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miércoles, 14 de diciembre de 2016

[Pensamiento] El humanismo desencantado (II)






Subo al blog la segunda parte del artículo del profesor Rafael Narbona en Revista de Libros sobre la vida y la obra del pensador y escritor italiano Primo Levi, superviviente del Holocausto. Es la continuación de mi entrada del pasado día 9, El humanismo desencantado (I), que reseñaba dicho artículo  Lo prometido es deuda, así que les dejo con Primo Levi y Rafael Narbona. 

El Evangelio de Juan atribuye a la Palabra la creación del mundo, dice Narbona al comienzo de su reseña. Dios es el Verbo, el Logos, y separó la luz de las tinieblas, impidiendo que prevaleciera la oscuridad. En Auschwitz, impera la oscuridad porque no hay palabras para expresar la ofensa que representa «la destrucción del hombre». Su lógica es puramente negativa, pues despoja a los deportados de todo, reduciéndolos a la pura animalidad de la res confinada en un matadero, sin otra perspectiva que ser sacrificada: «En un instante –escribe Primo Levi−, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro». La forma de proceder de los verdugos no obedece sólo a la crueldad, sino al propósito de liquidar la identidad de los prisioneros, su ser íntimo y personal. «Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido permanezca». Si a un hombre se lo despoja de cualquier objeto personal –«un pañuelo, una carta vieja, la foto de una persona querida»−, deja de ser un hombre, pues esos objetos no son cosas, sino una parte de su historia. Las señas de identidad incluyen una dimensión material: un domicilio, una forma de vestir, pequeños fetiches. Privado de eso, «será un hombre vacío, reducido al sufrimiento y a la necesidad, falto de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo». El Lager es «un campo de aniquilación». La aniquilación física no es menos importante que la aniquilación psíquica. El sentido último del sistema de campos de concentración no es el exterminio, sino la reinvención de lo humano, destruyendo a los individuos que no se ajustan a un canon. Sólo se considera persona al que presuntamente merece formar parte de una comunidad basada en mitos y falacias, no al individuo que reclama su derecho a la diferencia.

En Auschwitz, continúa diciendo Narbona, Primo Levi se convierte en un Häftling: «“Me llamo 174.517”; nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo». En el Lager «no hay ningún porqué»: la arbitrariedad es la única regla. «En este lugar está prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se ha creado para este propósito». No es posible elaborar un proyecto, fijarse una meta, pues el sentido de las alambradas es segregar a los deportados de la familia humana, extirpándoles esa raíz común que nos permite afrontar el tiempo con una perspectiva racional. La esencia del ser humano no es la mera supervivencia, sino un quehacer que imprime sentido a sus actos. Un quehacer que responde a un fin libremente elegido, no una rutina impuesta. En el Lager, «el futuro remoto se ha descolorido, ha perdido toda su agudeza, frente a los más urgentes y concretos problemas del futuro próximo: cuándo comeremos hoy, si nevará, si habrá que descargar carbón». En esas condiciones, no es posible aferrarse al pasado, evocar el hogar perdido. Es mejor no pensar, no recordar, pues la nostalgia sólo agrava el sufrimiento. El hambre ayuda a vaciar la mente, «un hambre crónica desconocida por los hombres libres, que por las noches nos hace soñar y se instala en todos los miembros del cuerpo». El ser humano desciende hasta la pura animalidad, incluso más abajo, pues nunca conoce la paz del hambre satisfecha, del instinto aplacado, del puro placer de estar tumbado al sol o dormitar tranquilamente.

Auschwitz se parece a la Torre de Babel, señala. Circulan todos los idiomas, mezclados en una jerga que compone un idioma específico, la lengua del Lager. Entenderla, hablarla, es requisito indispensable para sobrevivir. Asearse no es menos necesario, aunque sólo se disponga de un hilo de agua sucia y helada. El reglamento del campo exige mantener cierta limpieza o, al menos, la apariencia de cumplir ciertos ritos asociados a la disciplina de un centro penitenciario. No obstante, acatar esa norma no es un gesto de sumisión, sino de dignidad. Si el deportado se abandona, si pierde el hábito de la higiene y anhela la muerte, se convertirá en un «musulmán» (apelativo asignado a los que se habían hundido, a los que ya no hacían ningún esfuerzo por preservar su vida) y será seleccionado para morir en la cámara de gas. En ese contexto, sobrevivir para narrar lo sucedido adquiere el valor de un acto de resistencia. Sin embargo, ese propósito –aplazado hasta una hipotética liberación− no aplaca el dolor de despertar cada mañana y descubrir que sólo eres un Häftling. Ese momento de conciencia es «el sufrimiento más agudo», especialmente cuando la mente sale de un sueño melancólico o tibiamente dichoso.

En Auschwitz, continúa diciendo, el espanto convive con lo grotesco. La orquesta del campo interpreta marchas y canciones populares, mientras el humo de los crematorios oscurece el cielo. No es una música banal concebida para distraer la atención o combatir el hastío (al igual que el infierno, el campo es una rueda que repite a diario la misma rutina), sino «la voz del Lager, la expresión sensible de su locura geométrica». La música actúa como un oleaje invisible sobre las almas muertas de los deportados, arrastrándolos como a hojas secas. Es un simulacro de una voluntad colectiva inexistente, que pone en movimiento a una humanidad humillada y sin otro horizonte que ser reducida a cenizas y desaparecer en las aguas del Vístula. La muerte en Auschwitz siempre es anónima e irrelevante, pues el campo no es una prisión, sino un matadero industrial ideado por una bipolítica cuyo objetivo es pulverizar la noción de individuo. Los judíos no son personas, pues no pertenecen a la comunidad exaltada por la filosofía de la Sangre y el Suelo. No se reconoce su derecho a ser distintos, a no asimilarse, y no se les ofrece la oportunidad de una supuesta redención, aunque renuncien a su identidad. Las víctimas del poder totalitario devienen antes o después en masa angustiada, sometida al martirio de Tántalo, que bestializa al ser humano, rebajándolo a las funciones básicas de ingesta y excreción. El hambre convierte al individuo en un tubo, que ingiere comida –una sopa inmunda− y la expulsa, casi siempre en forma de heces líquidas.

El despertar en Auschwitz nunca es plácido, recuerda: «Son poquísimos los que esperan durmiendo el Wstawac: es un momento de dolor demasiado agudo para que el sueño no se rompa al sentirlo acercarse». Auschwitz no es simplemente un castigo, sino el patio trasero del Estado-jardín nazi. Es el lugar al que se arrojan los desperdicios, poco antes de triturarlos o incinerarlos. En la distopía nacionalsocialista, la humanidad se divide en compartimientos estancos. Los no deseados acaban en el vertedero. Las distinciones morales carecen de sentido entre las alambradas. No hay buenos y malos en la horrible coreografía de los deportados, sino hundidos y salvados. Una lógica binaria que suprime los lazos de amistad y parentesco: «cada uno está desesperadamente, ferozmente solo». La muerte no puede inspirar luto o duelo, cuando cada minuto exige permanecer alerta para no ser el próximo en caer. No es suficiente obedecer, cumplir las órdenes, ser sumiso. Hay que recurrir al ingenio, a la indignidad, a la capacidad de improvisación del animal acosado, que sólo piensa en cómo escapar. La opresión extrema mata el espíritu de resistencia y cualquier forma de solidaridad. No es posible combatir a un enemigo descomunal, con un eficaz sistema de deshumanización. Los deportados que han sobrevivido a sucesivas selecciones no piensan en el futuro, ni hacen preguntas. El otro sólo es una sombra que desfila a su lado: «Los personajes de estas páginas –escribe Primo Levi− no son hombres. Su humanidad está sepultada, o ellos mismos la han sepultado, bajo la ofensa súbita o infligida a los demás». Todos están confundidos –y, al mismo tiempo, borrados− en la misma desolación.

Primo Levi no cree en Dios, señala Narbona, pero se pregunta si las abominaciones que acontecen en el Lager no conforman un nuevo libro del Antiguo Testamento, un nuevo Éxodo, pero sin la expectativa de la Tierra Prometida. Los nazis intentan crear un hombre nuevo, destruyendo al hombre viejo, al judío-bolchevique que se opone activa o silenciosamente a la utopía de un mundo de soldados-campesinos, o, por utilizar la famosa expresión de Jünger, de «trabajadores» que transitan sin problemas del arado al fusil, de la fábrica al campo de batalla. Cuando los alemanes huyen del avance de los rusos, los escasos supervivientes recuperan poco a poco su humanidad, compartiendo los restos de comida que aparecen en un almacén abandonado. El primer gesto de solidaridad significa el fin del Lager. Los prisioneros vuelven a ser hombres: lenta, penosamente.

El humanismo de Primo Levi, dice más adelante, supera la durísima prueba del Lager. No piensa que el régimen de terror y vejación al que eran sometidos los deportados mostrara crudamente al hombre desnudo, sin la capa de civilización que esconde supuestamente un primitivo y genuino instinto depredador: «No creo en la más obvia y fácil deducción: que el hombre es fundamentalmente brutal, egoísta y estúpido tal y como se comporta cuando toda superestructura civil es eliminada, y que el Häftling no es más que el hombre sin inhibiciones». Primo Levi experimentó desencanto al comprobar que el ideal humanista se rompía en mil pedazos bajo el peso del poder totalitario, pero no identificó la condición humana con sus aberraciones ideológicas, ni con los impulsos más abyectos del nacionalsocialismo. El nazismo fue una ideología que fundió materiales diversos (darwinismo, racismo, nacionalismo, militarismo, esoterismo) para liquidar el concepto de cultura surgido en la Europa ilustrada y consolidado el liberalismo político del siglo XIX, que reconoció el derecho a disentir en el marco de una sociedad abierta y diversa, compuesta por ciudadanos con derechos inalienables. Para destruir ese modelo social, el nazismo privó al individuo de cualquier forma de autonomía, incluso en su dimensión más elemental e ineludible.

En Los orígenes del totalitarismo (1951), comenta el profesor Narbona al concluir su artículo, Hannah Arendt apunta que «los campos de concentración […] privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En un cierto sentido arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando con ello que nada le pertenecía y que él no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre la voluntad de anular su existencia, incluso como recuerdo. Es como si nunca hubiera existido». Se mata a un hombre como se mata a una res, aprovechando sus restos para diversos usos. Se ahoga el grito de las víctimas como se insonoriza un matadero. Se intenta, en definitiva, dejar claro que no se mata a seres humanos. Auschwitz nos obliga a repensar nuestro concepto de la cultura y el hombre. No se trata de una matanza más, sino de un experimento que se repetirá en Ruanda, Camboya y Bosnia-Herzegovina. Si esto es un hombre nos dice que la cultura es un ideal de convivencia pacífica. El respeto por el otro, particularmente cuando nos separan muchas cosas de él, es la expresión más refinada de la interacción humana. Si el hombre olvida su responsabilidad hacia los demás, comienza la caída hacia el estado de naturaleza, donde reina la guerra, la lucha sin cuartel por la supervivencia. Afortunadamente, Auschwitz fracasó y fracasa cada día, pues cuando se extingue la violencia, reaparece poco a poco el respeto y la solidaridad. El hombre no es Hitler, embriagado por la voluntad de poder y la fantasía del Lebensraum o espacio vital, sino Primo Levi escribiendo un testimonio donde el dolor no desemboca en el odio y la desesperación, sino en la serenidad y el anhelo de paz y justicia.

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Entrada al campo de exterminio de Auschwitz (Polonia)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 9 de diciembre de 2016

[Pensamiento] El humanismo desencantado (I)



Atenas, cuna del pensamiento occidental


Los que vivís seguros 
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle, 
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe, 
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.


Si esto es un hombre (Primo Levi, 1958)


No es la primera vez que escribo en el blog sobre Primo Levi (1919-1987), escritor italiano de origen judío sefardí, autor de memorias, relatos, poemas y novelas, y resistente antifascista, superviviente del Holocausto. Conocido sobre todo por las obras que dedicó a dar testimonio sobre dicho Holocausto, particularmente el relato de los diez meses que estuvo prisionero en el campo de concentración de Monowice, subalterno del de Auschwitz, su obra Si esto es un hombre es considerada como una de las más importantes del siglo XX. Lo he hecho en sendas entradas de noviembre de 2013 y septiembre de este mismo año, y en ambas ocasiones las iniciaba con el poema de más arriba, escrito por Levi en 1958. A ellas les remito.

Hoy lo traigo de nuevo a colación comentando el artículo que en este mes de diciembre le dedica en Revista de Libros Rafael Narbona,  escritor, crítico literario y profesor de filosofía, colaborador habitual de Revista de Libros donde escribe el blog Viaje a Siracusa, dedicado a profundizar en el fenómeno de los totalitarismos. 

«¿Qué es el hombre?», se pregunta Narbona citando a Immanuel Kant, cuando el optimismo ilustrado aún llamea como una antorcha, proclamando la perfectibilidad indefinida de nuestra especie. «Un fin en sí mismo, nunca un medio», contesta el filósofo, homenajeando implícitamente al humanismo renacentista. Kant no es un ingenuo. Es imposible que no conociera los estragos de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que causó la muerte de casi cinco millones de europeos, reduciendo la población alemana a la mitad. Es probable que desconociera las cifras, pero los casi ochenta años transcurridos entre el final del conflicto y su nacimiento no habían borrado de la memoria colectiva el espanto de una guerra que se ensañó con la población civil. Sólo una quinta parte de las víctimas pertenecían a los ejércitos en litigio. ¿Puede aventurarse que esta catástrofe moral preludia el furor exterminador de los nazis y los escasos escrúpulos de los aliados para acabar con ellos, bombardeando salvajemente ciudades de escaso interés militar, como Dresde y Hamburgo? Si esto es un hombre, compuesto entre diciembre de 1945 y enero de 1947, es uno de los testimonios más rigurosos de la Shoah, quizá la obra de referencia que marca el inicio de una riada de textos elaborados por los supervivientes, intentando explicar lo sucedido o, simplemente, relatar lo vivido, casi siempre bajo la sombra de la culpabilidad, pues parece imposible escapar del infierno, sin dejar jirones del alma en la telaraña de abominaciones tejida por los verdugos.

Primo Levi, dice Narbona, no pretende revelar al mundo algo que ya conocía y prefirió ignorar, esencialmente porque el antisemitismo era una vieja pasión inculcada por la tradición cristiana. Pocos se inquietaban por la suerte de los judíos en la vieja Europa. Los escombros de la catedral de Coventry conmovían más que los rumores de deportaciones y ejecuciones en masa. Primo Levi no se planteó Si esto es un hombre como un simple testimonio, sino como «un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana». El Lager no brotó de la nada. No es una aberración histórica, sino la expresión radical de «un concepto del mundo llevado a sus últimas consecuencias». Ese concepto no se ha desvanecido. Perdura y sigue gravitando sobre nuestro presente, lo cual significa que el fenómeno de los campos de concentración podría repetirse. De hecho, el siglo XX es el siglo de los genocidios. Armenios, bosnio-musulmanes, ruandeses, tamiles y mayas sufrieron políticas raciales orientadas al exterminio. Los crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en Vietnam o los franceses en Argelia no respondieron exclusivamente a motivaciones políticas. El odio racial desempeñó un papel notable en las represalias contra los insurgentes. Los crímenes de los jemeres rojos o de otras dictaduras comunistas poseen un sesgo más ideológico, pero hay una idea común que sirve de motor en todos los casos: la deshumanización del adversario, su «deshominización». Es necesario ubicar a las víctimas en el conjunto de plagas dañinas –«gusanos», «ratas», «cucarachas»− para inhibir los impulsos de compasión que suscitan nuestros iguales, particularmente cuando se trata de niños, mujeres, ancianos o enfermos. El genocidio perpetrado por los nazis con la ayuda de las milicias fascistas de los distintos países ocupados no es una página negra de la historia, sino la exacerbación de un concepto de la cultura. «La historia de los campos de destrucción –advierte Primo Levi− debería ser entendida por todos como una siniestra señal de peligro». Su aviso se revelará profético en las décadas posteriores. Los campos de concentración surgirán de nuevo durante la guerra de Bosnia-Herzegovina. Otra vez, cuerpos desnutridos y ojos afiebrados detrás de una alambrada.

Primo Levi, añade, reconoce que escribió Si esto es un hombre para satisfacer la necesidad de «una liberación interior», pero su ejercicio individual y el de otros supervivientes adquirió enseguida el carácter de catarsis colectiva. Puede afirmarse que la narración del sufrimiento de los testigos de la Shoah aplacó temporalmente en muchas conciencias los impulsos más destructivos de la cultura europea. El recuerdo de los deportados abocados a trabajar en el fango, luchando cotidianamente por medio panecillo, o de las mujeres con la cabeza rapada, el regazo helado y la mirada extraviada, se convirtió en un poderoso argumento para luchar por una sociedad democrática, libre y plural, donde no pudiera esgrimirse ningún pretexto para pisotear los derechos humanos. Si esto es un hombre formula un nuevo imperativo moral: que Auschwitz no se repita, que las políticas de exterminio no reaparezcan en la historia. Ese imperativo no pudo frenar la aparición y propagación del archipiélago Gulag, ni los crímenes de las dictaduras latinoamericanas, pero sirve como referencia permanente de lo que significa ser hombre: básicamente, no negar la humanidad del otro, en particular cuando opone resistencia a nuestra visión del mundo, esbozando puntos de vista alternativos. «El primer oficio de un hombre –escribe Primo Levi− es perseguir sus propios fines por medios adecuados». Los «medios adecuados» marcan la diferencia entre una democracia y una dictadura. La muerte del adversario no puede legitimarse en ningún caso, sin incumplir ese oficio que nos define como especie moral y racional. Primo Levi empieza a comprender lo que significa el totalitarismo cuando recibe los primeros golpes. Golpes propinados metódicamente, sin ira, cumpliendo un protocolo que se considera necesario. Levi y sus compañeros reaccionan con estupor: «¿Cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?» La respuesta es relativamente sencilla: destruyendo su humanidad, degradándolo a la condición de no-hombre.

El ser humano, añade más adelante, anhela la felicidad, pero la realidad suele arrojar obstáculos a su paso, frustrando esa aspiración. Paradójicamente, esos obstáculos a veces lo ayudan a sobrevivir. La resignación es un sentimiento mucho menos eficaz que el instinto primario de no morir. Soportar la sed, los golpes, el frío, el hambre, constituye una meta inmediata, que evita caer en la angustia y la desesperación. Durante el viaje a Auschwitz, cada minuto representa un reto, pues el paso del tiempo, lejos de producir alivio, actúa como un impulso descendente. El mundo exterior comienza a difuminarse hasta producir un absoluto pavoroso: el ser-ahí de una conciencia arrojada a un vagón de ganado, donde la humanidad sólo es «una masa humana confusa y continua, torpe y dolorosa». El nivel de sufrimiento de los deportados en ese tren se mide por un dato horripilante, que nos facilita Primo Levi con relativa serenidad: «Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan solo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado».

Aunque la rampa de Auschwitz ha pasado a la posteridad como la palanca de un feroz darwinismo político, social y racial, continúa diciendo, Primo Levi señala que las selecciones no se realizaban siempre de forma racional, separando a los útiles de los improductivos. A veces, «entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas». Podría interpretarse este dato como un gesto de negligencia o brutalidad, pero en realidad refleja la esencia del poder totalitario. En política, la arbitrariedad funciona como una poderosa herramienta. Su misión es poner de manifiesto que –potencialmente− todo individuo puede ser detenido, torturado y asesinado. Si el poder limita o racionaliza su forma de proceder, recorta su capacidad de intimidación y renuncia a sus privilegios, sometiéndose al imperio de lo previsible o inteligible. Al igual que Dios, el Estado totalitario no rinde cuenta de sus actos, complaciéndose en la perplejidad que causan sus disposiciones. Ni Abrahán ni Job entienden al Dios que les aflige sin motivo, pero aceptan ciegamente su voluntad, violando –si es necesario− cualquier límite moral.

Levi refiere que los supervivientes de la primera selección observan a los deportados con asombro, dice más adelante. No parecen hombres, sino espectros: la cabeza inclinada, la mirada humillada, los brazos rígidos. Sucios, silenciosos, caminan torpemente en pequeñas formaciones de tres: «Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos comprendido algo. Esta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así». No es descabellado pensar que mientras Abrahán subía al monte Moriá, con Isaac maniatado y preparado para el sacrificio, especuló que la orden de asesinar a su hijo constituía una locura incomprensible. Su sumisión no expresa confianza, sino una dramática pérdida de autonomía moral y un temor ilimitado. La función del Lager es lograr algo semejante: obediencia ciega, terror, muerte en vida. Primo Levi nos proporciona una precisa descripción de ese estado de humillación e indefensión que solemos identificar con el infierno: «Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muerto. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota».

Por esas fechas, añade el profesor Narbona, Primo Levi es un joven con estudios de química y con escasas dotes como partisano. Cree en la razón. Cree en el hombre. Nunca llegará a abdicar de ese ideario. No caerá en el pesimismo antropológico, ni flirteará con la misantropía, pero la llegada a Auschwitz lo sitúa «al otro lado», en un territorio opaco, arbitrario, dominado por una penumbra moral hasta entonces desconocida. ¿Cómo pudo sobrevivir ese humanismo racionalista entre las alambradas, librándolo del nihilismo de un Jean Améry o la desesperación de Paul Celan? Sólo podemos seguir el rastro de sus palabras, buscando una respuesta que siempre resultará insuficiente, pues no existen palabras capaces de reflejar el grado cero de humanidad asignado a las víctimas del poder totalitario.

Narbona promete una segunda parte a su artículo. La subiré al blog en cuanto se publique.



Primo Levi



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 17 de septiembre de 2016

[De libros y lecturas] Primo Levi en el recuerdo





Los que vivís seguros 
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle, 
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe, 
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

"Si esto es un hombre" (Primo Levi, 1958)



Fue en el número de diciembre de 2005 de mi entrañable Revista de Libros en el que leí un artículo titulado Trilogía de Primo Levi, escrito por el profesor y sociólogo Juan Manuel Iranzo. Como hago siempre que leo algún artículo o crítica sobre algún libro que me llama la atención (poco o ninguno de ellos será nunca un "superventas" en las estanterías de las grandes superficies comerciales), guardo la referencia cuidadosamente para comprarlo y leerlo cuando se presente la ocasión favorable. Sinceramente, ya compro pocos libros, pero por fortuna la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, como ya he comentado en ocasiones anteriores, tiene un buen fondo de títulos y suele ser generosa en la adquisición de aquellos que no tiene y le solicito: Si esto es un hombre (Muchnik Editores, Barcelona, 2002), de Primo Levi, fue uno de ellos.

La misma tarde que lo saqué de la biblioteca, junto a los Pensamientos, de Blaise Pascal, comencé a leerlo en la guagua que me traía de vuelta a casa. Nada más llegar, le comenté a una buena amiga a través del féisbuc la profunda impresión que la lectura de sus primeras páginas, que se abren con el poema que reproduzco más arriba, me habían causado, y que tenía la impresión de que no iba a ser capaz de seguir con su lectura. Su respuesta casi inmediata, airada, fue que no era capaz de imaginar como un lector como yo me cuestionaba continuar leyéndolo. Su crítica, tan directa, fue un estímulo para mí. Lo leí casi de un tirón como es habitual cuando una lectura me engancha, entre llevadas y traídas de nietos al colegio y hacerle a mis hijas de chófer en sus precompras navideñas y de Reyes. Y ahora, una vez leído, tengo que decir que es uno de los libros más intensamente conmovedores que he podido leer nunca y que me ha provocado un mayor impacto emocional; y he leído bastantes, ya "nel mezzo del cammin di nostra vita", que decía Dante. 

Si esto es un hombre es el primero de los libros de la trilogía que Primo Levi (1917-1987), nacido en el seno de una familia judía del Piamonte, dedicó a los campos de exterminio nazis. En 1943 fue capturado como partisano y deportado a Auschwitz. El libro relata en primerísima persona el horror de unos seres cuya principal preocupación era de la sobrevivir para poder contar la atrocidad de los campos de exterminio. Una atrocidad que nadie creería si no hubiera quedado nadie para contarla. Es lo que hace Levi en el austero testimonio de unas páginas, escritas con serenidad y sin odio, devolviendo al horror su realidad y haciéndolo inteligible. Y eso, a pesar de la demoledora sentencia del filósofo alemán Theodor Adorno de que "escribir poesía después de Auschwitz sería un acto de barbarie". Levi lo hizo, y aquí queda su testimonio. 

Once años después, el escritor y crítico literario Rafael Narbona, vuelve a traer hasta Revista de Libros, en su blog "Viaje a Siracusa", el recuerdo de los últimos días de Primo Levi

Primo Levi, dice Narbona, quizás el superviviente más cercano y humano de la Shoah, murió el 11 de abril de 1987. Aparentemente, se suicidó en su domicilio de Turín, arrojándose por el hueco de la escalera. No dejó ninguna nota, pero sabemos que llevaba un tiempo medicándose contra la depresión. No era el primer episodio de estas características. Ya había superado otra crisis con la ayuda de psicofármacos. Se ha barajado la posibilidad de un accidente. Algunos sostienen que se asomó a la barandilla y perdió el equilibrio. Minutos antes, había hablado cordialmente con la portera, que le entregó la correspondencia como cada mañana. Su muerte provocó una enorme conmoción y la necesidad de explicar un final tan trágico. Parecía inaceptable que uno de los principales cronistas de las políticas de exterminio de la Alemania nazi sucumbiera al pesimismo y la tristeza. Se comentó que no pudo superar los recuerdos de sus diez meses de cautiverio en Monowitz, campo subalterno de Auschwitz, que su muerte no era un suicidio, sino un homicidio aplazado, que la desesperación había vencido a la esperanza, que el propósito deshumanizador del Lager había obtenido un triunfo póstumo. Algunos supervivientes se sintieron defraudados, traicionados, definitivamente derrotados.

No suele mencionarse, añade, que la tristeza acompañaba a Primo Levi desde su adolescencia. Bajito, delgado y poco agraciado, no conseguía despertar el interés de las mujeres. Cuando llegó a Auschwitz, había cumplido veinticuatro años y nunca había tenido una novia o una aventura. Si hubieran acabado sus días entre las alambradas, se habría despedido del mundo sin haber conocido el amor ni el sexo. En Primo Levi o la tragedia de un optimista, Myriam Anissimov ha contado que la idea del suicidio apareció muy pronto en la conciencia de un joven introvertido y torpe en sus relaciones con el otro sexo: «Su timidez con las chicas y su incapacidad para comunicarse con ellas lo atormentaban y lo desesperaban». Durante sus caminatas con Alberto Salmoni, un chico judío de su edad, se sinceró, reconociendo que se había planteado quitarse la vida. Salmoni era alto, atractivo y extrovertido. Su éxito con las mujeres era el polo opuesto al retraimiento de Primo, que ni siquiera se atrevía a insinuarse por miedo al rechazo. Antes de ser deportado, sólo había experimentado la calidez de un cuerpo femenino, cuando una amiga se abrazó a él, asustada por un bombardeo.

Primo Levi, continúa diciendo, sobrevivió al terrible viaje en tren hasta Auschwitz. Se adaptó al Lager, explotando su ingenio para realizar extenuantes trabajos físicos que ponían a prueba su débil resistencia. Más adelante, sus conocimientos de química lo salvaron de la cámara de gas, destino que parecía inevitable en un joven débil, tímido y reservado. La milicia fascista lo había entregado al ejército alemán por su condición de judío, ignorando que pertenecía a un grupo de partisanos, la mayoría estudiantes universitarios cuya voluntad de luchar contrastaba con su inexistente instrucción militar y su abrumador desconocimiento de todo lo relacionado con las armas y la munición. Primo Levi se libró de una ejecución inmediata gracias a que no se descubrió su efímera peripecia como guerrillero. Nunca llegó a combatir y tampoco disfrutó de la oportunidad de amar. Hasta ese momento, sus únicos placeres habían consistido en leer compulsivamente y doctorarse en Química, movido por su deseo de comprender el comportamiento de la materia. A su regreso de Auschwitz, conoció a Lucia Morpurgo y no tardó en enamorarse. Se casaron en 1947, de acuerdo con el rito judío. Primo no creía en Dios, pero quiso complacer a su prometida: «Estaba sumamente agradecido a Lucia por haber aceptado amarlo a él, un exdeportado, un joven tímido e inhibido –escribe Myriam Anissimov–. Su incapacidad para establecer una relación con las chicas que le atraían le resultaba dolorosa, pues sin duda su deseo era tan grande como su inhibición. Era un apasionado de apariencia fría». Apasionado por las mujeres, por los libros, por la química, por su casa de Turín, un edificio del siglo XIX donde pasó toda su existencia. Entre sus pasiones, despunta su amor a la montaña. Sus tempranas experiencias como alpinista le ayudaron a soportar sus fracasos juveniles, la experiencia de la deportación y el áspero ejercicio de la memoria, que percibió como un deber y no como una elección personal: «Cuando se está en una cordada –escribe Levi– se obtienen victorias que duran toda la vida. […] Me parece que sin esta preparación inconsciente para la montaña, mi generación habría vivido la guerra y la Resistencia mucho peor. Y muy posiblemente no habría sobrevivido. Aprendimos de verdad algunas de las virtudes fundamentales: resistir, soportar, no perder la fe, prepararse para el peligro y para lo imprevisto».

Se ha dicho, añade Narbona, que las tendencias depresivas de la adolescencia afloraron de nuevo cuando una madre nonagenaria y gravemente enferma empezó a exigir su presencia a todas horas. Nunca habían dejado de convivir juntos, salvo el tiempo que Primo pasó desde su deportación hasta su accidentado regreso a Turín. Se ha comentado que la negativa de sus hijos a hablar sobre sus penalidades en Auschwitz le causó un profundo malestar, apenas exteriorizado por su invariable discreción. Sin embargo, un mes antes de morir mostró abiertamente sus sentimientos a David Mendel, un cardiólogo inglés: «He caído en un estado de depresión bastante grave. He perdido todo interés por la escritura e incluso por la lectura. Estoy tremendamente abatido y no deseo ver a nadie. Te pregunto como médico qué debo hacer». Mendel le sugirió buscar un psicoterapeuta, pero Levi rechazó la idea, pues no confiaba en la psicología. Una operación de próstata empeoró su estado de ánimo. Cada vez le resultaba más penoso enfrentarse al papel en blanco. En una entrevista con Roberto Di Caro que se publicó póstumamente en L’Espresso confesó que su actividad como escritor quizás había llegado a su fin: «Tengo la impresión de haber agotado mi reserva de cosas que decir, de historias que contar». Admitió que su salud mental se había deteriorado: «La verdad es que vivo una vida neurótica, con vacíos aplastantes entre cada libro». Negó ser una persona estable: «He atravesado largos períodos de desequilibrio, por supuesto ligados a mi experiencia en el campo de exterminio. Además, no sé hacer frente a las dificultades. Y eso, no lo he escrito nunca… En realidad no soy un hombre fuerte». Cuando el periodista elogió su coraje, alegando que había sido capaz de escribir un elocuente y esclarecedor testimonio sobre su estancia en Auschwitz, contestó que se había limitado a poner orden en «un mundo caótico». Durante un paseo por el parque del Valentino, a orillas del Po, su mujer –cada vez más preocupada– le preguntó por qué se encontraba tan desanimado. Primo contestó de una forma misteriosa: «¿Piensas que estoy deprimido por Auschwitz? Creo que no. He sobrevivido, he contado. He testimoniado». Poco antes de su muerte, llamó por teléfono al gran rabino de Roma, Elio Toaff, relatándole su angustia: «No sé cómo seguir. Ya no soporto esta vida. Mi madre sufre cáncer y cada vez que miro su rostro veo el de aquellos hombres que yacían sobre las tablas de los jergones de Auschwitz».

El sábado 11 de abril, sigue diciendo, Lucia salió a hacer la compra. Al regresar, se topó con el cadáver de su marido, aplastado contra el suelo. «¡No! –gimió–. ¡Ha hecho lo que siempre dijo que haría!» Angelo Pezzana, librero de Turín, hizo un comentario que corrobora la exclamación de Lucia: «Primo no se mató a causa de su madre o de Auschwitz: se trataba de algo muy profundo dentro de él». Es imposible determinar si se trató de un suicidio o un accidente, pero alguien ha señalado que Auschwitz ayudó a vivir a Primo Levi, pues le obligó a luchar, recordar, testimoniar. La aparición de las tesis revisionistas que negaban la existencia de cámaras de gas le afectó mucho, pues sintió que no se había equivocado, afirmando que la Shoah no era un fenómeno irrepetible, sino algo que podía reproducirse en determinadas situaciones. El genocidio de Ruanda y la limpieza étnica en los Balcanes demostraron que su advertencia no era simple catastrofismo. No me atrevo a aventurar ninguna hipótesis sobre la muerte de Primo Levi, pero sí creo que el mejor estímulo para el ser humano es mantenerse despierto, denunciando cualquier signo de barbarie. El prisionero 174517 quizá perdió la esperanza cuando advirtió que no es suficiente regresar a casa, que la vida no concede treguas y que vivir exige estar en tensión permanente, escalando una montaña tras otra, concluye diciendo.


Primo Levi



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 22 de noviembre de 2013

Primo Levi: Una historia sobre Auschwitz


Los que vivís seguros 
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle, 
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe, 
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

"Si esto es un hombre" (Primo Levi, 1958)



En el número de diciembre de 2005 leí en "Revista de Libros" un artículo títulado "Trilogía de Primo Levi", escrito por el profesor y sociólogo Juan Manuel Iranzo. Como hago siempre que leo algún artículo o crítica sobre algún libro que me llama la atención (poco o ninguno de ellos será nunca un "super ventas" en las estanterías de las grandes superficies comerciales), guardo la referencia cuidadosamente para comprarlo y leerlo cuando se presente la ocasión favorable. Sinceramente, ya compro pocos libros, pero por fortuna la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, como ya he comentado en ocasiones anteriores, tiene un buen fondo de títulos y suele ser generosa en la adquisición de aquellos que no tiene y le solicito: "Si esto es un hombre" (Muchnik Editores, Barcelona, 2002), de Primo Levi, fue uno de ellos.

La misma tarde que lo saqué de la biblioteca, junto a los "Pensamientos", de Blaise Pascal, comencé a leerlo en la guagua que me traía de vuelta a casa. Nada más llegar, le comenté a una buena amiga a través del féisbuc la profunda impresión que la lectura de sus primeras páginas, que se abren con el poema que reproduzco más arriba, me habían causado, y que tenía la impresión de que no iba a ser capaz de seguir con su lectura. Su respuesta casi inmediata, fue que no era capaz de imaginar como un lector como yo me cuestionaba continuar leyéndolo. Su crítica, cariñosa pero directa, fue un estímulo para mí. Acabo de terminarlo hoy mismo, casi de un tirón, como es habitual cuando una lectura me engancha, entre llevadas y traídas de nietos al colegio y acompañamiento a mis hijas, de chófer, en sus precompras navideñas y de reyes. Y tengo que decir que es uno de los libros más intensamente conmovedores que he podido leer nunca y que me ha provocado un mayor impacto emocional; y he leído bastantes, ya "nel mezzo del cammin di nostra vita", que decía Dante. 

"Si esto es un hombre" es el primero de los libros de la trilogía que Primo Levi (1917-1987), nacido en el seno de una familia judía del Piamonte, dedicó a los campos de exterminio nazis. En 1943 fue capturado como partisano y deportado a Auschwitz. El libro relata en primerísima persona el horror de unos seres cuya principal preocupación era de la sobrevivir para poder contar la atrocidad de los campos de exterminio. Una atrocidad que nadie creería si nadie puediera contarla. Es lo que hace Levi en el austero testimonio de unas páginas, escritas con serenidad y sin odio, devolviendo al horror su realidad y haciéndolo inteligible. Y eso, a pesar de la demoledora sentencia del filósofo alemán Theodor Adorno de que "escribir poesía después de Auschwitz sería un acto de barbarie". Levi lo hizo, y aquí queda su testiomonio. 

Su lectura me ha llevado a reeditar mi entrada de hace unos días, la titulada: "En el 75.º aniversario de la "Kristallnacht" o Noche de los cristales rotos. ¿Vuelta a empezar?", cuya relectura, así como el artículo del profesor Iranzo y la biografía de Levi que cito más arriba, me atrevo a recomendarles.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt


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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)