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martes, 16 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Silencios






A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

La pandemia y el retiro de los humanos, escribe en el A vuelapluma de este martes [Respirar el silencio. ABC, 8/6/2020] el poeta Antonio Colinas, ha traído a la naturaleza un silencio tan sorprendente que mucho invita a pensar. Parece como si los humanos hubiesen callado para dejar hablar a la naturaleza y esta lo hiciera de la manera más llamativa, más silenciosa. Amordazamos a la naturaleza en tantas ocasiones, pero ahora es ella la que nos habla.

"Me refiero, comienza diciendo Colinas- por supuesto, al silencio que sana. Se halla muy presente en quienes han buscado un conocimiento esencial, como meta de la sabiduría, en la tradición literaria y espiritual universal. Sin embargo, en estos días de la pandemia, desde nuestro retiro o encierro, hemos vuelto a recordar ese silencio que acaso -desde la negativa situación, desde la gravedad sanitaria y social que vivimos- pudiera tener un sentido positivo. Porque esta situación nos ha llevado a unas semanas de más profunda vida interior, de humanismo admirable en los sanitarios y en todos cuantos están directamente en lucha con la enfermedad; situación en la que no solo aumenta nuestro sentir y pensar desde el vacío del encierro sino a ensoñar cuanto de positivo pudiera haber en él. En esos comportamientos ejemplares renace la España de la energía, no la anestesiada.

Así es si reparamos en que ese silencio hogareño también se da, de una manera tan sorprendente como rotunda, fuera de nuestras casas, en la naturaleza. De ello supone una prueba contundente la inesperada presencia de los animales salvajes en los núcleos urbanos (ciervos, corzos, jabalíes, zorros, lobos). En algunas zonas, estos desplazamientos ya se habían dado antes a causa de los incendios de los pinares. Con ellos no fueron pocos los animales que murieron, pero otros lograron huir del cenizal hacia espacios más abiertos, en busca de aguas y de los tiernos brotes de viñedos y huertos.

Lo sorprendente es que este silencio de las últimas semanas también ha atraído a las aves a las ciudades. Sorprende una foto del río Moldava en Praga lleno de patos y cisnes. Sólo nos falta escuchar el entusiasmo de la música de Smetana para que la fotografía sea una realidad ideal. En el mismo sentido, y también nos lo revelan las fotografías, es sorprendente la claridad que ha regresado a las aguas de los canales de Venecia y a las islas de sus alrededores, y además con el retorno a ellas de los peces.

Nada diremos de la ausencia de la contaminación atmosférica y de esas imágenes de los cielos nocturnos de los que han desaparecido miríadas de aviones. Así que la pandemia y el retiro de los humanos ha traído a la naturaleza un silencio tan sorprendente que mucho invita a pensar. Parece como si los humanos hubiesen callado para dejar hablar a la naturaleza y esta lo hiciera de la manera más llamativa, más silenciosa. Amordazamos a la naturaleza en tantas ocasiones, pero ahora es ella la que nos habla.

Pensaba en los desplazamientos de los animales salvajes días antes de estallar la pandemia, regresando de la visita a una villa romana de los siglos II-IV, excavada muy cerca del sereno río Tera, en Camarzana. (Ese río en el que de madrugada o al anochecer -en los momentos más silenciosos- podemos ver a los animales que descienden a beber en sus aguas). De esa villa solo se ha descubierto una parte, pues el edificio de 15 habitaciones en torno a un peristilo se pierde enterrado debajo de la carretera general que desde tierras zamoranas sigue a las de Orense.

Sin embargo, lo hallado hasta ahora ha sido muy importante, pues entre los varios mosaicos -los de los tritones con «El rapto de Europa», el de Zeus o el de una cabeza de Ariadna- ha aparecido otro que, en el triclinio o comedor de verano, representa a Orfeo apaciguando a las fieras, entre ellas dos tigres, y con cuatro caballos en las esquinas ¡con sus nombres en la teselas!: Galadius, Finix, Aerisaros y Germinator. ¿Los preferidos del propietario de la villa? El dato es curioso, pues sin duda se trataba no solo de un personaje muy culto sino a la vez muy ligado a la caza y a la agricultura.

Cuando ese día regresé a casa y abrí al azar otra vez las «Cartas a Lucilio», de Séneca, que estaba releyendo, lo hice por aquella carta, la LXXXVI, titulada «La villa de Escipión». Curiosa sincronicidad entre las dos villas: la que acababa de ver en ruinas con mis ojos y la del libro, llena de vida, pues la descripción de la de Séneca es de una claridad y de una frescura preciosas.

Muy pocos días después, un profesor de Clásicas me regala un libro que había comprado para él. Para mí supuso un don doblemente especial y de nuevo se daba otra sincronicidad jungiana en un tiempo muy breve. Se trataba de «La voz de Orfeo. Religión y Poesía», de Alberto Bernabé. En este libro no solo es el mito sino el símbolo de Orfeo el que se nos ofrece en su amplia riqueza, lleno de citas que alcanza a toda la tradición literaria. Hoy el mito de Orfeo está como adormecido, o enterrado, pero los arqueólogos lo han sacado a la luz. ¿Está hoy la idea de Armonía adormecida, enterrada, ausente de nuestro mundo? En la excavación de que hablamos, la eterna lección de las ruinas fértiles.

Como en un círculo que se cierra, pienso de nuevo en el Orfeo que aparece en el mosaico hallado no lejos del río Tera. Una rareza, pues al parecer son muy escasos los mosaicos con la representación de Orfeo. Y no pienso en esa música que él derramaba y que amansaba a fieras, sino también en esa música órfica -callada, o extremada dirían nuestros poetas- que no se oye, pero que sentimos en nuestro interior. Una música que nace del silencio más profundo, desde ese silencio que permanece como enterrado bajo ruinas en el mundo de nuestros días, ruidoso, inarmónico, agitado, belicoso.

Despertar, pues, en la reclusión al silencio que sana en nuestro interior y, gracias a él, a la naturaleza que desea hablar, que se manifiesta con una gran libertad y sin miedos en los campos. También gracias a esta primavera que sigue su curso, ajena a la amenaza que padecen los seres humanos. (El gran árbol que veo desde mi ventana ya tiene todas sus hojas e imagino las cunetas de aquellas calzadas romanizadas del noroeste, del color de la sangre, llenas de flores silvestres). El silencio es, en estas horas tristes, el hermano del respirar y de la luz. «Soledad, serenidad, silencio […] Respirar en el silencio de la luz…», decía yo en uno de los aforismos de mis «Tratados de armonía». A la espera quedamos de respirar en el silencio de esa luz todavía limpia de amenazas sociales, de intereses espurios, de contagios".







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 25 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] El pecado del musgo





"Se dejó de hacer cuando la sociedad se dio cuenta de que era una barbaridad -comienza diciendo el escritor Miguel-Anxo Murado en el A vuelapluma de este día de Navidad que hoy celebramos-. Me alegro por eso, pero lo razonable no quita lo nostálgico. Sin una pizca de culpa, los recuerdos serían insípidos. Así que yo recuerdo con cariño aquellos tiempos en que nuestro padre nos llevaba a buscar el musgo para el belén. Nos subíamos al Simca 1000 e íbamos a nuestra patria, que es Meira de Lugo y sus alrededores. En el silencio frío y húmedo del viento de la sierra buscábamos el musgo en los muros de piedra que separan las fincas, en las cortezas de los árboles desprovistos de hojas, en las rocas grises y grandes que brotan en los márgenes de la suave, mullida Terra Chá, la douce France gallega. Sabíamos que teníamos que procurarlo en la cara norte de los troncos y los muros, donde da menos el sol, salvo en las fragas tupidas y oscuras, donde el laberinto de luces hace que crezca por todas partes. Niños de ciudad pequeña, pero sangre rural, esta era una oportunidad única para tocar físicamente el paisaje, para rasparse las manos en las piedras y acariciar el terciopelo verde del musgo, la moqueta antigua de la tierra. Al pelar las piedras, delicadamente, como quien levanta una tirita de una herida viva, notábamos en las pequeñas manos desnudas la humedad y la tierra. Lo que sentíamos, pienso ahora, era el contacto perdido con el paisaje que, en ese momento, se nos hacía de repente un tacto conocido, como un ciego que, palpando, reconoce a su perro o a su sillón. Recuerdo mirar hechizado cómo los bichos me recorrían las manos sucias y heladas mientras depositaba la frágil hoja de musgo en el maletero del coche. 

Lo recuerdo con afecto, pero lo lamento enormemente, porque el musgo es una criatura extraordinaria. Estaba en este mundo antes que el ser humano. Tiene cientos de millones de años. Lo pisaron los dinosaurios. Es un superviviente, un ser vivo que ha acertado en su estrategia para resistir: apostando por la simplicidad evolutiva y aprovechando los lugares que no quieren otras plantas. Como nosotros, está en gran parte hecho de agua. Como nosotros, es un agricultor que no solo se adapta a su entorno, sino que lo modifica y lo cultiva, regándolo y sembrándolo de sales minerales. Son casi un centenar las naciones que forma el musgo en Galicia, algunas tan extrañas como el oro de duende, que brilla con un verde fosforescente en la oscuridad de las cuevas. Hace que las fachadas de granito de los palacios y las iglesias no sean tan duras a la vista. Es una de las primeras señales de la vida que vuelve después de que un incendio destruya un bosque. Es místico: puede incluso revivir después de que una sequía lo agoste. Creo que no he visto jardín más hermoso en mi vida que aquel que visité una vez en un templo en Japón y que estaba hecho con distintos tipos de musgo de tonalidades y texturas diferentes. El caso es que, con aquel musgo que recogíamos, le poníamos un césped al Nacimiento. Mi padre había hecho una instalación eléctrica para que se iluminase el Portal y las cabañas de los pastores, y el musgo, húmedo, arreaba unos calambrazos de la leche. De vez en cuando, una oruga oscura y brillante aparecía entre el pelaje verde del musgo, y se arrastraba lenta e inquietante entre los pastores de plástico, los reyes y los soldados romanos. Y entonces los niños, instruidos en las ilustraciones del catecismo de la preparación para la Primera Comunión, la señalábamos y decíamos, listillos: «¡El Pecado Original! ¡El Pecado Original!». 


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 29 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Cabezazo contra un árbol



Plátano de sombra



A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy en el que la actriz Clara Sanchis Mira nos alerta con fina ironía de los peligros de caminar con los ojos en el móvil, y perdernos, de paso, los maravillosos colores del otoño en los árboles de nuestras ciudades.

"Iba con prisa y agachando la ca­beza -comienza diciendo Clara Sanchis-, como es normal, cuando me estrellé contra el tronco de un ­árbol, como es lógico. El golpe me nubló la vista y me dejó dando tumbos, pero no solté el móvil. Al ­contrario, lo apreté con fuerza, como ­bebé a pezón, mientras me palpaba la ­cabeza con la mano libre para calibrar la en­vergadura del golpe. En esas, em­pecé a oír voces. Una voz, para ser exacta, se abría paso entre el bullicio de mi ­cráneo magullado. Hola, dijo, soy el árbol de la vida. Me pareció bastante exage­rado. ­Pero no estaba en situación de po­lemizar, así que fingí normalidad, tratando a duras penas de mantener el equi­librio, abriendo las piernas como un compás. Soy el árbol de la vida, repitió la voz, dándose im­portancia, gustándose en su frase. Pues qué interesante, alcancé a decir antes de abrazarme a su tronco ­como un koala, ­para no caer a tierra mareo abajo. Así ­estuvimos un rato en si­lencio. Un silencio denso, de esos que se ve a la legua que ­sólo son el repliegue ame­nazante de la ola que está a punto de ­engullirte en su ­amasijo de espuma y arena: la antesala de un soliloquio a tu costa.

Ahora que no tienes más remedio que estar aquí quieta, abrazada a mí como un koala, como quien dice chupando mi sabia, voy a ser sincero. Lo del árbol de la vida es una licencia poética que se me ha ocurrido sin más. En realidad, soy un plátano de sombra, de la familia de las platanáceas. Del mismo modo que tú eres una Homo sapiens , de la familia de los homínidos –vale igual aunque seas mujer; haber inventado tú el latín en vez de coser botones obsesivamente–. A lo que iba. Tú no tienes ni idea de cómo me llamo, aunque pases a mi lado cada día. Lo de las platanáceas te suena como a comer plátano. Qué lástima. Y si te digo aligustre japonés, o incluso castaño de Indias, te caes de un guindo aunque tampoco sepas qué hoja tiene exactamente. Disculpa que te hable con la simplicidad de un plátano, no doy para más. Pero aquí pasa una cosa muy clara. Sin entrar en matices intelectuales, desde mis ramas más altas, últimamente lo que se ve es a los sápiens corretear agachando la cabeza. Inclinados sobre el dispositivo. Ni una sola mirada hacia lo alto. O hacia el horizonte. Este es el paisaje, el dibujo, conlleve lo que conlleve. Una pena, con lo que os costó a vosotros erguir el tronco. Lo de menos es que estos días nosotros no paremos de desplegar colores, del ocre al rojo pasando por el cobrizo, el amarillo y el dorado, dando un espectáculo que, por cierto, no mira ni Dios".







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sábado, 16 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Tierra quemada



Fotograma de la película 'O que arde'


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por la traductora y escritora Marta Rebón, sobre la película de Oliver Laxe, "Lo que arde", de la que ya hablé hace unos días en uno de mis Tribuna de prensa diarios, sobre la necesidad de cuidar y respetar la vida y el paisaje que nos rodea. Desgraciadamente, en Galicia y en Canarias, mi tierra, sabemos mucho sobre ello. Les dejo con él.

"Las películas, si son muy buenas, -comienza diciendo Rebón- se salvan de caer en el previsible olvido cuando alguna de sus escenas se nos incrusta en la memoria. Suele ser la que concentra la esencia de todo el metraje. Días después de asistir al pase de prensa del último filme de Oliver Laxe —una historia de resistencia íntima de una madre octogenaria, Benedicta, y su hijo pirómano, Amador, en la Galicia rural— me asalta una secuencia de O que arde. Podría ser su hechizante apertura, en la que un bosque de eucaliptos sucumbe de noche ante una fuerza que percibimos por el estruendo de unos motores y la luz artificial de unos focos. El cultivo de eucaliptos, cuya implantación masiva se dio en Galicia durante el franquismo, carga, como Amador, con un estigma, pues abundan quienes lo consideran un árbol maldito. Afirman sus detractores que expande, allí donde se asienta, un desierto verde, porque degrada el suelo: debajo de sus altas copas —un falso disfraz de exuberancia— la vida se apaga. En una de las regiones con mayor índice de incendios de Europa, este problema se suma a otros factores, como el abandono de las tierras y la presión económica, que la convierten en un polvorín.

Las raíces de los eucaliptos, cuenta Amador, se extienden por el subsuelo formando una densa maraña que frena la subsistencia de otras especies. La madre, en un derroche de sabiduría instintiva, le replica: “Si hacen sufrir, es porque sufren”, comprensiva con los árboles forasteros a los que nadie preguntó si querían ser trasplantados allí. Y, cómo no, la razón que subyace es económica: el eucalipto abastece de madera barata para saciar la demanda mundial de papel, por ejemplo. Y la epidemia es global. Los ecosistemas de América del Sur y África retroceden ante los monocultivos expansivos de este árbol. ¿Qué queda, hoy, de la explosión de rabia por los incendios en el Amazonas? La espesa humareda de un problema se traga otro, y así sucesivamente. La complejidad, en general, se burla de todo cálculo. Nos lo advirtió Hans Jonas, el filósofo que elaboró hace cuatro décadas el principio ético de responsabilidad hacia las generaciones futuras, habida cuenta de que, por una parte, la capacidad de transformar el medio ambiente, ya en aquel momento, superaba cualquier predicción, valoración y juicio, y que, por otra, los líderes políticos, entonces como ahora, suelen ocuparse de satisfacer a corto plazo, más que a largo, las necesidades de sus votantes. Para el futuro, añadía Jonas, no hacen falta soñadores, sino vigías.

Pero la escena de O que arde a la que me refería al principio es aquella en la que una llovizna sorprende a Benedicta en su ir y venir por entre los montes y su huerto. Busca cobijo, pues, en el tronco hueco de un árbol autóctono, y espera. Da la impresión de que su corteza la abraza y la protege, del mismo modo que ha hecho ella con el hijo pródigo. El equilibrio perdido se restablece por unos instantes. Benedicta, encarnación de la bondad, parece sacada de una novela de Vasili Grossman. El novelista ruso afirmaba que esa cualidad —la bondad particular, sin testigos, minúscula, carente de ideología, intuitiva— es la más humana que hay. Cualquiera que conozca a una abuela de una aldea gallega —o, mejor aún, que la haya tenido, como yo— reconocerá el acogimiento caluroso que, nada más ver a Amador, recién llegado de la cárcel, le dirige, cuando este se presenta en casa: “Tes fame?” (¿Tienes hambre?). El amor materno incondicional, que es siempre nutricio, se traduce en unos huevos fritos de las gallinas del corral y en una rebanada de pan tostada sobre la encimera de la vieja cocina de leña. En este microcosmos que Laxe retrata sin sensiblería habitan dos personajes que asisten casi mudos a la desaparición de su universo: eucaliptos y aserradoras por aquí, casas remodeladas para turistas y sepelios de ancianos sin que haya jóvenes para llenar su ausencia.

A la naturaleza solo le queda el silencio para enfrentarse a nosotros, se afirma en sendas novelas, Elizabeth Costello, de J. M. Coetzee, y Sobre los huesos de los muertos, de Olga Tokarczuk. Y mientras esa mudez se adensa, a medida que nos aproximamos al punto de no retorno del que nos avisan los científicos, no se disipa el griterío de otra clase de pirómanos. No titubean siquiera antes de prender fuego también al bosque de las palabras, que prenden con la facilidad de los eucaliptos cuando son viejos. La suya es una política de tierra quemada. Emplean la lengua como acelerador de la confrontación y de la más burda frivolidad. Un día condenan a unas mujeres fusiladas por la dictadura, o relativizan los efectos dañinos de la contaminación; otro día tratan a los migrantes como moneda de cambio, o bien diluyen mediante eufemismos la violencia contra las mujeres. Cortinas de humo, al fin y al cabo, detrás de las cuales agonizan, al fondo, bosques, selvas, océanos y mares, como el Menor. Siempre he pensado que el vivo afecto por la nacionalidad que llevamos estampada en el pasaporte debía pasar, antes que nada, por el cuidado, y el respeto, de la vida y el paisaje que nos rodean".







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miércoles, 13 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Elogio de la mala hierba



Dibujo de Ed para La Voz de Galicia


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy: un hermoso y nostálgico relato del escritor Miguel-Anxo Murado sobre la Galicia rural, la fuerza de la naturaleza y  la finitud de la existencia. Les dejo con él.

"Como bisnieto de campesinos -¿y quién en Galicia no lo es?- no debería tener ninguna simpatía por la mala hierba -comienza diciendo Murado-. Y, sin embargo, la admiro, que es uno de los grandes ejemplos de coraje y perseverancia, de tenacidad y adaptación al medio que nos ofrece la naturaleza. La mala hierba es mala para nosotros, pero buena para sí misma. Frente a las herbáceas domesticadas, el dócil trigo o la cebada simplona, que se han rendido a nosotros sin apenas oponer resistencia, la mala hierba continúa siendo el espíritu rebelde de su especie, el desafío a la corrección política del campo sembrado en hileras regulares e incuestionables, un ser que preserva su libertad a base de hacerse indigerible para las demás especies, incluida la nuestra. No soy un botánico ni siquiera aficionado, pero cada vez me fijo más en la naturaleza, quizás por el motivo opuesto al de tanta gente: en mi caso, al menos, es porque me recuerda a la sociedad humana, porque, como esta, es a la vez un mundo de belleza y dolor, un espejo de nuestros dilemas más que una víctima de ellos. Pienso, por ejemplo, en el trébol, esa mala hierba con buena fama; tan buena que hasta es uno de los símbolos oficiales de un país, Irlanda. El trébol es como la sombra de nuestros pasos, crece allí donde los animales y las personas hoyamos el suelo con frecuencia. En un prado, señala el camino invisible que elige el paisano para ir a recoger las vacas; en el parque de una ciudad, el lugar donde los niños suelen jugar al más al fútbol, y más concretamente el punto donde se colocan los porteros. Pienso en la hierba de las cucarachas, que sigue el camino de los caminos areneros que van de las playas a las fábricas, o el de los vehículos de obras públicas que echan sal en la carretera cuando nieva en invierno -siempre hay más hierba en las curvas donde se echa más sal, he observado-. O pienso en la hierba de Santiago, que se encuentra a menudo en las vías del tren, entre el granito gris machacado de Ávila que la Renfe usó como balasto el siglo pasado -tiene a veces las manchas rojizas de la catedral abulense, que está hecha en parte del mismo material-. Me fijo siempre en esta hierba de amarillo intenso cuando voy en tren y mi ventanilla mira al sur, donde es más abundante porque es donde da más el sol. De hecho, la hierba de Santiago se vale de los trenes para propagarse. Desde la construcción del ferrocarril en España en la segunda mitad del siglo XIX ha ido colonizando pacientemente buena parte de la Península, siguiendo el trazado de la red ferroviaria. A veces, mientras espero, las veo incluso en las vías de alguna estación, erguidas y desafiantes, supervivientes del Alvia.

Las malas hierbas, en fin, parecen tener interés por nosotros. Nos señalan con el dedo tumbas, casas en ruinas, fosas comunes, campos de batalla -por estas fechas, en Gran Bretaña conmemoran a una de ellas, la amapola, que crece en los escenarios de la Primera Guerra Mundial-. Algo nos quiere decir la mala hierba. Eso fue lo que se me ocurrió el Día de Difuntos de esta semana, viendo la que crecía en los márgenes de un cementerio parroquial. Primero pensé que quizás se entretiene recordándonos nuestra finitud, como aquel esclavo que llevaban los generales romanos a su lado en la carroza triunfal, para que les repitiese al oído «recuerda que eres mortal». Pero luego pensé que no, que a lo mejor tiene para nosotros un mensaje de esperanza, incluso para los que no creemos. Porque no es cierto que la mal llamada mala hierba nunca muere. Más bien lo que ocurre es que, contra todo pronóstico y a pesar de todo, resucita". 







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miércoles, 7 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Romper el hechizo



Un carbonero común. Fotografía de Uly Martin


Hay que romper el hechico. Toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Pero el mundo es hoy más ancho y rico, comenta el escritor Jorge Freire.

Ya nada es lo que era, comienza diciendo Freire: ni el ciclismo, ni nuestro barrio, ni la democracia siquiera. Los tomates han perdido el sabor, el cine abusa de los remakes y los domingos ya no son los de nuestra infancia… ¡Ni siquiera el kilo es ya un cilindro de platino iridiado! A uno se le ensombrece el ánimo oyendo estas jeremiadas, variaciones del adagio manriqueño que rezaba que todo tiempo pasado fue mejor. Sigue cundiendo la nostalgia una vez que los científicos han puesto rostro a un agujero negro, algo que solo parecía posible en la ciencia ficción, y han enviado una sonda más allá de Neptuno, hasta un asteroide apodado Ultima Thule que rebasa con mucho lo que los romanos imaginaron al acuñar dicho término. ¿Por qué nos dejamos llevar por la melancolía?

No es una actitud nueva. La retórica del “desencantamiento del mundo”, por decirlo con Weber, hunde sus raíces en una larga tradición intelectual, surgida al rescoldo de la Revolución Industrial y afianzada sobre el viejo pesimismo político. Keats lamentaba en su poema Lamia que se hubiera destejido el arcoíris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo. No han sido pocos los autores que, desde entonces, han tratado de convencernos de que el precio del progreso es la pérdida del sentido. Argumentan que la misma técnica que nos ha permitido medir y pesar el mundo es la misma que nos distancia de él, convirtiéndolo en una suerte de mariposa clavada en el alfiler, fácilmente analizable pero carente de vida.

Lo cierto es que toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Abierta la tramoya de par en par, contemplamos las bielas y los pistones que accionan el decorado, y en ese momento el misterio se desvanece. Quienes protestan contra esto no tratan de recuperar la inocencia, una empresa cuanto menos ímproba, sino que más bien ejercen su derecho al pataleo. Ocioso es tratar de recomponer el hechizo una vez que se ha roto. Sería, en expresión de Wittgenstein, como intentar reparar una tela de araña con los dedos.

Tampoco el mercado laboral es ya lo que era. Sostienen los expertos que, de cara a la Cuarta Revolución Industrial, nuestras sociedades van a requerir de propuestas creativas que garanticen la protección de los más desamparados. Como ha escrito Lucía Velasco, no basta con oponerse a la tecnología, como al calor del maquinismo hicieron los luditas y los conmilitones del “capitán” Swing, rompiendo telares mecánicos y trilladoras agrarias. Dormirse en los laureles del pesimismo, la más irresponsable de todas las actitudes, sería a este respecto como ponerse a quemar almiares mientras el tren de la historia nos pasa por encima.

Mantenernos despiertos es un imperativo moral. En un artículo de 1945, Josep Pla escribió acerca de la perplejidad que le causaba la contemplación de gorriones en su Palafrugell natal: a su juicio, estos realizaban una serie de expediciones que parecían contravenir su naturaleza sedentaria. Ocho décadas después, no es poco lo que hemos descubierto acerca de las migraciones de las aves estacionarias, que ocupan una extensión mucho mayor de lo que intuíamos.

Entretanto, ¿se ha roto definitivamente el hechizo? Quizá, pero hoy el mundo es más ancho y más rico. Sirvan de ejemplo los pájaros de Pla, considerados entonces autómatas sin raciocinio, cuya función consistía en regalarnos el oído con “esa música numerosa como el espacio pero aledaña al día”, en expresión de Emily Dickinson. Hoy sabemos que el exiguo tamaño de su cerebro se debe a motivos de aerodinámica, y que la evolución les ha permitido prescindir del neocórtex igual que prescindieron de la vejiga. ¿Cómo explicar, si no, que el propio carbonero, con su cerebro de medio gramo, sea capaz de recordar los miles de apostaderos en que esconde las semillas? Hasta hemos conseguido averiguar el funcionamiento del vuelo en bandada, un bellísimo misterio que, a pesar de los denodados esfuerzos de un sinnúmero de ornitólogos, permanecía sin esclarecer.

Al arrimo de la ilustración y la ciencia, el mundo se recompone a la luz de nuestra mirada, como si de un caleidoscopio se tratase. Desaparecen los arcanos indescifrables, pero no los motivos para el asombro: basta con observar un nido de golondrinas, oculto bajo un alféizar o sobre un aparato de aire acondicionado, y pensar que sus inquilinos lo han localizado después de un viaje de 3.000 kilómetros. Sostiene Menno Schilthuizen en Darwin viene a la ciudad (Turner), que para apreciar la evolución de las aves urbanas basta con fijarse en el pájaro carbonero de Barcelona: resulta que la estrechez de su corbata, una mancha de color negro relacionada su virilidad, no es un asunto meramente ornamental, sino que denota que la ciudad es refugio para los machos menos agresivos y más débiles. ¿Quién lo hubiera imaginado? Nos rodea un mundo fascinante que exige una mirada atenta.





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jueves, 18 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Los arenodólares





Los que llevan las de perder con todo este tráfico mundial de ‘arenodólares’ son los ciudadanos que viven junto a los ríos, es decir 3.000 millones de personas, escribe Javier Sampedro, científico y periodista español, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Medical Research Council de Cambridge. 

Los ‘rapa nui’ no pararon hasta talar el último árbol de la Isla de Pascua, condenando así a la muerte a su propia civilización, comienza diciendo Sampedro. Pregunta, pues para el Trivial: ¿cuál es el producto que se extrae más de la tierra? El petróleo, dirá el más listo. Error. Es la arena. Sí, esa cosa que pisan en la playa los veraneantes y que los antiguos ponían en una doble ampolla de vidrio para medir el tiempo. Al igual que en esa ampolla, la arena se nos está agotando en el planeta. El crecimiento de la población humana y su tendencia a migrar hacia las ciudades están convirtiendo el hormigón en uno de los bienes más demandados de India, China y África. Y el hormigón se hace con arena, al igual que el cemento y el vidrio. Y al igual también que los chips de silicio que todos llevamos en el bolsillo.

La arena es un bien natural, qué duda cabe, pero a la naturaleza le cuesta Dios y ayuda fabricarla. Una playa, por poner un ejemplo tonto, es el producto de siglos y milenios de la erosión paciente y tozuda que las olas infligen a las rocas y las conchas de los moluscos. Si uno extrae una poca de vez en cuando, el dios Neptuno repondrá sin rechistar la arena perdida. Si uno, en cambio, extrae a más velocidad de lo que Neptuno puede restaurar, está incurriendo en una práctica insostenible, el nombre técnico del pan para hoy y hambre para mañana. Pan para ti hoy y hambre para tu hijo mañana. La arena se convierte así en una metáfora de la enfermedad económica de nuestro mundo. Mette Bendixen y sus colegas de cuatro universidades analizan el mercado de la arena en Nature.

Todo exceso tiene su víctima, y en este caso no es precisamente la empresa que extrae el producto. La arena útil para la industria es la que bordea los ríos. Las playas aportan muy poca cosa al total planetario, y las arenas del desierto, aunque crecientes, son tan finas y globosas que no hay forma rentable de molerlas. Los que llevan las de perder con todo este tráfico mundial de arenodólares son los ciudadanos que viven junto a los ríos, es decir, 3.000 millones de personas que pronto aspirarán a constituir la mitad de la población mundial. Bendixen y sus colegas presentan fotos de satélite que muestran la desaparición desde 2010 de las arenas fluviales del río Umgi, en el norte de Bangladés, y cómo la extracción en el río de las Perlas, el tercero más largo de China, ha dañado el entorno, dificultado la obtención de agua y desgastado los muelles y los puentes.

El comercio de arena es conocido, pero casi nadie parece inclinado a documentarlo de manera fiable. Por ejemplo, Singapur dice haber importado en la última década 80 millones de toneladas de arena de Camboya, pero Camboya solo admite haber exportado tres toneladas. Con estos mimbres contables, cabe temer que el expolio de los sedimentos fluviales siga hasta que se hayan agotado por completo. Es el estilo de la isla de Pascua, donde los Rapa Nui no pararon hasta talar el último árbol de la isla, condenando así a la muerte a su propia civilización.

La arena se agota en el reloj, y que sea arena no significa que sea una cuestión menor que los diamantes o el coltán de tu teléfono. Los investigadores calculan que hay extracción ilegal de arena en nada menos que 70 países, y documentan cientos de muertes en la última década, sobre todo en India y Kenia, relacionadas estrechamente con las guerras no declaradas del tráfico de arena. Ya puedes volver a la playa.



Moais en la isla de Pascua, Chile



Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 3 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] El cielo y la tierra





El cielo no queda lejos ni cerca de la tierra. Leer unos párrafos de amor a un árbol herido de muerte, que se desangra rodeado de vida, desentierra un recuerdo lejano de la infancia, comenta el escritor y periodista gallego Manuel Jabois, así que fui dándole besos a todos los árboles por una razón: si dejase uno sin besar, esa noche la pasaría llorando. 

De César Vallejo: “En realidad, el cielo no queda ni lejos ni cerca de la tierra. En realidad, la muerte no queda lejos ni cerca de la vida”, comienza diciendo Jabois. . Y en el mismo librito Carnets, que publicó Interzona: “Cuando leo, parece que me miro en un espejo”. Lo envidio, si bien debía cuidar mucho los libros elegidos. Yo no me miro en un espejo cuando leo, hay que reemplazar el del baño y tengo la cámara del móvil estropeada, así que para saber de mí utilizo el ascensor, algo que por otra parte he hecho siempre; donde el vecino ve un ascensor yo veo un camerino: así empezó el Quijote. Cuando no salgo de casa, y eso pasa a menudo, paso muchas horas sin verme. Es un ejercicio estupendo, porque de este modo hay que palparse para envejecer. Siempre se aprende con las manos lo que no puede aprenderse con los ojos.

En Tierra de mujeres (Seix Barral), María Sánchez cuenta hacia el final de ese libro tan necesario cómo un día, con su padre, se sentaron los dos a descansar en un alcornoque muerto. “La hija se levanta, necesita tocar el corcho que nunca más se separará del árbol. No volverá a separarse del cuerpo, no habrá lugar para la regeneración. La envoltura se convierte en un ataúd para el propio árbol”. De repente marco la página y desentierro, como en una consulta, un recuerdo fresquísimo que no había tenido nunca. Se juntan varias cosas, la primera de ellas haber visto después de muchos años a mis primos lejanos Olga y José, y estar con sus padres, Chicho y La Nena, en una boda reciente. Son de O Seixal, la aldea que visitaba de niño con mi abuelo, los días de matanza do porco y los días que no. La segunda, leer esos párrafos de amor a un árbol herido de muerte, que se desangra rodeado de vida (“los pájaros anidan, los insectos se alimentan, las setas se aprovechan de la materia orgánica. Si alguna rama permanece seguirá siendo sombra, descanso, refugio. La vida siempre continúa, a pesar de la muerte”).

Aquel día yo jugaba al fútbol fuera de casa, solo, con una pelota verde. Uno de esos disparos dio en un árbol, y fui hacia él, le pedí perdón y le di un beso. Lo que pasó después fue que miré el árbol que estaba más cerca, me dio una pena inmensa que no sabría calificar, una clase de lástima que he arrastrado siempre, fui hacia él y le di otro beso. Y miré otro. Y otro. Fui dándoles besos (un besito, tampoco es que los morrease) a todos por una razón: si dejase uno sin besar, esa noche la pasaría llorando. En aquella época de piedad por las cosas del mundo y terrores nocturnos me pasaban esas cosas. Creía en el cielo y también creía que empezaba en la tierra.

Me gustaría contar que pasó cuando tenía 24 años, pero debía de tener ocho, no recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es la tristeza infantil de entonces que no solo tenía que ver con aquellos árboles sino con muñecos o juguetes, algo que no podía dejar atrás ni preferirlo a otra cosa, una sofisticada tristeza que reconozco en mi hijo, incapaz de decir que prefiere un animal a otro, un juguete a otro, porque reparte el afecto entre todos hasta obligarme a poner la misma cara que mi abuelo puso cuando me encontró con los labios pegajosos preparado para dedicar los siguientes años de mi vida a besar los bosques gallegos. La cara del adulto que distingue entre las misiones que sirven y las inservibles. Sin saber nunca si las está distinguiendo bien.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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