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sábado, 7 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Primarias (Publicada el 28 de agosto de 2009)




La secretaria general del PSF, Martine Aubry



Leo en la edición electrónica de hoy viernes del diario parisino Le Monde que la secretaria general del partido socialista francés, Martine Aubry, se declara en favor de primarias abiertas para la designación del candidato del partido a la presidencia de la república en 2012, apostando al mismo tiempo por la unidad, modernización y renovación del partido. Lo ha dicho al inicio de la reunión de cuadros y militantes socialistas que hoy ha comenzado en la Universidad de Verano de La Rochelle, decisión a la que acompañarán reglas como la no acumulación de mandatos. Una opinión, no compartida mayoritariamente en el seno de la izquierda francesa: Jean-Luc Melanchon, del Partido de la Izquierda, se muestra categóricamente en contra del principio de primarias, del que dice que la única vez que se utilizó en Europa fue en Italia -¿se habrá olvidado de la experiencia española o del propio PSF con Ségolène Royal?-, y acabó en un desastre.

Que los viejos y nuevos partidos políticos europeos, y españoles, le tienen pánico a las primarias es una afirmación que no admite prueba en contrario. Gobernados todos ellos por "oligarquías de hierro" como las denominara, estudiara y describiera a principios del siglo XX el sociólogo alemán Robert Michels (1876-1936) en su monumental obra "Los partidos políticos" (Buenos Aires, Amorrortu, 2008), el único sistema admitido de ascenso y promoción interna que funciona en la práctica, digan lo que digan los respectivos estatutos, es de la cooptación por parte de esa misma oligarquía.

La prueba del algodón de unas primarias en el seno del socialismo español se dio en 1998, en las que, contra todo pronóstico, pero con el apoyo casi unánime de los militantes, fue designado candidato a la presidencia del gobierno Josep Borrell. Ninguneado -cuando no torpedeado- por la propia dirección del partido, acabó dimitiendo poco después. Y las primarias, la limitación de mandatos y la no duplicidad de cargos pasaron a mejor vida en la historia del Partido Socialista Obrero Español.

Ahora, que de nuevo un viejo partido socialista europeo como el PSF, tan chovinista él, va a intentar la experiencia de las primarias, exitosa en otras latitudes políticas como la norteamericana, no me cabe sino desearles la mayor de las suertes. Si les sale bien, quizá aquí, fascinados por la experiencia, el socialismo español se decida a su reimplantación pero esta vez en serio y creyéndosela ellos mismos. ¿Los partidos en manos de sus militantes y votantes? Sería hermoso, aunque sólo fuera por lo inédito. HArendt




El exsecretario general del PSOE, Josep Borrell



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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sábado, 30 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] Los votantes huérfanos del PSOE





Los votantes huérfanos del PSOE son fantasmas desorientados, atrapados, como en las películas del género, en otra dimensión, dice de ellos, de nosotros, José Ignacio Torreblanca, profesor de Ciencia Política en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). 

Por el día observan desde el otro lado de la puerta las vicisitudes de los dueños de la mansión, comienza escribiendo Torreblanca. Y por la noche dan golpes en las puertas, baten las ventanas y hacen crujir los suelos para llamar la atención de los habitantes de la casa. Pero sus quejidos son ignorados ("no hay que dar importancia a los ruidos", dicen los gerifaltes, "saldremos adelante").

Son los votantes huérfanos del PSOE, los de toda la vida, los del centroizquierda moderado, los progresistas sin estridencias, los pragmáticos que abjuran de los radicalismos y las exageraciones ideológicas, los que prefieren que su partido haga mucho y diga poco a que diga mucho y haga poco. No tienen problemas con la Constitución del 78 y se sienten moderadamente patriotas, más por orgullo por lo logrado por este país en los últimos 40 años que por un fervor identitario y esencialista. Querrían una discusión pública racional sobre educación, pensiones, sanidad, sí, pero rechazan que se les hurte un debate territorial en el que tendrían mucho que decir.

Porque, a su manera, e incluso con más justificación que la derecha, se sienten traicionados por los nacionalistas. Pensaban que estaban haciendo un gran país que superara sus diferencias históricas y que articulara (por fin), una nación cívica compatible con la integración en Europa (por fin) y con el reconocimiento de la pluralidad de identificaciones nacionales (por fin). Pero en los últimos años han descubierto que aquello era una ficción: que algunos aprovecharon para construir una identidad nacional sobre la que asentar una demanda de estatalidad que dividiera y enfrentara a la ciudadanía. Y se sienten tan decepcionados por la doblez de sus aliados de la Transición como humillados por tener que soportar que, para colmo, la culpa es suya por, al parecer, ser una mera reencarnación del autoritarismo franquista contra el que muchos se dejaron la piel.

A los votantes fantasma del PSOE les espanta Vox, les preocupa el giro a la derecha del PP y temen que Ciudadanos cierre las puertas a una reconstrucción de un centro político tan necesario como, al parecer, por ahora imposible. Pero tanto como temen un tripartito entre Vox, el PP y Ciudadanos que agudizaría la polarización y generaría una enorme tensión social (incluso riesgos de retroceso en derechos adquiridos), les provoca escalofríos que su PSOE de toda la vida pudiera, justo en el momento en el que Podemos está finiquitado, conformar un Gobierno de coalición que diera una Vicepresidencia y ministerios clave a Iglesias, Montero y los suyos, amén de predisponerse sobre la base de silencios, omisiones y sobreentendidos a ganarse los votos de los independentistas. En su retina está fijada la escalofriante rueda de prensa coral de Iglesias en enero de 2016 reclamando la Vicepresidencia, el CNI y el BOE. Como lo está el no de Podemos a la primera investidura de Pedro Sánchez, porque fue ese no el que verdaderamente llevó a Rajoy a La Moncloa.

Los votantes fantasma del PSOE penan todos los días por los diales de las radios, los editoriales de su periódico de referencia y las parrillas de las televisiones buscando una señal tranquilizadora, una brizna de esperanza, un atisbo de firmeza. A veces imaginan a su líder proclamando solemnemente: "nunca aceptaré los votos de los independentistas para seguir en La Moncloa". Pero, acto seguido, se despiertan sobresaltados en la oscuridad para descubrir que todo ha sido un sueño. Y, a la mañana siguiente, vuelven a comprobar que el discurso de campaña de su partido está más centrado en cavar trincheras y alimentar una política de bloques contra la derecha que está enfrente que en confrontar a la izquierda radical y el independentismo que queda detrás de sus líneas que, sin duda, no dudará en apuñalar a su partido por la espalda a la menor ocasión.

Otras veces, los votantes fantasma dejar volar su imaginación y, como quien adivina formas de animales en las nubes, fabulan sobre lo que pasaría si dentro del PSOE existiera una alternativa, una mínima disidencia, aún sin fuerza, que por débil que fuera sirviera para dejar testimonio de que no todo el mundo se entregó al oportunismo, de que no todo el mundo prefirió el poder a toda costa, que hubo quien prefirió perder hoy para ganar mañana que ganar hoy para perder mañana. A los votantes fantasma del PSOE les desespera el conformismo de los barones territoriales y de los supuestos disidentes, que rehúyen la confrontación con una política que saben equivocada a cambio de salvaguardar sus cuotas de poder autonómico, municipal y personal. Recuerdan con nostalgia aquellos años en los que el PSOE era un partido vibrante, en los que el secretario general, lejos de controlar el partido, tenía que soportarlo, un partido con grandes figuras de referencia, corrientes internas que expresaban una sana disidencia y un aparato orgánico que intentaba impulsar y controlar la acción de Gobierno. Pero hoy, los votantes fantasma del PSOE echan de menos a alguien que, sin temer las consecuencias inmediatas sobre su futuro político, pusiera pie en pared e hiciera un discurso, modesto pero firme, que al menos enseñara a votantes y militantes la existencia de una alternativa, de otro camino. Sin duda sería derrotado, pero habría sembrado la semilla de una futura reconstrucción.

Por desgracia, del pasado solo queda nostalgia, acompañada, eso sí, del reconocimiento del cúmulo de errores cometidos por el PSOE en la incompetente gestión de la sucesión de Zapatero, incluido el feroz aplastamiento de Eduardo Madina sirviéndose de Pedro Sánchez y la paradójica victoria del que primero fue candidato del aparato para luego presentarse como inmaculado candidato de las bases. De aquellos tejemanejes del aparto y comités federales delirantes queda hoy un PSOE arrasado orgánicamente, sin referencias intelectuales ni pesos ni contrapesos internos. Un partido que ha enterrado sus instituciones e historia organizativa e importado las prácticas caudillistas y de hiperliderazgo de aquellos populistas a los que quería combatir.

Pero ante todo, y de forma más preocupante, queda un partido sin pulso orgánico ni capacidad de debate interno en la principal cuestión que preocupa a los votantes de este país: la cuestión catalana. Porque, tras un comportamiento ejemplar en esa crisis, conduciéndose como un leal socio con visión de Estado a lo largo del otoño de 2017, el PSOE cayó en la tentación de apoyarse en los votos de los independentistas para llegar al poder. Y, aunque en un primer momento pudiera afirmar que los recibió sin contrapartidas, desde el instante en el que decidió continuar en el poder en lugar de convocar elecciones, se obligó a contemporizar con el independentismo: de ahí las propuestas de libertad provisional para los acusados del procés; las rebajas en la calificación de los delitos por parte de la abogacía del Estado; las especulaciones sobre futuros indultos; la búsqueda de fórmulas negociadoras basadas en extraños relatores; la tolerancia con la reapertura de la red de Embajadas en el exterior; la dejación de funciones respecto al abuso que de la educación y los espacios públicos e institucionales hace la Generalitat. Cierto que de ello quedó finalmente poco en términos prácticos. Pero sembró en el votante socialista la percepción, alimentada por las reuniones entre Pablo Iglesias y Oriol Junqueras en la cárcel de Lledoners, de que después de unas elecciones, Sánchez estaría más que dispuesto a formalizar, ahora sí, esa coalición con Podemos y con los apoyos (visibles o subterráneos) de los independentistas.

Así que el 28 de abril, el votante fantasma del PSOE arrastrará sus pesadas cadenas hasta las urnas para decidir cómo se debe gobernar este país: si con el PSOE apoyado por Podemos y los independentistas o por el PP en coalición con Ciudadanos y el apoyo de Vox. ¿De verdad no hay nadie que pueda aliviar a los socialistas de esa pesada carga y dejarles votar en paz por su partido de toda la vida?



Dibujo de LPO



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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jueves, 24 de enero de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] De la indignación al chapoteo



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Asistimos a un proceso de espectacularización de la vida pública que encuentra en las dimensiones personales de los políticos un auténtico e inagotable filón. Se diría que la consigna es la de que todo vale: Hemos pasado de la indignación al chapoteo, escribe el profesor Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. 

Lo que era ilusión en los inicios de la Transición, comienza diciendo Cruz, tuvo su particular ocaso, que se dio en llamar desencanto. La vibrante y limpia indignación del 15-M parece estar derivando hacia su específica y propia forma de ocaso, todavía pendiente de denominación. En ambos casos, fue el aterrizaje en la realidad, esto es, el acceso (o el regreso) al poder, el que terminó por generar en amplios sectores de la izquierda una intensa sensación de decepción, al ver incumplidas, cuando no traicionadas (recuérdese el caso de la OTAN con Felipe González recién llegado al Gobierno de la nación), buena parte de sus expectativas.

El segundo ocaso era en gran medida previsible. Cuando se hace bandera abstracta del Sí se puede, alimentando la expectativa de que todo es posible a poco que haya lo que se suele designar con la expresión “voluntad política”, la decepción de la ciudadanía está como aquel que dice cantada. Ya le sucedió a aquella alcaldesa que alcanzó el cargo a lomos de dicho eslogan y, al poco de tomar posesión del bastón de mando, se apresuró a declarar, contrita, que había descubierto que poder, lo que se dice poder, no se puede todo, que lo sentía mucho y que en el futuro no volvería a prometer tanto.

Pero una cosa es que la realidad acabe imponiendo sus condiciones y ello dé lugar a que el gobernante no pueda llevar a cabo aquello que tan alegremente había ofrecido durante su campaña electoral, y otra, bien distinta, que la decepción llegue por cauces en cierto modo ajenos a la política misma en sentido propio. No hace falta alejarse mucho de la actualidad para encontrar ejemplos: a nadie parece importar gran cosa que algunas de las primeras iniciativas del nuevo Gobierno den satisfacción a determinadas demandas sociales, como las de la reversión de los recortes en educación o la sanidad universal, por mencionar dos de las más reclamadas. Da igual: tertulias y debates se ven copados por asuntos que, sobre el papel, apenas tienen importancia (si acordamos que lo más importante es mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos) comparados con los anteriores.

No se trata de fingir sorpresa ante esta situación, prefigurada desde hace tiempo por la intervención de diversos factores. Uno de los más relevantes es, sin duda, el imparable proceso de espectacularización de la vida pública, proceso que encuentra en las dimensiones personales de los políticos un auténtico y, por lo visto, inagotable filón (hemos tenido sobrada ocasión de comprobarlo en las últimas semanas). Afirmaba hace muchos años un antiguo ministro del Interior de este país que nadie, absolutamente nadie, resiste el escrutinio de que se le ponga una potente lupa encima de su biografía. Y lo decía cuando los escándalos no se veían amplificados como se ven hoy merced a las redes sociales y a la digitalización de la información.

Pero tal vez si entonces la política parecía vivir menos a golpe de escándalos de este orden no era solo porque aún no se había producido la evolución de los medios de comunicación de masas que luego nos tocó vivir, con la irrupción de los diarios digitales y las aludidas redes sociales, sino también porque los partidos y sus responsables no parecían haber abdicado de la iniciativa de ser ellos quienes marcaran la agenda, en vez de aceptar ir a rebufo, sumisamente, de lo que iba apareciendo publicado por ahí. Ahora, dicha abdicación parece un hecho certificado, e incluso no faltan políticos a los que se diría que no les importa convertirse en cómplices de la nueva situación, a la que no se resisten a contribuir haciendo públicos aspectos, más que privados, directamente íntimos de su vida, no se termina de saber si por compulsivo exhibicionismo o por cálculo electoral interesado. En cualquier caso, las consecuencias de semejante cambio de actitud por parte de los protagonistas, así como el desplazamiento de las temáticas que han devenido el nuevo objeto del debate público, están afectando directamente a la imagen de la política que tiene la ciudadanía.

Por lo pronto, los escándalos sobre los que parece que se pretende que fijemos nuestra atención son, en cierto modo, prepolíticos. No apuntan, por formularlo rotundamente, a los actos, sino al actor. La crítica, por tanto, no persigue en tales casos reversión, rectificación o enmienda alguna de un determinado comportamiento, sino que, en la medida en que lo que queda descalificado por completo es el destinatario, el reproche en cuestión solo puede resolverse con la expulsión de aquel del terreno de juego. A esto es a lo que, efectivamente, estamos asistiendo de un tiempo a esta parte. La descalificación del adversario se hace porque se le atribuye la condición de tramposo, estafador, incoherente, contradictorio, mentiroso o cosas parecidas. Lo que haya hecho o piense hacer en el ámbito de la cosa pública resulta irrelevante: el objeto de debate y posterior condena ha pasado a ser algún aspecto particular de su biografía.

Importa resaltar que el asunto va más allá del proverbial y conocido argumento que suelen esgrimir casi todos los políticos cuando se ven criticados, argumento según el cual lo que en realidad busca el crítico con sus demoledores planteamientos es desviar la atención respecto de otros asuntos que no le conviene que se vean debatidos en la plaza pública. De lo que se trata ahora en cambio es de si, como consecuencia de lo expuesto, lo que pudiéramos llamar la lógica de la política ha empezado a variar de manera sustancial y, a continuación, de los efectos que tal mutación está produciendo.

Uno de los más destacados tal vez sea la volátil y efímera atención que los medios dedican a los asuntos con los que alimentan la atención de la ciudadanía hacia la política. Nada tiene de extraño, en la medida en que dicha atención, en tiempos de feroz competencia empresarial también en el campo de la comunicación, se ha convertido en un fin en sí misma. Escándalos y noticias llamativas se suceden a gran velocidad, sin que el abandono de las mismas implique que el asunto señalado haya quedado resuelto o superado. En realidad, los asuntos quedan abandonados en cuanto los medios detectan que ya no concitan el interés del público, por más que los motivos que dieron lugar a la denuncia inicial permanezcan intactos. La constatación no es banal. Al contrario, pone en evidencia que lo que se suele presentar formalmente como denuncia, justificada con el argumento de la exigencia de transparencia o similares, nunca fue más que un señuelo para ampliar audiencias.

Con vistas a este propósito se diría que la consigna es la de que todo vale. Hace algunas semanas, uno de los recién llegados a la política calificaba de “cutre” la naturaleza del escándalo (sobre la originalidad de un texto elaborado por otro político) que en aquel momento parecía absorber por entero el interés de la opinión pública. Llevaba razón: era casi tan cutre como el inmobiliario que lo había tenido a él como protagonista algunos meses atrás y, por lo que estamos viendo, como los que parecen dibujarse en el horizonte más inmediato. O nos ponemos manos a otra obra, o la ciudadanía pronto pasará de indignada no ya a desencantada, sino, directamente, a asqueada.



Dibujo de Nicolás Aznárez 


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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lunes, 30 de julio de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La labor de la oposición



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Pocos días después de la llegada de Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, reiteradamente citado en Desde el trópico de Cáncer, reflexionaba en su blog  en Revista de Libros sobre dicho acontecimiento, y siguiendo al famoso politólogo italiano Gianfranco Pasquino, sobre la labor de la oposición en política. 

El éxito de la moción de censura presentada por el PSOE de Pedro Sánchez, comenzaba diciendo, que ha convertido al PP en oposición y al PSOE en gobierno, ha llamado la atención acerca de las capacidades de los partidos que no ostentan el poder. Para explicarla, se ha hablado de la «deselección» teorizada por Pierre Rosanvallon, de las coaliciones negativas que aglutinan el rechazo a un líder o proyecto, e incluso de la «vetocracia» descrita por Francis Fukuyama: estado en que se coloca al sistema político cuando sus actores dejan de cooperar entre sí y emplean las instituciones para vetarse recíprocamente. Por mi parte, quisiera estudiar este asunto a partir de las reflexiones vertidas por el politólogo italiano Gianfranco Pasquino en un breve opúsculo publicado originalmente en 1995 (que aparece en España tres años después, en Alianza Editorial) y titulado sencillamente La oposición. Que el trabajo fuese publicado a mediados de los años noventa no le resta interés, sino quizá lo contrario: es lo bastante cercano para permitirnos apreciar aquello que haya podido cambiar desde entonces.

Irónicamente, una de las cosas que ha pasado en este tiempo es que España ha empezado a parecerse un poco más a Italia, al menos en lo que a su vida parlamentaria (notables diferencias al margen) se refiere. Y eso da actualidad a un librito que, como subraya María Luz Morán en el prólogo, es «profundamente “italiano”», suscitado como está por la peculiar coyuntura política de Italia a comienzos de los años noventa. En este prólogo, redactado en 1997, se añade que Pasquino escribió el libro poco después de la victoria de Forza Italia, es decir, de Berlusconi, tras unas elecciones consideradas el punto culminante de la desintegración del viejo sistema político que había surgido en la reconstrucción de la democracia tras la derrota del fascismo y como el inicio de un nuevo período en el que [...] parecía existir un acuerdo básico de que la principal tarea a abordar era la de la creación de una «nueva política».

¡Vejez de la nueva política! Pasquino escribe así tratando de contribuir al debate acerca de cómo alcanzar ese objetivo regenerador y, de paso, insinuando posibles vías para la renovación de la izquierda en una época posmaterialista (o que entonces lo parecía). No obstante, lo que aquí interesa sobre todo es lo que este ensayo tiene de meditación acerca de la democracia y sus instituciones, en especial la oposición. El politólogo italiano escribe convencido de que la realización de la esencia de la democracia está vinculada con la idea de la alternancia en el gobierno, y sorprendido, en consecuencia, de que el papel de la oposición en regímenes democráticos no haya merecido especial atención por parte de los científicos de la política. Su enfoque, por lo demás, entronca con los planteamientos de la teoría pluralista de la democracia que tuvo en pensadores como Robert Dahl, Seymour Lipset o Arend Lijphart a sus principales exponentes, lo que explica la primacía de la perspectiva institucional en su análisis.

Pero, ¿qué dice Pasquino? Pues, para empezar, que ninguna oposición puede renunciar a su propia piel dejando, sin más, que el gobierno gobierne. O, mejor dicho: la oposición debe impedir que el gobierno malgobierne. Y sugiere que la «buena oposición» será aquella que aplique la enseñanza de Maquiavelo sobre el zorro y el león: combinando la astucia político-parlamentaria y su fuerza político-social. Su misión será contender con el gobierno en materia de reglas y en materia de políticas:

Serán absolutamente intransigentes cuando el gobierno se proponga establecer reglas que destruyan la posibilidad misma de la alternancia. En cuanto a las políticas, las oposiciones serán críticas de los contenidos que propone el gobierno y propositivas de contenidos distintos, pero también conciliadoras cuando existan espacios de intervención, mediación, colaboración y mejoras recíprocas.

En otras palabras, la oposición controla, critica y propone. Tiene así el deber de enfrentarse al gobierno, demostrando ser ella misma un gobierno alternativo. Obsérvese una de las paradojas que aquejan a la función de la oposición: está obligada a enfrentarse al gobierno haga el gobierno lo que haga. Pues si aplaude lo que hace el gobierno, o deja de controlarlo, no ejercerá su función y dejará coja a la propia democracia. Y es que, si resulta inimaginable una democracia sin gobierno, también debe serlo una democracia sin oposición; porque un gobierno que no encuentra oposición puede fácilmente abusar de su poder. En todo caso, Pasquino es perfectamente consciente de que el papel de la oposición puede variar, para empezar, dependiendo del sistema institucional en que se inserte: siguiendo a Lijphardt, no es lo mismo una democracia mayoritaria que una democracia consensual. Si en las primeras la oposición tiene un cometido más difícil y se ve obligada a estructurarse como alternativa, en las segundas la oposición tiene mayor margen de acción, pero menos incentivos para cualificarse como tal alternativa. En ambos supuestos, el arraigo institucional de la oposición será mayor cuanto mayor sea su arraigo social; y viceversa. Pasquino, por cierto, incluye a España y a Alemania entre las democracias mayoritarias.

Nuestro autor advierte de que la oposición no puede ‒o, mejor dicho, no debe‒ limitarse a aplicar la estrategia del «cuanto peor, mejor». Sobre todo, porque eso le impide hacer visible su alternativa de gobierno. La dificultad estriba en que la oposición no puede quedarse al margen del juego de las relaciones con el gobierno, a riesgo de ser culpada de la parálisis institucional, mientras que persigue al tiempo objetivos propios: mantener su pureza ideológica, preservar su identidad política, conservar su cohesión organizativa. Y ello sin olvidar que ninguna oposición puede renunciar a adquirir recursos para quienes la sostienen; recursos que, huelga decirlo, son más abundantes cuando se gobierna. En todo caso, lo que dice Pasquino es que ninguna oposición parlamentaria «puede ni debe ser jamás antagónica por completo [...] si es consistente y responsable». Se trata de un condicional formidable, pues si la oposición es siempre antagónica, ¿será necesariamente castigada por los votantes? Cuando menos, apunta, los representantes de la oposición habrían de colaborar realizando enmiendas, comentarios, críticas y sugerencias durante la formación de leyes, un aspecto central, aunque poco publicitado en los media, de la lógica parlamentaria. Sin embargo, la oposición ha de preparar la alternancia; por esta razón, no puede colaborar demasiado alegremente con el gobierno. Siguiendo en esto a Joseph Schumpeter y Anthony Downs, entre otros, subraya Pasquino que la competición democrática produce vitalidad y es, al mismo tiempo, síntoma de la vitalidad del sistema, precisamente cuando se exterioriza en el paso decisivo de un gobierno a la oposición y de una oposición al gobierno, con una periodicidad ni muy frecuente ni muy rara.

En fin de cuentas, la democracia no es sólo un conjunto de leyes, sino también la encarnación de un conjunto de valores. De manera que la alternancia no es un fin en sí mismo, sino el mejor medio para lograr que se realicen esos valores. Ocurre que, si el buen funcionamiento del régimen democrático depende en buena medida de la calidad de su oposición, las instituciones deben hacer más fácil que la oposición se comporte apropiadamente. Y eso, para Pasquino, pasa por un rediseño de las mismas que las aproxime al llamado «modelo Westminster». Pero el italiano arranca aquí de una premisa algo dudosa, a saber: «El problema en los regímenes democráticos es que hay quizá poca oposición». ¿Poca oposición? ¡Si los gobiernos no encuentran tregua!

Pasquino explica esta idea, en primer lugar, cuantitativamente: muchos de los opositores potenciales al gobierno, o incluso al sistema, habrían encontrado nichos gratificantes en su interior, mientras que los oponentes reales (el tercio más pobre de la sociedad, en su formulación) tienen cada vez menos recursos con los que organizarse. En segundo lugar, existiría también un problema cualitativo, derivado de la convergencia ideológica en el centro, que debilita la oposición al sistema y reduce el rango de los desacuerdos a una disputa por la distribución de los recursos económicos estatales; la revolución ya es sólo una pose. Por último, habría «poca» oposición porque a ésta «le faltan los instrumentos institucionales en sentido amplio para “dramatizar” su existencia, para comunicar sus programas, para afirmar lo que tiene de distinto». Se encontraría la oposición enjaulada en un sistema democrático que la convierte en copartícipe y responsable del funcionamiento del sistema y de su administración: un rehén del gobierno. A ello habría que sumar la inevitable fragmentación de la oposición, más visible en los sistemas proporcionales, derivada del aumento de la complejidad social. En este punto, Pasquino dice algo que nos recuerda las tesis de Ernesto Laclau sobre el populismo, así como la urdimbre de la reciente moción de censura en España (la cursiva es mía): la oposición se vería tentada de proporcionar una representación parcelada a todo grupo social que proteste por sentirse insatisfecho con la actividad del gobierno u olvidado y abandonado, prescindiendo de la calidad de los intereses que ha de representar. Si lo hiciera así, la oposición se transformaría en una especie de conglomerado o sumatoria de las insatisfacciones sociales [...]. Naturalmente, sobre tales fundamentos, la oposición no podría desarrollar un programa coherente.

Estas tendencias, sugiere Pasquino, sólo puede contrarrestarlas la oposición tratando de ser más institucional y más previsible: más «gubernamental», podría decirse. Y por eso recomienda, en lo que a la oposición se refiere, generalizar el modelo de shadow cabinet o gobierno en la sombra propio del modelo británico, capaz de proporcionar una respuesta satisfactoria a las necesidades  personalización de la política, vale decir de atribución de responsabilidades personales, visibles y explícitas, controlables y verificables, a los gobiernos en la sombra.

Entre otras virtudes, el gobierno en la sombra convierte a la oposición en aquello que ha de ser: no sólo alternativa, sino programática y propositiva en sentido fuerte. No le bastaría entonces con un no a las iniciativas del gobierno, sino que a ellas habría de contraponer una alternativa de cosecha propia. Sólo así podrá la oposición mejorar la calidad de la democracia, llegue o no al gobierno, mediante su actividad de control, crítica y propuesta.

Finalmente, y esto presenta especial interés, Pasquino añade algunas consideraciones sobre los mecanismos de la democracia mayoritaria. Estas se caracterizarían por la posibilidad de la alternancia o, cuando menos, por la legítima expectativa de la alternancia de partidos y coaliciones. Pensemos en Andalucía o Baviera: no hay alternancia, pero nada impide que la haya. Y en estas democracias, la oposición sustituye al gobierno mediante un episodio electoral decisivo. ¿Siempre? No: la excepción a esta regla viene representada por el cambio de gobierno que se produjo en Alemania en octubre de 1982, cuando los liberales abandonaron a los socialdemócratas de Helmut Schmidt y formaron una coalición con los democristianos de Helmut Kohl por medio de una moción de censura constructiva. En aquella ocasión, el cambio de mayoría se verificó en las urnas en marzo de 1983, cinco meses después del éxito de la moción. Los liberales habían dicho a sus electores que gobernarían con los socialdemócratas, y, al cambiar de criterio, entendieron que debían interrogar al electorado: El cambio de la mayoría, aunque efectuado mediante el instrumento constitucionalmente correcto del voto de censura constructivo, se vería mejor ratificado por el voto popular. Y así fue.

Pero, añade Pasquino, el voto de censura constructivo puede emplearse, en clave de democracia mayoritaria, no para realizar un cambio de mayoría, sino para prepararlo. Y aquí es donde nuestro autor pone de ejemplo a España. No sólo la célebre moción de censura planteada por el joven Felipe González contra Adolfo Suárez en mayo de 1980, que no tenía posibilidad de victoria, pero que sí acreditó la competencia de González como líder de gobierno, sino también el fracasado intento del popular Antonio Hernández Mancha en marzo de 1987, que tuvo el efecto de renovar el liderazgo en el centro-derecha y allanó el camino a una oposición más efectiva. Resulta de aquí una enseñanza para las democracias mayoritarias (la cursiva es, otra vez, mía): Si el gobierno es producto de una victoria en las urnas y, por tanto, se sostiene sobre una mayoría parlamentaria, la oposición no sólo carece por lo general de la posibilidad de sustituirlo durante la legislatura, sino que me atrevería a decir que no debe hacerlo. Con todo, debe continuar actuando para derrotarlo, obligándolo a dimitir.

Bajo esta óptica, la operación relámpago que ha llevado a Pedro Sánchez a la Moncloa, con ser tan legal como legítima ‒si entendemos la legitimidad como una derivación del cumplimiento de la legalidad constitucional‒, presenta algunos problemas conceptuales. O los presenta, si se quiere, a la vista del deseo expresado por el mismo Sánchez de mantenerse en el cargo sin convocar elecciones que validen el cambio operado en el gobierno. Por mucho que se invoquen los principios de la democracia parlamentaria, el sistema español ha desarrollado ‒como tantos otros‒ rasgos presidencialistas. De ahí que la moción no pueda evaluarse únicamente en términos de su ajuste a los procedimientos constitucionales, sino también a la luz de la finalidad de esa singular figura del parlamentarismo racionalizado que es la moción de censura constructiva. Y vaya por delante que eso no excluye que esta última pueda ser empleada instrumentalmente, como hicieron González (con éxito) y Hernández Mancha (sin él). De lo que se trata con la moción es de instaurar un gobierno alternativo, como sucedió en Alemania en 1982, sustituyéndose una coalición formal por otra; pese a lo cual, como se ha dicho, el país celebró prontas elecciones.

En nuestro caso, el problema viene dado ya desde el origen por el hecho de que ninguna coalición formal de gobierno haya gobernado aún en nuestro país, hecho en buena medida atribuible a la renuencia de los partidos-bisagra nacionalistas, que con cada vez mayor desparpajo se desentienden de la gobernabilidad de España influyendo simultáneamente en ella. A veces, como en esta última ocasión, de forma decisiva: cambiando un gobierno por otro tras haber apoyado (en el caso del PNV) los presupuestos generales una semana antes. Pasquino no da ninguna razón por la cual la oposición no deba sustituir al gobierno, pero el hecho de que la moción de censura sea «constructiva» da una pista: el sistema requiere de una estabilidad que sólo una mayoría alternativa puede proporcionar. Es evidente que Sánchez solo ha articulado una coalición de rechazo a Rajoy, como ha señalado, entre muchos otros, Santos Juliá, sin disponer de tal mayoría alternativa: a un gobierno que podía contar con 170 diputados (PP y Ciudadanos tras su acuerdo de legislatura) y mayoría absoluta en el Senado le sustituye otro que goza de 84 diputados y un Senado donde la mayoría absoluta la conserva el partido al que ha desalojado del gobierno. Ciertamente, el escrúpulo de los liberales alemanes, que habían anunciado a sus electores con quién gobernarían, no es aplicable en nuestro caso: nadie dijo con quién pactaría o dejaría de pactar antes de ir a elecciones. Y no parece que las afirmaciones recientes de distintos dirigentes del PSOE, Pedro Sánchez incluido, en el sentido de que con los partidos independentistas no podría siquiera hacerse una moción de censura, cuenten como compromiso preelectoral. Sin embargo, la trascendencia del cambio operado en el gobierno parecería aconsejar la convocatoria de elecciones, dada la precariedad parlamentaria del gobierno entrante. De otro modo, no se ve claro cómo podría juzgarse «constructiva» la moción triunfante, si tenemos en cuenta que la han apoyado partidos que mantienen un contencioso con el Estado de carácter existencial. No hay, así, en la moción problema formal alguno, pero, si tomamos como referencia el escrúpulo de los liberales alemanes, no estaría de más que los votantes pudieran refrendar este súbito cambio de orientación. Todo indica que, si esas elecciones no se celebran, es debido a las malas expectativas electorales del partido que ya gobierna.

Quienes celebran el cambio de gobierno, en fin, encontrarán sin dificultad argumentos de peso en favor del mantenimiento de la nueva situación: desde la emergencia moral creada por la sentencia del caso Gürtel a la literalidad de los procedimientos parlamentarios. No se trata de discutirlos, sino sólo de señalar de qué modo el acceso al gobierno por esta vía contradice algunos de los postulados de la «buena oposición» formulados por Gianfranco Pasquino. Entre ellos, como vimos más arriba, la inconveniencia de que la oposición se despliegue como sumatorio de insatisfacciones sociales o extraiga su única razón de ser del rechazo a quien gobierna. Es verdad que el caso español expresa igualmente el efecto de cambios sociológicos de amplio espectro con influencia sobre el funcionamiento de las democracias: la mayor fragmentación partidista, que dificulta sobremanera la formación de gobiernos allí donde no existe una cultura consensual o de coalición; la digitalización de la conversación pública, que refuerza la polarización ideológica y alienta las pasiones adversativas de los electores; o el impacto psicopolítico de la Gran Recesión, que ha alentado las actitudes antisistema, con su correspondiente traducción en los sistemas de partidos. Y ello sin entrar a considerar las especificidades de las distintas culturas políticas nacionales.

No hay espacio aquí para seguir ahondando en la delicadísima relación entre democracia, gobierno y oposición. Delicadísima, porque su centro es paradójico: la oposición debe oponerse al gobierno, aunque el gobierno lo haga bien, del mismo modo que ningún gobierno, por mal que lo haga, cederá su lugar a la oposición. Se derivan de aquí unas necesidades escénicas que, en la era de la campaña electoral permanente, convertida la política en una rama del entretenimiento gracias al smartphone, plantea no pocos problemas de orden sistémico. Sobre todo allí donde, como sucede cada vez con mayor frecuencia, no existen mayorías parlamentarias absolutas ni demasiados incentivos ‒remember Nick Clegg‒ para forjar coaliciones de gobierno. En este contexto, sin embargo, hay un criterio de análisis que se mantiene estable, al margen de las modas y los cambios sociales, en el que Pasquino, quizá debido a su vocación constructiva, no pone demasiado énfasis. Y es que, si bien la oposición es una función democrática indispensable, su actor es siempre un partido (o varios). Lo cual no puede dejar de tener consecuencias si tenemos presente que, por muchas funciones que puedan predicarse de los partidos, cualquier partido quiere, ante todo, dos cosas: sobrevivir y alcanzar el poder. Entre otras cosas, porque si no ostenta el poder no podrá jamás realizar su programa ni proveer de recursos a sus miembros. De donde se deduce que hacer oposición no será jamás un fin en sí mismo, sino un medio para lograr esos otros fines: si aplicamos la lógica maquiaveliana, será «buena» la oposición que lleve a un partido al poder y «mala» la que fracase en el intento, con independencia de los efectos que ello pueda tener para el sistema democrático en su conjunto. Sin introducir esta dosis de realismo, ningún análisis será capaz de dar cuenta del modo en que la oposición ‒al margen de las prescripciones normativas que indican el modo en que «debería» comportarse‒ se desenvuelve en la práctica. Y ese rasgo «egoísta» de la oposición no es ni bueno ni malo, sino inevitable: un rasgo consustancial a las democracias.




Rafael Hernando, exportavoz parlamentario del PP en el Congreso



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 19 de abril de 2018

[A VUELAPLUMA] Sobre el ejercicio de la política como un vicio solitario





La publicación a finales del pasado año por la editorial Galaxia Gutenberg de Las cosas como son. Diarios de un político socialista (1980-1994), de Carlos Solchaga, da ocasión al profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense y Visiting Senior Fellow en el IDEAS Centre de la London School of Economics, para realizar una interesante reseña en Revista de Libros de la publicación de Solchaga que merece la pena subir al blog.

Disponemos ya, comienza diciendo Juan Francisco Fuentes, de un buen número de memorias y diarios de la transición democrática y de los gobiernos socialistas presididos por Felipe González entre 1982 y 1996. A esta etapa corresponden, al menos en parte, las memorias de Alfonso Guerra, Joaquín Almunia, Fernando Morán, Julio Feo, Pablo Castellano, Pedro Solbes y Jorge Semprún, que escribió una amarga crónica de sus tres años como ministro de Cultura entre 1988 y 1991 (Federico Sánchez se despide de ustedes, 1993). Por su parte, José Bono recogió en el primer volumen de sus diarios (Les voy a contar), que arrancan en 1992, sus impresiones a vuelapluma sobre el final del felipismo y el tránsito al posfelipismo, en un proceso convulso y seguramente mal resuelto, cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días. María Antonia Iglesias es autora, además, de una voluminosa obra, titulada La memoria recuperada. Lo que nunca han contado Felipe González y los dirigentes socialistas (2003), compuesta de entrevistas a los principales dirigentes del socialismo español, incluido Felipe González, cuyo testimonio en este libro es lo más parecido que nos quedará seguramente a unas memorias del principal protagonista de aquellos años.

Los diarios que acaba de publicar Carlos Solchaga, ministro de Industria entre 1982 y 1985, y de Economía y Hacienda entre 1985 y 1993, coinciden con los testimonios de Semprún y Almunia en ofrecer una imagen descarnada de la situación interna del PSOE en una etapa marcada por las disputas entre Alfonso Guerra y sus adversarios en el partido y en el gobierno. Si los métodos de Guerra gozaron durante años del apoyo de un nutrido grupo de incondicionales –«guerrismo es», dijo uno de ellos, «ganar las elecciones por mayoría absoluta»–, sus oponentes, conocidos en su momento como «renovadores», actuaron a menudo en orden disperso, sin la eficacia y la disciplina que caracterizaron al aparato guerrista en sus buenos tiempos. Esa dificultad de los adversarios de Guerra para formar un grupo tan cohesionado como el suyo se pone claramente de manifiesto en estos diarios, en los que afloran también, aquí y allá, las desavenencias que el autor mantuvo con potenciales aliados suyos en la lucha contra el guerrismo. De ahí que la liquidación del viejo aparato guerrista sin una alternativa sólida capaz de tomar el relevo produjera en la militancia una sensación de vacío de poder y desgobierno, agudizada cuando, en 1997, Felipe González anunció su renuncia a la dirección del partido.

A Carlos Solchaga no podrá reprochársele, desde luego, que esté poseído por un espíritu gregario o por una tendencia a capitanear grupos y banderías. Sólo el apoyo de González, su único pero poderoso valedor, explica su larga presencia en los gobiernos socialistas pese a sus malas relaciones con la dirección del PSOE y, sobre todo, de la UGT, que lo convirtió en su bestia negra. El título elegido, Las cosas como son, refleja esa fama de hombre soberbio que le crearon sus enemigos y con la que él se sintió siempre cómodo. Nada tiene de particular que el autor de unos diarios, memorias o autobiografía defienda a capa y espada su versión del pedazo de historia que le tocó vivir y, en parte, protagonizar. Para eso se escriben estos libros. Pero el título, en lo que tiene de declaración de intenciones, parece ir más allá de los códigos establecidos por el género y advertir al lector sobre el grado de autocrítica que puede esperar de estas páginas. El autor no es alguien dispuesto, por decirlo suavemente, a negociar «su verdad».

La extensa introducción que precede a estos diarios sirve para contextualizar esos catorce años de anotaciones cotidianas, que se inician en abril de 1980, cuando la renuncia de un diputado socialista por Álava convirtió a Solchaga en diputado de las Cortes elegidas en 1979, y terminan en junio de 1994, tras abandonar su escaño, meses después de salir del gobierno, al verse afectado indirectamente por alguno de los casos de corrupción que salieron a la luz pública en la agonía del felipismo. A lo largo de esos catorce años se sucedieron cuatro elecciones generales, tres presidentes del gobierno, un golpe de Estado, la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, el referéndum de la OTAN, varias huelgas generales –una de ellas, la del 14-D, de gran impacto–, los fastos del año 1992 y, fuera de España, la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética y de la Guerra Fría. Carlos Solchaga fue, sin duda, testigo cualificado de esa trascendental etapa histórica. Es interesante observar, sin embargo, cómo en sus diarios los problemas más inmediatos prevalecen sobre los cambios de más largo aliento, eclipsados por la vorágine diaria de la lucha política y de la acción de gobierno, como «esas batallas» con Guerra y los suyos a las que él mismo alude en la introducción y a las que dedica tal vez las páginas más jugosas del libro.

La importancia de esta cuestión obliga a interrogarse sobre la razón última del antagonismo feroz, permanente, casi cósmico, que mantuvieron Alfonso Guerra y sus oponentes en el PSOE. Hay una explicación genérica que remite a la naturaleza autodestructiva de los partidos y a la tendencia al canibalismo político que se atribuye a sus miembros. «¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!», exclamó Pío Cabanillas en cierta ocasión para expresar la desazón que le producía la compañía de los suyos en un partido (UCD) que fue paradigma, y finalmente víctima, de ese síndrome cainita. El PSOE no ha llegado a esos extremos, pero en su larga historia ha dejado también momentos memorables de divisiones internas y enfrentamientos personales que habrían de tener graves consecuencias. El que protagonizaron Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto condujo, según la exagerada opinión de Salvador de Madariaga, nada menos que a la Guerra Civil. Cabe preguntarse en qué medida la lucha entre caballeristas y prietistas sirve como precedente para entender lo ocurrido en los años ochenta y noventa, según un elemental paralelismo que convertiría al guerrismo en ala izquierda del partido, una especie de caballerismo redivivo, y a Solchaga y su entorno en la encarnación de aquel socialismo liberal representado en su día por Prieto. La analogía es tentadora, pero tiene una utilidad muy limitada, y acaso engañosa, para entender el enfrentamiento Guerra-Solchaga, verdadero choque de egos en el que la posición ideológica de cada cual tuvo una importancia secundaria. No parece, en efecto, que el eje derecha/izquierda aclare mucho las cosas. El papel que Guerra desempeñó en el referéndum de la OTAN y en el conflicto con la UGT o sus excelentes relaciones con la Corona –al contrario que Solchaga– obligan a relativizar su imagen como guardián de las esencias del socialismo español. La polarización política del PSOE en los años del felipismo se entiende mejor a partir de un eje populismo/elitismo (o tecnocracia, si se prefiere) que explicaría, por ejemplo, la «grave disputa» que, en palabras del autor, se produjo entre ellos en un consejo de ministros celebrado en junio de 1983, apenas seis meses después de la victoria socialista, a cuenta de una compra de acciones de CAMPSA por el Estado: «Su ignorancia es de tal magnitud ‒afirma al consignar en su diario aquel encontronazo con Alfonso Guerra‒ que no tengo paciencia para entrar en mayores explicaciones». «Tanto su pose de intelectual como su populismo de izquierdas», dirá cinco años después, tras la incorporación de Semprún al ejecutivo, «no le duran a Semprún ni un asalto». Guerra, por su parte, utilizó las conexiones de Miguel Boyer y Carlos Solchaga con una cierta elite financiera, conocida como beautiful people, para desacreditarles ante la opinión pública y la militancia socialista.

En diciembre de 1982, recién formado el primer gobierno de Felipe González, Solchaga se hace eco ya de las andanzas de ese grupo de amigos de Claudio Boada «a los que de manera más bien desafortunada la prensa llama “beautiful people”». La frase, que figura entre paréntesis, podría haber sido incorporada al original mucho después, tal vez al preparar la edición del libro, como un inciso destinado a poner al lector en antecedentes de un fenómeno llamado a tener enorme trascendencia. Ocurre que, según los archivos digitales de ABC y La Vanguardia, la expresión no empezó a ser utilizada con ese sentido hasta cuatro o cinco años después, por lo que parece poco probable que, ya en diciembre de 1982, Solchaga la recogiera en su diario. Hay otras frases o expresiones manifiestamente anacrónicas: en abril de 1983, octubre de 1984 y febrero de 1986 alude al «PP», entonces AP (Alianza Popular), cuyo cambio de nombre no se produjo hasta 1989, y en octubre de 1988 se refiere a Erich Honecker como «último presidente de la República Democrática de Alemania». Naturalmente, en aquel momento era imposible saber que el fin de la RDA convertiría a Honecker en el último (en realidad, penúltimo) presidente de su historia. Más allá de estos casos fácilmente detectables, resulta aventurado determinar hasta dónde llegan los posibles retoques introducidos a posteriori en el manuscrito original y hasta qué punto afectan a cuestiones sustanciales del texto, como ciertas apreciaciones tempranas sobre cosas (la corrupción, por ejemplo) y personas (como Ricardo García Damborenea) que darían mucho que hablar.

Aunque se trata de un testimonio de carácter político, con escasas referencias a la vida personal, el autor esboza en él un autorretrato probablemente bastante fiel al original. Hombre inteligente y culto, con tendencia a la misantropía, representa a una generación de servidores públicos con una preparación, unas inquietudes y unas lecturas que hoy en día serían inimaginables en la mayoría de los políticos en el poder o en la oposición. De la variedad y enjundia de sus aficiones literarias sirve de muestra la lista de los autores que amenizaron sus vacaciones en 1982: Canetti, Döblin, Torrente Ballester, Sciascia, Le Carré, Asimov y Galdós. Si estas lecturas veraniegas dan la medida de su bagaje cultural, se entiende que la visita del ministro de Economía alemán, Otto Lambsdorff, en marzo de 1984, le llevara a hacerse esta acuciante pregunta: ¿sería este Lambsdorff descendiente del conde del mismo nombre que fue ministro de Asuntos Exteriores de la Rusia zarista antes de la Primera Guerra Mundial? La cuestión de sus lecturas y saberes es menos tangencial de lo que puede parecer si recordamos lo que afirmó en su día Leopoldo Calvo-Sotelo, personaje también de vasta cultura y larga experiencia política: «El político no tiene que leer». La diferencia entre Solchaga y Calvo-Sotelo es que, frente a la limitada vocación política de este último, la del exministro socialista fue clara y rotunda, y le llevó a postularse para más altos empeños a medida que el escalafón gubernamental fue despejándose de adversarios o competidores. Así, cuando dimitió Guerra en 1991, acarició la idea de ocupar su lugar y cuando, un año después, murió Francisco Fernández Ordóñez, se ofreció para la cartera de Asuntos Exteriores. En este caso, su «falta evidente de entusiasmo monárquico», como él mismo reconoce, habría frustrado su nombramiento para un puesto que, según Felipe González, requería una estrecha colaboración con la Casa Real.

Por una cosa o por otra, siempre se encontró algún obstáculo, alguna fatalidad o algún rival inesperado que le impidieron alcanzar el protagonismo que creía merecer. Fue algo más que una secreta fantasía personal: en junio de 1992 recoge en su diario el rumor de que figura, junto a Narcís Serra y Javier Solana, en una hipotética terna de aspirantes a la sucesión de Felipe González. El ocaso del guerrismo, que, según Solchaga, «perdió prácticamente todo su poder entre 1994 y 1995», aumentó sus posibilidades de tener un papel determinante en el posfelipismo. Pero la falta de apoyos en el partido, y el relevo generacional que se produjo tras los intentos fallidos de Borrell y Almunia, lo dejaron sin opciones reales de continuar en el primer plano de la política española. Fue un digno exponente de una etapa histórica en la que abundaron políticos altamente cualificados que en pocos años pasaron, como Solchaga, de la extrema izquierda, en su caso del trotskismo, a una socialdemocracia bastante tibia. En él se da, sin embargo, una circunstancia singular: una vocación de corredor de fondo, de llanero solitario, que casa mal con su ambición política, forzosamente supeditada al aparato de su partido. Entre los cuadros y dirigentes socialistas nunca disfrutó de grandes simpatías y, llegado el momento, González tampoco le vio las hechuras necesarias para sucederle al frente de un PSOE que debía prepararse para una larga travesía del desierto. Tenía más condiciones para presidente del gobierno que para líder carismático. En todo caso, sus diarios serán a partir de ahora un testimonio insoslayable para conocer aquellos años de vino y rosas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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