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sábado, 19 de septiembre de 2015

[Reedición] Juan XXIII, mi último papa




El Papa Juan XIII



Mi relación relación afectiva con la Iglesia Católica permanece intacta; mi fe en ella, y en cualquier otra creencia religiosa, comenzó a debilitarse el 3 de junio de 1963 y se rompió abruptamente en una fecha indeterminada de 1969, por razones que no voy a revelar. Ese 3 de junio de 1963, el mismo día que moría en Roma Angelo Giuseppe Roncalli, el papa Juan XXIII, emprendía yo en tren, con 17 años, mi primer viaje en solitario rumbo a la Academia General Militar en Zaragoza (Aragón). No aprobé el examen de ingreso en la misma, y aquel hecho, bastante pueril en realidad, cambió el rumbo hacia el que yo había planteado mi vida. Creo que para bien.

Cinco años antes, justo el mes que viene hace cincuenta y siete, su elección como papa cambió el rumbo, también, de la Iglesia Católica. No sólo por la convocatoria del Concilio Vaticano II, cuya apertura llegó a presidir, sino por hechos tan significativos como el de ser el primer papa en salir de los muros de San Pedro desde 1870, donde sus antecesores se habían encerrado como protesta por la designación de Roma como capital del Reino de Italia. También fue el primer papa en visitar una por una las parroquias de su diócesis, como obispo de Roma. Y su primera visita fuera del Estado Vaticano fue a una cárcel, la famosa prisión romana "Regina Coeli"... También fue el primero, en 400 años, en reunirse con el arzobispo anglicano de Canterbury... Son solo gestos, pero significativos... Y luego, su inmensa sonrisa, siempre franca y abierta... Fue mi último papa...

En mis 69 años de vida he conocido siete papas en el trono del Estado de la Ciudad del Vaticano. Del antecesor de Juan XXIII, Pio XII, guardo la imagen de un hombre de perfil pétreo, siempre adusto y serio en sus fotos, del que más tarde se supieron hechos que ponían en entredicho su pontificado. De su sucesor, Pablo VI, tengo mejor recuerdo. Sobre todo de su trascendental discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York, que dijo en francés, y que seguí con gran interés por televisión; de su impulso al Concilio Vaticano II, que culminó; de su enfrentamiento público con el régimen franquista, que yo no entendí bien hasta más tarde. Le sucedió en el trono Juan Pablo I, de cuyo efímero reinado algunos han querido hacer una novela de misterio, y del que pienso que pudo ser, si la Fortuna le hubiera dejado vivir, un gran bien para la Iglesia y el mundo. Con Juan Pablo II, su sucesor, reconozco que nado contra corriente: todo su reinado me parece negativo para la Iglesia; derribó con alevosía y premeditación todo lo proyectado por el Concilio; cerró las puertas de la iglesia a cal y canto a cualquier posibilidad de reforma; se obsesionó con el sexo como si la virginidad fuera la virtud más excelsa del cristiano; pero fue también un gran comunicador y un excelente actor, que supo convertir su muerte en el mayor espectáculo de masas de la historia. De su sucesor, Benedicto XVI no tengo mucho que decir, y aunque esperaba poco de él dada su condición anterior de Inquisidor General durante el mandato de su antecesor, reconozco que tuvo gestos dignos de respeto; sobre todo el último, su abdicación y su silencio posterior, que le honran y enaltecen. Y del actual, el papa Francisco, no sé que decir. Me desconcertó su elección, aunque al parecer era uno de los candidatos predilectos del Espíritu Santo, y me alegré de la misma al ver sus primeros gestos, y los que le siguieron. Se sabe que la Curia romana (el gobierno de la Iglesia Católica) es un monstruo de mil cabezas difícil de controlar y menos aun de dominar, y que los tiempos en esta santa institución se miden por siglos y no por años. Pero quizá un poco más de decisión, a fin de cuentas el papado es el paradigma de la monarquía absoluta, en pasar de las palabras y los gestos a las normas legales concretas, no vendría mal. Por ejemplo, convocando un nuevo Concilio, que no solo democratizara a la Iglesia Católica definitivamente, sino que pusiera muchos de sus dogmas a la altura de los tiempos, y a sus agentes, al servicio indeclinable de los fieles y de todos los hombres, sobre todo de los más humildes y necesitados.

La reedición de esta entrada, publicada originariamente hace ya siete años, lo ha propiciado la relectura de un artículo publicado en su día en el diario El País, titulado "El día que Juan XXIII cenó aparte", escrito por Hilari Raguer, historiador y monje benedictino en Montserrat, con motivo del cincuentenario de la elección como papa de Juan XXIII. Espero que me perdonen la digresión de hoy, por lo personal de ella y de los juicios emitidos, y que la disfruten.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



Basílica de San Pedro (Ciudad del Vaticano)




Entrada núm. 2446
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)