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miércoles, 30 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Libre albedrío





La filosofía, y algunas religiones como la cristiana, definen el libre albedrío como aquella facultad del ser humano que le permite obrar según considere y elija. Lo que significa que las personas tienen libertad natural para tomar sus propias decisiones sin estar sujetos a presiones, necesidades, limitaciones o a una predeterminación divina, haciéndolas así responsables de sus actos.

Algunas personas, como el médico, escritor y periodista Pedro J. Bosch, no tienen reparo en afirmar que tenemos que desengañarnos con Donald Trump y con los prebostes del partido republicano que lo sustentan, pues aunque parezca que hayan hecho una inquietante dimisión del libre albedrío, ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos, sino que saben perfectamente lo que hacen y por qué. 

Cuando hace más de una década, comienza diciendo el doctor Bosch, el reconocido lingüista George Lakoff nos sorprendía con su librito No pienses en un elefante, centrado en el lenguaje político de los conservadores norteamericanos, en general nos lo tomamos a beneficio de inventario, como el ensayo ingenioso que era, un ejercicio intelectual novedoso y atractivo pero claramente alejado de la realidad para los ojos de los progresistas, beatíficamente confiados en que la verdad nos hará libres, y en la ingenua presunción de que si contamos a los ciudadanos los hechos sin engaños, como seres racionales que son, sacarán las conclusiones acertadas y votarán en consecuencia.

Hoy ya sabemos que la tesis de Lakoff tenía poco de boutade y mucho de premonición. Nos burlábamos de las excentricidades del tea party, una especie de caricatura de los postulados más rancios del republicanismo americano y de la derecha casposa en general, convencidos de que ningún ser pensante sería capaz de votar contra sus propios intereses. ¿Quién con responsabilidades de gobierno bloquearía los avances en la lucha contra los estragos del cambio climático y la investigación de nuevas fuentes energéticas? ¿Quién osaría dejar sin asistencia sanitaria a más de veinte millones de personas sin tener un plan alternativo? ¿Qué gobernante en su sano juicio de un país inequívocamente democrático la emprendería a insultos y descalificaciones de la prensa libre y de calidad? ¿Sería verosímil que el electorado de un país civilizado eligiera a un patán pendenciero y sin ninguna experiencia política para desempeñar la más alta magistratura del país líder del mundo libre?

Nos cuenta Lakoff que los conservadores han invertido billones de dólares desde los años setenta en think tanks para financiar investigadores y encuentros dedicados a estudiar la mejor forma de estructurar y comunicar sus ideas y de destruir las posibilidades de sus adversarios ideológicos, los progresistas. Para ello se valen de la sugestiva teoría de los marcos mentales que formarían parte de las estructuras profundas de nuestro cerebro a las que no podemos acceder conscientemente, pero que conocemos por sus consecuencias. Como por ejemplo nuestro modo de razonar y lo que llamamos sentido común, expresión tan del gusto de nuestro presidente de Gobierno Mariano Rajoy junto con otras marcas de la casa como “ocuparse de las cosas que realmente preocupan a la gente” o esos ubicuos “líos” que entorpecen la labor de gobierno de la “mayoría natural”. Los “valores morales” y las emociones por encima de los hechos son la apuesta ganadora de esos “tanques de ideas”, entre otras cosas porque para dar sentido a esos hechos necesitamos que encajen con lo que ya fuertemente enraizado en nuestro cerebro. De ahí a los famosos “hechos alternativos” solo había un paso…

¿Quién puede dudar ahora del éxito de los marcos mentales de los republicanos, llevado al éxtasis con el advenimiento del trumpismo? Si al principio fue el elefante, la marca del partido, animal tan grandote del que es difícil sustraerse, luego pasan al padre severo que castiga a los díscolos de la familia frente a la blandenguería progresista del padre protector, la verdad y la utópica y nociva igualdad. De ahí pasamos al actual aquelarre de las emociones por encima de la racionalidad, la relativización de la verdad (“si no le gusta tengo otra”) y la sustitución del debate político por la batalla de “valores”, en el magma de una pavorosa infantilización de los votantes. Desengañémonos: ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos. Saben perfectamente lo que hacen y por qué, es decir, implementar el programa más de derechas posible sin tratar de razonarlo ni de darle visos de credibilidad (las dificultades del trumpcare son significativas) y hacerlo incluso con crueldad, sin atisbos de aquel capitalismo compasivo del que hablaba con escaso convencimiento George Bush Jr. Ahora, por fin sin caretas: leña al moro, al diferente, al gobernante más o menos progre, al periodismo de calidad y al sursum corda.

Y al llegar a este punto de reconocimiento del éxito del republicanismo extremo en Norteamérica (nada de lo que ocurra en USA puede sernos ajeno), hay que preguntarse si en esta OPNI (Objeto Político No Identificado) que es Europa, al decir del antiguo presidente de la Comisión Jacques Delors, estamos vacunados contra esa política aparentemente “sencilla, sin líos, para la gente normal” y cuya prioridad es que las cuentas cuadren, y que no se pongan trabas a la gran marcha de los triunfadores hacia la felicidad global, o bien si estamos sucumbiendo insidiosamente a las verdaderas intenciones de la derecha cósmica: Estado pequeño o mínimo, impuestos bajos e irrestricta libertad de movimientos para el capital y los empresarios “salvadores”.

Si en Europa el término “liberal” se dedica por lo general a partidos centristas de diferente signo, y en Estados Unidos se utiliza desdeñosamente para referirse a la izquierda, en España, lo han adoptado los partidarios de ese Estado pequeño e impuestos bajos y discurso eminentemente economicista, es decir, los correligionarios de Donald Trump que, aunque critican (con tiento y mesura) las peligrosas astracanadas del empresario neoyorquino, no dejan de complacerse con su “ideología” aunque esté a años luz de su praxis. Porque ya me dirán qué tiene de “liberal” (en el sentido español del término) la debilidad trumpiana por las tarifas aduaneras, sus impedimentos a que las empresas se ubiquen donde les parezca o su aversión a los tratados internacionales de libre comercio (?), por no hablar de sus proverbiales resistencias -tan poco liberales- a reconocer la diversidad racial, sexual o religiosa.

Todo ello nos lleva de nuevo a los marcos mentales o estructuras neuronales profundas que condicionan nuestras ideologías mucho más que la racionalidad o en algunos casos incluso la propia conveniencia, lo cual no es exclusivo de la derecha sino de lo que sabe bastante la izquierda asilvestrada (que se lo pregunten a los venezolanos y sus corifeos). Parece como si los humanos nos empeñáramos en corroborar las modernas teorías que cuestionan el libre albedrío en base a hallazgos modernos de la investigación del cerebro que sugieren que hasta las decisiones que tomamos conscientemente y luego determinan nuestras acciones han sido ya preelaboradas inconscientemente…

¿Es verdaderamente libre nuestra voluntad? ¿Son irracionales nuestras ideologías? ¿Votamos racionalmente o estamos obedeciendo a nuestros profundos marcos mentales? ¿Lo hacemos en base a compartir unas propuestas o por tocarles las gónadas a los otros sean los “progres” o los “liberales”? ¿Es racional este artículo o está urdido en las zonas más primarias de mi cerebro, intoxicadas presuntamente por décadas de persuasiones subliminales? ¿Existe realmente el libre albedrío o somos simplemente la suma de unas decisiones…predeterminadas por tecno algoritmos? Arduas cuestiones… ¿Aporías?, concluye preguntándose Pedro J. Bosch.



Donald Trump



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3780
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 20 de octubre de 2016

[Historia] La construcción de la España progresista



La diosa Clío, musa de la historia


No soy un especialista en esa época -ni en ninguna otra, dicho sea de paso- pero para mí el siglo XIX es sin duda alguna el más apasionante de la Historia de España, pues en él se forja por vez primera la idea de una "nación española" compuesta por ciudadanos y no por súbditos y se ponen en marcha, a la larga fallidos, los primeros intentos de modernización de una sociedad anclada en el ensueño de un pasado glorioso. Y eso, aun a costa de una interminable guerra civil que se alarga, con intervalos, hasta 1978. La España de hoy, es una opinión estrictamente personal, no puede entenderse sin el conocimiento de lo que les pasó a los españoles del siglo XIX y los dos primeros tercios del XX.

Quizá fuera por ello que, cuando recién terminada mi licenciatura en Geografía e Historia en la UNED, opté a una plaza de profesor interino de la asignatura de Historia Contemporánea de España en la Universidad de Las Palmas, presenté un proyecto de programa para impartir la asignatura basado fundamentalmente en La España del siglo XIX, del profesor Vicente Palacio Atard, y los cuatro últimos tomos de la monumental e insuperable Historia crítica del pensamiento español, del profesor José Luis Abellán. Mi pretensión no prosperó, pero esa es otra historia que, ahora, no viene a cuento.

El profesor Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, publicó el pasado mes de junio en mi admirada "Revista de Libros", una interesantísima reseña crítica del libro España al revés. Los mitos del pensamiento progresista. 1790-1840 (Marcial Pons, Madrid, 2016), del también historiador Jesús Torrecilla, a la que puso el título que da pie a esta entrada: La construcción de la España progresista, que comienza preguntándose si hay una España progresista o, por lo menos, una España que se considera tal y que así se autodenomina, a la que responde afirmando que sí, que tan cierto como que hay día y noche, contestaría y constataría cualquiera, a la clásica usanza. Tan cierto, al menos, dice, como que hay otra España que sostiene ideas contrapuestas y que, en principio o más unívocamente, resulta fácil y socorrido caracterizar como España conservadora. 

Aguarde el lector apresurado, nos dice más adelante: no, esto no trata de la dialéctica de las dos Españas, sino sólo del proceso de construcción de una idea de España, de lo que era en su momento, de lo que había sido y, por encima de todo, de lo que debía ser. Precisemos más, de un modo que nos introduzca casi imperceptiblemente en el tema: vamos a hablar, matizando la afirmación anterior, de cómo un sector de españoles examinaron en un momento determinado el conflictivo estado de la nación y su problemático papel como elite rectora: un país que, desde su punto de vista, seguía un rumbo incierto y que –esto era lo más doloroso– les daba la espalda o, peor aún, les repudiaba como antipatriotas o antiespañoles. Un país anclado en valores añejos que, según esos sectores ilustrados pero minoritarios, debían ser arrumbados para recuperar su dignidad ante el mundo y ante sí mismo. Y, precisamente, en función de esos ideales y propósitos alternativos, urdieron una determinada concepción de la historia, esto es, interpretaron el pasado en función de sus necesidades presentes y sus objetivos para el porvenir. Por decirlo, en fin, con los términos que están en el candelero desde hace décadas, construyeron un relato a su medida, la crónica de la nación que hubieran deseado más que la que realmente fue.

Ese proceso de construcción, añade, de un pasado ad hoc puede datarse históricamente, tuvo su momento fundacional. Nació y se desarrolló en un preciso intervalo, el que media entre la madurez del pensamiento ilustrado y la consolidación de una cosmovisión liberal en el sentido contemporáneo del término. Es el lapso en que se producen acontecimientos decisivos para la configuración de los Estados tal y como hoy los conocemos en casi todo el mundo civilizado: en primer lugar, y sobre todo –revulsivo por antonomasia en el Viejo Continente–, la revolución de 1789, la deriva subsiguiente, la expansión napoleónica y la guerra continental, con todo lo que los susodichos hechos conllevan de alteración radical del tablero europeo y, aún más, del surgimiento de una nueva mentalidad, unas nuevas aspiraciones, una eclosión, en suma, de sentimientos de autonomía individual e independencia de los pueblos. Si a este proceso complejo, ya de por sí perturbador del statu quo, añadimos la fuerza del romanticismo y la conmoción del nacionalismo, que convergen en el mismo punto reclamando la liberación de las naciones y los individuos, tenemos básicamente el panorama convulso que permite entender la necesidad imperiosa de nuevas concepciones del mundo –y naturalmente, dentro de él, de las colectividades nacionales– para adaptarse a los nuevos tiempos.

En una nota a pie de página, dice más adelante, al comienzo del volumen que nos ocupa (p. 10), se remite Jesús Torrecilla a un estudio fundamental sobre una de las ideologías políticas que ha configurado la España contemporánea, el libro de Javier Herrero sobre Los orígenes del pensamiento reaccionario español (Edicusa, Madrid, 1971). Y lo hace básicamente para perfilar el objetivo medular de su trabajo como la otra cara (complementaria, en gran medida) del análisis que efectuaba el rastreador del pensamiento reaccionario: «Llegaba a la conclusión [el citado Javier Herrero] de que lo que se denomina tradición española “ni es tradición ni es española”. Mi estudio –continúa Torrecilla– parte de un propósito similar: indagar el origen de los principales componentes que configuran el discurso progresista para apartarlo del ámbito de las esencias y enraizarlo en la historia». Al lector mínimamente atento a la bibliografía reciente sobre nación, nacionalismos, tradiciones, memorias y reinterpretaciones varias del pasado, y no digamos ya a los especialistas en estas cuestiones, el propósito del autor de esta obra no sólo no le sorprenderá, sino que le sonará a déjà vu, teniendo en cuenta la inflación de obras con objetivos similares o asimilables. La variación en este caso –y, por ende, la originalidad (relativa, todo hay que decirlo)– del ensayo de Torrecilla estriba en que el grueso de los materiales examinados –que sirven de fuentes primarias para las tesis del libro– no son de índole directamente política (manifiestos, programas, tratados y otras proclamas semejantes), sino de carácter literario (narrativa, poesía, teatro).

Sostiene el autor, señala el profesor Núñez, que su obra trata primariamente de mitos, y los mitos, «para ser eficaces, deben apelar a las emociones del receptor, algo en cierto modo fuera del alcance de la árida exposición historiográfica». Una argumentación un poco para andar por casa, porque puede argüirse que ni el relato histórico tiene que ser tan «árido» ni el mito se circunscribe exclusivamente al campo «emocional», sino también a una simplificación de la realidad y un sistema de valores. Sea como fuere, démosla por buena, porque es evidente que Torrecilla busca –por si acaso– curarse en salud aduciendo que no ha pretendido «escribir un libro de historia en la acepción convencional del término». Advertencia ociosa también a estas alturas, al menos para el curtido en estos lances. Hoy se admite como moneda corriente el papel cardinal de mitos, leyendas, invenciones, relatos fantasiosos o simples estereotipos en la formación de creencias, mentalidades, opiniones y actitudes. Si algo se cuestiona es precisamente lo que antes se daba por supuesto, la existencia de acontecimientos objetivos, registrables como datos incontrovertibles, para trazar una imagen objetiva de la realidad. En el mejor de los casos, el historiador trata de atenerse a los hechos hasta donde le es posible, pero sabe que con esos mismos sucesos pueden construirse –incluso con una inobjetable metodología y, por supuesto, la mejor de las intenciones– historias diversas y a veces hasta contrapuestas. De hecho, y para no irme por las ramas, baste mencionar aquí que existe una extensísima bibliografía sobre el particular. Por lo que toca al caso español, hace ya muchos años que autores como Rafael Pérez de la Dehesa, Inman Fox, Leonardo Romero Tobar y muchos otros estudiaron el papel de la literatura en la conformación de una cosmovisión nacional. Incluso hay un opúsculo de Miguel Ramos Corrada que lleva por título La formación del concepto de historia de la literatura nacional española (Universidad de Oviedo, Oviedo, 2000).

Es verdad, añade, que Torrecilla no se propone stricto sensu estudiar la génesis de una concepción nacional en la España contemporánea, ni el papel que desempeñaron en ese sentido la literatura o las elucubraciones míticas. Para entendernos, estamos lejos de obras tan ambiciosas y omnicomprensivas como la ineludible Mater dolorosa, de José Álvarez Junco. El propósito de este libro es más concreto y, por ello, más modesto: la formulación de un pensamiento progresista o, acaso sería más adecuado decir, una interpretación progresista de España que constituyera la alternativa al modelo conservador dominante. La matización nos desliza algunas claves que no deben pasar inadvertidas. Arguye el autor que el planteamiento progresista no sólo debía jugar a la contra –sin ir más lejos, contra el añejo y enraizado modelo que amalgamaba patria, religión y corona–, sino que también se desenvolvía en un entorno francamente desfavorable, porque «las ideas avanzadas venían de fuera». Presentaba así un evidente flanco débil ante sus críticos, que tenían muy fácil tildarlos de «antipatriotas» y estigmatizarlos por ello.

Como es sabido, sigue diciendo, al compás de la incorporación reciente de España a las instituciones europeas, se ha desarrollado en la historiografía una nueva perspectiva de la trayectoria hispana que ha llevado a la sustitución de la antaño preponderante noción de «especificidad» por el llamado paradigma de «normalidad». En este caso, sin embargo, frente a la concepción «normalizadora» de la historia reciente, representada por Gonzalo Anes, que defiende que a comienzos de la edad contemporánea «no había diferencias esenciales entre España y los países más prósperos de Europa», Jesús Torrecilla mantiene, por el contrario, que «la evidencia de los textos prueba que los españoles de la época tenían una conciencia de marginalidad (o, por ponerlo en otros términos, de debilidad) muy acentuada con relación a países como Francia e Inglaterra». Una argumentación que no tiene por qué conducir a la estigmatizada singularidad hispana: por esas fechas «había otros muchos países que se encontraban en una situación parecida y para los que la idea de modernidad estaba igualmente asociada con una realidad extranjera» (p. 12).

Ahí se inscribe, continúa diciendo, siempre según la apreciación de nuestro autor, el punto de partida de la «nueva interpretación de la historia» y la «nueva mitología» que pondrá en marcha el sector que propugnaba la modernización del país. Acusados de que sus ideas procedían de Francia (y Francia, no hace falta subrayarlo, constituía no sólo el mal por antonomasia en el aspecto doctrinal, sino el enemigo concreto que había invadido España), los progresistas se empeñarán en demostrar que su proyecto era genuinamente nacional. Más aún, según ellos, su programa de reformas no sólo hundía sus raíces en la tradición nacional, sino que era en última instancia un intento de redimir España y hallar el verdadero sentido de la historia hispana. Había que rescatar la trayectoria histórica de España del secuestro interesado y mendaz de los conservadores. Estas premisas indican claramente que, como apuntábamos antes, la alternativa progresista se construye en lucha abierta con la hegemónica representación tradicional. Sólo de esa manera pueden entenderse los nuevos mitos y la función que les toca representar en sus distintos niveles. Frente a la España uniforme y dogmáticamente cristiana de la Reconquista, la reivindicación de Al-Ándalus como parte de España y hasta un cierto modo de «ser España». Frente al absolutismo y despotismo real, una idea medieval (y, no hace falta subrayarlo, idealizada) de la monarquía como pacto entre el soberano y los territorios, respetando fueros y libertades establecidas. Frente a la preponderancia homogeneizadora y hasta castrante de Castilla, el modelo más abierto y teóricamente más respetuoso con la diversidad peninsular de la Corona de Aragón. Frente a las imposiciones e intereses de una dinastía extranjera –primero los Austrias, luego los Borbones–, la defensa de una idiosincrasia genuinamente española que ya se manifestó en su momento en hechos heroicos, como el levantamiento de los comuneros. Villalar se convierte no sólo en un símbolo, sino en el hito que inaugura una resistencia y permite establecer un hilo de continuidad con los catalanes en su también cerrada oposición al centralismo borbónico.

Se comprenderá ahora, añade, en todo su sentido el título que Torrecilla ha buscado para su ensayo, España al revés: «La mitología elaborada por los liberales implicaba una reacción contra los mitos de la España oficial y necesitaba distanciarse de todo lo asociado con ella. Sus mitos son contramitos. Por eso producen a veces la impresión de que su interpretación de la identidad española es una imagen invertida de la que en esos momentos existía» (p. 27). En este punto da la impresión de que en el libro se cargan demasiado las tintas en una contraposición que no fue tan rotunda y maniquea como el autor pretende y que no deja cabida a otros matices de la elaboración modernizadora, no necesariamente definidos y definibles por el conflicto abierto contra la tradición. Pero entrar en ello nos alejaría de nuestro asunto principal y nos enredaría en cuestiones menores. Porque, más allá de las gruesas líneas del dictamen de que hemos dado cuenta, los esfuerzos fundamentales de la obra se dirigen y extienden a un análisis prolijo de algunas obras y autores que representan diversos jalones en ese camino de construcción de una historia de España distinta a la establecida. En última instancia, la propia estructura del volumen viene condicionada para bien y para mal por un contraste llamativo entre, por una parte, una introducción y unas conclusiones hasta cierto punto generalistas y, por otro lado, cuatro capítulos que estudian asuntos bastante específicos. Da la impresión de que el libro se ha urdido no como obra ex novo, sino como yuxtaposición de artículos previos –aunque ciertamente emparentados entre sí–, a los que se les ha procurado luego dotar de un sentido unitario con los mencionados prólogos y epílogo.

El capítulo primero, dice, aborda «la conflictiva relación de los liberales con el pueblo», centrándose en las actitudes y escritos de un puñado de españoles que, entre finales del siglo XVIII y primer tercio del XIX, grosso modo, vivieron y padecieron la contradicción poco menos que insoluble de que «el pueblo» del que se proclamaban adalides prefiriera la superstición y el despotismo (el consabido «¡Vivan las caenas!») antes que la ilustración y la libertad. Algunos, como Capmany, optaron por anteponer la pasión y visceralidad nacionalistas a la racionalidad ilustrada, aduciendo que, en todo caso, el pueblo siempre tenía razón. Otros, como Larra, sufrieron el conflicto de forma más desgarradora y por ello desembocaron en el pesimismo y la exasperación personal. Una posición hasta cierto punto intermedia o más templada, representada por José Somoza, encomendaba al tiempo y la paciencia instructora el cambio en las actitudes de un pueblo al que le quedaba mucho para llevar su educación al nivel de su heroísmo.

Estudia el segundo capítulo, continúa el articulo, «el mito de los comuneros y los fueros medievales», un asunto que recibiría un espaldarazo decisivo entre 1820 y 1823, al compás de los avatares políticos del momento. Se necesitaban referencias históricas que legitimasen la lucha contra el absolutismo (Fernando VII) como la continuación de una trayectoria secular de rebelión y resistencia del pueblo y sus representantes frente al despotismo real (entonces, Carlos V). El primer escritor que da forma literaria al mito es José Quintana, pero otros muchos literatos, como Martínez de la Rosa o el duque de Rivas, contribuyeron con diversos enfoques a magnificar de una u otra forma a los protagonistas de la revuelta comunera. El mito comunero se abría además a interpretaciones variopintas, provenientes a veces de perspectivas e intenciones contrapuestas, aunque en el fondo convergían casi de modo complementario en lo mismo: rechazo al dominio extranjero, levantamiento contra la tiranía, defensa de las libertades tradicionales y respeto a la diversidad peninsular.

El mito de Al-Ándalus, añade, al que se dedica el capítulo tercero, resulta especialmente significativo por cuanto supone la reelaboración de la imagen del «otro» por antonomasia en la larga trayectoria histórica de España: el musulmán, el «moro», por decirlo en términos populares. Significa también la redefinición del mito fundacional de España como nación, primero por la gesta de don Pelayo y Covadonga, e inmediatamente después por la «lucha continuada» de la cristiandad durante ocho siglos, nada menos. Lejos, por tanto, de la visión tradicional, estas páginas se detienen en los autores que elaboran una visión alternativa de la presencia del islam en la península Ibérica: así, el arabista José Antonio Conde, que pretende contar la historia de aquellos siglos no desde la atalaya cristiana, sino desde la trinchera musulmana. Conde influyó en algunos exiliados liberales, que tendieron a ver su suerte como una nueva edición de la España intransigente, expulsando de su seno a los discrepantes, ahora por motivos políticos (como antaño lo fuera por razones religiosas). Otros siguieron su estela (como, por ejemplo, José Joaquín de Mora) y finalmente terminaría cristalizando una minoritaria pero influyente tendencia maurófila que entroncaría con el romanticismo de cartón piedra (los antes citados Rivas y Martínez de la Rosa). Como en los demás casos, el autor especifica claramente que el mito arabista no reflejaba una realidad histórica, sino que servía a los propósitos «de los liberales que lo crearon a principios del siglo XIX» (p. 206).

Me parece percibir, señala poco después, en el último capítulo un cambio de perspectiva, pues el precedente enfoque de historia de las ideas se trueca ahora en atención a las vicisitudes personales de dos «extranjeros en su patria», José María Blanco White y Mariano José de Larra. Aunque el capítulo en sí es interesante, no puedo evitar la sensación de que está metido en el conjunto de un modo algo forzado y, en todo caso, no añade nada a lo ya reseñado. La breve parte final, bajo el epígrafe de «Conclusiones», retoma las grandes líneas desarrolladas en las páginas precedentes. Ahí, por ejemplo, insiste Torrecilla en que algún que otro mito, como el de los comuneros (que se elabora por autores que poco o nada dicen al público de hoy, como José de Marchena, Manuel José Quintana o incluso el Condorcet más ignoto), pervive durante toda la edad contemporánea y llega hasta hoy mismo, a veces de modo subrepticio o con símbolos insospechados: «Que no se trató de una moda irrelevante o pasajera lo prueba el hecho de que, mucho más adelante, en los inicios de la Segunda República, se añadiría a la bandera española una tercera franja con el color del pendón por el que supuestamente lucharon los héroes de Villalar» (p. 261). El ejemplo es significativo, en mi opinión, porque representa bien la persistencia de determinados mitos en el imaginario colectivo. Y no sólo eso, sino que nos ayuda a entender determinadas actitudes y realidades de la España actual. Así, no son pocos los analistas políticos que siguen manifestando su asombro por el hecho de que la izquierda española, incluso la más formalmente marxista (yo diría que sobre todo esta), lejos del internacionalismo proletario que marca la ortodoxia, no pierde ocasión de aliarse con las agrupaciones locales en una deriva centrífuga que, desde el cantonalismo, parece el rayo que no cesa en la política peninsular. Pero hay más.

Con las excepciones o matices que se quieran, señala, la izquierda española sigue pensando –todavía a estas alturas– que Barcelona es la modernidad frente a la funcionarial Madrid, del mismo modo que Cataluña o la periferia en general representa la España tolerante frente al dogmatismo castellano. Esta misma Castilla –la Meseta, la España interior– continúa simbolizando para el pensamiento progresista el centralismo intransigente que intenta imponer su hegemonía a una España definida intrínsecamente como plural, rica y vigorosa precisamente por su diversidad. Por eso, toda defensa del idioma castellano en la España de hoy sigue siendo sospechosa para los autodenominados progresistas. La «guerra de las lenguas» en las comunidades autónomas no es más que una expresión de esa realidad y de esas convicciones. La responsabilidad del franquismo en la exacerbación de tensiones en este aspecto es incuestionable, pero no debe obviarse que las mencionadas tendencias son, como tales, anteriores a la Guerra Civil. De hecho, hay una continuidad de al menos dos siglos en los pilares de este pensamiento progresista. Si se me permite la esquematización inevitable, podría decirse que las izquierdas piensan España –o, si se prefiere, el mapa de España– como mosaico y, en el mejor de los casos, como voluntaria confluencia de movimientos autónomos y específicos, cada uno con su personalidad propia. Es decir, mantiene que el molde castellano fue de por sí un error (con o sin franquismo) y, en términos históricos, hubiera preferido que triunfase el modelo alternativo de la Corona de Aragón o incluso la colaboración de reinos (regiones) peninsulares preexistente a la forzada unificación de los Reyes Católicos.

Si nos retrotraemos más en el tiempo, añade, lo que se cuestiona es la Reconquista como hazaña hacedora de la nación. Primero porque, como expresó Ortega, no puede haber unidad y sentido en algo que se prolonga ocho siglos. Segundo, porque los mitos de la Reconquista –todos ellos– fueron fabricados por los vencedores y servían a sus intereses y valores. Frente a esta versión conservadora de la historia –que trata de legitimar la fusión de altar y trono–, los liberales del XIX y luego los progresistas de toda laya dirigirán una mirada amistosa al otro bando, que a veces pasa por la comprensión de las razones del otro –en este sentido se habla de aquellos siglos como de guerra civil entre hermanos– y en otras ocasiones desemboca en la idealización de Al-Ándalus. Una idealización, dicho sea de paso, que persiste, sobre todo en Andalucía.

En conclusión, se pregunta, ¿puede hablarse de que el pensamiento progresista pergeña una «España al revés», tal como establece el autor desde la misma portada del volumen? El título parece un poco exagerado a la hora de hacer balance y a tenor de lo que se nos ha ofrecido. Es incuestionable, desde luego, que buena parte del pensamiento progresista se fraguó a la contra, como señala Torrecilla en el libro y –podría añadirse– en condiciones especialmente adversas. Y sí, hasta cierto punto construyeron una historia alternativa que daba una imagen invertida del país. Pero el enfoque de este libro dista de darnos una acabada visión de conjunto, por cuanto atiende casi exclusivamente a fuentes literarias, examina relativamente pocos autores y se circunscribe a un lapso muy concreto que no supera el medio siglo. Su tesis es convincente y está bien argumentada, pero con las limitaciones apuntadas. Ello no resta interés a lo que se nos ofrece: de hecho, el libro no se lee, se devora, y ciertamente Torrecilla consigue a menudo dar pinceladas muy esclarecedoras, como cuando toma como referencia la pretensión monopolizadora y excluyente del pensamiento conservador (España, «martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...»). Un dogmatismo intransigente que le permite escribir: «El rechazo de la España oficial les lleva [a los progresistas] a identificarse con todos aquellos grupos que habían sido víctimas del autoritarismo y la intolerancia de sus dirigentes: con los comuneros y aragoneses que murieron en la defensa de sus fueros [...], así como con los catalanes que perdieron sus libertades tras la Guerra de Sucesión, pero también con los indígenas americanos oprimidos por brutales conquistadores sin escrúpulos, o con los judíos y musulmanes expulsados por negarse a renunciar a su credo» (p. 39). No cabe mejor repaso de la historia patria desde la perspectiva progresista. Sin tener en cuenta todo ello no puede entenderse lo que sucede en nuestros lares ahora mismo, a comienzos del siglo XXI. Lo cual, dicho sea de paso, no deja de tener sus ribetes melancólicos.


El fusilamiento de Torrijos, de Antonio Gisbert (1888)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


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miércoles, 23 de septiembre de 2015

[A vuela pluma] Fernando Trueba o el seudoprogresismo de salón y papel cuché



Fernando Trueba


"Ni cinco minutos de mi vida me he sentido español", ha dicho nuestro afamado cineasta, Fernando Trueba, justo en el momento de recibir el Premio Nacional de Cinematografía de manos del ministro de Educación, Cultura y Deportes del gobierno de España. Nada que objetar, por supuesto, a sus declaraciones. Está claro que nadie puede obligar a una persona a sentirse cómoda con su nacionalidad ni con su vida. Sean cuales sean sus razones. Quizá podrían calificarse, en el mejor de los casos, como inoportunas por el momento y lugar elegidos para pronunciarlas. En el peor, como cínicas, por recoger un premio, y su compensación económica, que le otorgan los ciudadanos de un país que él, presume de ello, desprecia.

No tengo más remedio que reconocer que me resulto concernido por la respuesta que su actitud y su discurso ha recibido de otro cineasta español, menos conocido, menos premiado, y como dice el propio autor de la "Carta abierta al director de cine Fernando Trueba", Fernando López-Mirones, menos bueno (cinematográficamente) que él. Me sumo a ella.

Con todo respeto hacia su persona, eso siempre por delante, sus declaraciones me parecen absolutamente desafortunadas; más propias de ese seudoprogresismo de salón y papel cuché tan al uso en ese mundillo artístico en el que el señor Trueba se mueve. Y hablando de artistas, me gustaría suponer que los huesos de Picasso y Buñuel se estarán revolviendo en sus tumbas ante tamaño dislate, ellos, que ni en las peores circunstancias personales, jamás se plantearon renunciar a su condición de españoles. Y eso que Francia les abría sus puertas y su corazón sin pensárselo un momento.

¡Con lo sencillo, honesto y pundonoroso que le hubiera resultado al señor Trueba renunciar al premio (y a su compensación económica), si tan incómoda le resulta su condición de español! Otros muchos españoles, tan significativos o más que el señor Trueba lo han hecho antes, como Javier Marías, al negarse a recibir el Premio Nacional de Literatura, disconforme este no con su nacionalidad, sino con el gobierno que se lo otorgaba.

Lo hecho por Fernando Trueba me lleva a recordar a tres insignes figuras de la cultura europea, sin desdoro alguno para Trueba, mucho más importantes y famosos que él, y presumiblemente en sus antípodas ideológicas: Louis-Ferdinand Céline, Martin Heidegger y Knut Hamsun, en los que cabría ejemplificar eso que se dice sobre el "que puedes ser un genio, un intelectual de prestigio, un gran artista, un escritor excelso, un cualificado puntal en tu profesión, y... un absoluto gilipollas como persona".

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




P.Picasso, L.Buñuel, J.Marías, L.F.Céline, M.Heidegger y K.Hamsun





Entrada núm. 2451
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)