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jueves, 10 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] La noche de los cristales. [Publicada el 11/11/2008]



Berlín, noviembre de 1938


Ayer, 10 de noviembre, se cumplieron 70 años justos del inicio de lo que acabaría convirtiéndose en el Holocausto, la "Shoah", el exterminio sistemático y premeditado de los judíos de Alemania y Europa por el régimen nazi. La atrocidad fue de tal calibre que ninguna de las realizadas posteriormente por régimen, estado, nación u hombre alguno, y las ha habido de todos los colores y calibres, le resulta equiparable. Fue la llamada por los historiadores "La Noche de los Cristales". Lo recuerda hoy en un interesante artículo de El País titulado "La España en guerra ante la Kristallnacht", que reproduzco más adelante, el profesor de Antropología Social de la Universidad Complutense de Madrid Alejandro Baer, .

El artículo del profesor Baer se centra en explicar la diferente actitud que mostraron ante los hechos que se relatan el gobierno y la prensa de la zona republicana, por un lado, y el gobierno y la prensa de la zona nacional, por otro. La primera, condenándolo con energía y rotundidad; la segunda, amparándolo y justificándolo.

Pero a mí lo que más me ha llamado la atención del artículo es la afirmación, que comparto, de que "los enraizados prejuicios y estereotipos antisemitas, con que se prodigaron en noviembre de 1938 quienes finalmente vencieron la Guerra Civil, han perdurado durante décadas - y que- sus resabios y ramificaciones forman parte de nuestro presente". ¿Acaso le cabía a alguien duda de ello? No me atrevería yo a afirmar rotundamente que la mayoría de la sociedad española sea racista; desde luego, arraigados prejuicios antisemitas si que tiene. Y en lo que discrepo del profesor Baer es que provengan del régimen franquista... Tengo la impresión de que son bastante más antiguos.

Hay un libro espléndido y admirable del filólogo e historiador Américo Castro titulado "España en su historia: cristianos, moros y judíos" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1989), que explicita ese eterno tema de discusión académica nacional sobre que es el "ser de España". Castro, contra la opinión de otros eminentes historiadores españoles como Claudio Sánchez Albornoz, con el que polemizó duramente sobre ello, se inclina por la tesis del mestizaje entre cristianos, moros y judíos, como característica definitoria del "ser nacional español". Es por ello por lo que al inicio del capítulo X de su libro afirma con rotundidad: "La historia del resto de Europa puede entenderse sin necesidad de situar a los judíos en un primer término; la de España, no. La función primordial y decisiva de los hispano-hebreos es indisoluble, a su vez, de la circunstancia de haber vivido articulados prietamente con la historia hispano-musulmana."

Como atestigua mi apellido paterno y el escudo de armas familiar (se dice en él que "probó" su hidalguía, lo que significa que había dudas sobre la pureza de su sangre...) soy descendiente de conversos. Como lo fueron innumerables españoles tales como el propio rey Fernando el Católico; los escritores Juan de Mena, Fernando de Rojas, fray Luis de León, Mateo Alemán, Hernando del Pulgar, Jorge de Montemayor y el mismo Miguel de Cervantes; los místicos (y santos) Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; el teólogo Juan de Torquemada; el médico y científico Miguel Servet; los filósofos Juan Luis Vives, Francisco Sánchez y Benito Espinosa... La lista es interminable y espléndida.

Decir ahora que el antisemitismo español, según algunos especialistas el más arraigado de Europa, es producto del franquismo, o de la confrontación israelí-palestina actual, me parece como poco, quedarse un poco cortos... HArendt



Berlín, noviembre de 1938


"La España en guerra ante la 'Kristallnacht'", por Alejandro Baer

Kristallnacht, Noche de los Cristales, es el término con el que ha pasado a la historia el pogromo antisemita organizado por el régimen nazi en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938. La destrucción de cientos de sinagogas, saqueos, asesinatos y decenas de miles de arrestos y traslados a campos de concentración conforman el fatal balance de las acciones que tuvieron lugar en Alemania y Austria hace 70 años, y que dan comienzo al periodo hoy definido como el Holocausto.

En noviembre de 1938 España atraviesa la última etapa de la Guerra Civil, que se va definiendo de manera ya prácticamente irreversible a favor del bando nacional. El hambre, la destrucción y las noticias del frente que protagonizaban la vida en las dos Españas pueden hacer suponer que los infortunios que sufrieron los judíos alemanes por esas fechas no tendrían apenas repercusión en los medios españoles. Pero no es el caso. Los diarios se hicieron eco de los sucesos de Alemania, desde el atentado contra el diplomático alemán Von Rath en París por un joven judío polaco -que ofreció la excusa al régimen de Hitler para iniciar el pogromo-, hasta las reacciones internacionales a las acciones y medidas antisemitas. La percepción y representación de estos hechos en España se inscribe en un contexto político y cultural condicionado, por un lado, por la imagen estereotipada del judío -que emerge con nitidez durante la República en el ideario conservador y católico- y, por otro, por los acontecimientos de la guerra de España y, en especial, el vínculo entre los fascismos italiano y alemán con Franco.

La prensa de la zona nacional dio las noticias justificando las acciones antijudías, reproduciendo la versión antisemita de la propaganda alemana y ofreciendo también su propia interpretación, a partir del ancestral antijudaísmo de raíz católica. El atentado contra Von Rath del 7 de noviembre es presentado como fruto de una conspiración internacional judía contra Alemania: "Se trata de un crimen evidentemente político, fraguado por las organizaciones judías" titulaba, por ejemplo, La Gaceta del Norte el 9 de noviembre. El diario El Pensamiento Navarro titulaba en primera página el 11 de noviembre: "Los judíos envenenan las relaciones entre los pueblos", y describían los ataques como "acciones espontáneas contra los judíos". Respecto a las disposiciones que dicta el Gobierno alemán separando a los judíos de la economía nacional, el diario gallego El Progreso reproducía directamente las fuentes alemanas: "El judaísmo ha logrado acabar con la paciencia del pueblo alemán, siendo ya hora de que se den cuenta de cómo sabe reaccionar contra tales ataques". Ideal, de Granada, titula en portada el 13 de noviembre: "Alemania adopta medidas enérgicas contra los hebreos. Es un aviso claro para el judaísmo internacional, para que no vuelva a atentar contra un alemán". En esta misma línea también el diario Amanecer, de Zaragoza, señalaba el 11 de noviembre que "nadie debería sorprenderse por las medidas adoptadas por Alemania para defenderse", y se refería a las acciones anti-judías como "merecido castigo" para aquellos que "habían lanzado una ignominiosa campaña contra Alemania". Las noticias son también encuadradas mediante los mitos antisemitas que florecieron durante la República y la Guerra Civil. "Ese es el gran enemigo de la España de Franco: el judaísmo internacional que desde hace muchos años ha visto en nuestra patria presa segura de la política de turbulencias y castradoras concesiones que inauguró el 14 de abril" (Ideal, Granada, 25 de noviembre de 1938). En conjunto y con ocasión de los acontecimientos de noviembre de 1938, las diferencias entre los periódicos son más de matiz que de fondo, y se caracterizan por un discurso marcadamente antisemita.

La prensa republicana, por el contrario, reaccionó condenando con firmeza las acciones nazis y expresando solidaridad, e incluso identificación con los perseguidos. La Vanguardia titula el 11 de noviembre a cuatro columnas "En Alemania se ha desatado la fobia antisemita", y señala a continuación que "las turbas han incendiado todas las sinagogas de Berlín y saqueado las tiendas y domicilios particulares de los israelitas, cometiendo actos de verdadero vandalismo". El día 13 de noviembre los diarios de Madrid y Barcelona informan con detalle sobre lo sucedido. "Aumenta la indignación en todo el mundo por los actos de violencia de Alemania", titula La Vanguardia. Con el encabezamiento "El pogrom nazi", el Abc de Madrid, entonces en manos republicanas, dará comienzo a una serie de informaciones sobre las acciones de la noche del 9 al 10 de noviembre, la reacción internacional que provocaron, así como sobre los decretos que continuaron a los atentados y que fomentaron la creciente arianización y separación de los judíos de la vida económica de Alemania. Igualmente, el Abc publica noticias que desmienten el carácter espontáneo del pogromo, menciona "brutales métodos hitlerianos" e "inconcebibles decretos antisemitas de Goebbels". Aparecen también por vez primera los nombres de los campos de concentración nazis de Mauthausen y Buchenwald. El diario, editado en Alicante, Fragua Social, órgano de la CNT, se refiere al atentado contra Von Rath como "un acto de justicia realizado por un israelita" (9 de noviembre de 1938), y en los días siguientes publica titulares como "Se ha desatado en toda Alemania una furiosa ola de barbarie antisemita. Incendios, saqueos y otros excesos" o "Todas las conquistas del derecho y de la civilización han quedado sepultadas bajo el régimen despótico de la barbarie nazi". Igualmente se interpretan las acciones nazis en el contexto internacional, el de las concesiones al totalitarismo nazi, que afectaban también a la República española: "Sin la claudicación de Múnich, la bestia nazi no se hubiera atrevido a los actos de barbarie que comete contra los judíos" (Fragua Social, 12 de noviembre).

Finalmente, merece ser destacada la nota de condena a las acciones nazis que hace pública el Gobierno republicano tras una reunión del Consejo de Ministros en Barcelona el 16 de noviembre de 1938. La comunicación, reproducida de forma íntegra por los diarios republicanos un día más tarde, subrayaba que "los responsables de estos crímenes son los mismos promotores de la propaganda calumniosa que a partir de julio de 1936 se ha venido haciendo contra España y su gobierno", y que España, "dolorida ante el agravio de la dignidad humana que significa la afrenta de los nefandos pogromos de la Alemania nazi" prestaría, una vez terminada la guerra y dentro de los límites de sus posibilidades, "cobijo a cuantos perseguidos por su origen, ideas políticas o religiosas", quisieran venir a España. En contraste, esta misma noticia es recogida por el Abc nacional, el de Sevilla, en una columna titulada "Ecos y fichas de la criminalidad roja" el 18 de noviembre de 1938. En ella se expresa que, "además de acoger en su suelo a toda la hez de las brigadas internacionales", el gobierno de la República "dará la máxima facilidad a todos los judíos que quieran trasladarse a la España roja (...) Con esta ley se prepara la invasión de España roja por el judaísmo internacional".

Barcelona caería en manos de Franco apenas dos meses más tarde, y a finales de marzo de 1939 las tropas nacionales entraban en Madrid, donde el Generalísimo daría el 1 de abril su conocido último parte oficial de la guerra.

Se suele decir respecto a la relación entre historia y sociología que la primera sin la segunda está ciega y que la segunda sin la primera está vacía. Esto es lo que nos suele recordar Reyes Mate cuando insiste, con Walter Benjamin, que el presente puede ser iluminado en un instante a través de la fuerza fugaz de un pasado olvidado. Al volver la mirada a la representación de la Noche de los Cristales en los medios de la época descubrimos que estos hechos también nos conciernen en España. Por un lado, republicanos españoles y judíos europeos -muy especialmente aquellos que se alistaron en la Brigadas Internacionales- reconocieron entonces que sus destinos estaban entrelazados. Por otro, los enraizados prejuicios y estereotipos antisemitas, con que se prodigaron en noviembre de 1938 quienes finalmente vencieron la Guerra Civil, han perdurado durante décadas. Sus resabios y ramificaciones forman parte de nuestro presente. (El País, 11/11/08)



España, noviembre de 1938



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Publicada el 11 de noviembre de 2008
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martes, 26 de mayo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] El caso Hamsun. Publicada el 20 de diciembre de 2009




El escritor Knut Hamsun


Les confieso mi miserable e injusta ignorancia, casi total, sobre la obra y la vida del escritor noruego Knut Hamsun, Premio Nobel de Literatura de 1920. Recuerdo haber visto en casa de mis padres (mi padre era un gran lector) algunas obras suyas, entre ellas, con toda seguridad, uno de sus primeros títulos "Hambre", escrita en 1890. Comencé a leerla con no más allá de diez u once años, pero la dejé enseguida: me desagradó su estilo, su tema, o ambas cosas. A esa edad mi refinamiento literario no estaba para muchas florituras aunque comenzaba a perfilarse, y mucho más tarde, quizá ya tarde, a corregirse. Pero me quedó una especie de animadversión escasamente fundamentada sobre la obra del gran escritor noruego, a juicio de muchos, el mejor europeo de todo el siglo XX. Más tarde, aunque seguía sin leerlo, me enteré de su afinidad más que manifiesta con el partido nazi y su admiración por la persona y la obra política de Adolf Hitler, antes, durante e incluso después de la ocupación de su patria natal por los alemanes.

Lo que tienen muchos domingos es que son días de paz y sosiego, y también de descubrimientos inesperados. Hoy me ha pasado a mí. Mi hija mayor, su marido y mis nietos están pasando el día en nuestra casa en Maspalomas; mi hija pequeña y su marido, se han llevado a mi mujer a dar una vuelta en coche por el interior de Gran Canaria, con parada y fonda en la Villa Mariana de Teror. Yo he preferido quedarme en casa, en Las Palmas, releyendo mis libros, zapineando por el Digital Plus y navegando por Internet en busca y captura de algún comentario inteligente e interesante (no suelen ser ambas cosas sumamente compatibles). Y lo he encontrado...

Entro en el Blog de "El Boomeran(g)", como tantas otras veces, sin intención manifiesta, y me encuentro en su portada una entradilla sobre el gran Premio Nobel noruego que lleva por título "Knut Hamsun. Soñador y traidor". Ni que decir tiene que ha suscitado mi curiosidad inmediata.

Escrito por el periodista y escritor noruego Ingar Sletten Kolloen, el artículo es una selección de textos realizada por él mismo a partir de su libro biográfico "Knut Hamsun. Soñador y conquistador" (Nórdica Libros, Madrid, 2009) para su publicación en la revista "Claves de Razón Práctica", que es de donde la reproduce "El Boomeran(g)".

El artículo tiene una primera parte que se centra sobre todo en la entrevista que el escritor noruego sostuvo el 26 de junio de 1943 con Adolf Hitler en su residencia bávara de Berghof, a petición del primero, y planteada con la intención manifiesta de interceder ante el jerarca nazi, sin mengua de su admiración por él y del designio providencial de su obra, en favor de una suavización de las condiciones de ocupación que los nazis habían impuesto a su patria. La entrevista, muy documentada históricamente, es narrada por Sletten Kolloen de forma precisa y detallada y supuso una enorme decepción para Hamsun y un indisimulable cabreo para Hitler.

La segunda parte del artículo lo hace sobre el proceso al que el anciano escritor octogenario fue sometido al final de la guerra por las autoridades noruegas, acusado de traición a su patria, y que se salvó con una condena meramente económica, que dejó profunda huella en la opinión pública de su país.

La verdad es que me ha impresionado profundamente su lectura y se la recomiendo a ustedes con todo interés. Espero que la disfruten. A mi, con sinceridad, me ha alegrado esta mañana de pacífica soledad. HArendt




Imagen de la visita de Knut Hamsun a Hitler en 1943



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jueves, 13 de julio de 2017

[A vuelapluma] Dos o tres cosas sobre Simone Veil





Simone Veil (1927-2017) fue una abogada y política francesa, superviviente del Holocausto. Al frente del Ministerio de Sanidad en el gobierno de Valéry Giscard d'Estaing, promulgó la ley llamada ley Veil por la que se despenalizó el aborto en Francia. Fue también la primera mujer en presidir el Parlamento Europeo. Ocupó varios cargos ministeriales en el gobierno de Édouard Balladur, y fue miembro del Consejo Constitucional de Francia.

Era imperiosa y dulce, irascible y generosa. Nadie identificó con tanta precisión los rasgos que singularizan el Holocausto judío. Recibió toda clase de honores, pero llevó una existencia furtiva en una época a la que nunca se adaptó del todo, dice de ella el filósofo francés Bernard-Henri Lévy en un artículo en su homenaje publicado en El País con motivo de su reciente fallecimiento.

Primera imagen de Simone Veil. Septiembre de 1979, durante esas fechas, entre Rosh Hashaná y Yom Kipur, que la tradición denomina “días terribles”. Es una foto en blanco y negro, en la calle Geoffroy l'Asnier, en París, ante el Memorial del Mártir Judío Desconocido. En el estrado, un joven con la cabeza descubierta pronuncia un discurso de homenaje a los muertos de la Shoá. Ella está en primera fila, de pie, muy bella, perdida en sus pensamientos pero evidentemente atenta. Escéptica y severa. Incrédula y cautelosa. Más tarde, le dirá al joven en un tono de amable reproche: “Demasiado lírico”.

Algunos años antes, Simone había pronunciado ante el Parlamento el discurso que iba a cambiar la vida de las mujeres francesas y a marcar el septenio de Giscard d'Estaing como la abolición de la pena de muerte marcaría el de François Mitterrand. Simone parecía la Romy Schneider de El proceso de Orson Welles. Se la veía determinada pero forzada. En sus palabras, había desaprobación pero también una infinita melancolía. No creo que “llorase” tras el discurso, pero no dudo que vivió aquellos momentos en lo que cierto teólogo llamó “soledad última”.

A partir de entonces, recibiría toda clase de honores, sería celebrada, beatificada en vida y venerada pero, paradójicamente, llevaría una existencia furtiva en una época a la que nunca se adaptó del todo.

Siempre fue un enigma para sus contemporáneos, siempre ligeramente retraída, aunque tan transparente a sus propios ojos como es humanamente posible.

Simone era consciente de su misión, de la dirección que había tomado su destino y, también, de su deseo —al que nunca renunció— de romper con lo que una vez, en París, durante la manifestación de apoyo a las víctimas del atentado de la calle Copérnico, llamó “derelicción judía”.

¿Quién eres cuando has vivido lo imposible: mirar a la muerte a los ojos? ¿Cómo no guardar las distancias cuando has conocido en carne propia la doble experiencia del desastre y el milagro?

Nada la enojaba más que escuchar una y otra vez: “La Shoá es inenarrable y por eso los supervivientes, cuando regresaron, se encerraron en el silencio”. “Pues no”, tronaba ella. Ellos no pedían otra cosa que hablar. Era el mundo el que no quería escuchar. Y al contrario que el tópico que pretende que en el principio era la memoria y que esta fue reemplazada poco a poco por el olvido, ella pensaba que, para la generación de los campos, primero fue el olvido y la memoria tuvo que construirse paso a paso e imponerse a la banalización y a la negación.

¡Qué malestar cuando, ministra o eminencia, intentaba abordar el tema! ¿Y qué pensó cuando, durante una recepción, un hombre le preguntó si el tatuaje que llevaba en el brazo era el número del guardarropa?

Una vez nos peleamos. Fue en 1993. Yo acababa de llevarle a François Mitterrand un mensaje del presidente bosnio Izetbegovic, en el que este comparaba Sarajevo con el gueto de Varsovia; luego, había organizado un encuentro en París entre ambos mandatarios, con ocasión del cual Simone, Izetbegovic y yo cenamos en la cervecería Lipp junto con otros amigos de Bosnia. Ella no se anduvo por las ramas: “Las comparaciones son odiosas. Por extrema que sea la situación bosnia, equiparándola con el incomparable sufrimiento judío no le hacemos un favor a nadie”. Izetbegovic asintió con la cabeza y, curiosamente, pareció estar de acuerdo.

Era imperiosa y dulce. Irascible y generosa. En su defensa, hay que decir que nadie ha identificado con tanta precisión como ella los rasgos que, efectivamente, singularizan la Shoá. Fue un crimen, decía: 1. Sin huellas (ni órdenes escritas ni directivas oficiales, nunca, en ninguna parte); 2. Sin tumbas (su padre, su hermano, su madre, desaparecieron convertidos en cenizas y humo, sin otra tumba que su memoria y, al final de su vida, su autobiografía); 3. Sin ruinas (Auschwitz, cuando ella regresa años después, es un lugar apaciguado, neutralizado, aseptizado); 4. Sin escapatoria (un sarajevita tenía, al menos en teoría, la posibilidad de abandonar Sarajevo; un ruandés, Ruanda; un camboyano, Camboya; lo propio del Holocausto fue que no había ningún lugar adonde ir: el mundo era una trampa); 5. Sin el menor rastro de racionalidad (cuando tuvieron que escoger entre dar paso a un tren con tropas de camino al frente o a otro con judíos de camino a los hornos, los nazis siempre escogieron este último).

Y, luego, estaba Europa. Después de la guerra, había dos actitudes. La de Jankélévitch: culpabilidad ontológica de Alemania; corrupción definitiva de su lengua por las huestes hitlerianas; juramento de no volver a tener nada que ver ni con esa lengua ni con ese pueblo. Y la de Simone Veil: no hay culpabilidad colectiva; el alemán es la lengua del nazismo pero también del antinazismo; es posible levantar una Europa cuyos pilares serán, precisamente, esa Francia y esa Alemania que guardan luto por sus fantasmas.

Según Bachelard, el mundo puede reducirse a una serie de copyrights. La relatividad según Einstein. La duda según Descartes. La risa según Bergson o el infierno según Dante. Del mismo modo: Europa según Simone Veil. Pues ¿qué otro nombre sino el suyo me viene a la cabeza en este preciso instante si intento ponerle cara a la princesa Europa?

La última vez que hablé con ella fue hace 10 años, cuando le entregué el Premio Scopus de la Universidad de Jerusalén, termina Lévy su artículo. Estaba con Antoine, el hombre de su vida. Con Jean y Pierre-François, sus hijos. Cansada pero batalladora. Intranquila pero libre de nostalgia. En su elogio de la paz, la ciencia y el derecho, dijo, como en respuesta a un filósofo al que reprobaba: “Solo una palabra puede salvarnos”.



Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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lunes, 16 de noviembre de 2015

[De libros y lecturas] Hoy, "Las Benévolas", de Jonathan Littell



Las Euménides


Según la mitología griega las Euménides o Erinias (las Benévolas), también llamadas Furias en la mitología romana, eran personificaciones femeninas de la venganza que perseguían a los culpables de ciertos crímenes. Eran hijas de la sangre derramada por el miembro viril de Urano sobre Gea cuando su hijo Crono lo castró. Su número era indeterminado, aunque Virgilio le pone nombre a tres de ellas: Alecto, la implacable, que castiga los delitos morales; Megera, la celosa, que castiga los delitos de infidelidad; y Tisífone, la vengadora del asesinato, que castiga los delitos de sangre. Se las representa habitualmente como genios femeninos con serpientes enroscadas en sus cabellos, portando látigos y antorchas, y con sangre manando de sus ojos en lugar de lágrimas, con grandes alas de murciélago o de pájaro y cuerpos de perro. También podían personificar el destino de los hombres. 

Las Euménides eran fuerzas primitivas anteriores a los dioses olímpicos que no estaban sometidas a la autoridad de Zeus. Moraban en el Érebo o Tártaro del que solo viajaban a la Tierra para castigar a los criminales vivos. A pesar de su carácter divino los dioses del Olimpo mostraban hacia ellas una profunda repulsión no exenta de temor reverencial y no toleraban su presencia. Por su parte, los mortales las temían pavorosamente y huían de ellas. En cierto sentido, representaban la rectitud de las cosas dentro del orden establecido como protectoras del cosmos frente al caos. 

El 3 de diciembre de 2006 el escritor y Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, publica en el diario El País un elogioso artículo titulado "Los benévolos", en el que reseñaba la primera novela, "Les Bienveillantes", de un joven escritor francés llamado Jonathan Littell, nacido en Nueva York en 1967 y residente en Barcelona, que acababa de ganar con ella el Premio Goncourt, el más prestigioso de las letras francesas, y también el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa. Ni que decir tiene que leí con sumo interés, como hago con todos los suyos, el artículo de Vargas Llosa.

Diez meses después de ese artículo de Vargas Llosa la editorial barcelona RBA publicaba en español la novela, ahora ya con el título de "Las Benévolas", mucho más ajustado a su original francés que el del artículo citado. Compré el libro nada más ponerse a la venta, exactamente tal día como hoy de 2007. Y como suele ser habitual en mí, tras ojear las primeras páginas, algunas intermedias, y las finales..., lo dejé en la alacena de la biblioteca familiar durmiendo el sueño de los justos. Quizá abrumado por sus 991 páginas de texto apretado, aunque muy legible, y sin apenas puntos y aparte que dejaran un momento para el respiro. Eso fue en 2007, pero hace unas tres semanas decidí asumir de nuevo el reto de su lectura, e incapaz de abandonarla, lo que son las coincidencias, la concluyo el mismo día que la compré pero ocho años después.

Hace unos pocos días escribí en el blog sobre la novela de Littell. Fue en una entrada que hacía referencia al triste aniversario de la "Kristallnacht", el episodio que puso en marcha el inicio del proceso de exterminio de los judíos de Europa por el régimen nazi. Hoy, por su acreditada excelencia, me limito a recomendarles la lectura de "Las Benévolas", reseñando algunas de las cosas que Mario Vargas Llosa decía sobre ella en su artículo.

El lector sale de "Les Bienveillantes", dice nuestro Premio Nobel, la novela de Jonathan Littell que acaba de ganar el Premio Goncourt en Francia y que ha alcanzado en ese país un éxito de público sin precedentes, asfixiado, desmoralizado y a la vez estupefacto por ese viaje a través del horror y la oceánica investigación que lo ha hecho posible. No recuerdo haber leído nunca un libro que documente con tanta minucia y profundidad los pavorosos extremos de crueldad y estupidez a que llegó el nazismo en su afán de exterminar a los judíos y demás "razas inferiores" en su breve pero apocalíptica trayectoria.

En una novela, añade, lo que importa, sobre todo, es lo que hay en ella de agregado a la vida a través de la fantasía. "Les Bienveillantes" es un libro extraordinario por lo que hay en él de cierto y verdadero. Quien la cuenta, sigue escribiendo Mario Vargas Llosa, es un narrador-personaje, Max Aue, que ha conseguido sobrevivir a su pasado nazi y envejece ahora, en la Provenza francesa, bajo un nombre supuesto y convertido en un próspero industrial. No se arrepiente en absoluto de los crímenes indescriptibles de los que fue cómplice y autor -su exitosa carrera dentro del Tercer Reich la hizo como policía y experto en exterminio y campos de concentración, a la sombra del Reichsführer-SS Himmler, y trabajando en equipo con dignatarios como Eichmann o Speer, el ministro favorito de Hitler. Tuvo una infancia traumática, en Francia -su madre era francesa y su padre alemán-, en la que concibió una pasión incestuosa por su hermana gemela, y practica el homosexualismo pasivo a ratos y a escondidas, pero el sexo no ocupa un lugar importante en su vida. Se doctoró en Derecho y es hombre culto, aficionado a la música, las buenas lecturas y las artes -le gustan mucho las óperas de Monteverdi y las pinturas de Vermeer- como, por lo demás, según su testimonio, parecen serlo muchos de sus colegas, en la Gestapo, los Waffen-SS y los cuerpos de seguridad del Partido Nazi en los que él, gracias a su espíritu disciplinado, trabajador y eficiente hace una rápida carrera alcanzando antes de cumplir treinta años los galones de teniente coronel y la máxima condecoración del Ejército alemán, la Cruz de Hierro, por su desempeño en el sitio de Stalingrado.

En los comienzos de su tarea, continúa diciendo Vargas Llosa, nuestro narrador y protagonista asiste en los países ocupados del Este, sobre todo Ucrania y Rusia, a los asesinatos masivos de judíos, gitanos, enfermos mentales y víctimas de cualquier tipo de deformación física: Padece de vómitos nocturnos y ataques de dispepsia, y algunas pesadillas, pero da la impresión de que ello no es un síndrome de rechazo moral sino de un disgusto estético y sensible ante los horrendos olores y feas escenas que producen aquellas degollinas. Pronto se acostumbra y, convencido de que la ideología nazi del "Volk" exige del pueblo ario aquella operación de limpieza étnica masiva, pone en el empeño todo su talento organizador y su imaginación burocrática. Con tan buenos resultados que es promovido hasta tener acceso a todo el enrevesado sistema montado por el régimen para aniquilar al pueblo judío, a los gitanos, a los deformes y degenerados, y para convertir en bestias de carga y esclavos industriales a los prisioneros políticos.

Esta misión, dice más adelante, lleva a nuestro protagonista a recorrer todos los campos de exterminio y a alternar con quienes los dirigen -policías, militares, médicos, antropólogos- en visitas que recuerdan el paso de Dante y Virgilio por los siete círculos del infierno, pero sin poesía. Aunque uno cree saberlo todo ya sobre el vertiginoso salvajismo con que los nazis se encarnizaron en su afán de liquidar a los judíos, la información reunida por Jonathan Littell nos revela que no, que todavía fue peor, que los crímenes, la inhumanidad de los verdugos, alcanzaron cimas más altas de monstruosidad de las que creíamos. Son páginas que quitan el habla, estremecen y desalientan sobre la condición humana. Quienes planeaban estos horrores eran a veces, como el doctor en Derecho Max Aue, gentes que habían leído mucho y sensibles a las artes. Una de las mejores escenas del libro es una recepción de jerarcas nazis en la que Adolf Eichmann aparece ansioso por aplicar a la presente situación alemana la noción kantiana de imperativo categórico, y otra en la que, en una cacería en las afueras de Berlín, la esposa de un general nazi explica la filosofía de Heidegger. 

Estas páginas del libro, dice Vargas Llosa, parecen una ilustración muy gráfica de la famosa frase de George Steiner preguntándose cómo fue posible que el mismo pueblo que produjo a Beethoven y a Kant, engendrara también a Hitler y al Holocausto: porque "las humanidades no humanizan". Así de sencillo y terrible.

¿Cuántos alemanes sabían lo que ocurría en los campos de exterminio?, se pregunta nuestro comentarista. Como revela el personaje central de la novela, es cierto que se guardaban las apariencias y que, por ejemplo, en los informes, reglamentos, órdenes, se utilizaban eufemismos como "saneamiento", "curación" o "limpieza" y que, incluso buen número de las decenas de millares de personas directamente implicadas en hacer funcionar la complicada maquinaria del aniquilamiento de millones de personas, no hablaban de eso sino de manera figurada -salvo en las borracheras- y no querían saber nada más fuera de la parcela que les concernía. Pero lo evidente es que era mucho más difícil no saber lo que ocurría que saberlo, pues, en los extremos de enloquecimiento a que llegó el régimen en su obsesión homicida contra los judíos, a partir de 1943 ésta pasó a ser la primera prioridad del nazismo, antes incluso que ganar la guerra. No se explica de otro modo el esfuerzo gigantesco para montar un sistema de transportes masivos a lo largo y a lo ancho de Europa a fin de alimentar las cámaras de gaseamiento y los hornos crematorios, y los presupuestos crecientes y la asignación de personal y de recursos técnicos, que, contra el parecer de los jerarcas del Ejército alemán, que veían en esto un debilitamiento de su capacidad bélica, llevó a cabo el nazismo, decidido a acabar con los judíos aun a costa de una derrota militar. Todos sabían, aunque no quisieran saberlo.

Tal vez fuera imposible, termina su artículo Vargas Lloca, manipulando materiales tan absolutamente abominables como los que recorren las casi novecientas páginas de este libro escribir una gran novela, como "La guerra y la paz" o "Los demonios". Una novela, sigue diciendo, puede sumergirnos en el barro de la injusticia, de la maldad, de las peores formas de infortunio, pero sin renunciar a alguna forma de la esperanza, de redención. Pero esta novela, como las del marqués de Sade, no nos ofrece ninguna escapatoria, y luego de sumergirnos en la más abyecta manifestación de lo repugnante que puede ser lo humano, nos deja allí, en esos humores deletéreos, condenados para siempre. Por eso, a pesar de ser tan cierto todo aquello que cuenta, hay en "Les Bienveillantes" cierto miasma de irrealidad, algo que tal vez proyectamos en ella los lectores para defendernos, negándonos a ser así, solo seres odiosos y horribles. Porque en las muchas páginas de este libro fuera de lo común no hay un solo personaje, hombre o mujer, que no sea absolutamente despreciable. 

Espero haber suscitado, al menos, su interés por esta inmensa novela de Jonathan Littell. Creo que merece con creces su lectura. A mí me ha resultado, lisa y llanamente, apasionante.


Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArend






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martes, 10 de noviembre de 2015

[Historia] Un aniversario más de la "Kristallnacht"



El inicio


Ahora que Europa parece sumirse de nuevo en la noche de los tiempos con campos de concentración y de internamiento, expulsiones y traslados masivos de población, cuotas de refugiados y delirios nacionalistas, de los que en España, hoy mismo, tenemos cumplida referencia, no parece estar de más recordar dónde, cuándo y cómo comenzó todo.

Fue en esta noche, entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938, hace justamente setenta y siete años, que en muchas ciudades de Alemania y Austria comenzó lo que acabaría convirtiéndose en esa pesadilla, vergüenza de la humanidad, que fue el Holocausto, la "Shoah", la "Solución Final" (en el lenguaje tecnocrático del régimen nacional-socialista): el exterminio sistemático y premeditado de los judíos de Alemania y Europa. Pero todo comenzó a fraguarse entre 1925 y 1928, en que un iluminado llamado Adolf Hitler escribió un libro llamado Mein Kampf (Mi lucha). Un artículo reciente en El País, titulado Desmontando el Mein Kampf (sin silenciarlo), escrito por Ricardo de Querol y Luis Doncel, contaba su génesis.

La atrocidad fue de tal calibre que ninguna de las realizadas posteriormente por régimen, estado, nación u hombre alguno, y las ha habido de todos los colores y calibres, le resulta equiparable. Fue la llamada por los historiadores La Noche de los Cristales. Aquella noche, como había anunciado ya cien años antes el poeta alemán Heine (de origen judío): "quién quema libros termina tarde o temprano por quemar hombres", dio comienzo uno de esos hechos que avergonzarán por siempre a la humanidad. Y como dijo el también judío italiano Primo Levi en uno de los libros más intensamente conmovedores que he podido leer nunca, "Si esto es un hombre" (Muchnik, Barcelona, 2002), quizá no podamos comprender nunca lo que pasó, pero si podemos y debemos comprender dónde nació, y estar en guardia. Si comprender es imposible -dice-, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también, concluye. 

Lo que pasó aquella noche entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938 en Alemania y Austria lo recordó en su día en un interesante artículo del El País, titulado "La España en guerra ante la Kristallnacht", el profesor de Antropología Social de la Universidad Complutense de Madrid, Alejandro Baer.

El artículo del profesor Baer se centraba en explicar la diferente actitud que mostraron ante los hechos que se relatan en el mismo el gobierno y la prensa de la zona republicana, por un lado, y el gobierno y la prensa de la zona nacional, por otro. La primera, condenándolo con energía y rotundidad; la segunda, amparándolo y justificándolo.

Pero a mi lo que más me llamó la atención del artículo fue la afirmación, que comparto, de que los enraizados prejuicios y estereotipos antisemitas, con que se prodigaron en noviembre de 1938 quienes finalmente ganaron la Guerra Civil, han perdurado durante décadas y que sus resabios y ramificaciones forman parte de nuestro presente. ¿Acaso le cabía a alguien duda de ello? No me atrevería yo a afirmar rotundamente que la mayoría de la sociedad española sea racista; desde luego, arraigados prejuicios antisemitas si que tiene. Y en lo que discrepo del profesor Baer es que provengan del régimen franquista. Tengo la impresión de que son bastante más antiguos.

Hay un libro espléndido y admirable del filólogo e historiador Américo Castro titulado "España en su historia: cristianos, moros y judíos" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1989), que explicita ese eterno tema de discusión académica nacional sobre que es el "ser de España". Castro, contra la opinión de otros eminentes historiadores españoles como Claudio Sánchez Albornoz, con el que polemizó duramente sobre ello, se inclina por la tesis del mestizaje entre cristianos, moros y judíos, como característica definitoria del "ser nacional español". Es por ello por lo que al inicio del capítulo X de su libro afirma con rotundidad: "La historia del resto de Europa puede entenderse sin necesidad de situar a los judíos en un primer término; la de España, no. La función primordial y decisiva de los hispano-hebreos es indisoluble, a su vez, de la circunstancia de haber vivido articulados prietamente con la historia hispano-musulmana."

Como atestigua mi apellido paterno y el escudo de armas familiar (se dice en él que "probó" su hidalguía, lo que significa que había dudas sobre la pureza de su sangre) soy descendiente de conversos. Como lo fueron innumerables españoles tales como el propio rey Fernando el Católico; los escritores Juan de Mena, Fernando de Rojas, fray Luis de León, Mateo Alemán, Hernando del Pulgar, Jorge de Montemayor y el mismo Miguel de Cervantes; los místicos (y santos) Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; el teólogo Juan de Torquemada; el médico y científico Miguel Servet; los filósofos Juan Luis Vives, Francisco Sánchez y Benito Espinosa... La lista es interminable y espléndida.

Decir ahora que el antisemitismo español, según algunos especialistas el más arraigado de Europa, es producto del franquismo, o de la confrontación israelí-palestina actual me parece como poco quedarse un poco cortos. El problema es que tengo la impresión de que Europa, y España con ella, camina de nuevo hacia un resurgimiento populista de la xenofobia y el racismo. Confío en equivocarme, pero ejemplos recientes en sentido contrario, tenemos más que sobrados. 

Termino con otro párrafo, que me parece muy significativo, del libro de Primo Levi que cité al comienzo de la entrada: "Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas; de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue." ¿Volvemos a empezar? Espero que no. Si quieren saber como fue la realidad les recomiendo la lectura de "Eichmann en Jerusalén", de Hannah Arendt, en cualquiera de sus múltiples ediciones. 

Hay historias de ficción que cuando nos sumergimos en ellas nos parecen tan irreales, por lo horrorosas, que nos cuesta admitir que la realidad fue peor aun de lo que estamos leyendo. Una de esas historias, que estoy terminando de leer con desasosiego y apasionado interés (y espero que se animen a enfrentarse con sus 991 páginas de apretado texto porque -de verdad- merece la pena) es la de "Las Benévolas", de Jonathan Littell (RBA, Barcelona, 2007), ganadora del premio Goncourt. "En realidad -nos dice el narrador de la historia en primerísima persona al inicio de la misma- también podría no haber escrito. Bien pensado no es una obligación. Desde que se acabó la guerra, he sido un hombre discreto; gracias a Dios, nunca he necesitado, como mis excolegas, escribir mis memorias para justificarme, porque no tengo nada que justificar; ni tampoco tengo intenciones lucrativas, porque me gano la vida bastante bien con lo que hago. No estoy arrepentido de nada; hice el trabajo que tenía que hacer, y ya está; en cuanto a mis asuntos familiares, que a lo mejor cuento también, solo me importan a mí y, en lo referido a lo demás, hacia el final, es muy posible que me haya excedido, pero es que estaba ya un tanto fuera de mis casillas, flaqueaba y, encima, a mi alrededor el mundo entero se venía abajo; admitid que no fui el único que perdió la cabeza. Pese a mis fallos, que han sido muchos, no he dejado de ser de esos que opinan que las únicas cosas indispensables para la existencia humana son respirar, comer, beber, defecar y buscar la verdad. El resto es facultativo."

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



El final



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jueves, 18 de junio de 2015

[De libros y lecturas] "Eichmann en Jerusalén", de Hannah Arendt



Hannah Arendt



El 31 de mayo pasado se cumplieron cincuenta y tres años de la ejecución de Adolf Eichmann en la prisión de Ramla (Israel). Había sido secuestrado en Argentina por un comando del Mossad el 11 de mayo de 1960 y trasladado a la fuerza hasta Israel. El 15 de diciembre de 1961 el tribunal que le juzgó le encontró culpable de crímenes contra la humanidad y contra el pueblo judío y le condenó a la pena capital. La suya ha sido la única pena de muerte ejecutada en toda la historia del Estado de Israel.

Escribí sobre ello en el blog con motivo del cincuentenario de su ejecución y me resultó llamativo que el aniversario de un acontecimiento de tanta notoriedad mediática como fue el jucio y posterior ejecución de Aldof Eichmann pasaran absolutamente desapercibidos. Un excelente artículo del escritor argentino Álvaro Abós en El País de aquel día, titulado "Eichmann en la horca", rememoró el hecho analizando con detalle las consecuencias que tuvo para la instauración de una justicia internacional que persiguiera y enjuiciara delitos calificados como crímenes contra la humanidad, sentando principios jurídicos como los de la imprescriptibilidad y la no consideración de la obediencia debida como eximente cuando se juzgan crímenes de lesa humanidad. Y es que, como dice Abós al final de su artículo, el olvido no puede lavar el horror.

Resulta imposible hablar del secuestro, procesamiento, condena y ejecución de Adolf Eichmann sin hacer mención a una obra capital de la teórica política norteamericana de origen judeo-alemán Hannah ArendtSi desean profundizar en el conocimiento de aquel hecho histórico y sus consecuencias nada mejor que recurrir a las fuentes, que no pueden ser otras que el propio texto de Arendt, "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal" (Lumen, Barcelona, 2003), al que pueden acceder en el enlace anterior. Les recomiendo igualmente que vean en el siguiente enlace el documental de la cadena televisiva ORF2, con imágenes reales del proceso llevado a cabo en Jerusalén. Está subtitulado en alemán, aun así, merece la pena verlo.

Hannah Arendt, siguió todo el proceso de Eichmann en Jerusalén como corresponsal de una prestigiosa revista neoyorkina y escribió una serie de artículos sobre el mismo que más tarde publicaría en forma de libro. Ese libro fue "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal", un texto que levantó notable polémica en Estados Unidos, en Alemania, y dentro del mundo judío, por lo atrevido de algunas de sus conclusiones, por ejemplo, la de que el mal no necesariamente encarna en psicópatas delirantes como Hitler, sino que puede también presentarse en envases cotidianos, bajo la forma de un señores normales como Adolf Eichmann, buenos padres de familia, ciudadanos ejemplares y funcionarios cumplidores. 

Yo tenía catorce años cuando Adolf Eichmann fue secuestrado por el Mossad, y llevado de forma clandestina a Israel. No recuerdo nada especial sobre el proceso que se siguió contra Eichmann, del que conocí muchos años más tarde los detalles, gracias entre otras razones al libro de Hannah Arendt. Si recuerdo en cambio el revuelo que causó la noticia de su ejecución en España, y sobre todo recuerdo con precisión la admiración que suscitó en mí, quizá, y en gran parte, por ser descendiente de conversos y sentirme orgulloso de mis orígenes judíos, la operación desarrollada por el Mossad, con detalles que parecían sacados de una novela policíaca, y que a tan temprana edad no era capaz de enjuiciar en todas sus dimensiones políticas, diplomáticas y jurídicas.

Pero fue hace unos días que el escritor y crítico literario Rafael Narbona, en su blog Viaje a Siracusa, de Revista de Libros, traía de nuevo a colación el asunto en un documentado análisis titulado "Hannah Arendt y la terrible banalidad del mal". ¿Casualidad? No lo creo; más bien permanente actualidad de un texto tan trascendental como el de Hannah Arendt.

Pocos libros han provocado tanto revuelo como "Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal", dice Narbona de él. Hannah Arendt aceptó ser la corresponsal de The New Yorker durante el juicio celebrado en Jerusalén contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los principales responsables de la deportación de los judíos europeos a los campos de exterminio nazis. David Ben Gurion, primer ministro de Israel en aquel momento, quería recordar al mundo que millones de judíos habían sido asesinados por el simple hecho de ser judíos, no por sus actos o ideas: «Queremos que todas las naciones sepan que deben avergonzarse». La aparente insignificancia de Eichmann, pálido y fantasmal en la cabina blindada, contrastaba con la magnitud de sus crímenes. 

Hace unos años, continúa diciendo Rafael Narbona, el líder ultraderechista Jean-Marie Le Pen declaró que el Holocausto sólo era una nota a pie de página en la historia de la Segunda Guerra Mundial. Desgraciadamente, tenía razón, si juzgamos el genocidio de judíos, gitanos y otras minorías desde el punto de vista del lugar que ocupó en la conciencia de la sociedad europea o la norteamericana. El destino de los judíos nunca preocupó demasiado a nadie y su exterminio contó con la cobertura legal e institucional del Reich alemán. Las leyes de Núremberg, aprobadas por unanimidad el 15 de septiembre de 1935 durante el séptimo congreso anual del NSDAP, sólo representaron el primer paso de la discriminación, exclusión y exterminio de la población judía, un procedimiento que no adquirió el carácter de secreto de Estado hasta su último tramo (Conferencia de Wannsse, 20 de enero de 1942), si bien por entonces corrían por toda Europa historias sobre asesinatos masivos en cámaras de gas. Jan Karski , enlace del gobierno polaco en el exilio, y el conde Edward Raczyński, ministro de Asuntos Exteriores, informaron del genocidio a lo largo de 1942. Karski aportó su testimonio, pues había visitado clandestinamente el gueto de Varsovia y el campo de transición de Izbica, y Raczyński proporcionó pruebas y documentos en un informe titulado «El exterminio masivo de judíos en Polonia bajo la ocupación alemana». Los aliados no adoptaron ninguna medida para frenar o mitigar el drama.

El nazismo siempre disfrutó de amplias simpatías en la sociedad alemana, dice Narbona. El fiscal Hausner señaló en el proceso contra Eichmann que los arquitectos del genocidio no eran vulgares hampones, sino abogados, profesores, médicos, banqueros, economistas. El responsable último no era el Gobierno nazi, sino varios siglos de odio institucional y popular a los judíos: «En este histórico juicio, no es un individuo quien se sienta en el banquillo, no es tampoco el régimen nazi, sino el antisemitismo secular».

La defensa de Eichmann se basó en la obediencia debida, particularmente estricta en un régimen totalitario. Eichmann, un hombre gris y de escasa iniciativa, descubrirá enseguida las ventajas de la «obediencia debida», que exime de pensar, juzgar y rectificar. La derrota de Alemania significaría una catástrofe para su temperamento gregario: «Comprendí que tendría que vivir una difícil vida individualista, sin un jefe que me guiara, sin recibir instrucciones, órdenes ni representaciones, sin reglamentos que consultar, en pocas palabras, ante mí se abría una vida desconocida que nunca había llevado». 

Desde las primeras vistas, sigue diciendo Narbona comentando el libro de Arendt, Hannah Arendt advierte el vacío interior de Eichmann y su impotencia para obrar como un individuo: «Cuanto más se lo escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros y, por ende, contra la realidad como tal». Durante el juicio, se hace evidente que Eichmann carece de la empatía más elemental. Llama la atención su «incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor». Siente lástima de sí mismo y no entiende que los otros no simpaticen con su desdicha personal. Se considera un hombre decente y con un acusado sentido de la ética. Como señala Narbona, Hannah Arendt escribe a ese respecto: «A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquier podía darse cuenta de que aquel hombre no era un “monstruo”, pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso». La inanidad intelectual del burócrata nazi nunca resultó tan incontestable. Eichmann invoca la obediencia, subrayando que si hubiera vivido en una sociedad democrática, habría cumplido sus normas con la misma meticulosidad.

Hannah Arendt escribió sus artículos con una feroz independencia, sin maquillar hechos ni contemporizar. No ocultó la responsabilidad de los Consejos Judíos o Judenrat, y entre ellos, casos tan llamativos como el de Mordechai Chaim Rumkowski, hombre de negocios, militante sionista y director de un orfanato, que fue la máxima autoridad del gueto de Łódź (Polonia). Hannah Arendt, sigue diciendo el articulista, destacó que no todos los países ocupados por el Reich alemán colaboraron en la deportación de los judíos: «Suecia, Italia y Bulgaria, al igual que Dinamarca, resultaron ser inmunes al antisemitismo, pero de las tres naciones que estaban en la esfera de la influencia alemana, solamente Dinamarca se atrevió a hablar claramente del asunto a sus amos alemanes». Italia y Bulgaria sabotearon las órdenes, explotando el ingenio para salvar a sus compatriotas judíos. Los daneses se opusieron frontalmente. Cuando los alemanes les propusieron que se identificara a los judíos con estrellas amarillas, contestaron que el rey sería el primero en llevarla y que incumplirían cualquier medida discriminatoria. Cuando los nazis impusieron la ley marcial, las tropas destinadas a Dinamarca habían cambiado profundamente desde hacía mucho tiempo y se negaron a participar en las deportaciones. La lección que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que “pudo ponerse en práctica” en la mayoría de ellos, pero no en todos. Desde un punto de vista humano, la lección es que actitudes como la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos».

Lo más sobrecogedor del caso Eichmann es que el burócrata nazi «no era un Yago ni un Macbeth» y, menos aún, un «Ricardo III». Según Arendt, tampoco era un estúpido, sino «pura y simple irreflexión». Hubo «muchos hombres como él». No «fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente, que en realidad, merece la calificación de "hostis generis humani", comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad».

Hannah Arendt nos cuenta, concluye Narbona, que Eichmann se dirigió al patíbulo con entereza. Después de beber media botella de vino y rechazar la asistencia de un pastor protestante, rechazó la capucha negra que le ofreció el verdugo. Sus últimas palabras fueron: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Austria! ¡Viva Argentina! Nunca las olvidaré». Arendt considera que Eichmann se despidió del mundo con una sarta de majaderías: «Incluso ante la muerte, encontró el cliché propio de la oración fúnebre. […] Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se siente impotentes». Arendt justifica la pena de muerte dictada contra Eichmann: «Del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar en el mundo–, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Ésta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado». ¿Se puede considerar que el genocidio es un delito infrecuente, que las cámaras de gas pertenecen a un pasado irrepetible? Desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, las matanzas no han cesado: Vietnam, Camboya, Indonesia, Guatemala, Chile, Argentina, Ruanda, Bosnia-Herzegovina… Podrían citarse más casos, pero es innecesario. Sin embargo, el totalitarismo como fenómeno político no es una masacre más. Se caracteriza por un rango distintivo: «el criterio selectivo depende únicamente de ciertos factores circunstanciales». Después de liquidar a los enfermos incurables, Hitler pensaba eliminar a los alemanes «genéticamente lesionados», con enfermedades pulmonares o cardíacas. En la «cultura del descarte», por utilizar una expresión del papa Francisco, podría considerarse una medida de higiene pública suprimir las vidas de los individuos improductivos o con escasas expectativas de éxito. Sólo hace falta una idea, un absoluto moral o político, para poner en funcionamiento las fábricas de la muerte. Puede ser la excelencia económica, biológica o social. O la materialización de una utopía con apariencia de justicia o equidad. O la creación de un nuevo orden mundial. El totalitarismo empieza donde acaba el individuo. Nunca se disipará su amenaza. La banalidad del mal reside en considerar que hay vidas banales, prescindibles. Conviene releer de vez en cuando a Hannah Arendt para recordar que cualquier vida debe ser objeto de respeto y reconocimiento. Los que se atreven a cuestionarlo, rescatarán antes o después la rampa de Auschwitz.

Les recomiendo encarecidamente la lectura de los artículos citados. Y por supuesto, el libro de Hannah Arendt que ha dado pie a esta entrada de hoy. Me lo agradecerán. De mi admiración y respeto por la persona y la obra, total, de Hannah Arendt, da prueba testimonial el hecho de que utilice como firma en este blog y en las redes sociales un acrónimo de su nombre como seudónimo.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt







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