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martes, 23 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Imaginarios



Fotograma de la película Taking-off, de Milos Forman (1971)


"Espero que nadie me acuse de falta de respeto o de frivolidad, -escribe el filósofo Manuel Cruz en el A vuelapluma de hoy martes [Aguardando la llegada del Apocalipsis. La Vanguardia, 13/6/20]- por proponer una paráfrasis, de resonancias difusamente orteguianas, del dictum de Marx “la ideología de una sociedad es la ideología de la clase dominante” que lo reformulara en estos otros términos: “El imaginario dominante en una sociedad es el imaginario de la generación domi­nante”.

No pretendo atribuir a las generaciones rasgos y capacidades que, manifiestamente, no les corresponden. Es obvio que el poder, o los poderes, son los que son y están donde están, y nada de ello depende de la fecha de nacimiento de los protagonistas. Pero no es menos verdad que el imaginario colectivo más influyente en un momento dado en una sociedad no se puede entender como el resultado mecánico de la eficacia de estructuras económicas, sociales u otras de análoga importancia, sino que más bien es el efecto, el precipitado final, de una particular y contingente ar­ticulación entre ellas. De ahí que en muchos momentos pueda haberse puesto de moda, pongamos por caso, la estética de un sector social objetivamente marginal o que en materia de ideas u opiniones obtengan una gran difusión algunas que no coin­ciden apenas con los intereses de los más poderosos.

Pero precisamente porque no se da una correspondencia perfecta entre las ideas y las estructuras de poder, tampoco habría que descartar que un discurso generacional que irrumpe en el espacio público con una apariencia y unas formas rompedoras termine dando cuenta de lo existente mejor que alguno de los discursos precedentes que se tenía a sí mismo como el no va más de la adecuación a la realidad. Intentaré ilustrar esta idea con un ejemplo. En la famosa película de Milos Forman Taking off , de 1971, hay una escena, a mi entender, reveladora a este respecto. El joven músico con el que se había fugado la adolescente protagonista, y que termina aceptando la invitación a cenar en el domicilio familiar de ella, no es, como inicialmente pensaba el padre de la chica, un pobre hippy colgado de una guitarra que no entiende cómo en realidad funciona el mundo. Por el contrario, es un tipo inteligente que entiende lo que está pasando mucho mejor que su anfitrión. No solo es alguien que ya ha ganado más dinero que él, sino que, por añadidura, ha detectado que la industria de la música va a ser uno de los grandes negocios del futuro inmediato y, por tanto, le va a permitir un triunfo social y un nivel de vida que aquel que tan desdeñosamente le juzgaba no hubiera podido ni imaginar para sí.

Si algo parece dejar claro el ejemplo es que buena parte de los representantes de aquella generación, aunque ignoraban lo que les iba a deparar el porvenir, tenían hambre de futuro. En ese sentido, bien podría afirmarse, como ya hizo no recuerdo quién, que hemos pasado de la generación del futuro a la generación sin futuro. Porque la cuestión, llegados a este punto, es si la nueva generación que ha irrumpido en todos los ámbitos de la vida social de manera irreversible en los últimos años está consiguiendo imponer su presunto imaginario en el conjunto de nuestra sociedad. Por lo pronto, no parece que dicha irrupción haya venido acompañada de un discurso propio, más allá de la gestualidad disruptiva del 15-M, del que va camino de cumplirse ya una década. De hecho, incluso algunas de sus consignas más exitosas (comenzando por el “Sí, se puede”) no van mucho más allá de un voluntarioso remake de las parisinas de hace medio siglo.

Pero, de ser correcto lo anterior, ni sería una buena noticia ni habría que convertir a las víctimas de una situación en responsables de esta. El reproche que, en todo caso, se les podría dirigir a los que llegaron más tarde no es bajo ningún concepto el de haber generado la realidad actual, sino más bien el de no haberla entendido adecuadamente. En realidad, lo cierto es que a quien le calzan como un guante algunos de los rasgos del imaginario colectivo hegemónico en este momento es, si acaso, a la generación declinante, esa que ya ha empezado a emprender el camino de retirada de la esfera pública. En efecto, se diría que aquellos a los que no les queda futuro en sentido casi literal han terminado por proyectar su percepción sobre el resto. Y, de esta forma, resulta que no solo encontramos debatidas en la agenda pública las cuestiones que más les interesan, sino también, e igualmente significativo, constatamos que prácticamente han desaparecido de esta otras, que ocupaban buena parte de la atención colectiva hasta fechas relativamente recientes.

Así, respecto a esto último, son ya casi residuales en sus espacios correspondientes todos aquellos productos culturales que se esforzaban por anticiparnos cómo sería el mundo dentro de unos años. Es cierto que en parte esto se ha debido a que la enorme velocidad de los cambios tecnológicos amenaza con dejar obsoleta en muy poco tiempo cualquier anticipación, por imaginativa que esta pueda llegar a ser. Hasta tal punto ello ocurre que lo que en su momento eran películas de ciencia ficción, como Star wars o Star trek , han terminado convertidas en productos de consumo en clave nostálgica para muchos.

Pero también parece evidente que la desaparición del espacio público de tales temas, y su sustitución por otros, como podrían ser los suscitados últimamente por la pandemia del coronavirus, responden a las preocupaciones de quienes se ven con menos futuro por delante (y que son los más afectados por dicha pandemia, por cierto). Pues bien, de la misma forma que conviene no incurrir en la adánica confusión, propia del adolescente, de creer que se está inventando aquello que se descubre, tampoco habría que caer en la confusión simétrica, propia del anciano presuntuoso, de pensar que la propia desaparición, como persona o como grupo, equivale al fin del mundo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 23 de marzo de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] La izquierda, hoy



La izquierda mira al futuro, por Martín Elfman


El socialismo, -comenta el catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona y expresidente del Senado, Manuel Cruz  ["La izquierda busca lugar en el mundo". El País, 15/3/2020]- a diferencia del ecologismo y el feminismo, tiene dificultades para identificar el contenido concreto de sus reivindicaciones y el debate sobre qué debe ser en este nuevo mundo está abierto

"Hacia finales de los años sesenta del pasado siglo, -comienza diciendo Cruz- el responsable del PSUC en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona —que hacía proselitismo entre los estudiantes recién llegados para que se incorporaran a las filas de su partido— utilizaba, entre otros, un argumento de carácter histórico en apariencia concluyente. Solía decir que si en los poco más de cincuenta años que habían transcurrido desde la revolución rusa un tercio de la humanidad era socialista, a poco que se le diera un empujoncito al proyecto el planeta por entero viviría bajo ese régimen. Tal vez el argumento ahora les sorprenda a algunos, pero hay que decir, en honor a la verdad, que eran muchos los que por aquel entonces hacían semejante tipo de planteamientos. Es más, tenemos constancia de que todavía en los años ochenta no escaseaban los que se atrevían con estas prospectivas macrohistóricas.

Eran aquellos, ciertamente, tiempos en los que emitir juicios acerca de la deriva pasada y previsiblemente futura de la historia parecía una tarea perfectamente plausible. El devenir de las cosas iba dejando a su paso rastros de sentido que bastaba con recoger para ir construyendo con ellos marcos de inteligibilidad global. Así, Manuel Sacristán (para mí, sin el menor género de dudas el filósofo marxista más importante que ha dado este país) en los años setenta se atrevía a hablar de cómo evolucionaría el socialismo y afirmaba que su futura bandera sería la tricolor con los colores del ecologismo, del feminismo y del socialismo.

Ciertamente, a primera vista parecía razonable pensar que, en lo tocante al verde de la reivindicación ecologista, la coincidencia entre los diversos sectores de la izquierda o terminaría siendo completa (fuera de algunos matices) o no debería resultar muy difícil de alcanzar. Algo similar creo que parecía poder sostenerse respecto al violeta de la reivindicación de igualdad real entre hombres y mujeres. De esta fluida coincidencia algunos, como el mencionado Sacristán, extraían como conclusión irrebatible y que parece haber hecho fortuna con los años, que el futuro del socialismo pasaba en gran medida por hacer suyas las reclamaciones del feminismo y del ecologismo (por mi parte, empecé a referirme a este asunto en un artículo periodístico: “¿Casa común o causa común?”, El Periódico de Cataluña, 18 de diciembre de 2019).

Pero tal vez la conclusión, aceptable en principio en sí misma, no resulte tan enormemente satisfactoria como algunos (bastantes, dicho sea de paso) parecen pensar. A efectos de evitar malentendidos inútiles, me apresuro a precisar que, por formularlo con terminología escolástica, una cosa es que en el presente momento histórico asumir las reivindicaciones verde y violeta constituya una condición necesaria para desarrollar un programa de izquierdas, y otra que la constituya suficiente —esto es, en definitiva, lo que estoy intentando plantear aquí—. Porque del hecho de que hoy pueda existir una coincidencia estratégica entre los tres sectores todavía no se desprende que haya que someter a reconsideración el contenido de la idea de socialismo heredada y pasar a entender dichos sectores como tres dimensiones de un mismo proyecto.

Para poder hacerlo, para llevar a cabo esta refundación teórica, se requiere la existencia de una argamasa o, si se prefiere, de un denominador común que las cohesione. Si no disponemos de él, cualquiera podría acusar a un planteamiento como el señalado de andar pensando el socialismo del futuro en términos de una mera yuxtaposición de tres tipos de reivindicaciones. La acusación no carece de sentido. Solo estableciendo el vínculo existente entre los tres dispondremos del criterio que nos permita establecer prioridades en el momento en que las urgencias que se vayan planteando nos obliguen a ello. Y es obvio que la realidad nos va a colocar de manera constante en la tesitura de tener que decidir qué opción hacemos pasar por delante.

De no ser capaces de establecer el criterio, corremos el riesgo de que la incorporación de nuevos invitados (ecologismo y feminismo) a la causa de la izquierda termine por operar a modo de cortina de humo que oculte el desdibujamiento y la consiguiente debilidad de lo que hasta el momento había constituido el nervio de su proyecto. No estamos hablando de peligros imaginarios, ni suscitando debates puramente académicos. El ingente número de páginas escritas desde hace ya tiempo sobre el futuro del socialismo acredita que lo que está en juego va mucho más allá. Dicho apenas de otra forma, parece estar más claro el significado del verde ecologista y el violeta feminista que el del rojo, que con dificultad podríamos especificar a qué lo hacemos equivaler. O, lo que viene a ser prácticamente lo mismo, nos costaría precisar el contenido concreto que le atribuimos a la genérica reivindicación de justicia social, habitual en los programas y en las proclamas de las formaciones que se tienen por socialistas o, más genéricamente, de izquierdas.

Precisamente por ello, para avanzar en este esclarecimiento resulta obligado intentar definir previamente, aunque sea de manera tentativa, el marco de lo que entendemos en general por socialismo hoy. Excluyendo de partida respuestas del tipo “socialismo es lo que hacen los socialistas”, que, aunque nadie se atreva a plantear explícitamente, demasiados parecen dar por supuesta. Claro que, frente a esto, tampoco basta con postular el planteamiento inverso, esto es, el de que son socialistas aquellos que comparten el ideario del socialismo. Para que esta otra respuesta —la correcta desde el punto de vista lógico— resulte aceptable se impone entrar en la especificación, por mínima que sea, de ese ideario. Porque lo que resulta insuficiente a todas luces a estas alturas es permanecer en el plano más abstracto del asunto y dedicarnos a discutir sobre la egaliberté balibariana ([de Étienne Balibar], ojito con la primera “a”, que se presta al chiste en caso de confusión) y otras cuestiones de parecido carácter general. Frente a esto, entrar en la especificación del ideario socialista implica plantearse, entre otras cuestiones, la del trabajo, la propiedad o el Estado (y el eventual papel predistributivo o redestributrivo que debe desempeñar este) y a continuación precisar cuál es la posición del socialismo al respecto.

Tal vez en otros momentos del pasado esta exigencia de clarificación previa del marco teórico se hubiera considerado casi innecesaria, por obvia. Pero hoy las cosas son diferentes y, como sabemos, no faltan quienes atribuyen al olvido de este orden de cuestiones (especialmente, aunque no solo, en beneficio de las identitarias de diverso tipo, que no precisan de clarificación metodológica alguna porque con lo emocional van más que sobradas) la comprometida situación de la izquierda en muchos lugares en la actualidad. Se trataría, en caso de haberlo, de un olvido sintomático, revelador de las carencias e incertidumbres programáticas de la hora presente. Carencias e incertidumbres que, por añadidura, algunos pretenden ocultar desviando el foco de la atención hacia un debate que sin duda las formaciones políticas no tienen más remedio que abordar pero que, de hacerlo en el momento inadecuado, no hace más que generar confusión tacticista. Me refiero a ese debate que reduce el futuro del socialismo a la búsqueda de nuevos caladeros de votos. El debate resulta tan ineludible desde el punto de vista electoral como inane desde el teórico. Lo que nos devuelve al meollo del asunto que estamos intentando plantear.

Si todo lo anterior resulta hoy particularmente preocupante es porque parecen dibujarse en el horizonte signos que podrían anunciar algunas transformaciones muy relevantes en la actitud que mantienen ciertos sectores sociales y grandes corrientes políticas respecto a algunos de los principales problemas que más preocupan al conjunto de la ciudadanía en este momento. Estoy pensando, en primer lugar, en el hecho de que tanto en algunos países europeos (Austria) como en nuestro propio país (Andalucía) sectores conservadores hayan planteado explícitamente acuerdos, cuando no alianzas, con sectores ecologistas.

En efecto, según el joven jefe de Gobierno austriaco, Sebastian Kurz, “hemos unido lo mejor de dos mundos” y, en esa misma línea, en España el presidente de la Junta, Juan Manuel Moreno Bonilla, parece decidido a convertir la causa del medio ambiente en una seña de identidad de su Gobierno. Y no son los únicos que se están pronunciando en la misma dirección, por cierto. En parecido sentido lo hacía recientemente Marion Marechal, nieta del patriarca de la extrema derecha, Jean-Marie Le Pen y sobrina de Marine Le Pen, actual presidenta del Reagrupamiento Nacional: “Es obvio para mí que la ecología es un conservadurismo. ¡Lo siento, Greta!”, declaraba. De llegar a constituir tendencia estos datos, la izquierda vendría obligada a una reflexión de fondo sobre su propia identidad.

Que estemos ante una tendencia, y no ante una mera coincidencia contingente o una artera operación publicitaria (modelo greenwashing), es una posibilidad que en modo alguno resulta desdeñable y que cabría ilustrar a través del ejemplo de la guerra. Es cosa sabida que el gran negocio que constituye la guerra para las grandes potencias se acostumbra a desarrollar en dos fases. La primera es la destrucción en sentido estricto, que permite a tales potencias no solo dar salida a los stocks de armamento acumulados por sus empresas, sino que también obliga a los Gobiernos beligerantes a un importante desembolso para reponer lo utilizado durante el desarrollo del conflicto. La segunda fase es la de la reconstrucción de lo destruido, tarea que suele ser asumida por la propia potencia que ha llevado a cabo la destrucción. Pues bien, estableciendo un paralelismo, no resulta en absoluto desdeñable tampoco que uno de los grandes negocios del futuro sea precisamente, por seguir utilizando los mismos términos, la reconstrucción de la naturaleza por parte precisamente de las empresas que de manera previa y durante mucho tiempo se enriquecieron dañándola de manera severa.

De confirmarse la tendencia, otro juicio que hacía el antes mencionado Manuel Sacristán debería ser sometido asimismo a revisión. Afirmaba el filósofo por aquellos mismos años setenta, cuestionando la tópica y simplista identificación entre derecha y conservación, e izquierda y transformación, que los conservadores de nuestros días lo único que en realidad conservan es el registro de la propiedad, dedicándose a la transformación (destructiva) de todo lo demás. Este cuestionamiento del viejo tópico por parte de Sacristán, cuestionamiento que en aquel momento dejaba a la izquierda el campo libre para reescribir su agenda política en clave conservadora de lo mejor de la herencia recibida (naturaleza incluida), debería ahora, a la vista de lo que ha empezado a suceder, ser vuelto a pensar de nuevo. Lo que, con toda probabilidad, daría lugar a la constatación de que el proyecto de la izquierda se habría visto privado de uno de los elementos con los que había intentado configurar una nueva especificidad.

Asimismo, en segundo lugar, no creo que resulte demasiado aventurado contemplar la posibilidad de que sectores sociales y políticos conservadores amplíen el radio de las reivindicaciones asumibles incluyendo dentro de él las planteadas por el feminismo. Igual que antes, apresurémonos ahora a puntualizar que tampoco habría que malinterpretar dicha posibilidad: a fin de cuentas, de darse, vendría a ser una de las consecuencias últimas de la declarada vocación de transversalidad por parte de dicho movimiento. De momento, lo que es un hecho es que no hay en la actualidad ninguna formación política ni sector de opinión que impugne abiertamente las reivindicaciones feministas (incluso en el caso de Vox alguien podría interpretar que sus críticas a los presuntos excesos del feminismo constituyen en realidad la única forma de discrepar de él que se atreven a formular en público, ya que sus reivindicaciones básicas —contra la violencia, por la igualdad...— han alcanzado un abrumador respaldo social)”.

Tanto es así, que no faltan quienes, aun reconociendo que a dichas reivindicaciones les queda todavía mucho recorrido para materializarse por completo, entienden que han perdido su carácter más radical, carácter que habría sido recogido por los colectivos LGTBI, únicos que estarían impugnando hasta sus últimas consecuencias el modelo de sexualidad heredado. Pero esta efectiva generalización del feminismo, que podría ser leído en clave de hegemonía en la esfera del discurso público, tendría también una dimensión negativa, en tanto que pérdida, para el proyecto de la izquierda, que se vería de esta forma privado del segundo de los elementos en los que se había apoyado para intentar definir una nueva especificidad (tripartita, para entendernos).

Me cuesta imaginarme la argumentación que utilizaría, medio siglo después, el estudiante de izquierdas de segundo ciclo que quisiera atraer hacia su causa al compañero recién llegado a la Facultad. Lo que no podría plantearle, con toda seguridad, serían consideraciones pretendidamente macrohistóricas del tipo de las aludidas al principio del presente texto, porque sin duda se le volverían en contra. El triunfalismo de hace medio siglo ha mutado en esto. No solo es que el capitalismo en tanto que modo de producción se haya quedado solo en el planeta: es que se ha permitido el sarcasmo, innecesariamente cruel, de que su locomotora más eficaz sea un país hasta hace no tanto socialista como es China. Sin que nos quede siquiera el consuelo, fukuyamiano, de pensar que, aunque el socialismo ha desaparecido de la faz de la Tierra, la democracia se expande. Porque, más allá de que la contabilidad de países que asumen un modelo de democracia liberal vaya en aumento, lo cierto es que en el seno de los mismos los valores propiamente liberales están de manera creciente en entredicho. No hace falta poner ejemplos, ¿verdad?".




El filósofo Manuel Cruz



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jueves, 26 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Elogio de la palabra



Dibujo de Raquel Marín para El País


Quienes convierten lo que debería ser confrontación de ideas en pura esgrima verbal, quienes sustituyen el argumento por el insulto, convierten los lugares de encuentro en una forma particular de barbarie, escribe en el A vuelapluma de hoy jueves el filósofo y senador socialista Manuel Cruz. 

"Los filósofos neopositivistas (Russell, Carnap, el primer Wittgenstein…) gustaban de repetir una afirmación que convendría no echar del todo en saco roto -comienza diciendo Cruz-. Era una afirmación tan sencilla como demoledora: nuestro lenguaje permite construir frases de apariencia significativa pero que carecen por completo de significado. Ellos utilizaban la rotunda afirmación como arma arrojadiza contra la metafísica y sus excesos, y les servía para mostrar el sinsentido profundo de algunos filosofemas que sus adversarios teóricos tenían por profundos (por señalar la célebre invectiva carnapiana: la tesis de Heidegger “la nada nadea”, que parece querer significar algo, incluso trascendente, es una construcción tan vacía como lo sería “la lluvia llueve”). Sin duda se pasaban de frenada en la crítica, como la filosofía posterior no se ha cansado de señalar, lo que no significa que no observaran algo pertinente. Cosa que queda clara si, en vez de enredarnos con la filosofía (siempre tan suya), aplicamos la advertencia neopositivista a nuestro lenguaje habitual, especialmente al utilizado en la esfera pública. Si nos detenemos en este ámbito certificaremos en qué medida el lenguaje puede terminar jugándonos malas pasadas, hasta qué punto resulta frecuente hacer (y hacerse) trampas con las palabras. Pero de dicha constatación deberíamos extraer, además de una advertencia ante esos peligros, un elogio inequívoco.

En efecto, el lenguaje es un artefacto de un poder tal que puede servir tanto para generar el mayor de los daños como para provocar la más intensa felicidad (que se lo pregunten, si no, a los enamorados), que tanto permite iluminar la realidad, contribuyendo a hacerla más inteligible (cómo no recordar aquí el “¡Inteligencia!, dame el nombre exacto de las cosas! / ... Que mi palabra sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente”, de Juan Ramón Jiménez), como puede oscurecerla por completo, lo que sucede cuando caemos presos de las mil formas de embrujo del lenguaje.

Para nuestra desgracia, es de esto último de lo que resulta más fácil encontrar ejemplos. El lenguaje político, utilizado tanto por los representantes de los ciudadanos como por los medios de comunicación, es fuente casi inagotable de ilustraciones al respecto. Pensemos en la cantidad de ocasiones en las que aceptamos acríticamente la valoración que desliza una expresión que viene cargada de connotaciones (que estas sean positivas o negativas es en cierto modo lo de menos). Así, en momentos en los que las circunstancias parecen obligar a que las fuerzas políticas se sienten a dialogar es frecuente que alguien saque a relucir, obviamente para rechazarla, la expresión “líneas rojas”, dando por descontado que aquel que ose plantear alguna está acreditando por este solo hecho su intransigencia y escasa disposición al diálogo.

Pero el supuesto está lejos de ser obvio. ¿O acaso alguien consideraría una línea roja afirmar que hemos de organizar nuestra convivencia en el marco del respeto a los derechos humanos? En el bien entendido de que, además, defender un tal marco no implica en absoluto resistirse a modificarlo: podemos ampliar o modular los derechos, aunque siempre bajo la premisa de que es solo su negación lo que nos resulta inaceptable. Sin embargo, no faltan entre nosotros los que consideran, por ejemplo, que la propuesta de que el diálogo político únicamente puede transcurrir en el marco del respeto a la legalidad constituye un apriorismo (una línea roja) inaceptable, que delataría según ellos la estrechez mental y el dogmatismo de quien sostiene semejante cosa. Pero ninguno de estos peligros debería hacernos olvidar que la palabra es también precisamente la mejor herramienta de la que disponemos para sortearlos y, a continuación, empezar a construir entre todos el modelo de sociedad en el que queremos vivir o, si se prefiere, el ideal de vida buena que estamos dispuestos a perseguir. No otra cosa, en definitiva, debería ser la política. Por eso, sostener que ha llegado la hora de la política es un sinónimo de afirmar que ha llegado la hora de la palabra. De la buena palabra, claro está, de la palabra que ilumina y no de la que oscurece, de la palabra que nos ayuda a vivir juntos y no de la que legitima el rechazo del otro.

Nadie ha dicho que vaya a ser una tarea fácil. Nuestra sociedad está fuertemente emotivizada, y nada hay de casual en dicha deriva. En tiempos de incertidumbre como los que nos está tocando vivir, definitivamente abandonados todos los grandes relatos que antaño nos cobijaban, los sentimientos han venido a sustituir a las convicciones. Sabíamos, porque nos lo dejó dicho Marcel Proust (y Miguel Ángel Aguilar ha hecho suya la tarea de recordárnoslo), que hay convicciones que crean evidencias. Lo nuevo de nuestro tiempo es que esa tarea de producción de evidencias la han asumido los sentimientos. Ellos parecen haber pasado a ser para muchos el único lugar seguro, el único lugar a salvo del cuestionamiento permanente de todo.

Pero los sentimientos no pueden constituir por definición la última instancia. Porque lo que nos hace propiamente seres humanos no es que experimentemos sentimientos o pasiones, sino que seamos capaces de gobernarlas. Se ha jaleado en exceso desde hace ya un tiempo esta dimensión emocional, como si dicho registro fuera un valor en sí mismo, un valor incuestionable. No deja de ser curioso que se hable tanto últimamente en ciertos ámbitos de inteligencia emocional y de la necesidad de educar las emociones, y que, no obstante, no le pongamos el menor reparo a ese registro, y lo aceptemos sin más tal como se da, cuando afecta a los nuestros. En el fondo, aunque no nos atrevamos a explicitarlo, el convencimiento que parece subyacer a esta actitud es el de que las emociones que necesitan ser educadas son siempre, por definición, las de los demás.

No cabe, en ese sentido, mayor elogio de la palabra que este: la última instancia de la argumentación solo la puede constituir la palabra misma. O, dicho de una manera un tanto redundante, la última palabra le ha de corresponder siempre a la palabra misma. De ahí que no haya mayor rechazo de la política que el que representa negarse a escuchar la palabra del otro, ni mayor contradicción que la de unos representantes políticos en sede parlamentaria ahogando con sus gritos y abucheos la intervención de un adversario. No se trata, por tanto, de reincidir en viejas y probablemente inanes contraposiciones entre razón y emociones. Porque el lenguaje es ya, en sí mismo, la materialización de la razón. Y si alguien contraargumentara que hay muchos usos del lenguaje, la respuesta inevitable sería la de que también la razón se dice de muchas maneras. En todo caso, es en la palabra donde se pone a prueba el valor de cualquier propuesta.

Por eso, quienes convierten lo que debería ser confrontación de ideas en pura esgrima verbal, quienes sustituyen el argumento por el insulto, quienes se niegan a hablar de todo (como si carecieran de argumentos para defender sus ideas) y quienes solo quieren hablar de una cosa (como si todo lo demás no les importara lo más mínimo), no solo acreditan con semejantes actitudes no estar a la altura de la herencia recibida, sino que llevan a cabo algo mucho más grave. Porque empeñarse en destruir ese específico lugar de encuentro entre los ciudadanos que es la palabra solo puede ser considerado, a la vista de todo lo que hemos visto hasta aquí, como una forma de barbarie. La más actual y acorde con los tiempos, por cierto".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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miércoles, 4 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Apología del Senado (como ágora)




Dibujo de Eulogia Merle para El País


Yo, de niño, quería ser senador. No de la Roma repúblicana, que me quedaba muy lejos. Ni del Estado español franquista, cuyo sucedáneo era el Consejo Nacional (que me atraía un poco más). No, yo quería ser senador del Senado de los Estados Unidos de América. Pero me faltaba la nacionalidad, y eso me parecía algo complicado de solventar. ¿Y por qué ese deseo de ser senador del Senado de los Estados Unidos de América, se preguntarán ustedes? Pues muy sencillo, porque quería emular a quien era mi personaje público favorito de principios de los 60: John F. Kennedy. De mi admiración por él en aquella lejana época de mi infancia y primera juventud ya he escrito a menudo en el blog. No voy a reiterarme. Más tarde, con el paso de los años, tras la restauración  de la democracia y la entrada de España en la Unión Europea mis intereses se volvieron más caseros: deseaba ser senador, ahora sí, del Senado español, y miembro del Parlamento Europeo. Pero ya ven, ni siquiera conseguí ser concejal de mi ciudad, cargo al que opté por dos veces. La segunda con ciertas posibilidades de éxito, pero tampoco coló... Termino esta íntima digresión de hoy que no acabo de entender muy bien a qué rábanos ha venido, con una frase que recuerdo haber oído a otra gran persona a la que admiro profundamente: Joan Manuel Serrat. Dijo Serrat (y espero que no sea apócrifa porque se la tengo adjudicada a él con mucho cariño): "La felicidad consiste en aspirar a cumplir todos nuestros deseos y conformarnos con lo que nos toque". Es verdad, por eso soy feliz.

El filósofo y profesor Manuel Cruz, actual presidente del Senado (y espero que por una legislatura completa al menos) escribe sobre el Senado como ágora, ya saben la plaza pública que en Atenas servía de reunión a los ciudadanos de la polis. La Cámara Alta, dice Cruz, tiene la oportunidad de ser un espacio de debate y encuentro idóneo para atender todos los problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. A mí personalmente, que sigo soñando despierto con ser senador (de "senectus": anciano), me ha gustado mucho. Por eso lo subo hoy al blog en este "A vuelapluma". Porque es algo que a mí me hubiera gustado contribuir a lograr como senador del Senado de España.

Quien albergue el firme propósito de neutralizar una demanda tiene a su disposición una vieja fórmula, de eficacia probada, comienza diciendo Cruz. Se trata de presentar dicha demanda cada cierto tiempo, pero cuidándose mucho de que nada cambie como consecuencia de la presentación. De esta manera, se consigue que los destinatarios del mensaje se acostumbren tanto a verla presentada como a la ausencia de resultados. El desenlace último de tanta vana insistencia es que la reclamación originaria queda convertida en una letanía tan previsible como bienintencionada, que se ve incorporada al catálogo de reivindicaciones heredadas, pero de la que nadie espera que se derive verdaderamente consecuencia alguna. Ni siquiera se trata, pues, como en la sentencia de Lampedusa en El gatopardo, de que “todo cambie para que todo siga igual”. A veces, parece que basta con limitarse a formular el deseo, sin más, para así dar por concluido un deber institucional o político.

Eso es en buena medida lo que parece haber ocurrido con el debate sobre el papel del Senado desde hace décadas. El diagnóstico sobre la necesidad de su reforma es compartido de manera prácticamente unánime por todas las fuerzas políticas, y así se ha venido expresando a lo largo de varias legislaturas, especialmente al inicio de las mismas. Todo el mundo ve necesario dotar al Senado de mayor peso y relevancia, y adecuarlo así de forma genuina a lo que la Constitución de 1978 nos dice que es: una Cámara de representación territorial y, también, de segunda lectura legislativa. Sin embargo, las urgencias y coyunturas de una vida política cambiante —que ha pasado de un escenario de bipartidismo imperfecto a un multipartidismo al que aún nos hemos de acostumbrar, pero cuyo destino no deja de ser también incierto— siempre han terminado por imponer su ritmo y sus intereses, aunque estos no fueran siempre los de España. Eso debe cambiar, y ha de hacerlo en la presente legislatura.

Soy muy consciente de las dificultades de la tarea, y a ellas ya me referí en mi discurso de toma de posesión: son demasiados los matices jurídicos y políticos que hacen de mi intención algo complejo, y en cierta medida, ajeno a mi sola voluntad y a la del grupo que me propuso para el cargo que ahora ocupo. Pero no es menos cierto que sí se dispone de un margen determinado para acercar nuestra realidad a nuestras aspiraciones. Un terreno que estoy decidido a explorar en esta legislatura —dure lo que dure— y con el decidido objetivo de no hacer de este un esfuerzo inútil que, en palabras de Ortega, nos conduzca a todos a la melancolía, sino un camino fecundo que culmine una aspiración no solo ampliamente compartida, sino también necesaria y urgente.

Vivimos momentos de zozobra personal y política, de perplejidad ante acontecimientos que cuestionan una forma asentada de entender el mundo. El relato ilustrado se nos presenta en crisis, con la linealidad de la idea del progreso puesta en entredicho y con la consiguiente crisis de nuestra relación con el futuro. Todos hemos escuchado el generalizado lamento de que nuestros hijos e hijas vivirán peor que nosotros. Por añadidura, durante estos años convulsos las instituciones democráticas han perdido solidez y atractivo a los ojos de unos ciudadanos crecientemente desencantados, hasta el extremo de que podría hablarse de una auténtica quiebra de uno de los pilares sobre los que se sostiene el edificio democrático, a saber, la confianza entre ciudadanos e instituciones.

Ahora bien, incluso la desconfianza admite grados, y no cabe llamarse a engaño respecto a que la misma se ve agravada cuando sobre las instituciones de las que se desconfía ya recaía con anterioridad algún tipo de sospecha (de inutilidad, de obsolescencia u otra), como es el caso del Senado de España. Pero precisamente porque me ha correspondido el honor de presidirlo y he asumido el deber político y moral de reivindicarlo, me atrevo a formular esta idea con toda rotundidad. Es hora de cambiar el orden de la ecuación: si el Senado pudo ser parte involuntaria de ese problema, debe ser ahora, con más determinación, uno de los ejes de la recuperación de nuestra autoestima como ciudadanos políticos de una democracia plena.

No se trata de un mero desiderátum, y mucho menos de una mal entendida obligación institucional. Se me permitirá a este respecto una reflexión final que atañe tanto a nuestro sistema político como a nuestro momento histórico general. Dominados como están nuestro debate y nuestra vida pública por las urgencias cortoplacistas y nuestra adaptación inmediata a un nuevo sistema de partidos, el Senado tiene la oportunidad y el deber de pensar a largo plazo, de ser la conciencia estratégica de nuestro sistema político. Desde el regreso de la democracia, nunca como hasta ahora podrán ser más evidentes las virtudes del bicameralismo y del equilibrio de poderes de nuestro andamiaje institucional. No en vano acreditados especialistas gustan de referirse, de tan tentados por demasiados estímulos y falsas urgencias como nos vemos constantemente, a la capacidad de atención como el nuevo cociente intelectual de nuestros días. Pues bien, es este papel de reflexión de fondo el que nuestra Cámara Alta está en disposición de jugar mejor que ninguna otra institución.

Aspiro a que el Senado sea a partir de esta legislatura la Cámara que hable con voz más autorizada sobre aquellos asuntos relacionados con la organización y la estabilidad territorial de España. Porque no son pocas las iniciativas que podremos tomar en este sentido, desde la recepción de las conferencias de presidentes autonómicos hasta el análisis y el impulso de un nuevo sistema de financiación autonómica, pasando por la creación de ponencias y comisiones encargadas de estudiar todo aquello relacionado con lo que, de forma diáfana, podríamos encuadrar como asuntos de competencia territorial. Pero, como Senado, tenemos además una oportunidad añadida en estos años venideros: la de hacernos cargo de los retos estratégicos que afrontamos como país y como sociedad a medio y largo plazo. Ser capaces de elaborar diagnósticos ampliamente compartidos que puedan luego servir de base para el diseño de las políticas públicas adecuadas. Ser, en definitiva, una auténtica y genuina cámara de reflexión, conciencia y brújula, en la que se debatan aquellos asuntos medulares que constituyen el entramado básico de las preocupaciones colectivas que conforman nuestro presente. Con el corolario ineludible que se desprende de lo anterior: precisamente por la trascendencia de la tarea pendiente, se necesita la participación en la misma de todos aquellos ciudadanos que tengan ideas que aportar en orden a construir un mejor futuro para todos.

Estoy convencido de que el Senado tiene ahora, y de forma inédita en los últimos años, la oportunidad de convertirse en una auténtica ágora influyente, eficaz, cercana. En un espacio de debate y encuentro menos asediado por distracciones y complicaciones coyunturales, e idóneo para atender todos aquellos problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. Porque vivimos un auténtico cambio de época, en un crucial momento de transformaciones globales, y todo ciudadano debe sentir y saber que el Senado está a su altura y a su servicio. Ese es mi objetivo, y en base a él quisiera que, pasado el tiempo, se juzgara mi desempeño.





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jueves, 24 de enero de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] De la indignación al chapoteo



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Asistimos a un proceso de espectacularización de la vida pública que encuentra en las dimensiones personales de los políticos un auténtico e inagotable filón. Se diría que la consigna es la de que todo vale: Hemos pasado de la indignación al chapoteo, escribe el profesor Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. 

Lo que era ilusión en los inicios de la Transición, comienza diciendo Cruz, tuvo su particular ocaso, que se dio en llamar desencanto. La vibrante y limpia indignación del 15-M parece estar derivando hacia su específica y propia forma de ocaso, todavía pendiente de denominación. En ambos casos, fue el aterrizaje en la realidad, esto es, el acceso (o el regreso) al poder, el que terminó por generar en amplios sectores de la izquierda una intensa sensación de decepción, al ver incumplidas, cuando no traicionadas (recuérdese el caso de la OTAN con Felipe González recién llegado al Gobierno de la nación), buena parte de sus expectativas.

El segundo ocaso era en gran medida previsible. Cuando se hace bandera abstracta del Sí se puede, alimentando la expectativa de que todo es posible a poco que haya lo que se suele designar con la expresión “voluntad política”, la decepción de la ciudadanía está como aquel que dice cantada. Ya le sucedió a aquella alcaldesa que alcanzó el cargo a lomos de dicho eslogan y, al poco de tomar posesión del bastón de mando, se apresuró a declarar, contrita, que había descubierto que poder, lo que se dice poder, no se puede todo, que lo sentía mucho y que en el futuro no volvería a prometer tanto.

Pero una cosa es que la realidad acabe imponiendo sus condiciones y ello dé lugar a que el gobernante no pueda llevar a cabo aquello que tan alegremente había ofrecido durante su campaña electoral, y otra, bien distinta, que la decepción llegue por cauces en cierto modo ajenos a la política misma en sentido propio. No hace falta alejarse mucho de la actualidad para encontrar ejemplos: a nadie parece importar gran cosa que algunas de las primeras iniciativas del nuevo Gobierno den satisfacción a determinadas demandas sociales, como las de la reversión de los recortes en educación o la sanidad universal, por mencionar dos de las más reclamadas. Da igual: tertulias y debates se ven copados por asuntos que, sobre el papel, apenas tienen importancia (si acordamos que lo más importante es mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos) comparados con los anteriores.

No se trata de fingir sorpresa ante esta situación, prefigurada desde hace tiempo por la intervención de diversos factores. Uno de los más relevantes es, sin duda, el imparable proceso de espectacularización de la vida pública, proceso que encuentra en las dimensiones personales de los políticos un auténtico y, por lo visto, inagotable filón (hemos tenido sobrada ocasión de comprobarlo en las últimas semanas). Afirmaba hace muchos años un antiguo ministro del Interior de este país que nadie, absolutamente nadie, resiste el escrutinio de que se le ponga una potente lupa encima de su biografía. Y lo decía cuando los escándalos no se veían amplificados como se ven hoy merced a las redes sociales y a la digitalización de la información.

Pero tal vez si entonces la política parecía vivir menos a golpe de escándalos de este orden no era solo porque aún no se había producido la evolución de los medios de comunicación de masas que luego nos tocó vivir, con la irrupción de los diarios digitales y las aludidas redes sociales, sino también porque los partidos y sus responsables no parecían haber abdicado de la iniciativa de ser ellos quienes marcaran la agenda, en vez de aceptar ir a rebufo, sumisamente, de lo que iba apareciendo publicado por ahí. Ahora, dicha abdicación parece un hecho certificado, e incluso no faltan políticos a los que se diría que no les importa convertirse en cómplices de la nueva situación, a la que no se resisten a contribuir haciendo públicos aspectos, más que privados, directamente íntimos de su vida, no se termina de saber si por compulsivo exhibicionismo o por cálculo electoral interesado. En cualquier caso, las consecuencias de semejante cambio de actitud por parte de los protagonistas, así como el desplazamiento de las temáticas que han devenido el nuevo objeto del debate público, están afectando directamente a la imagen de la política que tiene la ciudadanía.

Por lo pronto, los escándalos sobre los que parece que se pretende que fijemos nuestra atención son, en cierto modo, prepolíticos. No apuntan, por formularlo rotundamente, a los actos, sino al actor. La crítica, por tanto, no persigue en tales casos reversión, rectificación o enmienda alguna de un determinado comportamiento, sino que, en la medida en que lo que queda descalificado por completo es el destinatario, el reproche en cuestión solo puede resolverse con la expulsión de aquel del terreno de juego. A esto es a lo que, efectivamente, estamos asistiendo de un tiempo a esta parte. La descalificación del adversario se hace porque se le atribuye la condición de tramposo, estafador, incoherente, contradictorio, mentiroso o cosas parecidas. Lo que haya hecho o piense hacer en el ámbito de la cosa pública resulta irrelevante: el objeto de debate y posterior condena ha pasado a ser algún aspecto particular de su biografía.

Importa resaltar que el asunto va más allá del proverbial y conocido argumento que suelen esgrimir casi todos los políticos cuando se ven criticados, argumento según el cual lo que en realidad busca el crítico con sus demoledores planteamientos es desviar la atención respecto de otros asuntos que no le conviene que se vean debatidos en la plaza pública. De lo que se trata ahora en cambio es de si, como consecuencia de lo expuesto, lo que pudiéramos llamar la lógica de la política ha empezado a variar de manera sustancial y, a continuación, de los efectos que tal mutación está produciendo.

Uno de los más destacados tal vez sea la volátil y efímera atención que los medios dedican a los asuntos con los que alimentan la atención de la ciudadanía hacia la política. Nada tiene de extraño, en la medida en que dicha atención, en tiempos de feroz competencia empresarial también en el campo de la comunicación, se ha convertido en un fin en sí misma. Escándalos y noticias llamativas se suceden a gran velocidad, sin que el abandono de las mismas implique que el asunto señalado haya quedado resuelto o superado. En realidad, los asuntos quedan abandonados en cuanto los medios detectan que ya no concitan el interés del público, por más que los motivos que dieron lugar a la denuncia inicial permanezcan intactos. La constatación no es banal. Al contrario, pone en evidencia que lo que se suele presentar formalmente como denuncia, justificada con el argumento de la exigencia de transparencia o similares, nunca fue más que un señuelo para ampliar audiencias.

Con vistas a este propósito se diría que la consigna es la de que todo vale. Hace algunas semanas, uno de los recién llegados a la política calificaba de “cutre” la naturaleza del escándalo (sobre la originalidad de un texto elaborado por otro político) que en aquel momento parecía absorber por entero el interés de la opinión pública. Llevaba razón: era casi tan cutre como el inmobiliario que lo había tenido a él como protagonista algunos meses atrás y, por lo que estamos viendo, como los que parecen dibujarse en el horizonte más inmediato. O nos ponemos manos a otra obra, o la ciudadanía pronto pasará de indignada no ya a desencantada, sino, directamente, a asqueada.



Dibujo de Nicolás Aznárez 


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 13 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Adanismo






Adán se nos va haciendo mayor, escribe en El País el profesor Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Nada es nuevo de manera indefinida, señala, y aunque algunos recién llegados se resisten a aceptar que en este mundo todo pasa a gran velocidad, se han encontrado con que tienen que responder por lo que hacen y no por lo que habían dicho que soñaban hacer. 

Por chocante que les pueda parecer a los más jóvenes, comienza diciendo Manuel Cruz, a quienes pasamos la mayor parte de nuestra vida en el siglo XX se nos hace cuesta arriba todavía denominarlo “el siglo pasado”. Una parte de la resistencia tiene que ver, claro está, con la costumbre: para nosotros “el siglo pasado” fue durante demasiados años el siglo XIX y utilizar ahora la misma expresión para designar al siguiente nos resulta tan extraño como aceptar el cambio de nombre de una calle a la que siempre llamamos de diferente forma. Pero tal vez otra parte de la resistencia tenga que ver precisamente con la condición de pasado —esto es, superado o abandonado— que le atribuimos a cada uno de esos siglos.

Considerar como pasado al siglo XIX nunca nos costó gran cosa, además de por la distancia temporal, porque determinados acontecimientos históricos (una revolución, la soviética, llamada a cambiar la faz del planeta, dos guerras mundiales, la descolonización...) permitían visualizar claramente un antes y un después, cumplían la función de dibujar una nítida y rotunda frontera cualitativa, nos hacían sentir, en fin, por completo ajenos a quienes vivieron antes de esos traumas históricos.

El siglo XX se aleja imparable, es cierto. Como también es cierto que, tras la caída del Muro, se han ido produciendo acontecimientos de suficiente impacto histórico (terrorismo global, crisis económica...) como para autorizarnos a pensar que hemos inaugurado un tiempo nuevo. Pero ello no parece resultar suficiente. Y el hecho es que, una y otra vez, seguimos recurriendo a categorías, discursos e incluso acontecimientos del siglo XX para entender lo que nos va pasando. La referencia permanente a Hitler para descalificar al adversario político podría ser un ejemplo, mínimo pero significativo, de esta persistencia del pasado en el imaginario colectivo actual.

Nos estaríamos resistiendo entonces a tipificar como “pasado” al siglo XX porque consideraríamos que sigue muy presente, porque entenderíamos que el grueso de cosas que ocurren en nuestros días tuvieron su diseño originario en dicha centuria. O, formulando esto mismo apenas con otras palabras, que al siglo XX no se le podría aplicar todavía aquello de que “lo pasado, pasado”, sino más bien al contrario.

Lo cual en modo alguno pretende negarle toda especificidad al presente que ahora estamos viviendo, o reducirlo a mero epígono de los momentos históricos fuertes que quedaron atrás. Deslizarse hacia esta actitud probablemente significaría recaer en una variante, más o menos actualizada, del rancio “cualquier tiempo pasado fue mejor”, solo que reformulado en términos de “cualquier tiempo pasado fue más intenso”. Pero si hay un debate tan caduco como estéril es el que se empeña en plantear el devenir de la historia en términos de rotunda contraposición entre lo viejo y lo nuevo, los antiguos y los modernos, los parmenídeos y los heraclitianos o, en fin, entre los partidarios del nihil novum sub sole y los convencidos de que no hay forma humana de bañarse dos veces en el mismo río (porque a la segunda ya son otras sus aguas).

Probablemente la incesante recaída en estas inútiles disyuntivas tenga que ver con un planteamiento simplista de las cosas, que rehúye no solo atender a su real complejidad sino también, y más importante, introducir el más mínimo matiz. Al respecto, valdrá la pena señalar al menos un par de ellos. Por un lado, habría que recordar a los más reticentes ante cualquier novedad que conviene no confundir el acierto en los anuncios o la correcta lectura de los indicios de lo por venir con el hecho de que todo esté ya contenido in nuce en lo precedente. Quienes hace unas décadas anticiparon buena parte de lo que hoy sucede no acertaron porque detectaran aquellos elementos eternos, inmutables, que atraviesan la historia, sino porque reconocieron, de entre las contingencias posibles en aquel momento, las que tenían mayor recorrido. Otras contingencias posibles (¿alguien se acuerda de las profecías sesenteras de que en un futuro próximo viviríamos una existencia regalada en medio de una sociedad de ocio?) nunca tuvieron lugar por la misma razón por la que hubo las que sí se materializaron: como resultado de la acción humana y no de ninguna metafísica histórica.

Pero, por sorprendente que pueda parecer, en parecida metafísica histórica incurren también quienes, desde una perspectiva aparentemente opuesta, dan por descontado que su condición adánica, su ausencia de pasado, les pone a salvo de cualquier reproche, como si con ellos hubiera empezado todo y el hecho mismo de ser los presuntos portadores de la novedad les garantizara no estar contaminados de ningún mal pretérito. Pero valdrá la pena recordar que la potencia de lo nuevo se acredita precisamente por su capacidad de llegar a viejo.

Nuestros adanistas tienen, desde luego, esa pretensión. Pero para que ella se materialice hace falta que cumplan algunos requisitos, los mismos que cumplieron aquellos planteamientos antiguos cuya onda expansiva ha llegado hasta nuestros días. Requisitos que se podrían sustanciar en uno solo: entender radicalmente su presente, esto es, tanto lo que hay en cada momento como las posibilidades de todo tipo que alberga. No basta con declarar algo, por lo demás tan viejuno, como “hemos venido para quedarnos” para merecer esa permanencia.

Y tal vez una de las lecciones más relevantes que cabe extraer del presente que estamos viviendo es la de que no se puede ser Adán eternamente, por la misma razón que, por definición, nada es nuevo de manera indefinida. Algunos recién llegados parecen resistirse a aceptar que en el vertiginoso mundo en el que vivimos todo pasa a gran velocidad y, por tanto, también el pasado crece, como una joroba en la espalda, incluso para quienes creían carecer de él cuando empezaron y bien pronto se han encontrado con que tienen que responder por lo que hacen y no por lo que habían dicho que soñaban hacer.

No deja de sorprender el estupor de aquellos que nunca contemplaron la posibilidad de que el mismo viento que, cuando soplaba a su favor, los trajo hasta aquí, pudiera terminar arrumbándolos. A fin de cuentas, tampoco era tan difícil de imaginar que esto podía acabar sucediendo, sobre todo si miramos a nuestro alrededor y vemos que nada ni nadie se queda para siempre. También ellos lo podían haber pensado, aunque solo fuera porque se trata de una cuestión de la que suelen hablar mucho: ya no hay indefinidos, ahora somos todos precarios. Es cierto, pero, añadamos, absolutamente en todos los ámbitos. No lo duden: un filósofo le llamaría a esto el imperio de la contingencia. Es el signo de nuestro tiempo.



Dibujo de Enrique Flores para El País



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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)