Mostrando entradas con la etiqueta Panteísmo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Panteísmo. Mostrar todas las entradas

miércoles, 19 de abril de 2017

[A vuelapluma] Digresiones sobre el alma





Un poco abrumado por la beligerancia, que no comparto, de la reciente lectura de Cosmos. Una ontología materialista (Paidós, Barcelona, 2016), del filósofo francés Michel Onfray, me encuentro con un artículo sobre la naturaleza del alma del también filósofo y profesor de mi universidad, Manuel Fraijó, que me gustaría comentar en el blog.

Yo no creo en la existencia del alma. Al menos entendida como un ente ajeno al cuerpo humano, preexistente a él e inmortal. Y aunque el artículo 16.2 de la Constitución española nos ampara en nuestro derecho a no declarar sobre nuestras creencias filosóficas, religiosas o políticas, no tengo ningún empacho en hacerlas públicas. En política me situo a caballo entre el liberalismo y la socialdemocracia, más escorado a la segunda que a la primera, pero sin renunciar a ambas. En religión me encuentro muy a gusto dentro de las coordenadas de eso que algunos llaman "humanismo cristiano", cuyo ejemplo señero sería Albert Camus, sin necesidad de creer en Dios alguno. Y en filosofía, hijo (o bisnieto) de la Ilustración como me gusta decir, pues me declaro panteísta, en línea con lo expresado mucho mejor que yo por Teilhard de Chardin: somos un producto de la evolución y no necesariamente el último de ella, en un todo con el cosmos, o por Jostein Gaarder: solo somos polvo de estrellas, y bastante antes por Giordano Bruno y Baruch Spinoza. Y desde luego en nada beligerante con los que piensen todo lo contrario que yo. 

Es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica, dice en un reciente artículo el profesor Manuel Fraijó, catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED. Sobre una de ellas, el alma, comenta, se está produciendo un cambio al principio imperceptible pero habitual ante cualquier creencia desfasada. 

Solemos identificar el término “alma”, señala Fraijó, con palabras como aliento, soplo, respiración, vida. A veces, el alma también es concebida como una especie de fuego, fuego que se apaga con la muerte. Por lo general, todas las culturas se han familiarizado con el concepto de alma. Se habla del alma de las personas, de los pueblos, de los animales, de los ríos, de las montañas, de las obras de arte. Todo lo que tiene vida tiene alma. Sin embargo, hay excepciones: en el pensamiento chino arcaico se partía de que no todos los individuos tienen alma: se pensaba que el alma era una especie de espíritu, de dios menor, que descendía del cielo, se instalaba en el interior de las personas y, si se sentía “a gusto”, se quedaba para siempre; pero también podía “emigrar”.

Se ha sido, pues, continúa diciendo, muy generoso con el término “alma” asignándole una amplia gama de significados. Henri Bergson murió clamando por un “suplemento de alma” que detuviese la Segunda Guerra Mundial. Estaba convencido de que, si la humanidad no da una oportunidad al alma, al espíritu, quedará aplastada por el peso de su propio progreso tecnológico. Tener alma significaba para él vivir en profundidad, no pasar de puntillas por la vida. Quien no tiene alma, sentenció Søren Kierkegaard, vive en “el sótano de su propio edificio”.

Es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica, comenta. El alma es, sin duda, una de ellas. Su permanente presencia en la historia del pensamiento humano se debe, como sentenció Spinoza, al afán por “durar”. Ante la evidencia de que el cuerpo se descompone y desaparece, apelamos a un principio espiritual, no empírico, que nos garantice la duración eterna, la inmortalidad. Es el gran servicio que desde siempre nos viene prestando el alma. Ya Platón la declaró "inmortal". Solo el cuerpo, al constar de partes, se corrompe; pero el alma, al ser una realidad simple, es inmortal. Además, si las ideas que capta el alma son eternas, también esta lo será.

Salta a la vista que la teoría de Platón presupone la separación entre alma y cuerpo, es dualista, dice más adelante. Se suponía incluso que el cuerpo era la cárcel del alma; una convicción que fue llevada al extremo por Aristóteles en un diálogo de juventud, el Protréptico. Cuenta allí Aristóteles que los piratas marinos etruscos torturaban a sus prisioneros atándolos vivos a cadáveres, “rostro con rostro”, hasta que morían. Es, pensaba el Aristóteles joven, la situación del alma: está atada al cuerpo como los prisioneros a los cadáveres.

Es obvio que la antropología actual no acepta esta separación entre alma y cuerpo, sigue escribiendo. Tampoco la antropología bíblica conocía el binomio alma-cuerpo. El ser humano era concebido como una unidad psicosomática. En la actualidad, la posible vida más allá de la muerte no se expresa en forma de inmortalidad del alma. Y ello a pesar de que Karl Rahner reconocía que la separación alma-cuerpo se convirtió en la “clásica descripción teológica de la muerte”, es decir, la muerte acontecía cuando el alma abandonaba su pobre morada terrenal.

En nuestros días continúa siendo de especial trascendencia la impronta que Kant asignó a la inmortalidad del alma, comenta. La postuló desde el convencimiento de que los seres humanos, al actuar moralmente, se hacen dignos de una felicidad que este mundo nunca ofrece. Según Adorno, a Kant le movía “el ansia de salvar”; postuló la inmortalidad del alma para no tener que “pensar la desesperación”. Y, en la misma línea, tal vez proyectando su propia ansia de inmortalidad, escribió Unamuno: “El hombre Kant no se resignaba a morir del todo”. En realidad, la afirmación kantiana de Dios y la inmortalidad es indirecta: Kant pone el acento en el sombrío panorama que se seguiría si Dios y la inmortalidad fuesen una quimera. En ese caso, la esperanza en un final benévolo para el peregrinar humano quedaría muy ensombrecida, y las posibilidades de encontrar un sentido último a la vida se verían muy mermadas.

Hasta el siglo XVIII, señala, la inmortalidad del alma no pasó grandes apuros. Pero, por aquellas fechas, haciendo gala de un empirismo insobornable, David Hume vinculó indisolublemente el destino del alma con el del cuerpo. Observó que las peripecias del segundo afectan a la primera. Así, en la infancia, la debilidad del cuerpo y la del alma corren paralelas; de la misma forma, el vigor corporal de la edad adulta corre paralelo con el vigor del alma; y, cuando en la vejez declinan las fuerzas corporales, se debilita también el alma. Hume concluyó: cuando muere el cuerpo, muere también el alma.

La filosofía tradicional, dice, acusó el golpe. Veníamos de aceptar, con notable placidez que, tras la aniquilación de nuestro cuerpo, el alma corría mejor suerte y alcanzaba el estatuto de “forma separada” del cuerpo. En ese estado permanecía hasta que la resurrección le permitía volver a tomar las riendas del cuerpo resucitado. Pero hace tiempo que ni la filosofía ni la teología saben qué hacer con el “alma separada”. Xavier Zubiri afirma que “quien sobrevive y es inmortal no es el alma, sino el hombre entero”. Algo que recordó Ignacio Ellacuría en su presentación del libro póstumo de Zubiri, Sobre el hombre. Ellacuría dejó claro que, según Zubiri, “con la muerte acaba todo el hombre o acaba el hombre del todo”. Zubiri abandonó, pues, la hipótesis del “alma separada” y se adhirió a la solución de la “muerte total”. Es también la hipótesis aceptada por grandes exponentes de la teología cristiana más reciente. Moriremos, pues, por completo; y resucitará “la persona entera”. A la pregunta “¿cómo sucederá todo eso?”, la teología remite con humildad al insondable carácter misterioso del tema. Estaríamos, en feliz expresión de Laín Entralgo, ante “un saber de creencia, no de evidencia”.

La pregunta, entonces, es obligada: ¿qué hacer con la palabra “alma”? Reina bastante unanimidad, dice: el alma continuará siendo siempre el término de referencia de todo lo que somos y hacemos: sentir, pensar, querer, recordar, olvidar, crear, amar… Joseph Ratzinger lo expresa teológicamente: “alma es la capacidad de referencia del hombre a la verdad y al amor eterno”.

Toda nueva creencia, antes de ser generalmente aceptada, concluye diciendo, va conquistando su espacio de forma imperceptible. Podría ser el destino del binomio alma-cuerpo. Es posible que estemos ante una creencia desgastada. Ya se sabe que la variada plasmación de las ayudas filosóficas y teológicas es cambiante y suele tener fecha de caducidad. El tema alma-cuerpo no es una excepción. En todo caso, si el desgaste de los siglos se empeñase en jubilar tan ancestral creencia, habría que agradecerle los inmensos servicios prestados. Siglo tras siglo mantuvo la esperanza de que, a pesar de la evidente desaparición del cuerpo, permanecía lo más importante de nosotros, lo más nuestro, el núcleo de nuestra identidad, nuestra alma. Hay palabras “que tiemblan”, reconocía Antonio Machado. Tal vez el alma sea una de ellas. Pero el poeta le echó un conmovedor cable: “quisiera traerte muerta mi alma vieja”. 

Son hermosas estas últimas palabras del profesor Fraijó. Personalmente creo que la ciencia en general, y la neurobiología en concreto, van dando cuenta ya suficientemente, y cada vez más y mejor, de la "realidad espiritual" del hombre sin necesidad de recurrir a libros sagrados ni realidades supraterrenales, pero en cualquier caso bendito sea todo aquello que en alguna forma dé consuelo al hombre en su paso por este valle de lágrimas que suele ser la vida para la mayoría, aunque también sea una aventura formidable que no tiene repetición y merece la pena aprovechar. 



La creación de Adán, por Miguel Ángel (Capilla Sixtina, Vaticano)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3438
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 4 de noviembre de 2015

[Pensamiento] El Dios de cada uno




Dibujo de Eduardo Estrada para El País


No es lo mismo creencia que existencia. Se puede creer en algo o alguien inexistente, y también existir algo o alguien en quien no creemos. Yo no creo en un dios personal, inmutable, ni creador del universo; ni por supuesto en la vida eterna y la resurrección de los muertos. Tampoco me planteo la existencia o inexistencia de ese Dios, ni siento su necesidad, ni escucho esa atormentada voz de Blaise Pascal a la que alude el profesor Manuel Fraijó, catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED, mi "alma mater", en un hermoso artículo del pasado domingo en El País, titulado "Avatares de la creencia en Dios"

Es posible, dice el profesor Fraijó, que en el secreto recinto personal de cada uno se escuche la atormentada voz de Pascal con su inolvidable cita "incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista"; la dialéctica entre el sí y el no, compañera asidua de la condición humana. En plena Ilustración europea, sigue diciendo, se prohibían en España los libros que intentasen demostrar la existencia de Dios; se los consideraba peligrosos. Y es que Dios era tan evidente que no necesitaba demostración alguna. Por aquellas fechas Dios era algo inmediato, asequible, presente, familiar. Era un dato más de la realidad, o incluso el gran dato. Europa y, por supuesto, España convivían sin mayores traumas con la fe en Dios, una fe heredada de las buenas gentes del pasado.

También parece obvio, añade, que en la actualidad Dios no encuentra fácil acomodo, al menos en la geografía occidental. Su muerte ha sido repetidamente anunciada. No parece posible, dice, ni lo pretende este artículo, retornar a los lejanos tiempos en los que la presencia de Dios era tan obvia que se contaba con él a la hora de canalizar los ríos. Occidente ha seguido, más bien, el itinerario de Feuerbach: “Dios fue mi primer pensamiento, el segundo la razón, y el tercero y último el hombre”. En el ámbito filosófico, la teología de ayer se llama hoy antropología. Y tampoco asistimos en la actualidad a contundentes proclamaciones de ateísmo. El ardor negativo de otros tiempos ha dado paso al desinterés actual. Muchos ateos de ayer prefieren llamarse hoy increyentes.

Y es que tal vez todos, creyentes e increyentes, añade, nos hemos dado cuenta de que "el problema de Dios tiene su origen en Dios", en su "invisibilidad", en el carácter misterioso de su revelación. Causan impresión, dice más adelante, algunas frases del papa Francisco: "Si una persona dice que ha encontrado a Dios con certeza total y ni le roza un margen de incertidumbre, algo no va bien". Desde luego no estamos ante un lenguaje muy pontificio, dice con ironía, pero sí hondamente humano, altamente teológico, y sensible a nuestro convulso siglo XXI.

No puede pues extrañar, sigue diciendo, que dos grandes maestros de la teología cristiana, Karl Rahner y Karl Barth, se mostrasen abiertos a una teología más propensa a la pregunta que a la respuesta. Preguntado en una ocasión el primero si de veras se consideraba creyente cristiano, respondió con aire taciturno: "Sí, pero no a tiempo completo", con lo que aludía al carácter débil, precario, de su fe y estaba traduciendo al lenguaje de nuestro tiempo el evangélico "creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad". Rahner dejó escrito que lo de ser cristiano no es un "estado", sino una meta, un ideal. Propiamente no es correcto decir "soy cristiano", sino "aspiro a ser cristiano". En parecidos términos se expresaba, comenta el profesor Fraijó, el otro gran maestro, en este caso de la teología protestante, Karl Barth, al rechazar la distinción entre creyentes e increyentes. Aducía que él conocía a un increyente llamado Karl Barth. En realidad, la tradición cristiana, dice, siempre supo que somos ambas cosas a la vez, creyentes e increyentes. Nuestro Unamuno lo expresó lapidariamente: “Fe que no duda es fe muerta”. Los avatares de la creencia en Dios, señala al final de su artículo, son asunto de la “interioridad apasionada” de cada creyente de la que hablaba Kierkegaard. 

Por recomendación de mi padre, que tampoco era creyente, por no decir un que era un ateo bonachón y amigable, leí en mi juventud un libro que me resultó apasionante aunque difícil de entender. Me refiero al famoso "El fenómeno humano", del sacerdote jesuita, filósofo y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), en el que describía un término acuñado por él, llamado Punto Omega, al que consideraba el punto más alto de convergencia de la evolución de la consciencia humana y de todo lo existente en el universo con la divinidad. Pueden descargarlo si lo desean en el enlace de más arriba, o si lo prefieren así, ver el vídeo-libro al final de la entrada, o en este otro enlace, que explica su contenido. Teilhard de Chardin aportó en "El fenómeno humano" una visión original de la evolución, equidistante entre la ortodoxia religiosa y la científica en el que exponía su pensamiento filosófico sobre el origen y el destino del ser humano y del Universo. 

No sé a ciencia cierta si el pensamiento de Teilhard de Chardin podría definirse como panteísta, si entendemos como panteísmo la creencia o concepción del mundo y la doctrina filosófica según la cual el universo, la naturaleza y Dios son equivalentes: "todo es Dios y Dios está en todo". Pero si no es así, se le parece bastante. Y esa es también mi idea, aproximada, de Dios, al que yo (y otros) llamamos Azar; así, con mayúsculas.

Contra lo que puede parecer a más de uno, a mí, personalmente, el fenómeno religioso no me deja indiferente. Puedo no creer, y de hecho no creo, como decía al comienzo de esta entrada, en una divinidad personal creadora de todo lo existente, ni en la vida eterna ni en la resurrección de los muertos, pero eso no significa ni por asomo que la vida del espíritu me resulte ajena. No me atormentan las dudas que atormentaban a Pascal, ni a la filósofa y pensadora francesa de origen judío Simone Weil (1909-1943), que dejó plasmadas en un hermosísimo librito titulado "Carta a un religioso". Hay dos frases de ella en ese libro que mí me conmueven especialmente y que dejo expuestas sin comentarlas. La primera, que es casualmente, con la que termina el libro dice así: "¡Cuánto cambiaría nuestra vida si se viera que la geometría griega y la fe cristiana han brotado de la misma fuente!". La segunda, y con ella termino, dice: "Si el Evangelio omitiera toda mención de la resurrección de Cristo, la fe me sería más fácil. La Cruz sola me basta". A mí también, y en ese sentido me gustaría añadir que si se pudiese ser cristiano sin tener que creer en un Dios, y bastara con ser seguidor del Jesús de Nazareth histórico y presente en los Evangelios, yo no tendría empacho alguno en declararme como tal. Pero supongo que es imposible. Y así sigo.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







Entrada núm. 2496
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)