Mostrando entradas con la etiqueta Mundo moderno. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mundo moderno. Mostrar todas las entradas

lunes, 30 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Oír la luz




Dibujo de Eva Vázquez para El País


El nuevo milenio nos ha puesto todo al alcance de un clic, lo que es una maravilla de la modernidad, pero nos ha arrebatado el deseo que teníamos en el siglo XX de tener un disco específico, comenta el escritor Jordi Soler.

Una canción cualquiera puede a veces, con su hermosura elemental, herirnos de muy mala manera el corazón”, nos dice el poeta Eloy Sánchez Rosillo en su libro Oír la luz. ¿Cómo se puede oír la luz? Él mismo nos explica en otro poema que cuando era niño, ante un cielo lleno de estrellas, “además de mirar tanto fulgor, podía oír la luz”.

Quizá esa luz que oía el poeta era la armonía secreta que está en ese otro mundo que intuían los gnósticos, ese mundo al que de verdad pertenecemos y al que aspiramos todo el tiempo, de acuerdo con esta sabiduría, a volver. Esto nos invita a pensar que nadie es de donde se cree que es, y a mirar con saludable escepticismo los nacionalismos, los separatismos, los provincialismos que proliferan en nuestro siglo XXI.

Volvamos a la música, a esa canción que nos hiere con su hermosura elemental, de la que habla el poeta, sin perder de vista el otro mundo gnóstico. Para empezar, la música ordena el entorno; vivimos normalmente rodeados de un caos atómico del que somos parte integral; los átomos que nos constituyen pertenecen al mismo universo de partículas al que pertenecen la silla, el escritorio y el perro, y esta promiscuidad atómica en la que vivimos permanentemente, como si estuviéramos en medio de una borrasca, se disipa cuando el entorno es intervenido por una pieza de música cuya armonía coincide con la armonía secreta de ese otro mundo del que de verdad somos.

Cada quien tiene su música para ordenar el entorno, la única condición es que su armonía coincida con la armonía secreta del otro mundo. La música nos gusta, nos emociona, nos levanta el ánimo y nos hace llorar precisamente porque nos lleva a intuir, y a veces a vislumbrar, ese mundo armónico del que de verdad somos, y al vislumbrarlo nos libra de nuestra permanente condición de extranjeros.

La música nos pone en contacto con zonas perdidas de nuestra memoria, de nuestra historia personal; hay veces que una canción nos hace no solo recordar, también sentirnos otra vez como la persona que éramos en otra época, y esto no puede despacharse irresponsablemente como un ataque de nostalgia, porque estaríamos ignorando todo lo que nos enseñaron los sabios de la antigua Grecia, que no verían nostalgia en la situación que acabo de plantear, sino la conexión directa que ha hecho esa persona con la armonía secreta del cosmos, gracias a una canción.

Este siglo nos ha puesto toda la música que existe al alcance de un clic, lo cual es una de las maravillas de la modernidad, pero también es verdad que esta maravilla nos ha arrebatado el deseo, el anhelo, esa desesperación por tener un disco especifico de la que gozábamos los habitantes del siglo XX. Hoy ya no es posible desear oír una canción, no hay que esperar, podemos escucharla un instante después de desearla, y el deseo sin el tiempo de espera no existe, se convierte en una gestión, en un trámite.

Los libros, igual que la música, estaban asociados al soporte físico que los contenía: una portada, el peso, el olor...

En el siglo XX, la entrañable actividad de escuchar música tenía lugar bajo el yugo de la materia; por ejemplo, la única forma de llevarla contigo a la intemperie era en un casete, que necesitaba una aparatosa máquina de reproducción que funcionaba con baterías que nunca duraban lo suficiente. Aquellos años estaban marcados por la pérdida trepidante de energía, todas las fuentes se agotaban rápidamente, no había posibilidad de recargarlas, y la única forma de escuchar música sin la zozobra de que en cualquier momento se interrumpiera la pieza era con un enchufe a la pared.

Las pilas que se vaciaban de energía y no podían volver a recargarse eran un recordatorio continuo, una alegoría, de lo perecedera que es la vida; no sería difícil que los aparatos que hoy forman parte de nuestra cotidianidad, cuyas baterías se recargan cada vez que se agotan, hayan sembrado en nosotros la alegoría contraria: la ilusión de que la vida puede perpetuarse cuando se recarga con la energía que promueven los hábitos saludables.

Pero la materia que ataba a la música tenía un capítulo más sutil. Cada vez que escucho una de esas piezas que llevan dentro la armonía del universo, no solo disfruto de la música, también vibro con el recuerdo de ese objeto material que hoy llamaríamos soporte físico; porque antes la música estaba asociada al objeto que la contenía, a la cubierta, al trabajo gráfico, a las fotografías, a la funda que protegía el disco, y al disco mismo, que tenía siempre una etiqueta en el centro con los títulos de las canciones, o con un complemento gráfico que redondeaba el concepto general de la obra; todo eso era parte indisociable de la experiencia de oír música.

Lo mismo pasa con los libros, uno recuerda la historia que leyó, la voz del narrador que la cuenta, las particularidades de su estilo, pero también la portada del libro, su peso, su olor, la época, las circunstancias y el sillón en el que fue leído. Todo este universo memorioso y sensorial ha sido erradicado por el libro electrónico, de la misma forma en que Spotify, además de arrebatarnos el derecho de desear largamente un disco, nos escatima esa experiencia física que en el siglo XX era parte de la música.

En la Edad Media, la música estaba asociada con las matemáticas y la astronomía; la figura que representaba el movimiento matemático de los cuerpos celestes era la música de las esferas, una música universal que desde luego influye también en nosotros y que es, sin duda, esa luz que oía el poeta.

En la Universidad medieval se instruía a los alumnos con el quadrivium, un sistema de conocimientos que los ayudaba a aproximarse a los misterios del universo. Quadrivium quiere decir encrucijada, cruce de caminos, que eran las cuatro materias que se enseñaban para lograr esa aproximación: aritmética, geometría, astronomía y música.

El quadrivium nos enseña, a los habitantes del siglo XXI, el lugar que ocupaba la música en la vida de nuestros antepasados; sin la música no podía entenderse el funcionamiento del universo, la música era una de las cuatro vías para entender qué somos, y, desde este punto de vista, a la luz del quadrivium, no se entiende por qué hemos terminado confinando a la música, esa materia fundamental para entender el universo, en el rincón de los pasatiempos. Hoy, la música no es más que otra de las formas de la ociosidad, la usamos para llenar el tiempo libre, sin saber que es la llave de la armonía secreta del universo. Qué insensatez vivir sin esa llave.




La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







HArendt




Entrada núm. 5304
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 18 de septiembre de 2015

[De libros y lecturas] "Inquisidores 2.0", de Plácido Fernández-Viagas








No suelo comentar libros que no he leído salvo casos excepcionales. Este es uno de ellos. Me refiero al titulado "Inquisidores 2.0. El sueño del robot o el fraude de la libertad de información" (Ed. Almuzara, Córdoba, 2015), escrito por el magistrado, jurista y profesor universitario Plácido Fernández-Viagas, y reseñado magníficamente por el arquitecto y crítico cultural Pedro Torrijos en Revista de Libros en un artículo titulado "El espejismo individual, o el monstruo borroso de la Inquisición contemporánea", que pueden leer íntegramente en el enlace anterior. Esta entrada no es continuación intencionada de la publicada en el blog hace unos días con el título "La envidia", pero ambas ganan en claridad si se las pone en relación. 

La novia de América, dice Pedro Torrijos al inicio de su reseña ya no habla con nadie. Jennifer Lawrence aún no ha cumplido veinticuatro años y ya ha sido distinguida con un Óscar de Hollywood. Es universalmente famosa, pero su actitud es la misma que la de cualquier otro joven. La del cualquier persona normal. Pero desde hace unos meses apenas aparece en público ni concede entrevistas ni habla con la prensa, lo cual, en la sociedad contemporánea, significa poco menos que renunciar a la existencia. Y todo porque en septiembre de 2014 un hacker robó una serie de fotografías en las que la actriz aparecía desnuda. Eran imágenes privadas, pero al poco tiempo aparecieron públicamente por todos los confines de la Red. Por todos los confines del mundo. La reacción de la sociedad consistió en algo frecuente: la culpabilización de la víctima. Si no hubiese subido las imágenes a la Nube, nadie las habría encontrado. Si no se hubiese hecho las fotografías, no existirían. Lo cual, paradójicamente, se enfrenta de manera frontal a la cultura de la total transparencia en que vivimos. 

A menudo se ha escrito, continúa diciendo el articulista, sobre la dicotomía entre las dos grandes novelas distópicas del siglo XX: "1984" y "Un mundo feliz", entre el Estado fascista de George Orwell, que uniformiza a sus súbditos en un sistema vertical clásico, y la civilización que describía Aldous Huxley, una masa autoanestesiada a través del ocio, la química y, en esencia, la búsqueda de una felicidad sin propósito, de un bienestar adormecido. El libro de Plácido Fernández-Viagas, añade, no apuesta por ninguno de los dos planteamientos, sino que los encaja y los enlaza y los amalgama en una suerte de pacto flotante como manera de definir la realidad del siglo XXI, porque "Inquisidores 2.0" es un ensayo exhaustivo y muscular, pero también es conscientemente nebuloso en respuesta a la nebulosa conformación de la sociedad contemporánea.

En menos de ciento setenta páginas de robusta erudición, añade Torrijos, el libro de Fernández-Viagas nos bombardea con conceptos y explicaciones, con más de ciento cincuenta citas y referencias que se agregan y se yuxtaponen y se fragmentan, y a veces se apoyan y otras se contradicen para, finalmente, generar una tesis que no se afirma con rotundidad lineal. Según el autor, el pilar de la realidad occidental contemporánea es la libertad de información. Lógicamente, la libertad de pensar como uno quiere y de expresarse como se piensa sólo tiene cabida dentro de la democracia, el sistema que posibilita que, en efecto, las ideas puedan competir en igualdad y ser sustituidas unas por otras. De hecho, como garante democrático, la libertad de información pronto se convierte en mecanismo de control inverso: en herramienta de crítica a los poderes públicos y que desemboca en la igualdad. «Tous les Hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits», que decía la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1798. Pero, ¿somos todos en verdad iguales? Pues en realidad sí, pero probablemente no tal y como lo concibieron los diputados de la Asamblea Nacional Constituyente.

La transparencia, raíz de la libertad de información, sigue dicienco, es muy anterior a la Revolución Francesa. De hecho, tiene que ver con la consciencia medieval de la muerte. La muerte en la Edad Media, especialmente la venida a través de pestes y plagas, no se contempla como una situación natural o un accidente extraño, sino como un castigo divino a los pecados. Había que estar vigilante contra los enviados del Diablo. Y la Inquisición y el reformismo puritano lo supieron estar. Así, los calvinistas abrazaron con vigor el concepto de transparencia, lo que explicaría la obsesión de los ciudadanos de Ginebra, que descolgaron sus cortinas haciendo ostentación de que todo lo que ocurría en sus casas podía contemplarse sin cortapisas. Si el alma es pura, nada tiene que esconder. Pero ningún alma es lo suficientemente pura: todas albergan algún secreto, algún pudor o alguna vergüenza. Y cuanto más enseñaban, más fomentaban la penetración del ojo inquisidor, que tomaba mil formas, desde el mismo estamento oficial o eclesiástico hasta la pura ciudadanía.

El concepto de transparencia, continúa, bucea durante la historia como elemento catalizador de la comprensión del mundo y, tras la llegada de la Ilustración, se transforma para seguir resistiendo en el corazón del nuevo modelo. Una vez sustituida la imposición divina por el imperio del Hombre, centro de la sociedad posmedieval y revolucionaria, han pasado los siglos y la idea de transparencia ha sobrevivido hasta nuestros días. Modificada pero con el mismo o mayor poder que hubiere tenido. La libertad de información se presenta como una máxima de la civilización democrática contemporánea, pero no nos hemos dado cuenta de que se ha convertido en ese fraude que Fernández-Viagas sitúa como uno de los subtítulos de su ensayo. «Uno de los grandes instrumentos históricos en la lucha contra el Antiguo Régimen está siendo utilizado ahora como medio para destruir las reputaciones ajenas», afirma. En efecto, los medios de comunicación, aun conservando parte de su necesaria actividad como crítica del poder, con frecuencia están movidos por la envidia o el revanchismo interesado, cuando no por el puro chisme y el cotilleo. Sabemos que las personas distinguidas y sobresalientes son, en el fondo, iguales que nosotros. Igual de vulgares y corrientes. Igual de sucias. Pero queremos que nos lo digan. Queremos verlo. Queremos que todos lo vean. Y disfrutamos con ello. No en vano, las noticias más leídas y con mayor número de clics en los periódicos digitales –esto es, las que más beneficio económico reportan– a menudo son las relacionadas con el chismorreo.

Haciendo gala de la libertad de información, añade, el ojo de los medios es implacable, incontenible y no rinde cuentas. Si escarbando en lo más profundo de nuestra intimidad no consiguieran encontrar nada, buscarán en la de nuestra pareja, y después en la de nuestra familia, amigos, allegados y conocidos. Además, la injuria aparece a cinco columnas en la primera plana, pero la rectificación apenas ocupa la esquina de una página par, con las consecuencias que ello comporta para los afectados. Bill Clinton fue un buen presidente de Estados Unidos, o quizá fue un mal presidente de Estados Unidos, pero siempre estará asociado al caso Monica Lewinsky. Albert Einstein era un genio, sí, pero abandonó a su familia. En una reciente entrevista, Jennifer Lawrence, cuya única culpa es la de existir, afirmaba sentir miedo por el futuro de su carrera como actriz.

Se diría entonces, dice más adelante, que los diferentes, los famosos y los notables tienen menos derecho a la intimidad que el resto de los ciudadanos. Que los medios de comunicación, con nuestra propia connivencia, se lo han –se lo hemos– arrebatado. Pero Fernández-Viagas opina que no. Que todos hemos perdido el derecho a la intimidad porque todos hemos perdido la propia intimidad. Y con ella, la individualidad. En el siglo XXI, la aparición de la Red 2.0 y su camino bidireccional de la información está acabando con la individualidad. 

Ya no se trata de, añade, que por envidia, necesitemos saber que los brillantes y los más dotados son tan vulgares como nosotros: es que todos somos exactamente iguales a todos. El problema es que esta vigilancia perenne destruye el comportamiento individual. Como somos animales sociales, nadie quiere destacar por arriba ni por abajo por miedo a ser repudiado y, al final, ni siquiera actuamos de acuerdo con nuestros propios deseos o motivaciones íntimas. Actuamos como los demás esperan que actuemos. Como nosotros esperamos que actúen los demás. Todos nos hacemos selfies con palos para selfies y sonreímos en todas nuestras fotografías que ven todos los demás. No hay motivaciones íntimas porque la intimidad ha desaparecido. El puritanismo ha vencido gracias a las redes sociales y la nueva Inquisición es una máquina global y multicéfala de la que todos somos cómplices y partícipes. No hay más que atender a las últimas informaciones vertidas en prensa para darnos cuenta.

Según la hipótesis –y no olvidemos que sólo es una hipótesis– de Fernández-Viagas, continúa diciendo, el proceso de sustitución del Hombre por una entidad social superior está viviéndose en este preciso momento. Para justificarlo, alude a la pérdida de la individualidad y la dignidad como herramienta evolutiva de la sociedad. Además, como la Red 2.0 genera un flujo bidireccional de la información y también de la vigilancia, todos los seres humanos, también los anónimos, acabamos siendo instrumentos de ese proceso pretendidamente evolutivo de la desindividualización.

¿Y por qué haríamos tal cosa?, concluye por preguntarse y preguntarnos el comentarista. ¿Cuál es el mecanismo que nos convierte en enemigos de nuestra propia naturaleza individual como seres humanos? Según el autor, vivimos presos de la búsqueda de la felicidad. Desde que la ciencia abole la superstición e introduce el concepto de progreso, aceptamos que los cambios son consecuencia del avance hacia un objetivo último y mejor. La misma ciencia ha eliminado casi por completo la antigua visión de la enfermedad y la muerte. Sin estas amenazas, el ser humano tendría que preocuparse únicamente de la felicidad. De su felicidad. Y un hombre es más feliz cuando ha eliminado las preocupaciones. Ya ni siquiera tenemos miedo a que descubran nuestros secretos ocultos, porque no los tenemos. Porque «Ser como todo el mundo nos libera del trabajo de pensar». Al diferente no se le ve como un enemigo, sino como un enfermo; como alguien que ha renunciado al bienestar y al que, por cierto, puede curársele. Hemos interiorizado psicológicamente la uniformidad como mecanismo de felicidad. El texto afirma que vamos camino de convertirnos en robots felices, si es que no lo somos ya. Si aceptamos que tan solo somos engranajes de una máquina social en evolución, estamos abocados a nuestra desaparición real como individuos independientes. Poco importarán nuestras actuaciones, nuestras reflexiones o, incluso, que nos avisen y tengamos plena consciencia de ello. Estaríamos destinados a desaparecer disueltos en un cerebro colectivo, por mucha resistencia que ofreciésemos. Y, en segundo lugar, porque la hipótesis que plantea el ensayo no tiene verdadera base científica o sociológica más allá de las elucubraciones que, con notable elocuencia, eso sí, plantea el autor. 

Espero leer "Inquisidores 2.0", el inquietante libro de Plácido Fernández-Viagas, en la primera oportunidad que tenga. Lo más pronto posible... De momento ya lo he pedido a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas. Ya les contaré.

P.S.: Ya lo he leído, y confieso que me ha parecido más fascinante, y aterrador, de lo que pensaba. Para nuestra desgracia, creo que su autor tiene toda la razón en su profética denuncia. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 





Plácido Fernández-Viagas




Entrada núm. 2444
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)