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miércoles, 4 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Ya no basta contar la verdad...



Foto de Josefina Blanco (Europa Press)


“Ya no basta con contar la verdad, también hay que destruir las mentiras", afirma en el A vuelapluma de hoy el escritor Javier Cercas, tras recibir el premio Francisco Cerecedo de Periodismo de manos del rey Felipe VI el pasado 28 de  viembre.

"En primer lugar -comienza su discurso Javier Cercas-, me gustaría contarles una anécdota que he contado alguna otra vez y que, estando en presencia del rey Felipe VI, me siento obligado a repetir.

En una ocasión, el rey Alfonso XIII, su bisabuelo, condecoró a Miguel de Unamuno. Y cuentan que, durante la ceremonia, una vez que el Rey le hubo impuesto la condecoración, Unamuno le espetó: “¡Gracias, señor, me la merezco!”. Como es natural, Alfonso XIII se sorprendió un poco —no mucho, creo yo, al fin y al cabo conocía al personaje: de hecho, no mucho después lo mandó al destierro—; el caso es que el Rey se sorprendió o fingió sorprenderse, y dijo: “Caramba, don Miguel, es el primer galardonado que me dice eso; todos los demás me habían dicho exactamente lo contrario: ‘Gracias, señor, es un honor que no merezco…’” Y en ese momento Unamuno interrumpió al Rey: “Y tenían razón”.

Bueno, pues a mí me encantaría hacer gala hoy de la misma magnífica soberbia de don Miguel. Por desgracia, cualquiera que eche un vistazo a la lista de galardonados que me han precedido en el Premio Francisco Cerecedo comprenderá que no es posible, y que no tengo más remedio que decir la verdad; o sea: que este premio significa un grandísimo honor para mí, y que, al contrario que don Miguel de Unamuno, yo sí sé que no lo merezco.

Lo digo con absoluta sinceridad.

Siento demasiado respeto por el periodismo para considerarme un periodista. No estudié periodismo. Nunca he trabajado en la redacción de un periódico, ni en una radio o una televisión. Nunca he sido corresponsal de ningún medio, ni tampoco reportero. Ni siquiera me he ganado la vida escribiendo en los periódicos, y desde luego mi velocidad de escritura es salvajemente antiperiodística, porque es más o menos la de Oscar Wilde, que en una ocasión declaró: “Hoy me he pasado el día escribiendo: por la mañana, quité una coma; por la tarde, la volví a poner”. ¿Cómo es posible, entonces, que me hayan concedido un premio de periodismo, y para colmo tan importante como este? ¿Hay que culpar únicamente del desaguisado a la generosidad insensata del jurado? ¿O acaso soy yo como Monsieur Jourdain, aquel personaje de Molière que llevaba toda su vida hablando en prosa sin saberlo? ¿Seré yo también, sin saberlo, un periodista?

Es posible. Al fin y al cabo, desde hace veinte años escribo de manera regular en el diario El País, lo cual significa, supongo, que, aunque no sea un periodista, quizá sí puedo considerarme, más modestamente, un escritor de periódicos. Más modestamente, pero con no menos orgullo: no en vano, esa categoría de escritor es, en nuestra tradición, una categoría ilustre. Se ha dicho tan a menudo que ya es casi un cliché: gran parte de la mejor prosa escrita en España durante los dos últimos siglos se ha publicado en los periódicos. Ahora bien, las ideas no se convierten en clichés porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad. Es sin duda el caso de esta: baste recordar que quien es, para mi gusto, el mejor prosista de nuestro siglo XIX fue, sobre todo, un escritor de periódicos, si no un periodista a secas: Mariano José de Larra; baste recordar que Azorín, Ortega o Josep Pla fueron, quizá esencialmente, periodistas.

Lo cierto es que yo, a los periódicos, llegué tarde, como a casi todo. También es cierto que, aunque sea en lo esencial un novelista, la escritura en los periódicos cambió mi forma de escribir novelas, o simplemente mi forma de escribir. Quiero decir que, en un determinado momento de mi vida, escribir en los periódicos me obligó a dejar de ser un escritor de gabinete, libresco y hasta un poquito autista, y me obligó a salir a la intemperie y a contrastar la escritura con la realidad, me forzó a escribir una prosa más nítida, más viva y más rápida, me empujó a intentar decir las cosas más complejas de la forma más transparente y directa posible, y me ayudó, en definitiva, a tratar de escribir los libros que siempre he soñado con escribir: libros fáciles de leer y difíciles de entender; libros que, como los mejores que conozco, cualquier lector de buena fe puede disfrutar a fondo y sin tropiezos, pero que, al mismo tiempo, ni el lector más concienzudo o exigente puede agotar del todo, sencillamente porque son inagotables, porque nunca acaban de decir aquello que tienen que decir, como escribió Italo Calvino de los clásicos. En resumen, los periódicos me han dado a mí mucho más de lo que yo les he dado a ellos. Así que no debería ser el periodismo quien me premiase hoy a mí, sino yo quien premiase al periodismo.

Hay una cosa, sin embargo, que sí me hace sentirme periodista, y que me hermana con los periodistas auténticos. Me refiero al respeto, incluso al amor por la verdad. Sobre todo hoy, cuando parece que se cuentan más mentiras que nunca, cuando nos asedia por momentos la sospecha asfixiante de que vivimos en la era de la mentira.

No es una sospecha injustificada. Igual que la crisis económica de 1929 dio lugar en gran parte del mundo al surgimiento o la consolidación del fascismo, la crisis de 2008 ha propiciado el surgimiento, también en gran parte del mundo, de eso que solemos denominar nacionalpopulismo; este no es una repetición del fascismo, porque en la historia nada se repite exactamente, pero sí es, en muchos sentidos (como ha mostrado Federico Finchelstein en un libro importante), una transformación de determinados rasgos del fascismo, porque en la historia, como en la naturaleza, nada se crea ni se destruye —solo se transforma—, lo cual significa que todo se repite con máscaras diversas. Sea como sea, la extensión venenosa de ese nacionalpopulismo ha ido acompañada de verdaderas invasiones de mentiras: lo hemos visto en los Estados Unidos de Donald Trump, en el Reino Unido del Brexit o en la Cataluña del llamado procés, todos ellos avatares diversos del mismo fenómeno (por distintos que sean), todos ellos causantes de crisis profundas y profundas divisiones en nuestras sociedades.

Vaya por delante, Señor, que soy un votante fiel de partidos de izquierdas, aunque —no sé si me explico— no siempre soy su simpatizante. Vaya por delante, también, que, a mi modo de ver, la Monarquía que usted encarna es una Monarquía republicana; o dicho de otro modo: que es una Monarquía democrática precisamente porque está basada en valores republicanos —la libertad, la igualdad, la fraternidad— y que por lo tanto es, se diga o no, implícita o explícitamente, heredera del último y frustrado experimento democrático español, la II República. Así que, como cualquier ciudadano español con dos dedos de frente, yo sé que nuestro verdadero dilema político no es Monarquía o República, sino mejor o peor democracia: la prueba es que todos preferimos un millón de veces una Monarquía como, pongamos, la noruega, que una República como, pongamos, la siria. Sentado lo anterior, quisiera decirle una cosa que, me temo, los catalanes no le hemos dicho con la claridad con que hubiéramos debido decírselo. Quisiera darle las gracias porque el día 3 de octubre de 2017, mientras un grupo de políticos felones intentaba imponernos a la mayoría de nosotros, por las bravas, un proyecto minoritario, inequívocamente antidemocrático y profundamente reaccionario —es decir, mientras esos políticos arremetían contra nuestras libertades e intentaban derogar el Estatut y violar la Constitución, aboliendo el Estado de derecho—, usted nos dijo a quienes nos hallábamos del lado de la legalidad democrática que no estábamos solos. Porque éramos, repito, la mayoría, centenares de miles, millones de catalanes, pero nos sentíamos solos. Y teníamos miedo. Mucho más miedo del que ahora queremos recordar, mucho más del que nos gustaría confesar, mucho más del que ustedes se imaginan. Y aquel día usted, señor, nos dijo que no estábamos solos, y —esto es lo más importante— al decírnoslo usted nos lo dijo el Estado democrático que usted representa. Que no estábamos solos, nos dijo. Que no nos iban a abandonar. Y que, esta vez, por lo menos esta vez, no pasarían. Y no pasaron.

Así que muchas gracias.

Pero me he desviado del tema. Para volver a él, y aunque no sea periodista, quisiera darles una gran exclusiva, una noticia bomba: Jorge Manrique nunca dijo que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los grandes poetas jamás dicen tonterías, y Manrique, vive Dios, es uno de los más grandes. Lo que Manrique dijo en realidad es que “a nuestro parescer” cualquier tiempo pasado fue mejor; es decir: que el pasado casi nunca es mejor, pero casi siempre nos lo parece.

La observación, por supuesto, es exactísima. No: en nuestro tiempo probablemente no se cuentan más mentiras que nunca, aunque a menudo nos lo parezca; mentiras, en la política y fuera de la política, se han contado siempre, porque el hombre es el animal que miente. Lo que sí ocurre hoy, me parece, es que la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca. Y ocurre porque uno de los hechos fundamentales de nuestro tiempo es el poder creciente, imparable, casi omnímodo de los medios de comunicación, hasta el punto de que no hay hipérbole alguna en decir que los medios no solo reflejan el mundo, sino que lo configuran, en cierto modo lo crean. Esto significa que los medios poseen una responsabilidad extraordinaria; también los periodistas, que son quienes hacen los medios y pueden usarlos para mal, difundiendo mentiras, o para bien, difundiendo verdades. No revelo ningún secreto si añado que hay periodistas que no los usan para bien. El por qué es evidente. Sabemos que el poder y el dinero son fuerzas por definición ciegas, insaciables, cuya esencia consiste en la pura repetición de sí mismas, en la búsqueda de su pura perduración: el poder quiere por definición más poder; el dinero, más dinero. Y sabemos que, para perpetuarse, el dinero y el poder no necesitan hombres y mujeres libres —que los humanicen y pongan límites racionales a su expansión voraz e incontrolada—, sino que necesitan ciudadanos sumisos, con lo que poder y dinero intentan controlar los medios para controlar la realidad que configuran. ¿Cómo? Difundiendo mentiras, puesto que también sabemos todos, al menos desde el Evangelio, que la verdad fabrica hombres y mujeres libres, mientras que la mentira solo fabrica esclavos.

Es así: la mentira constituye el instrumento principal de dominación de los hombres, y por eso el primer deber de un mal periodista consiste en difundirla, mientras que el de un buen periodista consiste en combatirla, aunque el poder y el dinero la prefieran, o precisamente porque la prefieren. Es cierto que, a menos que se resigne a convertirse en un esclavo, cualquier ciudadano está obligado a pelear contra la mentira; pero los periodistas auténticos son quienes pelean en primera línea del frente, y quienes más riesgos corren. Se trata, a veces, de un combate heroico, que no suele terminar en los salones de un hotel tan bonito como este, en una ceremonia tan maravillosa como esta, junto a un Rey y una Reina, como si estuviéramos en un cuento de hadas. No. Algunos periodistas se juegan la vida en esa batalla. Algunos la pierden. Ellos son los periodistas auténticos. Y lo son porque demuestran que la verdad sigue importando, sigue siendo relevante: por eso el poder y el dinero la temen. Esos periodistas demuestran que la verdad es hoy, de hecho, más revolucionaria que nunca, precisamente porque por momentos nos abruma la impresión deprimente de que la mentira ha vencido. Ellos demuestran que, como la mentira tiene hoy mayor capacidad de difusión que nunca y los periodistas más responsabilidad que nunca, el periodismo honesto —el que pelea con la verdad en la mano contra la tiranía de las mentiras que el poder y el dinero tratan de imponer— es más que nunca necesario. También, claro está, más difícil. Porque hoy ya no basta con contar la verdad; además, hay que destruir las mentiras, empezando por esas grandes mentiras que se fabrican con pequeñas verdades y que son las peores mentiras, porque tienen el sabor de la verdad. Esos periodistas valientes demuestran, en definitiva, lo que demuestra todo periodista auténtico: que el combate por la verdad es un combate contra la esclavitud".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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lunes, 11 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] El oficio más antiguo, o casi...



Redacción del periódico New York Times, Nueva York


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy  sobre la función del periodismo, el oficio más antiguo del mundo, o casi..., como lo define el director de La Vanguardia, Màrius Carol. 

"En a última película de Woody Allen (Día de lluvia en Nueva York), -comienza diciendo Carol- Timothée Chalamet le aclara a Elle Fanning que el periodismo no es el oficio más antiguo del mundo. En realidad, él le intenta explicar que había contratado a una prostituta para que se hiciera pasar por su novia para acudir a la fiesta en casa de sus padres y utiliza la perífrasis para evitar referirse a la meretriz. La joven, que aspira a dedicarse a escribir, le responde que, si no es el más antiguo, debe ser el segundo más lejano en el tiempo. No le cabe en la cabeza que el periodismo no fuera tan primitivo como la historia del hombre. La pasión tiene estas cosas, que nubla el cerebro, y el personaje de ­Fanning tiene numerosos episodios de borrasca. En realidad, el periodismo cuenta con poco más de 350 años, así que tampoco es algo tan añejo. Lo que es más difícil de responder es si va a cumplir muchos más, porque el periodismo de calidad resulta caro y mucha gente se conforma con pasar de puntillas por la superficie de las noticias, además de preferir las informaciones más intrascendentes. En las redacciones se suele bromear que, cuando las audiencias bajan, siempre se puede acudir a las noticias de perros y gatos. No es casualidad que Albert Rivera colgara en las redes sociales una imagen presentando al caniche Lucas. Cuando fallan las ideas, siempre quedan los animales de compañía. El periodismo tiene que luchar contra quienes desde el poder han querido hacernos creer que la verdad está sobrevalorada. Trump escribió en un tuit que podía prescindir del periodismo, pero lo cierto es que The New York Times y The Washington Post viven una edad dorada gracias a los suscriptores, que esperan que sus viejos medios les defiendan.

El personaje que encarna la protagonista de la película seguro que no entendería que el museo de las noticias más famoso del planeta, el Newsmuseum de Washington, donde se recreaba la edad de oro del periodismo, haya anunciado que cerrará sus puertas por falta de apoyo económico. Allí podía verse el salto que ha dado el oficio desde la primera gaceta hasta el periodismo de internet. Este museo ha tenido diez millones de visitantes, desde que lo puso en marcha hace 22 años Al Neuharth, el fundador del USA Today. De momento, el periodismo sigue haciendo historia. Y el Times goza de mejor salud que Trump".







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jueves, 3 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Insert coin



La redacción del diario El Mundo. Foto de Alberto di Lolli


En ocasiones, escribe el periodista Pedro Simón, la vida te pide bajarte del metro, olvidar el destino y dejar que se pasen los trenes. Tan llenos de gente y de prisa.

El otro día, comienza diciendo Simón, calculé cuánto tiempo me tiro al año metido en el metro para ir a trabajar. Cuánta parte de mi existencia se va en ir y venir y esperar sin ver la luz del sol, allí abajo, a 25 metros de profundidad y a 30 kilómetros por hora.

Restando el tiempo de vacaciones, los días en que me puede la pereza y cojo el coche o cuando me quedo a escribir en casa, la cifra total ronda los 20 días anuales.

Veinte días enteros sólo en un año, no vayan a creerse, con sus 24 horas cada uno. Como si todo el Tour de Francia -desde la salida hasta los Campos Elíseos- te lo pasases sentado en un vagón de la línea uno o haciendo un trasbordo en Plaza Elíptica sin salir ni una vez a la superficie.

Por eso en ocasiones la vida te pide bajarte en una estación en la que nunca te has bajado, subir a una calle que nunca has pisado, olvidar el destino y dejar que pasen los trenes. Tan llenos de gente y de prisa.

Puedes estar feliz en tu lugar de trabajo, sentirte querido y querer, poner los pies en la mesa de la redacción como en el salón de tu casa. Sólo que el cuerpo te pide cambiar de postura y de ruta por un breve tiempo.

Te pasas media vida buscando seguridad y horario fijo y columna y luego llega un momento en que los hijos tienen bigote y te has acostumbrado a estar enterrado en el metro.

Hasta los 40 o así creo que no te enteras de algo importante: la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere. La libertad tiene más que ver con negarse a hacer lo que uno no quiere hacer.

(...)

Veinte días. 480 horas. Casi 30.000 minutos...

Soy consciente de la vida que quemo anualmente embalado en el metro. Y también de todo ese otro tiempo con luz y sin codazos que no he calculado cuando llego al periódico. Porque hay gente incalculable que dejo por un tiempo.

Cuántas enseñanzas suman al año las historias de la gente que me vino a contar. Cuántos días los minutos de terapia con Elena o Amelia. Cuántos las crisis internacionales que me ha solucionado Silvia en los postres. Cuántos las clases de humanidad de Rafa y Antonio. Cuántos las aventuras en ese barco de papel con Lucía, Iñako, Ana María, Sacri, José, Teresa, Rebe, Gonza, Jorge, Rodrigo y más..

Me bajo un rato de la línea circular y luego regreso, familia. Seguid siendo plurales e incorregibles. Dad la vida si es preciso para que nadie nos quite el pollo a la plancha del comedor. Y hacedme un último favor: que alguien se ocupe de regarme las plantas.






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martes, 13 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Periodismo en peligro de derrumbe



Fotografía de Nicolas Maeterlinck para El Mundo


El periodismo está en peligro de derrumbe, escribe el periodista Raúl Conde. Antaño, ser periodista consistía en rellenar el "puto folio", que decía Umbral. Ahora se trata de que tus historias funcionen a golpe de clickbait. Aunque la manipulación no es una novedad, la exigencia en los datos de tráfico y usuarios en las cabeceras digitales nos lleva a los periodistas a forzar los enfoques. A veces incluso a retorcer la realidad. Sirva de ejemplo la imagen que ilustra este comentario. Casi todos los medios han publicado, con éxito de audiencia, que las autoridades de Bélgica destruyen este puente para facilitar el paso de grandes barcos. Pues no. Lo que se está demoliendo son unos arcos, adosados a un monumento del siglo XIII, que carecen de valor artístico y arquitectónico. Basta rascar un poco en las fuentes para contrastarlo. Quizá el periodismo, y no solo los puentes belgas, amenazan peligro de derrumbe.





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sábado, 22 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Los incisos temerosos





Los incisos son esos recursos del lenguaje que constituyen una defensa frente a quienes tienen un machete entre los dientes, escribe el profesor y periodista Álex Grijelmo. Los lectores de ahora no son como los de antes, comienza diciendo Grijelmo. Es una impresión personal, pero dicho así puede parecer una información comprobada. Entonces, escribiré mejor que la mayoría de los lectores de ahora no son como los de antes. Pero tampoco estoy seguro de que sean la mayoría de los lectores de ahora los que no son como los de antes, porque no he hecho ninguna encuesta al respecto. Pondré que “algunos” lectores de ahora no son como los de antes, para no parecer tan asertivo.

Los lectores de antes de la revolución digital, creo, se concentraban en la lectura y tendían a comprender lo que un articulista quería expresar; aportaban por su cuenta los datos omitidos (por obvios), comprendían las limitaciones del espacio y partían de que la exposición del autor respondía a reflexiones basadas en la buena voluntad. Bueno, no todos los lectores de antes, claro. Pondré que la mayoría; o muchos. O sea, que muchos de los lectores de antes estaban a lo que estaban.

Ahora, en cambio, los lectores suman millones, y algunos hacen varias cosas mientras leen, y están pensando en el fin de semana próximo y a la vez consultando el correo; una parte tiene carencias de comprensión, otro sector no pilla el lenguaje figurado..., pero casi todos ellos andan al asalto de cualquier ambigüedad, ya sea real o imaginada. Y por si fuera poco, llevan un móvil en el bolsillo con el que pueden lanzar al mundo su discrepancia y desatar con ella el aplauso de quienes repiten la crítica sin haberse tomado la molestia de leer con atención el artículo original en vez de replicar lo que se dice que se dice que se dice que alguien ha dicho.

Como habrán visto, sigo usando algunas cautelas para relativizar mis afirmaciones. Sin embargo, un segmento de lectores puntillosos pero despistados suele desdeñar las precauciones plasmadas en expresiones como “una parte”, “algunas veces”, “muchos”, “entre otros”, “quizás”, “tal vez”, “seguramente” o “puede que”, fórmulas de la lengua española que evitan la aseveración indubitable. En previsión de tales interpretaciones de rapidillo, poco a poco algunas columnas (es decir, no todas, sino sólo algunas) se llenarán de aclaraciones y vendas previas a la herida; abundarán cada vez más los incisos, los paréntesis, las explicaciones exhaustivas. Porque el autor, como yo ahora, intentará evitar que alguien malentienda y propague lo que no se ha expresado, ni siquiera sugerido. Por ejemplo, leo a uno de mis articulistas preferidos que determinado actor “merece ser colgado”; y a continuación abre el inciso: “metafóricamente, todo hay que advertirlo”. ¿Habrá alguien que crea que el autor deseaba asesinar al actor? Habrá.

Esos recursos constituyen una defensa lógica frente a quienes tienen el machete entre los dientes. Así, tales explicaciones y aclaraciones pueden provocar, si no proceden de una pluma talentosa (como sí era el caso; y aquí incurro en lo que describo), que leamos textos cada vez más lentos, llenos de salvedades, subordinadas, indefinidos y aposiciones que deberán soportar también los que no andan buscándole tres pies al gato. Es decir, quienes son más bien como los lectores de antes. A ellos debo pedir disculpas, porque a veces se nos nota el miedo ante esa legión de desatentos, tiquismiquis y rábulas a los que intentamos desincentivar tapando todos los huecos. Y total, para nada: cierto tipo de cuchillos son insaciables.





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sábado, 13 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Abstinencia





Seguiremos viendo cada vez más propuestas que nos ayuden a lidiar con un mundo hiperconectado, escribe en El País la periodista Cristina Manzano, directora de "Foreign Policy en español" y subdirectora general de FRIDE. El día que cobró conciencia de lo que había hecho, Justin Rosenstein decidió dejarlo todo, comienza diciendo Manzano. ¿Su pecado? Haber creado uno de los inventos más revolucionarios del siglo XXI; el botón del Me gusta de Facebook. Algo en apariencia inocuo, pero que activa al máximo un mecanismo psicológico que de la manera más sencilla produce satisfacción sin compromiso, lo que a su vez desencadena toda una dinámica de dependencia y manipulación hasta hace poco impensable.

Rosenstein es solo uno más de los frikis reconvertidos en abstemios tecnológicos. Que sea otra prueba del esnobismo de Silicon Valley o arrepentimiento genuino poco importa. Hay un movimiento cada vez mayor que alerta de los peligros de la adicción a la tecnología y su capacidad para penetrar en todos los resquicios de nuestras vidas.

En lo personal, junto a sus múltiples ventajas, la conexión permanente y las redes sociales han logrado que la atención se mute en distracción —con alteraciones incluso en la forma en que aprendemos y retenemos información— y está generando una dependencia que puede degenerar en enfermiza, literalmente. Según un reciente estudio, los españoles consultamos el móvil unas 150 veces al día; cada menos de diez minutos.

En lo público, han creado un espacio que, además de ampliar y democratizar la conversación, permite sacar a relucir lo peor del ser humano, con comportamientos inconcebibles en la vida “real”. Un espacio de verdades difusas donde la interferencia y la manipulación campan a sus anchas con sus consecuencias políticas.

En realidad, según el historiador británico Niall Ferguson en su último libro La plaza y la torre, el poder de las redes ha existido siempre, aunque no le hayamos prestado suficiente atención. Ahora cambia la rapidez y el alcance de su influencia. En una reciente visita a Madrid le preguntaron a Ferguson qué podemos hacer, como individuos, para preservar la libertad, y su respuesta fue: “Yo lo estoy dejando”. Él también. En boca de un intelectual público que ha alcanzado gran notoriedad en parte por las redes, sonaba como cuando los curas recomiendan la abstinencia para evitar los embarazos.

Pero sí es necesario aprender a gestionar esta nueva realidad. Algunos límites están llegando por las políticas públicas, como la decisión de Francia de prohibir los móviles en las escuelas, o como las leyes que reconocen el derecho de los empleados a desconectarse fuera de su horario laboral, además de los esfuerzos por combatir las noticias falsas y la injerencia.

En otros casos, la desintoxicación llegará por iniciativa particular, ya sea por hartazgo, autocontención o disciplina. Una encuesta en Estados Unidos revela que un 51%, ante la desconfianza hacia los medios, ha comenzado a contrastar la información con diversas fuentes. Un ejercicio de responsabilidad.

La política del avestruz no suele funcionar. Entre la abstinencia y la dependencia seguiremos viendo cada vez más propuestas que nos ayuden a lidiar con un mundo hiperconectado.





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martes, 29 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Mis citas con Elvira





Va a hacer cuatro años dentro de unos días que desvelé públicamente en el blog uno de mis secretos mejor guardados: mis citas semanales con la escritora Elvira Lindo. Todos los domingos desde hace varios años años, y casi siempre a la misma hora, las seis de la mañana, nos vemos a solas para charlar. Al principio, sí, es cierto, como todas las primeras citas, con los ingredientes que ellas conllevan de ilusiones, miedos, desconcierto... Después, a medida que fuimos intimando, con tranquilidad, sosiego y buen rollo. Desgraciadamente son solo citas virtuales, es decir, que tienen lugar en ese mundo etéreo (vago, sutil, vaporoso, en la tercera acepción del diccionario de la Real Academia) que es Internet. Pero a mí me resultan igual de emocionantes, aunque tenga que recurrir a las artes de celestina de mi diario favorito, El País.

Casi siempre es ella la única que habla. No es que no me deje meter baza en la conversación, es que me gusta tanto lo que dice, y el como lo dice, que no veo la razón para interrumpirla. Normalmente, cuando termina de contarme lo que sea, unas veces sobre la situación política en nuestro país o en el resto del mundo, siempre mucho más grande que España; otras sobre las alegrías y las penas de la vida cotidiana (ella vivió muchos años a caballo entre Madrid y Nueva York); y la mayor parte de las ocasiones sobre libros o aspectos de la vida cultural, le pregunto que si me deja contarlo a mi vez en el blog o en las redes sociales. Como nunca me dice que no, voy y lo cuento. Sin mencionar lo de nuestra relación secreta, claro está... Hasta hace cuatro años, que fui y lo conté. Ya no me importaba que la gente supiera lo nuestro. Más tarde o temprano iba a terminar por descubrirse... Mejor así; ya no tenía que disimular ni ocultar mi admiración por ella. 

Elvira no es una escritora frívola. Escribe con seriedad y ponderación, y también con rabia, cuando el asunto se lo merece. Hace unos días publicaba en El País un artículo titulado Esto nos puede pasar, sobre la responsabilidad del periodismo y los periodistas, y de las redes sociales, en la victoria de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales estadounidenses, y la generalizada debacle de la izquierda y los avances del populismo en todo el mundo.  

Al día siguiente de las elecciones americanas, comenta Elvira, dije en la radio que las sorpresas que nos estamos llevando algo tienen que ver con el desconcierto del periodismo frente a un universo cibernético que nos presenta solo aquello que deseamos escuchar. Noté una cierta incomodidad en mis compañeros de tertulia. Algo así como, encima de que estamos en crisis ahora la culpa la tenemos los periodistas. No, los periodistas uno a uno, no. Pero es obvio que algo falla. El lector no busca la verdad sino la confirmación de sus convicciones. Y las grandes compañías, que trafican con nuestros datos y nos conocen ya más que nuestra pareja, nos tientan con las páginas en las que encontraremos unas opiniones que coincidan felizmente con las nuestras. Es aterrador.

El caso es que algo así, continúa diciendo, se deben de temer los directores de la prensa americana cuando en estos días abundan los reportajes sobre esa parte del país que parecía remota pero que ahora importa, dado que ha cambiado el curso de la historia. Ojalá esto nos enseñe que sobran analistas y falta periodismo. Pero hubo una pieza, firmada por el poeta Charles Simic, que me llamó poderosamente la atención. Primero, porque estaba escrita desde el terreno, este poeta de origen yugoslavo vive en una zona rural de New Hampshire; segundo, porque su análisis carecía de toda esa jerga antipática en la que nos han ahogado los expertos. Contaba sus sensaciones en el lenguaje preciso con el que se moldea la poesía. Decía, por ejemplo: “Todos los que tenemos familiaridad con las zonas rurales y con las abandonadas zonas industriales de este país sabemos del empobrecimiento y la desesperanza de muchos hombres y mujeres que viven aquí. Sobreviviendo penosamente por trabajos de media jornada, dado que las empresas no suelen contratarlos a jornada completa, suelen estar mal pagados y ahogados por las deudas. Su corazón les dice que tanto ellos como sus hijos son prescindibles. Lógicamente, están enfadados”.

Mientras, añade, el partido demócrata afirmaba que la economía iba bien, ¡la economía!, los “prescindibles” no advertían una mejora en sus vidas. Así que creyeron al primero que apareció por allí para decirles que, efectivamente, su vida era una mierda. “Votaron —en palabras de Simic— al bufón millonario al que no le importa si viven o mueren”.

Las palabras del poeta, sigue diciendo, me llevaron a ordenar mi pensamiento, confuso de tanta lectura, y ordenarlo de la siguiente manera: La izquierda se ha centrado en las últimas décadas en las políticas de identidad y ha abandonado la cuestión social. Lo más rentable para un político es apuntarse a las políticas de identidad. Solo le basta con manejar la jerga. Ni tan siquiera se ve obligado a creer verdaderamente en lo que está diciendo.

Ya Martin L. King, añade, antes de ser asesinado, predijo que el futuro de los movimientos de los derechos civiles estaba en unirse al resto de los trabajadores. Hacer con ellos causa común. La izquierda, segmentada en grupos, ha perdido fuerza: cada grupo cree que su reivindicación está desconectada de la del grupo de al lado. Internet ha potenciado esa segmentación al máximo.

Cuando las mujeres, convocamos un encuentro feminista con el expresivo lema “Solo faltan las muertas”, dice, siento que nos olvidamos de otros muertos que se quedan como almas en pena: los niños de la guerra de Siria, las parturientas sin hospital en Alepo, las y los adolescentes que tratan de llegar a Europa desde Nigeria y se dejan la vida en el camino, las ancianas que se mueren sin tener electricidad para calentarse. La humanidad, la humanidad.

A fuerza de olvidarse de la clase obrera, continúa, el Partido Demócrata la ha perdido. Esa clase obrera blanca se ha identificado con el individuo que ha culpado a terceros de su desgracia: a los latinos, a las mujeres, a los negros, a los musulmanes. Trump ha afirmado que reabrirá las minas de carbón. Y la izquierda o centro izquierda ha sido incapaz de explicar a esa clase obrera que eso es imposible, que hay que buscar alternativas. No defienden con valentía un discurso ecologista.

La consecuencia, añade, de una izquierda ensimismada en las políticas de identidad ha sido que la clase obrera, dejada de la mano de Dios, está siendo acunada por la ultraderecha, que adorna su discurso con consignas racistas, xenófobas y misóginas. Como fatal resultado, todo se ha vuelto en contra precisamente de esas minorías que la izquierda decía defender. Los blancos pobres han visto alimentado su racismo; los negros pobres su exclusión. Las mujeres, pobres o de clase media, han sido acusadas de arrebatar el espacio a los hombres. Los latinos de agredir a los blancos. La realidad es que no habrá manera de obtener justicia social si cada uno quiere estar cobijado entre los suyos.

Sé que alguno, concluye diciendo, me reprochará que por qué no escribo de lo que nos pasa a nosotros. Pero es que esto va de nosotros. Es un aviso, y como no nos demos cuenta, mal vamos. Te creo, querida Elvira, te creo. Nos vemos el domingo próximo.



Elvira Lindo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 3061
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)