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sábado, 18 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Querrás tragártela enterita



Fotograma de la serie Sex Education, de Netflix


'Sex Education', comenta la escritora Nuria Labari en el A vuelapluma de hoy,   es una serie de televisión mucho más moderna que la burda y zafia publicidad que la promueve, y es una pena, porque no se la merece. 

"El Círculo de Bellas Artes de Madrid -comienza diciendo Labari- ha amanecido cubierto con esta ocurrente frase de la campaña para la serie de Netflix Sex Education. El juego de palabras es muy divertido porque no sabemos si se refiere a una serie o a una polla. Y eso hace gracia.

Yo paseo por la calle y recibo esta sentencia desde mi cuerpo de mujer como una orden. No solo desde la acera por la que camino sino también desde mi smartphone, porque la frase corre como la pólvora en las redes sociales. Me llega en media hora por cuatro grupos de WhatsApp distintos. Debo confesar que no me queda claro si la palabra “querrás” funciona en esta oración como imperativo o como presagio sobre mi voluntad. En todo caso, en ambos escenarios termino tragando. Eso es muy de mujer. Lo de tragar, digo. Primero en la cama y luego donde toque. Tragar series, digo.

La ocurrencia no es casual y tiene que ver con una concepción muy arraigada respecto de qué actitud sexual se presupone de un hombre y de una mujer. A nosotras se nos supone pasivas y a ellos, nuestros opuestos complementarios, sujetos activos siempre dispuestos para la acción. Y por acción, en este obsoleto modelo, entendemos penetración. Por eso el anuncio funciona, porque conecta con el imaginario sexual colectivo. Que, si bien empieza en la cama, se ha extendido, durante siglos, a muchas otras esferas. Así, las mujeres hemos sido excluidas de muchas actividades culturalmente inapropiadas para nuestra condición. Igual que los hombres han sido obligatoriamente incluidos en otras en nombre de su hombría, como ir obligatoriamente a la guerra durante siglos, por ejemplo. Porque un hombre lo ha de ser de la batalla a la cama.

Por eso marchito cuando asisto al éxito de la última campaña de Netflix, bañando de viejas convenciones sexuales las modernas redes sociales. Hay muchas más frases ocurrentes, a parte de la ya citada, en esta campaña de marketing. Todas, eso sí, basadas en el mismo y obsoleto modelo. Aquí va otra buena. “La realidad supera a la fricción”. ¿Qué realidad? ¿Qué clase de sexo es el que supera la fricción? Poca realidad conocen los que han redactado esta sentencia.

El problema es que según esta gramática sexual, los hombres avanzan siempre hacia la penetración y nuestra es la responsabilidad de pararlos cuando sea menester. Por eso es tan importante gritar no muy alto y muy claro cuando no queramos ser penetradas, no vaya a ser que nos violen sin querer.

Sin embargo, el hecho cierto es que las relaciones sexuales entre hombres y mujeres no son como nos venimos imaginando. En realidad, nuestros sexos son física y científicamente bastante parecidos y se comportan de manera semejante. Por desgracia, la investigación que lo demuestra no comenzó hasta 1998 y sus resultados no se publicarían hasta 2005. Fue entonces cuando el estudio de la doctora Helen E. O’Connell descubrió al mundo que el clítoris de una mujer mide entre 7 y 10 centímetros siendo la parte visible, el glande del clítoris, el vértice de donde parten dos pilares que se extienden hacia atrás y abrazan los costados vaginales. O’Connell demostró cómo todo el órgano se hincha y aumenta de tamaño con la estimulación, dado que el clítoris tiene erecciones cuando una chica se excita y se mantiene duro hasta el orgasmo. Es decir, que funciona exactamente igual que un glande. Deberíamos imaginar el acto sexual como el cuello de dos cisnes que se abrazan y se tensan y estallan cuando no pueden más, de placer. Imaginemos nuestras propias actitudes sexuales si pensáramos el sexo desde esta nueva imagen. La vida cambiaría mucho porque, tal y como señala Michu M. Sayal en su libro “Violación”: “La forma en que imaginamos algo influye en la forma en que existe en el mundo”. Así imaginamos el sexo, así será.

Y la campaña de Netflix ha venido a echar leña al fuego patriarcal. Una verdadera pena siendo que la serie va dirigida a un público adolescente, del que caben esperar nuevas actitudes y lenguajes. Mención especial merecen los mupis instalados en el metro de la capital en los que podemos leer “Cuidado para no introducir el _____ entre ______ y _______”. Otra vez el pene como centrito del mundo. O la frase de inicio de campaña que implica también a un macho empotrador: “Cuenca, te vamos a poner mirando a Netflix”.

Que moderno todo ¿no? Después de mucho buscar, encuentro una sola valla protagonizada por dos chicas. Suya es la frase más soft de toda la campaña, la más cursi. Ellas dicen: “Vamos a pasarlo genital”. Chupi, pirata, que es a lo máximo donde podemos llegar las chicas sin ayuda de un buen _____. Lo peor de todo es que la serie es mucho más moderna que esta burda publicidad que no merece. Una pena. Ahora ya solo pueden arreglarlo con lonas del mismo tamaño impresas con un mensaje claro: "El sexo patriarcal me como el _____".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 18 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Los RCH y la neolengua



Fotografía de Getty para El País


La locución “ama de casa”, afirma el escritor Álex Grijelmo, ha desaparecido del Estudio General de Medios (EGM), el sistema de encuestas que mide los hábitos de consumo y cuyos datos son tenidos muy en cuenta por el sector publicitario para sus inversiones en anuncios.

Las mujeres que se han venido dedicando a gestionar el hogar, comienza diciendo, atraen la atención precisamente de algunos anunciantes porque dependen muchos millones de euros de las decisiones que ellas tomen en sus compras. Por eso conviene dirigirles la publicidad adecuada a través de los medios que mayor número de amas de casa tengan entre su público.

Hasta ahora se consideraba que “las amas de casa” elegían el detergente, la mantequilla, las galletas... Pero esa responsabilidad, según el EGM, ha pasado ya a quien resulte ser “responsable de las compras habituales del hogar” o RCH.

Cuando el cuestionario exija mencionar la ocupación de cada cual, el encuestador ya no habrá de inscribir a las mujeres dedicadas al hogar familiar en el grupo “amas de casa”, que ha dejado de existir sobre el papel, sino en el “RCH”. De ese modo, la locución que evocaba ese trabajo callado y poco reconocido deja paso a un término frío y técnico que resalta la importancia en el mercado de esas personas que se encargan de comprar para la familia. Pero no en el mercado del barrio, sino en el mercado global. El mercado, amigos. El mercado a lo bestia.

La voz “responsable” es común en cuanto al género (“el responsable” y “la responsable”). Por ello, se evita la denominación exclusiva femenina “amas” y se acude a una palabra que engloba a hombres y mujeres. Irreprochable.

No en todas las casas vive una mujer, y no en todos los hogares donde vive una mujer es ella quien se encarga de las compras, aunque eso sí ocurra en la inmensa mayoría de los casos. Sin embargo, durante muchos años, desde 1992 hasta ahora, los encuestadores marcaron la casilla “ama de casa” incluso cuando un varón se encargaba de comprar en mercados, supermercados e hipermercados. Por tanto, cuando se ocupaba un varón soltero, un viudo, uno de los hombres de una pareja homosexual (o los dos), o un marido o un novio que, alterando el desigual reparto establecido, salían a llenar la cesta, todos ellos aparecían en el EGM como “ama de casa”. Sería por falta de vocabulario.

Antes de la reciente desaparición de “amas de casa”, ya se había retirado en 1998 de esa encuesta la denominación “cabeza de familia”. Por supuesto, las familias no tienen un cabeza o una cabeza, sino dos y hasta tres, o las que en cada caso determinen sus miembros. Pues bien, desde entonces en vez de “cabeza de familia” figura “sustentador principal”, aunque en muchos hogares haya dos sustentadores en medida muy semejante. O tres, o cuatro.

Bienvenidas sean todas estas adaptaciones de las palabras a la realidad. Pero, en fin, cabría pensar en vocablos más reconocibles. No sé: en vez de “sustentador principal” (SP) se puede elegir “familiar mejor pagado” (FMP). Y en lugar de “responsable de las compras habituales” o RCH, diríamos en lenguaje llano “persona que hace la compra” (PQHC).

Sin embargo, todo este elogiable empeño en el espejo no servirá de nada si no se altera la realidad: si quienes hacen la compra siguen siendo las mujeres y si los hombres se quedan a su vez con el privilegiado papel de sustentador principal. Ellas, a hacer la compra. Ellos, a cobrar más. Y ya cambiará las palabras el EGM para que no se note tanto.






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miércoles, 29 de mayo de 2019

[A VUELAPLUMA] La publicidad romántica es peligrosa





La publicidad, comenta la escritora Marta Sanz, no es engañosa ni subliminal: tan solo se permite licencias poéticas, y la poesía es peligrosísima... Ahora que enseñamos, comienza diciendo Sanz, sobre todo a las niñas, que su vida no puede girar obsesivamente en torno a un único ser que la vigile cele y use, como síntomas del enamoramiento; ahora que procuramos encontrar un punto de equilibrio entre amor y cuidados, el cuarto propio y la generosidad; ahora que a nadie se le paran los purzos si te deja de querer y que se puede amar a dos personas a la vez y no estar loco ni loca; ahora que nos despojamos de vampirismos afectivos, puritanismo, cicatería, promiscuidad forzada y publicitaria; después de desatarnos de la pata de la cama y reconstruirnos la pierna, para salir corriendo o atárnosla otra vez si nos apetece con la conciencia de consentir nudos y cíngulos que no han de imponérsele a nadie y solo son tolerables si ese sadomasoquismo es sarna con gusto de esas que no pican; ahora, en este momento de reflexión sobre nuestras relaciones eróticas y sentimentales, llega una empresa petrolera y nos canta, con dulce voz femenina: “Porque todo lo hago por ti / todo lo hago por ti, / porque todo lo que hago, / lo hago por ti”.

El tema es una composición de Toni M. Mir y, a la vez, Bryan Adams tiene una canción que se titula Todo lo hago por ti, y, a la vez, los finalistas de La Voz la han cantado juntos. Esto lo he mirado en Internet, así que no sé si será verdad. Lo cierto es que, cuando en el amor procuramos que las vísceras no nos desangren, las empresas se vuelven románticas y nos hablan como a amantes de un poema de Bécquer: individuos un poco desdeñosos y objetualizados, a los que, como las petroleras aspiran a querernos, nadie los querrá. Somos clientes del amor porque comprar es un acto de amor, y amor es lo que nos proporciona la compañía que calienta nuestros hogares y pone gasolina sin plomo en nuestros motores por 1,41 euros el litro. Con la fidelidad a una marca —que nos quiere como nadie— nos definimos y expresamos devociones y erotomanías. Una compañía energética lo hace todo por mí, y yo olvido que en esta sociedad de consumo mi libertad consiste en elegir de quién me hago clienta y en pirarme rápido si no me dan gusto; sin embargo, hoy me comprometo con una fidelidad antigua. Mi compañía se pone triste —me reprocha— si la dejo en la época del amor de Tinder y los vínculos débiles. Mi compañía es lo único sólido en estos tiempos volátiles. Fidelización y compromiso se legitiman cuando nos ponemos la máscara clientelar y las empresas laten con un gran corazón que vela por la ciudadanía como esa madre con 0% de quejas que anuncia un gran almacén. Las empresas de combustible son amadas súcubas —tienen voz de mujer— y los consumidores mandan y experimentan una sensación orgiástica cuando meten la manguera del surtidor en sus depósitos. La publicidad no es engañosa ni subliminal: tan solo se permite licencias poéticas, y la poesía es peligrosísima. Mientras tanto, en España, más de cinco millones de personas no pueden mantener sus hogares a una temperatura adecuada en invierno y 7.000 fallecimientos prematuros se asocian a la pobreza energética, según el informe de 2018 de la Asociación de Ciencias Medioambientales. Huyamos como la peste de los amantes posesivos y de las empresas filantrópicas: unos y otras terminan chupándonos la sangre. ¿No les da vergüenza cantarnos estas romanzas?






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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sábado, 5 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] El precio de unas risas





«Hoy en día hacer un chiste sale tan caro que es un lujo que muy pocos se pueden permitir»: de esta forma tan sorprendente (¿provocativa?) comienza un anuncio navideño de la empresa Campofrío, escribe en su blog Morir de risa el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio. ¿Un spot publicitario en esta sección?, comienza diciendo. ¿Por qué no? Como habrán podido comprobar, nuestro punto de referencia habitual suele ser un libro, no para hacer algo parecido a una reseña, sino para hablar de su contenido o de temas adyacentes: el texto como pretexto, como suele decirse muchas veces. Pero no sólo de libros vive el humor, naturalmente. Nos hemos ocupado también de periódicos, revistas, obras teatrales, películas, exposiciones artísticas, cómics, viñetas, toda clase de chistes, espacios humorísticos de televisión o memes de Internet, por citar un abanico suficientemente variado de expresiones humorísticas. Pero hasta ahora habíamos dejado de lado la publicidad propiamente dicha. Como decía antes, ¿por qué no ocuparnos también del humor de los reclamos publicitarios?

Como todo el mundo sabe, el humor vende. Y, como es obvio, los primeros que lo saben son los ejecutivos de las marcas y las oficinas de promoción de los productos. Casi me atrevería a decir que el ingrediente más indispensable del anuncio clásico es un toque de humor. Bastaría con remitirme a ese humor zafio, elemental y machista de la torpe ama de casa que no da pie con bola hasta que llega el producto mágico que limpia, lava o cocina como ninguno. Se lo recomienda su vecina o un hombre con actitudes paternalistas. Todos tenemos en la cabeza alguna marca que ha utilizado ese recurso de modo recurrente. O podría traer también a colación ese humor más o menos romántico de la chica o el chico tímidos o desmañados que sólo pueden ligar cuando descubren la bebida o el perfume de sus sueños. El humor basado en situaciones equívocas o en frases de doble sentido es también un clásico que ha sido utilizado en multitud de ocasiones. Como en todo, los hay malos, pasables y buenos, muy buenos. A veces basta hallar una expresión que hace fortuna por el mimetismo social. Suelen ser acuñaciones que, por los más tortuosos motivos, permanecen en la memoria colectiva. ¿Quién no se ha encontrado alguna vez diciendo «Ya es primavera...» y que otro le conteste «...en El Corte Inglés»? ¿Quién, de una cierta edad, no recuerda el anuncio de los donuts y la cartera? ¿O quién no sabe a que nos referimos cuando hablamos de «Póntelo, pónselo»?

Pero volvamos al principio, porque no es mi intención hablar aquí de anuncios en general, ni siquiera del humor en la publicidad. Aludía al inicio de estas líneas al reclamo de Campofrío, que se abre de una manera un tanto desusada, con una voz en off que pronuncia las frases transcritas anteriormente mientras el espectador contempla en un plano general a una mujer elegante caminando por una acera solitaria en un día lluvioso. La mujer se acerca a un escaparate que resulta pertenecer, como enseguida veremos, a una tienda de lujo que vende chistes. En ese escaparate, su mirada se posa en un Chiquito de la Calzada en miniatura, contenido en una cajita de joyas, desplegando su voz y sus movimientos característicos. Rápidamente nos sumergimos en el interior del establecimiento, más fastuoso aún de lo que podríamos colegir de su fachada, en el que un solícito director atiende a la señora recién llegada: «Bienvenida, ¿en qué podemos ayudarle?» «Venía a comprar un chiste», responde ella con una sonrisa. «¿Es para una ocasión especial?» «Hombre, hacer un chiste no es algo que uno pueda permitirse todos los días».

Desde esos primeros compases, resulta evidente que la factura técnica del anuncio es impecable. Dirigido por Daniel Sánchez-Arévalo –del que los cinéfilos recordamos algunas películas nada desdeñables‒, está protagonizado por rostros muy conocidos del panorama cinematográfico español, como Antonio de la Torre, Belén Cuesta, Silvia Abril, David Broncano o Enrique San Francisco, con guiños a otros personajes de la llamada crónica rosa, como Jaime Peñafiel. El ritmo es muy rápido, con escenas que se suceden de forma vertiginosa y diálogos chispeantes, con preguntas y respuestas llenas de intención que son difíciles de captar en su totalidad en una primera visión. Pero, en fin, no les voy a contar el contenido del anuncio, que está al alcance de cualquiera en Internet [Lo pueden disfrutar en el vídeo al final de la entrada], sino a reflexionar ‒como suelo hacer aquí‒ sobre algunos de sus ingredientes y, aún en mayor medida, sobre su significado global, que no es otro que el precio del humor en la sociedad actual.

El sintagma «precio del humor» resulta poco claro o, incluso, equívoco. En términos estrictos, cualquiera de nosotros diría que el humor no tiene precio, porque su característica básica es su gratuidad. Compartimos nuestro (buen) humor de modo desinteresado con quien convivimos, queremos o apreciamos. De este modo, contamos, por ejemplo, chistes, o nos los cuentan, que es una manera convencional de establecer lazos de comunicación, empatía o simple diversión. Cuando todo esto se hace a nivel profesional, para vivir del humor, nos situamos en otro nivel, claro está, porque dicho profesional tiene que poner precio a su actividad. Pero en el fondo, si se fijan, nadie tiene la propiedad intelectual de un chiste y, por tanto, nadie puede ponerle un precio. El chiste, por definición, es de todos. En principio, eso es, pues, lo que sorprende del planteamiento del anuncio de Campofrío: comprar un chiste es un oxímoron.

Pero, como todos sabemos, el concepto de precio tiene otro significado que no puede traducirse en términos monetarios. Como enseguida resulta obvio, el anuncio en cuestión juega con este equívoco y traduce lo que es una estimación genérica en un concreto asunto mercantil. Con todo, el susodicho equívoco sería ininteligible si no operara sobre un sobreentendido previo, a saber, los recientes problemas que han tenido algunos humoristas y determinadas bromas en el actual contexto político español. El más sonado de todos ellos, como todos ustedes recordarán sin duda, estuvo protagonizado por Dani Mateo en la emisora televisiva La Sexta, cuando se sonó los mocos con la bandera española. La expresión «precio del humor» adquiere así otro sentido: ¿cuánto cuesta –y no precisamente en dinero contante y sonante‒ hacer determinados chistes, realizar algunas parodias o dar ciertas bromas? En otras palabras, como bien dice Darío Adanti en «El vino y el humor, los límites del idealismo», estamos ante el viejo problema de los límites del humor. ¿Qué se puede decir y qué no? Y cuál es el precio que hay que pagar por decir lo que no se puede decir. En otras palabras, ¿cuál es el precio de la transgresión?

Vamos por partes. Primero, el contexto. Una sociedad crispada, como la española actual (aunque no sólo ella, ni mucho menos) tiene pocas ganas de reír y menos motivos aún para tomarse determinados acontecimientos con humor. Es un problema, como digo, de muchas sociedades actuales, que se sienten objetiva o subjetivamente amenazadas por la deslocalización de empresas, las precarias condiciones laborales, la inmigración, la crisis de la democracia representativa, los recortes del Estado del bienestar y, en fin, todos los factores que sabemos y que no es momento de traer aquí ahora a colación. En el caso de la España actual, añádase el problema territorial: cuando en tantos rincones de la península se rechazan los símbolos nacionales, no es extraño que muchos reaccionen con un «¡Ya está bien de bromas!»

Por otro lado, la imparable extensión de lo políticamente correcto ha ido menguando el campo del humor. Hoy día no pueden hacerse bromas con colectivos que no hace mucho constituían la cantera del humor más pedestre: enanos, tartajas, sordos, cojos, etc. Ni hasta la propia conceptuación como minusválidos o discapacitados resulta aceptable actualmente. ¡Y qué decir de los típicos chistes sobre maricas (entonces no se decía gais) o hasta las propias mujeres, como paradigma de la torpeza o la sumisión! Otro clásico, los chistes sobre gitanos, generan hoy auténticas marejadas: «Rober Bodegas, de Pantomima Full, amenazado de muerte por uno de sus monólogos sobre gitanos», podía leerse no hace mucho en la prensa española. Por cierto, que, en el anuncio de Campofrío, interviene el propio Bodegas y hay una alusión a los chistes de payos y gitanos.

La sensibilidad de múltiples sectores de la población está a flor de piel. Los admiradores de Gila recordarán sin duda aquella perla de uno de sus famosos monólogos: el negro al que le preguntaban en qué rama quería estudiar. «No, yo en pupitre, como los blancos». Cualquier broma sobre una mujer en su condición de tal desatará las iras feministas. Nadie osaría hacer hoy un sketch sobre la violencia de género como el que realizaron Martes y Trece hace algunos años (1991). En 2016, Millán Salcedo pedía perdón públicamente por esa parodia. Un caso más, también reciente: «Paula Echevarría la lía en Instagram con un chiste sobre “maricones”». ¿Somos ahora más susceptibles? ¿Se ha reducido nuestra libertad de expresión para las bromas, los chistes, el humor en general?

Quienes vivimos los estertores del franquismo no podemos dar sin más una respuesta afirmativa. Aquellos tiempos eran incomparablemente peores, no sólo por la censura, sino por el riesgo ‒mejor dicho, la certeza‒ de que determinadas chanzas podían dar con nuestros huesos en la trena. ¡Cualquiera hacía un chiste sobre la ascensión a los cielos de Carrero Blanco! Se me dirá que hoy puede hacerse, aunque la osadía no deja de estar exenta de riesgos según quién, cómo y dónde. Como es sabido, la Audiencia Nacional condenó a un año de cárcel a la tuitera Cassandra Vera por unos comentarios jocosos sobre el asesinato del almirante, sentencia luego revocada por el Supremo.

Todo esto sólo indica dos cosas: que la sensibilidad de una sociedad no permanece inalterable, sino todo lo contrario: cambia ‒o evoluciona, si se prefiere‒ a tenor de las transformaciones que van produciéndose dentro y fuera de ella. Y todo eso se produce no de modo lineal, sino con numerosas contradicciones, con zigzagueos, avances y retrocesos muchas veces más explicables por cuestiones emocionales que por planteamientos racionales. En los «años de plomo», con varias víctimas semanales, hacer un chiste sobre ETA constituía una ofensa ética y estética. Con el cese del terrorismo, la perspectiva cambia y, aunque tímidamente, son ya varias las propuestas humorísticas que se han hecho sobre la banda, entre ellas al menos dos películas: Negociador (2014) y Fe de etarras (2017), ambas de Borja Cobeaga. Como ya he señalado en otras ocasiones, para que surja el humor es imprescindible un cierto distanciamiento: distancia que es a la vez espacial y temporal, y que se sostiene ‒¿por qué no reconocerlo?‒ sobre una cierta anestesia moral. Nos guste o no, el humor se abre paso con dificultad cuando lo que domina es una fuerte empatía o una abierta proximidad sentimental.

Hay otro factor decisivo que hasta ahora no he mencionado. Ya he dicho que los límites no son nítidos y que, además, van cambiando. Pero es que hay que tener en cuenta asimismo que el humor necesita desafiar o forzar dichos límites, sean cuales fueren, estén donde estén. Sin una cierta dosis de provocación, no hay verdadero humor. La broma tiene siempre –o casi siempre‒ un punto de impertinencia, como el niño que canta las verdades al lucero del alba, si es preciso. El humorista pone a prueba la censura, el buen gusto o, como diríamos hoy, lo políticamente correcto. Se me dirá que hay un humor blanco y blando, complaciente y servil, pero este no cuenta a los efectos de lo que aquí señalamos. El humor que apreciamos, el que deja huella, el que nos hace reír de veras, tiene siempre un componente de una cierta incomodidad, nos descoloca, nos fuerza a la carcajada –podría decirse‒ casi a nuestro pesar.

Volvamos entonces al anuncio de Campofrío. En el recorrido que hace la mujer por la tienda, una amable dependienta va enseñándole los diversos tipos de chistes. Entretanto, se ven las preguntas y compras de otros interesados. Los chistes de bodas y cenas de empresa no parecen que sean muy onerosos –entiéndase el doble sentido‒, sobre todo comparados con los de humor negro, que «salen carísimos». Los chistes de exhumaciones se han agotado, debido, evidentemente, a la tan traída y llevada cuestión de sacar a Franco del Valle de los Caídos para llevarlo a alguna otra parte. Chistes sobre la monarquía (¡y encima si uno es periodista!) llevan con seguridad a la pérdida de empleo. Una empleada argumenta, sin embargo, que «los chistes sobre feminismo salen muchísimo más caros». Por cierto, para que se vea cómo de sensible está el personal ante cualquier matiz de estas características, dicha apreciación es una de las que ha despertado más controversias en las redes sociales. De hecho, hay hasta un artículo que lleva como titular «Las críticas al anuncio de Campofrío: ¿sale más caro un chiste sobre feminismo que sobre monarquía?».

El anuncio se hace eco también de «los ofendiditos», que tienen montada una concentración frente a la tienda con pancartas como «Lloro por no reír», «Porque me ofendo tengo razón», «Muerte al humor negro» y «Con tanta guasa pasa lo que pasa». La parte final deja un hueco para la recapitulación reflexiva. El director del lujoso establecimiento discurre en voz alta mirando a la cámara: «El día en que esta tienda exista dejará de ser un chiste. Algo que nos hace tanto bien no puede ser un lujo: debe ser un bien de primera necesidad». Desde mi punto de vista, se trata de una concesión buenista al tópico espíritu de la Navidad porque, por todo lo apuntado hasta ahora, creo que el humor no puede ni debe aspirar a ese estatus de aceptación generalizada. Muy al contrario, el humor está para incordiar, para volver del revés nuestras certezas, para hacernos preguntas sin respuestas. Me siento más identificado con el momento en que la clienta pide al director algo más fuerte y este la lleva a la cámara acorazada. Allí le enseña la joya de la corona. La mujer queda prendada, pero se revuelve inquieta: «Pero ¿qué precio tiene esto?» Ella misma se responde: «¿Renunciar a lo que somos?» El director asiente en silencio. Ese es, en efecto, el precio.




Campofrío. Navidad, 2018


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viernes, 14 de septiembre de 2012

Un anuncio con clase: La U.D. Las Palmas en León




Bandera de la U.D. Las Palmas


Solo es un anuncio publicitario, pero... ¡Dios, qué bien hecho! No se que agencia lo ha realizado, pero se merece un premio del gremio. ¿Oportunismo? Es posible, pero lleno de sensibilidad hacia un equipo de fútbol y una afición que no ganan nada desde hace mucho, mucho tiempo. ¡Ah, y por cierto!, el producto que promociona el anuncio es muy bueno. Y no me refiero al equipo de fútbol ni a su afición, sino a la cerveza...

Y sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt







Entrada núm. 1738
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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco" (Hegel)