. Por ellos, y por mí sobre todo, porque nunca he antepuesto mis ideas políticas a mi relación con las personas, y menos aún con mis amigos. Pero algunas veces, aunque, no soy de los que creen eso de que la verdad nos hace siempre libres, conviene decir lo que uno piensa para que otros no crean eso que dicen también de que el que calla otorga.

Les pido perdón por este largo excurso porque la verdad es que el motivo de esta entrada no era hablar de la elección de Mariano Rajoy como presidente del gobierno sino de un libro recientemente publicado sobre la interesante y complicada historia del socialismo español con la democracia y la monarquía (y la república).

Manuel Álvarez Tardío, profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos, autor de Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (1931-1936) (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002); El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (Madrid, Gota a gota, 2005); y, con Roberto Villa García, El precio de la exclusión. La política durante la Segunda República (Madrid, Encuentro, 2010), publicaba hace unos días en Revista de Libros un artículo titulado "Los socialistas y la monarquía", reseñando el reciente libro del también historiador Juan Francisco Fuentes, titulado Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía. de la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016)

Muy pocos días después del golpe de los bolcheviques en Rusia, señala el profesor Álvarez Tardío, en plena Guerra Mundial, "El Socialista" reconocía abiertamente en su editorial el «asombro y dolor» por una acción que podía poner en peligro la victoria de los aliados. Pero había también algo más en esas reservas. Varios meses más tarde, Pablo Iglesias mantenía una posición de abierta discrepancia, calificando lo de los bolcheviques como una «perturbación». A la vez, justificaba la huelga general apoyada por los socialistas españoles en 1917 y señalaba que entre los objetivos de esa acción estaba conseguir una república en la que las organizaciones obreras fueran influyentes. Quedaban por delante meses de profundas discusiones y congresos extraordinarios hasta la derrota de los terceristas y la consumación de la escisión comunista. Eran los años, además, de la crisis de la Monarquía de la Restauración, en los que los socialistas españoles se enfrentaban a problemas domésticos decisivos para su futuro. Por entonces, pese a sus más de treinta años de vida, no eran ni de lejos el grupo de gran afiliación e influencia que llegarían a ser a partir de 1931. Su capacidad para competir con éxito en las elecciones y consolidar un partido que les permitiera ser un factor de peso en la redefinición constitucional del régimen de 1876 venía dado no tanto por los posibles obstáculos que impedían la democratización de la monarquía, como por una evidente y paralizante ortodoxia marxista, en virtud de la cual buena parte de la elite socialista seguía instalada en posiciones ambiguas y radicales que no contribuían a desterrar el lenguaje de la dictadura del proletariado y la lucha de clases en beneficio del de los derechos individuales y el reformismo parlamentario. Si ya hacía casi veinte años que Eduard Bernstein había explicado a sus compañeros alemanes que el socialismo no era un punto de llegada, sino un camino, y que si la libertad y la dignidad del individuo se subordinaban a la revolución el resultado no podía ser otro que una nueva forma de tiranía de partido, en la mayoría de los socialistas españoles esas reflexiones no habían calado. Actuaban con cierta prudencia en beneficio de la estabilidad de su organización, y tanto por ese pragmatismo como porque advirtieron que la dictadura del proletariado de Lenin era la dictadura del partido bolchevique, se mantuvieron a cierta distancia del aventurismo revolucionario.

Por eso, dice más adelante, en parte, reaccionaron como lo hicieron cuando, en septiembre de 1923, un golpe de Estado acabó con el orden constitucional, es decir, no secundaron ninguna acción de movilización y protesta y esperaron a ver venir los acontecimientos. Porque su línea de acción hasta finales de 1930 puede definirse como la de un conservadurismo notable de la organización, no incompatible, antes al contrario, con una ortodoxia marxista totalmente ajena al revisionismo bernsteiniano y, por tanto, basada en la idea de que no había, para ellos, motivo alguno para preferir instituciones liberal-constitucionales antes que cualesquiera otras mientras el orden socioeconómico y, por tanto, la lucha de clases estuvieran vigentes. Pablo Iglesias había hablado de República en 1918 y seguiría hablando de dictadura del proletariado. Pero el rasgo fundamental que caracterizaba a los socialistas españoles antes de 1930, y que explica su reacción acomodaticia con la dictadura de Primo de Rivera, no consistía en situarse, primero y por encima de todo, en el debate entre libertad y despotismo, sino en considerar ese debate una preocupación pequeñoburguesa que podía distraerles en el camino de la consolidación de su organización sindical y en la preparación del terreno para la inexcusable, aunque ciertamente imprecisa y siempre inalcanzable, revolución social. Así las cosas, la monarquía, el parlamento, las elecciones y, más globalmente, las instituciones del Estado de derecho, eran asuntos con los que relacionarse de forma problemática e imprecisa, advirtiendo en última instancia que todo eso no formaba parte de su camino y de sus preocupaciones, si bien puntualmente podían dedicarle alguna atención. Monarquía o república eran cuestiones accidentales, hasta el punto de que monarquía seguía siendo España cuando ellos colaboraron con la dictadura de Primo de Rivera.

Y esa percepción, sigue diciendo, sólo cambió cuando se decidieron a apoyar el movimiento republicano en 1930 y se encontraron, literalmente de la noche a la mañana, en abril de 1931, con que podían profundizar en la línea iniciada en los años previos y utilizar el poder, ahora republicano, para consolidar su posición sindical y modificar más profundamente las normas del mercado laboral y el campo educativo como paso previo a transformaciones más profundas. No formaban un bloque monolítico y existían, obviamente, diversas corrientes internas y liderazgos que rivalizaban entre sí provocando fuertes tensiones internas. Pero la etiqueta del accidentalismo era, probablemente, lo que mejor casaba con la trayectoria del socialismo español desde principios de siglo hasta el tiempo de la Segunda República. Porque, como se demostró con la llegada de esta última, lo relevante, para ellos, no era en absoluto la conciliación de la teoría liberal del Derecho con una postura de socialismo reformista –el sector que más se acercaba a esa posición nunca fue muy fuerte–; no, dentro de objetivos sindicales y políticos muy concretos, articulados de forma imprecisa en torno al lenguaje de la revolución, república o monarquía eran cuestiones accidentales en un camino en el que lo importante era derribar obstáculos tradicionales y afianzar la organización: claro está que a costa de anarquistas y católicos. No en vano, cuando empezó el debate constituyente de la república, los socialistas no sólo carecían de una propuesta concreta para articular institucionalmente la división de poderes, sino que su mayor preocupación, como reconoció abiertamente su jurista de cabecera, Luis Jiménez de Asúa, era hacer o no hacer una Constitución de partido. Es decir, la república como entramado institucional al servicio de la libertad individual, el pluralismo y la competencia pacífica por el poder no era una convicción socialista, ni siquiera una preocupación prioritaria. La república importaba como entramado de poder al servicio de conquistas concretas y progresivas que permitieran, bajo la etiqueta de reformas, justificar su colaboración.

Cuarenta y seis años más tarde, en 1977, continúa diciendo, no sólo habían cambiado las elites del socialismo español, sino que también lo habían hecho las circunstancias nacionales e internacionales. Había pasado, además, mucho tiempo, el suficiente para reflexionar a fondo sobre el papel del PSOE en la política de los años treinta y encajar, incluso, algo de autocrítica respecto de la quiebra de la democracia y el transcurso de la Guerra Civil. Pero lo más importante, por lo que se refiere a la inminente conciliación de socialismo, democracia representativa y monarquía, residía en una audaz apuesta de una nueva elite que comprendió dónde había estado buena parte del problema de su partido antes de 1936. Lo expresó muy bien el socialista Gregorio Peces-Barba en un artículo publicado en la revista Sistema en abril de 1977, cuando escribió sobre los impedimentos que habían «retrasado la existencia de una teoría socialista del Derecho y del Estado» que fuera ¡nada menos! que «integradora de la teoría liberal democrática». Los impedimentos no eran otros que las raíces de la ortodoxia marxista que había acompañado a los socialistas desde los tiempos de Pablo Iglesias: la llamada «determinación de la superestructura, y dentro de ella del Derecho y del Estado por la infraestructura de las relaciones de producción, de una manera simplista y mecánica y la progresiva desaparición del Derecho y del Estado en la sociedad socialista». Todas esas «barreras para la reflexión» de las que hablaba Peces-Barba eran, en realidad, las barreras intrínsecas al marxismo socialista que habían impedido, tanto en tiempos de la monarquía de Alfonso XIII como en el de la Segunda República, colocar al PSOE en una posición que sí adoptaría en 1978: aquella desde la que la «perspectiva liberal democrática» no era el enemigo a derrotar, sino el elemento a integrar en una reformulación del socialismo en la que quedara claro que el Estado de derecho y la protección jurídica de los derechos individuales no podían ser elementos irrelevantes en una discusión ideológica que primara elementos «tan inmaduros y tan toscos como el de dictadura del proletariado». De este modo, los dirigentes socialistas iban a desembocar en el trascendental debate constituyente desde una posición para la que la monarquía no tenía por qué ser un obstáculo, sino todo lo contrario, en el proceso de construcción de un Estado nuevo que podía y debía integrar elementos de una teoría del Derecho socialista a partir de la «continuidad dialéctica», que no del enfrentamiento estéril, entre lo que Peces-Barba llamaba «liberalismo-democracia y socialismo».

Cómo pudo llevarse a cabo ese tránsito, señala, entre un socialismo accidentalista que abrazó la Segunda República como oportunidad de transformación radical del país en el marco de un régimen acaparado por las izquierdas, hasta un socialismo democrático que, sin dejar de ser accidentalista, se aferró a la monarquía «de todos los españoles» para construir un Estado de derecho que era antes liberal que socialista, pero que abría enormes oportunidades de transformación social y económica, es una de las historias más fascinantes de la compleja evolución de la política española en el siglo XX. Y esa historia es la que ha contado y analizado Juan Francisco Fuentes en su último libro: Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía, bien editado por La Esfera de los Libros.

Fuentes es uno de los mejores historiadores de la política española del siglo XX, dice más adelante, como ha demostrado ya con varios títulos, entre los que destaca la sobresaliente biografía de Adolfo Suárez. Además, su buen conocimiento del socialismo español –publicó también una biografía de Largo Caballero– y, en general, de la complejidad de la evolución institucional de nuestro país, son credenciales más que suficientes para abordar una cuestión tan espinosa como una historia del socialismo español en sus más de ciento treinta años de vida. Porque el libro Con el rey y contra el rey no es solamente una narración de la relación entre el partido de Pablo Iglesias y la monarquía, sino un intento de explicar las claves de una evolución cargada de paradojas y no pocos sinsentidos entre los socialistas, la revolución y la democracia.

Uno de los méritos indudables del trabajo que ha realizado Fuentes, añade, es que no renuncia a plantear ninguno de los problemas que han jalonado la larguísima trayectoria del socialismo español. Con todo, si bien el libro aborda en sus comienzos la mala relación del PSOE con la monarquía de la Restauración, el grueso del mismo está centrado en la evolución de los socialistas tras la Guerra Civil y su incuestionable e importante contribución a la construcción de una democracia inclusiva (ahora sí) a partir de 1977. Como explica Fuentes, «la república nunca fue una prioridad para los padres fundadores del PSOE» (p. 425). Se comprende peor por qué, manteniendo vigente la lógica del análisis marxista, dejaron de considerar que era una «falsa ilusión» y se comprometieron con la República de 1931. Pero, como señala Fuentes, lo indiscutible (si bien casi desconocido por las elites del socialismo de la era pos-Rodríguez Zapatero) es que lo de los años treinta fue «una mala experiencia», y no sólo por la guerra. Sin esta consideración no se entiende, como ha explicado el autor, que durante los años del exilio fuera fraguándose una autocrítica y un balance del tiempo pasado que, sumado al cambio de contexto social, económico e internacional, preparó a los socialistas para convertirse en protagonistas de una democratización que, como pedía Peces-Barba, no aspiraba a demoler, sino a integrar una teoría del Derecho liberal. El porqué no siguió siendo un obstáculo la monarquía fue, como explica Fuentes, primero por el hecho de que los socialistas ya se habían acostumbrado a negociar con monárquicos para acabar con Franco antes de 1975, pero, sobre todo, porque Felipe González y otros altos dirigentes socialistas de la Transición comprendieron algunas lecciones centrales del pasado y, a diferencia de la experiencia de los años treinta, no permanecieron presos de las trampas que se derivaban de sus obsesiones ideológicas. Así, comprendieron que si la monarquía contribuía a una «ruptura» constitucional pactada e integradora, no cabía sino darle la bienvenida. Es verdad que no fue un camino fácil y el libro de Fuentes demuestra que no siempre la aceptación de la monarquía llegó con una sólida reflexión histórica y teórica, sino por pura contemporización y cálculo de intereses. Pero esta vez, al menos, el pragmatismo y el accidentalismo contribuyeron a una posición política basada en la weberiana ética de la responsabilidad.

Pero el libro de Fuentes no acaba ahí, concluye diciendo. Buena parte de su valor reside, además, en que el lector encontrará otras doscientas páginas más, después del análisis de la transición a la democracia, sobre la evolución de los socialistas en la monarquía parlamentaria desde 1979 hasta hoy. Páginas en las que se formulan algunas respuestas a preguntas de tanta actualidad como son la relación entre los presidentes del gobierno y el titular de la Corona o la verdadera dimensión del papel del rey en la política exterior. Lo cierto, en todo caso, es que buena parte de esa larga historia lo es de liderazgos o de su ausencia, y también, por tanto, de relaciones personales, sin las que no se entiende no ya el binomio socialismo-monarquía, sino la relación entre el PSOE y la democracia representativa. Hace bien Fuentes en concluir citando unas palabras pronunciadas por Felipe González a mediados de 2014 y que reflejan buena parte del problema, a la vez que solución, de la cuestión socialismo-monarquía en la España del siglo XX: «Mis compañeros se confunden al decir que los socialistas siempre hemos sido republicanos. No es así. Éramos accidentalistas».



Manifestación republicana



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




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sábado, 6 de diciembre de 2014

¡Viva la Constitución!










Es evidente que los aniversarios me ponen sentimental. Lo prueba el hecho incontrovertible de recientes entradas del blog, como las dedicadas a Hannah Arendt o el presidente Kennedy, por citar solo dos ejemplos. Hoy se cumplen treinta y seis años de la aprobación de la Constitución de 1978 en referéndum y no podía dejar pasar la ocasión para ajustar algunas cuentas al respecto: sobre sus evidentes virtudes; sus también evidentes, con el paso del tiempo, defectos; la necesidad, también evidente, de reformas puntuales pero ineludibles; las falacias y mentiras que encierran muchas críticas a la misma; y por último un poco de información documental, por deformación académica. Y es que la lealtad debida a la Constitución, no puede cegar nuestro entendimiento: ha llegado la hora de reformarla.

En cuanto a las virtudes de la Constitución de 1978 seré brevísimo: ha garantizado a los españoles la época más esplendorosa de su historia en cuanto a progreso social y libertades civiles y políticas; no solo la más espléndida, también la más duradera.

En cuanto a sus defectos, que el paso de los años ha dejado al descubierto, están clarísimos: un sistema electoral y partidista que no responde a las necesidades de los ciudadanos, cada vez más alejados de la política y más cabreados con sus representantes y con las propias instituciones políticas; una administración de justicia que no funciona; un régimen autonómico que hace aguas por todas partes ante el "salto hacia la nada" de los nacionalismos y el inmovilismo suicida del gobierno de la nación; un senado que no sirve absolutamente para nada ni cumple su función de representación territorial; y una corrupción galopante a todos los niveles producto del maridaje incestuoso del poder económico-financiero con el poder político. Sí, me doy cuenta de que lo dicho son manchurrones de brocha gorda, pero es que ni yo soy pintor ni esto es un tratado académico.

Soluciones posibles, también a brochazo grueso, una reforma parcial pero profunda de la Constitución, desde luego, ya, bastante más profunda que la perfilada por el dictamen del Consejo de Estado, ¡en 2006!, ahora, ya, absolutamente superada.

Es imprescindible una reforma radical del funcionamiento de los partidos, que obligue a estos, constitucionalmente, a financiarse de manera absolutamente transparente y con publicidad de sus cuentas; a dotarse de órganos de control independientes de sus ejecutivas; a celebrar elecciones primarias obligatorias para la elección de todos sus cargos internos así como de sus candidatos a los órganos representativos, a todos los niveles; y a celebrar congresos a fecha fija, donde la dirección responda de sus actividades ante los respectivos afiliados.

Es imprescindible una reforma del sistema electoral general, en la que el principio rector sea la ineludible e indelegable responsabilidad de los elegidos ante sus electores. Y para ello, sería necesario relegar el sistema electoral proporcional al olvido y establecer un sistema electoral mayoritario simple a dos vueltas, en distritos electorales uninominales. Y eso a todos los niveles: municipal, autonómico y nacional.

Es imprescindible una reforma de la administración de justicia en la que los jueces se encarguen única y exclusivamente de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, dejando la instrucción de los procedimientos a los fiscales, absolutamente independientes, en su función, de los órganos políticos. Y por supuesto, con el establecimiento del "jurado puro" (sin intervención de los jueces) como único órgano competente para determinar la culpabilidad o inocencia de los imputados en procesos penales, por corrupción, y en aquellos civiles que por su naturaleza así determinen las leyes. 

Pero también una reforma en profundidad del titulo VIII de la Constitución, en clave federal, que establezca y determine taxativamente cuales son las competencias indelegables de carácter estatal, y deje todas las demás a lo que decidan los respectivos Estatutos de Autonomía, así como los mecanismos de financiación, colaboración y cooperación de las Comunidades autónomas con el Estado, y que garantice la igualdad civil y política y los derechos reconocidos por la Constitución a todos los españoles en todo el territorio nacional y la supremacia de las leyes estales sobre cualquier ley autonómica, y de la Constitución sobre cualquier ley.

El Senado, como cámara de representación territorial, debería estar conformado por los gobiernos de las respectivas entidades autónomas, con un número ponderado de votos para cada una de ellas en función de su población, de manera similar a como se organiza y funciona el Consejo de Ministros de la Unión Europea, y sus competencias y facultades legislativas y de cualquier otro tipo determinadas explícitamente en la Constitución.

Sobre el Tribunal Constitucional entiendo que debería limitar su función a la estricta defensa de la Constitución frente a cualquier ley o acto de gobierno contraria a la misma, y a la defensa de los derechos fundamentales establecidos en ella, una vez agotadas todas las vías procesales ordinarias. En cuanto al nombramiento de sus miembros bien podría ser por designación real (a propuesta del Gobierno, lógicamente), con la aprobación cualificada del Senado, entre juristas de reconocido prestigio, con mandato vitalicio, o hasta su renuncia voluntaria o impedimento físico apreciado por el propio Tribunal Constitucional y aceptado por el Senado.

Sobre la erradicación de la corrupción política de la vida pública está todo por hacer. Y no creo que haya recetas mágicas para solucionarla: ¿Transparencia y publicidad obligada constitucional y legalmente en todos los actos y contratos de las administraciones públicas y en su funcionamiento interno? Bien, ¿y cómo se hace eso?

Un poco de historia sobre la Constitución de 1978 y su proceso de la elaboración tampoco está de más. Y para eso, nada mejor que recurrir a los documentos. Por ejemplo, el diario El País mantiene permanentemente actualizado un "dossier" especial sobre la Constitución que pueden ver en este enlace con noticias, artículos de opinión, entrevistas y reportajes que ponen al día el estado de la cuestión.

Desde estos otros enlaces pueden acceder a los respectivos diarios de sesiones del Congreso de los Diputados, y del Senado, de 31 de octubre de 1978, que aprobó el proyecto de Constitución, y de la sesión conjunta de ambas cámaras, de 27 de diciembre de 1978, en la que el rey sanciona solemnemente el proyecto de Constitución; y al número del Boletín Oficial del Estado, de 29 de diciembre de 1978, en el que se publica el texto de la Constitución. 

Y desde estos dos últimos enlaces pueden acceder al texto comentado, artículo por artículo, de la Constitución de 1978 y a los textos, íntegros, de todas las Constituciones, anteriores a la actual, que han estado vigentes en España, desde la 1812 a la de 1931.

Termino aludiendo de pasada a algunas de las falacias que en contra de la Constitución de 1978 se vienen repitiendo machaconamente. Algunas de una simpleza tal que caen por su propio peso. 

Primera: la Constitución fue elaborada a espaldas del pueblo español por loa continuadores del régimen franquista. Vamos con unos datos elementales: la constitución es elaborada y aprobada después de amplísimos debates por unas cámaras legislativas producto de las primeras elecciones libres celebradas en España desde 1936, tres años después de muerto el general Franco, en las que participan todos los partidos políticos libremente. Sometida a referéndum nacional obtiene 17.873.301 votos favorables (el 87,87% de los votantes, que equivalen al 67,71% del censo electoral), 1.400.505 votos en contra (el 7,89% de los votantes, que equivalen al 5,25% del censo electoral), 632.902 votos en blanco, 133.786 votos nulos. Los hechos son los hechos, como decía el camarada Lenin. 

Segunda falacia: la mayoría de los españoles que votaron la Constitución de 1978 ya no viven, y los que no pudieron votar entonces tienen derecho a votar ahora una nueva Constitución. ¿Por qué?, me pregunto yo en mi ignorancia. La Constitución de Estados Unidos es de 1789, la de Suiza de 1848, la de Nueva Zelanda de 1853, la de Canadá de 1867, y la del Reino Unido (que no tiene ni siquiera constitución) tiene su origen en una disposición real de 1215. De los veintiocho Estados de la Unión Europea catorce de ellos tienen Constituciones anteriores a 1978, una de ellas del siglo XIX (Luxemburgo). ¿Ustedes perciben especialmente cabreados a los ciudadanos vivos de esos países por no haber votado sus Constituciones vigentes? ¿Sí?... Pues yo no, la verdad, pero no vamos a discutir por eso. 

Tercera falacia: la forma monárquica del Estado ha sido impuesta, otra vez, a espaldas de los españoles. Vale. Conviene recordar que los partidos de izquierda y algunos nacionalistas propusieron en el debate parlamentario de la Constitución la forma republicana de gobierno. Perdieron la votación. Y el resultado del referéndum fue el qué fue, así que guste o no la forma monárquica de la jefatura del Estado en España es legítima, legal y constitucional y está aprobada por el pueblo español. ¿Eso convierte en ilegítima la propuesta de un Estado republicano? En absoluto: los partidos que defiendan la misma que lo propongan en sus programas electorales, obtengan representación parlamentaria suficiente para aprobarlo en las Cortes Generales y someterlo a referéndum. Y Dios (y los españoles) dirán lo que estimen oportuno, pero dejen de dar la tabarra con el tema, por favor, que resulta cansino... Porque así, y no de otra manera, es como funciona la democracia.

Cuarta falacia (adjunta a la tercera): la forma monárquica de gobierno convierte a los ciudadanos en súbditos. Bien, ¿ustedes se atreverían a decirles eso a británicos, daneses, suecos, noruegos, holandeses, belgas, luxemburgueses, canadienses, australianos, neozelandeses?... ¿Sí?, pues tienen ustedes más valor que "El Guerra" (nota: famoso torero español del primer tercio del siglo XX) y se arriesgan a que en esos países les corran a gorrazos. Pero en fin, allá cada cual...

Les dejo. En este video pueden ver y escuchar interpretada por el grupo musical Jarcha, la canción icono de aquellos no tan lejanos añs finales de los 70: "Libertad sin ira". Un lema que no nos vendría mal recuperar, sobre todo lo de "sin ira"... Y feliz día de la Constitución.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt










Entrada núm. 2203
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