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lunes, 30 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Oír la luz




Dibujo de Eva Vázquez para El País


El nuevo milenio nos ha puesto todo al alcance de un clic, lo que es una maravilla de la modernidad, pero nos ha arrebatado el deseo que teníamos en el siglo XX de tener un disco específico, comenta el escritor Jordi Soler.

Una canción cualquiera puede a veces, con su hermosura elemental, herirnos de muy mala manera el corazón”, nos dice el poeta Eloy Sánchez Rosillo en su libro Oír la luz. ¿Cómo se puede oír la luz? Él mismo nos explica en otro poema que cuando era niño, ante un cielo lleno de estrellas, “además de mirar tanto fulgor, podía oír la luz”.

Quizá esa luz que oía el poeta era la armonía secreta que está en ese otro mundo que intuían los gnósticos, ese mundo al que de verdad pertenecemos y al que aspiramos todo el tiempo, de acuerdo con esta sabiduría, a volver. Esto nos invita a pensar que nadie es de donde se cree que es, y a mirar con saludable escepticismo los nacionalismos, los separatismos, los provincialismos que proliferan en nuestro siglo XXI.

Volvamos a la música, a esa canción que nos hiere con su hermosura elemental, de la que habla el poeta, sin perder de vista el otro mundo gnóstico. Para empezar, la música ordena el entorno; vivimos normalmente rodeados de un caos atómico del que somos parte integral; los átomos que nos constituyen pertenecen al mismo universo de partículas al que pertenecen la silla, el escritorio y el perro, y esta promiscuidad atómica en la que vivimos permanentemente, como si estuviéramos en medio de una borrasca, se disipa cuando el entorno es intervenido por una pieza de música cuya armonía coincide con la armonía secreta de ese otro mundo del que de verdad somos.

Cada quien tiene su música para ordenar el entorno, la única condición es que su armonía coincida con la armonía secreta del otro mundo. La música nos gusta, nos emociona, nos levanta el ánimo y nos hace llorar precisamente porque nos lleva a intuir, y a veces a vislumbrar, ese mundo armónico del que de verdad somos, y al vislumbrarlo nos libra de nuestra permanente condición de extranjeros.

La música nos pone en contacto con zonas perdidas de nuestra memoria, de nuestra historia personal; hay veces que una canción nos hace no solo recordar, también sentirnos otra vez como la persona que éramos en otra época, y esto no puede despacharse irresponsablemente como un ataque de nostalgia, porque estaríamos ignorando todo lo que nos enseñaron los sabios de la antigua Grecia, que no verían nostalgia en la situación que acabo de plantear, sino la conexión directa que ha hecho esa persona con la armonía secreta del cosmos, gracias a una canción.

Este siglo nos ha puesto toda la música que existe al alcance de un clic, lo cual es una de las maravillas de la modernidad, pero también es verdad que esta maravilla nos ha arrebatado el deseo, el anhelo, esa desesperación por tener un disco especifico de la que gozábamos los habitantes del siglo XX. Hoy ya no es posible desear oír una canción, no hay que esperar, podemos escucharla un instante después de desearla, y el deseo sin el tiempo de espera no existe, se convierte en una gestión, en un trámite.

Los libros, igual que la música, estaban asociados al soporte físico que los contenía: una portada, el peso, el olor...

En el siglo XX, la entrañable actividad de escuchar música tenía lugar bajo el yugo de la materia; por ejemplo, la única forma de llevarla contigo a la intemperie era en un casete, que necesitaba una aparatosa máquina de reproducción que funcionaba con baterías que nunca duraban lo suficiente. Aquellos años estaban marcados por la pérdida trepidante de energía, todas las fuentes se agotaban rápidamente, no había posibilidad de recargarlas, y la única forma de escuchar música sin la zozobra de que en cualquier momento se interrumpiera la pieza era con un enchufe a la pared.

Las pilas que se vaciaban de energía y no podían volver a recargarse eran un recordatorio continuo, una alegoría, de lo perecedera que es la vida; no sería difícil que los aparatos que hoy forman parte de nuestra cotidianidad, cuyas baterías se recargan cada vez que se agotan, hayan sembrado en nosotros la alegoría contraria: la ilusión de que la vida puede perpetuarse cuando se recarga con la energía que promueven los hábitos saludables.

Pero la materia que ataba a la música tenía un capítulo más sutil. Cada vez que escucho una de esas piezas que llevan dentro la armonía del universo, no solo disfruto de la música, también vibro con el recuerdo de ese objeto material que hoy llamaríamos soporte físico; porque antes la música estaba asociada al objeto que la contenía, a la cubierta, al trabajo gráfico, a las fotografías, a la funda que protegía el disco, y al disco mismo, que tenía siempre una etiqueta en el centro con los títulos de las canciones, o con un complemento gráfico que redondeaba el concepto general de la obra; todo eso era parte indisociable de la experiencia de oír música.

Lo mismo pasa con los libros, uno recuerda la historia que leyó, la voz del narrador que la cuenta, las particularidades de su estilo, pero también la portada del libro, su peso, su olor, la época, las circunstancias y el sillón en el que fue leído. Todo este universo memorioso y sensorial ha sido erradicado por el libro electrónico, de la misma forma en que Spotify, además de arrebatarnos el derecho de desear largamente un disco, nos escatima esa experiencia física que en el siglo XX era parte de la música.

En la Edad Media, la música estaba asociada con las matemáticas y la astronomía; la figura que representaba el movimiento matemático de los cuerpos celestes era la música de las esferas, una música universal que desde luego influye también en nosotros y que es, sin duda, esa luz que oía el poeta.

En la Universidad medieval se instruía a los alumnos con el quadrivium, un sistema de conocimientos que los ayudaba a aproximarse a los misterios del universo. Quadrivium quiere decir encrucijada, cruce de caminos, que eran las cuatro materias que se enseñaban para lograr esa aproximación: aritmética, geometría, astronomía y música.

El quadrivium nos enseña, a los habitantes del siglo XXI, el lugar que ocupaba la música en la vida de nuestros antepasados; sin la música no podía entenderse el funcionamiento del universo, la música era una de las cuatro vías para entender qué somos, y, desde este punto de vista, a la luz del quadrivium, no se entiende por qué hemos terminado confinando a la música, esa materia fundamental para entender el universo, en el rincón de los pasatiempos. Hoy, la música no es más que otra de las formas de la ociosidad, la usamos para llenar el tiempo libre, sin saber que es la llave de la armonía secreta del universo. Qué insensatez vivir sin esa llave.




La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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martes, 6 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Filosofía vital, en versión de la familia Simpson



Los filósofos "simpsonianos"


Puede parecer pueril que inmersos en una crisis económica que afecta a más de la mitad (precisamente la más rica..., hasta ahora) del planeta, de una disputa territorial (Rusia-Georgia) que tiene todos los visos de irse calentando gradualmente, de unas olimpiadas perfectas en lo material pero que están dejando mal sabor de boca en los defensores de los derechos humanos... Sí, absolutamente pueril, que alguien, aunque ese "alguien" sea tan representativo del mundo de la inteligencia como la Universidad de Berkeley, en la ciudad de San Francisco de California, se ocupe de estudiar y organizar un curso de filosofía fundamentado en una seria de dibujos animados como la de la familia Simpson. Pero al parecer la serie da para ello y para mucho más. Dos escritores, Jordi Soler y Eloy Fernández Porta, lo explican hoy con todo lujo de detalles en El País. Espero que no se lo tomen a broma, porque no lo es. Y merece la pena leer lo que nos dicen... Personalmente, voy a retomar la serie y mirarla con otros ojos. Y aprender... HArendt



Los Simpson, al completo


"Pienso, luego... ¡mosquis!", por Jordi Soler

En la Universidad de Berkeley, en California, se imparte un curso de filosofía fundamentado en la vida cotidiana de la familia Simpson. El maestro y sus alumnos van tomando nota, a lo largo de un semestre, de los actos y los diálogos que la tribu de Homer va desvelando semanalmente en la televisión; este conocimiento, aparentemente superfluo, les sirve para comprender, y luego aplicar, los engranajes del pensamiento filosófico. Matt Groening, artífice de esta familia dolorosamente arquetípica, sostiene: "Los Simpson es un programa que te recompensa si pones suficiente atención". Sus célebres episodios pueden entenderse en distintos niveles, divierten a niños, a adultos y a filósofos; tres datos sobre la inversión que lleva cada capítulo de esta serie dan una idea de su complejidad: 300 personas, que trabajan durante 8 meses, con un costo de 1,5 millones de dólares. La misma idea de convertir a la familia Simpson en materia de especulación filosófica es el tema de un curioso libro, The Simpsons and philosophy: the D'oh of Homer (ese D'oh se traduce en la versión española por "mosquis", la célebre interjección de Homer). Una nueva editorial, Blackie, lo publicará en España en invierno con el título de Los Simpson y la filosofía. En este volumen, un éxito de ventas en EE UU e Italia, 20 filósofos, de diversas universidades de Estados Unidos, ensayan sobre esta familia y su entorno en la desternillante ciudad de Springfield. El compilador de este proyecto de reflexión colectiva es William Irwin, profesor de filosofía del Kings College, en Pensilvania, con la participación de Mark T. Conrad y Aeon J. Skoble; Irwin es también autor de un célebre ensayo, en la misma línea de filosofía pop, titulado Seinfeld and philosophy (Seinfeld y la filosofía), donde, en un ejercicio a caballo entre la reflexión y la enajenación que produce mirar tantas horas la tele, desmonta filosóficamente la vida del solterón neoyorquino y el grupo de solterones que lo rodean.

Los Simpson y la filosofía comienza con un ensayo de Raja Halwani dedicado a rescatar, filosóficamente, lo que Homer tiene de admirable, y el punto de partida para esta empresa imposible es Aristóteles, ni más ni menos. "Los hombres fallan a la hora de discernir en la vida qué es el bien"; esta idea aristotélica consuena con esta idea homérica, de Homer Simpson: "Yo no puedo vivir esta vida de mierda que llevas tú. Lo quiero todo, las terroríficas partes bajas, las cimas mareantes, las partes cremosas de en medio". La interesantísima radiografía filosófica de Homer que hace Halwani viene salpicada con diálogos y situaciones que hacen ver al lector lo que ya había notado al ver Los Simpson en la televisión: que Homer, fuera de algunos momentos de intensa vitalidad, casi todos asociados con la cerveza Duff, no tiene nada de admirable. "Brindo por el alcohol, que es la causa y la solución de todos los problemas de la vida", dice Homer en un momento festivo, con una jarra de cerveza en la mano, y unos capítulos más tarde se sincera con Marge, su esposa: "Mira Marge, siento mucho no haber sido mejor esposo; estoy arrepentido del día en que intenté hacer salsa en la bañera y de la vez en que le puse cera al coche con tu vestido de novia... Digamos que te pido perdón por todo nuestro matrimonio hasta el día de hoy".

El libro se divide en cuatro grandes secciones: personajes, temas simpsonianos, la ética de los Simpson y los Simpson y los filósofos. El resultado, como suele suceder en los libros de varios autores, es desigual y ligeramente repetitivo; sin embargo, su lectura puede ser muy instructiva para los millones de forofos de esta serie que desde 1989 presenta una visión de la sociedad en dibujos que se parece bastante a la realidad de la familia occidental; en sus episodios, además de la lúcida disección que se hace del zoo humano, se tratan temas muy serios como la inmigración, los derechos de los homosexuales, la energía nuclear, la polución, y todo teñido de una sátira política que al final, como sucede casi siempre en los ambientes de Hollywood, resulta ser más demócrata que republicana.

Hace unos años, Matt Groening declaró que el gran subtexto de Los Simpson es éste: "La gente que está en el poder no siempre tiene en mente tu bienestar". La serie está basada en la desconfianza que siente el ciudadano común frente al poder, en todas sus manifestaciones, y en la necesidad que éste tiene de preservar a su familia que, por disfuncional que sea, termina siendo el último refugio posible. En los capítulos que se ocupan de los personajes de la serie, los filósofos autores de este libro aprovechan para revisar el antiintelectualismo yanqui a la luz de Lisa, o el silencio de Maggie a partir de esa idea de Wittgenstein que dice "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo"; también hay una sesuda reflexión sobre Marge, esposa y madre, como referente moral de la familia Simpson, y del pueblo de Springfield; en uno de los episodios aparece este diálogo, debidamente consignado en el libro, entre Marge y el tabernero Moe:

Moe: "He perdido las ganas de vivir".

Marge: "Oh, eso es ridículo, Moe. Tienes muchas cosas por las que vivir".

Moe: "¿De verdad?, no es lo que me ha dicho el reverendo Lovejoy. Gracias Marge, eres buena".

Bart Simpson es analizado con óptica nietzscheana; Mark T. Conrad intenta armonizar la vida gamberra de este niño con el rechazo de Nietzsche a la moral tradicional. "Yo no lo hice. Nadie me ha visto hacerlo. No hay manera de que tú puedas probar nada", se defiende Bart en uno de los episodios, ignorando esta contundente línea de Nietzsche que lo justifica: "No existen los hechos, sólo las interpretaciones".

Además de Nietzsche y Aristóteles, Los Simpson y la filosofía echa mano de Kierkegaard, Camus, Sartre, Heidegger, Popper, Bergson, Husserl, Kant y Marx, y este último filósofo da sustancia al divertido capítulo Un (Karl, no Groucho) marxista en Springfield, donde James M. Wallace llega a la conclusión de que los Simpson son capitalistas y, simultáneamente, críticos marxistas de la sociedad capitalista. A la hora de desmontar filosóficamente a Homer, Raja Halwani llega a la conclusión de que el tipo de carácter que tiene este personaje, desde el punto de vista aristotélico, es el vicioso, su escaso autocontrol frente a la ira, la alegría, el sexo o la cerveza, sus mentiras y su cobardía histérica en las situaciones en que tendría que responder como jefe de la tribu, lo sitúan como la antítesis de la templanza. Esta línea, dicha por él mismo cuando peligraba su integridad física, describe bien al entrañable personaje: "¡Oh, Dios mío; criaturas del espacio! ¡No me coman, tengo esposa e hijos!; ¡cómanselos a ellos!".

Y aquí, una selección de algunas de las frases más memorables de Homer Simpson:

- Yo no puedo vivir esta vida de mierda que llevas tú. Lo quiero todo: las terroríficas partes bajas, las cimas mareantes, las partes cremosas de en medio...

- Brindo por el alcohol: que es la causa y la solución de los problemas de la vida.

- Intentar algo es el primer paso hacia el fracaso.

- Normalmente no rezo, pero si estás ahí, por favor sálvame, Superman.

- A Billy Corgan, de The Smashing Pumpkins: ¿Sabes? Mis hijos piensan que eres fantástico. Y gracias a tu música depresiva han dejado de soñar con un futuro que no puedo darles.

- ¿Cuándo aprenderé? Las respuestas de la vida no están en el fondo de una botella. ¡Están en el televisor!.

- Sólo porque no me importe no significa que no lo entienda.

- Si cuesta trabajo hacerlo, es que no merece la pena.

- Quiero decirte las tres frases que te acompañarán en la vida. Uno, cúbreme; dos, jefe, qué gran idea; tres, ¿así estaba cuando llegué?

- Hijo, una mujer es como una cerveza. Huelen bien, se ven bien, ¡y matarías a tu madre por una! Y no puedes tener sólo una. Querrás beber a otra mujer.



http://www.elpais.com/recorte/20080816elprdv_1/LCO340/Ies/Homer_Simpson.jpg
Homer Simpson


"Esta niña está en mi cabeza", por Eloy Fernández Porta

El único personaje indispensable de Los Simpson es Lisa. Las astracanadas de Bart o el payaso Krusty son intercambiables, y cada uno de los caracteres restantes puede ser sintetizado en un giro verbal, así "¡Excelente!", "Jaaaa-há" u "Hola-holita, vecino". Esta sucesión de pifias y calamidades no podría sostenerse narrativamente de no ser por esa conciencia racional, cívica y tocada con collar de bolas que pugna por sobreponerse a la sinrazón de sus mayores. La niña modélica como imagen del futuro nacional: esta idea ha sido elaborada en el marco de la teoría política queer y desarrollada por comentaristas como Laurent Berlant o Mariano Rajoy. Sin embargo, Lisa es una "primera de la clase" más europea que norteamericana. En la escuela de Estados Unidos no basta con sacar las mejores notas; es preciso ser también activa, dinámica, una líder natural; de lo contrario, una quedará reducida a ojito derecho de la maestra. La singularidad de este personaje determina que en la serie coexistan dos tipos distintos de sátira, que podríamos llamar "anecdótico" y "trascendental".

Por una parte, lo que ocurre alrededor de Lisa y a pesar de ella: la incompetencia de los dirigentes, el alcoholismo de los paisanos, el ridículo cotidiano. Por otra, lo que le pasa a ella en particular, y que no es sino la cancelación de todas las ilusiones de trascendencia: el ecologismo, la Ilustración, el sentido de la comunidad... el porvenir, en fin, tal como lo imagina un europeo con gafotas. En cada episodio nos reímos 10 veces de asuntos anecdóticos y sólo una o dos de cosas trascendentales. Por eso Los Simpson es crítica cultural punk en estado puro: no porque haga mofa de lo más sagrado, sino porque nos dice que el fin de la civilización es menos grave que la suspensión del programa de Krusty.




Universidad de Berkeley, California



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Entrada núm. 5130
Publicada el 20/8/2008
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miércoles, 12 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Dónde están los nuevos jipis?





¿Dónde están los nuevos jipis?, se preguntaba hace unos días el escritor Jordi Soler. La rebelión de los jóvenes que profetizó Octavio Paz, dice, ha quedado reducida a una rabieta ‘online’, pues el asesinato freudiano del padre quedó neutralizado cuando el progenitor se convirtió en su compadre

Octavio Paz escribió en su libro Corriente alterna, que publicó en 1967, un diagnóstico del futuro que resulta asombroso leer medio siglo más tarde, comienza diciendo Soler. El año crucial de 1968 estaba a punto de llegar y Paz, que entonces era embajador de México en la India, veía con toda claridad que el mundo estaba cambiando radicalmente: “Creo que el fragmento es la forma que mejor refleja esta realidad en movimiento que vivimos y que somos”, nos advierte en la primera página de este libro que es, en realidad, una antología de los artículos que publicaba entonces en revistas latinoamericanas y europeas, artículos escritos con la urgencia, y la frescura, de quien pretende capturar el momento en el que todo empezó a cambiar, a la manera de los pintores impresionistas que daban pinceladas precisas y veloces para capturar el instante en el que se manifestaba la luz.

Octavio Paz escribe: “El gran problema a que se enfrentarán las sociedades industriales en los próximos decenios es el del ocio. El ocio había sido, simultáneamente, la bendición y la maldición de la minoría privilegiada. Ahora lo será de las masas”.

Cincuenta años más tarde nos encontramos con la evidencia de que nunca en toda la historia de la humanidad habíamos tenido tantas y tan diversas formas de canalizar el ocio, una bendición/maldición directamente relacionada con la realidad fragmentada que vislumbraba el poeta, pues buena parte del ocio se traduce en una multitud de individuos detrás de sus pantallas consumiendo, o interaccionando con ellos, los productos que ofrece la Red.

El fragmento es la forma que mejor refleja nuestra realidad, advertía Paz, sobre todo a partir de la irrupción de la Red, que atomiza a la sociedad, la divide en unidades, la neutraliza, sobre todo a la juventud de nuestro siglo, no a la de 1967 que se comportaba, todavía, como un amenazante colectivo capaz de sacudir el establishment.

Paz escribía entonces que las dos grandes transformaciones sociales de aquella época eran “la rebelión de los jóvenes y la emancipación de la mujer”. “La segunda es sin duda más importante y duradera”, sostenía el poeta, “es un cambio comparable al del neolítico”.

El Neolítico transformó la relación de nuestra especie con la naturaleza, del mismo modo en que la emancipación de la mujer ha ido, efectivamente, transformando la dinámica familiar, las relaciones sociales, el mundo laboral, etcétera. A pesar de que la igualdad entre los sexos tiene que recorrer todavía un largo camino, no puede ya compararse la vida que tenían las mujeres al principio de los años sesenta, con la que llevan en el siglo XXI.

Pero Octavio Paz no acertó con la rebelión de los jóvenes, que al final ha quedado en breves episodios aislados de la historia reciente; y no acertó porque la sociedad occidental ha terminado siendo otra cosa distinta de lo que entonces prometía, en esa época en la que la juventud clamaba, dice Paz: “Yo no quiero ser parte de este mundo que ha inventado los campos de concentración y ha arrojado bombas atómicas sobre Japón”.

Los jóvenes de entonces se sabían herederos del desastre que dejaban sus mayores, cosa que podrían suscribir también los jóvenes de hoy, y veían con naturalidad la fantasía freudiana de asesinar al padre, “una realidad psicológica de la era industrial”, apunta Paz.

A través de la figura del padre asesinado se puede situar a la juventud de nuestro tiempo frente a la de los años sesenta; los adultos entonces eran más adultos, había una separación muy clara entre ellos y sus hijos y el asesinato freudiano no admitía ambigüedades: había que matar a ese otro que te heredaba un planeta lamentable con bombas atómicas y campos de concentración. Pero en el siglo XXI esa frontera se ha difuminado, las nuevas tecnologías, la bendición/maldición del ocio, han barrido las diferencias, padres e hijos tuitean, oyen música en Spotify, se tatúan una greca maya en la nuca y se visten con prendas parecidas. En estas condiciones la fantasía freudiana se ha desdibujado: el hijo mata a su padre, no a su compadre.

Los jipis son un buen ejemplo de lo que sucedía con la juventud hace cincuenta años, querían destruir el sistema, replantear los fundamentos de la economía, vivir en armonía con la naturaleza y además eran unos entusiastas del hedonismo y de la tribu familiar; pretendían, en suma, vivir de otra forma, corregir la deriva occidental hacia la ganancia y el progreso económico que ya desde la década de los sesenta era un escándalo. Todos los objetivos del jipismo, con la excepción quizá de su estética y de su consustancial cursilería, podrían retomarse hoy con más ímpetu, pues ha pasado medio siglo y el sistema que intentaron destruir sigue no solo de pie, sino más sólidamente establecido que nunca.

¿Por qué se fueron los jipis si no habían conseguido lo que buscaban? No se fueron, se disolvieron, se han ido diseminando en nichos que conservan ciertos elementos de su ideario de juventud; la cruzada ecológica, por ejemplo, la alimentación saludable y otros sucedáneos individuales de aquella gesta espiritual y colectiva como el yoga, el mindfulness y un largo, y muy rentable, etcétera. Los viejos jipis están hoy haciendo la flor de loto, el saludo al sol, la postura del guerrero después de una jornada extenuante de oficina, en los despachos del poder económico, mediático o político. La imagen del jipi, que hace años combatía al sistema desde la calle, practicando hoy la postura del guerrero en un salón de yoga climatizado, ilustra perfectamente la magnitud del caso.

Paz escribe unas líneas que parecen destinadas a explicar el auge de la espiritualidad New Age que inunda nuestra época, uno de los tentáculos más redituables del ocio: “También las doctrinas de Buda y del Mahavira nacieron en un momento de gran prosperidad social y las ideas de ambos reformadores fueron adoptadas con entusiasmo no por los pobres sino por la clase de los mercaderes. La religión de la renuncia a la vida fue una creación de una sociedad cosmopolita y que conocía el desahogo y el lujo”.

De una sociedad, diríamos, que tenía un nivel de bienestar como el que hoy tienen los países europeos, que permitía a los ciudadanos grandes dosis de tiempo ocioso, solo que en nuestro siglo, aquí en Occidente, el ocio se purga mayoritariamente en la pantalla que nos atomiza y nos fragmenta en miles de millones de terminales. Al final la rebelión de los jóvenes no produjo una transformación tan grande como preveía Paz, en nuestro siglo esa rebelión ha quedado reducida a la rabieta individual online.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



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miércoles, 20 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] La pesadilla





El gran triunfo de las máquinas sobre los humanos en el siglo XXI no son las noticias falsas, sino la docilidad con la que nos hemos adaptado a ellas. Ya no es importante decir la verdad, sino que te crean, comenta en El País el escritor Jordi Soler reseñando al poeta William Blake. 

William Blake, comienza diciendo Soler, fue hijo y detractor de la Revolución Industrial. El tránsito del siglo XVIII al XIX lo hizo asombrado por la velocidad con la que Europa empezaba a mecanizarse y la rapidez con la que las máquinas comenzaban a desplazar a las personas de sus puestos de trabajo. Como también harían Byron o Shelley, el poeta Blake comenzó una resistencia artística, propiamente romántica, contra la mecanización de Europa, que pronto sería la de Occidente, y que a él le parecía un derrotero nefasto de la civilización.

Veía con toda claridad que entregarse a la industria y al progreso era una opción poco afortunada, y en todo caso pensaba que la revolución de la industria debía tener el contrapeso de una revolución cultural, para que la civilización occidental no quedara atrapada en la pura mecanización, en la producción en masa, en la acumulación de capital, en el progreso a toda costa.

Sin el antídoto de la revolución cultural que intentaron los poetas románticos, el mundo que quedó es precisamente el que tenemos ahora, un mundo cada vez más mecanizado en donde las máquinas no solo siguen desplazando a los hombres, sino que ya las tenemos incrustadas en la rutina cotidiana; no solo hacen buena parte de nuestro trabajo, sino que, además, en el caso de los ordenadores, con la humanidad entera prisionera de sus redes, han conseguido que la ciudadanía piense, opine, se exprese y actúe dentro del marco que establece la máquina.

El ordenador con sus redes hubiera sido, seguramente, la pesadilla más espesa de William Blake; en una sola sesión con esta máquina, el poeta hubiera podido comprobar el triunfo inapelable de la Revolución Industrial y la ingenuidad romántica de su revolución cultural. Además, hubiera podido verificar esa realidad diabólica que los habitantes de este milenio vivimos con una desenfadada normalidad: la máquina que piensa por ti acaba contagiándote su forma de pensar. ¿Cuántas veces al día Google, o Waze, o Shazam, o el iluminado de turno en Twitter, piensa por nosotros?

“Debo crear un sistema o ser esclavizado por el de otro hombre. No me interesa razonar y comparar: lo mío es crear”. Esta idea de Blake es toda una invitación a pensar fuera de la máquina, a desconfiar de la fuente de la que todos abrevan y a crear nuestros propios pensamientos. Las redes sociales han pasado de ser el espejo del mundo a convertirse en su directriz, comenzaron reflejando la vida real y ahora son ellas las que nutren la realidad con sus modos, sus formas y sus tics; es como si el ordenador nos devolviera nuestra propia realidad jerarquizada de otra forma, como si la máquina, como temía el poeta, nos indicara qué pensar y a qué parcela de toda la información que circula de red en red nos está permitido asomarnos.

La brevedad que imponen las redes ha cambiado ya, por ejemplo, la manera de comunicarnos con otra persona; la brevedad del whatsapp empieza a desterrar al e-mail, que ya es visto como una no práctica antigualla que venimos arrastrando desde el siglo XX, aunque en su tiempo fue la maravilla hipermoderna que aniquiló las cartas de papel. La secuencia de la carta, el e-mail y el whatsapp es cristalina, e indica que cada vez se escribe menos en mensajes más cortos que llegan más rápido; ya no importan la forma, la sintaxis, ni el estilo, ni la ortografía, lo que importa es que el mensaje, que es invariablemente urgente, llegue rápido, tan rápido que a veces ni siquiera hay que escribirlo, basta con insertar un emoticono. Pero quizá lo que de verdad indica esta secuencia es que la máquina nos señala el camino.

La brevedad en Twitter es imprescindible, la idea que triunfa en esta red social es la que va encapsulada en una frase corta y contundente, y la longitud y la contundencia están por encima de la verdad, un valor que a estas alturas del milenio ya ha perdido un buen porcentaje de su jerarquía. Si la frase es deslumbrante, pero rebasa los 100 caracteres, tendrá menos quórum que una breve, aunque sea opaca; y si lo que se ha tuiteado es un linka un texto largo ya podemos despedirnos de la mayoría de nuestros seguidores.

Los periódicos, uno de los últimos bastiones de la prosa larga, han adoptado ya la frase eficaz de Twitter, la nota condensada y la promiscuidad temática característica de la red social. Los nuevos lectores ya son incapaces de orientarse en las enormes hojas de papel de los periódicos, necesitan la eficacia del link y la velocidad y la ligereza con la que viajan de una noticia a la otra.

En unos cuantos años, la velocidad y la eficacia se han implantado como los valores supremos de nuestro tiempo, se nos inoculan cada vez que dejamos que entre el wifi, y ya han llegado a territorios tan aparentemente ajenos como el del tenis; este deporte ha cedido a la presión, y hoy un tenista, para triunfar, más que talento necesita potencia, resistencia y agresividad, la misma eficiencia que se le exige al tuitero o al periodista o al político para que logren obtener muchos seguidores; porque la máquina nos adiestra cada día con la idea de que el éxito se mide por la cantidad, por el número. En el tenis de este milenio ya no hay espacio para los golpes artísticos, el revés a una mano; la suerte más hermosa de este deporte está en un acelerado proceso de extinción, porque la mayoría de los jugadores eligen el revés a dos manos, que es menos plástico, pero tiene más potencia, es simple y eficiente como un tuit. ¿A quién le importa hacer un golpe bello cuando lo único que importa es triunfar?

¿Y a quién le importa decir la verdad cuando lo único que importa en el siglo XXI es que te crean? El gran triunfo de la máquina sobre nosotros no son las fake news, las mentiras que se multiplican hasta que se convierten en verdad, sino la docilidad con la que nos hemos adaptado a ellas. William Blake, ese poeta que era capaz de vislumbrar el mundo entero en una flor, vería con desconcierto cómo la máquina ha conseguido ya imponernos la brevedad y la velocidad como valores primordiales, y cómo va consiguiendo poner en entredicho la verdad y normalizar la mentira en la vida pública sin que nadie se escandalice. Y, desde luego, no le gustaría nada la devaluación que ha sufrido la palabra, que ya vale poco si no va montada en un tuit.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

domingo, 25 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] El imperio del placer






Pasaremos a la historia como los últimos insensatos que pusieron límites al placer, comenta en El País el escritor Jordi Soler. La humanidad ha comenzado a emanciparse de Darwin y de la madre naturaleza para sumergirse en una nueva era: el transhumanismo.

Supongamos que aterrizamos en un planeta cuyos habitantes viven en una perpetua felicidad, donde el dolor, el sufrimiento y la ansiedad están desterrados y solo existe el placer, comienza diciendo. Pero no un placer idiota e improductivo; los habitantes de este planeta hipotético piensan con una afilada lucidez, se relacionan inmejorablemente con su núcleo familiar y su entorno social y cada acto que ejecutan, por modesto que sea, está lleno de sentido y significado. ¿Sugeriríamos la introducción del dolor, de la ansiedad, del sufrimiento, para endurecer la fibra moral y atemperar el espíritu?

Esta pregunta sale de la órbita del transhumanismo, un movimiento cultural, de aires filosóficos que plantea, con fundamentos nada despreciables que, de manera casi inadvertida, nos estamos adentrando ya en la era posdarwinista. La evolución de nuestra especie comienza a dejar de lado a la madre naturaleza, que es lenta y arbitraria, y ya cabalga a lomos de la ingeniería genética, la farmacología, la estimulación intracraneana y la nanotecnología molecular; una batería de técnicas que, en un futuro no muy lejano, van a incrementar nuestras capacidades físicas, intelectuales y psicológicas, y a erradicar buena parte de las limitaciones que hoy nos impone el darwinismo, la evolución natural de nuestra especie, que hemos venido arrastrando a lo largo de nuestra historia.

En el próximo siglo nuestra especie va a dar un espectacular salto evolutivo. La intervención tecnológica del cuerpo es ya una realidad que estudian los transhumanistas, como el filósofo británico David Pearce, y Nick Bostrom, que dirige una suerte de think tank (Future of Humanity Institute) en la Universidad de Oxford.

Esto que parece una historia de ciencia ficción está explicado, con toda seriedad, en un ensayo, que es más bien un manifiesto, titulado The Hedonistic Imperative (El imperativo hedonístico), de David Pearce. Este manifiesto está colgado en la Red, se va poniendo al día cada vez que el futuro se le echa encima, o cuando sus detractores, que ocupan un largo anexo, lanzan opiniones, preguntas, ataques o descalificaciones más o menos pertinentes. No existe la versión de este ensayo en papel porque un libro físico sería una contradicción: la evolución natural del libro exige una reedición, hay que corregirlo e imprimirlo otra vez, arrastra una tara darwinista que no tiene el documento electrónico.

Ernst Jünger, ese sabio incombustible que vivió en dos siglos, peleó en las dos Guerras Mundiales y vio pasar dos veces el cometa Halley, ya intuía el transhumanismo que se nos venía encima y lo planteaba, de manera muy didáctica, en términos arquetípicos. En sus últimos Diarios (1991-1996) aparece continuamente la preocupación por la batalla que libraban dioses y titanes a finales del siglo XX. “Que lo titánico se avecina inevitablemente resulta cada día más claro. No fracasan solo las formas políticas, sino también las históricas”, anotó. El triunfo de los titanes en el siglo XXI, decía, provocará la retirada de los dioses, “Apolo se aleja y el verso se debilita; Dionisios aparece como un titán”. Y en otra entrada apuntaba que el hombre “como especie se convertirá en una nueva criatura de la tierra: vuelve a quitarse la piel una vez más y se cambia de traje”.

Ese cambio de piel y ese traje que vislumbraba Jünger hace veintitantos años se parece mucho a la criatura posdarwinista y transhumana en la que van a convertirse nuestros descendientes. Para esta era nuestra sin dioses que está presidida por los titanes, en la que se diluyen las formas políticas y las históricas, el Transhumanismo propone el imperio del placer.

“Un día tendremos pensamientos como puestas de sol”, escribe Pearce en su inquietante ensayo y luego nos cuenta que además de tener pensamientos magníficos, gracias a la intervención tecnológica del cuerpo nuestros descendientes vivirán en un mundo sin dolor donde el bienestar extremo será el estado natural de las personas, un radical bienestar alejado de la estupefacción que producen las drogas contemporáneas, pues irá ligado a un pensamiento extremadamente lúcido. Además el dolor va a erradicarse del planeta, igual que la mayoría de las enfermedades, asegura Pearce. De hecho el movimiento ya ha empezado, si se piensa en que hace doscientos años no había ni anestesia ni analgésicos y, desde la perspectiva transhumanista, el hedonismo colectivo que viene podría estar mucho más cerca si las compañías farmacéuticas, acobardadas por el puritanismo del establishment, introdujeran en sus píldoras elementos para procurar el placer y no solo para paliar el dolor.

Basta con observar el entorno; la preocupación desmedida por la salud, el culto al físico, el narcisismo que mueve a nuestros contemporáneos, nos hacen ver que el imperativo hedonista de Pearce ya está aquí. El mundo sin dolor es técnicamente factible pero se enfrenta, dicen los transhumanistas, a nuestro concepto arcaico de la salud mental, en el que la tristeza, la ansiedad, el desasosiego nos equilibran, nos endurecen, ponen a tono nuestra estructura emocional. Para entrar cabalmente en el posdarwinismo, tendríamos que erradicar nuestras oscuras emociones primitivas y la estructura mental de cazadores y recolectores que nos define.

Estamos ya en una era transicional, justamente en el momento en que empieza a desplegarse la decodificación y la reescritura del genoma humano, la arquitectura genética, la alquimia de los neurotransmisores.

El futuro sin dolor que anuncia Pearce será el de nuestros descendientes y nosotros somos ya el final de una era, vivimos todavía acosados por la culpabilidad, por el miedo religioso que nos produce el placer ilimitado y el rechazo irracional a una especie que no cuente con el contrapeso del dolor. Probablemente pasaremos a la historia como los últimos insensatos que pusieron límites al placer.

La gesta del trashumanismo parece, como digo, ciencia ficción y tiene una cantidad de previsibles efectos secundarios que sería pertinente explorar. El placer, sin el contrapeso del dolor, ¿sigue siendo placer? ¿En dónde queda el derecho a la tristeza? No puede perderse de vista que un mundo habitado por gente herméticamente satisfecha, por más afinado que tenga el pensamiento, no tendría motivos para defenderse de los abusos de las élites políticas y económicas. Tampoco puede soslayarse que para que el transhumanismo funcione la evolución posdarwinista tendría que ser escrupulosamente democrática, accesible para todos y cada uno de los habitantes del planeta.

Por lo pronto los detractores de David Pearce exhiben una larga batería de impedimentos morales, físicos, económicos, para descalificar el transhumanismo. Ya les tocará a los nietos de nuestros bisnietos comprobar qué tanto había de realidad en el imperativo hedonista.

Quizá nosotros seamos ya los últimos ejemplares de esa especie anticuada, melancólica y enfermiza, que de aquí en adelante se irá emancipando de sus tristezas, de Darwin y de la madre naturaleza.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País


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martes, 30 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] La dimensión de la libertad





La segunda mitad del siglo XX fue un periodo casi feliz para la humanidad. En cambio, ahora estamos asentados en un polvorín: hay desconfianza en el sistema democrático y todo gira en torno a la seguridad y la reducción de riesgos, comenta en El País el escritor Jordi Soler.

Hace poco más de cien años, los habitantes de las grandes ciudades comenzaron a buscar fórmulas para contrarrestar el hacinamiento y la polución que volvía irrespirable la atmósfera urbana, comienza diciendo Soler. Buscaron, al parecer sin mucho ahínco, a juzgar por la falta de espacio y la calidad del aire que tienen hoy nuestras ciudades.

Bolton Hall fue un célebre activista que a finales del siglo XIX inició un movimiento para incitar a la gente, que estaba harta de vivir en Nueva York, a que se mudara al campo. Los pormenores de este proyecto los escribió en uno de sus libros, Three Acres and Liberty (1907), que se puede consultar online de forma gratuita. Ahí expone las ventajas de instalarse en el campo, en una casa rodeada de tres acres de terreno (1,2 hectáreas), un espacio suficiente para montar una granja, un huerto, un plantío, algo que produjera ganancias.

La aventura de independizarse en el campo que Hall proponía en su libro no era solo para liberar al ciudadano de la polución y del hacinamiento; el objetivo principal era independizarlo del sistema económico que estaba articulado, como sigue hasta la fecha, por unos cuantos dueños y una angustiosa multitud de empleados que habían vendido su tiempo, y a la larga su vida, a la empresa de un particular. La idea de Hall no era en ese tiempo ninguna novedad, pero el título de su libro, Tres acres y libertad, nos hace ver la dimensión que tenía entonces esta palabra. Hall invitaba a sus lectores a embarcarse en una aventura incierta, llena de riesgos, que iba a ser implementada por gente de la ciudad que, seguramente, no sabía ni ordeñar una cabra ni dar un golpe a la tierra con el azadón; esa vida azarosa, sin ninguna clase de seguridad, ofrecía Hall a sus valientes seguidores, a cambio de una sola recompensa: la libertad.

La sociedad ha cambiado mucho en los últimos años, la libertad, esa palabra que en el siglo XX gozaba de un sólido prestigio, comienza a perder lustre en este convulso siglo XXI, como sugieren los números que expongo a continuación.

Según datos del Pew Research Center, el 40% de los jóvenes en Estados Unidos cree que el Gobierno debería regular la libertad de expresión cuando lo que se dice es ofensivo, piensa incluso que la autoridad debería intervenir antes de que el discurso ofensivo ocurra. En la segunda mitad del siglo pasado solo el 20% creía que el Gobierno debía regular la libertad de expresión, y unos años antes, en la década de los años cuarenta, la cifra se reduce al 12%.

Este creciente rechazo a la opinión que no es del gusto de la mayoría, se redondea con otros números muy significativos. De acuerdo con un estudio del World Values Survey, antes de la II Guerra Mundial, el 72% de los estadounidenses pensaba que la democracia era un sistema imprescindible para gobernar un país; hoy solo piensa eso el 30%, y además hay un 24% que piensa que la democracia es, directamente, una mala idea.

Los datos vienen de Estados Unidos pero la realidad no es muy distinta en los países europeos, donde el desprestigio de los Gobiernos democráticos ha crecido en los últimos años, igual que la intolerancia al discurso que se sale del cauce de la corrección política.

A un número creciente de ciudadanos del mundo industrializado del siglo XXI les tiene sin cuidado quién los gobierne; mientras les conserven su burbuja de bienestar y seguridad, no importa que el Estado, para protegerlos, tenga que espiar sus conversaciones privadas, ni que les reduzca su margen de libertad.

Antes que la libertad de expresión prefieren la libertad acotada, para no exponerse a opiniones políticamente incorrectas o que difieran de las suyas. Todo gira en torno a la seguridad, a la reducción de riesgos que es la gran obsesión de este siglo, y ese número creciente de ciudadanos ya ha puesto la seguridad por delante de la libertad.

En su ensayo The Complacent Class (St. Martin’s Press, 2017), Tyler Cowen apunta una serie de elementos que perfila con más detalle esta tendencia. La segunda mitad del siglo XX fue un periodo casi feliz para la humanidad: no hubo guerras mundiales, ni demasiadas epidemias, ni grandes descalabros económicos, y en cambio el siglo XXI está afincado sobre un polvorín, a la desconfianza de la gente en el sistema democrático, hay que sumar el esplendor de los fundamentalismos religiosos y de los nacionalismos étnicos; todo esto invita a mirar el futuro con desconfianza, y quién desconfía lo primero que hace es replegarse.

La sociedad estadounidense, que fue forjada por miles de aventureros, desde los peregrinos del Mayflower hasta los incitados por Bolton Hall, ha perdido el gusto por la aventura. En los últimos 50 años se ha reducido a la mitad el número de personas que salían de su Estado natal para ir a buscar una oportunidad en otro, y en los últimos 40 el número de ciudadanos menores de 30 años que son dueños de un negocio se ha reducido en un 65%, lo cual ya indica que los millennials serán la generación empresarial menos productiva de la historia de aquel país.

Otros datos redondean el panorama abúlico que empiezan a ofrecer estos primeros años del siglo XXI: los empleados cambian menos de trabajo que sus padres y tienen mucho menos energía para proyectar e innovar, según los números de la oficina de patentes, que vienen decayendo desde 1999. Y un dato más, que es la viva metáfora de la abulia, del repliegue o, para decirlo con todas sus letras, del miedo que hoy nos define: el número de gente que aplica para conseguir el carné de conducir decae continuamente desde la década de los años ochenta. A este paso, On the Road, la gran novela americana donde Jack Kerouac cuenta un largo viaje en automóvil por Estados Unidos y México, va camino de convertirse en una historia absurda.

Parece que los índices de bienestar con los que se vive en el mundo industrializado han convertido al ciudadano en una criatura temerosa y poco dada a la aventura, que se siente a sus anchas en el reino del pensamiento único lo cual, necesariamente, reduce el espectro de la palabra libertad.

La libertad en los tiempos de Bolton Hall implicaba dejarlo todo y mudarse a vivir al campo en una parcela de tres acres. Establezcamos la escala: la medida de la libertad ha pasado, en poco más de cien años, de tres acres a los 50 centímetros cuadrados que mide la mesa en la que tenemos instalado el ordenador.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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