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domingo, 19 de enero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Ideas de nación



Dibujo de Sr. García para El País


La premisa de que la nación es “natural” y anterior al Estado, comenta el historiador Enrique Moradiellos en el Especial de este domingo, es falsa; la historia ha demostrado hasta qué grado la mística nacional, como divinidad laica, podía generar guerras viles.

"Nación” es un vocablo político de fines del siglo XVIII derivado del participio latino de nascor (nacer), que tenía en origen el sentido biológico de “lugar o linaje de nacimiento”. En la Edad Media fue usado con sentido antropológico para denotar grupos idiomáticos afines (las nationes de estudiantes en las universidades). Con la Ilustración, cobró sentido político designando poblaciones heterogéneas (ni familias, ni etnias) articuladas por un Estado labrado por un proceso bélico (la identidad propia forjada contra la alteridad ajena: nosotros versus ellos).

Esa “comunidad imaginada” de una población identificada como “nación” devino el sujeto supremo de acción política como garante de la legitimidad del Estado y depositario de la soberanía popular. Así surgió la nación “política” en la Revolución Francesa de 1789 como construcción voluntaria asumida por los ciudadanos. El nacionalismo cívico gestado en torno al Estado francés ahora constitucionalizado dotaba de sentido de pertenencia (el individuo atomizado era parte de un grupo “natural”) y era fuente de legitimidad estatal (la patria: objeto de afecto como el de un hijo a su madre).

Apenas constituida esa idea francesa de “nación”, en las tierras de habla alemana fue forjándose otra idea similar en formato, pero no en contenido. En plenas guerras napoleónicas, allí cristalizó el nacionalismo étnico, a tenor del cual la “nación” era un ser “cultural”, orgánico y ajeno al capricho de la voluntad del individuo, puesto que este era solo un eslabón en la cadena colectiva de las generaciones “nacionales”. Superaba así la dificultad de fundar la nación alemana sobre un precedente estatal o religioso unificado porque no había tal que pudiera servir de catalizador de la conciencia “alemana”. Pero sí cabía recurrir a la identidad idiomática sobre la fusión de dialectos germánicos en un nuevo “alemán” tallado contra el francés.

Desde entonces, ambas ideas de “nación” fueron cruciales para la constitución de movimientos nacionalistas que iban a dominar la escena contemporánea, todos inspirados por la máxima: “A cada nación un Estado; a cada Estado, una nación”. Unos movimientos que apelaban a esa entidad “natural” previa y superior a cualquier Estado vulnerador de sus derechos (ya por absorción de la nación en otro “artificio” estatal —caso de Irlanda—; ya por fragmentación de la nación —caso de Alemania).

El proceso de construcción de naciones recurrió según las circunstancias a varios criterios catalizadores de la dinámica identitaria: 1) el lenguaje que une a hablantes diferentes; 2) el territorio conocido desde siempre; 3) la libre voluntad de individuos o pueblos; 4) La etnia-raza de pertenencia visible; 5) la religión distinta del vecino; 6) La “cultura” en sentido etnográfico. Y pronto se apreció que la aplicación de cada criterio creaba problemas de armonización porque cada uno había sufrido su evolución diferente y no eran esencias intemporales.

Por ejemplo, en 1800, el alemán normalizado era desconocido por la inmensa mayoría de una población analfabeta que seguía hablando variantes dialectales. Y en ese año ya había nacionalismos que eludían la unidad idiomática en favor de la soberanía del territorio o el compromiso con formas políticas liberales: los Estados Unidos de América se habían independizado en una guerra contra Gran Bretaña usando el mismo idioma que sus enemigos y parientes por mera ascendencia migratoria.

La historia posterior muestra procesos de nacionalización que lograron completar su programa. También ofrece ejemplos de procesos iniciados, pero truncados, algunos en crisis permanente y muchos apenas esbozados. Demostración de que la premisa de que la nación es “natural” y anterior al Estado es falsa: no es una familia crecida, ni un clan de familias emparentadas, ni la institucionalización de tribus con ascendencia común.

Las ideas de nación y los nacionalismos fueron consecuencia de la crisis del Antiguo Régimen y del periodo revolucionario abierto con la independencia de los EE UU en 1776 y apenas cerrado con el final de las guerras napoleónicas en 1815. Disuelto en el fragor de la revolución y de la guerra el viejo orden dinástico, fronterizo y estamental, su reemplazo por la igualdad civil y la soberanía popular encontró su epicentro en la “nación”. Los hombres pasaron a ser iguales como hijos de la patria y el Estado se convirtió en la articulación institucional de esa hermandad de ciudadanos. O desearon y lucharon para que pasaran ambas cosas. La nación devino instancia suprema de mediación entre el individuo y la colectividad. Y a ella se accedía por voluntad (nación política: querer ser) o por fuerza (nación cultural: ser).

La construcción de las naciones tuvo lugar en la intersección de esos procesos que abrieron la vía a la contemporaneidad: transformaciones demográficas (crecimiento de población, aumento de longevidad media), cambios sociales (expansión de ciudades, paso de estamentos a clases), alteraciones políticas (Estados representativos, ciudadanía), transformaciones económicas (revolución industrial, expansión comercial) y convulsiones culturales (secularización, alfabetización).

Las ideas de nación respondían a la necesidad de conformar un sentido de comunidad para poblaciones heterogéneas, pero agrupadas por grandes cambios históricos, que demandaban mecanismos de integración simbólicos y operativos para mantener su cohesión como sociedades. La nación subió al altar como divinidad laica y el nacionalismo devino la nueva religión secular que dotaba de legitimidad al Estado y de sujeto activo a la soberanía. Y la patria podría exigir su tributo de muerte sacrificial: el honor de “entregar la sangre que corre por nuestras venas por la patria que sufre”. Con su corolario: el dispuesto a morir por la patria también está dispuesto a matar por ella, preferentemente.

La historia posterior reveló hasta qué grado la mística nacional podía generar guerras viles. Porque la construcción de naciones no sería un proceso pacífico. Superado 1945, Hannah Arendt negaba que la “deificación del Estado” fuera causa de las recientes convulsiones porque había sido la nación la usurpadora “del lugar tradicional de Dios”. Y subrayaba la diferencia entre ambos conceptos eclipsada por el embrujo del nacionalismo hasta la hecatombe de las Guerras Mundiales. Convendría recordar su mensaje: “El Estado, lejos de ser idéntico a la nación, es el protector supremo de una ley que garantiza al hombre sus derechos como hombre, sus derechos como ciudadano y sus derechos como nacional. (…) De estos derechos, solo los derechos del hombre y del ciudadano son derechos primarios, mientras que los derechos de los nacionales se derivan de y están implicados en aquellos. (…) Después de todo, ser francés, español o inglés no es un medio de llegar a ser hombre, es un modo de ser hombre”.

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




El profesor Enrique Moradiellos



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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sábado, 9 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Las emociones nacionales





El artículo en el diario El Mundo del profesor en Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, sobre las "emociones nacionales", justo un día antes de la votación de censura en el Congreso de los Diputados que abriría las puertas a la presidencia del gobierno de España a Pedro Sánchez, adelanta un debate que se estima necesario entre las concepciones de lo que se denomina "patriotismo cívico", por unos, y "España ciudadana", por otros, o las diferencias, nada semánticas, entre "Nación" y "Estado" o "Estado nación" y "Estado plurinacional". Por el bien de los españoles, convendría aclararlas cuanto antes.

Es sabido que la ciencia-ficción constituye, entre otras cosas, un mecanismo de distanciamiento, comienza diciendo Arias Maldonado. Al presentarnos comunidades humanas imaginarias que conservan rasgos familiares en contextos futuristas, el género nos ofrece la oportunidad de contemplarnos desde fuera. Viene esto a cuento, aunque parezca mentira, de nuestro debate sobre la nación, el nacionalismo y el Estado: un debate que podría encontrar nuevas aplicaciones prácticas si triunfase hoy la moción de censura y un Gobierno de Pedro Sánchez abriera el diálogo con las fuerzas nacionalistas. El candidato socialista apeló ayer a un "patriotismo cívico" capaz de dejar a un lado "las retóricas excluyentes" que dificultan forjar nuevos consensos territoriales. Fue una crítica velada a la "España ciudadana" presentada por Ciudadanos, plataforma insólita en el marco de una historia constitucional caracterizada hasta el momento por la ausencia de todo exceso patriótico. O mejor dicho: una donde los excesos patrióticos han corrido siempre a cargo de los nacionalismos periféricos. Es un debate intrincado, cuya importancia electoral en los próximos meses fue anticipada ayer por Rajoy cuando afirmó misteriosamente que él, en todo caso, "seguiría siendo español". ¿A qué atenerse? La ciencia-ficción proporciona una interesante vía de entrada.

Pensemos en Star Trek o cualquier narración que nos muestre naciones radicadas en otros planetas. Todas despliegan los símbolos a los que estamos acostumbrados en éste: banderas, himnos, mitos. Sus habitantes tienen nombres imposibles y un aspecto a menudo chocante, pero no difieren tanto de nosotros. Y de eso se trata: de reconocer en esa otredad imaginaria algo que creíamos propio y exclusivo, viéndonos a nosotros mismos como otros. Situados a prudente distancia, comprobamos que no hay diferencias sustanciales entre las naciones de la imaginación y las naciones reales en las que vivimos: todas se basan en algún sentimiento de pertenencia articulado en torno a una simbología común. La ciencia-ficción nos convierte a todos en antropólogos.

Sin embargo, la lección fundamental es que no existe comunidad que pueda prescindir por completo de la parafernalia sentimental. Banderas, himnos, historia: las encarnaciones simbólicas de una nación. ¡Ni en el espacio exterior! Y lo mismo vale para ese artefacto hiperracional que es el Estado: en paralelo a su legitimación instrumental (ser una institución que nos permite alcanzar determinados fines colectivos, como la igualdad o la libertad) existe una adhesión emocional que facilita su existencia y remite a la idea de nación. Nos lo enseña la Historia: los nacionalismos se convirtieron en religiones laicas sobre las que se apoyó el Estado moderno, que se dedicó a fomentar emociones nacionales mediante la escuela, el discurso público, la enseñanza de la historia o el servicio postal. Apoyándose, claro, en la base psicobiológica que proporciona el gregarismo del animal humano.

Nótese que hablo de realidades fácticas, no de prescripciones normativas sobre lo deseable. Si atendemos a la turbulenta historia de las naciones, de hecho, lo deseable sería lo contrario: una fundamentación puramente racional del Estado. El mismo Habermas se ha referido alguna vez al hecho de que, si bien las nuevas naciones del XIX sirvieron, en alianza coyuntural con el liberalismo, como instrumento emancipador frente al Antiguo Régimen y los Imperios, la historia del siglo XX mostró su sangrienta cara B y con ello la necesidad de desactivar afectivamente la peligrosa idea de nación. De ahí el desarrollo de conceptos como el patriotismo constitucional, o la exitosa construcción de la Unión Europea. O sea: el Estado, cuanto más frío más hermoso.

Que esto sea deseable no significa que sea realizable, o que pueda realizarse siempre y en toda ocasión. Sin duda, hay quienes defienden la fundamentación racional del aparato estatal; me cuento entre ellos. Pero eso no significa que el número de ciudadanos que concibe así el Estado sea suficiente cuando éste padece la amenaza de un nacionalismo interior: los kantianos no se bastan contra los herderianos. Dicho de otra manera, ha sido imposible prescindir por completo de la nación en la vida del Estado; dado que ambos nacieron a la vez, es algo que no debería extrañarnos demasiado. Y bajo esta luz, ¿cuál debería ser la apuesta de la democracia española? ¿El "patriotismo cívico" de Sánchez o la "España ciudadana" de Rivera? ¿Es esta última expresión de un siniestro nacionalismo español, o su letra no se diferencia tanto del patriotismo constitucional defendido por el líder socialista? Es un terreno resbaladizo. Acusar a la plataforma presentada por Ciudadanos de "joseantoniana" constituye un exceso retórico solo comprensible en el marco de un debate público dominado por la hipérbole. No hay duda de que la puesta en escena adoleció de una estética mejorable: ni la bienintencionada Marta Sánchez puede concitar el entusiasmo generalizado, ni todos se reconocen en «el orgullo de ser españoles» invocado por Rivera. Se deja ver aquí que las sociedades plurales carecen de símbolos unánimes y que la ironía posmoderna corroe -¿felizmente?- cualquier conato de solemnidad: si los defensores del patriotismo cívico sacaran a escena a Ana Belén, el resultado sería igualmente divisivo. Pero se trató de un acto fallido, sobre todo, porque no supo comunicar con claridad la defensa de un modelo constitucional que reconoce de iure la diversidad española. Si uno dice ver ciudadanos españoles que también son gallegos o catalanes o andaluces, el discurso adopta de inmediato otro aire. Es algo que también podría decir un patriota constitucional, aunque el patriotismo constitucional en España apenas haya dicho eso.

Habrá que ver en qué se traducirá el "patriotismo cívico" de Sánchez, así como la orientación que dará Ciudadanos a su plataforma. Si unos pueden depender de los votos nacionalistas para sostener el Gobierno y sentirse por ello tentados a rescatar la confusa "España plurinacional", los otros podrían reforzar los aspectos más identitarios de su propuesta buscando aumentar su base electoral. No son procesos incompatibles, sino todo lo contrario: en la medida en que Sánchez insista en la idea expresada ayer en el Congreso, conforme a la cual España estaría compuesta de varias naciones, la formación liderada por Rivera encontraría beneficios electorales en el énfasis sobre una españolidad unidimensional. Pero Sánchez también dijo durante el debate que cree en la nación española; queda por aclarar si cual mero contenedor de sus regiones y nacionalidades, como entidad en pie de igualdad con esos "territorios que se sienten naciones" a los que hizo referencia o como nación con rasgos propios. Tal vez su partido sea el primero que demande, llegado el caso, esa aclaración.

Sobre el papel, el patriotismo cívico y la "España ciudadana" podrían converger sin mucho esfuerzo: atenerse a la letra del 78 supone afirmar un nacionalismo cívico sobre el que sostener al Estado con un mínimo de sentimentalidad y un máximo de eficacia. Huelga decir que esa tarea solo podrá acometerse cuando el nacionalismo se avenga a reconocer la ilegitimidad de una empresa de ruptura acometida contra la mayoría de los catalanes. Y acepte, de paso, que no ostenta monopolio alguno sobre la sociedad catalana, tan diversa y plural en su interior como el conjunto del país. Algo que también se hará necesario aclarar en el País Vasco, donde se discute un nuevo estatuto que habla de la "nacionalidad vasca" como algo separado de la "ciudadanía española". Ningún patriotismo cívico, por generoso que sea, puede ir tan lejos sin vaciar por el camino de contenido a la nación de la que ese patriotismo se predica.

Estamos ante un debate incómodo. Durante mucho tiempo, los símbolos nacionales han jugado en nuestro país el deseable papel secundario que les atribuyen las mejores versiones de la nación cívica: un repertorio afectivo más o menos banal que se mantiene en segundo plano, sin que sea obligatorio para nadie profesarle devoción alguna. ¡Algo que no puede decirse de las regiones gobernadas por el nacionalismo! Pero, por incómodo que sea el debate, ¿podemos prescindir de la nación para legitimar el Estado? Si no podemos, máxime en situaciones de crisis, ¿no será preferible que una «comunidad imaginada» se imagine a sí misma como nación cívica antes que como nación etnocultural?

Tiene razón Daniel Gascón cuando escribe que "deslizarse del nacionalismo cívico al étnico es más fácil de lo que parece". Sin embargo, la conversación que estamos manteniendo es inevitable en las actuales circunstancias y puede tener la virtud de aclarar qué relación debamos mantener con los símbolos nacionales. Ya veremos si es también una oportunidad para renovar el consenso sobre la legitimidad del modelo constitucional, o se convierte en la ocasión que aprovechan sus enemigos para dinamitarlo. Ese modelo, recordémoslo, hace de la diversidad el elemento consustancial de la moderna nación española y dota de legitimidad al Estado, de inspiración federal, sobre la base de una lealtad común hoy ausente. Y la verdad, díganla el capitán Kirk o su porquero, es que no hay otro lugar donde podamos encontrarnos. Más vale que todos, sin excepción, lo vayamos asumiendo.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 5 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Desnacionalizar el Estado, una posible solución?





Quizás la salida consista hoy y ahora en avanzar hacia una desnacionalización de la idea de Estado que permita trasladar la cuestión sobre lo que es la nación a las creencias particulares de cada uno, comenta en El País Jorge Urdánoz Ganuza, profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra.

Fue nada menos que Felipe González, comienza diciendo Urdánoz, quien, en un artículo escrito junto a Carme Chacón, definió a Cataluña como una “nación sin Estado” (Apuntes sobre Cataluña y España,EL PAÍS, 26/7/2010). A su compañero Rodríguez Ibarra aquello le pareció algo cercano al sacrilegio: “Confieso que mi sorpresa fue equiparable a la que podría haber experimentado un cristiano al que, después de creer toda la vida en la existencia de un Dios único y verdadero, el Papa de Roma le anunciara que todo era mentira y que ese Dios no existe”, declaró compungido.

Ese metafórico Dios al que alude Ibarra no puede ser otro, claro, que la nación española, entidad a la que las palabras de Felipe habrían condenado de un plumazo al limbo de la inexistencia. Una herejía, la felipista, que continuaba hurgando en la herida, pues no solo ocurría que, en la medida en que existiera una nación catalana, entonces la nación española se vería irremediablemente cercenada en una de sus extremidades, sino que, profundizando en el anatema, el expresidente venía a concebir a España como “nación de naciones”, con lo que las amputaciones a la nación ya no venían solo de un lado, sino al menos desde los flancos gallego, vasco y quién sabe cuántos más… ¿qué quedaba de la nación española sino una humillada, manoseada y desgastada piel de toro enclavada en el mapa de la Península como un sanguinoliento trozo de carne desgarrado?

Algunos conciben, en efecto, las naciones como manchas de colores en el mapa, al modo mediante el que los libros de texto —deudores de una tradición pedagógica que haríamos bien en revisar— representan las idas y venidas de los distintos imperios a lo largo y ancho de la topografía. En esa concepción, la de Ibarra, el avance de una nación implica lógica y necesariamente el retroceso de otra.

Bajo esta mirada pueden concebirse Estados plurinacionales, pero nunca una nación de naciones, una entidad tan contradictoria como lo sería un “individuo de individuos”. Aquí cada nación se conforma en esencia por contraposición a otras. Son las fronteras las que delimitan y circunscriben la existencia nacional, y una frontera es por definición dual, jánica. De la misma manera que no es posible imaginar un folio con una sola cara, es imposible una frontera que lo sea de solo una nación. Si las naciones se conciben mediante fronteras, entonces una nación no puede acoger otras naciones en su interior, sino solo en su exterior.

De este concepto viejo de nación beben nuestros nacionalismos periféricos, que por eso tildan a España de “Estado”. Para ellos, naciones son Cataluña, el País Vasco o Galicia, y España es en consecuencia un Estado plurinacional, no una nación. Y, por descontado, tal concepción configura igualmente el andamiaje interpretativo de los nacionalistas españoles, que afirman que España es una nación —la más vieja de Europa además, como repiten con especial y reveladora fruición (¿qué más dará?, me pregunto yo)—, jamás un mero Estado. Para ellos solo hay una nación verdadera, la española, en cuyo interior existen nacionalidades y regiones. Contra la sorprendente afirmación de que no hay entre nosotros nacionalismo español —la viga y la paja, ya saben— lo cierto es que es esta última la concepción plasmada en la Constitución de 1978, como se encargó de recordar en 2010 nuestro Tribunal Constitucional. Para bien o para mal, esa composición de lugar no parece servir ya para articular nuestra convivencia.

La idea tradicional de nación exige sus representaciones y sus consecuencias: las manchas en el mapa, el tetris cartográfico, el empate infinito, la suma cero. Como ya hemos visto, desde este paradigma la expresión “nación de naciones” es un perfecto imposible lógico, pero eso es así porque ahí, en esa aparente contradicción, subyace una idea de nación mil veces más abierta, más ilustrada y más tolerante. Mil veces más moderna, en suma. O más europea, si quieren, término que también encaja aquí y que nos da una idea de hasta qué punto Europa no es tanto una nación como un ideal… pero no nos desviemos.

Una nación puede albergar en su seno otras naciones solo si concebimos la idea de nación no como un territorio en el mapa, sino más bien como una opción personal para la cual no existe ya —y esto es lo que han de entender todos los nacionalistas— ninguna verdad única o revelada. Esto es, si pensamos las naciones no mediante fronteras, necesariamente geográficas, sino mediante creencias, subjetivas por necesidad.

Deslizar el eje interpretativo desde las hectáreas hasta las convicciones permite generar un espacio público en el que cabemos todos. Se trata de un desplazamiento similar al que, en los inicios de la modernidad, se efectuó en el terreno religioso. La tolerancia religiosa fue el gran invento civilizador que permitió que los diferentes dioses convivieran en un mismo espacio. El espacio de lo público, en el sentido de oficial, se configuró de modo aconfesional o laico, precisamente para que todas las religiones tuvieran cabida. De modo similar, quizás la salida consista hoy y ahora en avanzar hacia una desnacionalización del Estado, una suerte de laicismo nacional que saque a la nación del salón del trono, tal y como antaño se sacó de ahí al mismísimo Dios, y que desplace esa cuestión desde las estructuras administrativas del BOE hasta las peculiares creencias de cada cual.

Cuando lo que tomamos en cuenta no es ninguna de las variadas verdades reveladas que dictaminan qué es una nación, cuántas hay y hasta dónde llegan; sino más bien las opiniones de la gente al respecto, la conclusión es clara: no hay naciones puras. Es la propia ciudadanía la que refuta la mera noción tradicional de nación, una entelequia que solo existe en la cabeza de los nacionalistas. Todas las candidatas a nación —España, ciertamente, pero desde luego también Cataluña, Euskal Herria o cualquier otra— son, si atendemos a la voz de sus gentes y no a los dogmas de sus nacionalistas, “naciones de naciones”. Todas albergan en su interior, en mayor o menor medida, sujetos que disienten libremente de cualquier definición concreta de nación que quiera dictaminarse como la eterna e inmortal. Una evidencia que todos los nacionalistas de uno u otro pelaje rechazarán con apasionada vehemencia, pero también una irrefutable y hermosa verdad sobre la que podemos edificar de nuevo la mejor política. La del acuerdo, no la de la frontera



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



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martes, 26 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Respeto a los sentimientos, pero a la Constitución también





Los sentimientos no pueden discutirse, pero sí respetarse, y lo que está sucediendo entre Cataluña y España es una cuestión de sentimientos. El día 2 habrá que sentarse con respeto para negociar de lo que sí se puede: poderes, competencias y recursos.

Quien así se expresa, a mi juicio con acierto y prudencia, es José Álvarez Junco (Viella, 1942), escritor e historiador español, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid. En noviembre pasado publiqué en el blog una entrada sobre su libro Dioses Útiles. Naciones y nacionalismo (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017), en donde condensa sus investigaciones en torno al tema del nacionalismo, intentando racionalizar un problema histórico-político caracterizado por la emocionalidad.

Esta no es una cuestión de nacionalismo, sino de democracia”, me decía el amigo que presentaba un manifiesto instando a Rajoy a defender la “unidad nacional” con mano dura. Lo mismo, exactamente lo mismo, me podría haber dicho mi amigo catalán inclinado últimamente hacia el independentismo.

Porque el concepto de democracia solo es sencillo en apariencia, cuando decimos que nosotros, los ciudadanos, los gobernados, el pueblo, somos quienes decidimos el futuro de nuestra comunidad. En la práctica, se reduce a la elección periódica de nuestros gobernantes. Pero hay otras decisiones, mucho más importantes, en las que no intervenimos ni hemos intervenido nunca: la principal, la definición del demos, de ese pueblo, nación o comunidad en el que nos integramos. Esa definición no es algo evidente y racional, sino, muy al contrario, algo emocional, que se da por supuesto. Algo que, lejos de ser el resultado de un debate, meditación y decisión democráticos, nos ha venido dado, como producto de la historia, de la formación de las unidades políticas, en la que las claves fueron el azar y la violencia guerrera.

Pocas veces se habrá revelado con tanta nitidez esta trampa como en la actual situación catalana. “Democracia” es precisamente la palabra que a un independentista no se le cae de la boca. Según él, lo que pide es obvio, elemental, en democracia: que el pueblo catalán decida su propio futuro. ¿Por qué se opone “Madrid”, no ya a que sean independientes, sino incluso a que se les pregunte si quieren serlo? Porque el sistema político español no es democrático, sigue siendo franquista. “Cualquier país civilizado” —nos refriega, para más INRI— reconoce este derecho (la verdad es que ninguno lo reconoce). Y, frente a eso, se siente autorizado para rebelarse, infringir esa ley española, impuesta por la fuerza, invocando la voluntad del pueblo catalán, fuente de la soberanía legítima.

Alguien que parta de la presunción contraria, es decir, que el demos es la nación española, usará el mismo razonamiento para llegar a la conclusión opuesta: quien decide el futuro de España es el pueblo español. Algo que, por cierto, ya hizo en 1978. Quien no reconozca el sistema legal establecido entonces, quien actúe al margen de la Constitución, es, por tanto, un antidemócrata. ¿Cómo podría ser democrática una decisión catalana de separarse de España sin tener en cuenta la voluntad del resto de los españoles? ¿Sería acaso respetuoso conmigo cortarme un brazo sin consultarme?

Por supuesto, el independentista catalán replicaría: ¿y de dónde te sacas que yo sea un brazo tuyo? Me estás menospreciando y ofendiendo, como siempre. Tú lo que eres es un nacionalista español, que demuestras el poco respeto que me tienes al reducirme a la categoría de miembro o parte de un conjunto cuya existencia tú te has inventado. Lo dicho: no eres demócrata, no aceptas que las decisiones las tomen los ciudadanos. Pregúntanos, por lo menos.

A este se le podría quizás hacer comprender que su posición también tiene un parti pris previo si se le preguntara por un hipotético referéndum en Cataluña con resultado global favorable a la independencia, pero en el que un territorio (Tarragona, digamos) hubiera votado por permanecer en España: ¿tú aceptarías que ese territorio siguiera siendo español, aunque el resto de Cataluña se convirtiera en independiente? Porque lo democrático, según tú planteas ese principio, es que el futuro de Tarragona sea decidido por los tarraconenses.

A lo cual nuestro independentista contestaría: ah, eso no. Tarragona forma parte de la nación catalana y si Cataluña, como conjunto, decide algo, sus partes deben someterse. En democracia, las minorías se someten a la decisión de las mayorías. ¿Cómo podría cortársele un brazo a Cataluña contra su voluntad? Solo el conjunto de los catalanes puede decidir eso.

Calcaría, pues, la respuesta españolista sobre Cataluña. Y podría ofender a los tarraconenses, a quienes niega la posibilidad de declararse nación y deja, por decreto, reducidos a miembros de un conjunto al que no se molesta en preguntarle si quiere pertenecer.

En realidad, en cuanto a la definición del demos básico que debe tomar las decisiones, ninguno de los dos es un demócrata. Son nacionalistas primero —al dar por supuesto que su demos existe— y demócratas después. La existencia de su nación es un prius, un dato prejurídico, anterior al inicio del proceso racional de toma de decisiones colectivas que legitiman el sistema legal.

Sin embargo, ese dato previo es enormemente peligroso y destructivo. La fragmentación a la que puede llevar la aplicación estricta del principio de que cada colectividad decide su futuro es infinita. Pues si Tarragona puede también declararse nación, decidir escindirse de Cataluña y permanecer en España, el municipio tarraconense X o Z, dominado por los independentistas, puede optar por seguir a Cataluña y no a su provincia. ¿Quién podría obligarles, en términos estrictamente democráticos? ¿Quién puede negarles el “derecho a decidir”, el derecho a declararse nación?

Nadie puede establecer un mapa nítido e indiscutible de los pueblos o naciones existentes en el mundo. Las identidades se mezclan en todas partes. Con lo que el principio de las nacionalidades da lugar a conflictos sin fin. Como comprendieron amargamente quienes trazaron las fronteras europeas al final de la Gran Guerra, aplicar el dogma de la autodeterminación de los pueblos era imposible sin dejar por doquier territorios irredentos y minorías discriminadas. Pese a ello, lo hicieron. Y pavimentaron el camino para la Segunda Guerra Mundial.

La combinación entre nación y democracia es, en realidad, explosiva. La democracia es un principio que puede defenderse racionalmente. La nación, no. Es algo afectivo, arraigado en los estratos emocionales más profundos; como el atractivo de aquellos a los que amamos o las gracias de nuestros hijos o nietos, imposibles de discutir ni argumentar. Pese a esta incompatibilidad, toda democracia necesita apoyarse en una identidad colectiva, una nación, un demos. Esa colectividad básica para la democracia ni fue decidida racionalmente en su origen ni es posible hacerlo ahora. Y como su definición se apoya en afectos y emociones, y no en datos ni argumentos objetivos, los conflictos sobre lo que sea o no democrático son de imposible solución.

Esta es, pues, una cuestión de sentimientos. Y los sentimientos solo pueden ser respetados, no discutidos. Es razonable invocar el cumplimiento de la ley y denunciar las incoherencias o imposiciones del otro. Pero no hay que limitarse a eso; y las leyes deben adaptarse a la realidad social. El 2 de octubre deberíamos sentarnos unos frente a otros, respetándonos e intentando entender nuestras respectivas emociones; y negociando sobre lo único negociable: poderes, competencias, recursos. Esperemos que, para entonces, no haya habido que lamentar desgracias irreparables, termina diciendo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



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lunes, 9 de noviembre de 2015

[Política] Sobre el amor a la patria



Alegoría de España (Biblioteca Nacional, Madrid)


Las campañas electorales me ponen de los nervios, lo confieso. Y en algunas ocasiones hasta me hartan. En época de elecciones se suelen exacerbar los sentimientos patrióticos, y las alusiones a la Patria, la Nación, el País o el Estado, así, con mayúsculas, se convierten en el pan nuestro de cada día. 

Desconfío, por decirlo suavemente, de todos aquellos que hablan de la Patria, la Nación, el País, el Estado, la Justicia, la Democracia, el Pueblo o Dios (y más cosas) en primera persona, con mayúscula, y poniéndolos siempre por delante como justificación de sus acciones. Me dan miedo. Y de vez en cuando me repelen. Sobre todo cuando suenan a oportunismo electoral.

Es difícil entenderse, aunque sea en el mismo idioma, cuando no compartimos el sentido de las palabras que empleamos. Así pues, para que se me pueda entender, y replicar, reproduzco las acepciones, tomadas del Diccionario de la lengua española de la RAE (2014) que me son más cercanas de algunas de las palabras empleadas en esta entrada.

1. estado: 6. m. Forma de organización política, dotada de poder soberano e independiente, que integra la población de un territorio.

2. nación: 1. f. Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno.

3. país: 2. m. Territorio, con características geográficas y culturales propias, que puede constituir una entidad política dentro de un Estado.

4. patria: 2. f. Lugar, ciudad o país en que se ha nacido.

5. patriota: 1. m. y f. Persona que tiene amor a su patria y procura todo su bien.

6. patriotismo: 2. m. Sentimiento y conducta propios del patriota.

7. pueblo: 3. m. Conjunto de personas de un lugar, región o país.

El escritor y académico Javier Marías en un artículo de hace unos años en El País Semanal titulado "Cómo se llamará esta afección", escribía: "Siempre me ha costado mucho entender el patriotismo. Las proclamas del tipo "Amo España" (o Inglaterra, Escocia, Italia, Cataluña o Galicia, lo mismo da) me han sonado falsas y huecas, además de inverosímiles, porque nadie está capacitado para "amar" así, en bloque, un país entero, menos aún una metáfora o un concepto. Uno ama, como mucho, a unas cuantas personas a lo largo de su vida, sin que nos importen su lugar de nacimiento ni la lengua que hablen. Casi siempre se pertenece a un sitio por accidente. A ese sitio nos acostumbramos, sí, y durante un tiempo es nuestro único mundo. En él desarrollamos nuestros primeros afectos: creamos vínculos fuertes con algunas personas y paisajes, adquirimos hábitos que nos son gratos y que hasta pueden llegar a sernos indispensables. Por lo general nos sentimos cómodos, y bastaría con que nos viéramos condenados al exilio -como ha sucedido a tantos españoles a lo largo de la historia- para que echáramos desmedidamente en falta esos paisajes y esos hábitos. La mayoría de la gente vive donde vive porque se encontró allí al nacer y se incorporó a lo que ya estaba en marcha. Se instaló naturalmente y ya no se plantea moverse, a no ser que sienta un profundo descontento o aburrimiento, o sea inquieta y quiera hacer lo que antes se llamaba "conocer mundo", o vea que su lugar no es el adecuado para abrirse camino en su profesión. Pero todo es principalmente una cuestión de costumbre, y el amor tiene poco que ver en ello".


El artículo completo de Marías, que pueden leer en el enlace de más arriba, me pareció desgarrador, y quizá, excesivo. En todo caso comparto con él ese sentimiento de "patriotismo negativo" al que alude en su texto: aquel que nos hace avergonzarnos de muchos de nuestros compatriotas y de muchas de las cosas que se han hecho y dejado de hacer en nombre de la patria.

Leyéndolo he recordado un libro del también escritor e ilustre filósofo, Fernando Savater, que me impresionó sobremanera cuando lo leí, por su atrevimiento y la dureza de sus planteamientos, contra el propio concepto de nación. Se titulaba "Contra las patrias" (Tusquets, Barcelona, 1987), y no sé si don Fernando seguirá sosteniendo lo que en el decía contra "todas" las patrias"; supongo que sí, porque el concepto de "patria", como se vé en las definiciones del Diccionario de la RAE, no es unívoco.

También ignoro si Javier Marías había leído cuando escribió su artículo la magnífica biografía de Hannah Arendt de la periodista y escritora francesa Laure Adler, titulada "Hannah Arendt" (Destino, Barcelona, 2006). Me gustaría pensar que sí por la coincidencia casi literal entre lo que escribe Marías sobre el "amor patrio" y lo que pone Laure Adler en boca de su biografiada (página 426), sobre ese mismo concepto de amor a la patria, o al pueblo: "Tiene usted toda la razón: no me anima ningún amor de esa clase, y eso por dos motivos: jamás en toda mi vida he amado a ningún pueblo, a ninguna colectividad; ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera, ni nada de todo eso. Yo amo únicamente a mis amigos, y la sola clase de amor que conozco y en la que creo es en el amor por las personas."

¿Plagio inocente e inadvertido o simple coincidencia de sentimientos? Cualquiera de los dos hechos son posibles. No me preocupa. Como Marías, yo también me pregunto como se llamará "esa afección que nos hace incapaces de enorgullecernos junto a la capacidad de avergonzarnos por lo ajeno vecino". En todo caso, como él, estoy seguro de que no somos los únicos españoles que la padecemos.

Mi paisano Nicolás Estévanez, (1838-1914), militar y político de prestigio, y sobre todo poeta, escribió un hermosísimo poema sobre el mito de la patria titulado "La sombra del almendro". Les dejo con él. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




LA SOMBRA DEL ALMENDRO

La patria es una roca,
la patria es una fuente,
la patria es una senda y una choza.

Mi patria no es el mundo;
mi patria no es Europa;
mi patria es de un almendro
la dulce, fresca, inolvidable sombra.

A veces por el mundo
con mi dolor a solas
recuerdo de mi patria
las rosadas, espléndidas auroras.

A veces con delicia
mi corazón evoca,
mi almendro de la infancia,
de mi patria las peñas y las rocas.

Y olvido muchas veces
del mundo las zozobras,
pensando de las islas
en los montes, las playas y las olas.

A mi no me entusiasman
ridículas utopías,
ni hazañas infecundas
de la razón afrenta, y de la Historia.

Ni en los Estados pienso
que duran breves horas,
cual duran en la vida
de los mortales las mezquinas obras.

A mi no me conmueven
inútiles memorias,
de pueblos que pasaron
en épocas sangrientas y remotas.

La sangre de mis venas,
a mi no se me importa
que venga del Egipto
o de las razas céltica y godas.

Mi espíritu es isleño
como las patrias rocas,
y vivirá cual ella
hasta que el mar inunde aquellas costas.

La patria es una fuente,
la patria es una roca,
la patria es una cumbre,
la patria es una senda y una choza.

La patria es el espíritu,
la patria es la memoria,
la patria es una cuna,
la patria es una ermita y una fosa.

Mi espíritu es isleño
como las patrias costas,
donde la mar se estrella
en espumas rompiéndose y en notas.

Mi patria es una isla,
mi patria es una roca,
mi espíritu es isleño
como los riscos donde vi la aurora...

Nicolás Estévanez




Javier Marías, Nicolás Estévanez y Hannah Arendt



Entrada núm. 2501
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 8 de julio de 2014

Sobre Cataluña y España




Monasterio de Poblet (Tarragona)




Lo advierto con antelación para que nadie se llama a engaño y comience a leer esta entrada con una idea equivocada de por donde va... No estoy a favor de la secesión de Cataluña, no la apoyo. Si estoy a favor de una reforma sustancial del título VIII de la Constitución de 1978, y de su preámbulo, que declare a España como una nación de naciones y le dé una estructura federal en la que todos los ciudadanos, pueblos y naciones de España puedan sentirse cómodos y orgullosos de estar unidos. Muchos y uno, como dice el lema de los Estados Unidos de América.

Como he dicho en numerosas ocasiones con anterioridad los españoles (todos, hasta los que reniegan de serlo) tenemos propensión a mezclar churras con merinas. Por ejemplo, asimilando pueblos y naciones con partidos o gobiernos. Ni todos los israelíes son antipalestinos, ni todos los gallegos, vascos, catalanes y canarios son nacionalistas y antiespañoles.

A mi personalmente no me molestan lo más mínimo los españoles que dicen no sentirse españoles. Faltaría más que alguien estuviera obligado a "sentirse" español, canario, sueco o neozelandés. Uno "es" español, canario, sueco o neozelandés, y si no le gusta y puede, pues se cambia de nacionalidad o se va a vivir a otro lado. La nacionalidad de origen, por derecho territorial o de sangre, es algo que nos suele venir dado y no algo que podamos elegir, al menos en primera instancia.

Yo no me siento especialmente orgulloso de ser español: he nacido español por un accidente de la naturaleza, no por un designio divino. Pero tampoco me ofende, me molesta o me avergüenza. Soy español, y punto; y tampoco deseo ser otra cosa. Como todos los pueblos, los españoles, en conjunto, tenemos cosas malas, buenas y "mediopensionistas". Y lo mismo supongo, individualmente, pasa con gallegos, vascos, catalanes, madrileños, andaluces, extremeños, murcianos, canarios y demás gentes de mal vivir que conforman esto se que se llama España.

Tampoco me parece que debamos dar el mismo valor a las opiniones de un ciudadano particular que a las de un responsable político, social, económico o cultural, aunque todas sean igual de respetables o detestables según el caso.

Ahora que la rancia y casposa derecha-derecha española, clama contra Cataluña confundiendo a Cataluña con los que la gobiernan, y que defienden sus intereses, exactamente igual que lo hacen madrileños, valencianos, gallegos, vascos, andaluces o canarios, cada uno con la fuerza y la representación política que los votos les han otorgado, he recordado una de las pocas ocasiones en que me he sentido avergonzado de ser español. Y fue cuando hace unos años esa impresentable Margaret Tatcher a lo ultraliberal-carpetovetónico que es doña Esperanza Aguirre, clamó al cielo contra la posibilidad de que una empresa "extranjera", la catalana Gas Natural, se hiciera con el control de la "españolísima" Endesa,.. ¡Antes alemana que catalana!, clamaba... Y a boicotear el cava y la butifarra... En cualquier sociedad democrática normal, la habría fulminado su propio partido; pero ya se sabe, el PP no es un partido normal: es la quintaesencia de la españolidad más acrisolada. Así nos va.

Así pues, aunque Cataluña no necesite de mi concurso, un servidor de ustedes, que es antinacionalista visceral y confeso, se despide en esta ocasión con un ¡Visca Cataluña y Viva España! Y me da igual lo que me llamen. 

Ahora, por favor, sean felices. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Monasterio de El Escorial (Madrid)





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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)