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domingo, 31 de mayo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Hannah Arendt sigue pensando




Hannah Arendt, 1966. Universidad de Chicago


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.

La filósofa alemana, escribe en el Especial dominical de hoy la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán [Hannah Arendt sigue pensando. Babelia, 30/5/2020] reflexionó  sobre muchos de los temas que nos siguen preocupando: el peligro de las emociones en política, la confusión entre hechos y opiniones, la crisis de la cultura o el totalitarismo, y su obra vive, ahora mismo, un auténtico 'boom' editorial.

"Decía Isak Dinesen -comienza diciendo Martínez Bascuñán- que se puede soportar todo el dolor si lo convertimos en una historia. Algo parecido podría afirmarse de la inclasificable Hannah Arendt y su fecunda relación con la teoría política, un campo del saber que revindicó con ahínco y que le sirvió para sobrellevar todas las crisis políticas y personales de los amargos tiempos que le tocó vivir. Hoy, como entonces, el vocabulario que empleó para pensar y narrar el mundo, sus reflexiones y esa escritura tan bella, tan suya, nos ayudan a interpretar lo que nos ocurre, aunque solo sea como simples enanos mirando el mundo a hombros de gigantes. Ella, desde luego, lo fue, y siempre es una maravillosa sorpresa descubrir que, tras una obra brillante, hay también una vida que irradia luz. Fue así, curiosamente, como ella misma describió a sus referentes en Hombres en tiempos de oscuridad: Isak Dinesen, la apasionada autora de Memorias de África, para quien relatar historias era “dejar que se vayan” y animaba a “repetir la vida en la imaginación”; Walter Benjamin, aquel “hombrecito jorobado” de poético pensamiento; o su maestro Karl Jaspers, cuya vida consagrada a la Humanität hizo que la luz de lo público terminara por “modelar toda su persona”.

Fue así como Arendt miró y describió a sus contemporáneos, con la misma empatía y honestidad intelectual con las que trató de contemplar y analizar las turbulencias políticas del siglo XX. Quien quiera encontrar en ella un pensamiento sistemático, un corpus teórico ordenado y coherente, es mejor que no acuda a sus escritos. La originalidad de Arendt radica precisamente en que sus libros escapan a cualquier clasificación. Cada uno obedece a un propósito y un tema diferentes, y en ellos disecciona conceptos con la precisión de un cirujano y la belleza de quien sabe que el lenguaje es un preciado tesoro, escapando de cualquier tentación de encerrar su pensamiento en un sistema, incluso de ofrecer una línea argumental que sirva de “barandilla” o “pasamanos”, como ella misma decía, para construirnos un refugio tranquilizador donde todo nos encaje. Muy al contrario, describió la actividad de pensar como entendió su propia vida, como un riesgo y desde una inspiración profundamente socrática, comprendida como un ejercicio que sacude y expulsa rutinas, que nos obliga a tejer y destejer constantemente nuestros pensamientos.

Arendt encaró los temas más complejos con el coraje y la prudencia del pensador que los mira de frente y los analiza desde la distancia y con el filtro de la reflexión. En sus obras, subrayó la importancia del juicio político como esa manera concreta que adopta el pensar en el mundo de la política, y habló también de nuestra responsabilidad, de la radicalidad del mal y su banalización, del totalitarismo como argamasa homogeneizadora de sujetos atomizados, de la actividad del pensar y la artificialidad y evanescencia de la esfera pública, y de esa “brillante luz de la presencia constante de los otros”. No se arrugó ante ningún tema: la verdad y la mentira en política, el poder como acción concertada y su opuesto, la atracción por la violencia. Son solo algunos ejemplos de todo lo que Arendt se atrevió a pensar de forma genuina, controvertida e incisiva, siempre con voz propia: la única manera de pensar. Por eso no es casual que hoy sus palabras nos interpelen con tanta fuerza. Su poder está en su peculiar manera de abordar los grandes temas, de sacar a la luz sus muchos y paradójicos aspectos, de enlazar sutilmente conceptos y atreverse a hacer todas las preguntas.

Durante los últimos años, nos hemos visto obligados a tornar la mirada hacia Los orígenes del totalitarismo, donde disecciona las claves que explican esa extraña lealtad consustancial a los movimientos de masas que hoy buscan los populistas de toda ralea. El ejemplo paradigmático es, por supuesto, Trump, y aquellas escalofriantes palabras que pronunció en Iowa en la campaña de 2016: “Podría estar en medio de la Quinta Avenida y disparar a alguien, y no perdería votantes”. Este seguidismo acrítico estaba relacionado con esa idea que él supo activar en sus votantes y que Arendt describía en su obra magna: formaban parte de algo más grande que una fuerza política convencional; integraban un movimiento. Muchos de los fenómenos que describen esta era de la posverdad fueron explicados y desarrollados por Arendt al hablarnos de la adhesión inquebrantable a los nuevos demagogos de su tiempo. Superviviente de una época más convulsa que la actual, Arendt supo ver cómo tales movimientos presentan siempre sistemas de significado alternativos perfectamente coherentes, donde lo que convence a sus integrantes no son los hechos (“ni siquiera los hechos inventados”, nos dice) sino la consistencia aparente de aquello a lo que sentimos pertenecer. Aparece ya aquí la insoportable carga emocional con la que hoy nos adherimos a nuestra tribu.

La autora de Verdad y política nos ayudó también a diferenciar entre verdades factuales y opiniones, advirtiéndonos que “la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos”. De estas observaciones se destila la inmensa importancia que Arendt concedió a la esfera pública, ese espacio que permite la existencia de un “mundo común” y su inevitable conexión con la pluralidad de opiniones y la libertad humana. Porque solo con la discusión “humanizamos aquello que está sucediendo en el mundo y en nosotros mismos, por el mero hecho de hablar sobre ello; y mientras lo hacemos, aprendemos a ser humanos”. Nos alertaba Arendt del riesgo de colmar ese espacio de una única verdad, pues cualquier verdad “termina necesariamente el movimiento del pensamiento”. Así, pluralidad y libertad van en ella siempre de la mano, conectadas con la esfera pública desde su republicanismo, en ese espacio de aparición que posibilita la autonomía personal y política precisamente allí donde conviven voces disidentes, impulsando una discusión auténtica, capaz de generar un “mundo común”. Pero es la información objetiva la que garantiza que nos podamos pronunciar sobre algo con un anclaje en lo real, huyendo de realidades paralelas o de la tentación de trasladar a lo público meras inquietudes privadas. Las opiniones solo pueden formarse a condición de que existan esa información objetiva y una discusión auténticamente plural y abierta; de lo contrario, habrá “estados de ánimo, pero no opiniones”. Resulta inevitable pensar en la actual quiebra del espacio público derivada del absurdo poder de las redes, de su potestad para expulsar a las voces disidentes y colmar el debate de mera emocionalidad.

La reivindicación de la pura facticidad no le hizo eludir las preguntas políticas sobre cómo los hechos del pasado afectaban al presente, pero también al futuro. Su motivación, su impulso político estuvieron caracterizados por lo que ella misma denominó “amor del mundo”, por nuestra responsabilidad para con su cuidado. Por eso necesitamos a Arendt, porque construye a partir de la esperanza, convirtiéndola en categoría política. Hoy, cuando parece que todos los males residen en el futuro, Arendt nos recuerda que, mientras haya nuevas vidas, siempre existirá la posibilidad de “un nuevo comienzo”, porque “cada recién llegado” tiene la capacidad de “hacer algo nuevo”, la facultad de hacer y mantener nuevas promesas que permitan construir “islas de seguridad”. Dichas promesas son los pactos sobre los que se erigen las instituciones, el marco de referencia que permiten desarrollar el juego de nuestra vida en común. Sin ellas, no hay juego ni estabilidad posibles, pero tampoco, curiosamente, pluralidad, acción o movimiento. La ausencia de certezas no nos libera de la responsabilidad de cuidar el mundo que compartimos. Ese es el legado de Hannah Arendt. Quizá no sea un mal punto de partida".

Estas son algunas de las lecturas sobre, y de Hannah Arendt, recomendadas por Babelia. Las he leído todas, pero si me permiten una recomendación personal, comiencen por las dos espléndidas biografías, complementarias, de Elizabeth Young-Bruehl y de Laura Adler, y luego, por Eichman en Jerusalén, y a partir de ahí, todas las demás. Disfruten de la selección de Babelia: Hannah Arendt. Una biografía. Elisabeth Young-Bruehl. Paidós; Hannah Arendt. Laure Adler. Ariel; Eichman en Jerusalén. Hannah Arendt. Lumen/Debolsillo; Los orígenes del totalitarismo. Hannah Arendt. Alianza; La condición humana. Hannah Arendt. Austral; La vida del espíritu. Hannah Arendt. Paidós; Sobre la revolución. Hannah Arendt. Alianza; Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Hannah Arendt. Austral; Ensayos de comprensión. Hannah Arendt. Página indómita; Crisis de la República. Hannah Arendt. Trotta; Tiempos presentes. Hannah Arendt . Gedisa; Hombres en tiempos de oscuridad. Hannah Arendt. Gedisa; Diario filosófico. Hannah Arendt. Herder; Poemas. Hannah Arendt. Herder.



La profesora Máriam Martínez-Bascuñán



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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jueves, 28 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Los europeos



La Acrópolis, Atenas


"Una de las salidas de la crisis después del paisaje devastado que dejará la pandemia -comenta en el A vuelapluma de hoy [Aquella idea de Europa. La Vanguardia, 20/5/2020] el escritor Lluís Foix- será regresar a aquella idea de Europa que George Steiner dejó escrita en un libro que se lee en media hora. Definía a Europa en cinco axiomas: los cafés; los paisajes que se pueden recorrer a escala humana; las calles y las plazas que llevan nombres de esta­distas, científicos, artistas y escritores del pasado; nuestra doble procedencia de Atenas y Jerusalén, y, por último, el temor de un capítulo final, de aquel famoso crepúsculo hegeliano, que oscurecía la idea y la sustancia de Europa, incluso en plena luz del día.

Un tono de desconfianza o desafío a la actual Europa se detecta en la extrema derecha y en la extrema izquierda españolas. En el obituario de Julio Anguita publicado en este diario por Pablo Iglesias el pasado domingo, el líder de Podemos reivindicaba las críticas del que fue llamado el Califa Rojo “a las debilidades del modelo antisocial de construcción europea”.

No es que renieguen de Europa, sino que no les gusta la que han construido las dos grandes familias políticas europeas de los últimos setenta años: los democristianos y los socialdemócratas. La ultraderecha europea combate también esta idea de Europa por razones basadas, según Steiner, “en los odios étnicos, el nacionalismo chovinista y las reivindicaciones regionales que han sido la pesadilla de Europa”.

La figura de Jorge Semprún no es cómoda para esta izquierda que quisiera una Europa entregada a utopías, que cuando han querido ponerse en práctica se convirtieron en distopías que negaron el progreso y la libertad a quienes gobernaron. ­Decía Semprún que su caso era “el de un antiguo leninista, que era, por tanto, antieuropeo, que descubre que con el proyecto de Europa se abre un horizonte posible para practicar una democracia radical. La transformación se produce cuando me enfrento, siendo comunista, a la realidad española y descubro que es más importante la democracia, incluso con capitalismo y mercado, que los hipotéticos logros sociales de una dictadura del proletariado”.

Semprún fue ministro de Cultura con Felipe González y sabía que los dos monstruos goyescos, el fascismo y el comunismo, que recorrieron Europa el siglo pasado, fueron superados política, cultural y económicamente por la corriente principal, el mainstream de las democracias liberales, con todas sus imperfecciones, errores y fracasos.

Europa, ciertamente, atraviesa momentos de inquietud y zozobra. La ruptura provocada por el Brexit y por el nacionalismo romántico de los ingleses ha sido una herida que tardará tiempo en cicatrizarse. El distanciamiento, también nacionalista, de los Estados Unidos de Trump ha situado en la cuerda floja las alianzas trasatlánticas en la defensa, en el comercio y en las prioridades de protección de las minorías y de los más frágiles.

La irrupción de la pandemia de la Co­vid-19 ha hecho saltar todas las señales de alarma al comprobar que Europa no estaba preparada ni médicamente ni psicológicamente para hacer frente al miedo colectivo provocado por el virus. A los políticos les ha pillado con el pie cambiado y han em­pezado a improvisar cada uno por su cuenta. Han hablado mucho, eso sí, pero no entendieron la magnitud del problema ni qué medidas cabía adoptar. El número de muertos, en España en concreto, se puede calificar de un gran fiasco.

Es arriesgado predecir cómo quedará Europa después de esta sacudida vírica. Pero el anuncio de un plan de ayudas de 500.000 millones de euros para un fondo de recuperación de la economía maltrecha es una señal positiva. Angela Merkel y Emmanuel Macron se han puesto al frente de este proyecto y saben lo mucho que está en juego si se producen nuevas divisiones entre el norte y el sur, entre los más debilitados por la crisis y los que la han soportado mejor, entre los ricos y los pobres, entre los que apuestan por una idea de Europa basada en las libertades y la convivencia y los que quieren cambiarlo todo sin la amplitud de miras que caracteriza cualquier empresa ambiciosa.

Las amenazas que afronta Occidente en general y Europa en particular son graves y habrá que adaptar las instituciones a las nuevas realidades. Pero, como dice Shlomo Ben Ami, “los valores de la libertad y la dignidad humanas que impulsan la civilización occidental siguen siendo el sueño de la inmensa mayoría de la humanidad”. Saldremos de esta crisis, se inventará una vacuna, pasaremos por tensiones sociales duras, pero lo que nos va a mantener vivos es el cambio de las actitudes de los gobiernos hacia los ciudadanos y si se toman más en serio la necesidad de invertir en educación y reducir todo lo posible las desigualdades abismales que existen hoy en día.

Un sistema democrático no se sostiene si no está basado en una cierta equidad social y un acceso universal a la educación. Son recetas de probada eficacia, en tiempos de abundancia y en épocas de crisis".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 29 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] El placer de la conversación




Dibujo de Enrique Flores para El País


La libertad de conversación se está perdiendo. Cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que no esté concebida para denigrar a alguno de los bandos en liza, ha de hacerse en privado y en voz baja, afirma en el A vuelapluma de hoy [En defensa de la esfera pública. El País, 21/4/2020] el escritor José Luis Pardo.

"Hace ya más de 200 años -comienza diciendo Pardo- que Kant escribió sobre los límites de la libertad de pensamiento, aclarando que esta última no debe ser confundida con las solitarias certezas privadas, presuntamente inalienables, ya que pensar libremente no es otra cosa que poder comunicar libremente a los demás lo que pensamos: no sabemos siquiera si un argumento es verdaderamente sostenible hasta que lo exponemos en público a la crítica de otros. De modo que es eso lo que está en juego en lo que solemos llamar libertad de expresión.

Kant señalaba que el ministro de una iglesia, el funcionario del Estado, el soldado que está sometido a la disciplina militar o el contribuyente —y quizá podríamos añadir: el militante de un partido político— no pueden esgrimir sus críticas hacia las normas que les obligan como motivo para desobedecerlas. Pero —añadía— todos ellos pueden, en cuanto partícipes de la sociedad civil, ejercer su independencia intelectual y dar a conocer libremente su pensamiento, sin importar cuánto choque con las normas de su actividad privada, gracias a la existencia de una esfera pública, una de cuyas funciones es justamente el examen crítico de esos entramados de poder a la mera luz de la razón común.

Esta distinción tan razonable entre el uso privado y el uso público de la razón funciona solamente a condición de que exista realmente eso que acabo de llamar “esfera pública”, lo que parece innegable en las democracias consolidadas, en las que la libertad de expresión está garantizada en el ordenamiento jurídico. Pero algo le está pasando a la esfera pública de nuestra sociedad, algo que, de hecho, no de derecho, restringe la libertad de pensamiento y la independencia intelectual. Yo —espero no ser el único— lo percibo día tras día en mi actividad pública, en mi trabajo como profesor y hasta en la conversación informal con amigos y conocidos. Y la dificultad para explicar públicamente qué es ese algo forma parte de la merma de libertad a la que me refiero.

Para que la esfera pública pueda ser un espacio de crítica libre de los usos privados es preciso que disponga de un margen de autonomía con respecto a esos usos, y ese margen se reduce paulatinamente cuando, como sucede en nuestros días, los intereses privados de los citados entramados de poder —iglesias, empresas, partidos políticos o movimientos sociales— invaden dicha esfera y la someten solapadamente a sus restricciones, disminuyendo así el espacio donde se puede hablar y pensar libremente. Son ejemplos de esta restricción fáctica de la libertad de pensamiento todos aquellos casos (tan abundantes que cada cual podrá escoger los que le sean más familiares) en los cuales resulta imposible exponer una opinión crítica a propósito de esas instituciones sin ser inmediatamente estigmatizado como representante de los intereses privados de alguna otra iglesia, empresa, partido o movimiento que rivalice con la institución criticada.

Y esto significa, hablando en plata, que ya no concebimos la posibilidad de que las opiniones sean otra cosa que expresión de intereses particulares o locales, es decir, que hemos perdido de vista la mera posibilidad de pensar y hablar en función del interés público, porque al parecer pocos piensan que pueda existir tal cosa, y aún menos que pueda ser tal interés el que presida las decisiones judiciales, gubernamentales o legislativas, ya que la mayoría concibe la sociedad como una concurrencia encarnizada entre intereses privados en la que se trata únicamente de elegir el bando que más convenga y comenzar a partir de ese momento a excogitar y a bramar mediante las consignas previamente cocinadas que a tal efecto han dispuesto los respectivos fabricantes de argumentarios. Entre otros muchos ejemplos, las últimas elecciones generales del Reino Unido son un exponente de ello: el voto se concentra en los extremos populistas-nacionalistas, en donde se aglutinan los mensajes más simplones y más llamativos y las opciones más descabelladas, y quienes permanecen en el centro acaban desapareciendo del mapa, después de ser tildados de peligrosos extremistas.

Walter Benjamin escribió en cierta ocasión: “La libertad de la conversación se está perdiendo. Así como antes era obvio y natural interesarse por el interlocutor, ese interés se sustituye ahora por preguntas sobre el precio de sus zapatos o de su paraguas”. Para adaptar a nuestros días esta observación habría que decir que, ahora, ese interés se reduce a la pregunta por el bando particular al que está apuntado cada cual. De manera que, mientras que la posibilidad de denostar al contrario en la esfera pública está muy bien vista e incluso incentivada, cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que simplemente no esté concebida en términos de denigración de alguno de los bandos en liza, ha de hacerse, si acaso, en privado, en voz baja y tras cerciorarse de que no habrá filtraciones. Con lo que hemos llegado a la asombrosa paradoja, ilustrada a la perfección por el permanente estado de negociación y desgobierno de la política española, de que la esfera pública está llena de vergonzosas disputas entre intereses particulares, que obscenamente se anteponen al interés público, mientras que cualquier argumentación en términos de interés público queda reservada al cuchicheo más privado que pueda concebirse, pues expresarla públicamente puede tener consecuencias nefastas para la reputación, el empleo o el porvenir de quien la profiera. Sin duda, la libertad de conversación se está perdiendo.

Es habitual acusar de este deterioro a las tecnologías de la comunicación asociadas a Internet y a las llamadas “redes sociales”. Y es cierto que a veces la mera existencia del órgano crea la función, y que estos dispositivos se adaptan como un guante a la exaltación de las privacidades y a la agrupación de sus usuarios en manadas o fratrías de “amigos” y “seguidores” anónimos intensamente dedicados a lanzar improperios a los enemigos mediante consignas diseñadas ad hoc por “desinteresados” community-managers. Pero no podemos culpar de la crisis de la opinión pública a Cambridge Analytica, del mismo modo que no son solo los big data los responsables de los resultados electorales, ya que los votantes y los opinantes son ciudadanos libres y mayores de edad. Y si, como seguía diciendo Kant, eligen actuar como menores tutelados y renunciar a su libertad de pensamiento, solo a ellos puede imputarse tal elección.

Lo preocupante comienza cuando además pretenden imponer esa renuncia a todos los demás, incluidos los que no participan en el carnaval de las identidades enfrentadas. Porque, entre tantos bandos y banderas que hoy inundan las calles, el más injuriado de todos es el de los que no pertenecen a ningún bando (al menos no hasta el punto de dejar de pensar por sí mismos) y defienden la necesidad de la esfera pública por el tan egoísta motivo de que no quieren perder su independencia intelectual y su libertad de pensamiento. Y eso, por lo que parece, es pedir demasiado".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 16 de marzo de 2020

[PENSAMIENTO] Santayana, rescatado



El filósofo George Santayana


Del filósofo español George Santayana (1863-1952) solo he leído "Platonismo y vida intelectual" (Madrid, Trotta, 2006), hace ya catorce años, y confieso que a pesar de su corta extensión -no llega al centenar de páginas- se me hizo de difícil lectura. Hace unos días, curioseando por Internet, me encuentro con un interesante artículo del también filósofo y profesor Daniel Moreno [Revista de Libros, 29/5/2019] con el título del epígrafe, reseñando dos recientes publicaciones sobre ese notable, y casi desconocido para sus compatriotas, pensador español: "Democracia, islam, nacionalismo" (Madrid, Deliberar, 2018), de Ignacio Gómez de Liaño, y "Siete tipos de ateísmo" (Madrid, Sexto Piso, 2018), de John Gray. 

"Sirvan estas notas -comienza diciendo Daniel Moreno- para destacar una curiosa coincidencia que acaso tenga carácter de síntoma: en el tráfago de las tan necesarias novedades editoriales, he aquí que dos de ellas dan notas de fondo que armonizan entre sí. Nada menos que dos insignes profesores ya jubilados –suficientemente conocidos y muy prolíficos ambos–, Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, coinciden en mostrar una de sus fuentes de inspiración, la del filósofo madrileño Jorge Santayana, más conocido quizá como George Santayana. Dado que seguramente los dos libros habrán merecido reseñas de forma independiente, me centraré en los puntos de contacto entre ellos, que van más allá del citado Santayana.

En efecto, en el contexto del ambicioso proyecto interpretativo sobre las distintas religiones políticas que Ignacio Gómez de Liaño lleva a cabo en Democracia, islam, nacionalismo, dos de sus capítulos están dedicados a don Jorge. En el primero de ellos, «La clave gnóstica del puritano», Gómez de Liaño da a conocer su lectura de la famosa novela de Santayana El último puritano (1935) –cuya reedición, por cierto, es muy necesaria– como ejemplo del planteamiento gnóstico llevado a sus últimas consecuencias y tan presente en el puritanismo calvinista de Estados Unidos. El segundo ensayo, «La clave poética del cristianismo», se centra en La idea de Cristo en los evangelios (1946) y, en general, en la lectura poética que Santayana hace del cristianismo y que le permite escapar de los dilemas de la interpretación literal protestante de la Biblia, tan alejada de la tradición católica, y centrarse en la experiencia de la autotrascendencia.

El último libro de John Gray, Seven Types of Atheism (2018), rápidamente traducido al español, por su parte, incluye a mister Santayana dentro del sexto tipo de ateísmo, «el ateísmo sin progreso», junto a Joseph Conrad. Es más, puede decirse que Santayana es el autor más influyente en este libro del profesor Gray. De hecho, afirma que «rechazo las cinco primeras variedades [del ateísmo] y me inclino por las dos últimas, que son las de aquellos ateísmos encantados de vivir en un mundo tal cual es, sin dioses o con un Dios innombrable» (p. 18); y precisamente, de estas dos últimas variedades de ateísmo, Santayana se encuentra en la sexta, y Gray incluye en la séptima a dos pensadores decididamente relacionados con Santayana: Arthur Schopenhauer y Baruch Spinoza; además, Gray acepta la lectura de Spinoza que Santayana dio a conocer en su famoso texto «Religión última» (1932). Hay que añadir que, puesto que gran parte del libro está integrado por autores anglosajones, no podía faltar Bertrand Russell, en cuya exposición Gray recuerda también la decisiva influencia que tuvo en él la reseña santayaniana de sus Ensayos filosóficos («La filosofía de Mr. Bertrand Russell», de 1913). Puede decirse, por tanto, que Santayana sobrevuela el último libro de Gray. Una pena que no haga referencia al libro de Santayana La idea de Cristo en los evangelios (1946), algo que sí hace Gómez de Liaño, a quien acaso debería leer, dado que ambos comparten muchos presupuestos.

¿Y quién es ese Santayana, con nombre bilingüe, que así aflora a modo de punta de iceberg en estas dos novedades editoriales? Pues ya todo un clásico, como irá argumentándose, y como muestra el hecho ahora remarcado. Nacido en Madrid en 1863, es sabido que Santayana fue educado en Boston por razones familiares; que fue profesor en la Universidad de Harvard durante veinte años, completando sus estudios en Berlín y en Cambridge; que, en 1912, tras la muerte de su madre, abandonó la universidad y América para viajar por Europa mientras leía y escribía plácidamente, ajeno por completo a todo gueto filosófico y nacional; que visitó España regularmente hasta 1930 y que mantuvo siempre su pasaporte español; que la Primera Guerra Mundial lo atrapó en Oxford y la Segunda Guerra Mundial en Roma, donde había establecido su residencia preferente en 1925 y donde murió en 1952. Santayana mismo resumió su vida de este modo: «Tres son los lazos que ahogan la filosofía: la Iglesia, el tálamo y la cátedra. De la primera escapé en mi juventud; nunca entré en el segundo y, tan pronto como me fue posible, escapé de la tercera». En filosofía ocupa un lugar excéntrico, porque se mantuvo fiel a la tradición humanista y moderna, nada escolástica, y muy mundana. Su brillante y fluido estilo enlaza con el de John Locke y David Hume, y la fuerza de sus argumentos hereda la de Baruch Spinoza y Arthur Schopenhauer. Fue contemporáneo del esplendor del positivismo y de la ciencia, aunque no sintió la necesidad, como otros, de refugiarse en lo irracional, en la metodología científica o en lo pseudocientífico a modo de autodefensa. También contemporáneo del idealismo, supo detectar en él su lado ineludible, el metodológico, y desenmascarar su lado falaz, cuando convierte la naturaleza en la experiencia humana de la naturaleza.

El puritanismo moral y el liberalismo político fueron también cuestionados por Santayana desde dentro. Estos dos flancos son los que destacan en el acercamiento a él que llevan a cabo Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, respectivamente. Vuelven a Santayana como a un autor clásico, siempre sorprendente, siempre iluminador, el recorrido por las páginas que escribió nunca deja de aportar alguno de esos «átomos de luz» de los que Santayana habló en su póstumo «El testamento del poeta». Porque el filósofo, en efecto, arroja luz –o, mejor, lucidez– a una época que, a fuer de invocar la oscuridad, está volviéndose ciertamente tenebrosa.

Las casi quinientas páginas que componen Democracia, islam, nacionalismo son arriesgadas, a veces de trazo grueso, pero muy necesarias. Su hilo conductor es el concepto de religiones políticas, conjunto en el que Gómez de Liaño incluye el comunismo marxista, el fascismo de Mussolini, el nacionalsocialismo de Hitler y el islam. Su motivo conductor viene expuesto al final del Prólogo: «contribuir a poder llevar adelante nuestras vidas de la forma más civilizada posible» (p. 17). Tras analizar los tres primeros tipos de religiones políticas –interpretados, por cierto, de modo muy parecido al del profesor Gray–, el libro dedica sus más de doscientas páginas centrales a la que es su aportación más relevante, y la que entraña mayor riesgo: el islam, partiendo de un exhaustivo repaso a la vida de Mahoma, un acertado resumen del Corán –quizá una de las conclusiones a sacar sea la necesidad de volver a leer ese libro, nunca del todo ajeno a las culturas mediterráneas del norte– y la dificultad que supone en la actualidad ser apóstata en los países musulmanes, sin olvidar la llamativa conexión que establece entre el islam radical y la reforma luterana-filosofía alemana. De esta parte, me gustaría alabar la memoria de su autor cuando trae un recuerdo seguramente incómodo: la connivencia y el aplauso que el todavía presente en ciertos ámbitos Michel Foucault mostró con el ayatolá Jomeini cuando este instauró una república islámica en Irán. También afea al papa sus tibios comentarios, entendidos como condescendientes, en torno a los atentados terroristas perpetrados por islamistas radicales. Por mi parte, objetaría algo al presupuesto de Gómez de Liaño según el cual la historia del islam se encuentra in nuce en la personalidad de Mahoma. Creo, más bien, que el origen de los movimientos culturales no explica suficientemente por sí mismo su desarrollo posterior, alimentado habitualmente por otros múltiples y a menudo contradictorios arroyos.

Los capítulos quinto y sexto son los dedicados a Santayana, y concluyen que «la clave poética con que Santayana nos presenta al Jesucristo de los Evangelios tiene la virtud de desmontar la clave gnóstica que explica la génesis y esencia del cristianismo y con él la tradición luterano-calvinista a cuyos pechos se criara el puritanismo. Esa clave poética del cristianismo, que tanto honor hace a la libertad y la apertura de la imaginación, a la ecuación de imaginación-amor, tiene también la virtud de desarmar el militarismo, fatalismo y belicismo que impregna la ideología político-religiosa predicada por Mahoma» (p. 324). Tras el solaz santayaniano, el libro muestra su rostro más apegado a las discusiones políticas recientes al tratar el nacionalismo, especialmente el catalán, y la democracia, de la que Gómez de Liaño se declara partidario siempre que se reforme desde dentro (como se recordará, ya en el año 2008 publicó su libro Recuperar la democracia). Sin duda el lector se sentirá apelado por estas secciones, de estilo muchas veces periodístico, de un aroma sutilmente orteguiano. En la antropología que cierra el libro, destaco la referencia que aparece al libro La dignidad real y la educación del rey, de Juan de Mariana, referencia que no ha de extrañar, por otra parte, al conocedor del muy documentado, y valiente, libro anterior de nuestro autor: El Reino de las Luces. Carlos III entre el viejo y el nuevo mundo.

Cierto desapego, algo de indefinición y mucho de divertimento caracterizan la clasificación que John Gray lleva a cabo de los distintos tipos de ateísmo en su libro Siete tipos de ateísmo. No de otro modo puede abarcar un tema de suyo tan complejo y tan resbaladizo, teniendo en cuenta, además, que gran parte del texto está ocupada por anécdotas biográficas de los autores más relevantes, y que establece paralelismos históricos que, en coherencia con su crítica a la idea de progreso cultural lineal, descoyuntan literalmente los planteamientos usuales. Qué haya de entenderse por teísmo, qué por ateísmo, por teología, por religión, o religiones, se da a cada paso por sobreentendido, a pesar de los distintos matices presentes evidentemente en cada contexto.

Buena muestra de ello es la propia clasificación, nada intuitiva, que establece Gray, y los autores que incluye en cada uno de los siete tipos: 

1) Como «nuevo ateísmo» entiende probablemente el de su compatriota Richard Dawkins y el del estadounidense Sam Harris (seguramente también el del francés Michel Onfray, del que habla en el capítulo segundo, el de los transhumanistas del capítulo tercero, y el de otros autores del siglo xx que cita aquí y allá), a los que les desvela que su posición es heredera del positivismo de Auguste Comte y que olvidan que el flanco realmente débil de la religión no es la ciencia, sino enfrentar el cristianismo con la personalidad histórica de Jesús, una tesis bastante cuestionable dado que, como en el caso de Mahoma, no todo lo que conocemos como cristianismo puede rastrearse hasta el Jesús histórico.

2) En el «humanismo secular» incluye Gray a quienes confían en el progreso de la humanidad, como John Stuart Mill, Henry Sidgwick, Bertrand Russell, Friedrich Nietzsche o Ayn Rand (muy clarificador todo lo que cuenta de esta última y de su influencia en Estados Unidos.

3) Bajo el epígrafe «fe en la ciencia» se encuadran el ateísmo de los naturalistas evolucionistas inspirados en Darwin (oportuna la insistencia en el carácter no finalista de la selección natural à la Darwin, dado que la naturaleza no es una diosa, y el cuidado con que Gray distingue a Darwin de sus seguidores racistas supuestamente científicos, otro ejemplo más de que el origen no agota el ser), ilustrados como David Hume o Voltaire, los seguidores de Franz Anton Mesmer, el materialismo dialéctico y el transhumanismo de Raymond Kurzweil o el superventas Yuval Noah Harari.

4) En el apartado de «religiones políticas» sitúa Gray, como Gómez de Liaño, al gnosticismo, a los anabaptistas que se hicieron fuertes en la ciudad alemana de Münster, los jacobinos, los bolcheviques, los nazis, los maoístas y los liberales colonialistas (muy interesado se muestra Gray en recordar la barbarie que los belgas sembraron en el Congo con el nombre de civilización).

5) Como «odio a Dios» califica al ateísmo del marqués de Sade, de Fiódor Dostoievski y de William Empson.

6) El «ateísmo sin progreso» correspondería al ateísmo de George Santayana y del novelista polaco Joseph Conrad. Para Santayana se centra sobre todo en Dominaciones y potestades, Platonismo y vida espiritual y Soliloquios en Inglaterra, obras todas ellas disponibles en castellano en ediciones recientes; afirma Gómez de Liaño, entre otras cosas, que «la combinación de una visión subjetiva del valor con un ideal contemplativo que propugnó Santayana es ciertamente excepcional. Casi todos los que han atribuido importancia a la contemplación lo han hecho porque creían (como Platón o el primer Russell) en una realidad superior a la que esa contemplación daría acceso. Santayana no tenía creencia alguna de ese tipo. Él valoraba la contemplación porque le permitía tener una visión lúcida del único mundo que existe: el mundo de la materia» (p. 177).

7) Finalmente, el «ateísmo del silencio» es el de Arturo Schopenhauer, el de Baruch Spinoza o el de Lev Shestov y su seguidor Benjamin Fondane, ya en el siglo xx.

Como se ve, son muchas, y llamativas, las coincidencias entre nuestros dos autores, aunque la más llamativa siga siendo su vuelta a Santayana como fuente de inspiración para entender nuestra época y sus raíces. Ambos aceptan el concepto de religiones políticas, si bien Gómez de Liaño se centra en el islam y Gray en el cristianismo; interpretan del mismo modo los totalitarismos del siglo pasado y tienen, por cierto, muy en cuenta el movimiento anabaptista alemán al que se enfrentó Lutero. Cada cual tiene también sus olvidos, pero no es cuestión de recordarlos ahora, ya que cada lector echará en falta los que él mismo considere relevantes. Gray no duda, sin embargo, en adscribirse al liberalismo, así como Gómez de Liaño se declara demócrata. Pero se trata de compañeros de viaje bastante incómodos, ya que critican desde dentro su propia corriente. Algo que el propio Santayana hizo con gran maestría: cercano a todos, buen interlocutor, insuperable intérprete, pero desasido y cruel como la misma verdad.

Dado el enfoque de gran angular que ambos pensadores, ya provectos (en 1946 nació Ignacio Gómez de Liaño, que ha ejercido la docencia en la Universidad Complutense; en 1948 nació John Gray, que ha dado clases en Oxford y en la London School of Economics), aplican en sus respectivos libros, y teniendo en cuenta que ellos mismos son conscientes de haber adoptado un estilo no estrictamente académico para deliberar con la palabra y con el argumento en la plaza pública, se recomienda a los lectores acaso ingenuos no caer en la fácil trampa de aislar ciertas frases del contexto y encontrar en ellas afirmaciones supuestamente falsas, tergiversaciones aparentemente obvias o fácilmente rebatibles. Lo que ambos autores tienen en mente es otra cosa: buscan similitudes allí donde no se esperan, por más sorprendentes que resulten. Las más comunes las dan por sabidas, y por eso las cuestionan. Muy santayaniana resulta también esa salida del ámbito académico y la adopción del papel de filósofos mundanos, función esta de larga tradición histórica, por más que quede en tercer plano en las historias habituales del pensamiento.

Finalizada la lectura de Democracia, islam, nacionalismo y de Siete tipos de ateísmo, se me viene a la mente la imagen de los dos autores situados cada uno en el extremo de un puente. Tantas cosas en común –generación, talante, profesión, ideas, Santayana–, tanto por hablar y por compartir. Basta animarlos a que caminen, se acerquen, se sienten y compartan una taza de té. Y nadie mejor para romper el hielo y dar comienzo al diálogo que Santayana, fuente filosófica común de ambos, en tanto que pensador clásico del pasado siglo. Precisamente el texto que propuse para la placa que recuerda el lugar donde nació en Madrid presenta a Santayana como lugar de diálogo; quien se acerque en Madrid a la calle Ancha de san Bernardo, número 67, podrá ver el rombo del Plan Memoria de Madrid y leer que «Aquí estuvo la casa donde nació en 1863 el filósofo, poeta y novelista Jorge Santayana, cuya vida y obra fueron un diálogo entre las culturas latina y anglosajona».

De hecho, a Santayana le encaja muy bien la metáfora de ser un puente que permite transitar a gente discreta de América y gente discreta de Europa, personas unidas por tener intereses excéntricos respecto a sus culturas de origen. Un lugar que permite no sólo cruzar de un lado al otro, sino pararse a conversar y a leer lo que escriben los demás. Nada de extraño tiene, por cierto, que ese puente pase por México y por Argentina, donde Santayana fue un pensador conocido y respetado durante décadas. Por eso me parecen muy santayanianos los antiguos puentes que la gente usaba no sólo para caminar sino para vivir: puentes con viviendas adosadas a ellos. Santayana sería, así, un puente filosófico entre Europa y Estados Unidos; en este caso, entre el español Ignacio Gómez de Liaño y el británico John Gray. El lugar de encuentro podría ser Roma, donde Santayana pasó sus últimos años, y ciudad única, donde se viaja ampliamente en el tiempo moviéndose ligeramente en el espacio. ¿De qué hablarían? De muchísimas cosas. El Brexit, Gibraltar, y quién sabe de qué más.

Me gustaría, con todo, no cerrar estas notas sin aludir a otra muestra de que Santayana es un clásico para nuestro tiempo. Animo al lector a que realice esta experiencia: leer el libro de Santayana que la meritoria editorial ovetense KRK ha rescatado en 2018, La tradición gentil en la filosofía americana (1911), como muestra del «fuego pálido» santayaniano del que Ramón del Castillo habló hace años en Revista de Libros. Y la premiada película Green Book (2018), de Peter Farrelly. Verá que un libro sobre las dos principales tendencias culturales norteamericanas puede explicar una película que enfrenta a los cultos sureños de Estados Unidos, que mantienen una tradición ya muerta, y al vivaz fruto del Bronx neoyorquino, savia nueva e híbrida para un país joven. Y que una película actual puede iluminar un libro escrito hace más de cien años, muy lejos, por tanto, de haber caducado".



El profesor Daniel Moreno



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miércoles, 18 de septiembre de 2019

[PENSAMIENTO] El oasis contaminado de la educación



Dibujo de Javier Olivares para El Mundo


Las tecnologías en el campo educativo, afirma el filósofo José Sánchez Tortosa, deben aplicarse sin olvidar, sino reforzando, numerosos hábitos de estudio desterrados por "superados y represivos", como la escritura, la memoria, la capacidad de comprensión y la reflexión.

Bien pudiera ser que, comienza diciendo, más allá de las circunstancias biográficas del Sócrates histórico, su figura paradójica desempeñara un papel literario crucial en la obra de su discípulo. Eso habría permitido a Platón jugar con varios Sócrates (efebo, adulto, anciano y en el trance de morir) y desvelar, a su través, los matices de cuestiones teóricas cuyo eco es valioso para clarificar problemas actuales. Una de ellas es la del papel de las tecnologías en la enseñanza, como artesanía institucional capaz de garantizar la continuidad y desarrollo de saberes propios de sociedades civilizadas. Entre ellas, hay un artificio peculiar, que compromete la noción de verdad: la escritura. En Fedro, Sócrates alerta sobre el riesgo, acaso inexorable, de que la escritura acabe siendo la muerte del pensamiento, cuyo soporte es la memoria (anámnesis), superflua en adelante gracias a esa técnica. La soberbia pretensión de fijar lo verdadero en piedra, tablilla, papel ("el periódico de hoy envuelve el pescado de mañana"), disco de computadora o nube puede llevar al fetichismo de la palabra escrita, a reducir el pensamiento, vivo y en incansable tensión, en algo yerto, rígido, inerte, mera repetición. Y, sobre todo, producir en los jóvenes la renuncia a pensar, es decir, a recordar, fiándolo todo al soporte tecnológico, que pensará por ellos. Hoy Google, Wikipedia y, en general, el conjunto de datos accesibles en red, son usados como pretexto contra una presunta enseñanza memorística que, sin embargo, es la única posible, pues aprender es reconocer (recordar) semejanzas y diferencias según criterios comunes, que preceden al individuo, y lo desbordan. La amnesia cacofónica de las televisiones y el vértigo instantáneo de las redes sociales constituyen la exasperación de los temores socráticos.

Pero ¿es que ha de quedar la escuela de espaldas al mundo? La respuesta más tentadora y obvia parece ser negativa. ¿Qué buen demócrata progresista defendería una escuela ajena a los problemas de la sociedad de su tiempo? Sin embargo, como suele suceder con las convicciones acuciantes que no consienten la paciencia del análisis, puede quedar oculto algo esencial. La enseñanza académica es la preparación para la comprensión de realidades complejas y su administración, manipulación y modificación en determinados ámbitos. Si el mundo es ruido y furia, estupidez y ceguera, la escuela tiene la obligación de defender a los estudiantes de esa realidad a la que, sin ella, estarían condenados. Dejar que la brutalidad caótica de lo mundano contamine los procesos de aprendizaje es delito de alta traición a ese oasis de conocimiento y estudio que un aula habría de ser y que, en la mayoría de los casos, ya apenas es. Esa exigencia de una escuela abierta al mundo reclama introducir indiscriminadamente las redes sociales en las aulas de enseñanza primaria y secundaria. Y, en este punto, los catecismos de la pedagogía dominante recurren a los tópicos habituales, deslumbrantes en su falsa novedad, pero vacíos y envejecidos en el acto mismo de ser enunciados. Uno de ellos es beligerantemente antisocrático: la memoria es innecesaria para aprender; los contenidos están en la Red. Y se remata, como no podrá sorprender a estas alturas, con el correspondiente anglicismo. El e-learning condensa mitos recurrentes a los cuales los adalides de las redes sociales en la educación se aferran (o venden): aprendizaje colaborativo (horizontalidad) y socialización, fomento de la creatividad, aprender haciendo, búsqueda de información no aburrida, enseñanza basada en los intereses del alumno (constructivismo), autoaprendizaje, romper con la enseñanza unidireccional... Se dice, además, que los alumnos actuales son nativos digitales por lo que la educación ha de hablar su lenguaje y formar en la llamada competencia digital.

De modo que el maestro resulta obsoleto, fósil arcaico y extranjero digital que ha de convertirse (reciclarse) en simple facilitador de las herramientas que los púberes (todos ellos Leonardos o Mozarts reprimidos) usarán para su despliegue liberador. Se dice desde hace tiempo que se avecina un nuevo paradigma en el cual el profesor ya no es el único poseedor del conocimiento, que está al alcance de todos en la red. El reclamo de la innovación educativa se alimenta de la eficacia publicitaria de las nuevas tecnologías y las redes sociales y de su vacuo formalismo, pues los contenidos científicos y académicos, de los cuales depende que aquello que se conecta sea provechoso, estéril o pernicioso para el aprendizaje, quedan confinados en la irrelevancia. Cómo aprender es la clave, sin importar qué, dice el dogma. Destrezas, competencias y procedimientos son lo decisivo, pues los contenidos, datos, referencias, hechos, conceptos están a disposición del usuario y consumidor, que no es ya propiamente alumno. Y, de modo tan eficaz y atractivo, se perpetúa la ignorancia e incompetencia de los sujetos con menos respaldo familiar, económico y cultural, más expuestos a las luces de neón de la pseudofelicidad barata de los dispositivos electrónicos y las aplicaciones de consumo inmediato, desarmados ante las exigencias del mundo real. Tal política educativa no implica darles la oportunidad de usar las nuevas tecnologías para su provecho. Supone, por el contrario, arrebatarles la tradición, sin la cual, a partir de ella y en contra de ella, no es posible el conocimiento y, por tanto, un mínimo de independencia personal.

Las redes sociales son herramientas. Ofrecen posibilidades de estudio e investigación de enorme potencia, abolidos técnica y virtualmente los obstáculos de espacio y tiempo. Y, a la vez, genera la tentación de enviar al mundo virtual la verbalización de sentimientos, creencias y opiniones propias, sin reflexión sosegada y disciplinada, donde no hay margen para el conocimiento. 

Cuando los principios de la lógica y del rigor científico y filosófico están asentados y la autoridad del magisterio reconocida y aceptada, esas tecnologías enriquecen e impulsan el aprendizaje y la divulgación del saber. Cuando esos principios fallan o son débiles y están expuestos a las nieblas de lo ideológico y lo moral, trasuntos de lo teológico, avivan la sacralidad de la opinión indiscriminada, una suerte de doxolatría (lo que Lucien Morin llama opinionitis), y refuerzan, en lugar de poner en cuestión, los prejuicios, en un ruidosa convulsión de narcisismo infantil. Los sesgos cognitivos, que sólo pueden ser advertidos gracias a una implacable autocrítica, para la cual casi nadie tiene tiempo ni fuerzas, hallan en las redes su celebración más desvergonzada. Lo banal se exhibe sin rubor en cuentas, perfiles y muros. La fiesta de la ignorancia encuentra su sede en ese magma indiferenciado y estrepitoso que venera las ocurrencias más solemnes de los adolescentes de todas las edades.

Sería posible un uso de las nuevas tecnologías al servicio de un aprendizaje que arrastre procedimientos clásicos y afiance los rudimentos atemporales que capacitan para aprender si la escuela pública gozara de una firmeza institucional enfocada al conocimiento científico, académico y técnico y estuviera limpio de interferencias ideológicas y contaminaciones pseudocientíficas. La omnipresencia de las nuevas tecnologías es, precisamente, la que hace urgente reforzar esos rudimentos de estudio tenidos en ciertos ambientes por superados y represivos: hábitos de trabajo, repetición regulada, entrenamiento del razonamiento por medio de la atención y la discusión, por medio de la redacción y de la lectura, investigación sistemática.

La seca realidad, impermeable a la espectacularidad de los montajes audiovisuales, es que no hay enseñanza sin lectura. Y es la lectura, con todo lo que ello implica, la que está en peligro de extinción cuando desde la escuela misma se exime de ella a los estudiantes. ¿Para qué dedicar tiempo y esfuerzo en leer La Odisea, La Divina Comedia o Don Quijote si hay resúmenes, adaptaciones o tutoriales en Youtube que pueden hacerlo por uno? La escuela ya no enriquece en conocimientos a los que no tienen otros medios para prosperar. Se les priva de acceder a las cimas de la inteligencia y de la belleza. Se les debilita felizmente. Sin sintaxis, sin ortografía, sin disciplinados hábitos repetitivos, pacientes, rutinarios, que permitan la comprensión de lo leído, es imposible no ser presa fácil de las distorsiones de los medios y de la vanidosa tentación de tener demasiada fe en uno mismo.

Absorbido por el uso trivial de los dispositivos móviles, el tiempo de mucho estudiantes y jóvenes se encoge y se acaba disipando en la nada no porque la vida sea breve, sino porque, como Séneca formula, la hacemos breve nosotros acelerando su ritmo a base de dar valor a lo más insignificante y efímero.



La escuela de Atenas, Rafael (1512). Museos Vaticanos



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