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viernes, 7 de febrero de 2014

El 23-F, 33 años después. Un recuerdo personal.





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Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los golpistas



Hacía tiempo que no tenía una racha tan febril de lectura como la de este mes de febrero. En apenas una semana he leído dos libros de historia: "Breve historia del mundo contemporáneo. Desde 1776 hasta hoy", de Juan Pablo Fusi, y "La herencia viva de los clásicos. Tradiciones, aventuras e innovaciones", de Mary Beard;  dos novelas: "El abuelo que saltó por la ventana y se largó", de Jonas Jonasson, y "Escenas de la vida rural", de Amos Oz; y uno de memorias. En total, algo más de 1500 páginas. El último, el de memorias, de Fernando Ónega, que lleva por título "Puedo prometer y prometo. Mis años con Adolfo Suárez" (Plaza y Janés, Barcelona, 2013) me ha emocionado especialmente. En gran medida, porque tuve la fortuna de conocer personalmente a Adolfo Suárez y su lectura me ha hecho recordar acontecimientos que se van diluyendo en la memoria con el paso de los años. Uno de ellos, sin duda, el intento de golpe de Estado de febrero de 1981, conocido en la historia de España como el "23-F", y sobre el que ya he escrito en anteriores entradas que pueden leer si lo desean bajo ese mismo epígrafe en el buscador del blog. 

Dentro de dos semanas se cumplen 33 años del mismo. A estas alturas, ya es historia. Los responsables fueron juzgados, condenados, cumplieron sus penas o fueron indultados cuando el Gobierno lo consideró conveniente. Pero es una fecha para el recuerdo. Recuerdo para el que yo no guardo ningún sentimiento especial salvo el de la enorme vergüenza que sentí aquella tarde-noche de 1981. Hasta que el rey pudo leer su discurso por televisión. Como para muchos españoles, para mí, con él terminó la zozobra, pero la vergüenza persistiría por mucho tiempo. Mejor dicho, todavía persiste, porque aunque me resisto a ello, cuando ponen las imágenes de aquellos traidores a su patria, su rey, sus conciudadanos y su honor, asaltando a tiro limpio el Congreso de los Diputados, se me viene el rubor a las mejillas y la vergüenza me impide articular palabra.

Aquella tarde estaba esperando en la biblioteca del Centro Asociado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en Las Palmas a que fuera la hora del coloquio de una de las asignaturas, no recuerdo cuál, de la licenciatura en Geografía e Historia que correspondía aquel día. Un alumno llegó a la biblioteca y comentó que habían asaltado el Congreso en plena sesión de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Bajé enseguida al coche, que tenía aparcado en la puerta misma del centro y me puse a oir emisoras de radio. Ninguna era capaz de concretar nada, salvo que se había interrumpido la sesión en el Congreso ante la entrada de guardias civiles armados, que había habido disparos... Y poco más. Busqué un teléfono público y llamé a casa. No me contestó nadie, y entonces me acordé que aquella tarde mi mujer había quedado en visitar a algunos clientes con el director regional del Banco para el que ella y yo trabajábamos en aquel entonces. Volví a casa tras recoger a nuestras hijas, de 12 y 2 años que estaban con su abuela, a unos cinco kilómetros de la universidad, en el cono sur de la ciudad. Mi mujer volvió a casa poco después; no sabía nada sobre lo que había ocurrido, así que nos pusimos a oir la radio. Llamamos, sin problema en las líneas a mis padres y mis dos hermanos. Todos vivían en Madrid. Nos contaron que las calles estaban tranquilas, y la gente atenta en sus casas, pegadas a las radios en espera de noticias que no llegaban. No logro recordar que tipo de sentimientos nos embargaban en ese momento. Desde luego no eran de temor, miedo o algo similar, a pesar de ser sindicalista en activo con responsabilidades de ámbito provincial en la Unión General de Trabajadores (UGT), el sindicato hermano del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), el partido mayoritario de la oposición. Más bien de incredulidad, estupor y vergüenza; sí, mucha vergüenza, porque de nuevo España fuera protagonista de una asonada militar a lo siglo XIX. Lo había estudiado en profundidad por aquellas fechas en la universidad y el recuerdo era irremediable. La angustia y la incertidumbre duraron hasta el momento de ver al rey por televisión. Después de verlo nos fuimos a dormir, agotados pero tranquilos. El golpe, o lo que intentara ser, estaba claro que había fracasado. A la mañana siguiente acudimos a nuestro trabajo, no como siempre de ánimo, pero acudimos. A medida que fueron transcurriendo las horas, el intento de golpe de Estado fue tomando el formato de un esperpento valleinclanesco. Ver salir por las ventanas del Congreso, arrojando sus armas al suelo, a numerosos guardias civiles de los que habían participado en el asalto, que se entregaban brazos en alto a las fuerzas de policía que rodeaban el edificio, era un espectáculo en el que uno, como espectador, no sabía muy bien si reir o llorar.

Hace unos años Televisión Española puso en antena por estas mismas fechas una mini serie de ficción de dos capítulos titulada "23-F: El día más difícil del rey", dirigida por Silvia Quer, que batió todos los récords de audiencia del país durante las dos jornadas en que se emitió. Aunque algunos medios la tildaron de oportunista y falta de rigor, a mi, personalmente, me gustó y me emocionó. Y por el número de espectadores que la vieron, parece que también interesó a bastantes españoles. Quiero suponer que sobre todos a los que por aquellos años teníamos ya edad suficiente para darnos cuenta de lo que pudo suponer.

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




El rey, con los líderes de los partidos, tras el 23-F




Entrada núm. 2032
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

domingo, 2 de febrero de 2014

Sobre la Historia y sus tergiversaciones




La rendición de Breda, por Diego Velázquez (Museo del Prado, Madrid)



Nunca me ha convencido del todo esa frase tan manida de que la Historia la escriben los vencedores. La Historia la escriben los historiadores en base a documentos, relatos y objetos materiales de valor objetivo, que luego ordenan, exponen e interpretan según su saber y entender. Y en ese saber y entender es donde está la clave. Porque los hechos son los hechos se miren por donde se miren, aunque claro está, cada uno los mira como puede, como quiere o como le dejan. Por esa la Historia no está nunca escrita del todo.

Tergiversaciones de la Historia ha habido y seguirá habiendo mientras haya algo que contar sobre nuestro pasado, y contra más lejano sea ese pasado, más tergiversaciones, involuntarias o a propósito, habrá. Traigo hoy al blog varios artículos recientes que hablan sobre esas tergiversaciones.

El profesor Carlos A. Segovia, inicia el suyo, cuyo enlace pongo más adelante, con una declaración de principios que debería constituir el "leit motiv" de todo historiador que se precie: "No puede haber, por definición, investigación sin método; ni método carente de principios. Y el primero que debe regir toda investigación antropológica o sociocultural (o histórica, añado yo) que se pretenda verdaderamente seria lo formulaba inmejorablemente Bruce Lincoln a mediados de los años noventa: cuando uno accede a que sean aquellos a quienes uno debe estudiar quienes definan los términos en que deben ser estudiados, renuncia pura y simplemente a su condición científica para convertirse en un mero amanuense o, en el peor de los casos, en una suerte de animador político o deportivo. Lo sorprendente es que, a día de hoy, haya ámbitos de estudio en los que enunciar esta aparente obviedad sea motivo de escándalo y controversia".

El primero de los artículos citados trata sobre un libro que acabo de leer con placer: "La herencias viva de los clásicos. Tradiciones, aventuras e innovaciones" (Crítica, Barcelona, 2013), de Mary Beard, catedrática de Clásicas en la Universidad de Cambridge, comentado por el profesor Carlos García Gual el pasado diciembre en el blog Vitrinas de Revista de Libros. Considerada como la mayor autoridad mundial actual sobre estudios clásicos, la profesora Mary Beard, desmonta con amenidad y humor los mitos que la historia y los historiadores han ido acumulando siglo tras siglo sobre los personajes de la Grecia y la Roma clásicas: desde el cretense Minos, hasta Calígula o Adriano, pasando por Tucídides, Alejandro Magno, Cleopatra, Julio César o Augusto.

El segundo, titulado "La falsa Tizona, el falso don Pelayo", de F.Javier Herrera, publicado en el blog Historia(s) de El País, el 9 de enero pasado, persigue una finalidad similar: en este caso, hacer ver la tergiversación en provecho propio que las clases y grupos dirigentes españoles han hecho en los momentos convenientes (para sus intereses) de los acontecimientos más importantes y significativos de la historia patria. Por ejemplo, como reza el título del artículo, sobre el mito de don Pelayo o la espada del Cid, pero también sobre el cuadro "La rendición de Breda", de Diego Velázquez, o la primacía de Toledo como cabeza de la iglesia española.   

Más enjundioso, y no lo digo solo por su extensión, me ha parecido el artículo "Los orígenes del Corán. Del simulacro al laberinto", de Carlos A. Segovia, profesor de Estudios Islámicos en la Saint-Louis University, aparecido en el número del pasado enero de Revista de Libros, reseñando las publicaciones más recientes en el plano académico internacional sobre los orígenes y expansión del Islam y sobre la figura real, histórica y mitificada de su fundador, el profeta Mahoma. 

El último de los artículo que reseño trata también sobre el fenómeno religioso, en este caso sobre los orígenes del cristianismo y de quién es considerado el fundador de su iglesia, el apóstol san Pablo. Lleva por título: "La investigación moderna sobre Pablo de Tarso. Nuevas perspectivas". Está escrito por el profesor Antonio Piñero, y se publicó en el número de noviembre pasado de Revista de Libros. El artículo del profesor Piñero, catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense de Madrid, reseña las publicaciones académicas más recientes sobre el origen y expansión del cristianismo primitivo, sobre todo a partir del estudio y exégesis de las cartas de san Pablo contenidas en el Nuevo Testamento. La conclusión fundamental a la que llegan esos estudios es que Pablo de Tarso nunca pretendió fundar una nueva iglesia al margen del judaísmo de su época, tesis esta que no comparte plenamente el profesor Piñero.

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Pablo de Tarso




Entrada núm. 2027
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