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sábado, 14 de septiembre de 2013

¿Vida eterna?: ¡No, gracias!




El mito de la vida eterna ha sido tratado literariamente en numerosas ocasiones: con mayor o menor fortuna; con rigor científico y sin él. Entre las obras señeras que han tratado el tema de la búsqueda de la inmortalidad por parte del hombre podemos leer el "Fausto", de Goethe; el "Drácula", de Bram Stoker; o el "Frankenstein, o el moderno Prometeo", de Mary W. Shelley (que pueden leer aquí). Personalmente, la que más me ha gustado es la de Mary Shelley, pero reconozco la insuperable calidad literaria de la obra de Goethe. Y en el "Génesis" bíblico ya podemos encontrar el primer relato sobre la búsqueda de la inmortalidad por parte del hombre...

Ficción y literatura son términos sinónimos. Ciencia e investigación científica no pueden moverse en ese terreno de la ficción, pues parten siempre de la realidad. Y la realidad es que más o menos tarde, todo lo existente envejece y muere. ¿Merece la pena invertir en la búsqueda científica de la eternidad? En un artículo de El País de hace cinco años que reproduzco más adelante, el físico y profesor de la Universidad de Barcelona, director del Área de Ciencia y Medio Ambiente de la Fundación La Caixa, Jorge Wagensberg, se planteaba el interrogante de si es posible superar la inevitabilidad del envejecimiento y de la muerte desde un plano científico y de los "costes" que ello supondría para la especie.

La idea de eternidad me parece aterradora; la muerte, cuando llega a su hora, en el momento de la decrepitud física y mental, siempre es liberadora. El emperador Marco Aurelio (siglo II d.C.) dice en sus "Meditaciones" (Temas de Hoy, Madrid, 1994): "Cuando hagas alguna cosa, reflexiona y pregúntate si la muerte es terrible porque te priva de ella". No tiene objeto alguno preocuparse por lo que es inevitable. Y la muerte lo es. Y Hannah Arendt, en su "Diario Filosófico, 1950-1973" (Herder, Barcelona, 2006), afirma: "La muerte es el precio que pagamos por la vida, por el hecho de haber vivido". Pienso que es un precio razonable y justo.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt





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El profesor Jorge Wagensberg




"La eternidad no tiene futuro", por Jorge Wagensberg
El País, 28/09/08

¿La vejez es inevitable? ¿Podemos soñar con evitar la muerte? Lo cierto es que, por mucho que invirtamos en seguridad, nunca podremos anular la posibilidad de un accidente fatal. De ahí el interés de la reproducción.

La realidad existe y, además, es inteligible. Es la hipótesis del mundo real, el punto de partida de todo conocimiento científico. No importa tanto si esta doble hipótesis es cierta o no, el científico la necesita para darse moral cuando se enfrenta a la comprensión de la realidad. Pero hay momentos extremos -los más relajados y los de mayor tensión- en los que el científico se siente con licencia para filosofar: ¿cómo distinguir lo real de lo que no lo es? ¿Por qué habría de ser todo comprensible? A Albert Einstein se le atribuye una frase perturbadora: "Lo más incomprensible del mundo es que el mundo sea comprensible".

Empecemos, con todo el respeto, por desmentir a Einstein. La idea de "comprender" tiene que ver con lo común entre lo diferente, en contraste con la idea de "observar" que más tiene que ver con lo diferente entre lo similar. La investigación científica es una reflexión continua de la observación en la comprensión y viceversa. Por ello, una buena metáfora del conocimiento inteligible es aquella que lo evoca como un bosque de árboles, árboles con ramas, ramas con ramas y ramas con hojas. Un particular pedazo de la realidad, compuesta por objetos y fenómenos, está bien representado por los extremos terminales de los árboles: las hojas. Y dos hojas tienen algo en común si existe un camino que conduce de la una a la otra, de rama en rama, sin bajarse del árbol. Cada fronda compatible con esas hojas (con esa realidad) es una posible comprensión de tal realidad. En particular, un pedazo de realidad es ininteligible si resulta que cada hoja pertenece a un árbol distinto. Pues bien, supongamos un pedazo de realidad con n elementos reales (n hojas: objetos o fenómenos). ¿Con cuántos árboles distintos se pueden conectar tales hojas? Una vieja fórmula de la matemática de los grafos arbóreos (Cayley) da la respuesta: existen n elevado a n-2 árboles distintos posibles. Esto significa que 2 hojas sólo se pueden conectar con 1 árbol, 3 hojas con 3 árboles, 4 con 16, 5 con 125, 6 con 1.296... En el universo hay del orden de 10 elevado a 80 partículas, así que, en el peor de los casos, sólo hay una manera totalmente ininteligible de representar la realidad frente a cuatrillones de otras maneras más comprensibles. Es decir, incluso en ausencia de toda información sobre una realidad cualquiera, ya se puede aventurar que es más probable que ésta sea inteligible que lo contrario. Pero resulta, además, que sí tenemos información. Parece, por ejemplo, que toda la materia tiene una historia común, que todos los objetos actuales proceden de una sopa inicial de quarks, que todos los seres vivos conocidos proceden de una sola célula... El mundo sería ininteligible si nada tuviera que ver con nada, si pudiéramos concebir un bosque con más árboles que ramas. La frase de Einstein no es sino un guiño coqueto de una de las mentes que más profundamente ha penetrado en la comprensión del movimiento de los cuerpos, de quien ha dado con un tronco común donde antes había todo un bosquecillo de árboles que se ignoraban mutuamente.

Bueno. Y ahora que hemos decidido que podemos comprender cualquier cosa, vamos a por una cuestión que nos incomoda, como individuos y como especie, desde que accedimos a la autoconsciencia. ¿Qué significa envejecer? ¿Es realmente inevitable? ¿Existe alguna ley fundamental de la naturaleza que obligue a envejecer y a morir? ¿Es la muerte un mero incidente de la evolución? ¿Quién se beneficia de mi humillante decrepitud? Muchos son los que confían en la eternidad en el más allá. Vale. Pero ¿podemos soñar también con una eternidad teórica en la realidad física del más aquí?

Tratemos primero de observar: 1. Durante miles de millones de años sólo existieron bacterias y, como se sabe, una bacteria se convierte ella misma en dos hijas idénticas. Una bacteria puede morir por un accidente, pero su muerte no es necesaria. De hecho, por cada bacteria que vive en la actualidad (¡y son muchas!) existe una línea de miles de millones de años totalmente exenta de cadáveres. Cada 20 minutos, más o menos, la identidad materna es sustituida por otras dos idénticas. ¿Idénticas? En rigor, un objeto sólo es idéntico a sí mismo. Es lo mismo, pero no es igual. El individuo no muere pero algo cambia (muchos se conformarían con eso). 2. El envejecimiento imparable y la muerte necesaria aparecen en escena con la reproducción sexual. Dos progenitores engendran un tercero (o más) pero no se integran físicamente en él. Quedan a un lado y es entonces cuando se pone en marcha el deterioro de sus partes y funciones y se inventa la muerte irremediable. Los procesos vitales acaban fallando, como acaba fallando cualquier máquina por la acción inmisericorde del Segundo Principio de la Termodinámica. El oxígeno que da la vida también mata. Uno no puede vivir sin oxidarse. Vivir envejece. Sí, pero todo es reparable. La eternidad es sólo una cuestión de mantenimiento. La hidra por ejemplo no exhibe síntomas de senilidad. La selección natural no la ha tomado contra los viejos por la sencilla razón de que en la naturaleza no hay animales viejos. La vejez es un artefacto cultural de ambientes protegidos. 3. Los machos de un curioso ratón marsupial del género Antechinus mueren en masa agotados de tanto copular durante días y días sin darse un respiro para comer ni para dormir. Algo similar ocurre con pulpos y calamares. En este caso se diría que la muerte es parte de un programa prescrito. Pero un programa se puede desactivar y en este caso quizá bastaría con renunciar al sexo (algunos, quizá no muchos, firmarían un contrato así). 4. Cada especie tiene un tiempo de vida característico: las tortugas de las Galápagos viven dos siglos, los ratones viven meses, algunos gusanos viven sólo semanas... Esto sugiere que el envejecimiento está controlado por los genes y también en ese caso podemos intervenir, como ya se ha demostrado con el modestísimo gusano Caenorhabditis elegans, del que se han conseguido mutantes que extienden su vida natural en más de un 200% (sería como extender nuestros 120 años de vida máxima hasta casi los 400 años).

Tratemos ahora de comprender y busquemos convergencias en esta mar de divergencias. ¿Qué es el envejecimiento? En la década de los noventa, Zhores Alexándrovich Medvédev contó nada menos que unas 300 (¡!) teorías distintas. Cada año se publican datos y teorías nuevas. ¿Se puede vislumbrar un tronco común entre tanto árbol, tanta rama y tanta hoja?


Lo más cierto de este mundo es que el mundo es incierto. Por mucho que invirtamos en seguridad nunca podremos anular del todo la posibilidad de un accidente fatal. De ahí, entre otros, el interés de la reproducción: es más sensato hacer una copia a tiempo que empeñarse en un mantenimiento indefinido. A mayor incertidumbre exterior, menor mantenimiento interior. Se puede pensar en una buena inversión que burle el envejecimiento si las condiciones de seguridad son razonables (como en el caso de la tortuga o el elefante: buen blindaje, pocos enemigos, entorno estable...), pero es un pésimo negocio si el individuo está en la base de la cadena trófica (¡todo el mundo come ratones!). En ese caso, la selección natural opta por el usar y tirar y apuesta por una reproducción masiva. Nada impide en principio que la selección cultural burle, una vez más, a la selección natural. Pero por pequeña que sea la incertidumbre, la eternidad es demasiado larga para que el accidente no llegue, tarde o temprano, a ser una certeza. Sólo por este detalle, invertir en la eternidad del más aquí será siempre, natural o culturalmente, una auténtica ruina. Hoy asumimos de buen grado el riesgo (considerable) de perder la vida al cruzar una calle. Pero por mucho que se reduzca el riesgo ¿quién cruzará la calle si lo que está en juego es la eternidad?






Entrada núm. 1968
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)