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sábado, 28 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Cabreo o rebelión cívica? Publicada el 24 de septiembre de 2009









A pesar de mi optimismo impenitente cada vez que oigo a un político hablar a boca-llena de vocación de servicio, o de servidores del pueblo, se me abren las carnes en canal. A mí, el comportamiento de la clase política española me provoca una profunda repugnancia; la de la derecha, con el PP al frente, repugnancia y desprecio; la canaria, repugnancia, desprecio e hilaridad a partes iguales.

Al ejercicio de la política en España se llega por ambición, por despiste, o por inutilidad para saber ganarse la vida honradamente. Entre los que llegan por ambición, la mayoría lo hace porque eso de "pisarmoqueta" es como tener un orgasmo múltiple permanente. Sí, se que la ambición también puede ser noble, pero que quieren que les diga... Entre los que llegan por despiste, están las personas honradas, los buenos profesionales, los ingenuos, que creen, de verdad, en los ideales republicanos de servicio a la "cosa pública", y que abandonan el barco a la primera de cambio, aburridos, asqueados, o por ambas cosas. Los otros, los de la "tercera vía", simplemente, porque no saben dar un palo al agua y hay que comer todos los días, y si es a costa de los demás, pues mejor que mejor... 

Tengo la impresión de que no soy el único español que piensa así. Al contrario, creo que cada día se percibe más un intenso cabreo ciudadano para con sus políticos, una rebelión cívica, que puede ser beneficiosa a la larga si no la sacamos de contexto.

Hace unos días me llego por Internet a través de un correo amigo un artículo supuestamente escrito por el novelista y académico Arturo Pérez-Reverte, titulado "Esa gentuza" [Patente de corso, 5/7/2009] en la que pone a la clase política española a caer de un burro. Eso sí es un cabreo. Lo comparto. Pero ni yo me atrevería a decir lo que le dice a nuestros parlamentarios nuestro preclaro académico. Lo reproduzco más adelante, pero ignoro la fecha y lugar de su publicación.

El pasado día 11, aniversario de la tragedia de las Torres Gemelas de Nueva York, otra notable escritora y periodista, Rosa María Artal, escribía un artículo titulado "Test de agudeza mental: busca las diferencias entre las formas politicas de EEUU. y España" [El Periscopio, 11.9.2009] en el que dejaba reflejo de las abismales diferencias de comportamiento entre los modos parlamentarios españoles y norteamericanos. A favor de estos últimos con enorme diferencia. Pueden leerlo más adelante.

Y sobre la chabacana y pueblerina clase política canaria, que quieren que les cuente... El también escritor y periodista grancanario, José Antonio Alemán, escribía ayer un delirante artículo titulado "La dedicación política y dos piedras" [El Anillo de Moebius, 23/9/2009] sobre nuestro ínclito vicepresidente del des-gobierno canario y presidente del PP de las islas, José Manuel Soria, y sobre algunos de los últimos sucesos y chismes de la vida política local. Al final, llegaba a la misma conclusión que expuse al comienzo de este comentario sobre esa "tercera vía" de acceso a la poltrona y la moqueta: "De seguir así, acabarán dedicándose a la política y a las empresas públicas los que no sirvan para otra cosa y los que no logren levantar cabeza profesional en el ejercicio privado. Que es lo que ya ocurre". Apañados vamos, añado yo. HArendt





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sábado, 21 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Los flecos de la democracia. (Publicada el 21 de septiembre de 2009)



Congreso de los Diputados, Madrid


Un interesante artículo en el diario Público del pasado sábado titulado "Regeneración democrática", escrito por el polémico periodista presentador televisivo José Miguel Monzón ("Gran Wyoming"), traía a colación la reciente controversia política abierta con motivo de la moción de censura presentada contra el alcalde (PP) de la localidad alicantina de Benidorm, relacionándola con la trama de Tamayo y Sáez que despojó de la presidencia de la Comunidad Autónoma de Madrid al partido socialista. La conclusión a la que llegaba el articulista, que comparto en buena medida, era la de que, puesto que el ciudadano no escoge candidatos cuando vota, sino sólo al partido que quiere que le gobierne, resulta bastante cínico que se cuestione la disciplina de voto y que se defienda la propiedad del escaño cuando se abandona el partido por el que uno es elegido, ya que, si no hay listas abiertas, uno se debe a las siglas. No lo reproduzco en su integridad porque no he sido capaz de localizarlo en el archivo de dicho periódico, pero en esencia, esa era la cuestión planteada.

También hace unos días, con motivo de la reelección de Durao Barroso como presidente de la Comisión Europea por el Parlamento de la Unión, se registró el hecho, ya repetido en ocasiones anteriores, de que los parlamentarios socialistas españoles votaran unánimente en contra de lo acordado por el grupo parlamentario socialista europeo y a favor de la reelección del presidente de la Comisión.

La proximidad en el tiempo de ambos hechos, la disidencia de los socialistas españoles respecto de su grupo parlamentario, y el artículo de "Gran Wyoming" sobre la disciplina de voto, me han llevado a reflexionar sobre lo que considero uno de los flecos más interesantes de la democracia representativa, y que es, la libertad real de los representantes elegidos por los ciudadanos para ejercer, en nuestro nombre, la soberanía popular.

La democracia moderna es representativa o no es democracia. La soberanía pertenece al pueblo, pero no se ejerce directamente por éste, sino a través de los órganos constitucionalmente previstos, normalmente, el Parlamento. Ni siquiera la Confederación Helvética (Suiza), que con tanta asiduidad recurre al referéndum como vía de participación política directa del pueblo en los asuntos de Estado, pone en cuestión la premisa de la democracia representativa.

Corolario de la anteriormente expuesto es: 1) que los miembros de los parlamentos, sea cual sea su forma de elección y el partido o formación política por la que se presentan, representan a la nación en su conjunto y no sólo a los electores de su circunscripción, sus votantes o su partido; 2) que no están sujetos a mandato imperativo alguno, ni del pueblo, ni de sus electores ni votantes, y mucho menos de su partido; y 3) que en el ejercicio de sus funciones parlamentarias no están ligados por ningún tipo de disciplina de voto, sino que cuando lo ejercen, lo hacen en conciencia y bajo su exclusiva responsabilidad personal.

Si esto no se acepta, sobran los parlamentos y cualesquiera instituciones representativas de las que se dotan las sociedades democráticas, pues bastaría elegir al hipotético líder de la nación por el pueblo, sin intermediación de partidos, y delegar en él todo el poder del Estado para funcionar. Ni siquiera los regímenes fascitas y de dictadura proletaria se han atrevido a tanto y han guardado alguna apariencia formal de representación política.

Lo ideal sería establecer procedimientos democráticos por los cuales, en casos tasados, los representantes elegidos pudieran ser apartados de sus cargos antes de la finalización de sus mandatos, bien por aquellos mismos que los han elegido o por los órganos jurisdiccionales correspondientes. Pero en el ínterin, no deberíamos rasgarnos tanto las vestiduras ante casos de transfuguismo de un partido a otro, o de rompimiento de la disciplina de voto, porque no siempre están motivados por razones espurias. O por citar otro ejemplo: ¿no exigimos a jueces y magistrados que voten en conciencia sin sujección a mandato imperativo alguno de aquellos por los que han sido designados? Si es así, ¿por qué nos resulta tan difícil admitir lo mismo de nuestros representantes políticos?

En los estados medievales peninsulares, los procuradores que eran enviados por las ciudades con representación en ellas a las Cortes convocadas por el rey, lo hacían bajo mandato imperativo, y sujetos estrictamente a las órdenes dadas por escrito por sus conciudadanos, y cuando volvían de ellas, si no se habían atenido al mandato recibido, se arriesgaban a ser colgados de las almenas de la ciudad. No creo que ese sea el procedimiento idóneo hoy día, aunque nunca de sabe... HArendt




El periodista José Miguel Monzón (Gran Wyoming)


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sábado, 7 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Primarias (Publicada el 28 de agosto de 2009)




La secretaria general del PSF, Martine Aubry



Leo en la edición electrónica de hoy viernes del diario parisino Le Monde que la secretaria general del partido socialista francés, Martine Aubry, se declara en favor de primarias abiertas para la designación del candidato del partido a la presidencia de la república en 2012, apostando al mismo tiempo por la unidad, modernización y renovación del partido. Lo ha dicho al inicio de la reunión de cuadros y militantes socialistas que hoy ha comenzado en la Universidad de Verano de La Rochelle, decisión a la que acompañarán reglas como la no acumulación de mandatos. Una opinión, no compartida mayoritariamente en el seno de la izquierda francesa: Jean-Luc Melanchon, del Partido de la Izquierda, se muestra categóricamente en contra del principio de primarias, del que dice que la única vez que se utilizó en Europa fue en Italia -¿se habrá olvidado de la experiencia española o del propio PSF con Ségolène Royal?-, y acabó en un desastre.

Que los viejos y nuevos partidos políticos europeos, y españoles, le tienen pánico a las primarias es una afirmación que no admite prueba en contrario. Gobernados todos ellos por "oligarquías de hierro" como las denominara, estudiara y describiera a principios del siglo XX el sociólogo alemán Robert Michels (1876-1936) en su monumental obra "Los partidos políticos" (Buenos Aires, Amorrortu, 2008), el único sistema admitido de ascenso y promoción interna que funciona en la práctica, digan lo que digan los respectivos estatutos, es de la cooptación por parte de esa misma oligarquía.

La prueba del algodón de unas primarias en el seno del socialismo español se dio en 1998, en las que, contra todo pronóstico, pero con el apoyo casi unánime de los militantes, fue designado candidato a la presidencia del gobierno Josep Borrell. Ninguneado -cuando no torpedeado- por la propia dirección del partido, acabó dimitiendo poco después. Y las primarias, la limitación de mandatos y la no duplicidad de cargos pasaron a mejor vida en la historia del Partido Socialista Obrero Español.

Ahora, que de nuevo un viejo partido socialista europeo como el PSF, tan chovinista él, va a intentar la experiencia de las primarias, exitosa en otras latitudes políticas como la norteamericana, no me cabe sino desearles la mayor de las suertes. Si les sale bien, quizá aquí, fascinados por la experiencia, el socialismo español se decida a su reimplantación pero esta vez en serio y creyéndosela ellos mismos. ¿Los partidos en manos de sus militantes y votantes? Sería hermoso, aunque sólo fuera por lo inédito. HArendt




El exsecretario general del PSOE, Josep Borrell



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miércoles, 24 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La responsabilidad de los políticos





Mientras el país se desenvuelve con normalidad, la dirigencia política, sin distinción de ideologías ni talantes, lo pretende empujar de manera constante hacia la confrontación y la desesperanza, escribe el periodista y académico de la Lengua Juan Luis Cebrián. 

En el esperpento al que hemos asistido los últimos meses sobre los devaneos y esfuerzos para formar Gobierno en España, una sola palabra se ha hecho dueña del escenario, pronunciada ampulosamente por todos los intérpretes de la tragicomedia: responsabilidad. De modo que la derecha debe permitir gobernar a la izquierda por responsabilidad, y abstenerse de fornicar con la extrema derecha también por responsabilidad. Pero, a su vez, la responsabilidad de formar Gobierno es de la izquierda, porque así se lo ha encargado el Rey, en el ejercicio de uno de los eximios y simbólicos poderes que la Constitución le otorga. Habida cuenta del poco apego que nuestros líderes muestran por la excelencia intelectual —salvo en el caso de Pablo Iglesias, que ya se encargó de recordar sus méritos académicos frente a los deméritos de sus oponentes—, es comprensible el descuido semántico en el que han incurrido en este caso. La responsabilidad no es en principio una cualidad del comportamiento, sino la obligación de responder por algo ante alguien. O sea, que lejos de suponer que los que no siguen los deseos de quienes pretenden monopolizar hasta el sentido común son unos irresponsables, los políticos, todos los políticos, son responsables de sus actos mal que a veces les pese. Esta es, en definitiva, la grandeza de nuestro vilipendiado régimen: que en elecciones periódicas y libres han de someterse al examen de los ciudadanos, capacitados como están para echarlos de su empleo. De modo que la responsabilidad que el presidente en funciones demanda de los demás es la misma que los demás han de exigirle, y no es él, ni ninguno de los otros, quien define los límites de su ejercicio.

Como no todo son desventuras en nuestro devenir patrio, este fin de semana hemos tenido la grata sorpresa de que por fin los portavoces socialistas se han apeado también de una chorrada de su invención: el suponer que el llamado gobierno de cooperación define una política inteligible en el ejercicio del poder. Todos los que tienen acceso al mismo están habitualmente obligados a cooperar de un modo u otro con actores terceros para conseguir fines que consideren comunes. Pero en un Gobierno de coalición, que ahora parece anunciarse, el poder es compartido de manera efectiva. Y la política se dirige precisamente a las entrañas del poder: cómo conseguirlo y cómo ejercerlo. Eso explica la renuencia socialista a establecer una alianza semejante con Podemos, y la correosa insistencia de este partido por reclamar lo que objetivamente era lógico. Dada la actual fragmentación parlamentaria resultaba impensable un Gabinete monocolor, como soñaban los dirigentes del PSOE. Pero además era del todo inconveniente porque la fragilidad del Ejecutivo habría constituido una constante amenaza para la tan cacareada estabilidad. Constatada la cerril actitud de Ciudadanos y la ausencia de una oferta por parte del PSOE a ese partido, la solución menos mala para los intereses generales es la que ahora se vislumbra. Hay que decir además que en todo el proceso negociador el más coherente y consecuente con el manual del buen gobierno ha sido precisamente Pablo Iglesias. Otra cosa son los riesgos, para un partido sistémico como el PSOE, de sentarse a la mesa con un partido declaradamente antisistema.

La Constitución declara (artículo 97) que el Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar, y la defensa del Estado, y a eso es a lo que van a ser convocados los ministros podemitas. Aunque enseguida advierte que es el presidente quien dirige la acción del Gobierno, no especifica mucho más sobre sus atribuciones. Tuvieron que pasar casi dos décadas hasta que en 1997, ya con José María Aznar en La Moncloa, se promulgara una Ley del Gobierno que configura el funcionamiento del mismo en torno a tres principios: el que “otorga al presidente la competencia para determinar las directrices políticas que deberán seguir el Gobierno y cada uno de los Departamentos; la colegialidad y consecuente responsabilidad solidaria de sus miembros, y, por último, el que otorga al titular de cada Departamento una amplia autonomía y responsabilidad en el ámbito de su respectiva gestión”. Dado el carácter de Aznar, es evidente la autoridad casi absoluta que dotó al presidente en el articulado de la ley. Esta preeminencia es fácil de mantener en un Gobierno monocolor, sobre todo mientras las cúpulas de los partidos mantengan el control de las listas electorales en comicios cerrados y bloqueados. Pero si se consuma una coalición, hay que decir que ni Iglesias ni Sánchez tienen por el momento un currículum reconocible en lo que se refiere a la búsqueda de consensos, ni siquiera en el seno de sus propias formaciones. Ambos han convocado, con mejor o peor fortuna, al ángel exterminador para afianzar su posición en sus respectivos partidos, con lo que ahora tendrán que someterse a un curso acelerado de humildad.

Por lo demás, ha sido tanto el ruido en torno a las peleas por los sillones, tantas las descalificaciones mutuas entre todos los protagonistas del entremés, tan desabridos y pobres comentarios del habitual coro mediático, que nos avecinamos a la investidura sin tener ni la más mínima idea de cuál es el programa que PSOE y Podemos son capaces de ofrecer a la representación en Cortes. Al margen de prometer un Gobierno progresista y generalidades así, es necesario que den a conocer las líneas vertebrales de la política que el nuevo equipo quiere acometer. Cabe esperar una clarificación precisa por parte de Pedro Sánchez en su discurso de investidura. A comenzar por qué se propone hacer con el problema más acuciante y serio para la supervivencia del Estado, cuya defensa le encomienda la Constitución: la revuelta secesionista en Cataluña. Acudir de nuevo a fórmulas buenonas, como la necesidad de diálogo y pronunciamientos de ese cariz, no vale ya para casi nada. La única solución durable para ese contencioso pasa por una reforma constitucional y todos y cada uno de los líderes políticos que hoy se sientan en el Congreso de los Diputados han dinamitado cualquier posibilidad de la misma a corto plazo. La base de un proyecto de ese género, proclamado por el PSOE desde hace más de una década, pasa por un acuerdo de mínimos que hoy por hoy no existe en absoluto.

La implementación de cualquier otra propuesta, desde la revisión del estatuto hasta la incoación de un referéndum consultivo, es indeseable si no cuenta cuando menos con la aceptación pasiva de la derecha. La realidad es que mientras el país se desenvuelve con normalidad, y hasta con algún viso de complacencia según en qué sectores, la dirigencia política, sin distinción de ideologías ni talantes, lo pretende empujar de manera constante hacia la confrontación y la desesperanza. ¿Qué se puede esperar de un Gobierno basado en la abierta desconfianza entre los mandamases de los dos partidos que lo encabezan? ¿Qué de un Parlamento que, lejos de controlar y exigir responsabilidades (de nuevo el vocablo) al Ejecutivo, es incapaz siquiera de llamarle a pedir explicaciones?

Estamos ante una crisis profunda del sistema, y la sentencia del juicio contra los cabecillas de la insurrección independentista se encargará en breve de ponerlo de relieve, cualquiera que sea la decisión de los jueces. Los líderes políticos pueden seguir unos mirando para otro lado todo el tiempo que quieran y otros desbarrando hasta el infinito pidiendo respuestas insensatas que profundicen los agravios en la comunidad catalana y la división y el enfrentamiento en la ciudadanía. El Gobierno tiene en cualquier caso la obligación constitucional y legal de la defensa del Estado. Ojalá el presidente hoy en funciones, que aspira a serlo de manera perdurable durante la presente legislatura, nos explique finalmente cómo piensa llevarla a cabo. Es su responsabilidad.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 12 de junio de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] Las contradicciones de la Izquierda





«La izquierda ha abandonado las ideas de izquierdas»: para que una afirmación como ésta resulte interesante o, cuando menos, inteligible, hay que manejar dos usos distintos de «izquierda»: el primero designaría a la izquierda «realmente existente», por ejemplo, el PSOE o Podemos; el segundo se referiría al uso conceptual, estipulativo, propio del investigador o tasador: ciertos principios ideológicos. Las críticas y reproches de buena parte de los analistas operan sobre ese paisaje de contraste: la «izquierda realmente existente» no está a la altura de los principios que definen a la izquierda, aquellos que con más coherencia armonizan valores, historia y propuestas. Lo comenta en Revista de Libros el escritor Félix Ovejero Lucas,  profesor de Economía, Ética y Ciencias Sociales de la Universidad de Barcelona, reseñando el libro Contra la izquierda. Para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI (Barcelona, Anagrama, 2018).

La contraposición tiene plena justificación, aunque no puede, cuerdamente, sostenerse de manera indefinida o incondicional. Si la izquierda real se aleja de modo radical y duradero de la conceptual o ideal, hay razones para plantearnos de qué hablamos cuando hablamos de izquierda. A veces, pocas, los conceptos se salvan de sus malos usos. Así, el socialismo sobrevivió al nacionalsocialismo de Adolf Hitler. Pero no es lo normal. Lo más frecuente es que, con el paso del tiempo, cuando la historia erosiona y las propuestas cambian, debamos entregar las palabras. Sucedió con «comunismo». Para muchos, durante mucho tiempo, el comunismo defendía –en palabras del Manifiesto comunista– una sociedad máximamente democrática en la que «el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos», un ideal de vida aristotélico, según el cual los ciudadanos podrían dar curso al despliegue de sus mejores potencialidades. Pero la realidad se impuso y tocó, resignadamente, desprenderse de la palabra. Hoy, «comunismo» designa una sociedad totalitaria que nadie con dos dedos de frente puede reivindicar. En mis horas más bajas, temo que con «feminismo» pueda suceder algo parecido.

En su reflexión sobre la crisis de la izquierda, Jordi Gracia, en principio, no opera con esa estrategia. No precisa el paisaje de contraste de su reflexión, esto es, qué entiende por izquierda. Su crítica se desenvuelve por otros terrenos. No por eso resulta complaciente. Con realismo y crudeza, aborda algunos de los problemas de la izquierda real, especialmente la española. Su catálogo de errores y descuidos, aunque desarrollado a chorro abierto, resulta bastante ajustado y hasta exhaustivo. Se comprueba, para empezar, en sus apreciaciones sobre nuestro pasado. Frente al relato del llamado régimen del 78 como continuación del franquismo, el autor valora con ecuanimidad la Transición, evita entregarse a la extendida fascinación por una república «momificada» y tasa con precisión el peso real del antifranquismo, «una movilización política, laboral y social (que) nunca fue mayoritaria». Se nota ahí la mano del competente historiador de las ideas. Critica, con criterio, la vaciedad de la clásica socialdemocracia y, con más detalle y finura, al mundo de Podemos, enfático y sobreactuado, saturado de soflamas retóricas y nostalgia paleoizquierdista. Su realismo, ante el populismo de izquierda, resulta indiscutible: denuncia la cháchara y palabrería infladas, una grandilocuencia en la que la jerga con ilusión de precisión sustituye a los análisis y las propuestas, de una izquierda «que mantiene vivo un radicalismo retórico que demasiadas veces suena como ficción deshonesta y concebida como consuelo para un cambio estructural, metafísica, material y técnicamente imposible», a la vez que reconoce resignadamente, entre otras cosas, que el capitalismo es un horizonte insuperable.

Gracia no sólo habla de los errores políticos de la izquierda. También se ocupa, al paso, de otros errores de perspectiva, condición de posibilidad de los anteriores, y que con un poco de exageración podrían calificarse como epistémicos. Rescato dos. El primero es una disposición a mentirse: «El resumen drástico de todo confluye en la falta de veracidad de su discurso con respecto a sí mismo y el cultivo del autoengaño como consecuencia esterilizadora». La segunda disposición intelectual corresponde al «complejo de superioridad de la izquierda», una idea que el autor apenas desarrolla, pero que no creo traicionar si lo resumo como la presunción, no sólo de que sus ideas son mejores –cosa que todos hacemos: de lo contrario, tendríamos otras–, sino de que su trato con sus ideas es moralmente mejor. En corto y a lo bruto: la derecha no defiende sus tesis por convencimiento, sino por oscuros intereses. A mi parecer, los errores epistémicos no son ajenos a los desnortes políticos. Son su condición de posibilidad.

No cabe sino reconocer su perspicacia. Lástima que no siempre se aplique la enseñanza. Porque el libro, en muchas de sus páginas, participa de los errores (epistémicos) que denuncia, de la superioridad moral y de la disposición al autoengaño. La superioridad moral asoma en cada línea dedicada a la derecha («neofranquista», «en el pozo más hondo de su descrédito intelectual y moral»), a la que atribuye todos los males, incluso el de haber impuesto a la socialdemocracia «su lenguaje fósil». Una tesis arriesgada en los tiempos del lenguaje inclusivo y la corrección política. Basta con pasearse por el mundo académico de las humanidades, comenzando por el norteamericano, para saber quién manda al imponer la palabrería. Le imputa tantos males a la derecha que hasta le atribuye los ajenos, como sucede, por ejemplo, en una argumentación conspirativa que merodea la falacia funcional, cuando sostiene que «el ruido mediático es conservador»: «a la derecha le conviene el bullicio en los medios y la historia comunicativa». Por su parte, el cultivo del autoengaño se deja ver en los escasos pasajes programáticos del ensayo, cuando recurre a estrategias retóricas adversativas («esto, pero también aquello») para escamotear tensiones conceptuales bien reales que, para resolverse, necesitan algo más que mampostería, algo más que expresar buenos deseos: «prefiero la defensa irónica de una causa perdida en la que no todo está perdido, donde lo real no es una fatalidad, pero tampoco lo es la enmienda de lo real. Por eso echo de menos el esfuerzo por conciliar realidad y proyecto, necesidad y plausibilidad, denuncia concreta y reforma factible». Un «sí pero no» que atraviesa de parte a parte el libro y que acaba por desdibujar la rotundidad –o, si quieren, el afán de verdad– propio del género ensayístico. El modo más seguro de no perder peso es mentirme en las metas, proclamar mi voluntad de comer y de estar delgado.

Esa querencia por limar las aristas o, para decirlo con más precisión, por soslayar las tensiones intelectuales con pensamientos desiderativos, con la expresión de buenos deseos, asoma en la recurrente estrategia de unos procedimientos –si se me permite– whitmanianos: relaciones de nombres o de retos que no tienen otro nexo de unión que la voluntad del autor y en los que el acto mismo de inventariar parece presentarse como solución. En la cita recogida en el párrafo anterior, se ejemplificaba en el caso de algunos retos. Más llamativa resulta la lista de los «referentes», los autores que la izquierda, según el autor, debería esforzarse por integrar: Fernando Savater, Slavoj Žižek, Marina Garcés, César Rendueles, Juan Marsé, Marta Sanz, Joan Margarit, Almudena Grandes, Luis García Montero, Santiago Alba Rico o Daniel Innerarity. Confieso mi incapacidad para encontrar en esa heteróclita nómina, no ya coherencia –en más de uno de los citados, ni siquiera dentro de su propia obra–, sino hasta un mínimo denominador común distinto del catálogo de alguna editorial no sobrada de criterio. Ciertamente, Gracia no se entrega incondicionalmente a ninguno y, de hecho, a cada uno de ellos le encuentra alguna pega resuelta en dos palabras, en otra variante de su estrategia de sí pero no. En todo caso, ejemplifica impecablemente la estrategia de resolver con palabras problemas reales: juntar nombres poco tiene que ver con ordenar ideas.

Con todo, como decía, el autor encara –mejor dicho, menciona– a uña de caballo, y con digresiones no desprovistas de interés, algunos importantes retos de la izquierda española. Todos menos uno: el nacionalismo. Salvo alguna mención al paso, el ensayo apenas se ocupa de la mayor rareza –en rigor, inconsistencia– de la izquierda española: avecinarse a proyectos políticos superlativamente reaccionarios que defienden romper la unidad de la democracia y de la redistribución en nombre de la identidad (el programa nacionalista, despojado de todo aditamento decorativo, se reduce a sostener que «somos diferentes y por ello tenemos derecho a levantar una frontera, a convertir en extranjeros a nuestros conciudadanos»). Cuesta entender esa omisión, sobre todo si se tiene en cuenta que Gracia ha terciado con frecuencia en «el tema catalán», casi siempre en defensa de otro «sí pero no», de alguna variante de esa imprecisa política que se ha denominado «tercera vía», practicada por todos los gobiernos españoles, incluidos los de Aznar, y que consiste en ir aceptando el chantaje de la independencia aplazada: se dan por buenas unas demandas de los nacionalistas que serán el punto de partida innegociable de la siguiente ronda, todo ello en nombre del autogobierno, el enésimo principio maltratado (como democracia, diálogo, identidad, discriminación positiva y tantos otros) en el envenenado –y peor denominado– «debate territorial». «Federalismo» es el abracadabra de más uso a la hora de escamotear este reto: un conjuro más que un concepto que, cuando se piden aclaraciones, acostumbra a resolverse acudiendo a otro remiendo no menos impreciso, a otro trampantojo: «convertir el Senado en una auténtica cámara territorial».

Ya casi al final de su ensayo, recurriendo de nuevo a otro sí pero no, Jordi Gracia se descuelga con una digresión a trasmano del hilo fundamental de su reflexión: «En un ensayo sesgado y descalificador, y a la vez higiénico y estimulante, Ignacio Sánchez-Cuenca ha deplorado la profusión de voces de intelectuales metidos precisamente a intelectuales: en lugar de poblar la esfera pública con expertos técnicos cualificados, hemos de soportar indebidamente las intuiciones e impresiones, los atisbos de ideas y las ideas mismas de intelectuales, novelistas o poetas sin acreditación para intervenir en los temas serios de la política y la vida pública». El meandro resulta extraño, incluso dentro de un discurso, como el de Gracia, repleto de recodos. Ya no hablamos de los errores políticos ni de los epistémicos, sino del contexto (pragmático, si se quiere) de los errores epistémicos, de quienes están en condiciones de buscar la verdad.

Resulta inevitable pensar que Gracia se pone la venda antes que la herida en previsión de posibles reseñistas. Jordi Gracia es un catedrático de literatura que, sin una nota a pie de página, a pulso, nos ofrece un diagnóstico sobre la izquierda del siglo XXI, y el ensayo de Sánchez-Cuenca al que hace referencia, La desfachatez intelectual, era una crítica implacable a ciertos intelectuales que terciaban sobre cualquier asunto sin atender a los resultados de las disciplinas académicas, al conocimiento especializado. Debería estar tranquilo. Por lo pronto, su crítica a los errores epistémicos resulta compatible con el afán de verdad que –en una interpretación caritativa en el sentido de Donald Davidson, la obligada en el debate académico– inspiraba el libro de Sánchez-Cuenca. Por lo demás, no es temerario conjeturar que su nombre no aparecerá en una actualización del ajuste de cuentas de Sánchez-Cuenca. Entre las indiscutibles virtudes de La desfachatez intelectual no se incluía la ecuanimidad y, previsiblemente, Gracia cae del lado bueno del justiciero arqueo de Sánchez-Cuenca. Después de todo, si la memoria no me engaña, el poeta Luis García Montero se encargó de presentar La desfachatez intelectual. También Almudena Grandes andaba por allí: dos de los referentes intelectuales de la izquierda, según Gracia.

Otra cosa es sí debería preocuparse por no estar a la altura de su propio diagnóstico: más exactamente, de los errores de perspectiva (epistémicos) que menciona. Como decía, Gracia apenas desarrolla las líneas en que se ocupa de la disposición al autoengaño. Y es una pena. Como decía Ernst Toller, el autoengaño no es más que el producto del miedo a la verdad. Si queremos pensar en serio a la izquierda del siglo xxi, debemos comenzar por tomarnos en serio el amor a la verdad. Otro modo de entender la maltratada cita de Gramsci: «Arrivare insieme alla verità».






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 24 de enero de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] De la indignación al chapoteo



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Asistimos a un proceso de espectacularización de la vida pública que encuentra en las dimensiones personales de los políticos un auténtico e inagotable filón. Se diría que la consigna es la de que todo vale: Hemos pasado de la indignación al chapoteo, escribe el profesor Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. 

Lo que era ilusión en los inicios de la Transición, comienza diciendo Cruz, tuvo su particular ocaso, que se dio en llamar desencanto. La vibrante y limpia indignación del 15-M parece estar derivando hacia su específica y propia forma de ocaso, todavía pendiente de denominación. En ambos casos, fue el aterrizaje en la realidad, esto es, el acceso (o el regreso) al poder, el que terminó por generar en amplios sectores de la izquierda una intensa sensación de decepción, al ver incumplidas, cuando no traicionadas (recuérdese el caso de la OTAN con Felipe González recién llegado al Gobierno de la nación), buena parte de sus expectativas.

El segundo ocaso era en gran medida previsible. Cuando se hace bandera abstracta del Sí se puede, alimentando la expectativa de que todo es posible a poco que haya lo que se suele designar con la expresión “voluntad política”, la decepción de la ciudadanía está como aquel que dice cantada. Ya le sucedió a aquella alcaldesa que alcanzó el cargo a lomos de dicho eslogan y, al poco de tomar posesión del bastón de mando, se apresuró a declarar, contrita, que había descubierto que poder, lo que se dice poder, no se puede todo, que lo sentía mucho y que en el futuro no volvería a prometer tanto.

Pero una cosa es que la realidad acabe imponiendo sus condiciones y ello dé lugar a que el gobernante no pueda llevar a cabo aquello que tan alegremente había ofrecido durante su campaña electoral, y otra, bien distinta, que la decepción llegue por cauces en cierto modo ajenos a la política misma en sentido propio. No hace falta alejarse mucho de la actualidad para encontrar ejemplos: a nadie parece importar gran cosa que algunas de las primeras iniciativas del nuevo Gobierno den satisfacción a determinadas demandas sociales, como las de la reversión de los recortes en educación o la sanidad universal, por mencionar dos de las más reclamadas. Da igual: tertulias y debates se ven copados por asuntos que, sobre el papel, apenas tienen importancia (si acordamos que lo más importante es mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos) comparados con los anteriores.

No se trata de fingir sorpresa ante esta situación, prefigurada desde hace tiempo por la intervención de diversos factores. Uno de los más relevantes es, sin duda, el imparable proceso de espectacularización de la vida pública, proceso que encuentra en las dimensiones personales de los políticos un auténtico y, por lo visto, inagotable filón (hemos tenido sobrada ocasión de comprobarlo en las últimas semanas). Afirmaba hace muchos años un antiguo ministro del Interior de este país que nadie, absolutamente nadie, resiste el escrutinio de que se le ponga una potente lupa encima de su biografía. Y lo decía cuando los escándalos no se veían amplificados como se ven hoy merced a las redes sociales y a la digitalización de la información.

Pero tal vez si entonces la política parecía vivir menos a golpe de escándalos de este orden no era solo porque aún no se había producido la evolución de los medios de comunicación de masas que luego nos tocó vivir, con la irrupción de los diarios digitales y las aludidas redes sociales, sino también porque los partidos y sus responsables no parecían haber abdicado de la iniciativa de ser ellos quienes marcaran la agenda, en vez de aceptar ir a rebufo, sumisamente, de lo que iba apareciendo publicado por ahí. Ahora, dicha abdicación parece un hecho certificado, e incluso no faltan políticos a los que se diría que no les importa convertirse en cómplices de la nueva situación, a la que no se resisten a contribuir haciendo públicos aspectos, más que privados, directamente íntimos de su vida, no se termina de saber si por compulsivo exhibicionismo o por cálculo electoral interesado. En cualquier caso, las consecuencias de semejante cambio de actitud por parte de los protagonistas, así como el desplazamiento de las temáticas que han devenido el nuevo objeto del debate público, están afectando directamente a la imagen de la política que tiene la ciudadanía.

Por lo pronto, los escándalos sobre los que parece que se pretende que fijemos nuestra atención son, en cierto modo, prepolíticos. No apuntan, por formularlo rotundamente, a los actos, sino al actor. La crítica, por tanto, no persigue en tales casos reversión, rectificación o enmienda alguna de un determinado comportamiento, sino que, en la medida en que lo que queda descalificado por completo es el destinatario, el reproche en cuestión solo puede resolverse con la expulsión de aquel del terreno de juego. A esto es a lo que, efectivamente, estamos asistiendo de un tiempo a esta parte. La descalificación del adversario se hace porque se le atribuye la condición de tramposo, estafador, incoherente, contradictorio, mentiroso o cosas parecidas. Lo que haya hecho o piense hacer en el ámbito de la cosa pública resulta irrelevante: el objeto de debate y posterior condena ha pasado a ser algún aspecto particular de su biografía.

Importa resaltar que el asunto va más allá del proverbial y conocido argumento que suelen esgrimir casi todos los políticos cuando se ven criticados, argumento según el cual lo que en realidad busca el crítico con sus demoledores planteamientos es desviar la atención respecto de otros asuntos que no le conviene que se vean debatidos en la plaza pública. De lo que se trata ahora en cambio es de si, como consecuencia de lo expuesto, lo que pudiéramos llamar la lógica de la política ha empezado a variar de manera sustancial y, a continuación, de los efectos que tal mutación está produciendo.

Uno de los más destacados tal vez sea la volátil y efímera atención que los medios dedican a los asuntos con los que alimentan la atención de la ciudadanía hacia la política. Nada tiene de extraño, en la medida en que dicha atención, en tiempos de feroz competencia empresarial también en el campo de la comunicación, se ha convertido en un fin en sí misma. Escándalos y noticias llamativas se suceden a gran velocidad, sin que el abandono de las mismas implique que el asunto señalado haya quedado resuelto o superado. En realidad, los asuntos quedan abandonados en cuanto los medios detectan que ya no concitan el interés del público, por más que los motivos que dieron lugar a la denuncia inicial permanezcan intactos. La constatación no es banal. Al contrario, pone en evidencia que lo que se suele presentar formalmente como denuncia, justificada con el argumento de la exigencia de transparencia o similares, nunca fue más que un señuelo para ampliar audiencias.

Con vistas a este propósito se diría que la consigna es la de que todo vale. Hace algunas semanas, uno de los recién llegados a la política calificaba de “cutre” la naturaleza del escándalo (sobre la originalidad de un texto elaborado por otro político) que en aquel momento parecía absorber por entero el interés de la opinión pública. Llevaba razón: era casi tan cutre como el inmobiliario que lo había tenido a él como protagonista algunos meses atrás y, por lo que estamos viendo, como los que parecen dibujarse en el horizonte más inmediato. O nos ponemos manos a otra obra, o la ciudadanía pronto pasará de indignada no ya a desencantada, sino, directamente, a asqueada.



Dibujo de Nicolás Aznárez 


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 29 de septiembre de 2015

[Política] Ciudadanos: ¿Una marca blanca del PP?




Albert Rivera, líder de Ciudadanos



No tengo vocación de Casandra, la princesa troyana a la que los dioses maldijeron con el castigo de que nadie creyera sus certeras profecías, así que me importa más bien poco que me hagan caso o pasen de mí, pero presumo de tener buen olfato para algunas cosas, y tengo la impresión de que señalar a Ciudadanos como la "marca blanca" del PP comienza a resultar pueril, aparte de equivocado y peligroso. Al paso que van, pueden acabar fagocitando a más de uno a ambos lados de esa línea imaginaria que señala el centro político... De momento, le disputan, con acierto como acaba de verse en las elecciones catalanas, ese centro político al PSOE más que al PP, que más que a la derecha parece encontrarse al borde del abismo. Quizá habría que ir aceptando que uno, PSOE, es la izquierda del centro y, Ciudadanos, la derecha del centro, pero ambos centristas, y guste o no guste, las elecciones se ganan en el centro. Si tienen visión de futuro y generosidad mutua, pueden ser el primer gobierno de coalición de la historia reciente de España.

Dos semanas después de publicada esta entrada, un editorial de El País, analizando la última encuesta de Metroscopia, lo dejaba meridianamente claro, en el centro está la clave.

Hace unos días la prestigiosa Revista de Libros publicó un interesante artículo, firmado por el profesor de sociología de la Universidad de Zaragoza Pau Marí-Klose titulado "Génesis de un movimiento ciudadano", en el que este profesor aragonés reseñaba tres recientes libros que hablan del nacimiento, desarrollo y primeros triunfos del partido político Ciudadanos, escritos respectivamente por Antonio Robles: "La creación de Ciudadanos: un largo camino"Jordi Bernal: "Viajando con Ciutadans"; y José Lázaro y Jordi Bernal (eds.): "Ciudadanos. Sed realistas: decid lo indecible", los tres publicados por la editorial madrileña Triacastela entre 2007 y 2015.

A tan solo unos días de las elecciones autonómicas catalanas, dice al comienzo de su artículo el profesor Marí-Klose, los sondeos preelectorales pronostican, con un buen margen de confianza, que Ciudadanos está a punto de convertirse en la segunda fuerza política de Cataluña, sólo por detrás de una amplia coalición de partidos y entidades sociales que abogan por la independencia (Junts pel Sí). A tres meses de las elecciones generales, todo parece indicar que Ciudadanos será también una pieza imprescindible para formar nuevo gobierno en la próxima legislatura. Y todo ello, añade, en algo menos de diez años desde el congreso fundacional del partido, y poco más desde que sus promotores cobraran conciencia de la necesidad de gestar un nuevo proyecto político en un entorno que era absolutamente hostil a la emergencia de un partido de esa naturaleza.

Los tres libros que reseñamos, sigue diciendo, ofrecen un relato de primera mano de la forja de un partido político a partir de un movimiento social, que recogen testimonios directos, declaraciones y documentos fundacionales. El lector encontrará muchas claves sociológicas para entender los primeros pasos de un movimiento social y su transformación en un actor político. En este sentido, como pone de manifiesto la literatura académica sobre movimientos sociales, en el relato aparecen tres elementos cruciales para entender su gestación: 1) unas visiones intelectuales que proporcionan un «encuadre» (framing) para entender la realidad y empujan a la «insurgencia»; 2) una cierta capacidad organizativa y de movilización de recursos preexistentes; y 3) una estructura de oportunidades políticas propicia.

En el nacimiento de Ciudadanos, continúa diciendo, desempeña un papel de primer orden una visión intelectual singular sobre la realidad catalana, que entra en contradicción con la que se predica desde espacios hegemónicos. Su principal reivindicación es la llamada a construir una sociedad posnacionalista, en la que los elementos de adscripción étnica puedan seguir siendo constitutivos de las identidades personales de los ciudadanos, pero, en acertada expresión de Fernando Savater, «no salpiquen» y «no provoquen un lío con eso», aspirando a una nueva política en la que las principales cuestiones que entren en el debate y en la agenda gubernamental no conciernan a dimensiones de la identidad nacional que, a juicio de estos intelectuales, estarían eclipsando y postergando la atención a otros problemas más urgentes.

Al igual que sucede en la gestación de muchos movimientos sociales y partidos, los intelectuales desempeñan un papel crucial de vanguardia ilustrada. El éxito inicial de Ciudadanos es inconcebible sin el impulso de un grupo de escritores, dramaturgos, periodistas y profesores universitarios que aportan, en un momento propicio, elementos motivadores al discurso con el fin de arrastrar a colectivos más amplios a la acción política. Ciudadanos es, en buena medida, producto de artículos periodísticos, pequeños opúsculos, charlas públicas y manifiestos de una indudable calidad argumental y eficacia instigadora. Los quince intelectuales que intervienen en la gestación de Ciudadanos se reúnen periódicamente, mantienen correspondencia electrónica, contemplan diversas opciones de movilización y, en algún caso, se comprometen directamente en la articulación de las estructuras del partido (incluso, a tenor del testimonio de Antonio Robles, intervienen activamente en la elección de los primeros líderes). Muchos de ellos participan en los primeros actos de agitación y las actividades de campaña electoral tras la constitución del partido.

Son un grupo indudablemente eficaz, añade, que atesora grandes dosis de talento y carisma. Pero no están solos. Gracias al testimonio de Antonio Robles, sabemos que Ciudadanos es producto de la confluencia de estas energías intelectuales con otras de carácter más prosaico, pero absolutamente necesarias para articular el proyecto. El libro de Antonio Robles es un extraordinario recordatorio del papel de pequeños agitadores sociales, casi anónimos, integrados en estructuras organizativas precarias, que permanecen semilatentes durante largos períodos, pero que pueden cobrar un protagonismo inusitado cuando entran en contacto con esas energías intelectuales catalizadoras y, en el espacio político, aparecen «ventanas de oportunidad». En esas células se gestan ideas, pero, sobre todo, se reclutan y coordinan activistas, se captan recursos, se desarrollan actividades de divulgación y propaganda, y se diseñan estrategias de acción política.

La gestación de Ciudadanos, sigue diciendo, no es un proceso lineal ni exento de tensiones. No todos los promotores comparten el mismo proyecto ideológico y estratégico. El libro de Robles, añade el profesor Marí-Klose, nos ofrece interesantes estampas de enfrentamientos y refriegas derivados del choque de proyectos personales, talantes y visiones programáticas. Especialmente destacable es el dualismo ideológico, que a veces desemboca en conflicto abierto, entre promotores de corte «liberal» (con Arcadi Espada a la cabeza) y socialdemócratas (capitaneados por Francesc de Carreras). En palabras de Robles, los primeros querían diseñar una plataforma política fuera de las coordenadas izquierda/derecha, donde encontraran acogida ciudadanos que se sintieran abandonados o traicionados por las opciones políticas en el mercado, ya fueran de izquierda o de derecha; los segundos ponían el acento en construir un alternativa progresista al Tripartito, pero sin renunciar a sus valores sociales y su estética. La verdadera ambición de estos últimos, de acuerdo con Robles, era ofrecer una alternativa en el espacio político desocupado por el Partido Socialista de Catalunya una vez comprobado –fehacientemente– que los socialistas habían traicionado los valores ilustrados que se le presuponían.

Ciudadanos no podía haber aparecido en el panorama político en cualquier momento. Como nos relata Robles, antes de la gestación de Ciudadanos se habían producido diversos intentos de articular instrumentos políticos para hacer frente al nacionalismo, pero ninguno se había materializado en una opción electoral con posibilidades de alcanzar representación parlamentaria. Robles los califica como «años perdidos» y relata cómo muchos de los promotores posteriores de Ciudadanos (comenzando por Francesc de Carreras) tenían depositadas sus esperanzas en la llegada del Partido Socialista de Catalunya a la Generalitat. En este sentido, dice, el triunfo electoral de Pasqual Maragall en las elecciones autonómicas de 2003 provocó el entusiasmo de muchos militantes de la causa antinacionalista. Un entusiasmo que no tardó en tornarse en frustración y toma de conciencia sobre la necesidad de abandonar cualquier expectativa de que el Gobierno del PSC (junto a sus socios ecosocialistas e independentistas) iba a representar un cambio de rumbo drástico respecto al nacionalismo pujolista.

Los movimientos sociales son algo más que ideas y promotores que tienen la capacidad de propagarlas. Los movimientos cristalizan cuando aparecen espacios de oportunidad política. Sin esas ventanas que se abren de manera muchas veces inesperada, el embrión de cualquier movimiento social está abocado a una vida generalmente corta. El principal hito que precipita el cambio de estrategias políticas dice, es el resultado electoral del PSC en 1999: victoria en votos, derrota en escaños. En ese contexto, señala, el PSC lanza la propuesta de reforma del Estatuto de Autonomía para favorecer el acuerdo con ERC y dificultar la relación entre independentistas y nacionalistas de CiU, sin que existiera realmente una demanda social transversal a favor de esta iniciativa.

La formación del Tripartito en 2003, continúa diciendo, consolida este cambio de la dinámica de competición partidista, que otorga un protagonismo creciente al eje centro-periferia y provoca la radicalización de programas y estrategias. En este proceso, todos los partidos van a verse empujados a catapultar al primer plano el eje identitario. Las tensiones en torno al intento de reforma del Estatut terminan provocando la salida de ERC del gobierno tras una rebelión interna contra la postura de la dirección. 

En este marco de radicalización nacionalista de la oferta partidista y exacerbación de las tensiones territoriales, Ciudadanos encuentra rápidamente un nicho electoral que no existía. Se trata de un espacio vacío, desalojado por el PSC, donde se atrinchera una bolsa importante de votantes, activistas anónimos e incluso militantes y cuadros políticos frustrados y dispuestos a pasar página. Los promotores de Ciudadanos, sin duda, se atreven a «decir lo indecible», y los pequeños héroes casi anónimos que colaboran en la logística realizan un esfuerzo ímprobo por dar a conocer y suscitar simpatías por el nuevo partido, pero sin esa «ventana de oportunidad política» que aparece, Ciudadanos no se habría convertido en la maquinaria política que alcanza representación parlamentaria en Cataluña en 2006 y hoy aspira a convertirse en opción de gobierno en el conjunto del Estado.

Ciudadanos vuelve a reclutar fundamentalmente segmentos que se sienten traicionados por las políticas del Gobierno, concluye diciendo. Pero, esta vez, el relato es mucho más prosaico. No abanderan causas marginalizadas, ni pretenden cultivar retóricas de resistencia y asedio. Los destinatarios de sus mensajes regeneracionistas son, a tenor de lo que nos dicen los sondeos, votantes centrados, de predisposición crítica y lealtades hasta hace poco volátiles a los dos partidos mayoritarios. Ciudadanos es una nueva criatura política. A diferencia de lo que sucedía en Cataluña en 2005, sus discursos y propuestas no provocan rechazo. Hasta donde podrán llegar lo dirán los electores y el tiempo. De momento, por lo que parece, llevan buen rumbo.

Pocos días después de publicada esta entrada, Albert Rivera hacía unas declaraciones al diario El País que merece la pena leer con interés. A la vista de ellas reconozco que me parece imposible que alguien pueda seguir considerando a Ciudadanos una marca blanca del PP. Y si es así, tengo claro que estoy sordo y ciego, sin remisión.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




Congreso de los Diputados (Madrid)




Entrada núm. 2454
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