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sábado, 15 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] La esencia del liberalismo: el hombre, lo primero





Me dan cierta aprensión, aunque los síntomas no sean fácilmente perceptibles a simple vista, las personas a las que no se les caen de la boca palabras altisonantes y grandilocuentes, siempre pronunciadas con mayúsculas, como Dios, Libertad, Justicia, Patria, Nación, Estado, Pueblo, Democracia, Partido, República, Verdad, Razón, Política, Sociedad, y otras de tal cariz. Pienso, como escribe en El País el polemista intelectual y abogado José María Ruiz Soroa, que la sociedad, las naciones, el Estado, todo, existe para el ser humano, y nunca al revés, y que esa es la esencia del liberalismo y una de las razones de su éxito. 

Giovanni Sartori debía estar un poco harto de la murga hegeliana acerca de las supuestas filosofías de la historia, comienza diciendo Ruiz Soroa, cuando escribió sarcásticamente que “el liberalismo sigue siendo la única ingeniería de la historia que no nos ha traicionado”. Pero era verdad. Esa humilde doctrina, que se cimenta en una observación tan simple como la de que todo poder tiende a causar miedo y sufrimiento a las personas pero que su supresión total es inviable y solo cabe embridarlo como a una bestia mediante normas impersonales y abstractas, esa humilde verdad es la que ha hecho posible el progreso de la humanidad. Un progreso que no es lineal, constante ni uniforme, ni es igual para todos y en todos los sitios, pero que es patente para quien quiera mirar y contar. Contar con cifras no con jeremiadas, claro.

¿Qué es el liberalismo? ¿Una doctrina, un partido, una cultura, un talante, una forma de actuar? Difícil responder, como todo lo que es histórico no se puede dar un concepto del liberalismo. Pero sí se puede dar algún rasgo nuclear suyo.

Por ejemplo, que el liberalismo es lo contrario del radicalismo. El radical va a la raíz de los problemas para solucionarlos de una vez por todas. El liberal predica en contra de ello, defiende que es más prudente tratar sólo los síntomas de esos problemas, mediante la contención y el reformismo progresivo. Cualquier doctrina que se sustente en un cambio antropológico de la condición humana como base de futuro es sospechosa de conducir al desastre. Las relaciones de poder, de arriba abajo, nunca desaparecerán y es peligroso hipotetizar un camino que nos pretenda llevar a un mundo sin dominación. Marx, que era un liberal en cuanto al futuro final que defendía, incurrió en ese error.

El liberalismo aprecia y defiende la limitación como una herramienta imprescindible para convivir. ¿Limitación de qué? Pues de todo, pero sobre todo limitación de la voluntad política. Decía Pierre Rosanvallon que en el mundo moderno laten escondidas dos utopías que pelean incansables: la utopía de la voluntad y la utopía de la regla impersonal. Pues el liberalismo se apunta decidido a la segunda: su ideal es el de un mundo en que el poder esté despersonalizado mediante reglas anónimas. Y eso vale para la política y para la economía: el mercado del liberal quiere ser el reino de una regla que no pueda estar a la disposición de nadie.

Apreciar la limitación significa creer firmemente que la política misma es una actividad parcial y limitada. No es el ámbito privilegiado de realización del ser humano, ni mucho menos. Y apreciar la limitación implica también defender con convicción y a contracorriente que la democracia posible es una democracia muy limitada. Limitada mediante la exclusión del pueblo del Gobierno y mediante la exclusión de muchos asuntos del ámbito de lo decidible. Anatema para la política correcta, claro.

El liberal es individualista. Acérrimo e irreductible. La persona individual es el único agente moral relevante a la hora de construir el mundo de las reglas sociales. Estas existen solo para propiciar el desarrollo de la autonomía personal en la construcción de la propia vida, mediante su generalidad y su predictibilidad. Naturalmente que el humano es un ser socialmente construido y que precisa de la sociedad, pero ello no cambia nada en su valoración: el mundo humano es un reino de fines, nunca de medios. La sociedad, las naciones, el Estado, todo, existe para el ser humano, nunca al revés.

El liberal cree que la sociedad debe estar organizada de forma que el ser humano pueda perseguir autónomamente su felicidad. No para hacerle feliz, sino para permitirle construir su felicidad. La suya. Algo que suena muy mal en esta España nuestra en la que eso de la pursuit of happiness siempre ha sonado a egoísta, ñoño y simplón comparado con la profundidad de los mensajes redentoristas que nos prometen un mundo justo y cabal. O de los nacionalismos que nos prometen una identidad satisfecha. O del perfeccionismo que quiere construirnos felices él solito. O prohibirnos pensar autónomamente acerca del pasado y del presente, como nos guste. Candidatos a profetas es lo que sobra en nuestro pasado y presente, liberales a la Stuart Mill es lo que falta. Y se nota.



John Stuart Mill



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4585
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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

martes, 1 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Sobre la libertad





Hace unos días que vengo leyendo a trompicones y ratos libres un fascinante libro del escritor israelí Amos Oz y su hija Fania Oz-Salzberger, doctora en Historia, titulado Los judíos y las palabras, en el que intentan dilucidar mediante narración, investigación, conversación y argumentación el por qué las palabras son tan importantes para los judíos.

No creo que sea la porción de sangre de judeo-conversos que corre por mis venas la responsable de la irrefrenable pasión por los libros y la escritura que me corroe por dentro, pero supongo que algo tendrá que ver. Por poner dos ejemplos, el llevar un diario personal que alcanza ya los cincuenta y dos años, desde que tenía 18, y un blog, este que ustedes están leyendo, que ya ha llegado a los diez y que hoy alcanza su entrada número 3000. 

Y por cierto, esta entrada de hoy iba a titularse sobre "La libertad, la tolerancia y el liberalismo", pero los hados quisieron que cuando ya estaba totalmente terminada y solo faltaba apoyar el dedo sobre la tecla "guardar", el texto desapareciera como por ensalmo de la pantalla del ordenador sin posibilidad alguna de recuperarlo. Y la verdad, no me encuentro con fuerzas para reeditarla a base de memoria, que no es mi fuerte. Así pues, hablemos solo, al menos hoy, "Sobre la libertad", y la peculiar idea que sobre la misma tienen algunos energúmenos que alegran el solar patrio desde su calidad de "hombres públicos".

El historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales de la Universidad Complutense de Madrid, escribía hace pocos días en El País que quienes han actuado en nombre del pueblo, la nación o el proletariado han ejercido demasiadas veces la tiranía contra gran parte de esos mismos colectivos y que la tradición antiliberal sigue nutriendo la cultura política española.

No estamos ante un aniversario redondo de la publicación del libro On Liberty, de John Stuart Mill, ni de ninguna otra fecha significativa de la vida de este autor, dice al comienzo del mismo. Pero el momento es tan bueno como cualquier otro para evocarlo, porque en él expresó la esencia de la cultura liberal y hace pensar aún hoy tanto como cuando se escribió.

Su tesis fundamental, sigue diciendo, es sencilla: que nuestra libertad individual debe ser protegida como algo sagrado frente a las intromisiones de los Gobiernos o del conjunto social. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en nuestro espacio privado, impidiéndonos u obligándonos a actuar en cierto sentido, incluso si lo hace por nuestro bien o para procurarnos la felicidad. Nadie puede obligarnos a ser buenos. Los únicos límites lícitos a nuestra libertad son los que impiden que perjudiquemos o perturbemos la libertad de otros. Mientras nuestros actos no nos afecten más que a nosotros mismos, nadie tiene por qué imponernos ni prohibirnos nada. De este derecho básico a organizar y dirigir nuestra vida íntima se derivan las libertades de conciencia y expresión.

La defensa apasionada de estas libertades, añade, es el meollo del libro de Mill. En este terreno, todo límite es malo, incluso si quien lo impone disfruta de un apoyo social abrumador. Es dictatorial que la minoría imponga su opinión a la mayoría, pero también que esta no deje hablar a aquella. Porque cuando existen discrepantes, aunque sea uno solo, las posibilidades son dos: que tengan razón, al menos parcialmente, en cuyo caso la sociedad, al prohibirles expresarse, pierde una oportunidad de superar errores generalizados; o que no la tengan, en cuyo caso el debate servirá para revitalizar y fortalecer la opinión dominante. Porque no hay verdad más fuerte que aquella que es explicada y defendida cada día frente a sus adversarios.

La cuestión de fondo, añade, sigue diciendo Mill, es que no existe una verdad absoluta, objetiva e indiscutible. Los individuos somos la única realidad social, el único fundamento de las verdades y los principios morales. Sólo a través de la diversidad y el contraste de opiniones entre nosotros vamos acordando ciertas verdades parciales y transitorias. E incluso sobre estas, nadie es infalible. Eso es lo que no aceptan quienes imponen su opinión a otros, que convierten su verdad, o su certeza, en verdades y certezas absolutas; es decir, que deciden una cuestión para los demás.

Durante siglos, prosigue más adelante, los gobernantes españoles pensaron lo contrario. Y proscribieron la heterodoxia en pro de la concordia social, creyendo que la homogeneidad de creencias evitaba los conflictos. Sofocaron así la creatividad y fomentaron la sumisión, el temor, el conformismo del “doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. El país se aisló y apenas aportó nada a los formidables avances intelectuales europeos de los siglos XVII a XIX. Mejores resultados alcanzaron otras sociedades con menor temor a los discrepantes.

Y no hablo sólo de un pasado muy remoto, precisa. En mi propia mente tengo viva la imagen de aquel cura de mi colegio clamando, a mediados de los años cincuenta: “Libertad, libertad. Mucho hablar de la libertad. Pero si la Iglesia también está a favor de la libertad... La defiende en China o Japón, para predicar allí el Evangelio. Libertad, sí. Pero libertad para difundir la verdad. Libertad para el error, no. ¿Cómo se puede poner al mismo nivel la verdad y el error?”.

En ese ambiente nos criamos, señala. Nadie nos hizo leer a Stuart Mill (¡ay, lo que pudo ser Educación para la Ciudadanía! Pero para padres de familia). Y así de asilvestrados salimos. Permítanme otro recuerdo: California, durante la guerra de Vietnam, un mitin izquierdista donde tomó la palabra, imprevisiblemente, alguien que defendía la política de Nixon. Nuestro grupo europeo (latino, la verdad: italianos, franceses, españoles) empezó a abuchearle. Uno de los radicales estadounidenses, situado a mi lado, me decía que le dejáramos hablar: “Let him talk!”. Como era de los nuestros, creí que no entendía bien lo que aquel tipo defendía e intenté explicárselo: ¿Pero no ves que es un reaccionario? Y se limitó a repetirme, lento, serio, tajante: “Let-him-talk!”.

Esa tradición antiliberal, dice, sigue nutriendo la cultura política española. Una tradición que no basa la legitimidad en las voluntades individuales sino en la de un ente etéreo, referente de la verdad. Un ente de carácter divino en las viejas monarquías absolutas y que, desde Rousseau para acá, ha encarnado en una colectividad: la nación, el pueblo, el proletariado, la “gente”. Según la lógica rousseauniana, en efecto, si gobierna el pueblo, ¿en nombre de qué se le pueden poner límites?, ¿quién puede proteger al pueblo contra su propia voluntad?, ¿cómo podría el pueblo tiranizarse a sí mismo?

Pero todo Gobierno necesita límites, afirma. Ante todo, porque ese ente ideal que legitima sus decisiones es ilocalizable. Nadie podrá presentarnos nunca a Dios, a la nación o al pueblo, sino sólo a individuos que dicen hablar en su nombre. Esos pueden alcanzar el poder, pero mejor será que este esté dividido y limitado si queremos evitar los abusos que siempre ocurren cuando se concentra en unas únicas manos, libres de trabas. Y, desde luego, que protejamos las libertades individuales básicas frente a su violación por cualquier gobernante o mayoría social.

No sólo el terror jacobino durante la Revolución Francesa sino el leninismo, los fascismos y los populismos han puesto repetidamente de manifiesto los fallos de este planteamiento colectivista/esencialista sobre la legitimidad del poder. Hay demasiados ejemplos de gobernantes que, dice más adelante, en nombre del pueblo, la nación o el proletariado, han tiranizado a gran parte de esos mismos colectivos. No haber puesto límites a su acción política ha sido desastroso.

En España, añade, este antiliberalismo es común a la derecha y la izquierda. Muchos conservadores blasonan de liberales y, cuando tienen el poder, lo ejercen de manera autoritaria, sin aceptar límites y aplastando a sus oponentes. El orden público, la jerarquía social, los principios morales irrenunciables o la unidad de la patria les preocupan más que las libertades individuales. Su liberalismo se reduce a suprimir controles sobre las actividades económicas y privatizar los servicios públicos (para dárselos a sus amigos).

En cuanto a la izquierda radical, afirma, la semana pasada grupos de matones impidieron hablar en la Universidad Autónoma de Madrid a personajes que no eran de su gusto. Que ocurran cosas así, en principio, no es tan escandaloso; siempre habrá locos violentos. Pero sí lo es que les avalen personas que aspiran a gobernarnos, o a legislar en nuestro nombre. Es el caso del secretario general de Podemos, que ha descrito esos hechos como síntoma de la “buena salud política” de que disfruta la Universidad. Coincide con el cura de mi colegio: libertad para predicar, pero sólo la verdad. Lo contrario de lo que defendía Stuart Mill.


Dibujo de Eduarda Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 3000
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 25 de noviembre de 2013

Una "Esperanza" frustrada


Lo escribo con mayúscula porque la "Esperanza" a la que me refiero en el epígrafe no es una de las tres virtudes teologales definidas como tales por la iglesia católica. Me refiero, como supongo que habrá adivinado sin excesiva dificultad el lector de esta entrada, a doña Esperanza Aguirre, condesa de Bornos, Grande de España, expresidenta del Senado, exministra de José María Aznar, expresidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, y la gran "esperanza" blanca (ahora sí, con minúscula) del liberalismo español del siglo XXI para liderar en un futuro no por indeterminado, necesariamente lejano, a ese catastrófico ente hacia la deriva autoritaria y reaccionaria en que se ha convertido el partido popular español. 

Hasta ahora, en que esa esperanzada Esperanza ha demostrado su talante liberal, del que ella siempre ha presumido, espetando al ministro de Justicia una iracunda reprimenda por no haber cesado al magistrado español en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, el juez don Luis López Guerra, que tuvo el indecoroso atrevimiento de votar en contra de la interpretación de la justicia española sobre la denominada "doctrina Parot". 

Eso es espíritu liberal, doña Esperanza, y lo demás cuento. Locke, Montesquieu, Constant, Stuart Mill, Madison, Jefferson, etc., etc., etc., ellos sí, auténticos liberales, tienen que estar removiéndose inquietos en sus tumbas viendo en lo que se ha convertido la doctrina liberal en España, y en quienes son sus protagonistas, al inicio de la segunda década del siglo XXI.

Porque digánme ustedes, por favor, que tiene que ver la doctrina clásica del liberalismo político, establecida desde el siglo XVII y definida por características tales como considerar al individuo como persona única, la libertad como un derecho inviolable, la igualdad ante la ley, el derecho a la propiedad como fuente de desarrollo, la división de poderes como garantía de un gobierno democrático, la libre discusión como medio de participación política o la tolerancia religiosa como imperativo de un Estado laico, con lo que hoy está haciendo el partido popular y su gobierno en España. Una esperanza frustrada más: frustrados los españoles, frustrados los liberales, frustrada doña Esperanza, condesa de Bornos. No seré yo quien lamente su frustración, sobre todo la de esta última... 

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt


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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

lunes, 11 de octubre de 2010

Algunos pensamientos sueltos

Mi yerno más joven, Ramón,  me pide paso amablemente para exponer sus pensamientos en este blog mio y de ustedes, y que cada vez se está convirtiendo más en una aventura colectiva entre autores y lectores. Se lo agradezco sinceramente. Además me amenaza con "irse" a El Mundo, y eso sí que no... Tiene un problema, que él reconoce en ésta su primera colaboración en "Desde el Trópico de Cáncer": su excesiva confianza en el valor de la palabra y la verdad como base del entendimiento y la convivencia entre los hombres. Yo soy un poco más escéptico a ese respecto: primero, porque creo que nuestra civilización ha perdido reverencia y respeto por la magia de las palabras, y segundo, siguiendo a Voltaire, porque pienso que la verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura... A pesar de ello, merece la pena intentarlo, y él lo hace cada día, aunque el tiempo y los  años pongan a cada uno y a cada cosa en su sitio. Les dejo con su interesante reflexión de hoy sobre algunas verdades personales y públicas, ciertamente incómodas, tomando como punto de partida un libro de filosofía política excepcional: "Sobre la libertad" , (Alianza, Madrid, 1999) del filósofo británico John Stuart Mill (1806-1873). Espero que repita colaboración. HArendt






John Stuart Mill 





ALGUNOS PENSAMIENTOS SUELTOS

No es necesario que me empujen mucho, o que me aleccionen, para animarme a expresar mis opiniones. De hecho, casi todos mis problemas y mis aciertos han tenido relación con ello. Cada vez entiendo menos por qué las personas no se limitan a decir lo que piensan. Todo sería mucho más interesante. No voy a escribir sobre un tema concreto, me voy a limitar simplemente a plasmar mis pensamientos tal y como me vienen. El límite será mi cansancio, e intentar no cansar demasiado a quien me lea.

Para empezar, hablaré de un par de preocupaciones que recorren mi mente esta semana. Una, aunque no la nombraré, es una cuestión personal absolutamente primordial, de esas que te hacen cuestionarte tu pasado, tu preparación, tu situación actual, tu forma de ser, tu fortaleza de cara el futuro. Te lo cuestionas todo, todo lo que a ti conlleva, sin dejar de preguntarte si estás preparado, aunque la realidad llegará inexorable, estés preparado o no. Créanme si les digo que deseo esa realidad con todas mis fuerzas, si no, no me preocuparía tanto. Esa realidad lo cambia todo, sin aún haber llegado. Pero otro pensamiento me hace olvidar todo ello, o más bien dejarlo apartado durante un momento. Ese pensamiento se basa en los objetivos empresariales. Cómo es la mente. La mía, dividida entre uno de los momentos más importantes, si no el que más, de mi existencia, y por otro lado, la preocupación de que un cliente no tarde más de quince minutos en ser atendido. Irónico, ¿verdad? Más irónico aún es pensar que el futuro de lo primero depende en algunas cuestiones, no en todas por suerte ni en las más importantes, pero sí en algunas, de este segundo absurdo pensamiento. Un ingente número de "best sellers" de
auto-ayuda abogan por desprenderse de lo material para ser felices. ¿A quién cederán sus derechos de autor?, ¿a una ONG?

Hablando de divisiones, las conversaciones con mi padre siempre me hacen pensar en el pasado y en la evolución del pensamiento. Soy muy escéptico en lo que al pensamiento de las masas se refiere. Cuando se reunen diez, o diez mil personas, con una idea en la cabeza, la base de dicha idea es no escuchar una idea contraria. Es el enemigo, siempre. El sentimiento universal, en mi opinión, es la intolerancia. Ojalá que la utopía de libertad, igualdad y fraternidad hubiera sido una realidad. Aunque la verdad es que ni cuando fue promulgada fue real. También en ese momento, como en tantos otros, fue la intolerancia lo que empujó a las masas con una fuerza irresistible. Veo ese sentimiento cada vez que estudio la historia de la sociedad, y esa fuerza crece. Ya lo dijo Maquiavelo, son sentimientos inmutables el amor, la envida, la ambición, y todos empujan a defender lo que
cada uno quiere, cueste lo que cueste. La historia de nuestro país no se libra de ello, y veo esa intolerancia en todas las conversaciones con mi padre.

Empujado por la terrible situación económica del país, que se convierte en un drama en cada familia afectada, incendiando su ánimo por los agentes comunicadores que expresan de forma retórica su dolor y confusión, al ver como este país tan aparentemente rico parece estar empobreciéndose a marchas forzadas, empuja su odio hacia quienes considera culpables de esta terrible situación, y no hay manera de que escuche una idea contraria. Seguramente pensará: "Es el enemigo, miente o lo han engañado. Qué más da, también es culpable, aunque lo único que ha hecho haya sido votar a los "malos"." De dicho pensamiento ni yo me libro. Mi padre, en cierto modo, es un reflejo de la sociedad. Nadie se libra. Muchos de los que por mi padre y quienes piensan como él son considerados los enemigos, tienen los mismos pensamientos, a la contra, hacia ellos, esos irreflexibles seguidores de Intereconomía. Yo, a veces, también pienso así. Por suerte, leí a John Stuart Mill. Todos deberíamos leer su libro, "Sobre la Libertad", y convertirla en lectura obligatoria en Educación parala Ciudadanía.

No hay una verdad absoluta, hay que escuchar e intentar entender y comprender a todas las partes. Cuanto más opuesta sea la doctrina, más hay que esforzarse. Algo así dice, entre otras muchas cosas, el señor Stuart Mill. O al menos yo lo comprendí así. Y no es fácil, prácticamente nadie lo hace. Ser intolerante es muchísimo más facil. He leído en algún sitio que cada vez nos acercamos más a vivir la realidad de las "dos Españas". En realidad, dudo mucho que hayamos dejado dicha realidad. Quizá los políticos digan que no. ¡Qué grandes son todos los políticos en edulcorar la verdad! O si no, un vistazo a las primarias de Madrid.

Si lo habéis leído todo, tenéis estómago. Quizá otro día os aburra un poco más. Yo, mientras tanto, seguiré pensando. No hay mejor ejercicio para el cerebro. Lo recomiendo, como futuro propósito de año nuevo, en lugar de tantos gimnasios y dejar de fumar. Saludos. Ramón






Portada de "Sobre la libertad", de John Stuart Mill





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Entrada núm. 1316 -
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"Pues, tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

Vídeo: La importancia de Sobre la libertad de JSM de John Stuart Mill", por Rafael ...