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domingo, 12 de julio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] The Crazy House



Dibujo de Fernando Vicente para El País


Las memorias de Bolton, escribe en el Especial dominical de esta semana [Casa de locos. El País, 4/7/2020] el escritor y Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, son un documento riguroso que refleja los errores garrafales, la ignorancia suprema de la geografía política y las intempestivas y a menudo desconcertantes iniciativas de Trump.

"Aunque la Casa Blanca trató por todos los medios de impedir la publicación de las memorias de John Bolton, comienza diciendo Vargas Llosa, consejero del presidente Trump para la Seguridad Nacional entre abril de 2018 y septiembre de 2019, el libro, titulado The Room Where It Happened (El cuarto donde aquello sucedió), acaba de salir en Estados Unidos, luego de ser autorizado por los jueces.

Se trata de un grueso ensayo en el que Bolton cuenta con lujo de detalles su experiencia de trabajar un año y medio junto a Trump y lo critica con severidad, dando ejemplos abundantes de lo que todos ya sabíamos: que el presidente de Estados Unidos carece de la preparación más elemental para ocupar el cargo que tiene y los errores y contradicciones que por esa misma razón comete cada día, pese a la popularidad que obtuvo en los primeros años de su Gobierno y que parece haber perdido, hasta el extremo de que, según las últimas encuestas, lo derrotaría en las elecciones de noviembre el demócrata Joe Biden.

La expectativa que este libro ha despertado en Estados Unidos y en el mundo se debe, sobre todo, a que John Bolton es un conservador ultra, pero culto y bien informado, que colaboró en cargos importantes con los Gobiernos de Ronald Reagan y George Bush, del que fue embajador en las Naciones Unidas. Tanto en sus trabajos públicos como en sus comentarios en Fox News, Bolton ha defendido siempre las opciones más extremas —como, por ejemplo, en el caso de Israel, la capitalidad de Jerusalén para el Estado sionista, la ocupación militar de Cisjordania y, ahora, su anexión— y, desde que ganó las elecciones presidenciales, Donald Trump señaló que tendría un cargo importante en su Gobierno. En efecto, fue nombrado consejero para la Seguridad Nacional, encargado de orientar diariamente al presidente en cuestiones internacionales, acompañarlo en sus viajes, y, junto con el secretario de Estado, de coordinar y dar un sentido coherente a la política internacional de Estados Unidos.

Lo primero que descubrió Bolton en su nuevo trabajo fue que al presidente Trump le disgustaban los gruesos bigotes de morsa que él lleva y, lo segundo, lo despistado que suele estar en cosas tan elementales como la situación de Finlandia, de la que el mandatario norteamericano creía, ingenuamente, que no sólo no era un Estado independiente sino que formaba parte de Rusia. Aunque errores tan garrafales, que documentan una ignorancia suprema de la geografía política, aparecen a menudo en las memorias de Bolton, estas no tienen para nada el carácter chismográfico y delator que muchos lectores esperaban. Es, por el contrario, un documento riguroso, prácticamente día al día, de su experiencia de tener que informar, primero, y luego, manejar las intempestivas y a menudo desconcertantes iniciativas del presidente Trump (corregir sus errores, se diría) en las que suele incurrir y que han marcado su gestión gubernamental.

John Bolton pertenece a una familia obrera de Maryland y estudió Derecho en Yale gracias a becas y préstamos. Desde muy joven fue republicano y defendió las opciones más conservadoras y reaccionarias, con argumentos, es preciso decirlo, bastante más sólidos de los que suele usar aquel gremio político. Desde muy joven se declaró seguidor de las tesis del filósofo e historiador irlandés Edmund Burke y su primer libro, en el que explica sus convicciones políticas, Surrender Is Not an Option (La rendición no es una opción), fue un best seller. Este libro también lo será y quizás, lo más divertido del asunto, es que, por la oposición a Trump, la izquierda se haya apresurado a celebrarlo.

John Bolton llegaba a su oficina en la Casa Blanca a las seis de la mañana y allí tomaba desayuno con autoridades diplomáticas y militares; era la primera reunión de trabajo del día. En teoría, su labor consistía en trazar las grandes líneas de la política de Estados Unidos en el ámbito internacional; en verdad, su obligación era sobre todo tratar de entender lo que el presidente Trump quería en este dominio y tratar de poner orden y excusar y dar algún sentido coherente a las infinitas metidas de pata que el jefe del Estado cometía a diario en este campo.

Lo que cuenta es perfectamente explicable. Como generalmente no sabía dónde estaba parado, el presidente Trump desconfiaba de todo el mundo —salvo, quizás, de su hija Ivanka y de su yerno, un par de intrusos— y prestaba mucha más atención a la prensa, y, sobre todo, a la televisión, que a los grandes asuntos del día. Las reuniones con sus más estrechos colaboradores se caracterizaban, sobre todo, por la abundancia de feroces palabrotas que profería, y por el frenesí con que despedía y cambiaba a sus asesores. Que Bolton permaneciera a su lado más de un año y medio fue algo milagroso. Al final lo obligó a renunciar acusándolo de haber abusado de viajar demasiado utilizando los aviones militares, acusación disparatada cuando uno lee estas memorias, donde Bolton especifica con enfermiza pulcritud los viajes de trabajo que hizo y las condiciones en que viajó.

El libro desarrolla todos los temas internacionales importantes en los que Bolton intervino, de Libia a China, de Irán a Cuba, de Rusia a la Unión Europea, de Afganistán al Reino Unido, y, la verdad, el lector queda mareado con esa frenética actividad que, por lo demás, era poco valorada por Trump, cuando no brutalmente contradicha por sus salidas intempestivas ante la prensa, que, luego, los asesores, y sobre todo Bolton, debían enmendar cuidadosamente, sin que pareciera que desmentían a su jefe. El caos que documenta este libro sin humor, y en el que el mal humor fatalmente asoma, permite llamar a la Casa Blanca, sin exageración alguna, una verdadera casa de locos.

Por razones obvias, las cerca de cincuenta páginas que Bolton dedica a Venezuela tenían un interés especial para quien escribe esta columna. Uno advierte, desde el primer momento, que tanto Trump como sus principales colaboradores, se vieron sorprendidos con la enorme oposición a Maduro, que parecía apoyar a Guaidó, y, de inmediato, acordaron respaldarlo, pero, eso sí, descartando de entrada una acción militar contra el régimen chavista. Como se recordará, pese a este acuerdo, el presidente Trump amenazó una y otra vez con una acción armada a Maduro, sabiendo perfectamente que ésta estaba descartada de antemano y que sus bravatas carecían de toda consistencia. Por otra parte, en aquellas reuniones privadas y secretas, Trump mostraba cierto escepticismo con la figura de Guaidó, y, más bien, cierta simpatía secreta por Maduro, “ese duro”, la misma que, pese a todo, le merecía Putin, el nuevo zar de Rusia. Bolton analiza, con rigor, las difíciles relaciones que Trump ha mantenido con sus viejos aliados de Europa Occidental, y su inclinación sistemática por celebrar encuentros con dictadorzuelos medio locos, como el gordinflón que conduce Corea del Norte con mano de hierro o el nuevo amo de Rusia.

¿Qué sucederá ahora en Estados Unidos si una mayoría del pueblo estadounidense confirma en las elecciones de noviembre a Trump en el poder? Yo creo que sería una gran desgracia para Estados Unidos en particular y para el mundo libre en general. Por su ignorancia y por su arbitrariedad, Trump ha conseguido que su país se distancie de sus aliados tradicionales y se acerque, más bien, a sus enemigos, sin siquiera darse cuenta cabal de que así procedía. Este es el testimonio más importante de esta memoria de John Bolton. De ser así, por cuatro años más, aquellos ganarían todavía más terreno del que han conseguido ya en estos primeros cuatro años de su Gobierno. Vaya paradoja que un ultra reaccionario norteamericano como John Bolton haya mostrado cómo y por qué Trump debe ser derrotado en las elecciones de noviembre".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 




El escritor Mario Vargas Llosa



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 3 de mayo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Lectores




Dibujo de Fernando Vicente para El País


El hermano Justiniano me enseñó a leer, comenta en el Especial dominical de hoy [El hermano Justiniano. El País, 5/4/2020] el escritor Mario Vargas Llosa, y por eso lo recuerdo con gratitud. Un buen lector es el ciudadano ideal de una democracia: nunca se conforma con aquello que tiene. Sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero. 

"Recuerdo con exactitud -comienza diciendo Vargas Llosa- las diez cuadras que había entre la casa de los Llosa, en la calle de Ladislao Cabrera, y el colegio de La Salle. Yo tenía cinco años y, sin duda, estaba muy nervioso. Ese día, mi primer día de colegio, las recorrí con mi madre que, incluso, me acompañó hasta el aula y me dejó en manos del hermano Justiniano. Este me presentó a quienes serían mis amigos cochabambinos desde entonces: Artero, Román, Gumucio, Ballivián. Al más querido de ellos, Mario Zapata, el hijo del fotógrafo que había documentado todas las bodas y primeras comuniones de la ciudad, lo matarían de una puñalada, años después, en una picantería de Cala-Cala. Como era el niño más pacífico del mundo, siempre he pensado que su horrible muerte fue por defender el honor de una muchacha.

El hermano Justiniano era un ángel caído en la tierra. Tenía los cabellos blancos y unos ojos dulces y entrañables. Nos tomaba de la mano y con él cantábamos y bailábamos rondas repitiendo el abecedario y las conjugaciones, y así, jugando, a los seis meses sabíamos leer. El cartero depositaba cada semana cuatro revistas en la casa, tres argentinas y una chilena: Leoplán, para el abuelo Pedro, Para Ti, que leían la abuelita Carmen, la Mamaé, mi mamá y la tía Lala, y, para mí, Billiken y El Peneca. Esperaba esas revistas como maná del cielo y las leía de principio a fin, incluidos los avisos.

Mi mamá tenía un profesor de guitarra y era una lectora empedernida. Me prestó El árabe y El hijo del árabe, pero me tenía prohibido que leyera Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, un libro azul de letras amarillas que escondía en su velador y releía en las noches: entre bostezos, yo la oía. Por supuesto que lo leí, a escondidas, y allí había unos versos que, yo estaba seguro (“Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”), eran pecado mortal.

Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida y, por eso, siempre recuerdo con gratitud al hermano Justiniano y las rondas entre las carpetas cantando y bailando mientras memorizábamos las conjugaciones. Debido a la lectura, ese mundo pequeñito de Cochabamba se volvió el universo. Gracias a los signos que convertía en palabras y en ideas, viajaba por el planeta y podía, incluso, retroceder en el tiempo y convertirme en mosquetero, cruzado, explorador, o viajar por el espacio hacia el futuro en naves silenciosas. Mi mamá dice que la primera manifestación de lo que, con los años, sería una vocación literaria, fue que, cuando los finales de los cuentos y novelas que leía no me gustaban, con mi letra torpe de entonces los cambiaba. Yo no lo recuerdo, pero sí las horas que me pasaba leyendo cada día, después de volver de La Salle y tomar mi vaso de leche fría con canela, mi alimento preferido. El abuelito Pedro se burlaba de mí: “Para el poeta la comida es prosa”. Pero yo no escribía versos todavía en Cochabamba; eso vendría luego, en Piura.

Ahora que, por culpa del coronavirus y el aislamiento forzoso al que estamos sometidos los madrileños, leo desde el amanecer hasta el anochecer, diez horas diarias en un estado de felicidad absoluta (morigerada por el miedo a la plaga), aquellos días cochabambinos vuelven a mi memoria con los fantasmas borrosos de las primeras lecturas que me devuelve el subconsciente: la orgullosa Diana Mayo caía rendida en brazos de su secuestrador Ahmed ben Hassan en los desiertos de Argelia; el espadachín que nació en una celda y, como los gatos, veía en la oscuridad; el Judío Errante y su peregrinación incesante por el mundo. Los niños de entonces —por lo menos en Cochabamba— no leíamos tiras cómicas sino libros, y, sin duda, por eso jamás contraje la adicción al Pato Donald o al Ratón Mickey ni a Popeye, el marinero musculoso. Pero sí a Tarzán y a Jane, con los que volé, de árbol en árbol, por las selvas del África.

En la biblioteca con telarañas de la Universidad de San Marcos leí mi primera obra maestra: el Tirant lo Blanc, en la edición de Martín de Riquer de 1948. Antes todavía, cuando cadete del Leoncio Prado, devoré la serie de los mosqueteros de Alejandro Dumas, y soñaba con D’Artagnan todas las noches.

Nada me ha dado tanto placer y felicidad como los buenos libros; nada me ha ayudado tanto como ellos a sortear los momentos difíciles. Sin la literatura me habría suicidado en ese periodo atroz en que supe que mi padre estaba vivo, cuando me llevó a vivir con él y me hizo descubrir la soledad y el miedo. William Faulkner me cambió la vida en plena adolescencia; lo leí con lápiz y papel para identificar sus cambios de narrador, los saltos temporales, los remolinos de esa prosa que mezclaba personajes, tiempos y lugares y aparecía, de pronto, en la novela un reordenamiento de la historia todavía mejor que el cronológico.

Para leer a Sartre, Camus, Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir y demás colaboradores de Les Temps Modernes, aprendí francés, e inglés para entender a Hemingway, a Dos Passos, a Orwell y a Virginia Woolf, y descifrar el Ulises de Joyce (lo conseguí a la tercera vez). En una cabañita de Perros-Guirec, en Bretaña, en el verano de 1962 leí el tomo de La Pléiade dedicado a Tolstói y desde entonces Guerra y paz me parece la cumbre de la novelística, con el Quijote y Moby Dick. Entre las del siglo XX, nadie ha superado, a mi juicio, La condición humana, de Malraux, con excepción de La montaña mágica de Thomas Mann. En París, el primer día que llegué, en agosto de 1959, descubrí a Flaubert y me pasé toda la noche, en el Wetter Hotel, leyendo Madame Bovary. Fue para mí el más fructífero de los descubrimientos: gracias a Flaubert supe el escritor que quería ser y el que no quería ser.

Las buenas lecturas no sólo producen felicidad; enseñan a hablar bien, a pensar con audacia, a fantasear, y crean ciudadanos críticos, recelosos de las mentiras oficiales de ese arte supremo del mentir que es la política. La vida que no vivimos podemos soñarla, leer los buenos libros es otra manera de vivir, más libre, más bella, más auténtica. Esa vida alternativa tiene, además, la suerte de estar fuera del alcance de las plagas demoníacas que aterraron siempre a los seres humanos porque en ellas veían a los diablos, que, a diferencia de los enemigos de carne y hueso, eran difíciles de derrotar.

Un buen lector es el ciudadano ideal de una sociedad democrática: nunca se conforma con aquello que tiene, siempre aspira a más o a cosas distintas de las que le ofrecen. Sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero, el que, además de enriquecer la vida material, aumenta la libertad y el abanico de elecciones para ajustar la vida propia a nuestros sueños, deseos e ilusiones. Karl Popper tenía razón: nunca hemos estado mejor que ahora (en los países libres, se entiende).

El coronavirus ha resucitado la barbarie en lo que creíamos la civilización y la modernidad. Hemos visto en Madrid cosas horribles, como en las residencias: ancianos abandonados al parecer por cuidadores que no tenían mascarillas ni remedios ni ayuda alguna. Los muertos conviviendo con los vivos, durmiendo en las mismas camas. El horror siempre supera al horror, no importa el tiempo histórico. Aun así, con toda la ruina económica y social que traerá al país esta plaga inesperada, si, luego de sobrevivir a ella, hay en España un millón más de españoles, o por lo menos cien mil, ganados a la buena lectura gracias a la cuarentena forzada, los demonios de la peste habrán hecho un buen trabajo".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




El escritor Mario Vargas Llosa


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martes, 28 de abril de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Eros y Amor. Publicada el 4 de noviembre de 2009



Eva, de Alberto Durero, 1507. Museo del Prado


"Hacer el amor ya no es un arte. Es un deporte sin riesgo, como correr en la cinta del gimnasio o pedalear en la bicicleta estática". Impactante frase con la que el escritor peruano-español Mario Vargas Llosa abría y cerraba su artículo "La desaparición del erotismo" (El País, 01/11/09), comentando la exposición "Las lágrimas de Eros" que el 20 de octubre abrieron en Madrid el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid.

También yo, que no he visto la exposición aún, escribí en mi blog sobre ella el pasado 5 de octubre glosando el comentario sobre la misma de mi admirado profesor Emilio Lledó [El Eros de Diotima", El País, 05/10/09] y metiendo en el mismo saco a "El Banquete" de Platón y la "Teoría de los sentimientos" de Carlos Castilla del Pino.

El artículo de Mario Vargas Llosa, aunque también comenta, lógicamente, la exposición del Thyssen, va por otro camino y se centra en reflejar la distancia que ha cubierto el ser humano entre el acoplamiento meramente carnal del inicio de los tiempos y la humanización creciente del placer sexual hasta convertir a éste, gracias al erotismo, en un acontecimiento civilizador.

No se que pinturas o esculturas están en la exposición, pero me resultaría extraño no encontrar en ella algunas de las obras que constituyen para mi el Olimpo de la sensualidad y el erotismo. Por citar sólo tres, que conozco personalmente y que cito sin orden de preferencia: el "Adán y Eva", de Alberto Durero (Museo del Prado, Madrid), "El beso", de Auguste Rodin (Museo Rodin, París), y "El origen del mundo", de Gustave Courbet (Museo de Orsay, París).

Hace unos días me comentaba una amiga un estudio aparecido en una publicación académica en el que se manifestaba la diferente percepción y manifestación del erotismo en hombres y mujeres. Al parecer, en el hombre es predominantemente visual, mientras que en la mujer lo es, sobre todo, auditiva. Dicho más sencillamente, a los hombres les gusta "ver", a las mujeres "oir". Yo no se a ustedes, pero a mi una película porno me deja frío, mientras que una buena lectura erótica me "emociona". Supongo que en el fondo es, simplemente, cuestión de "buen gusto", aunque sobre ésto, sobre gustos, no haya nada escrito... Espero que disfruten del artículo de Vargas Llosa. Y de "Las lágrimas de Eros", si pueden verla. HArendt




Eros y Psique, de François Gérard, 1798. Museo del Louvre



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viernes, 24 de abril de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Galdós en su salsa



Estatua de Galdós en Las Palmas de Gran Canaria


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quién es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920). Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912.

Para conmemorar el 175 aniversario de su nacimiento (en 2018), y el 200 aniversario de su muerte (en este 2000), durante tres años y medio seguidos, entre mayo de 2016 y diciembre de 2019, he estado subiendo al blog, en sucesivas entradas, a razón de una cada veinte días, toda la extensa obra narrativa de Galdós, a la que pueden acceder desde este enlace de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante. 

Como conclusión de mi personal y emocionado homenaje a Galdós subo hoy al blog tres artículos de prensa, muy recientes, que analizan su personalidad y su obra desde una perspectiva inhabitual. Les dejo con ellos.






«Esa capacidad de Galdós para identificarse con sus personajes nace de su sensibilidad, su inteligencia y su buen corazón; Amado Alonso la definió como “comunión”, y para Pérez de Ayala, era una manifestaciónde su profundo liberalismo», dice de él, Andrés Amorós, catedrático de literatura española, en el ABC del 27 de marzo pasado en su artículo "La mirada misericordiosa de Galdós".

"La grandeza de Galdós -comienza diciendo Amorós- no se explica sólo por su maestría literaria. Por supuesto, domina los recursos técnicos del narrador realista: la capacidad de observación; la precisa evocación de ambientes, sin necesidad de farragosas descripciones; la creación de personajes que parecen vivos, cada uno con su peculiar lenguaje; la invención de tramas que captan el interés del lector; el adecuado ritmo narrativo...
Todo esto y mucho más lo posee Galdós pero no es suficiente para justificar su categoría. Detrás de todo ello está la actitud básica con que mira a sus personajes. Una comparación nos ayuda a precisarlo: Quevedo y Valle-Inclán, dos genios indiscutibles, disfrutan muchas veces zahiriendo a sus personajes, haciendo su caricatura, deshumanizándolos.

En cambio, Pérez Galdós, una vez superada la fase inicial de la novela de tesis, en la que, para censurar algún vicio de nuestra patria, lo encarna en un personaje muy antipático -Doña Perfecta sería el claro ejemplo-, siente cariño por todos sus personajes: comprende sus resortes íntimos, disculpa sus errores porque sabe bien que ninguno estamos libres de cometerlos. Podría hacer suya la admirable frase de un personaje de su amigo Clarín, otro genio: «Todos somos frígilis...».


Esa capacidad de Galdós para identificarse con sus personajes nace de su sensibilidad, su inteligencia y su buen corazón. Amado Alonso la definió como «comunión». Para Pérez de Ayala, era una manifestación de su profundo liberalismo.

El cariño de don Benito por sus personajes se traduce hasta en anécdotas. Cuando, ya ciego, le invitaron al estreno, en el Teatro Español, de la versión dramática de «Marianela», al escuchar las frases de la joven -las mismas que él había escrito, hacía ya muchos años-, se levantó de la butaca y alzó los brazos hacia ella, diciendo: «¡Nela, Nela!». Cuando enfermaba, pedía que llamaran a Miquis, el doctor que reaparece en varias de sus novelas.

Todo lo contrario, así pues, de esa manida etiqueta del «distanciamiento». ¿Cómo iba él a distanciarse de la de Bringas, de Tristana, de Fortunata, de Maxi Rubín, de Nazarín, de Benina? Eran él mismo, lo mejor de sí mismo, lo que él había creado.

La actitud de Galdós es la misma de Cervantes, que comprende por igual a Cipión y a Berganza, al Licenciado Vidriera y al curioso impertinente, a Maritornes y a Dulcinea.

En nuestra pintura clásica, es la misma actitud de Velázquez, que contempla con igual respeto a un rey que a un bufón de la Corte. Y la de Murillo, que pinta con igual encanto a una Inmaculada, a un niño que come sandía y a unas jóvenes que se asoman a su balcón... Lo explicaron Angulo y Lafuente Ferrari: supone eso aceptar toda la realidad; el derecho de cualquier persona a ser como es; su aspiración a la libertad («Libre nací y en libertad me fundo», proclama la pastora Gelasia, en «La Galatea»); la defensa de su individualidad: «Yo soy el que soy», afirman los protagonistas de nuestro teatro clásico.

Aceptar la singularidad de cada individuo es uno de los grandes valores de nuestra pintura clásica y llega hasta don Benito. En su magistral estudio, lo resume Montesinos: Galdós llega a ser Galdós, el auténtico Galdós, cuando descubre que todos los personajes, aunque no tengan la razón, sí tienen sus razones, su idea (su creencia, diría Ortega).

El ejemplo más claro es Fortunata. Su idea es una revolucionaria proclamación de la libertad, en el amor: «Al que me quiere como dos, lo quiero como catorce». Por eso, al final de la novela se nos dice que ella es «un ángel»; eso sí, matiza el narrador, un ángel que comete muchos disparates.

El consabido realismo de Galdós -precisó Dámaso Alonso- no es un realismo «de cosas» sino «de almas». (Coincide, así, con la mejor tradición española, desde «La Celestina» y la picaresca al «Quijote»). Ésa es la causa de que abunden tanto, en sus obras, los personajes soñadores, quijotescos, que superan los estrechos límites de la realidad. El ejemplo definitivo es el conmovedor Maxi Rubín, que acaba proclamando: «Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maxi Rubín en un palacio o en un muladar: lo mismo da».

Este largo camino galdosiano de superación del realismo culmina en «Misericordia». Benina es una criada vieja, sisona, que pide limosna para socorrer a su ama, sin decírselo: un engaño por piedad, igual que hace Lazarillo con el hidalgo, para no herir su honra.

En este mundo de miseria, todos se consuelan con los sueños. A Obdulia, la ridícula solterona, le basta con un poquito de charla para olvidarse de que, en la despensa, sólo quedan unos mendrugos. El moro Almudena, pobre, feo, sucio y ciego, sueña con Benina, en una de las más hermosas declaraciones de amor de nuestra literatura: «Tú ser muquier una sola, no haber otra mí». Todos sueñan con la herencia que un día traerá un sacerdote inventado, don Romualdo.

Galdós riza aquí el rizo de la superación del realismo cuando se confirma la herencia, traída por el sacerdote soñado. Al recibir su dinero, el patético don Frasquito Ponte no se lo gasta -como haría un personaje de Zola- en satisfacer las necesidades materiales: la comida, una mujer... En vez de eso, se encarga tarjetas de visita y alquila un caballo para pasar por delante del balcón de una señorita. Todo eso, tan absolutamente inútil, es lo que él necesita para seguir viviendo.

Benina los comprende y los justifica a todos: «Los sueños, los sueños, digan lo que quieran, son también de Dios. ¿Y quien va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?».

Es la misma lección irónica y desencantada del sabio Cervantes: «Todo eso pudiera ser, Sancho...».

Pero el dinero también hace aflorar la dureza de corazón de algunos. El ama despide a la vieja criada pero, luego, cuando su hijo enferma, tiene que recurrir a ella. Benina le asegura que se pondrá bueno y su profecía se cumple. Todavía añade una frase sorprendente: «Y ahora, vete a tu casa y no vuelvas a pecar».

No sólo ha hecho un milagro Benina, como si fuera una santa, sino que ha pronunciado las mismas palabras de Jesucristo, en el Evangelio, arrogándose ella el poder de perdonar los pecados.

¿Cómo es posible tal dislate? La respuesta de Galdós está clara. «Benina», el nombre del personaje, es la forma popular de pronunciar «benigna». (No la ha llamado Caridad, supongo yo, para evitar un significado claramente religioso). A pesar de todos sus defectos, ella asciende a lo más alto que puede alcanzar un ser humano porque tiene benignidad, caridad.

La gran literatura supone mucho más que el dominio de una técnica: nos ilumina, nos consuela, nos abre horizontes, nos ayuda a entender mejor la complejidad de los seres humanos. Gracias a su mirada misericordiosa, Galdós es realmente grande".







El autor de ‘Fortunata y Jacinta’ fue el mejor escritor español del siglo XIX. Era un hombre civil y liberal que al narrar un período neurálgico de la historia de España se esforzó por hacerlo con imparcialidad, comenta de él por su part el escritor y premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, en su artículo "En favor de Pérez Galdós", publicado en El País del 19 de abril pasado. 

"Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua -comienza diciendo Vargas Llosa- y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.

En la muy civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. “Entre gustos y colores, no han escrito los autores”, decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recuerda y lo celebra, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí me gustan tanto). Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó su manuscrito, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.

Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor. No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor, pero Pérez Galdós tuvo la suerte de tener una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad.

Había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Tuvo 10 hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía 19 años a estudiar Derecho. Benito le obedeció, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense, pero se desencantó muy rápido de las leyes. Lo atrajeron más el periodismo y la bohemia madrileña —la vida de los cafés donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos— y se orientó más bien hacia la literatura. Lo hizo con un amor a Madrid que no ha tenido ningún otro escritor, ni antes ni después que él. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles, comercios y pensiones, sus tipos humanos, costumbres y oficios, y, por supuesto, de su historia.

Hay fotos que muestran la gran concentración de madrileños el día de su entierro, el 5 de enero de 1920, que acompañaron sus restos hasta el cementerio de la Almudena; al menos treinta mil personas acudieron a rendirle ese póstumo homenaje. Aunque todos aquellos que siguieron su carroza funeraria no lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad. ¿A qué se debía? A los Episodios nacionales. Él hizo lo que Balzac, Zola y Dickens, por los que sintió siempre admiración, hicieron en sus respectivas naciones: contar en novelas la historia y la realidad social de su país, y, aunque sin duda no superó ni al francés ni al inglés (pero sí a Émile Zola), con sus Episodios estuvo en la línea de aquellos, convirtiendo en materia literaria el pasado vivido, poniendo al alcance del gran público una versión amena, animada, bien escrita, con personajes vivos y documentación solvente, de un siglo decisivo de la historia española: la invasión francesa, las luchas por la independencia contra los ejércitos de Napoleón, la reacción absolutista de Fernando VII, las guerras carlistas.

Su mérito no es haberlo hecho sino cómo lo hizo: con objetividad y un espíritu comprensivo y generoso, sin parti pris ideológico, tratando de distinguir lo tolerable y lo intolerable, el fanatismo y el idealismo, la generosidad y la mezquindad en el seno mismo de los adversarios. Eso es lo que más llama la atención leyendo los Episodios: un escritor que se esfuerza por ser imparcial. Nada hay más lejos del español recalcitrante y apodíctico de las caricaturas que Benito Pérez Galdós. Era un hombre civil y liberal, que, incluso, en ciertas épocas se sintió republicano, pero, antes que político, fue un hombre decente y sereno; al narrar un período neurálgico de la historia de España, se esforzó por hacerlo con imparcialidad, diferenciando el bien del mal y procurando establecer que había brotes de los dos en ambos adversarios. Esa limpieza moral da a los Episodios nacionales su aire justiciero y por eso sentimos sus lectores, desde Trafalgar hasta Cánovas, gran cercanía con su autor.

Escribía así porque era un hombre de buena entraña o, como decimos en el Perú, muy buena gente. No siempre lo son los escritores; algunos pecan de lo contrario, sin dejar de ser magníficos escribidores. El talento de Pérez Galdós estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble.

Se advierte también en su vida privada. Permaneció soltero y sus biógrafos han detectado que tuvo tres amantes duraderas y, al parecer, muchas otras transeúntes. A la primera, Lorenza Cobián González, una asturiana humilde, madre de su hija María (a la que reconoció y dejó como heredera), que era analfabeta, le enseñó a escribir y leer. Sus amoríos con doña Emilia Pardo Bazán, mujer ardiente salvo cuando escribía novelas, son bastante inflamados. “Te aplastaré”, le dice ella en una de sus cartas. No hay que tomarlo como licencia poética; doña Emilia, escritora púdica, era, por lo visto, un diablillo lujurioso. La tercera fue una aprendiz de actriz, bastante más joven que él: Concepción Morell Nicolau. Pérez Galdós apoyó su carrera teatral y el rompimiento, en el que intervinieron varios amigos, fue discreto.

Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista es el narrador de sus historias, que éste es siempre —personaje o narrador omnisciente— una invención. Por eso sus narradores suelen ser personajes “omniscientes”, que, como Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, tienen un conocimiento imposible de los pensamientos y sentimientos de los otros personajes, algo que conspira contra el “realismo” de la historia. Pérez Galdós disimulaba esto atribuyendo aquel conocimiento a los “historiadores” y testigos, algo que introducía una sombra de irrealidad en sus historias; pasaban, a la larga, desapercibidos, pero sus lectores más avezados debían de adaptar su conciencia a aquellos deslices, después de que Flaubert, en las cartas que escribió a Louise Colet mientras hacía y rehacía Madame Bovary, dejara claro esta revolucionaria concepción del narrador como personaje central, aunque a menudo invisible, de toda narración".





Acceder al interior del autor -escribe a su vez el académico de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando, Juan Van-Halen, en su artículo "Galdós, desmemoriado", publicado en ABC en pasado día 2 de abril-.  resultó una difícil misión, y los intentos más conseguidos han sido posteriores a su muerte. El escritor, el novelista, el autor teatral Galdós se han derramado en una amplísima bibliografía en el siglo transcurrido, y se han ido desvelando partes, sólo partes, del enigma, 


"Benito Pérez Galdós alcanzó enorme éxito en vida -comienza diciendo Van-Halen-, y al cumplir un siglo con la muerte no ha dejado de ser leído, y mucho, una generación tras otra. No ha padecido eclipse alguno, y pienso, como ejemplo de eclipse, en Azorín. Hace ya quince años preparé para Visor una edición de «Memorias de un desmemoriado», una galería de recuerdos que publicó primero en «La Esfera» a lo largo de 1915 y 1916. De siempre me atrajo el interés de Galdós en que no conociésemos, o conociésemos insuficientemente, pasajes de su vida: su desmemoria intencionada.

Los silencios galdosianos son relevantes. Se han dedicado a nuestro autor cerros de páginas y a menudo transitamos entre nieblas. Se cuidó con tenacidad de cerrar los accesos a su castillo interior y defendió sus sombras. Cuando Leopoldo Alas preparó su temprano trabajo biográfico, en 1889, llegó a desesperarse ante la pared de secretismo que alzaba su biografiado. Escribe: «Después de larga y amabilísima correspondencia vinimos a parar en que Galdós no sabía a punto fijo lo que eran datos, lo que se le pedía...», y se sorprende de que tenga sus historias «bajo llave». Galdós le aclara: «Las de verdadero interés son de un carácter privado y reservado, al menos por ahora y en algún tiempo».

Otros muchos se dolieron de esas oscuridades. El crítico José F. Montesinos, autor en 1968 de una apreciable obra sobre Galdós, atribuye ese caparazón a la timidez: «Todo contribuyó a que no sepamos hoy nada de lo que nos interesaría saber». Y, entre sus contemporáneos, Eugenio d’Ors escribía en 1907: «Nada de ti sabemos, Galdós misterioso». En esa estela, Gregorio Marañón, que siendo niño conoció a Galdós y no dejó de tratarle hasta su muerte, siempre como amigo cercano, al final como médico, en momentos apurados también como confidente y hasta de mediador en alguno de sus conflictos de faldas, incluyó en su «Amiel», en 1933, un sugestivo apunte definitorio: «Hombre superviril y mujeriego, aunque tímido con las mujeres».

La timidez no sólo se manifestaba en su trato con las mujeres -en sus años escolares, en las tertulias de café y en el Congreso de los Diputados le envolvió fama de retraído- y probablemente este mirarse hacia adentro tuvo que ver con los pasajes oscuros de su biografía. Galdós hizo decir al señorito Viera en «Realidad»: «Todos tenemos nuestros dos mundos, todos labramos nuestra esfera oculta». Mantuvo esa esfera oculta, y muy cuidadosamente respecto a algunas de sus relaciones amorosas, como lo fue su intensa intimidad con mi contrapariente Emilia Pardo Bazán, como se desprende de la correspondencia entre los amantes. Nos han llegado treinta y dos cartas de la condesa a Galdós que sorprendentemente él, tan sigiloso, no destruyó -las dirigidas a ella no se conservan-, en las que se manifiestan los engranajes cautelosos de sus encuentros para preservar el secreto de los amores entre una mujer separada que brillaba en sociedad y un ya famoso novelista.

El sigilo amatorio de Galdós llegaba a extremos curiosos, como firmar sus cartas con nombres figurados y remitir sobres ya escritos por él para las cartas de respuesta a las suyas, de modo que se dificultase la identificación de sus amantes, y lo llevó a los demás aspectos de su vida. Así los pasos por su biografía encuentran a menudo trampas, recovecos y claves que los investigadores descifran trabajosamente.

Galdós está en sus obras. El Galdós de sus primeros años madrileños se refleja en personajes como Miquis, Ibero y Halconero. Y un Galdós, ya de vuelta de tantos pesares, se enmaraña, como figura y contrafigura, en el Tito de los «Episodios» finales. Y Galdós está, acaso sobre todo, en «El amigo Manso». Y se derrama, fragmentariamente, en otros personajes, como Moreno Isla, Ponce, Ido del Sagrario, Juan Santa Cruz...

También se adivinan en sus obras personas cercanas al escritor: familiares, amantes, tipos que le dejaron huella. Galdós los convierte en personajes. Parece evidente que en «Doña Perfecta» se refleja la madre del escritor, que Irene está relacionada con alguna decepción suya, que la Augusta de «Realidad» tiene que ver con la de Pardo Bazán, que esas cartas femeninas de «Tristana» están emparentadas con las cartas que él recibía de alguna de sus amantes conocidas... Y, lo que me es muy grato, que Salvador Monsalud, personaje central de la segunda serie de los «Episodios», es un trasunto de mi directo antepasado el «oficial aventurero» biografiado por Baroja. El paralelismo entre las situaciones narradas por el militar liberal en sus Memorias y la narración galdosiana, incluso en los detalles y expresiones, supone a menudo un calco, sobre todo en «La segunda casaca». Al historiador Ricardo Martínez Cañas debemos un interesante trabajo sobre esta inspiración galdosiana a la hora de construir su personaje: «Juan Van Halen y el Monsalud de Galdós».

Llegamos a Galdós a través de las creaciones magníficas de sus criaturas. Acceder al interior del autor resultó una difícil misión, y los intentos más conseguidos han sido posteriores a su muerte. El escritor, el novelista, el autor teatral Galdós se han derramado en una amplísima bibliografía en el siglo transcurrido, y se han ido desvelando partes, sólo partes, del enigma. Desde la biografía de Berkowitz, de 1948, un intento interesante pero sólo conseguido parcialmente, «Vida de Galdós», de 1996, de Pedro Ortiz Armengol, galdosiano impenitente, es a mi juicio el más riguroso trabajo hasta la fecha destinado a rasgar las sombras biográficas de nuestro autor.

Galdós escribió poco sobre sí mismo para lo que se hubiese esperado de una de las cumbres de la literatura en castellano y uno de los españoles en vida más reconocidos y populares. Resaltó D’Ors: «Lo que sí hace es, si no escribir acerca de sí mismo, escribir las memorias de todo el pueblo español». Asimiló y admiró a Balzac y a Dickens. Y pronto devoró las obras de Dostoyevski y de Tolstói. En su prosa, siempre, Cervantes. Recuerda Gullón que en «El amigo Manso» «hay párrafos calcados de textos cervantinos; lo considero homenaje explícito, reconocimiento de deuda con el maestro». Y concluye: «Galdós es el gran heredero español de Cervantes; su continuador»

Sufrió la envidia, un mal tan español, y fue derrotado en su primer intento de entrar en la Academia en enero de 1889; ingresó, por unanimidad, en abril. Y nunca consiguió el premio Nobel que rondaba desde 1912. En 1915 estuvo a punto pero fueron miles las cartas desde España que la Fundación Nobel recibió en su contra. Jugaron sus bazas, además de la envidia, sus sucesivas y a veces contradictorias adscripciones políticas y su anticlericalismo. Que Galdós no obtuviese el Nobel es otra injusticia, entre tantas, del sanedrín sueco".




Casa natal de Galdós en la calle Cano, de Las Palmas de Gran Canaria


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lunes, 13 de abril de 2020

[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Mario Vargas Llosa



El académico Mario Vargas Llosa en su toma de posesión



La Real Academia Española se creó en Madrid en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. En sus primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. El 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. La RAE ha tenido un total de 483 académicos de número desde su fundación. 

A esta sección del blog iré subiendo periódicamente una breve semblanza de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 

Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la RAE con la del académico Mario Vargas Llosa Mario Vargas Llosa, nacido en Arequipa (Perú), el 28 de marzo de 1936. Elegido el 24 de marzo de 1994, tomó posesión de la silla "L" el día 15 de enero de 1996 con el discurso titulado Las discretas ficciones de Azorín, al que respondió, en nombre de la corporación, Camilo José Cela.

Vargas Llosa estudió Letras y Derecho  en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima. En la Universidad Complutense de Madrid obtuvo, en 1971, el doctorado en Filosofía y Letras con una tesis dirigida por el académico Alonso Zamora Vicente, trabajo que luego se publicó bajo el título García Márquez: historia de un deicidio (1971). Ha sido profesor visitante en distintas universidades de Gran Bretaña, Estados Unidos, Puerto Rico, Alemania y España, y presidente del Pen Club Internacional (1976-1979). Es miembro de la Academia Peruana de la Lengua desde 1975.

Con doble nacionalidad desde 1993 —peruana y española—, Vargas Llosa recibió en 2010 el Premio Nobel de Literatura con un «Elogio de la lectura y la ficción». También ha sido distinguido con el Premio Rómulo Gallegos (1967), el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1986), el Premio Planeta (1993), el Premio Cervantes (1994) y el premio iberoamericano Libertad Cortes de Cádiz (2014). En su juventud colaboró como articulista en distintos medios de comunicación, tanto en Perú como en Francia y otros países, actividad que ha continuado hasta hoy. Su columna Piedra de toque se publica quincenalmente en el diario El País.

Novelista, ensayista y dramaturgo, es autor de una extensa bibliografía iniciada en 1959 con el libro de relatos Los jefes. Su reconocimiento como escritor se produjo tras la aparición en Barcelona de La ciudad y los perros (1962), por la que obtuvo, ese mismo año, el Premio Biblioteca Breve y posteriormente el Premio de la Crítica (1964). La obra fue reeditada en 2012, con motivo del cincuentenario de su publicación, en la colección de ediciones conmemorativas de la RAE y la ASALE. A este título le siguieron, entre otros, La casa verde (1965), Conversación en la Catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La guerra del fin del mundo (1981), Lituma en los Andes (1993), La fiesta del Chivo (2003), Travesuras de la niña mala (2006) y El sueño del celta (2010). Algunas de estas novelas han sido llevadas al cine: La ciudad y los perros, Pantaleón y las visitadoras y La fiesta del Chivo. Las obras completas de Mario Vargas Llosa han sido editadas en España, en once volúmenes, por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.




Real Academia Española, Madrid



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