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miércoles, 25 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Privacidad



Mujer en Los Ángeles, Calfornia. Foto AFP


Las medidas más eficaces contra la pandemia no pasan por apps que afectan a nuestros derechos ["La privacidad en tiempos de coronavirus". El País, 24/3/2020], aforma la filósofa e investigadora española en el Uehiro Centre for Practical Ethics y el Wellcome Centre for Ethics and Humanities de la Universidad de Oxford, Carissa Véliz.

"En una pandemia la prioridad es contener la infección -comienza diciendo Véliz-. La pandemia de 1918 mató a entre 50 y 100 millones de personas. Para ponerlo en perspectiva, en la Segunda Guerra Mundial murieron entre 70 y 85 millones de personas. Hay mucho en juego con el coronavirus. En estas circunstancias es necesario poner en pausa algunos derechos, como el de asociación. ¿Es la privacidad uno de ellos? No está claro.

Las telecos en España están ofreciendo al Gobierno controlar los movimientos de las personas que están en cuarentena. Algunas comunidades ya han sacado páginas o apps relacionadas con el virus. La experta en privacidad Gemma Galdón ha ofrecido algunas críticas en Twitter. Coronamadrid, por ejemplo, apunta Galdón, no permite uso anónimo, no pide consentimiento, no establece periodo de retención de datos, no minimiza datos, y comparte datos médicos sin anonimización.

En China el Gobierno tomó medidas tecnológicas extremadamente intrusivas. En Corea del Sur, además de hacer más pruebas de coronavirus que en ningún otro país, han publicado detalles muy específicos sobre individuos infectados. Israel se plantea usar al servicio secreto para vigilar a los ciudadanos a través de sus móviles. En Estados Unidos, el Gobierno discute con las grandes tecnológicas desarrollar medidas que podrían ser similares.

¿Es necesario entregar nuestra privacidad a una app para frenar al coronavirus? No es evidente. Las medidas más efectivas no parecen pasar por ninguna app.

En Wuhan la medida más efectiva fue la cuarentena generalizada. Pero la cuarentena generalizada es una opción económicamente cara, y la economía importa porque una crisis también causa estragos y muertes. Las medidas menos generalizadas buscan identificar focos de infección para contenerlos, dejando al resto de la población libre para trabajar normalmente. Hay dos formas de identificar focos de infección: haciendo pruebas a toda la población, o usando la tecnología para inferir quién puede ser un riesgo.

En el pueblo de Vò, donde se sufrió la primera muerte por coronavirus en Italia, hicieron un estudio. La Universidad de Padua les hizo pruebas a todos los habitantes. Descubrieron que la gente infectada pero asintomática juega un rol fundamental en el contagio de la enfermedad. Encontraron 66 casos positivos a quienes aislaron durante 14 días. Después de las dos semanas, seis casos seguían dando positivo al virus, por lo que tuvieron que aislarse más días. Infección totalmente bajo control. No ha habido casos nuevos. No hizo falta ninguna app.

La opción de recurrir a apps no solo es más invasiva desde el punto de vista de la privacidad, sino también mucho menos precisa y efectiva. Si solo se hacen pruebas a gente hospitalizada, la app podrá contactar a personas que hayan estado en contacto con las personas infectadas y pedirles que se aíslen. Pero no todo el que haya estado en contacto con alguien infectado se contagiará. Y quienes ya están infectados habrán contagiado a otros, que a su vez habrán contagiado a otros a quienes la app no contactará por estar demasiado lejos en la cadena, y todos esos casos seguirán asintomáticos mientras el virus se incuba. Con este tipo de método habrá mucha gente quedándose en casa que no tendría por qué quedarse, y habrá gente pululando por ahí que tendría que estar aislada.

Ninguna app, por más sofisticada que sea, y por más datos que tenga, puede sustituir a una prueba de coronavirus. La tecnología digital no es magia, no resuelve todos los problemas, y no siempre es la mejor opción. Didier Raoult, especialista francés en enfermedades infecciosas, defiende que hay que hacer pruebas a toda la población y priorizar el diagnóstico. Haciendo pruebas solamente a quienes terminan en el hospital habrá una mayoría de gente infectada que se detecta demasiado tarde, ya con síntomas y habiendo contagiado a otros. Si hacemos pruebas a todo el mundo, podemos confinar exactamente a la gente que hace falta aislar. Ni más ni menos. El resto puede seguir con su vida normal y reanimar la economía.

Lo que hacen falta no son más apps intrusivas sino más pruebas. ¿Por qué no estamos produciendo más pruebas de coronavirus? ¿Por qué no está siendo esa la prioridad? Hacer pruebas a toda la población sería caro, sí. Pero mucho menos caro que una cuarentena generalizada alargada o que una pandemia fuera de control.

Además de controlar la pandemia, tenemos que pensar en el mundo que quedará después de la tormenta, el que estamos construyendo con cada decisión. La privacidad es importante porque le da poder a la ciudadanía. Hay que defenderla. Demasiadas veces las medidas temporales tomadas en momentos de emergencia llegan para quedarse. Todos tenemos que vigilar la democracia. Las agencias de protección de datos en especial deben montar guardia y asegurarse de que no hay ningún abuso a nuestros datos.

El coronavirus se ha llevado ya y se llevará a muchos seres queridos. Nos ha robado el sueño, está dañando nuestra economía, nos ha arrebatado nuestros planes. No podemos dejar que nos robe también nuestros derechos. Hay que cuidar la privacidad, incluso en tiempos de pandemia".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 18 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Conejillos 4G



Fotografía de Getty Images



A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy,  de la escritora y periodista Luz Sánchez-Mellado, sobre el abusivo control de nuestras actividades más privadas e íntimas que las nuevas tecnologías ejercen sobre nosotros, y lo que es peor, con nuestro consentimiento tácito. Les dejo con él.

"El 9 de octubre, -comienza diciendo Sánchez-Mellado-, entre el petardeo de whatsapps, el goteso¡o de gmails y los trinos de Twitter, recibí una notificación de Google Maps que me dejó de fibra óptica. Que sí, que vale, que ya supongo que he debido de aceptar hasta que me empalen, y que puedo evitar estos episodios si cancelo la ubicación, el micrófono, la cámara y los datos y vuelvo a usar el teléfono como si fuera un teléfono y no un criado para todo a cambio de dejarme analizar hasta las heces. Pero ese es otro debate. Lo que me dejó de grafeno fue el contenido y no el continente. “Tus actividades de septiembre”, se titulaba el mensaje, y, al abrirlo, casi me obro encima. Según el geolocalizador, ese mes estuve en siete ciudades, visité 15 establecimientos, anduve seis kilómetros y pasé 59 horas a bordo de un vehículo con el móvil a cuestas. O sea: de casa al coche, del coche al atasco, del atasco al curro y del curro a casa, pasando por la gasolinera y el supermercado. Qué pena me di de mí misma. Además de constatar que mi vida es una mierda y de jurarme que el lunes vuelvo al gimnasio que llevo dos años pagando sin ir por si me animo, confirmé mis peores sospechas de que mi móvil me conoce mejor que mi tocólogo.

Recordaba todo esto el martes, cuando transcendió que el INE va a pagar a las operadoras para que nos rastree, saber cómo nos movemos y poder articular soluciones logísticas. A pesar de que dicen que se trata de información anónima y en bruto, la indignación ha sido un tsunami. Pertinente. Pero me plantea la paradoja de por qué rechazamos que un organismo público sepa nuestros movimientos mientras que a Google le damos nuestra sangre si nos la pide. Sobre el éxito del rastreo, será parcial en cualquier caso. Las grandes preguntas —¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos?, ¿por qué empieza esta noche la tercera campaña electoral en un año?— seguirán sin respuesta. En cuanto acabe la turra vuelvo al gimnasio".







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jueves, 29 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Desconectar



Dibujo de Diego Mir para El País


Con la llegada del teléfono inteligente, escribe la ensayista Olivia Muñoz-Rojas, no basta con alejarse del lugar en el que uno lidia físicamente con sus preocupaciones para lograr que la mente se aparte de ellas. 

¿Desde cuándo utilizamos la palabra desconectar para referirnos al acto de abandonar momentáneamente nuestra rutina doméstica y laboral?, se pregunta Muñoz-Rojas. La RAE no reconoce este significado coloquial de la palabra; quizá porque se desprende ya de su segunda acepción: “interrumpir la conexión entre dos o más cosas”. En este caso, entre nuestra mente y nuestros problemas y preocupaciones cotidianas. En su tercera acepción, desconectar equivale a “interrumpir el enlace… entre aparatos y personas para que cese el flujo entre ellos”. Esto sucede cuando apagamos nuestro ordenador o nuestro móvil. Aunque, cuando lo hacemos, también desconectamos, en ese otro sentido figurado, nuestra mente de estas potenciales fuentes de inquietud. El solapamiento de ambos sentidos, literal y figurado, es quizá la razón por la que, en la actualidad, se ha impuesto el uso de desconectar como sinónimo de descansar, reposar, darse una pausa.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la posibilidad para el grueso de la población de desconectar fue muy reducida. En casi todas las culturas, los días de asueto estaban destinados a atender obligaciones religiosas. Los meses de interrupción entre ciclos escolares que disfrutan los estudiantes estaban motivados, originalmente, por la necesidad de que ayudaran en la cosecha. No es hasta bien entrado el siglo XX cuando se institucionalizan las vacaciones. Según algunas fuentes, los primeros días pagados de descanso los negocian los sindicatos alemanes en 1905, extendiéndose este logro social en las décadas siguientes a otros países europeos, incluido el nuestro a principios de los años 1930. Las vacaciones de verano se convierten así en el periodo de desconexión por excelencia en nuestro continente: millones de personas cambian su escenario de vida habitual por otro, generalmente, más propicio al bienestar físico y la evasión de la mente. Pero con la llegada de las tecnologías de la información y la comunicación y, más concretamente, el teléfono inteligente, no basta con cambiar de escenario, con alejarse del lugar en el que uno lidia físicamente con sus preocupaciones para lograr que la mente se aparte de ellas. Hoy es necesario, además, desconectar literalmente de esos aparatos que llevamos con nosotros a todas partes y que, si bien nos conectan con el mundo y son fundamentales para organizar nuestro ocio, también nos llenan de desasosiego. Pero, me interpela un amigo, ¿qué hacen aquellos a quienes les produce vértigo perder ese refugio virtual de un entorno inmediato que, incluso en vacaciones y lejos de casa, les resulta opresivo?







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miércoles, 19 de junio de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Arquitectura de la vida humana





No estoy muy seguro de que eso sea siempre así, pero supongo que la mejor manera de comenzar un relato es hacerlo por el principio. Y el principio es que en febrero de 2001, el día de mi 55 cumpleaños, una amiga me regaló Teoría de los sentimientos (Tusquets, Barcelona, 2001), un libro recién publicado por el psiquiatra, y años más tarde Académico de la RAE, Carlos Castilla del Pino (1922-2009). Se trataba de un ensayo dedicado a un tema apasionante que nos concierne muy directamente: la afectividad y el mundo de los sentimientos. Lo leí con interés, pero se me escaparon muchas cosas, más por mis carencias formativas que por el asunto tratado. 

Cinco años después, la Fundación Pro Real Academia Española, de la que era yo entonces socio, me obsequió con un opúsculo titulado Arquitectura de la vida humana, que contenía la conferencia pronunciada por Carlos Castilla del Pino en el Día de la Fundación de aquel año. Y en esta ocasión disfruté más de la lectura por su sencillez y belleza  expositiva, alejada de los tecnicismos y la jerga psiquiátrica. Me impactó la diferenciación que establece el autor entre los conceptos de vida privada y vida íntima. 

Y apenas hace un mes, leyendo Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política (Madrid, Akal, 2018), de Maximiliano Fuentes y Fernán Archilés, me encuentro que uno de sus capítulos está dedicado a Carlos Castilla del Pino, al que retrata como un intelectual de izquierdas comprometido políticamente a lo largo de toda su vida. 

Voy terminando... Hace unas semanas, al calor de una conversación con una amiga en una terraza de Triana, sale el tema de la diferencia entre los conceptos de privado e íntimo. Cuando vuelvo a casa me decido a releer Teoría de los sentimientos y Arquitectura de la vida humana, y a bucear en el archivo de Revista de Libros. Encuentro un artículo que recordaba haber leído de Fernando Broncano, catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad Carlos III de Madrid, reseñando el libro de Catilla del Pino, y otro de Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, reseñando el de Maximiliano Fuentes y Fernán Archilés que ya comenté en el blog el pasado mes de mayo. 

Comparto lo expuesto por Carlos Castilla del Pino sobre la diferencia entre privado e íntimo. Es este, el íntimo, un ámbito en el que se puede conseguir la ocultación absoluta de nuestras actuaciones y al mismo tiempo llevarlas a cabo carentes de toda tensión con un éxito garantizado de antemano, porque es el único en donde es factible la realización absoluta de nuestros deseos, En él, afirma Castilla del Pino, somos omnipotentes. A la vida íntima, añade, pertenecen "pensar en", "fantasear con", "imaginar que", dar paso a nuestras emociones y sentimientos, a nuestros recuerdos, deseos, intenciones, que no podemos hacer públicos, y que si se pudiera, aparecerían desmesurados e intolerables, pues toda pretendida comunicación de la intimidad es un fracaso al tratarse de informar de un territorio para el que no hay palabras.





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lunes, 10 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Las máquinas que nos vigilan





Uno de los indicios claros de que algo inquietante está ocurriendo se produce cuando las distopías comienzan a llegar al mundo real y las máquinas que nos vigilan comienzan a ser de uso general, escribe en El País el periodista Guillermo Altares.

Desde las novelas de Philip K. Dick, comienza diciendo Altares, hasta la serie Black Mirror, la ciencia ficción ha especulado sobre los límites de la tecnología y el momento en que deja de ser una ayuda para convertirse en un problema. Uno de los indicios claros de que algo inquietante está ocurriendo se produce cuando las distopías comienzan a llegar al mundo real. Y ese es el problema que plantean ahora mismo los sistemas de reconocimiento facial, una revolución tecnológica que amenaza la privacidad de todos los ciudadanos en los espacios públicos.

Un hombre fue multado recientemente en Londres por cubrirse ante una cámara para evitar el reconocimiento facial, un incidente que fue filmado por la BBC. El Parlamento Europeo ha aprobado la creación de una base de datos con los rostros de los 500 millones de habitantes de la UE, mientras que la Estación Sur de autobuses de Madrid, por la que pasan 20 millones de personas, cuenta con un sistema de este tipo. China es el país donde el reconocimiento facial está más desarrollado (hay una cámara por cada siete habitantes) y se utiliza para el control de la población en una situación que se parece cada vez más al Gran Hermano de George Orwell.

Primero se multiplicaron las cámaras en los espacios públicos y luego se introdujeron sistemas cada vez más sofisticados para poner un nombre a cada uno de esos rostros de la multitud. Esta tecnología no es solo capaz de reconocer a una persona de cerca —como ocurre para desbloquear algunos móviles, en tiendas o en cajeros automáticos—, sino que también puede localizar a alguien y conocer sus movimientos y los lugares que visita.

La reciente prohibición de estos sistemas por parte de la ciudad de San Francisco, donde están basadas muchas de las multinacionales tecnológicas, ha lanzado la voz de alarma sobre las derivadas indeseadas de estos sistemas que, si bien es cierto que pueden ser un instrumento muy útil contra el crimen, también tienen la capacidad de laminar la privacidad. Este paso de San Francisco se produjo mientras algunos inversores de Amazon trataban de que la multinacional frenase la distribución de su sistema Rekognition, uno de los más eficaces del mercado, pero fracasaron. El debate sigue, pero el ojo del Gran Hermano se hace más grande y más preciso.



Pruebas de reconocimiento facial en Shenzhen, China



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sábado, 8 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG-2008] Privacidad y libertades públicas




Telma Ortiz


Me resulta interesante que un asunto tan aparantemente banal como ha sido la denuncia de Telma Ortiz, hermana de la princesa de Asturias, contra varios medios de comunicación en demanda de protección a su derecho a la intimidad, sea utilizado como fundamento de un magnífico artículo, "Telma Ortiz y la libertad de los modernos", por parte de la catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia, Isabel Burdiel, reclamando el derecho a la privacidad como fundamento de las libertades públicas.

Citando a un tiempo a Benjamin Constant e Isaiah Berlin, a los que yo añadiría sin desdoro alguno a Philiph Petit, la profesora Burdiel construye un formidable alegato en defensa de la privacidad, hoy vulnerada hasta el sarcasmo en nombre de un sacrosanto derecho a la información que parece no conocer límite moral o jurídico alguno.

Leyendo, viendo u oyendo las "cosas" que se dicen para justificar el acoso mediático a la privacidad de la gente me han venido al recuerdo las palabras de uno de los personajes del libro de Javier Marías que estoy leyendo ahora mismo y que ya he citado con anterioridad: "Casi todo lo que decimos y comunicamos todos es filfa, relleno, es superfluo, es vulgar, aburrido, intercambiable y trillado, por mucho que sea nuestro y que la gente, como se repite ahora con cursilería extrema, sienta la necesidad de expresarse". Y aunque me fuera aplicado a mi con toda justicia, pienso que tiene toda la razón... 




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Benjamin Constant


En febrero de 1819, comienza diciendo la profesora Burdiel, Benjamin Constant pronunció en París una conferencia que llegó a ser el manifiesto fundacional del liberalismo decimonónico. Se titulaba De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos.

Para los antiguos, la libertad consistía en la participación directa en los asuntos de la república y en torno a ella se definía el (exclusivo) derecho a ser considerado ciudadano. Aquella libertad tenía como contrapunto la sumisión del individuo a la autoridad de la comunidad y la aceptación de la intromisión de ésta en sus actividades privadas.

La libertad de los modernos, por el contrario, consistía, según Constant, en la independencia individual, garantizada por leyes que amparasen el desenvolvimiento autónomo de un ámbito privado construido en torno a derechos individuales, básicos e innegociables. Era el derecho de todos los individuos a su propia seguridad e intimidad; a no estar sometidos más que a las leyes; a poder ir y venir, opinar y reunirse sin pedir permiso; a elegir un oficio, ejercerlo y disfrutar de sus réditos; a observar el culto que cada uno prefiriese. El derecho, en suma, a "no tener que rendir cuentas a nadie de sus motivos y objetivos, a llenar sus días y sus horas de la manera más acorde con sus inclinaciones y fantasías".

Para Isaiah Berlin, buena parte de la historia contemporánea se entiende por la pugna entre esas dos concepciones de la libertad. La positiva, entendida como participación activa en la cosa pública, y la negativa, empeñada en definir un espacio de independencia individual ante la comunidad o incluso ante el Gobierno legítimo. Desde esta última, la participación en los negocios públicos, así como la libertad de expresión o la propiedad (incluida la propiedad de uno mismo), sólo pueden desarrollarse y florecer ancladas en la construcción (legal) de un espacio privado, inviolable por definición, frente a "la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos". Ésta fue la primera necesidad de los modernos y su vulneración hace imposible, quimérica o pervertida cualquier otra libertad, cualquier otro derecho.

En todo caso, y frente al elitismo del liberalismo decimonónico, que reconocía a todos (los hombres) la plenitud de los derechos civiles mientras reservaba sólo a unos pocos los derechos políticos, los regímenes democráticos se construyeron sobre la convicción de que existía, y existe, una relación indisoluble entre la defensa de nuestra libertad individual y la implicación en la vida política.

Sin embargo, uno de los peligros de nuestras democracias es que el repliegue hacia lo privado se haga a costa de una letal falta de atención, vigilante y activa, hacia los asuntos colectivos. Que la ciudadanía olvide que para conseguir la independencia individual (tan ligada a la concepción de sí mismos que tienen los hombres y las mujeres modernos) es necesaria una actividad constante y vigilante en el ámbito público.

Un olvido que es letal porque se sostiene sobre la confiada creencia de que lo privado constituye algo natural y eterno, cuando en realidad es profundamente histórico y, por tanto, cambian te e incluso susceptible de extinción. La libertad de los modernos, tal y como la concibieron Constant y Berlin, se construyó sobre una idea de privacidad que no siempre había estado ahí, que no procedía del orden natural de las cosas (aunque así fuese presentada), sino de un largo proceso que requirió altas dosis de actividad política y la elaboración de un entramado legal capaz de crear (y no de reconocer) ese espacio privado que hoy nos es tan caro y nos parece tan natural. Y el feminismo fue pionero en ese sentido, insistiendo en el carácter artificial de una distinción que relegaba a las mujeres (naturalmente) a la esfera privada y reservaba la pública en exclusiva a los varones.

Tiene razón Arcadi Espada (El Mundo, 14 de mayo de 2008) cuando, a propósito del llamado caso Telma Ortiz, escribe que no hay otra definición de qué es un personaje público que ésta: "Público es el personaje que decide el público". Y tiene razón Vicente Verdú (EL PAÍS, 19 de mayo de 2008) cuando se extiende sobre la atracción por la intimidad y la creciente negativa a reconocer que exista espacio individual alguno ajeno a la obsesión de lo que llama transparencia.

Ambos tienen razón y, sin embargo, creo que ambos se equivocan en algo sustancial. Se equivocan en su (al menos) aparente resignación condescendiente ante lo inevitable. Para ambos, el drama personal de Telma Ortiz no es más que el síntoma de una situación de hecho, deplorable sin duda para la interesada, pero contra la que nada podemos hacer.

Precisamente porque lo público y lo privado son construcciones históricas, obras nuestras y no de la naturaleza, la definición y defensa de lo que creamos que deban ser será producto de nuestras opciones y nuestras decisiones, de nuestra actividad política y de nuestra vigilancia continua.

Mientras los juristas se lamentan de que la sentencia sobre el caso Ortiz pueda impedir un debate serio sobre el derecho a la intimidad de las personas (públicas o no), un sector del periodismo siente amenazada la libertad de expresión o, en el peor de los casos, se refugia en una especie de cinismo melancólico: "Así va el mundo". Sin embargo, el mundo irá como nosotros queramos que vaya. Su futuro depende del empeño que pongamos en reconocernos (y obligar a que se nos reconozca) el poder de decidir. En este caso, el poder de decidir qué cosas queremos que sean consideradas privadas.

El carácter histórico (artificial y originalmente sexista) de la distinción entre lo público y lo privado no cancela el debate. Lo abre. ¿Estamos o no de acuerdo con que en la reserva de un espacio innegociable de privacidad está el germen de todas las otras libertades? ¿Creemos que no hay libertad política posible sin independencia individual y a la inversa?

La melancolía, la resignación o el cinismo no responden a esas dos preguntas. Ni tampoco a otras que pueden y deben ser formuladas en voz alta. ¿Consideramos que la violación sistemática de la idea de privacidad es algo que tan sólo hay que constatar o algo que podemos combatir? ¿Creemos que hay alguna diferencia entre el derecho a la información y el derecho al cotilleo? ¿A quién le conferimos la autoridad de ser ese público que decide lo que es de interés público? ¿Al segmento (minoritario) de la población adicta a la prensa amarilla y a los intereses económicos que ésta representa?¿Tienen derecho las personas públicas a la intimidad? ¿Creemos, por ejemplo, que es lícito violar a una prostituta? ¿Qué modelo de sociedad queremos? ¿Una sociedad cegada por la vida sentimental de Berlusconi y Sarkozy? Sin duda, los dos conocen la diferencia entre un eye liner y un desfilado. Sin duda, también, Il Cavaliere avanza con decisión y un sonoro lifting en la brutalización política de su país.

El quietismo sociológico y el relativismo moral no son las únicas opciones. El carácter jurídicamente desencaminado de la demanda de Telma Ortiz no puede hacer olvidar la trascendencia moral y política del problema que plantea. Lo privado no es una mera concesión del poder o de la opinión de los demás, es un espacio que hay que defender porque a través de él nos jugamos el derecho a llenar nuestros días y nuestras horas de la manera más acorde con nuestras inclinaciones y nuestras fantasías, a salvo de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Nos jugamos, en realidad, el cemento mismo sobre el que se ha construido la libertad de los modernos. (El País, 07/06/2008)




 Isabel Burdiel


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Entrada núm. 4959
Publicada originariamente el 7/6/2008
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miércoles, 25 de abril de 2018

[A VUELAPLUMA] Ceder datos personales en Internet puede resultar tóxico para su salud





Tus datos son tóxicos. El rastro de información que los usuarios dejan en Internet puede ser usado en su contra. En la era digital, proteger la privacidad es la única forma de conseguir una sociedad libre, escribe en El País la profesora Carissa Véliz, investigadora en el Centro Uehiro de Ética Práctica de la Universidad de Oxford.

En esta fase temprana de la era digital, comienza diciendo, salen a la luz de forma constante escándalos relacionados con la violación de la privacidad. Desde el llamado porno por despecho, con la publicación de fotos íntimas de exparejas, hasta el comercio con historiales médicos sin consentimiento de los pacientes, pasando por el llamado microtargeting mercadotécnico, que utiliza los datos de un consumidor potencial para tratar de influir en sus decisiones. También ha habido casos específicos y mediáticos como el de ­Ashley Madison —una red social de citas amorosas extramatrimoniales que sufrió un ataque que hizo públicos perfiles de millones de usuarios— o el más reciente, el de Cambridge Analytica, consultora que usó los perfiles de millones de usuarios de Facebook para manipular procesos electorales en todo el mundo.

Estos desastres demuestran la importancia de la privacidad. Mantener a salvo nuestros datos nos protege de humillaciones que pueden resultar catastróficas para sus víctimas, nos ayuda a evitar discriminaciones injustas y contribuye a la buena salud de las democracias al ser una condición necesaria para que los ciudadanos puedan formarse una opinión relativamente libre de injerencias.

De esos mismos desastres podemos extraer, además, algunas lecciones fundamentales. Un elemento importante es que las consecuencias de la pérdida de privacidad no suelen materializarse de forma inmediata porque los daños relacionados con estos delitos son acumulativos. Algo parecido sucede con el medio ambiente: ningún coche es, por sí solo, responsable del cambio climático, pero la acumulación de las emisiones de todos los coches en su conjunto contribuye sin duda a agravar el problema.

Lo más peligroso es que los efectos nocivos pueden ser invisibles hasta que se llega a un punto en el que el desastre es inminente e irreversible. Cabría pensar que no pasa nada por ceder un dato personal a una empresa. Pero, una vez que se ha dado una información, a menudo no se puede recuperar y esta rara vez permanece aislada, sino que se acumula, agrega, analiza y utiliza, muchas veces en detrimento de los sujetos que la cedieron.

Precisamente porque los daños derivados son acumulativos, esos datos personales constituyen un desastre en potencia. Almacenarlos es como guardar una bomba que, tarde o temprano, explotará. Por eso, el experto en seguridad Bruce Schneier se refiere a ellos como “bienes tóxicos”: tarde o temprano serán utilizados en nuestra contra. Incluso cuando la información ha sido recogida con buenas intenciones —en las investigaciones médicas, por ejemplo—, si los datos se guardan durante suficiente tiempo, es posible que al final sean vendidos o robados y utilizados con fines nada constructivos.

Los datos son vulnerables, y por eso hacen vulnerable tanto a quien los almacena (una fuga de información puede desvelar secretos empresariales o terminar en una costosa demanda) como a los sujetos de esos datos. Esa información que se recoge es peligrosa porque no es fácil de proteger.

Garantizar la seguridad es muy complicado, porque los ciberatacantes siempre juegan con ventaja. Quienes tratan de romper las defensas pueden escoger el momento y la manera de hacerlo, mientras que quien trata de salvaguardar la privacidad tiene que protegerse de cualquier tipo de ataque en todo momento. Un atacante habilidoso, motivado y con dinero suficiente tiene grandes probabilidades de éxito. A este peligro hay que añadir que los datos son muy codiciados; son las pepitas de oro del Lejano Oeste de Internet. Siempre habrá gente que trate de aprovecharse de las vulnerabilidades de nuestra información personal.

Sacar partido de esas debilidades puede reportar dinero y poder. Dinero, porque nuestros datos se pueden vender a otras empresas: cuanto más se sabe de nosotros, más fácil y fiable resulta el cálculo de qué querríamos comprar y cuánto estaríamos dispuestos a pagar por ello. Esto desemboca, por ejemplo, en prácticas como los llamados “precios discriminatorios”, es decir, en que unos paguen más que otros por el mismo servicio. Una aseguradora médica también puede ahorrarse dinero si rechaza a los clientes que, según sus datos, tienen malos hábitos alimenticios o genes tendentes a determinadas enfermedades. Los Gobiernos también compran datos. Además, el valor de esos datos puede utilizado para la extorsión y el robo.

Respecto del poder, cuanta más información se tiene de nosotros, más vulnerables somos. Si un Gobierno, por ejemplo, fuese capaz de saberlo todo sobre sus ciudadanos (sus búsquedas en Internet, lo que leen, los mensajes que mandan), también podría aplastar cualquier intento de disidencia antes de que lograra manifestarse de manera organizada. La vigilancia permite adelantarse a los actos de las personas señaladas, permite dominarlas. Supongamos que toda la información recabada sobre nosotros acaba un día en manos de un tirano, se podría decir que estamos construyendo ahora la arquitectura de datos sobre la que se sostendría una dictadura en el futuro. Al fin y al cabo, la caza de judíos por parte de los nazis fue mucho más eficaz en aquellos lugares donde había buenos registros civiles. Y tampoco es casualidad que los nazis innovaran en técnicas de registro e identificación de la población, apoyados en una empresa informática, IBM, y en su tecnología de la tarjeta perforada.

Por eso es aterrador el llamado “crédito social” que está poniendo en marcha el Gobierno chino. Este sistema evalúa la reputación de una persona a partir de todos los datos que de ella se tienen y, de acuerdo con su calificación, permite limitar su acceso a diferentes oportunidades. En febrero de 2017, el Tribunal Popular Supremo de ese país anunció que había prohibido coger un avión a 6,15 millones de personas en los últimos cuatro años por haber cometido “delitos sociales”. Otros 1,65 millones están en la lista negra que les impide desplazarse en tren. El Gobierno está creando un sistema de control total en el que se registra y califica cada acción de cada individuo; y no contentos con eso, para hacer notar el poder absoluto que están acumulando, se castiga con la exclusión social a aquellos que se desmarcan de las líneas establecidas.

El respeto a la privacidad va de la mano del respeto a la democracia, la libertad y la igualdad. Si se nos trata de manera diferente por lo que se sabe de nosotros —por nuestros hábitos de compra, poder adquisitivo, genes, estado de salud o cualquier otro detalle personal—, se rompe el principio de igualdad de oportunidades sobre el que se asienta una democracia. Un ejemplo claro: cuando se descubrió que los algoritmos de Google mostraban anuncios de trabajos bien pagados a más hombres que mujeres. Si el buscador no fuese capaz de saber si somos mujeres u hombres, ricos o pobres, nos trataría a todos por igual.

Habrá gente que quiera ser tratada de forma diferente y a la que no moleste que se le muestre publicidad personalizada. Pero para quien sospecha que sus datos pueden actuar en su contra —por ser mujer, por ser negro, por ser pobre o rico, por estar enfermo—, el riesgo de discriminación pesa más que la ventaja de ver anuncios de su marca favorita. Si algunos optan por ceder sus datos y recibir un tratamiento personalizado, siempre habrá perdedores, gente a quien se trate peor. ¿No sería mejor que las empresas e instituciones nos trataran de la forma más igualitaria posible? Las consecuencias negativas de la pérdida de privacidad no se dan solo a nivel individual, sino también a un nivel social y político. El mito de que la privacidad es un lujo reservado a pudorosos. Quien salvaguarda su privacidad no está anteponiendo su interés personal de manera egoísta, sino que está protegiendo el bien común: la seguridad de todos y la democracia.

Las sustancias altamente tóxicas están prohibidas o muy reguladas en nuestras sociedades. Así que cabe preguntarse si el nivel de toxicidad de algunos datos es tan alto que deberían estar fuera de circulación, o al menos fuera del mercado. De la misma forma que estamos de acuerdo en que algunas cosas muy importantes o sensibles no deben estar a la venta, como los niños, los órganos y los votos.

Cierto tipo de información es tan personal y sensible que no debería ser posible lucrarse con ella. Por ejemplo, las empresas que comercian con datos (data brokers) investigan detalles de la historia de cada usuario de Internet para saber qué venderles y cómo. Separan a la gente en listas que permiten ver sus vulnerabilidades y que venden a otras empresas. Las categorías de esas listas incluyen descripciones como “víctimas de violaciones”, “perdió a su hija en un accidente”, “personas mayores con demencia” y “enfermos de sida”. La información de que alguien ha sido víctima de un crimen, ha sufrido un accidente o padece una enfermedad no debería poder compartirse sin el consentimiento de la persona en cuestión, ni mucho menos poder venderse o usarse para aprovecharse de sus debilidades.

Con otro tipo de datos, menos sensibles y quizá necesarios para el funcionamiento de diferentes servicios, habría que crear procedimientos que permitan que puedan borrarse de manera rutinaria para evitar que se acumulen y posibles fugas. Las redes sociales y otras empresas podrían proporcionar a sus usuarios un sistema de limpieza que permita borrar aplicaciones que ya no se usan, amigos con los que no han interactuado en años y datos que no es necesario guardar. Los tuits y las publicaciones en Facebook podrían tener fecha de caducidad.

Max Schrems, defensor de la privacidad en la Red y director de la organización NOYB (siglas de None Of Your Business, no es asunto tuyo), quiere llevar a juicio a las empresas que violen las normas de privacidad. Schrems borra sus tuits cada dos meses. Como él, la gente debería hacer todo lo posible para proteger su privacidad: ceder tan pocos datos como sea posible, usar servicios que cumplan las normas (DuckDuckGo en vez de Google, Telegram en lugar de WhatsApp, ProtonMail y no Gmail…) y borrar de vez en cuando los datos acumulados. Sin embargo, resulta excesivo trasladar toda la responsabilidad a los usuarios. No solo por la dificultad, que raya en la imposibilidad, que conlleva estar al tanto de lo que se puede hacer por proteger la privacidad a nivel individual, sino también porque la gran mayoría de fugas de datos suceden sin que los usuarios lo sepan o puedan oponerse. Nada puede sustituir en este campo a la regulación oficial.

El Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) es la legislación sobre privacidad más puntera y entrará en vigor en la UE el 25 de mayo. Esta nueva ley constituye un verdadero hito histórico: no solo representa el sentir de los europeos en un momento en el que se hacen cada vez más evidentes los peligros de la era digital, sino que también marca un tiempo de madurez en esta era. El Salvaje Oeste está dejando de serlo. Empresas como Facebook y Google han abusado de nuestra confianza. La UE está demostrando visión y liderazgo al comprometerse con la protección de los derechos de sus ciudadanos. Entre otras cosas, la nueva normativa establece el derecho al olvido. Los ciudadanos pueden reclamar que quienes controlan sus datos los borren, que cese la diseminación de su información personal o exigir que no sean procesada por terceros.

El éxito de la legislación dependerá de que las instituciones europeas sean firmes en su aplicación y de que los ciudadanos exijamos nuestros derechos. Hay que pedir a las empresas e instituciones que borren nuestros datos siempre que sea posible. Y hay que organizarse para poder llevar a juicio a quien no cumpla con la ley. De lo contrario, si seguimos acumulando datos como acumulamos basura, podríamos acabar siendo testigos de un cataclismo de privacidad de una magnitud nunca antes vista.



Servidores de Google (Douglas, Georgia, EE.UU.)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 4422
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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)