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miércoles, 16 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] Poesía para horas bajas. [Publicada el 16/11/2011]









Las palabras son siempre peligrosas; una expresión poco meditada  te puede joder el día. Hoy ha estado a punto de pasarme a mi; al final se arregló solo, como suelen arreglarse estas cosas, dando tiempo al tiempo y procurando no encharcarla de nuevo. Hemos estado todo el día en casa, en Maspalomas. Mi mujer, trasplantando al jardín unos árboles que estaban delante del portal de casa, en Las Palmas, que fueron arrancados para reformar la calle; yo, refugiándome en "La Eneida" (Vosgos, Barcelona, 1973) de Virgilio (siglo I a.C.) y una vez más, en "Cien poemas de amor" (Barral-Corregidor, Barcelona, 1971) del poeta hindú Amaru (siglo VII d.C.): 



"El:

Cuando mi estrecho abrazo presionó sus senos, su piel se erizó; 

con la extraordinaria intensidad de su apasionado sentimiento 

su vestimenta resbaló de sus caderas, mientras ella, con débil acento, 

me decía: “No, no, ya basta”.

Y luego, yo no sabré decir si se quedó dormida o si desfalleció, 

si se refugió en mi corazón o se derritió entre mis brazos. 

Ella, a una amiga: 

Cuando mi amante subió a mi lecho, 

de por sí sola se soltó la hebilla de mi cinturón y, 

mal sostenido en mi cintura, mi vestido se deslizó por mis caderas. 

Eso es lo único que sé, pues, apenas sentí el contacto de su cuerpo, 

de todo me olvidé: 

de quién era él, de quién era yo, 

de como fue nuestro placer”.



Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt 










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Entrada núm. 1413 
"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)

martes, 28 de julio de 2020

[LORCA EN SU JARDÍN] Hoy, con Mariana Pineda



Fotograma de una representación actual de Mariana Pineda




Concluidas las entradas dedicadas a Miguel de Cervantes y Benito Pérez Galdós, durante los próximos meses voy a ir subiendo al blog, en la medida de lo posible, toda la extensa obra teatral, poetica y narrativa de ese otro genio de la literatura en español que fue Federico García Lorca.

Federico García Lorca (1898-1936) fue un poeta, dramaturgo y prosista español, conocido por su destreza en muchas otras artes. Adscrito a la generación del 27, fue el poeta de mayor influencia y popularidad de la literatura española del siglo xx. Como dramaturgo se le considera una de las cimas del teatro español de ese mismo siglo, junto a Valle-Inclán y Buero Vallejo. Murió asesinado un mes después del golpe de Estado que dio origen a la Guerra Civil civil española.

Continúo hoy la serie con la obra teatral Mariana Pineda, drama histórico escrito por Lorca entre 1923 y 1925. Fue estrenada el 24 de junio de 1927 en el Teatro Goya, de Barcelona por la compañía de Margarita Xirgú, con escenografía de Salvador Dalí. 

La obra gira en torno a la historia real de Mariana Pineda, una mujer granadina de 26 años condenada a muerte y ejecutada en Granada el 26 de mayo de 1831, por defender la causa liberal frente al absolutismo del rey Fernando VII, al haberse encontrado en su casa una bandera liberal con las palabras Libertad, Igualdad y Ley, bandera que había sido fue bordada por unas mujeres del barrio del Albaicín. 

La pueden leer desde este enlace, en la edición electrónica de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante, tomada de sus Obras completas, Madrid, Aguilar, 1954También pueden disfrutarla, completa, en este video del canal YouTube, puesta por el grupo Taller de Teatro Dionisos, de Jerez de la Frontera, el año 2011. 






Monumento a Lorca. Plaza de Santa Ana, Madrid



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 25 de julio de 2020

[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Víctor García de la Concha




Víctor García de la Concha, en su toma de posesión académica


La Real Academia Española se creó en Madrid en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. En sus primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. El 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. La RAE ha tenido un total de 483 académicos de número desde su fundación. 

A esta sección del blog iré subiendo periódicamente una breve semblanza de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 

Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la RAE con la del académico Víctor García de la Concha (1934). Elegido el 7 de noviembre de 1991, tomó posesión de la silla académica "c" el 10 de mayo de 1992 con el discurso titulado Filología y mística: San Juan de la Cruz, «Llama de amor viva»respondido en nombre de la corporación por el académico Gonzalo Torrente Ballester.

Fue secretario (1992-1998), director de la corporación y presidente de la ASALE (1998-2010), y desde 2011 es director honorario. Víctor García de la Concha es licenciado en Filología Española (Universidad de Oviedo) y en Teología (Universidad Gregoriana de Roma). Dedicó su tesis doctoral a Los senderos poéticos de Ramón Pérez de Ayala (1970). Ha sido profesor de instituto y catedrático de Literatura Española en las universidades de Valladolid, Murcia, Zaragoza y Salamanca. Desde esta última ha puesto en marcha numerosas iniciativas, entre ellas la Academia Literaria Renacentista y los encuentros literarios de Verines, en Asturias.

Ha sido investido honoris causa por seis universidades americanas (Estados Unidos, Perú, Honduras, Cuba, Nicaragua y México) y por cinco españolas, las de Valladolid, Alcalá de Henares, Antonio Nebrija de Madrid, León y Salamanca. Entre 2012 y 2017 fue director del Instituto Cervantes.

Autor de una extensa bibliografía, Víctor García de la Concha es especialista en literatura del Renacimiento y en los escritores místicos del siglo XVI, con numerosos estudios dedicados a san Juan de la Cruz, fray Luis de León —en septiembre de 2018 mantuvo, en el Instituto Cervantes, una conversación con el académico Emilio Lledó sobre su edición de la obra de fray Luis Cantar de cantares de Salomón— y santa Teresa. En 1993 publicó Nueva lectura del «Lazarillo de Tormes» y en 2011 coordinó la edición facsimilar del códice Durán-Masaveu, cuaderno autógrafo de Lope de Vega.

También ha prestado especial atención a la literatura contemporánea en castellano, en obras como La poesía española de 1935 a 1975 (1987) y Cinco novelas en clave simbólica (2010). Ha dirigido la revista Ínsula y las colecciones Austral (Letras) y Clásicos Castellanos de la Editorial Espasa-Calpe.

Víctor García de la Concha, decidido impulsor de la política lingüística panhispánica durante su etapa como secretario y director de la RAE, fue distinguido —como reconocimiento a esta labor— con la Orden del Toisón de Oro en 2010.

Ha recibido, entre otros, el Premio Castilla y León de Ciencias Sociales y Humanidades (2003), la Medalla de Honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (2003), el Premio Fernando Lázaro Carreter (2009), el Premio Internacional Menéndez Pelayo (2011) y el Premio a las Ciencias Sociales de la Fundación Marazuela (2012).

En marzo de 2014 participó en el proyecto «Cómicos de la lengua» con un comentario académico sobre Teresa de Ávila, texto que volvió a presentarse el 4 de julio en el Festival de Teatro Clásico de Almagro y, el 2 de febrero de 2015, en el Teatro de La Abadía, leído por José Luis Gómez.

En 12 de junio de 2014 se presentó en la sede de la institución su libro La Real Academia Española. Vida e historia, publicación enmarcada dentro de los actos conmemorativos del III Centenario de la corporación. Es un relato secuencial y minucioso de la trayectoria de la institución a lo largo de tres siglos.

El 21 de septiembre de 2015 García de la Concha inauguró en Ávila el congreso mundial «Teresa de Jesús, patrimonio de la humanidad» con la ponencia La reforma literaria de Teresa de Jesús. 

El 29 de octubre de 2015 leyó la lección extraordinaria del Día de la Fundación pro-RAE, dedicada a la obra literaria de Teresa de Ávila.

Participó en la inauguración del VII CILE, celebrado en San Juan (Puerto Rico) del 15 al 18 de marzo de 2016.

El 11 de julio de 2016 inauguró el curso de verano del Instituto Cervantes y la Universidad Complutense Desenvolverse con éxito en el mercado de la enseñanza de las lenguas extranjeras: evaluar opciones y tomar decisiones.

El Consejo de Ministros del 7 de abril de 2017 le concedió la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio. La recibió en un acto celebrado en el Alcázar de Segovia presidido por el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy.

El 10 de mayo de 2017 intervino en las I Jornadas de Historia «Quinientos años después. Villaviciosa, 1517. La época en que don Carlos vino a Asturias». También ofreció en Oviedo una conferencia sobre «Literatura y sociedad en la época del Emperador».

En 2018 editó el Cantar de cantares de Salomón, de fray Luis de León.



Real Academia Española, Madrid



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martes, 21 de julio de 2020

[MIS MUSAS] Hoy, con el poeta Dionisio Ridruejo, el compositor Amilcare Ponchielli y el pintor Pedro Pablo Rubens



Las Musas, de Thorsvalden


Decía Walt Whitman que la poesía es el instrumento por medio del cual la voces largamente mudas de los excluidos dejan caer el velo y son alcanzados por la luz; Gabriel Celaya, que era un arma cargada de futuro; Harold Bloom,  que si la poesía no podía sanar la violencia organizada de la sociedad, al menos podía realizar la tarea de sanar al yo; y George Steiner añadía que el canto y la música son simultáneamente, la más carnal y la más espiritual de las realidades porque aúnan alma y diafragma y pueden, desde sus primeras notas, sumir al oyente en la desolación o transportarlo hasta el éxtasis, ya que la voz que canta es capaz de destruir o de curar la psique con su cadencia. Por su parte, Johann Wolfgang von Goethe afirmaba que cada día un hombre debe oír un poco de música, leer una buena poesía, contemplar un cuadro hermoso y si es posible, decir algunas palabras sensatas, a fin de que los cuidados mundanos no puedan borrar el sentido de la belleza que Dios ha implantado en el alma humana. 

Subo hoy al blog al poeta Dionisio Ridruejo y su poema España toda aquí, al compositor Amilcare Ponchielli y el aria Cielo e mar de su ópera La Gioconda, y al pintor Peter Paul Rubens y su cuadro El juicio de Paris. Disfruten de ellos.





El poeta Dionisio Ridruejo



Dionisio Ridruejo Jiménez (1912-1975) fue un escritor y político español perteneciente a la generación del 36 o primera generación poética de posguerra. Miembro temprano de la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera, durante la guerra civil fue responsable de Propaganda en el bando franquista. Reprochó a Franco en una carta no apostar decididamente por el fascismo, por lo que fue encarcelado y llegó a exiliarse. Acabaría experimentando una transición ideológica que le situó en una posición crítica con la dictadura, muy próxima a la socialdemocracia o a un liberalismo socializante. Como poeta, Ridruejo puede adscribirse a la que Dámaso Alonso llamó poesía arraigada: cultiva en la mayor parte de su obra el estrofismo clásico y usa una lengua pura y clara. Posee una gran serenidad formal propia de la estética garcilasista y es un maestro en la forma del soneto, para el cual poseía una gran facilidad. Fue autor juvenil de dos versos del Cara al sol. Sus comienzos poéticos deben algo al modelo machadiano; sus temas preferentes son el amoroso, la naturaleza, los sentimientos religiosos y patrióticos y el arte y la literatura. En sus últimos años toma el rumbo íntimo de los recuerdos.



ESPAÑA TODA AQUÍ

España toda aquí, lejana y mía, 
habitando, soñada y verdadera,
la duda y fe del alma pasajera, 
alba toda y también toda agonía.

Hermosa sí, bajo la luz sin día
que me la entrega al mar sola y entera:
campo de la serena primavera
que recata su flor dulce y tardía.

España grave, quieta en la esperanza,
hecha del tiempo y de mi tiempo, España,
tierra fiel de mi vida y de mi muerte.

Esta sangre eres tú y esta pujanza
de amor que se impacienta y acompaña
la fe y la duda de volver a verte.




El compositor Amilcare Ponchielli



Amilcare Ponchielli (1835-1856)fue un compositor italiano, adscrito al movimiento romántico. Su obra más conocida es La Gioconda. Comenzó a estudiar con su padre, que era organista. A los nueve años ingresó en el conservatorio de Milán. Fue organista en la iglesia de San Hilario en Cremona, donde también fue profesor de música. Fue maestro director de las bandas municipales de Piacenza y Cremona, y para ellas compuso algunas obras. En 1881 fue nombrado maestro de capilla de Santa María la Mayor en Bérgamo. En 1883 entra como profesor en el Conservatorio de Milán. Entre otros alumnos, tuvo a Giacomo Puccini y Pietro Mascagni. Sus óperas, representadas con mucho éxito, son óperas italianas con cierta influencia de la gran ópera francesa: gran número de personajes, ballet y participación del coro.




Representación actual de La Gioconca


La Gioconda es una ópera en cuatro actos con música de Amilcare Ponchielli y libreto en italiano de Arrigo Boito, basada en el drama Angélo, tyran de Padoue (Ángelo, tirano de Padua) de Victor Hugo. Fue estrenada en La Scala de Milán, el 8 de abril de 1876.  La trama se desarrolla en Venecia en el siglo XVII. Enzo Grimaldo, noble genovés desterrado de Venecia, vive disfrazado de marinero. Es el amante de La Gioconda, cantante de baladas, pero él ama a Laura, esposa de Alvise Badoero, gran consejero. Barnaba, un espía que desea a La Gioconda que le rechazó con vehemencia, reconoce a Enzo y lo denuncia al consejo... Desde este enlace pueden ustedes ver y escuchar el aria Cielo e mar de la Gioconda, interpretada por el tenor Franco Corelli. 




El pintor Pedro Pablo Rubens


Peter Paul Rubens (1577-1640) fue un pintor barroco de la escuela flamenca. Su estilo exuberante enfatiza el dinamismo, el color y la sensualidad. Sus principales influencias procedieron del arte de la Antigua Grecia, de la Antigua Roma y de la pintura renacentista, en especial de Leonardo da Vinci, de Miguel Ángel, del que admiraba su representación de la anatomía,​ y sobre todo de Tiziano, al que siempre consideró su maestro y del que afirmó «con él, la pintura ha encontrado su esencia». Fue el pintor favorito del rey Felipe IV de España, su principal cliente, que le encargó decenas de obras para decorar sus palacios y fue el mayor comprador en la almoneda de los bienes del artista que se realizó tras su fallecimiento. Como consecuencia de esto, la mayor colección de obras de Rubens se conserva hoy en el Museo del Prado, con unos noventa cuadros, la gran mayoría procedentes de la Colección Real.


El juicio de Paris (1639), una pintura al óleo de 199 x 379 cm que se encuentra en el Museo del Prado de Madrid, es uno de los últimos trabajos de Rubens. A lo largo de su carrera pintó varias versiones de este tema. La obra le fue encargada por Felipe IV de España para la decoración del Palacio del Buen Retiro (Madrid). Rubens trata aquí el episodio mitológico en un formato apaisado, de tal manera que las figuras parecen formar un friso. Sentado en el tronco de un árbol, aparece el pastor Paris, quien tiene que elegir a la diosa más bella del Olimpo, con el aspecto dubitativo propio de tan difícil tarea. Le sostiene la manzana de oro que constituye el premio el dios Hermes, con el caduceo y el petaso; se muestran ante ellos las tres diosas contendientes, de izquierda a derecha: Atenea, diosa guerrera y de la sabiduría, con las armas que la caracterizan en el suelo y envuelta en un rozagante velo de seda plateada; Afrodita, la diosa del amor, en el centro, envuelta en un paño color carmesí y con su hijo Eros a los pies y un amorcillo volador que muestra cuál será el veredicto, pues se dispone a coronarla mientras dirige una mirada cómplice al espectador; y finalmente, Hera, la reina del Olimpo como esposa de Zeus, representada de espaldas, mientras se desprende del rico manto de terciopelo morado recamado en oro que la cubre, en una bella postura serpentinata y con un pavo real, su atributo, posado en la rama de un árbol cercano. 



El juicio de Paris



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viernes, 17 de julio de 2020

[CLÁSICOS DE SIEMPRE] Los diálogos platónicos. Hoy, con Eutifrón




Busto de Platón. Museos Vaticanos


Comienzo un nuevo capítulo de entradas de la sección Clásicos de siempre del blog subiendo al mismo los Diálogos de Platón. Lo continúo con el titulado Eutifron o de la santidad, que pueden leer en el enlace anterior, y los sucesivos los iré subiendo con la periodicidad habitual de uno al mes, esperando que merezcan su interés.


Eutifrón (Ευθύφρων) o Sobre la santidad es un diálogo perteneciente a la serie llamada Primeros diálogos, escritos en la época en que el autor era aún joven. La fecha exacta permanece, sin embargo, incierta: sus comentaristas la hacen variar entre desde el 399 y el 395 a. C., justo antes del proceso de Sócrates y unos pocos años después de su muerte.

Se supone que se desarrolla hacia el 399 a. C.: más precisamente entre la acusación de Meleto y el proceso de Sócrates. Eutifrón es un personaje oscuro, pero que parece realmente haber existido, como es regla en los personajes puestos en escena por Platón. Los hechos relatados en el diálogo son probablemente exactos y bien conocidos por los atenienses de la época. Por otra parte, es difícil precisar si este Eutifrón corresponde al personaje del mismo nombre nombrado en el Crátilo, aunque, a priori, nada parece objetarlo.

Eutifrón trata sobre la naturaleza de la santidad, pero no aporta al tema conclusión alguna. En la escena introductoria Sócrates acaba de descubrir que fue objeto de una acusación por parte de un tal Meleto, un joven oportunista que le reprocha corromper a la juventud con sus discursos y sus ideas, especialmente en materia de religión. Cuando se dirigía hacia el Pórtico del rey, en Atenas, para comparecer ante el arconte rey, se cruza con Eutifrón, que se sorprende de verlo allí. Después de haberle contado su desgracia adornándola con halagos irónicos a la sensatez de Meleto, Sócrates pregunta a su vez la razón por la cual Eutifrón se encuentra en el mismo lugar que él. Eutifrón le responde que se apresta a cometer un acto de gran piedad. Acaba, en efecto, de presentar una acusación contra su propio padre. Uno de los jornaleros de su familia, que trabajaba en sus tierras en Naxos, había una tarde bebido demasiado y degolló a uno de los criados de la familia. El padre de Eutifrón ordenó, entonces, atar de pies y manos al criminal y arrojarlo a una fosa, al mismo tiempo que envió a un hombre a consultar al exégeta sobre qué debía hacer. El padre se olvidó del hombre atado que, antes de que regresara el enviado, había muerto de frío y de hambre. Sócrates se alegra de esas circunstancias: si Eutifrón procede con tanta determinación, es seguramente porque tiene una visión clara y precisa de lo que es pío y de lo que no lo es. De lo contrario, no se animaría a presentar una acusación tan grave contra su padre. Le ruega encarecidamente, entonces, que lo ilumine sobre la naturaleza de la piedad, a fin de que Meleto no pueda acusarlo de carecer de ella.

Platón (427-347 a.C.) fue un filósofo griego seguidor de Sócrates y maestro de Aristóteles. Su nombre original parece haber sido Aristocles, y nace en el seno de una familia aristocrática ateniense que por línea paterna se decía descendiente del mítico rey Codro, y por línea materna estaba emparentada con Solón, el gran reformador político de la ciudad y poeta. En 387 fundó la Academia de Atenas, institución que continuaría a lo largo de más de novecientos años, a la que Aristóteles acudiría desde Estagira a estudiar filosofía alrededor del 367, compartiendo unos veinte años de amistad y trabajo con su maestro.

Participó activamente en las enseñanzas de la Academia y escribió sus obras, siempre en forma de diálogos sobre los más diversos temas, tales como filosofía política, ética, psicología, antropología filosófica, epistemología, gnoseología, metafísica, cosmogonía, cosmología, filosofía del lenguaje y filosofía de la educación. A diferencia de sus contemporáneos, casi todo el trabajo de Platón ha sobrevivido intacto.

Mediante mitos y alegorías Platón desarrolló sus doctrinas filosóficas. En su teoría de las formas o ideas, sostuvo que la realidad sensible es solo una "sombra" de otra más real, perfecta e inmutable. De ese mundo proviene el alma humana y todos los conceptos universales (formas), los cuales son innatos en ella. El alma es inmortal, pero ésta se encuentra "encarcelada" en el cuerpo. Platón es considerado como uno de los fundadores de la filosofía política al considerar que la ciudad justa estaría gobernada por filósofos reyes. Intentó también plasmar en un Estado real su original teoría política, razón por la cual viajó dos veces a Siracusa, Sicilia, con intenciones de poner en práctica allí su proyecto, pero fracasó en ambas ocasiones y logró escapar penosamente y corriendo peligro su vida debido a las persecuciones que sufrió por parte de sus opositores.

Su influencia como autor y sistematizador ha sido incalculable en toda la historia de la filosofía, de la que se ha dicho con frecuencia que alcanzó identidad como disciplina gracias a sus trabajos. Sus ideas fueron la base del llamado neoplatonismo de filósofos como Plotino y Porfirio, que influyeron en San Agustín y, por lo tanto, en el cristianismo. 




La Escuela de Atenas, Rafael (1512). Museos Vaticanos



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miércoles, 15 de julio de 2020

[CUENTOS PARA ADULTOS] Hoy, con Bautismo de fuego, de Mijaíl Bulgákov





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado Bautismo de fuego, publicado en 1925, de Mijaíll Bulgákov (1891-1940), escritor, dramaturgo y médico soviético de la primera mitad del siglo XX. Bulgákov nunca apoyó el régimen soviético, y se mofó de sus deficiencias en varias de sus obras, lo que le supondría diez años de ostracismo. La mayor parte de sus escritos permaneció en los cajones de su escritorio durante varias décadas. En 1930 escribió una carta a Stalin solicitando permiso para emigrar de la Unión Soviética si es que ésta se negaba a valorarlo como escritor. Como respuesta recibió una llamada personal del propio Stalin, pidiéndole explicaciones acerca de su petición. El escritor contaría en su diario cómo fue este uno de los momentos más dramáticos de su vida pues, conmocionado, no se atrevió a reiterar su petición en aquel momento, limitándose a reiterar que un escritor no puede vivir lejos de su patria. Stalin, sin embargo, había disfrutado una de sus obras, Los días de los Turbín, por lo que le encontró trabajo en el Teatro de la Juventud obrera de Moscú, donde estrenaría algunas de sus obras. Tuvo que soportar un constante acoso por parte del NKVD, que llegó a registrar su domicilio y a detenerle en más de una ocasión, siendo boicoteada la publicación de sus obras. Bulgákov murió a causa de un problema renal hereditario en 1940 y fue enterrado en el cementerio moscovita de Novodévichi. Bulgákov comenzó a escribir prosa a principios de la década de 1920. A mediados de la década sintió admiración por la obra de H. G. Wells y escribió varias historias con elementos de ciencia ficción. Sus cuentos están recogidos en muy distintas coleccione. Les dejo con su relato.


Bautismo de fuego
por
Mijaíl Bulgákov


Rápidamente pasaron los días en el hospital de N. y yo comencé poco a poco a acostumbrarme a mi nueva vida.

En las aldeas continuaban agramando el lino, los caminos seguían estando intransitables y a la consulta no venían más de cinco personas cada día. Las noches las tenía completamente libres y las dedicaba a poner en orden la biblioteca, a leer los manuales de cirugía y a tomar té, larga y solitariamente, junto al samovar.

La lluvia caía durante días y noches enteras y las gotas golpeaban inexorablemente el techo; el agua caía con gran fuerza bajo la ventana y resbalaba por el canalón hacia un cubo. El patio estaba cubierto de fango, de niebla, de una negra penumbra en la cual, como manchas opacas y difusas, se iluminaban las ventanas de la casita del enfermero y la lámpara de petróleo del portón.

Una de aquellas noches estaba yo sentado en mi gabinete y estudiaba un atlas de anatomía topográfica. A mi alrededor había un completo silencio, interrumpido de vez en cuando por el roer de los ratones detrás del aparador del comedor.

Estuve leyendo hasta que mis párpados, ya pesados, comenzaron a cerrarse. Finalmente bostecé, dejé a un lado el atlas y decidí acostarme. Me estiré y, saboreando por anticipado un sueño pacífico, acompañado por el ruido y el golpeteo de la lluvia, me dirigí a mi dormitorio, me desvestí y me acosté.

No había tenido siquiera tiempo de rozar la almohada cuando, delante de mí, en la penumbra soñolienta, apareció el rostro de Ana Prójorova, de diecisiete años, de la aldea Tóropovo. A Ana Prójorova había que extraerle un diente. El enfermero Demián Lukich se deslizó suavemente con unas brillantes tenazas en las manos. Recordé cómo decía “aquesto” en lugar de “esto”, llevado por el amor que profesaba al estilo elevado. Sonreí y me quedé dormido.

Sin embargo, no había pasado media hora cuando me desperté de repente, como si me hubieran dado un tirón; me senté y, examinando con temor la oscuridad, me puse a escuchar con atención.

Alguien golpeaba con fuerza e insistencia la puerta exterior y desde un primer momento presentí que aquellos golpes eran de mal agüero.

Llamaban a mi apartamento.

Los golpes cesaron, resonó el cerrojo; se oyó la voz de la cocinera y, en respuesta, una voz poco clara; luego alguien subió por la escalera, provocando chirridos, entró silenciosamente en el gabinete y llamó en mi dormitorio.

-¿Quién es?

-Soy yo -me respondió un respetuoso susurro-, yo, Axinia, la enfermera.

-¿De qué se trata?

-Ana Nikoláievna me envía a buscarle, pide que vaya enseguida al hospital.

-¿Qué ha sucedido? -pregunté, y sentí que el corazón me daba un vuelco.

-Han traído a una mujer de Dúltsevo. Tiene complicaciones con el parto.

“Ya está. Ya comenzamos -cruzó por mi cabeza, mientras trataba inútilmente de meter mis pies en las zapatillas-. ¡Ah, diablos! Las cerillas no encienden. Bien, tarde o temprano tenía que suceder. No podía pasarme toda la vida con las laringitis y los catarros estomacales.”

-Está bien. ¡Vete y dile que ahora mismo iré! -grité, y me levanté de la cama. Detrás de la puerta se oyeron los pasos de Axinia y de nuevo resonó el cerrojo. El sueño desapareció en un instante. Con dedos temblorosos encendí la lámpara apresuradamente y comencé a vestirme. Las once y media… ¿Qué complicaciones con el parto tendría aquella mujer? Jumm… posición incorrecta… pelvis estrecha… O quizá alguna cosa peor. Tal vez tendré que utilizar los fórceps. ¿No sería mejor enviarla directamente a la ciudad? ¡Impensable! “¡Qué doctor tan bueno!”, dirían todos. Y además, no tengo derecho a hacerlo. No, tengo que hacerlo yo mismo. ¿Hacer qué? El diablo lo sabe. Será una tragedia si me confundo, una vergüenza ante las comadronas. Aunque primero es necesario ver de qué se trata; no vale la pena inquietarse antes de tiempo…

Me vestí, me puse el abrigo y, confiando mentalmente en que todo saldría bien, corrí bajo la lluvia hacia el hospital, pisando sobre tablones que al hundirse hacían saltar el agua del patio. En la semioscuridad se distinguía, junto a la entrada, una carreta; el caballo golpeaba con sus cascos las tablas podridas.

-¿Usted ha traído a la parturienta? -pregunté a la figura que se movía junto al caballo.

-Yo… sí, yo, padrecito -contestó lastimeramente una voz de mujer.

En el hospital, pese a lo avanzado de la hora, había agitación. En la recepción ardía, parpadeante, una lámpara de petróleo. Por el angosto corredor que conducía a la sección de maternidad, Axinia pasó rápidamente junto a mí, llevando una palangana. Detrás de la puerta se oyó de pronto un débil gemido que cesó inmediatamente. Abrí la puerta y entré en la sala de partos. La pequeña habitación blanqueada estaba intensamente iluminada por la lámpara del techo. En la cama, junto a la mesa de operaciones, yacía una mujer joven, cubierta hasta el mentón por una manta. Su rostro estaba desfigurado por una mueca de dolor y húmedos mechones de pelo se le habían pegado a la frente. Ana Nikoláievna, con un termómetro en la mano, preparaba una solución en un recipiente, mientras la segunda comadrona, Pelagueia Ivánovna, sacaba sábanas limpias del armario. El enfermero, apoyado contra la pared, estaba en pose de Napoleón. Al verme, todos se animaron. La parturienta abrió los ojos, se estrujó las manos y de nuevo gimió lastimeramente.

-¿Qué ocurre? -pregunté, y yo mismo me asombré del tono de mi voz. Hasta tal punto era seguro y tranquilo.

-Posición transversal -contestó rápidamente Ana Nikoláievna, mientras continuaba echando agua en la solución.

-Bien -dije alargando las sílabas y frunciendo el entrecejo-; bien, veamos…

-¡El doctor tiene  que  lavarse  las manos!  ¡Axinia! -gritó de inmediato Ana Nikoláievna. Su rostro había adquirido una expresión seria y solemne.

Mientras corría el agua y me quitaba la espuma de las manos enrojecidas por el cepillo, hacía preguntas poco importantes a Ana Nikoláievna; por ejemplo, cuándo habían traído a la parturienta y de dónde venía…

La mano de Pelagueia Ivánovna levantó la manta y yo, sentándome al borde de la cama y tocándola suavemente, comencé a palpar el vientre hinchado. La mujer gemía, se estiraba, crispaba los dedos, arrugaba la sábana.

-Tranquila, tranquila… aguanta -le dije, mientras apoyaba cuidadosamente las manos sobre su piel estirada, ardiente y seca.

En realidad, después de que la experimentada Ana Nikoláievna me había sugerido de qué se trataba, este examen no era necesario. Por más que continuara examinándola, no sabría más que Ana Nikoláievna. Su diagnóstico era, por supuesto, correcto. Posición transversal. Era evidente. Bien, ¿y después?

Frunciendo el entrecejo, continué palpando el vientre por todos lados y de reojo observaba los rostros de las comadronas. Estaban concentradas y serias y en sus ojos leí aprobación a lo que yo hacía. En efecto, mis movimientos eran seguros y correctos; intentaba ocultar mi intranquilidad en lo más recóndito de mi ser y no demostrarla de ninguna manera.

-Bien -dije tras un suspiro, y me levanté de la cama, ya que por fuera no se podía ver nada más-, hagamos la exploración interna.

La aprobación apareció de nuevo en los ojos de Ana Nikoláievna.

-¡Axinia!

De nuevo corrió el agua.

“¡Eh, si pudiera leer ahora el Doderlein!”, pensé tristemente mientras me enjabonaba las manos. Pero era imposible hacerlo en ese momento. Además, ¿cómo me podría ayudar en aquel momento Doderlein? Me quité la espesa espuma y me unté los dedos con yodo. La sábana limpia crujió bajo las manos de Pelagueia Ivánovna. Inclinándome hacia la parturienta comencé tímida y cuidadosamente a realizar la exploración interna. En mi memoria surgió de manera espontánea la imagen de la sala de operaciones de la maternidad. Lámparas eléctricas que ardían intensamente dentro de globos opacos, un brillante suelo de baldosas, el instrumental y los grifos que relucían por todas partes. El asistente, con una bata blanca como la nieve, manipulaba sobre la parturienta; a su alrededor estaban tres ayudantes, los médicos practicantes y una multitud de estudiantes. Todo estaba bien, era luminoso y sin peligro.

Aquí, en cambio, estoy completamente solo y tengo en mis manos a una mujer que sufre; yo respondo por ella. Pero no sé cómo ayudarla pues solo he visto de cerca un parto dos veces en mi vida. En este momento estoy realizando una exploración, pero eso no me hace sentir ningún alivio a mí ni a la parturienta; no entiendo absolutamente nada ni consigo palpar nada en su interior.

Pero había llegado el momento de decidirse a hacer algo.

-Posición transversal… como se trata de una posición transversal, entonces es necesario… es necesario hacer…

-Un viraje sobre la piernecita -no pudo contenerse y dijo, como para sí misma, Ana Nikoláievna.

Un médico viejo y experimentado la habría mirado con desaprobación por entrometerse y adelantarse con sus conclusiones… Yo, en cambio, no soy una persona que se ofenda con facilidad.

-Sí -confirmé significativamente-, un viraje sobre la piernecita.

Y entonces desfilaron con rapidez ante mis ojos las páginas de Doderlein. Viraje directo… viraje combinado… viraje indirecto…

Páginas, páginas… y en ellas dibujos. La pelvis, bebés torcidos, asfixiados, con enormes cabezas… una manita que cuelga y en ella un lazo.

Hacía poco tiempo que había leído el libro. Además, lo había subrayado, reflexionando atentamente sobre cada palabra, imaginándome la correlación de las partes y todos los métodos. Al leerlo, me parecía que el texto quedaría para siempre impreso en mi cerebro.

Pero ahora, de entre todo lo leído, solo surgía una frase:

“La posición transversal es una posición absolutamente desfavorable.”

Lo cierto, cierto. Absolutamente desfavorable tanto para la mujer que va a parir como para el médico que ha terminado la universidad solo seis meses atrás.

-Está bien… lo haremos -dije incorporándome.

El rostro de Ana Nikoláievna se animó.

-Demián Lukich -se dirigió al enfermero-, prepare el cloroformo.

¡Fue magnífico que lo dijera porque en ese momento yo no estaba seguro de si la operación debía realizarse con anestesia o sin ella! Por supuesto que con anestesia. ¡Acaso podía ser de otra manera!

Pero de cualquier forma tenía que consultar el Doderlein…

Me lavé las manos y dije:

-Bien… prepárenla para la anestesia, colóquenla en la mesa. Ahora vuelvo, voy a casa a buscar mis cigarrillos.

-Está bien, doctor, está bien, hay tiempo -contestó Ana Nikoláievna.

Me sequé las manos, la enfermera me echó el abrigo sobre los hombros y, sin meter los brazos en las mangas, corrí a casa.

Una vez en mi gabinete encendí la lámpara y, olvidando quitarme el gorro, me lancé hacia la estantería.

Allí estaba: Doderlein. Operaciones en obstetricia. Comencé a pasar rápidamente las lustrosas páginas.

“…el viraje representa siempre una operación peligrosa para la madre…”

Un escalofrío recorrió mi espalda a todo lo largo de la columna vertebral.

“…el peligro principal radica en la posibilidad de un desgarramiento espontáneo del útero…”

Es-pon-tá-ne-o.

“…si el partero al introducir la mano en el útero, como consecuencia de la falta de espacio o por la influencia de la reducción de las paredes del útero, encuentra dificultades para llegar hasta la pierna, debe renunciar a intentos posteriores de realizar el viraje…”

Bien. Si por algún milagro llegara a ser capaz de determinar esas “dificultades” y de renunciar a “intentos posteriores”, ¿qué haría con esa mujer anestesiada de la aldea de Dúltsevo?

Más adelante:

“…se prohíbe terminantemente tratar de llegar hasta las piernas a lo largo de la espalda del feto…”

Lo tomaremos en cuenta.

“…sujetar la pierna que está arriba se considera un error, ya que al hacerlo el feto puede girar sobre su propio eje, lo que puede originar un grave encajamiento del feto y puede conducir a las más tristes consecuencias…”

“Tristes consecuencias.” Algo indefinidas, ¡pero qué palabras tan impresionantes! ¿Y si el marido de la mujer de Dúltsevo se queda viudo? Me sequé el sudor de la frente, reuní fuerzas y, saltándome aquellos terribles pasajes, traté de recordar solo lo esencial: qué es lo que debía hacer y por dónde introducir la mano. Pero mientras recorría rápidamente los negros párrafos, una y otra vez me topaba con nuevas cosas terribles. Me saltaban a la vista:

“…debido al enorme peligro de desgarramiento… los virajes interno y combinado son de las operaciones obstétricas más peligrosas para la madre…”

Y como acorde final:

“…con cada hora de retraso, crece el peligro…”

¡Basta! La lectura trajo sus frutos: todo se confundió definitivamente en mi cabeza y en un instante me convencí de que no entendía nada, y sobre todo, de que no sabía qué tipo de viraje iba a realizar: ¡combinado, no combinado, directo, indirecto…!

Abandoné el Doderlein y me dejé caer en el sillón, forzándome a poner en orden mis fugitivos pensamientos… Luego miré el reloj. ¡Diablos! ¡Llevaba veinte minutos en casa! En el hospital me esperaban.

“…con cada hora de retraso…”

Las horas se componen de minutos y los minutos, en estos casos, vuelan a una velocidad increíble. Arrojé el Doderlein y corrí de regreso al hospital.

Todo estaba listo. El enfermero estaba de pie junto a la mesita y en ella preparaba la mascarilla y el frasco con cloroformo. La parturienta ya estaba acostada en la mesa de operaciones. Un gemido ininterrumpido se extendía por toda la clínica.

-Aguanta, aguanta -balbuceaba tiernamente Pelagueia Ivánovna, inclinándose hacia la mujer-, el doctor te ayudará ahora mismo.

-No tengo fuerzas… no… ¡Ya no tengo fuerzas!… ¡No lo soportaré!

-No temas, no temas… -balbuceaba la comadrona-. ¡Lo soportarás! Ahora te daremos a oler algo… No sentirás nada.

El agua salía ruidosamente de los grifos; Ana Nikoláievna y yo comenzamos a limpiarnos y a lavarnos las manos y los brazos desnudos hasta el codo. Ana Nikoláievna, con un fondo de gemidos y lamentos, me contaba cómo mi antecesor -un experto cirujano- hacía los virajes. Yo la escuchaba ansiosamente, procurando no perderme una sola palabra. Y esos diez minutos me dieron más que todo lo que había leído sobre obstetricia cuando me preparaba para el examen estatal, en el que -justamente en obstetricia- había obtenido una nota “sobresaliente”. Por palabras aisladas, frases inconclusas, insinuaciones hechas de paso, me enteré de lo más necesario, de aquello que no se encuentra nunca en ningún libro. Cuando comencé a secarme las manos -idealmente blancas y limpias- con gasa esterilizada, la decisión ya se había adueñado de mí y tenía en la cabeza un plan firme y determinado. En aquel momento ya no tenía para qué pensar si el viraje iba a ser combinado o no combinado.

Todos aquellos términos científicos ahora no venían al caso. Lo importante era una cosa: debía introducir una mano, con la otra ayudarme desde fuera para ejecutar el viraje y, confiando ya no en los libros sino en el sentido de la medida sin el cual el médico no sirve para nada, debía cuidadosa pero insistentemente hacer bajar una piernecita y, tirando de ella, extraer el bebé.

Debía estar tranquilo y ser cuidadoso pero al mismo tiempo ilimitadamente decidido y audaz.

-Comencemos -le ordené al enfermero, y empecé a untarme los dedos con yodo.

Pelagueia Ivánovna inmediatamente cruzó los brazos de la parturienta y el enfermero cubrió con la mascarilla el rostro extenuado. Del frasco amarillo oscuro comenzó a gotear el cloroformo. Un olor dulce y nauseabundo inundó la habitación. Los rostros del enfermero y de las comadronas se volvieron severos, como si estuvieran inspirados.

-¡Ah! ¡¡Ah!! -gritó de pronto la mujer. Durante unos segundos se agitó, intentando quitarse la máscara.

-¡Sujétenla!

Pelagueia Ivánovna la sujetó por los brazos, los dobló y los apretó contra el pecho. La mujer gritó unas cuantas veces más alejando el rostro de la máscara. Pero cada vez se movía menos… cada vez menos… Luego balbuceó sordamente:

-¡Ah!… ¡Suéltame!… ¡Ah!

Balbuceaba cada vez más débilmente. La blanca habitación quedó en silencio. Las gotas transparentes seguían cayendo sobre la gasa blanca.

-Pelagueia Ivánovna, ¿el pulso?

-Es bueno.

Pelagueia Ivánovna levantó el brazo de la mujer y lo dejó caer; este, inanimado como una rama, se precipitó sobre la sábana. El enfermero retiró la mascarilla y miró las pupilas.

-Duerme.

* * *

Un charco de sangre. Mis brazos están ensangrentados hasta el codo. En las sábanas hay manchas sanguinolentas. Coágulos rojos y bolas de gasa. Y Pelagueia Ivánovna sacude al recién nacido y le da golpecitos. Axinia hace ruido con los baldes al verter el agua en las palanganas. Sumergen al niño alternativamente en agua fría y caliente. El bebé calla y su cabeza parece sujeta por un hilo, cuelga sin vida y se balancea de un lado a otro. Pero de pronto: se escucha algo como un chirrido, o un gemido, y después se oye el primer grito, ronco y débil.

-Está vivo… está vivo… -murmura Pelagueia Ivánovna, y coloca al bebé sobre una almohada.

Y la madre también está viva. Por suerte no ha ocurrido nada terrible. Yo mismo le tomo el pulso. Sí, es regular y claro; el enfermero sacude ligeramente a la mujer por el hombro y dice:

-Bueno, mujer, mujer, despierta.

Arrojan a un lado las sábanas ensangrentadas y apresuradamente cubren a la madre con una sábana limpia; el enfermero y Axinia se la llevan a la sala. El bebé, ya envuelto en sus pañales, se marcha sobre la almohada. Una pequeña carita marrón y arrugada mira desde el borde blanco sin dejar de emitir un agudo llanto.

El agua corre por los grifos de los lavabos. Ana Nikoláievna fuma ansiosamente un cigarrillo, arruga la cara a causa del humo y tose.

-Doctor, ha hecho usted muy bien el viraje, con mucha seguridad.

Me froto afanosamente las manos con un cepillo y la miro de reojo: ¿estará burlándose? Pero en su rostro hay una sincera expresión de orgullosa satisfacción. Mi corazón rebosa alegría. Miro el blanco y sangriento desorden que hay a mi alrededor, el agua roja de la palangana y me siento vencedor. Pero en algún recóndito lugar de mi ser se agita el gusano de la duda.

-Todavía debemos esperar a ver qué ocurre después -digo.

Ana Nikoláievna levanta asombrada la vista hacia mí.

-¿Qué puede ocurrir? Todo ha salido bien.

Murmuro cualquier cosa como respuesta. En realidad, lo que quisiera decir es lo siguiente: ¿estará todo intacto en el interior de la madre?, ¿no la habré lastimado durante la operación…? Esto atormenta confusamente mi corazón. ¡Pero mis conocimientos de obstetricia son tan poco claros, tan librescamente fragmentarios! ¿Un desgarramiento? ¿Cómo debe manifestarse? ¿Cuándo se presentarán los primeros síntomas, ahora o más tarde…? No, mejor no hablar sobre este tema.

-Cualquier cosa puede ocurrir -digo yo-, no está excluida la posibilidad de una infección -repito la primera frase que se me ocurre de algún manual.

-¡Ah, eso! -alarga tranquilamente las palabras Ana Nikoláievna-. Si Dios quiere nada ocurrirá. ¿Una infección? Todo está limpio y esterilizado.

* * *

Era más de la una cuando regresé a mi apartamento. Sobre el escritorio del gabinete, bajo la mancha de luz de la lámpara, yacía pacíficamente el Doderlein, abierto en la página “Peligros del viraje”. Durante casi una hora, estuve bebiendo el té ya frío y hojeando el libro. Entonces ocurrió algo interesante: todos los pasajes que hasta ese momento me habían resultado oscuros se volvieron completamente claros, como si se hubieran llenado de luz, y allí, bajo la luz de la lámpara, por la noche, en aquel lugar apartado, comprendí lo que significa el verdadero conocimiento.

“Se puede adquirir una gran experiencia en la aldea -pensé mientras me quedaba dormido-, pero hay que leer, leer todo lo posible… leer…”

FIN



El escrito Mijaíl Bulgákov


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