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sábado, 13 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] El pueblo




Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la C.A. de Madrid (Getty Images)


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

Los numerosos memes que circulan por la Red, -comenta en este último A vuelapluma de la semana [Como el populismo se apodera del pueblo. El País, 16/5/2020] el escritor y académico Juan Luis Cebrián- con la fotografía retocada de Isabel Díaz Ayuso en plan Madona de la Puerta del Sol o Nuestra Señora de Ifema valdrían para ilustrar, desde el sarcasmo, la tesis fundamental que Manuel Arias Maldonado defiende en su última obra: Nostalgia del soberano (Madrid, Los libros de la Catarata, 2020). A saber, que una corriente subterránea de contenido teológico o mítico circula por las alcantarillas de la democracia liberal. Consecuentemente, esta se ve de continuo amenazada por las muchas veleidades de quienes la predican, y aunque reconoce que el pluralismo está demasiado enraizado en nuestra sociedad, según él “asistimos a una pugna entre distintas tribus morales, algunas de las cuales son más propensas a demandar la acción expeditiva de un líder autoritario”.

El ensayo fue escrito antes de la implosión del coronavirus y comenta más bien las consecuencias de la crisis financiera de 2008. A partir de entonces se hizo evidente la erosión del prestigio de los regímenes liberales, acusados ahora de ser menos eficientes que los autoritarios en circunstancias adversas como las que vivimos. Desde mi punto de vista, y deduzco que también en opinión del autor, esta tendencia se ha incrementado con ocasión de la pandemia. La escalada del proteccionismo comercial, del populismo y el nacionalismo había comenzado antes de que los Gobiernos de todo el mundo impusieran en su lucha contra el virus la limitación y aun suspensión de las libertades individuales, también en los países llamados precisamente libres. A partir de la covid-19, y aunque se dulcifiquen las prescripciones sanitarias sobre confinamiento y circu­lación, es evidente que van a continuar creciendo las pulsiones autoritarias en detrimento del ejercicio democrático.

Arias Maldonado nos embarca en un recorrido intelectual, en ocasiones demasiado prolijo, que circula por un itinerario anunciado desde las primeras páginas del libro: la idea de soberanía, encarnada según el imaginario de las gentes en la existencia autónoma de un poder prácticamente sin límites, se encarna no solo en la figura periclitada de los reyes absolutos, sino también en las aspiraciones más o menos revolucionarias que tratan de ejercer el mando de forma unitaria en nombre de una supuesta voluntad popular. Semejante reivindicación, exhibida con fuerza en los años recientes, conserva en su opinión “un resabio de omnipotencia”. En realidad, el concepto mismo de soberanía nunca habría dejado de tener connotaciones teológicas, y todo el constructo liberal, empeñado en la separación de iglesias o sectas respecto al gobierno de los pueblos, no ha hecho más que repetir comportamientos y creencias encarnadas en una especie de religión laica. Desde ese punto de vista, la République francesa padecería de las mismas aspiraciones por la trascendencia que el misterio de la Santísima Trinidad. En cualquier caso no me cabe duda de que cuanto mayor es el éxito de una formación política, más aspira su dirigencia a entronizar a un líder carismático, una especie de sumo sacerdote venerado por su seguidores. Esto es muy visible incluso en el comportamiento de los ministros de Pedro Sánchez, en cuyas frecuentes comparecencias públicas para dar cuenta de su gestión menudean las alusiones y reconocimientos al presidente, pues todo se hace, se obtiene, se logra y se predica en nombre de él, que ha asumido toda la responsabilidad de las decisiones en la lucha contra la pandemia. Toda la responsabilidad implica también todo el poder, algo que no existe ni puede existir en democracia, y que nos retrotrae a la imagen del absoluto soberano.

Singularmente interesantes a este respecto son las páginas que Manuel Arias dedica al escrutinio de los comportamientos populistas en pleno siglo XXI. Por un lado pone de relieve que uno de sus rasgos es resaltar “la contraposición entre un pueblo virtuoso y una élite corrupta que ha puesto la democracia al servicio de sus intereses”, pervirtiendo así la idea de un gobierno por y para el pueblo. La táctica de Podemos para encaramarse al poder denunciando la existencia de una “casta” no es pues nada original. Responde a la necesidad perenne de todo movimiento populista de encontrar un enemigo que concite la animadversión de quienes se sienten desprotegidos ante el sistema. Llevado al extremo, da lo mismo que se trate de los judíos, de los fascistas, de los comunistas o de los bancos. Alguien tiene que encarnar la amenaza a la voluntad popular, aunque la existencia de un pueblo unido como tal es un imposible en cualquier sociedad abierta, que protege las libertades individuales y promueve las diferentes identidades y aspiraciones de distintos grupos. Frente al cosmopolitismo democrático, los populistas necesitan predicar la unidad popular, solo presente en la encarnación abusiva de quien ejerce el poder. Citando a Jan-Werner Müller, politólogo alemán y catedrático en Princeton, “el populista sostiene que solo una parte del pueblo constituye el pueblo”. Es la misma frontera que traspasó nada sutilmente el presidente del Gobierno español cuando insistió después de las elecciones de noviembre en que el pueblo se había expresado con contundencia: “Los ciudadanos fueron claros y quieren que gobierne el Partido Socialista. No hay alternativa”. Pronunció estas palabras después de haber perdido 800.000 votos respecto a las elecciones anteriores y obtener el apoyo del 28% sobre el voto emitido y apenas un 20% del censo electoral. Ese 20% era por lo visto la voz del pueblo.

La épica del poder soberano empuja ahora a nuestras sociedades, movidas por el miedo, al nacionalismo y el estatismo. En ese ambiente, Arias Maldonado se pronuncia sin ambages en favor de defender los procedimientos del sistema liberal frente al decisionismo populista. Esperemos que su voz no clame en el desierto".







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jueves, 14 de mayo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Wikipedia. Publicada el 28 de noviembre de 2009







Hace unas semanas acompañé a mi hija Ruth y su marido, Ramón, al inicio de sus cursos respectivos en Lengua y Literatura española y Derecho en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en Las Palmas. Fue un emotivo reencuentro con mi Universidad, por la que hacía varios años que no pasaba y que me dio ocasión para saludar a "viejos" profesores amigos. En la presentación del Curso 2009-2010 a los nuevos alumnos, uno de esos "viejos" amigos, profesor titular en la Universidad de Las Palmas de Derecho Romano y coordinador de los estudios de Derecho y profesor-tutor en el centro asociado de la UNED, les dijo a modo de introducción: "Las fuentes del Derecho son (según el artículo 1.1 del Código Civil) la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho, y ahora, además, la Wikipedia". Lo dijo en broma, supongo, pero estaba corroborando de manera implícita una opinión generalizada: la de que hoy por hoy, la Wikipedia, la enciclopedia universal en línea, es un instrumento de información utilísimo e imprescindible. ¿Qué tiene imperfecciones y presenta errores? Por supuesto que sí, pero si no la sacralizamos y aprendemos a movernos a través de los datos que nos facilita de manera casi instantánea, separando lo que contiene de "información", "opinión" y "fuentes", su utilidad es manifiesta. Un consejo, lean el artículo de que se trate hasta el final, accedan a los vínculos electrónicos que estimen de interés de entre los que aparezcan en pantalla, y muy especialmente, visiten las fuentes de referencia que se citan al final de cada uno de sus artículos. Y ya me contarán después. Prueben con cualquier tema que se les ocurra y búsquenlo en Google, por ejemplo, y abran el enlace que venga referenciado a Wikipedia: Obama, Al-Qaeda, Homer Simpson, F.C. Barcelona, Cambio climático, Natación sincronizada, Dios, o Derecho Romano, porque no...

Revista de Libros, en su número de noviembre, le ha dedicado uno de sus artículos de cabecera, titulado "Planeta Wikipedia", que pueden leer en el enlace anterior, escrito por el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado. Es una historia exhaustiva e interesantísima de los orígenes, fundación, desarrollo, expansión, ¿y crisis de crecimiento? de Wikipedia. Y de sus posibilidades y problemas. Espero que lo disfruten. HArendt



El profesor Manuel Arias Maldonado



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domingo, 25 de agosto de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Érase una vez...



El rapero C. Tangana


No olvidemos, volviendo a Tangana, que el arte es una finalidad sin fin y no un catecismo para la educación de almas bellas, escribe Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Málaga, comentado el acoso mediático al tenor Plácido Domingo y al rapero C. Tangana.
La novena película de Quentin Tarantino, que acaba de llegar a las salas, comienza diciendo el profesor Maldonado, se sitúa en un momento decisivo del pasado siglo: aquél en que el sueño de la contracultura hippie se da de bruces con una realidad brutal. Tras el asesinato de Sharon Tate y sus amigos a manos de la secta de Charles Manson, pudo afirmarse con propiedad que la fiesta ha terminado. Todavía durante los años 70 se mantuvo algo del espíritu emancipador de la segunda posguerra, pero cuando Antonioni filma la destrucción de la civilización americana en los desiertos californianos de Zabriskie Point no sabe hasta qué punto se trata del ocaso de su propio credo marcusiano: las cosas iban a cambiar.

Ahora bien: que cambiarían hasta el punto de que la izquierda aplauda la cancelación del concierto de C. Tangana en Bilbao invocando razones de moralidad pública o, en la misma semana, se lance a la yugular de Plácido Domingo a partir de un frágil conjunto de denuncias en su mayor parte anónimas, eso en cambio no podría haberlo anticipado nadie. Salta a la vista que en estos casos, al igual que en los precedentes y en los que puedan seguirles, se ponen en entredicho dos principios esenciales de la sociedad liberal-democrática: el ejercicio de la libertad de expresión y la vigencia de la presunción de inocencia. ¡Ahí es nada! Pero nótese que la libertad de palabra que se niega al cantante, so pretexto de su sobrenatural capacidad para pervertir a los jóvenes al modo de un Sócrates que hubiera aprendido a cantar trap, es entregada sin filtros periodísticos ni judiciales a un puñado de denunciantes anónimas que carecen de prueba alguna y sin embargo poseen la facultad de arruinar reputaciones.

Quien esto escribe ignora si Plácido Domingo es culpable de algo, pero se niega a aceptar que la manera de averiguarlo sea una campaña pública sin mediación judicial. Por desgracia, el debate sereno sobre estos asuntos es imposible y además será hipócrita mientras no aceptemos que el poder -¡también el poder de la belleza!- no solo puede abusar sino que también atrae: no hay famoso que duerma solo. Es sin duda benéfico que cambien algunas de las normas no escritas que venían regulando las relaciones hombre-mujer; no lo es que sustituyamos el imperio de la ley por la difamación anónima. Ni que olvidemos, volviendo a Tangana, que el arte es una finalidad sin fin y no un catecismo para la educación de almas bellas.






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lunes, 8 de abril de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] Educación para una ciudadanía adulta





Hace unas semanas, escribe en Revista de Libros el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, unas colegas me invitaron a participar en unas jornadas que debía reunir a los miembros del grupo de investigación europeo cuya división española (¡malagueña!) ellas mismas dirigen. Tratándose de un proyecto dedicado a reflexionar sobre la intersección entre la educación y la democracia, me animaban a abordar en mi charla el problema de la educación del ciudadano democrático en tiempos de agitación emocional. Es decir: algo así como el problema de la formación del espíritu democrático. Y ahora que en España estamos en los inicios de una precampaña electoral marcada por la polarización ideológica, no está de más traer aquí –con algunas modificaciones– lo que dije allí. El texto original, escrito en inglés, puede encontrarse, no obstante, en la página de ReCreaDe junto con información adicional sobre las jornadas que lo motivaron.

Cuando hablamos de democracia y educación, lo hacemos en relación no con una general instrucción del ciudadano que habrá de ayudarle a desenvolverse en su sociedad, sino de una educación para la democracia que consiste en enseñarle a ser ciudadano: un buen ciudadano. Pero quizá no deberíamos correr tanto y hayamos de empezar por elucidar el sentido de todas estas palabras. Ya que, ¿de qué democracia estamos hablando? ¿Y en qué sentido puede decirse que es también un proyecto educativo? ¿Quién debería ser educado? ¿Para qué, exactamente? ¿Y por quién?

Se trata, como se ha sugerido arriba, de preguntas que parecen haberse hecho urgentes en una época marcada por el retorno del nacionalismo y la difusión del populismo; una época en la que pedimos mucho a la democracia, aunque no todos le pidan lo mismo. Y, aunque no cabe duda de que la democracia siempre ha estado en crisis, en buena medida porque su realidad será siempre juzgada desfavorablemente en comparación con su ideal, la Gran Recesión ha generado un malestar colectivo que, combinado con la disrupción tecnológica y el descontento con la globalización, merece ser tomado en serio. En buena medida, la preocupación por el estado de nuestras comunidades políticas tiene que ver con la desregulación del mercado de las opiniones, organizado ahora alrededor de las redes sociales. A pesar de que cabe hacer una interpretación favorable de este proceso, como la ofrecida por Santiago Gerchunoff en su reciente libro sobre la conversación pública de masas, la expectativa de una mayor racionalidad comunicativa se ha visto defraudada: la cacofonía es norma y, en lugar de consenso, tenemos un disenso alimentado por el tribalismo moral. Esperábamos a Jürgen Habermas y nos encontramos con Thomas Hobbes.

Sería así razonable afirmar que necesitamos, si no más democracia –ahí tenemos el Brexit para desmentirlo–, sí al menos una mejor democracia: una canalización más constructiva de las considerables energías desplegadas cada día por los ciudadanos en la esfera pública. Para que eso sea posible, todos deberíamos ser educados por la democracia en el conocimiento de lo que la democracia significa. Y, en particular, en lo que significa para los ciudadanos mismos.

De ahí no se deduce que podamos determinar fácilmente qué es la democracia, pues ésta puede definirse de distintas formas y la pugna por hacerlo es ya parte del conflicto político. No presentaré aquí un catálogo de las instituciones y los procedimientos que requiere una democracia liberal-representativa, ni repasaré las distintas versiones de la democracia que pueden encontrarse en la literatura: desde la participativa a la agonista. Lo cierto es que la democracia está llamada a hacer muchas cosas por nosotros: es un tipo de sociedad que facilita la coexistencia entre diferentes; es una forma de organizar las relaciones socioeconómicas que produce prosperidad material sin descuidar la distribución de los recursos con arreglo a criterios de justicia; incorpora un conjunto de derechos individuales y de garantías protectoras de las minorías frente a las mayorías; y, por supuesto, constituye un método para la toma colectiva de decisiones. Si la democracia solo tuviese que ver con el autogobierno, por recurrir a una simplificación habitual, no tendríamos más que abandonarnos a una sucesión de referendos para realizarla plenamente: pero no es el caso. Uno de los aspectos más delicados de la forma democrática de gobierno es que las decisiones que en ella se adopten han de ser legítimas y eficaces, pues, si esta última cualidad no concurriese en la medida suficiente, el sistema perdería legitimidad a ojos de los ciudadanos. Las democracias realmente existentes se ven así obligadas a mantener un delicadísimo equilibrio que no siempre alcanzan.

Mi argumento es que los ciudadanos deberían ser educados en la naturaleza del proyecto democrático: en la comprensión debida de lo que una democracia es y de lo que su buen funcionamiento exige. Deben, en fin, ser educados para ser miembros competentes de la misma: ciudadanos. Pero no debe educárseles para ser un tipo determinado de ciudadanos, que posean valores particulares acerca de la buena vida o el mejor modo de organizar la sociedad; basta con que aprendan a comportarse como ciudadanos. Y podría decirse que ésta es, ante todo, una educación negativa, ya que hay distintas formas de ejercer la ciudadanía en una sociedad liberal. Por ejemplo, uno puede prestar atención a la vida política o todo lo contrario; no puede forzarse a los ciudadanos a prestar atención contra su voluntad. Sin embargo, sí podría enseñárseles a ser coherentes con sus decisiones, de tal manera que al menos no se comporten como malos ciudadanos.

Recurramos a un ejemplo. John Rawls habló con elocuencia del «hecho del pluralismo», un dato sociológico de nuestro tiempo. Este pluralismo, más o menos sustantivo, se ha intensificado con las redes sociales y el debilitamiento –al menos en la Europa continental– de los partidos de masas tradicionales, aquellos Volksparteien que «moderaban» a sus sociedades. Pero, como se ha señalado en este blog en alguna ocasión, hay una paradoja en el pluralismo: muchos de quienes toman parte en el debate político defendiendo sus puntos de vista tienden a no ser pluralistas. Y ello porque defienden sus posiciones como si fueran la verdad ante interlocutores que piensan lo mismo. Así que el pluralismo es una cualidad del sistema, no de sus actores; con la excepción de un grupo reducido de ellos que son conscientes de cuán escurridiza es la «verdad». Eso es, justamente, lo que un ciudadano democrático reflexivo debería saber y recordar cuando toma parte en la conversación democrática: que no es un poseedor de la verdad y que la democracia debería ser un medio para la búsqueda intersubjetiva del acuerdo en lugar de una empresa metafísica. La consecuencia de esa toma de conciencia ciudadana debería ser obvia: un mejor conocimiento del sistema mejora el funcionamiento del sistema.

Pero volvamos la vista atrás por un momento, hasta el comienzo del siglo XX. Reviste especial interés, en relación con nuestro tema, el debate que se produjo entonces entre Walter Lippmann, un demócrata escéptico que desconfiaba del juicio de las masas, y John Dewey, filósofo pragmático que vindicaba una acepción amplia de la democracia como forma de vida. Tan pronto como en 1922 publicó el primero Public Opinion, una obra influyente que trataba de lidiar con las consecuencias de la expansión del sufragio en una sociedad cada vez más urbanizada. Para Lippmann, el entorno social es demasiado grande y complejo para que el ciudadano pueda darle sentido. El público jamás podrá comprender la «frenética, florida confusión» del mundo. Y ello por dos razones principales: no solemos dedicar a los asuntos públicos demasiado tiempo y, por añadidura, la información que recibimos sobre él viene ya comprimida en forma de mensajes breves y simplistas creados por los medios de comunicación de masas. Más aún, el individuo toma como hechos lo que percibe como hechos. Lippmann hablaba de forma pionera de un «pseudoentorno» creado por los estereotipos que manejamos: las «fotografías que tenemos dentro de la cabeza». Se refería con ello a los patrones que organizan aquellos códigos que determinan qué tipos de hechos vemos y bajo qué luz. Y, si bien cada persona crea su propia realidad, por lo general es una realidad compartida con los miembros de su grupo social o tribu moral. Para Lippmann, la conclusión que de ahí debe extraerse es que la complejidad de la sociedad moderna requiere una democracia reducida que otorgue un papel destacado al conocimiento experto.

Dewey, por su parte, admitió que esta crítica había de ser tenida en cuenta. Sin embargo, defendió un ideal participativo sobre la base de que una democracia no es solamente una forma de gobierno caracterizada por la expansión del sufragio o la regla de la mayoría; lo que cuenta es más bien cómo se forma esa mayoría: el proceso de toma de decisiones antes que las decisiones mismas. La democracia sería un método colectivo de toma de decisiones, de resolución de aquellos problemas que se presentan a las comunidades. Para el individuo, sostiene Dewey, la democracia significa el derecho a participar en las actividades del grupo, con la particularidad de que sólo nos convertimos en los individuos que somos comprometiéndonos en las instituciones y prácticas de nuestra sociedad. Y necesitamos una educación para tal fin: Dewey insiste en que los profesores han de implicar a los niños, ayudándoles a desarrollar hábitos asociativos y la capacidad para el pensamiento crítico, al tiempo que el arte aumenta las capacidades imaginativas proporcionando con ello –ésta es una curiosa aseveración– mayor unidad y orden social.

De su idea de la indagación democrática se deduce que deberíamos contemplar nuestras intuiciones acerca de aquello que es correcto, bueno o virtuoso como hipótesis en espera de verificación. Dewey recuerda a Lippmann que los expertos también manejan estereotipos y padecen por ello sesgos perceptivos: sus juicios deben ser contrapesados con los del ciudadano profano. Para lograrlo, defiende la necesidad de crear nuevas arenas públicas y nuevas formas de comunicación que permitan reunir a expertos y profanos alrededor de asuntos públicos de interés común. Más que concebir la esfera pública como un dominio único y homogéneo, la imaginan como el objeto de una experimentación democrática en la que distintos públicos emergen en respuesta a diferentes problemas a lo largo del tiempo.

Ha pasado casi un siglo desde entonces y el experimento que proponía Dewey está produciéndose: un experimento del que todos somos a la vez participantes y observadores. Me refiero, naturalmente, a la conversación pública que de manera incesante se desarrolla en el ciberespacio. Y aunque sería tentador afirmar que se trata de un experimento fallido, es seguramente más justo argüir que no ha proporcionado los beneficios que se esperaban. Una gran esperanza para el mejoramiento democrático se ha revelado así como una falsa esperanza: la utopía digital del entendimiento universal ha terminado por adoptar la forma de una distopía poblada de trolls, mentirosos, bots y noticias falsas. No quiere esto decir que las redes hayan empeorado la democracia, como tendemos a pensar: simplemente no se han cumplido las esperanzas que muchos habían depositado en ellas. Hay que descartar el pesimismo; las redes no pueden evitar ser lo que son y traen consigo ventajas formidables. Pero sigue siendo un hecho que su difusión ha coincidido con la llegada del populismo, el retorno del nacionalismo y el aumento de la polarización, el discurso del odio y el malestar civil. Salvo para aquellos que no esperaban nada del experimento, y sin descartar aún que pueda arrojar resultados distintos en el futuro, la decepción es un sentimiento comprensible. Por lo demás, la historia contemporánea tiende a reforzar el argumento de Lippmann. Y lo mismo puede decirse de algunos desarrollos recientes en las ciencias humanas: el bien conocido giro afectivo de los últimos años confirma sus intuiciones sobre el carácter sesgado de la percepción individual y el peso de los prejuicios grupales sobre nuestros juicios.

Bajo esta luz, la necesidad de una educación democrática parece más clara que nunca. Pero, más allá de la bienintencionada belleza del eslogan, ¿en qué consiste esa educación y quién habría de proporcionarla? En cuanto a lo primero, me limitaré a señalar dos rasgos básicos de esta educación democrática; uno se refiere al individuo y el otro a la democracia como empeño colectivo. Lo segundo nos enfrentará a una paradoja que es, a su manera, un callejón sin salida.

En esencia, el buen ciudadano es un individuo que se comprende a sí mismo: esta autocomprensión es un requisito para la comprensión recíproca que exige la convivencia. Tradicionalmente, esta autocomprensión ha sido descrita como el resultado de un ejercicio de reflexividad tras el cual el ciudadano es capaz de verse desde fuera; como si tomara o pudiera tomar una distancia respecto de sí mismo. Precondición para ello es que asumamos que nada nos autoriza a pensar que custodiamos una verdad indiscutible, para pasar a vernos como proponentes de significados y políticas particulares: lo mismo que los demás. Aunque esto no es suficiente: hemos de tomarnos en serio las lecciones del giro afectivo. Esto no significa que la autonomía individual, revelada como una vulgar ilusión, haya de ser arrojada al sumidero de la historia conceptual; por el contrario, se trata de reconstruirla sobre nuevas bases. Y esa base sólo puede ser, otra vez, la reflexividad individual: un sujeto que se hace cargo de las imperfecciones de su razón. Es una cualidad sofisticada, que no se generalizará fácilmente; no hay, sin embargo, demasiadas alternativas.

Por otro lado, crucialmente, el ciudadano habrá de entender que la democracia posee límites y no habrá de pedirle aquello que no puede darle. Dicho de otro modo: el buen ciudadano asume que la democracia no goza del poder ilimitado para proveer cualquier resultado. Tampoco, dicho sea de paso, el poder de hacer feliz al ciudadano: únicamente cabe pedirle que contribuya a crear las condiciones que nos permitan, por recordar la fórmula de la Constitución estadounidense, buscar nuestra felicidad. También habrá de comprender el ciudadano que la democracia es un proceso lento que requiere deliberación, negociación, compromiso, lo que, por definición, nos exige tratar con aquellos con quienes discrepamos. Finalmente, parte de este aprendizaje incluye un mínimo conocimiento de la historia de la democracia: ésta acumula ya un pasado que imparte lecciones nada menores.

Ahora bien: ¿cómo puede la democracia educar a los individuos a fin de convertirlos en ciudadanos? Sobre la base, recuérdese, de que el buen ciudadano puede definirse mínimamente como aquel que evita comportarse como un mal ciudadano: uno que lo ignora casi todo sobre el funcionamiento de su sociedad, se toma a la ligera el derecho al voto, cultiva el antagonismo ideológico o pide lo imposible de sus representantes. Pero la dificultad estriba en que, si la democracia puede entenderse como un proyecto educativo, es un proyecto sin mánager: nadie está dirigiéndolo. Por supuesto, está la educación, un recurso habitual para terminar un artículo haciendo un brindis al sol; pero la educación puede no ser suficiente. ¿Acaso no hay individuos educados ejerciendo como malos ciudadanos en nuestras esferas públicas? En las sociedades democráticas, la práctica de la ciudadanía debería ser en sí misma educativa. Aquí está el callejón sin salida: la cultura democrática no puede florecer sin ciudadanos dispuestos a aprender de ella. Y si existe un obstáculo para ello, al menos uno especialmente insidioso, es la competencia política entre partidos: la lucha por el poder contamina la conversación pública, rasgo que se ve agravado por la vieja paradoja de la participación política según la cual los ciudadanos más participativos son también los más dogmáticos. Irónicamente, ésta es también la primera enseñanza que el ciudadano debe hacer suya. Quizá le pidamos mucho, pero nadie dijo que esto fuese fácil.




Congreso de los Diputados, Madrid, España


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lunes, 18 de febrero de 2019

[PENSAMIENTO] El futuro



La escuela de Atenas, de Rafael (1512. Palacios vaticanos)


Hace unas semanas, en dos artículos sucesivos [I y II) aparecidos en Revista de Libros, el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, escribía que el presente no es un futuro digno para las expectativas que de él nos habíamos creado.

Recién comenzado el nuevo año, comienza diciendo el profesor Arias, empezó a circular por la red una imagen en apariencia enigmática: sobre un fondo negro, dos líneas: «Los Angeles / November 2019». Tras la sorpresa inicial, no era difícil reconocer el primer plano de Blade Runner, la película de Ridley Scott cuya trama se desarrolla allí: en una caótica ciudad de Los Ángeles que en noviembre de 2019 se halla en perpetuo estado de oscuridad, azotada por la lluvia y adornada por una publicidad luminosa de aires orientales que refleja la fortaleza económica de Japón en 1982, momento del estreno. Se trata de una estampa apocalíptica cuya fecha se nos ha echado encima, como recordaba el fotograma que pasaba de un smartphone a otro en plena Nochevieja sin revelar su significado. ¿Se trataba de un mero recordatorio para mitómanos? ¿Estamos aún a tiempo, de aquí a noviembre, de adentrarnos en esa tiniebla futurista? ¿Acaso estamos ya en ella, aunque no lo parezca? ¿O más bien se llamaba la atención sobre el contraste entre el mundo ficcional de Blade Runner, donde no sólo hay replicantes, sino que ha dado tiempo a que éstos se rebelen contra sus creadores, y la prosaica realidad de un planeta donde todavía se publican periódicos de papel?

Para no pocos aficionados a la ciencia ficción, el presente es, desde luego, decepcionante. Si ya estamos en el futuro, nada menos que a punto de terminar la segunda década del siglo XXI, ¿no debería el mundo tener otro aspecto? Es conocido que Peter Thiel, controvertido cofundador de PayPal y activista político libertario, dio expresión duradera a este sentimiento en una frase pegadiza: «Queríamos coches voladores y en su lugar tenemos 140 caracteres». Aunque en el ínterin hemos doblado el número de caracteres disponibles en Twitter, el problema subsiste; esperábamos, en líneas generales, otra cosa. Todo debería ser más limpio, más sofisticado, más extraño. La propia ciencia ficción nos ha malacostumbrado con su ocasional acierto prospectivo: si Ernst Jünger anticipó Internet y el teléfono de nuestros días en su Eumeswil, Julio Verne describió coches silenciosos y muebles de uso múltiple en París en el siglo XX, por mencionar sólo dos obras que llegan ‒o vuelven‒ ahora a nuestras librerías.

Y, sin embargo, no, el presente no es un futuro digno para nuestras expectativas. Es una sensación que lleva un tiempo instalada en la cultura; preguntado en 1986 por su visión del futuro, el escritor británico J. G. Ballard respondía lo siguiente: Me parece que lo que más debemos temer del futuro no es que algo terrible vaya a suceder, sino más bien que nada va a suceder. Que vivamos, o que nuestros hijos vivan, en un mundo aburrido, en lo que yo llamaría un mundo sin acontecimientos, un mundo donde no pasa nada. Y lo que temo es que eso nos lleve a una atrofia de la imaginación.

Añade Ballard que eso es algo que experimentó con fuerza al atravesar en coche, unos años atrás, Alemania Occidental: «Si quiere una imagen de lo que el futuro puede traer consigo, se parece a un suburbio de Düsseldorf, y eso no puede ser bueno para el espíritu humano». Ballard identifica la vida suburbial en un país ordenado con el aburrimiento y, podemos adivinar, la mediocridad estética. Y cuando habla de «un mundo en el que no pasa nada», parece estar refiriéndose al fin de la Historia: como si anticipase al Fukuyama que, como nos recordaba hace poco Jorge del Palacio, presentaba el mundo poshistórico como un lugar triste. Ballard, pues, prefigura a Fukuyama: ¡el fin de la Historia es un suburbio de Düsseldorf! Claro que Fukuyama no hacía más que seguir en esto a Alexandre Kojève, reputado intérprete de Hegel para quien el tipo humano que vive después de que la Historia haya terminado se dedica al entretenimiento banal: un género de vida que supone el retorno humano a la animalidad, entendida como renuncia del ser humano a su propia realización. Para Leo Strauss, quien se carteó con Kojève, se trata de un destino indeseable: «El estado en el cual el hombre está llamado a sentirse satisfecho es un estado en el cual las bases de la humanidad desaparecen, o en el que el hombre pierde su humanidad». En otras palabras, un presente sin expectativas de futuro sería un presente muerto: las páginas en blanco de los períodos felices en el libro hegeliano de la historia.

Ahora bien, no puede decirse que la relación de las sociedades occidentales con el presente esté caracterizada por el aburrimiento: nos produce más bien descontento o frustración. Y es conveniente subrayar la cualidad «occidental» de semejante estado de ánimo, pues, por más que con frecuencia globalicemos alegremente lo que siente la vieja Europa, las sociedades asiáticas ‒incluida Australia‒ y más de una de las latinoamericanas encuentran pocos motivos para el pesimismo. Tampoco está claro que el malestar occidental se deba a que contemplamos el presente desde el punto de vista del pasado, es decir, como un futuro que no se ha realizado satisfactoriamente. La dificultad no está detrás, sino delante: las promesas incumplidas de la modernidad nos preocupan menos que la dificultad de asomarnos al futuro con esperanza. Por momentos, parece que el futuro ha dejado de ser el depósito de la ilusión colectiva y se ha convertido en lo contrario: el lugar donde todo irá mal.

Para el ensayista Jacob Silverman, de hecho, el futuro «ha terminado». Nos hemos pasado varios siglos usándolo, pero la ideología futurista ‒religiosa por definición‒ no sobrevivirá en un mundo climáticamente alterado que el solucionismo tecnológico no conseguirá salvar. Para Silverman, los shitty futurists que recopilan imágenes distópicas de nuestro presente tienen razón: un mundo en el que hay empleados de Facebook dedicados a evitar el suicidio en vivo de los usuarios adolescentes de la plataforma, o donde unos drones dejan en tierra a cientos miles de pasajeros navideños en el aeropuerto de Gatwick, es un mundo en descomposición y no la cornucopia que nos fue prometida. Para colmo, la desestabilización antropogénica de los sistemas planetarios añade una nota agónica a la imagen del futuro: «En el Antropoceno, el apocalipsis es administrado con cada molécula de carbón quemado». Difícilmente podrá sorprendernos entonces que la filósofa Déborah Danowski y el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro hayan constatado la reaparición en nuestra época, bajo formas nuevas, de la vieja idea del fin del mundo. Este colapso civilizatorio es presentado alternativamente como acontecimiento o como proceso, pero rara vez como una mera probabilidad: estamos convencidos de que la orquesta humana ensaya ya la sinfonía para el fin de los tiempos. Ballard se equivocaba entonces; pueden pasar cosas terribles. El filósofo alemán Günther Anders podría sentirse reivindicado: fue él quien dictaminó tras las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki que «la falta de futuro ha comenzado ya». Y, ¿acaso hay algo peor que no tener futuro?

Paradójicamente, del futuro podría decirse que no existe. El porvenir, como la palabra indica, no llega nunca: siempre está por delante, como si escapase a nuestras constantes cavilaciones sobre él. ¿O sí existe? En el Leviatán, Hobbes describía así la diferencia entre los distintos momentos temporales: El presente sólo existe en la naturaleza; las cosas pasadas tienen un ser solamente en la memoria, pero las cosas por venir no tienen ser alguno; el futuro no es más que una ficción de la mente, que establece una continuidad entre las acciones del pasado y las acciones presentes.

Así que el futuro se encuentra únicamente en la imaginación, donde jamás descansa a causa de nuestra inquietud; una inquietud que para Hobbes condiciona, más que ninguna otra cosa, la existencia humana: preocupados por nuestro bienestar, dedicamos todos nuestros esfuerzos a garantizarlo. Todo indica, de hecho, que el ser humano lleva incorporado de serie un sesgo de futuro tan profundo que ni siquiera lo advertimos. Es comprensible: nadie quiere que sus mejores días hayan quedado atrás y, como dejó razonado Derek Parfit, todos preferimos haber sido picados ayer por una avispa a tener que serlo mañana, pese a que la picadura duele igual mañana de lo que nos habría dolido ayer. Y aunque el humano no es el único animal concernido por el futuro, como demuestra el almacenaje de comida que llevan a término las hormigas con admirable disciplina, sí somos los únicos que han desarrollado el concepto de «futuro»: un tiempo que no es la simple prolongación del presente y está abierto a distintos desarrollos contingentes. Y es tal nuestro deseo por anticipar la forma del tiempo futuro que quienes se dedican a especular sobre ella pueden hacer fortuna: pregunten al editor de Yuval Noah Harari.

Anticipar el futuro se ha convertido, incluso, en una ciencia. Para ello ha sido necesario que culminase el paso de una concepción estática o cíclica del tiempo a la creencia, por lo demás empíricamente constatable, en la capacidad de transformación de las sociedades. Ésta última se impone a los sentidos: salvo en el caso de las comunidades aisladas sin contacto con el exterior, no hay grupo humano que no termine cambiando. Pero es preciso que tomemos conciencia de ello para poder plantearnos el problema del futuro: sólo si estamos seguros de que las cosas han mejorado y pueden seguir mejorando, arguye Nick Monfort, podemos preguntarnos por los medios de que es necesario disponer para dar forma al porvenir con arreglo a nuestras preferencias. Este optimismo habría encontrado su culminación en las Exposiciones Universales de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, auténticas ferias temáticas sobre el futuro en las que se intercambiaban las tecnologías emergentes del mundo de ayer. Ahora bien: Monfort viene a decir, sin decirlo, que sólo pueden construirse futuros halagüeños que conduzcan a una buena sociedad, mientras que los futuros malogrados o catastróficos serían el resultado de un déficit de conciencia o cooperación. Sobrevalora así la capacidad de los seres humanos para actuar exitosamente en sociedades complejas, donde la acción puede conducir al fracaso o al desastre; al mismo tiempo, subestima la potencial diversidad de los futuros imaginados que en cada momento histórico entran en juego y en conflicto.

Es ahí donde reside la dimensión social del futuro, que el antropólogo Marc Augé ha querido enfatizar: el futuro, tanto individual como colectivo, siempre depende de otros. De ahí que, a su modo de ver, un futuro democrático aceptable sería aquel donde todos pudiéramos gestionar nuestro propio tiempo y dar sentido a nuestra existencia, creando futuros individualizados en la medida de lo posible. A este objetivo sólo podríamos aproximarnos, sostiene Augé, eliminando los factores estructurales que más obviamente provocan la infelicidad individual. Esto es: creando un espacio para el ejercicio de la libertad negativa donde cada persona pudiera, como dice la Constitución estadounidense, «perseguir su felicidad». Sin embargo, nunca podremos evitar que el futuro de cada individuo sea en medida variable un ‒digamos‒ heterofuturo condicionado por el marco social en que se desenvuelve. Naturalmente, hay diferencias: no es lo mismo vivir en la China de Xi Jinping que en la Alemania de Angela Merkel.

Se da aquí, en cualquier caso, una curiosa paradoja: cuanto menos creemos en el futuro, con mayor ahínco tratamos de desentrañarlo. Los llamados Future Studies, disciplina académica interdisciplinar que se dedica al estudio sistemático del porvenir, han sobrevivido al fin del optimismo ilustrado. ¿No lleva apenas unos años abierta en Alemania la Haus der Zukunft, «casa del futuro» que persigue influir en el porvenir mediante la reflexión colectiva y el lanzamiento de ideas de vanguardia? Jennifer Gidley ha trazado la genealogía de este campo de estudio, que tendría su origen más inmediato en el desarrollo de la futurología en la segunda posguerra mundial. Tiene sentido: enfrentados a un futuro que el Departamento de Defensa norteamericano caracterizó en 1990 como volátil, incierto, complejo y ambiguo (VUCA, por su acróstico en inglés), los esfuerzos por conocerlo de antemano se hacen más necesarios que nunca. Pregunten, si no, a las compañías de seguros, algunas de las cuales ‒Munich Re es un ejemplo‒ invierten cantidades astronómicas en sus departamentos de prospectiva. No en vano, el futuro es también el lugar del riesgo. Y lo improbable, como señalara Niklas Luhmann en un trabajo clásico, es perjudicial para la racionalidad: mejor convertirlo en una dimensión cuantificable de la vida social. Esta nueva concepción del futuro, como es obvio, tiene su trasunto cultural en la desconfianza posmoderna hacia las grandes narraciones: si no podemos creer en nada, ¿cómo vamos a creer en el futuro?

De lo que se trata, entonces, es de identificar tendencias que puedan ayudarnos a discernir los futuros posibles, para así influir sobre ellos. Según decía Nick Bostrom (director del Future of Humanity Institute de la Universidad de Oxford) a la revista australiana New Philosopher en una entrevista publicada hace dos años, el truco está en hacer un «rastreo inverso»: arrancar de los buenos futuros que desearíamos hacer realidad e identificar las acciones o desarrollos contemporáneos que podrían hacerlos realidad. No es lo que solemos hacer; la mayoría de las veces usamos el futuro para criticar aspectos indeseables de la sociedad actual o para proyectar sobre él nuestras esperanzas y miedos. Por el contrario, los Future Studies tratan de actualizar la reflexión de Luis de Molina, teólogo jesuita español del siglo XVI que arguyó provocadoramente que el futuro no estaba ni determinado del todo por Dios ni dejado a la libre disposición de los hombres, sino que existen futuros contingentes para estos últimos que Dios puede conocer. Si en el lugar de Dios situamos las estructuras sociales que no podemos hacer desaparecer por arte de ensalmo, encontramos una rendija abierta para el diseño humano del futuro. No obstante, esas estructuras no son sólo sociales, sino, en todo caso, socionaturales. De ahí que Jennifer Gidley, tras oponer un futuro «humanocéntrico» a otro «tecnotópico», subraye la necesidad de que las sociedades humanas reexaminen su relación con el tiempo, redescubriendo el vínculo multifacético que la temporalidad humana mantiene con la naturaleza y el cosmos: un vínculo que teníamos delante sin que pudiéramos verlo.

Pero, ¿cómo lograr esa reorientación de la conciencia en una era hipertecnológica y marcada por el imperativo de la innovación? Si la brecha entre el tiempo de la vida y el tiempo del mundo ya es infranqueable, como mostrase Hans Blumenberg, ¿qué sucede cuando el individuo se enfrenta a los nuevos vértigos derivados de la globalización, la simultaneidad digital o el cambio climático? Más aún: ¿cómo afecta la pérdida de futuro a una vida política que no puede entenderse sin la constante apelación al futuro? ¿De qué manera podrían operar las democracias sin la promesa recurrente de un futuro mejor?

Noviembre en Los Ángeles a la altura del año 2019, decíamos: un anuncio distópico al comienzo de Blade Runner, estrenada en 1982, que se convierte en un comentario irónico sobre la relación entre pasado, presente y futuro durante la última noche de 2018. O lo que es igual: al comienzo del año invocado por una película futurista cuyo pronóstico está lejos de haberse cumplido. Y decíamos, también, que esa imagen puede servir como emblema del agotamiento del futuro; del fin de su carrera como recurso de sentido para los contemporáneos. Aunque de nuevo la ironía haga acto de aparición: un futuro tan indeseable como el imaginado en Blade Runner no debería estimular ningún sentimiento de privación.

Sea como fuere, en la entrada anterior se ponía, asimismo, de manifiesto que una parte de las energías intelectuales de nuestro tiempo es canalizada, no obstante, hacia ese mismo futuro. Aunque cada vez depositemos en él menos esperanzas, deseamos predecirlo; hasta el punto de que existe una disciplina académica, denominada Future Studies, que se dedica a ello. No se trata de una variación del viejo oráculo que leía las entrañas de las aves, sino que traduce el esfuerzo por leer de manera «científica» el presente. Su propósito es identificar tendencias duraderas e identificar escenarios probables de futuro. Sólo así podremos ejercitarnos en la práctica del future-making, esto es, potenciar aquellas actitudes o procesos que habrían de conducir a los futuros más deseables. Naturalmente, se pone de manifiesto el viejo problema del enfoque histórico que se orienta al futuro, pues no podemos anticipar de qué manera nuestra acción presente modificará los escenarios hacia los que deseamos aproximarnos.

En todo caso: la vida política mantiene una relación de necesidad con el futuro. Es así, cuando menos, en una modernidad que ha dejado atrás la concepción cíclica del tiempo propia de la Antigüedad. Si entonces el tiempo no se encaminaba a ninguna parte, sino que quedaba encapsulado en trayectorias circulares de esplendor y corrupción, ahora no nos vale el tiempo salvo que posea dirección y, por tanto, finalidad. A eso se dedican, entre otras cosas, ideologías y partidos: a prometer buenos futuros. Separo ideologías y partidos por una sencilla razón: la temporalidad en que se mueven los partidos posee una inmediatez incompatible con las necesidades de realización de los propósitos ideológicos, que requieren de tractos históricos mucho más amplios que los de las legislaturas. Digan lo que digan los departamentos de publicidad antes de cada cita electoral.

Ahora bien: ¿qué pasa con la política cuando se queda sin futuro? Podríamos decir también: cuando se queda sin tiempo. En sus meditaciones acerca de la génesis del sentido moderno del tiempo, Hans Blumenberg ha hablado del proceso por el cual la razón humana adquiere una cualidad temporal cuando se la vincula a procesos históricos en los que puede desplegarse todo su potencial. Por eso dice que resultó útil para el concepto de razón de la Ilustración el hecho de que la razón, para desplegar toda su efectividad, precisaba del consumo de tiempo, de modo que ya no era posible separar racionalidad y experiencia histórica.

Sólo así, señala, podía explicarse que la racionalidad humana hubiese hecho tan tardío acto de aparición: la Ilustración adviene sin poder explicar por qué no ha advenido antes. Puede alegarse, para justificar ese retraso, que la Ilustración llega para corregir las aberraciones surgidas con el paso del tiempo, y que esa corrección en sí misma necesita tiempo. Pero nada de eso resuelve el conflicto que, tal como señala Bernard de Fontenelle de acuerdo con Blumenberg, se plantea entre la idea de la Ilustración y el concepto de tiempo: «Es cierto que el mundo cuesta tiempo; pero también es irrefutable que el tiempo no es favorable a la perdurabilidad de lo alcanzado por él». Resuenan aquí ecos griegos, romanos: el progreso alcanzado puede desmoronarse, pues el tiempo corrompe y destruye. Es, en definitiva, su ocupación principal.

Pues bien, se diría que nuestra época está convencida de que nos hemos embarcado en un inquietante proceso de degeneración material y moral que amenaza con arruinar los logros alcanzados ‒a pesar de los pesares‒ en el curso de la modernidad occidental.  En su versión más moderada, el mundo amenaza con deslizarse por una pendiente iliberal donde los hijos vivirán peor que los padres y se verán sometidos a la tiranía del algoritmo en el marco de una regresión de las comodidades materiales; en su variante más desesperanzada, el cambio climático convertirá el planeta en un lugar progresivamente inhabitable donde ni la especie humana ni su razón podrán desenvolverse en absoluto. Esta ausencia de futuro produce efectos políticos inmediatos, que no pocos comentaristas identifican con el surgimiento del populismo. En su monografía sobre este último, Fernando Vallespín y Máriam Martínez-Bascuñán aluden a la hipótesis del sociólogo alemán Oliver Nachtwey sobre la «descivilización» de las sociedades contemporáneas. A su juicio, que el futuro ahora nos inspire temor en lugar de esperanza estaría afectando a la propia estructura psíquica del sujeto, huérfano de un futuro que le proporcionaba sentido y forzado, en lo sucesivo, a proveérselo él mismo en la más descarnado de las soledades. El descrédito del ideal de progreso suministraría así al discurso populista la poderosa arma retórica del «declinismo», declive material y moral que sólo el populista, recuperando la vieja afirmación soberana, sería capaz de revertir. Desde este punto de vista, el triunfalismo liberal que sigue a la derrota del comunismo soviético habría sido el canto del cisne del optimismo ilustrado: la Gran Recesión nos habría devuelto a la dolorosa realidad de un futuro que, de tanto ser usado, hemos terminado por malgastar.

También entre nosotros, Manuel Cruz ha visto en la pasión contemporánea por el pasado y la memoria un efecto paradójico de la privación de futuro. Tiene su sentido: quien topa con un muro al final de un callejón no tiene más remedio que mirar hacia atrás. No se trata de que el futuro no pueda depararnos sorpresas, sino que ya no podemos decidir el sentido de las mismas: se ha vuelto imposible hablar de nosotros como «sujetos de la historia», habiéndonos convertido más bien en «sujetos pacientes» de la misma. Ya no damos forma a la historia, sino que ésta ha adoptado la forma de una jaula que nos constriñe. Para Cruz, la modernidad estaría agotada por razón del incumplimiento de sus promesas; ahora que sabemos que éstas no podrán hacerse realidad, nuestra fe en la capacidad emancipadora de la acción política queda severamente menguada. Y el populista se aprovecha de ello.

Sin embargo, no está nada claro que alguna vez fuésemos realmente sujetos de la historia, capaces de dar forma a los acontecimientos conforme a nuestra voluntad. Otra cosa es que, estimulados por la confianza que exudaban las filosofías de la historia, llegásemos a creerlo. Bien mirado, que esa creencia se haya demostrado ilusoria ‒que nunca fuésemos los dueños de la historia‒ es lo que ha terminado para nosotros con el futuro. Irónicamente, esta desilusión provoca en los contemporáneos occidentales un contramovimiento demasiado brusco: no sólo dejamos de creer en la capacidad humana para dar forma a la historia, sino que descreemos por completo del progreso y nos entregamos a un melancólico declinismo compensado con una conexión wi-fi. Lo tiramos todo a la vez: el niño, el agua y la bañera. ¡O el futuro es perfecto, o no hay futuro!

Ya hemos dicho que la concepción moderna del tiempo, que surge con la Ilustración europea, rompe con la percepción del tiempo propia de los antiguos. Pasamos así de una imagen cíclica ‒y, por tanto, esencialmente inmutable‒ del tiempo, a una lineal y unidireccional; es decir, a una progresista o dirigida a un progreso. La Revolución Francesa fue decisiva para persuadir a los grandes pensadores de la época ‒Kant, Hegel, Marx‒ de que la temporalidad política moderna abría nuevas posibilidades para la materialización de las esperanzas humanas. Por su parte, el proceso de aceleración del tiempo moderno que ha descrito Reinhart Koselleck vendría a confirmar que el sujeto moderno se sitúa en unas nuevas coordenadas temporales. Tal como apunta Kimberly Hutchings, una vez consumada la ruptura con la tradición ‒y, de hecho, identificada esa tradición con la reacción contraria al progreso‒ se hizo posible convertir el modelo occidental de progreso en el modelo universal de progreso. Para las sociedades que no experimentaban similares transformaciones se reservaban adjetivos como «retrasadas», «subdesarrolladas» o «en vías de desarrollo».

Pero, como ya mostrase de forma convincente Karl Löwith a mediados del siglo pasado, la filosofía de la historia tiene truco, ya que no es sino la versión secular de la escatología cristiana. Si entendemos por filosofía de la historia la «interpretación sistemática de la historia del mundo según un principio rector, por el que se ponen en relación acontecimientos y consecuencias históricos, refiriéndolos a un sentido último», fue Voltaire el primero que habló de ella en su Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones. Se eliminó entonces la voluntad de Dios como principio rector de la historia, poniéndose en su lugar la voluntad del hombre y sus previsiones racionales: de la divina providencia pasamos entonces al humano plan. Nótese que ya perdemos desde el principio un elemento fundamental para la coherencia de la historia planificada: mientras que la voluntad de Dios es el producto de un único agente que no tiene que discutir con nadie el sentido de su decisión, la historia humanizada sobre cuya forma debe decidir nuestra razón será forzosamente el producto de una pluralidad de agentes con argumentos e impulsos contrapuestos. En otras palabras: la perfección de la providencia divina daba paso a la imperfección de la razón humana, que, no obstante, se aparecía como perfecta a ojos de los teorizadores de la emancipación a la carta.

En todo caso, la operación secularizadora aquí implicada sería evidente a ojos de Löwith, quien entiende que toda filosofía de la historia es dependiente de la teología. O lo que es igual, de una interpretación teológica de la historia como historia de la salvación. ¿Y cómo podría ser «ciencia» una interpretación de la historia que tiene como fundamento la creencia en la redención humana al final de los tiempos? Sus consecuencias también pueden interpretarse bajo una óptica religiosa: si los acontecimientos históricos sólo adquieren sentido en relación con un fin último que trasciende los sucesos fácticos, el futuro pasa a existir para nosotros en la espera y la esperanza. Paradójicamente, pues, la historia se convierte en futurología. Y cuando el plan fracasa, la espera se convierte en impaciencia, y la esperanza, en desilusión. Pero esta operación secularizadora, advierte Löwith, no puede funcionar: ¿cómo podría, si ya no se sostiene sobre la fe cristiana que articulaba la idea de la historia como camino de salvación? Esto es: «La imposibilidad de construir un sistema progresivo de la historia profana sobre la base de la fe tiene como contrapartida la imposibilidad de diseñar un plan pleno de sentido de la historia por medio de la razón». La filosofía de la historia sería entonces, o quizá más bien habría sido, una enorme maquinaria hueca: una fe de sustitución carente de los poderosos soportes de la creencia religiosa.

Pese a ello, no puede decirse que careciera de potencia. Cuando el cineasta francés Chris Marker viaja a Siberia en 1957 y se pone a rodar el material del que extraerá su formidable Carta desde Siberia, estrenada un año después, da testimonio de las monumentales obras públicas que las autoridades comunistas impulsaban por entonces en aquella remota región. Sabido es, empero, que la fuerza creadora de la razón histórica tiene su reverso siniestro: de las guerras mundiales a la destrucción ecológica, pasando por la opresión totalitaria y la violencia política. De ahí que el filósofo alemán Odo Marquard señalase que la filosofía de la historia no es la modernidad, sino que, por el contrario, la modernidad se malogra con ella. El pensador alemán formula así la aporía resultante: Si la época moderna ‒según una posible definición‒ es la neutralización de la escatología bíblica, entonces la filosofía de la historia es la venganza que la escatología neutralizada se toma contra esa neutralización.

Sucede entonces que la filosofía de la historia, como auténtica ideología del futuro, constituye el más acabado mito de la Ilustración. Y de ahí que Marquard pueda concluir melancólicamente que «el mundo debe ser cuidado frente a la filosofía de la historia». ¡Para no quedarnos sin él! Por desgracia ‒o por suerte‒, la humanidad no puede desvincularse fácilmente de la promesa de la redención. El fin del futuro es, ante todo, el fin de una esperanza. Y la sensación resultante deja su sello en la cultura: ahí tenemos al protagonista tipo de las novelas de Michel Houellebecq, ese sujeto triste que vagabundea por las ruinas del mundo posmetafísico y anhela una unidad de sentido. O, en la versión paródica que nos presenta Wall-E, esa humanidad obesa que se refugia en un mall espacial de la catástrofe climática que ha arrasado la Tierra. Ayuno de fe en la salvación ultraterrena y decepcionado con los rendimientos del plan de salvación secular, el humano occidental ‒al humano no occidental ya le llegará su hora‒ no sabe a qué agarrarse. Así que una posible lectura del populismo es ésta: palanca de emergencia para desilusionados con el futuro.

Es sintomático, en ese sentido, que la vieja filosofía de la historia haya sido reemplazada en las conciencias orientadas a la emancipación por una creencia distinta: creencia en el tiempo mesiánico capaz de producir una ruptura de carácter transformador. Podemos comprobarlo en la vigencia de Benjamin o en la recuperación que hace Giorgio Agamben de Pablo de Tarso como pensador mesiánico: frente a la continuidad tediosa del chronos, la redención por medio del kairos o tiempo de la acción. También en la última obra de William Connolly se plantea un desenlace mesiánico a la crisis ecológica cuando se alude a una posible «huelga global» contra el neoliberalismo depredador. Y la mismísima Hannah Arendt, fuera del esquema mesiánico, hace del «nacimiento» a través de la acción política una categoría central de su pensamiento. ¡Golpes de futuro!

Sobre esta base cultural ‒o, si se quiere, espiritual‒ se hace hoy política democrática. Mientras la lógica de los medios sigue enfocada hacia un futuro cada vez más inmediato, los partidos abusan de la promesa como estímulo electoral: no se conoce todavía al líder que haya renunciado a ella o matizado de manera realista su significado. Y no es de extrañar, pues por su propia naturaleza la política es una actividad que se conjuga en tiempo futuro. ¿Qué aspecto habría de tener una política del presente? Nadie lo sabe, pues no se ha ensayado sino en un solo sentido: la crítica demoledora de la situación existente a fin de que reluzca con más fuerza a su lado la oferta correspondiente. Este imperativo propagandístico, que se complace en la denigración tremendista del presente, dificulta ese entendimiento maduro del progreso humano que se ha defendido aquí en alguna ocasión: un progreso cierto, pero desigual, que resulta de los rasgos de la especie antes que de la cualidad trascendental de la historia interpretada teológicamente. Pero no parece que este ejercicio de sobriedad pueda llevarse a término: solemos preferir la seducción escatológica del fin de los tiempos. Y así nos va, podríamos concluir. Sin embargo, podría irnos mucho peor: que el presente no se parezca al futuro descrito en Blade Runner ya es, bien mirado, un logro considerable.



Imagen de la película Blade runner (1982), de Ridley Scott


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4768
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)